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LA EDUCACIÓN DE LAS EMOCIONES Y LA

IMAGINACIÓN MORAL: Retos para una pedagogía de la


esperanza

Por: Ana María Salazar Canaval


Universidad del Valle, Cali-Colombia

Si se puede re/imaginar y re/presentar los traumas, la identidad


colectiva cambiará; se dará la búsqueda de los recuerdos del
pasado colectivo, se puede ampliar la solidaridad y puede llevarse
a cabo unas muy necesarias indemnizaciones civiles. Solo tal
articulación completa del proceso del trauma puede evitar que los
mismos horrores vuelvan a suceder - Jeffrey Alexander, 2016.
Introducción
Después de la firma del tratado de paz del Gobierno colombiano con las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) y el aparente silenciamiento de los
fusiles, que por más de 50 años ha dejado en Colombia una huella de sufrimiento y un gran
número de víctimas, les corresponde a las ciencias humanas y a la filosofía reflexionar en
torno a las herencias de la guerra y cómo ellas repercuten en la formación humana.
La reflexión filosófica que quiero proveer con este texto hunde sus raíces en la
educación, pero no desde la idea de una educación institucionalizada que, comúnmente, es
catalogada como la responsable de las deformaciones estructurales de un país o sociedad.
Aquella que, para muchos, en palabras del brasileño Pablo Gentili, “se mira miope el ombligo
sin llegar nunca a reconocerlo” (2007, pág. 10). Esto bajo la idea según la cual la educación
ha sido el instrumento de opresión y marginación política y social. En lugar de ello, con lo
que el lector se encontrará, será una aproximación desde la filosofía de la educación; viendo
esta última como una potencialidad para el cambio. Dicho de otro modo, es una preocupación
por proveer un marco explicativo y propositivo del modo en que se puede hablar de la
construcción de paz de un país en transición. Con ello no quiero caer en el afán, en el cual
han caído muchos filósofos de la educación, de dar respuestas inmediatas a problemas
concretos de la práctica educativa institucionalizada.
Este capítulo pretende mostrar que la práctica educativa está presente y es transversal
en toda relación social; y más aún cuando lo que nos convoca es analizar la construcción de
paz de un país como Colombia. No en vano muchos pensadores de la educación y filósofos,

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como por ejemplo Aristóteles, John Dewey y Paulo Freire sustentaron que la educación es
un acto político que transforma. Por un lado, el eje transversal de este capítulo es defender
una educabilidad de las emociones a través del cultivo de la imaginación. De esta manera, el
capítulo cumple con dos funciones. Primero, pretende normativizar el acto educativo a través
del cultivo de las emociones y la imaginación moral. Y segundo, es propositivo en la medida
en que le apuesta a realizar tal educabilidad y cultivo en el marco de una ‘pedagogía de la
esperanza’.
Los componentes de un proceso educativo como la narración, la escritura y la lectura
generan emociones que, por su proceso cognitivo y racional, tienen la capacidad de sustituir
y generar modificaciones en la conducta de los individuos. Por otra parte, la filosofía aporta
a la pedagogía una concepción del mundo y de la vida, la cual redunda en el imaginario y la
conducta humana. Si el fin último de la educación es formar integralmente al hombre, no lo
puede hacer sin el aporte de la filosofía, pues ella le proporciona una idea de integralidad.
La relevancia de la educación radica en la formación del ethos o carácter del sujeto. En
la historia de las ideas y de la Filosofía occidental, el sentido político de la educación ha
radicado en la formación de un ethos democrático y de una cultura deliberativa. Dicha cultura
está formada por valores que funcionan como motivadores de la acción. Sin la formación del
carácter, la democracia es endeble y conduce a la apatía ciudadana. Lo que resulta interesante
de adjudicarle este sentido político a la educación es que dichos valores son de carácter
universal que van mutando en la historia. Ese trasegar parte del proceso de racionalización
de las emociones. Es decir que ellas son modeladas a través de la razón. La educación de las
emociones se convierte en un medio para lograr ampliar la racionalidad humana con el fin de
cultivar una ciudadanía democrática.
Los resultados del 2 de octubre de 2016 nos demostraron que la paz no fue la que nos
llevó por el sendero de la reconciliación, a pesar de que las zonas más afectadas por el
conflicto armado aprobaron lo acordado en La Habana. Refrendar el Acuerdo fue un punto
que potencializó la polarización, acción que nació a partir de incitar emociones de vergüenza,
repudio y el asco hacía el que para muchos fue el victimario. El discurso del miedo, incluso,
fue verbalizado por aquellos que toman el alcance que tiene la alocución de la educación en
un país para tergiversar lo que para ellos significa la Paz y lo que implicaban los Acuerdos
en La Habana. Para emprender un camino de construcción de paz es imperativo transformar,

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desde presupuestos filosóficos, la idea de educación. En un país en transición, una educación
de las emociones y de carácter histórica, que interprete el presente de cara al pasado, nos va
garantizando paulatinamente la construcción de lazos sociales más fuertes que nos
empoderan para no cometer los mismos errores como sociedad. Es así como la apuesta hacia
dicha educación está enmarcada en una pedagogía de la esperanza vía la imaginación moral.
La imaginación moral “es la capacidad de imaginar algo enraizado en los retos del mundo
real [,] pero a la vez es capaz de dar a luz aquello que todavía no existe” (Lederach, 2016,
pág. 21). Este modo de imaginación es arquitectónico para una educación crítica que aporte
a la construcción de paz en un escenario de posconflicto.
Una pedagogía de la esperanza, por medio del desarrollo de la imaginación moral y el
cultivo de las emociones, se enfrenta a varios retos a la hora de entretejer los tópicos
necesarios para una formación orientada a la construcción de paz; que no lleva más que a
construir una cultura de paz. Los retos que demandan a esta pedagogía se encuentran en la
formación de valores y actitudes que promuevan la desnaturalización de la violencia y que
nos lleven a un ensanchamiento de los Derechos Humanos, la solidaridad, la empatía,
reconciliación y el respeto hacia la diferencia.
Ahora bien ¿entrar en un estadio de posconflicto, que tiene por objetivo la construcción
de la paz, es condición suficiente para que todas las instancias sociales, políticas y culturales
converjan y funcionen de manera correcta? No, no lo es. Llevar un proceso de negociación
para la paz, medianamente decente y exitoso, no garantiza que la dinámica política sea un
oasis que apacigüe las crisis sociales, pues ella, podría decirse, está en manos de las élites
que llevan a polarizar un país. Colombia es un ejemplo de lo mencionado. Sin embargo, la
polarización va más allá de una lucha ideológica. Ella es causada por la confrontación de los
hechos espantosos que difícilmente podremos olvidar -y, de hecho, ésta no es la finalidad de
una transición hacia la paz-. La catástrofe social y la parálisis política son causa del trauma
cultural de todo un país que cambió, definitivamente, la vida de la comunidad.
La palabra ‘trauma’ ha sido utilizada por diversas áreas de conocimiento y estudiada
de diferentes maneras. En el epígrafe de este capítulo se señala que es necesario lograr una
articulación completa del proceso del trauma para evitar que los mismos horrores vuelvan a
suceder. Sin embargo ¿cómo lograr esa articulación? Aquí no me interesa darle un
tratamiento psicoanalítico al término; en lugar de ello, el texto se versará sobre la

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problemática del ‘trauma cultural’. Sostengo que, vía la imaginación moral y una pedagogía
de la esperanza, el trauma cultural se va subsanando. Jeffrey Alexander (2011) sostiene que
el trauma cultural ocurre “(…) cuando los miembros de una colectividad sienten que han sido
sometidos a un acontecimiento espantoso que deja trazas indelebles en su conciencia
colectiva, marcando sus recuerdos para siempre y cambiando su identidad cultural en formas
fundamentales e irrevocables” (pág. 125). Desde esta perspectiva, en la concientización del
trauma cultural va emergiendo en la comunidad un sentimiento de responsabilidad moral que
la lleva a definir sus relaciones en la solidaridad. Gracias a este fenómeno el sufrimiento de
los ‘otros’ se va convirtiendo en un ‘nosotros’ y así se va cerrando la posibilidad de que el
trauma vuelva a suceder. Dicho de otro modo, tomar la vía de la imaginación moral y las
emociones es uno de los caminos, desde la práctica educativa, en que se van entretejiendo
lazos de empatía, solidaridad y reconocimiento.
Para dar sustento a lo que aquí he presentado, el texto se divide en tres partes. En el
primer apartado presentaré la relación entre educación y paz enmarcados en un escenario de
posconflicto como el colombiano. Con esto daré especial relevancia al impacto que tiene
significar la paz como una construcción imperfecta, como algo más allá de la ausencia de
enfrentamientos armados. La construcción de una paz imperfecta rompe con las limitaciones
de diagnóstico y explicación de los problemas, esta noción lo que pretende es proveer un
marco propositivo que viabilice la transformación de la realidad actuante alrededor de las
causas originarias de la violencia. En el segundo apartado daré lugar a la explicación y
análisis de la relación que tiene la educabilidad de las emociones y el cultivo de la
imaginación, esto con la finalidad de mostrar que es posible que ellas sean modeladas a través
de la razón en la práctica educativa. El punto principal en este análisis es exponer que la
potencialidad de la educación de las emociones y el cultivo de la imaginación se convierten
en medios para lograr una ampliación de la racionalidad humana y social con el fin de
establecer una ciudadanía democrática. Finalmente, ambas relaciones, la de educación y paz,
y la de las emociones con la imaginación, deben ser vinculantes con un modo de práctica
educativa, toda vez que la preocupación por la educación es el campo de estudio de la
pedagogía. Es por esta razón que en el tercer apartado expondré las bases de una pedagogía
de la esperanza que posibilite subsanar el trauma cultural de lo ocurrido a través de la
educabilidad de las emociones y la imaginación moral.

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I. Paz y Educación en Colombia
La relación entre paz y educación parece ser un eslabón universal. No hay país o grupo
social que prescinda de ella para su proyecto nacional o identitario. Por un lado, bien podría
decirse que el espectro político de Colombia, en relación con la violencia y la paz, ha estado
marcado por la necesidad de restablecer la democracia, desde el periodo conocido como el
Frente Nacional hasta el escenario de posconflicto tras el acuerdo en La Habana. El
posconflicto necesita ser un proceso de transformación social integral. La transformación
debe estar atravesada por la creación y fomento de una cultura de paz y convivencia humana.
Todo esto a partir de la reconstrucción de las condiciones institucionales y materiales para
que lo pactado en el Acuerdo sea sostenible en el tiempo.
Dentro del imaginario social colombiano hay una sensación de desgaste que se
experimenta frente a la democracia y el sistema político a la hora de establecer la paz (Karl,
2018). Esta misma sensación es la que ha atravesado el reconocimiento básico del, que podría
llamarse, ethos colombiano. En la historia reciente del país ha existido una lucha en torno a
la definición de la ciudadanía. Por un lado, está una ciudadanía que no quiere enmarcarse en
la idea de que la violencia y el fracaso son el único registro en el que se cimienta el pasado
nacional y su identidad cultural. Y por el otro, están quienes no han vivido algo diferente a
la guerra y que tendrán un proceso complejo para demarcarse de ella. La oposición entre
estas dos realidades es uno de los puntos en que el debilitamiento del ethos democrático y la
apatía ciudadana entran en juego, pues ¿qué pasa cuando quienes no han crecido en contextos
de violencia son incapaces de “sentir lo que otros sienten”?. No obstante, cabe señalar que
esto no quiere decir que la educación hacia la construcción de paz deba ir dirigida hacia
aquellos sectores o actores que participaron y sufrieron directamente los estragos de la guerra,
esta invención requiere de la sociedad en general. Así, la sostenibilidad de la paz, en el largo
plazo, depende del “balance que haga la sociedad de los beneficios y costos del antes, del
ahora y del después” (Morales, 2016, pág. 84).
La situación global de la educación sí que es paradójica: de ella se espera todo y, a la
vez, de ella no se espera nada. Acusan a la educación de no transmitir valores de paz y de
convivencia equilibrada. Empero ¿cómo enfrentar estas acusaciones? En primer lugar, habría
que aclarar que tales denuncias van dirigidas hacia la institucionalización de la educación.
Aquella que para muchos es la culpable de fomentar la desigualdad social y las injusticias,

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argumentos que, por supuesto, no voy a desmentir. De hecho, ellos tienen parcialmente la
razón. La educación institucionalizada ha dejado como un deber de segundo orden la
humanización. Ésta, desde una visión bancaria de estirpe freireano, solo se encarga de
transmitir información, donde los educandos son vistos como recipientes vacíos que poco a
poco se van deshumanizando. Es por ello por lo que este texto quiere enfrentar esas
acusaciones desde una interpretación más amplia de la educación. Una educación
humanizadora: una educación de la esperanza.
La educación y lo que llaman ‘una pedagogía para la paz’ son dos puntos álgidos en la
transición del país y en el posconflicto. El Acuerdo de Paz plantea cuatro puntos focales sobre
la educación y la pedagogía. El primero es la garantía que dan estos mecanismos para la
reincorporación de la guerrilla a la sociedad, la cual estará mediada por programas educativos
y de capacitación liderados por voceros del Estado y exguerrilleros. El segundo es que, vía
la educación y la pedagogía, se logre dignificar el campo colombiano desarrollando modelos
flexibles de educación que se adapten a las necesidades de las comunidades (AA.VV, 2016).
El tercer punto es una educación y pedagogía en pro de la reconciliación y la paz, por medio
de la creación de un Consejo Nacional para la Reconciliación y la Convivencia que capacite
a la sociedad, y a los excombatientes, en el ejercicio de una cultura de paz. Asímismo, el
Acuerdo vaticina la creación de una cátedra de cultura política para la reconciliación y la paz
(AA.VV 2016). Finalmente, otro punto importante en la implementación de los Acuerdos, y
que considero engloba a los demás y debe ser el punto de partida, es hacer una pedagogía
que esté enmarcada en un tipo de educación que de la capacidad a los ciudadanos de
comprender el alcance de lo acordado en La Habana.
La creación de un Consejo Nacional para la Reconciliación y la Convivencia para el
posconflicto da lugar al ejercicio de una cultura de paz. Empero, el estaría carente de
contenido si no incorpora, en su pedagogía, una idea de educación que de la capacidad a los
ciudadanos de imaginar nuevos escenarios; capacidad que debe estar basada en un
conocimiento de lo ocurrido. Esto lo que crea son escenarios donde se cultiva la capacidad
de empatía e imaginación de escenas pasadas y futuras, desde una reflexión del presente. El
ideal de la educación en Colombia es fortalecer los ideales democráticos de un Estado social
de derecho. Éste, además, está acompañado de otros desafíos como la reivindicación de las
luchas sociales por la igualdad y la lucha por una educación pública y de calidad.

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La palabra posconflicto sirve “para remarcar una premisa fundamental de nuestro
discurso sobre paz y desarrollo que dice que la transformación social (cultural, política,
económica, social y ambiental) concierne a toda la sociedad colombiana y no solo a la parte
de ella que vivido en carne propia los horrores de la violencia y la confrontación armada
secular” (Morales, 2016, pág. 144). En este sentido, y con los cuatro puntos focales del
acuerdo -respecto a la educación y la pedagogía-, la construcción de la paz es por
antonomasía un proceso de transformación cultural. Asímismo, ha sido la cultura, la cultura
de la guerra y la violencia, la que ha impregnado, y en cierto sentido, alienado nuestra
existencia y modo de vida.
Marx señalaba que la cultura de la violencia no se le debe atribuir a la mentalidad y al
comportamiento de los ejecutores de la violencia. La cultura de la violencia, según Marx, es
el Lumpenproletariat que es el sustratum más bajo de culaquier sociedad conformado por
delincuentes que se pueden rescatar. Para Colombia el Lumpenproletariat se ha alimentado
y emancipado como resultado del narcotráfico, la corrupción, la minería ilegal, la extorsión
y el secuestro que ha permeado la lucha de grupos insurgentes que, paradójicamente,
iniciaron tras motivaciones idealistas y puritanas del cambio social (Morales, 2016).
Anteriormente en Colombia hacía los 90s la petición de un movimiento estudiantil,
conocido como el Movimiento de la Séptima Papeleta, propuso incluir un voto adicional
solicitando una reforma constitucional mediante la convocatoria de la Asamble
Constituyente. Esto es muestra de la preocupación de unos jóvenes por más libertad, más
democracia y mejores instituciones. De ahí que haya existido en las afecciones colombianas
una creencia en la institucionalidad para la cohesión social. Para esta época, en Colombia y
en casi toda latinoamerica, emergían nuevas oportunidades polítícas pues “la historia y la
memoria se convertían en instrumentos para la reconstrucción y reconstitución de sociedades
devastadas por la violencia estatal y paraestatal” (Ortega, 2011, pág. 18). Sin embargo, en
los últimos años no nos hemos preocupado por recordar lo que hemos tenido que pasar como
humanidad para llegar al punto en el que estamos que es imperfecto pero que es un presente,
una realidad, que es mejor que el pasado. No recordar nos despoja de las vivencias y de los
saberes que nos dejan las aberraciones de la violencia sistemática.
Lo incomprensible con lo dicho es que, dado el caso de conocer nuestra historia, no se
tiene la capacidad de ponerse en el lugar y a favor del afectado. La capacidad de imaginación

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se ve truncada en una tipo de amnesia selectiva y en la incapacidad de crear nuevas
realidades. La apatía e indiferencia nos llevan a hablar en la primera persona del plural,
cuando la barbarie y la violencia la egerce y sufre la tercera persona del singular. Podría
decirse entonces que en Colombia la estructura ética de la sociedad ha sido modelada por la
guerra y la corrupción, que endurece la sensibilidad moral de los ciudadanos. Una vía de
solución para estos problemas es desarrollar un conocimiento cívico que nos conecte
inmediatanente con valores democráticos.
El reto de lo anterior está en que la educación humanizadora necesita tener en claro y
en el foco de su dirección un tipo de paz. El concepto de paz, desde la perspectiva académica
e investigativa, ha asumido cambios y transiciones, pues ella ha tenido su lugar en las
pesquisas años posteriores a la Segunda Guerra Mundial (Harto de Vera, 2016). La
construcción conceptual de la paz ha estado marcada por tres terminos: ‘positiva’, ‘negativa’
e ‘imperfecta’.
La paz negativa y positiva aparecen en los estudios del noruego Johan Galtung quien
es considerado uno de los académicos e investigadores que más ha contribuído a la resolución
de conflictos. Desde esta perspectiva, las significaciones de la paz son el resultado de su
dictomía con el conflicto y la guerra. Por un lado, la paz positiva “se caracteriza por la
ausencia de violencia tanto directa como estructural o indirecta. El estado de paz vendría a
coincidir con una situación de justicia en la que las relaciones intergrupales son de tipo
cooperativo, y se encuentran vigentes en su plenitud los derehos humanos” (Harto de Vera,
2016, pág. 129). En este sentido, la paz positiva es asociada con otros valores para su
construcción como lo son la libertad, la justicia y la ausencia de cualquier tipo de conflicto.
Por otro lado, la paz negativa es la llana ausencia de guerra y violencia directa. Empero, esta
visión de la paz “deja abierta la posibilidad a la existencia de conflicto violento” (Harto de
Vera, 2016, pág. 130). Optar o defender la paz negativa nos llevaría a legitimar situaciones
que han sido el status quo durante el proceso de guerra, como lo son las injusticias y el
autoritarismo que nos llevaría tarde o temprano a un estadio de conflicto violento.
Hacia los 80s la paz imperfecta aparece como un giro epistemológico en la
investigación de la dicotomía conflicto-paz. Además, la paz imperfecta, estuvo impulsada
por la necesidad de brindar un marco de comprensión más amplio, ya que esta perspectiva
no reconoce una paz absoluta y perfecta que nunca ha existido en la historia de la humanidad

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y que, probablemente, nunca existirá. La paz imperfecta está caracterizada por su
coexistencia con el conflicto y las diversas alternativas sociales que se le dan a éste para
regularlo. Dicho de otro modo “[la paz imperfecta está caracterizada] por lo variable:
regulación, transformación o resolución cotidiana de los problemas y de los conflictos
creados por los propios humanos para sí, entre ellos o en su relación con la naturaleza” (Harto
de Vera, 2016, pág. 141). De ahí que ésta “comprende tanto a la paz negativa [como la
positiva] puesto que su foco de interés se sitúa en los instrumentos de prevención de las
manifestaciones de violencia directa como en los mecanismos de reducción de los niveles de
violencia estructural” (Harto de Vera, 2016, pág. 142). De esta manera, la paz imperfecta gira
en torno a dos ideas básicas. La primera es reconocer que las experiencias de paz surgen en
todas la realidades sociales y ellas pueden servir como buenas fuentes de inspiración en la
construcción de paz. Y segundo, relacionado con lo anterior, se necesita entender la paz como
un proceso siempre en desarrollo; incacabado. Francisco A. Muñoz nos brinda una buena
definición:

Podríamos agrupar bajo la denominación de paz imperfecta a todas estas experiencias y


estancias en las que los conflictos se han regulado pacíficamente, es decir, en las que los
individuos y/o grupos humanos han optado por facilitar la satisfacción de las necesidades de
los otros (Muñoz, 2000, pág. 38).

La imperfección de la paz tienen la potencialidad de darle un sentido siempre incabado


a su construcción porque “la construcción de la paz es un proceso continuo y parmanente
como permanente es la presencia del conflicto en la vida humana” (Harto de Vera, 2016, pág.
143). Si queremos ver el ideal de la Paz, así: con P mayúscula, incursionar en su construcción
imperfecta nos abre el espectro para comprender las utopías del conflicto y, además,
orientaría nuestras acciones a cerrar, cada vez más, las brechas de las desigualdades sociales1.
De igual modo, así como sostiene De Roux (2018), ver la paz como una construcción
imperfecta nos permite tomarla como un valor moral, pues “terminar la guerra no significa

1
“[La idea de paz imperfecta se contrapone y supera la paz utópica/perfecta porque] supera su carga de
justificación de la violencia (de una violencia última que nos lleve a la paz utópica) y al superar la apatía y la
desmotivación que puede producir trabajar algo utópico, por algo que no existe” (Comins Mingol, 2002, pág.
324).

9
acabar inmediatamente con todas las incertidumbres, pero sí destruir la causa fundamental
de la inseguriad y parar la tragedia humana” (De Roux, 2018, pág. 41)2.
La noción de ‘paz imperfecta’ tiene la necesidad de ser una categoría analítica y, a su
vez, normativa. Por un lado, esta noción permite el reconocimiento de las diversas
experiencias de paz que circundan las realidades sociales y que pueden ser una brújula en la
inspiraión en la construcción de la paz. Por el otro lado, y en relación con lo anterior, es
entender la paz como un proceso siempre en desarrollo. Pensar acerca de la construcción de
la paz es un reto para quienes, como sociedad, hemos estado inmersos en una cultura de
violencia pues se puede decir que entendemos más de violencia que de paz. Uno de los
mayores obstáculos para darle un contenido espitémico a la construcción de paz radica en
que nuestra cultura a naturalizado y tiene “perspectiva negativa de nuestra especie. Es como
si, a pesar de la secularización del pensamiento, el “pecado original” estuviera aún presente
en nuestras reflexiones, y nos hiciese percibir exageradamente nuestro componentes
negativos” (Comins Mingol, 2002, pág. 323).
Reconocer la paz como un elemento constitutivo de las realidades sociales es

Uno de los primeros pasos para rescatar las realidades, “fenómenos”, de la paz, puede ser
reconocer todas las acciones en las cuales ella esté presente, todas las predisposiciones
individuales, subjetivas, sociales y estructurales que ne nuestros actos de hablar, pensar, sentir
y actuar estén relacionados con la paz (Muñoz, 2000, pág. 30).

Bajo esta misma tesitura se enmarca la educación humanizadora. Una educación para
la paz es un proceso dinámico, continuo y permantente, la cual se fundamenta en el concepto
de paz, para este caso la paz imperfecta, y toma lo producido por el conflicto como elementos
significantes que conducidos por elementos y enfoques socioafectivos y problematizantes se
puede desarrollar una cultura de paz que conduzca a las personas a descubrir y desentrañar
su realidad críticamente, para situarse en ella y desde ahí actuar en consecuencia (Castillo &
Gamboa, 2012).
La educación humanizadora tiene en su centro el cultivo de emociones y sentimientos
morales que viabilicen el proceso de construcción de paz. Incluso, emociones como

2
Más adelante manifiesta: “Esto se da cuando por fin, desde la memoria dolorosa venida de cualquier lado, por
encima de la rabia, de la indignación y de las explicaciones que nos confrontan, caemos en cuenta del abismo
en que nos hemos precipitado los colombianos, destrozándonos unos a otros y convertidos en escándalo para
las naciones” (De Roux, 2018, pág. 75).

10
vergüenza, asco y humillación son motores que van tejiendo la dinámica social y política
hacía la búsqueda de paz. En este sentido, la relación entre educación y paz, en un país en
posconflicto, es inminentemente bidireccional. Comúnmente se señala que no hay paz sin
educación, sin embargo, tal parece que no hay educación si no existe el proceso de la
construcción de la paz. La apuesta entonces para establecer un canal entre la educabilidad de
las emociones es el cultivo de la imaginación que permite su racionalización.

II. La educabilidad de las emociones y el cultivo de la imaginación

La transición hacia la paz es el resultado de una sinergia entre el arte y la técnica. Por
un lado, la construcción de la paz es un arte ya que se nutre de la sensibilidad, la creatividad,
la cultura, la música o la poesía. Por otro lado, es una técnica pues ella requiere de
mecanismos medibles o cuantitativos que faciliten su estudio. Estos elementos convergen
para que la construcción de la paz parta de la innovación individual y colectiva (Lederach,
2016). En consecuencia, un elemento que está latente en la construcción de paz, desde el arte
o la técnica, es la imaginación.
Los cambios culturales que se necesitan para instaurar o superar la negación a la
violencia, estructural y sistemática, solo son posibles desde el cultivo y desarrollo de la
imaginación. La imaginación es la capacidad humana que nos permite crear o recrear
escenarios y momentos que vivimos o en los que no estuvimos. Para la ciencia y la filosofía,
Aristóteles, aquel viajero en el tiempo que se va reactualizando con la mirada de los
especialistas y autores contemporáneos, inauguró la investigación sobre este concepto, en De
Anima (III, 3)3 que la categorizó como otra facultad del alma4. Martha Nussbaum, por
ejemplo, ha colocado a la imaginación como uno de los puntos transversales en su propuesta
filosófico-práctica que denomina neoaristotélica. Ella enfatiza que la imaginación es y nos
da la capacidad

(…) de utilizar los sentidos, pensar y razonar, y de hacer todo esto de forma <<verdaderamente
humana>>, forma plasmada y cultivada por una adecuada educación, incluyendo, aunque no
solamente, alfabetización y entrenamiento científico y matemático básico. Ser capaz de utilizar

3
Ver Acerca del Alma, Editorial Gredos (1978). Y Martha Nussbaum, (1995) Essays on Aristotle’s de anima,
Oxford University Press.
4
Cabe mencionar que los estudios aristotélicos sobre la imaginación son el resultado, como muchos de los
postulados del autor, de la discusión con presupuestos platónicos e, incluso, con otros postulados anteriores que
presentan la imaginación como una mezcla entre sensación y opinión.

11
la imaginación y el pensamiento en conexión con la experiencia y la producción de obras y
eventos de expresión y elección propia, en lo religioso, literario, musical, etc. Ser capaz de
utilizar la propia mente de manera protegida por las garantías de libertad de expresión con
respeto tanto al discurso político como artístico, y libertad de práctica religiosa. Ser capaz de
buscar el sentido último de la vida a la propia manera. Ser capaz de tener experiencias
placenteras y evitar el sufrimiento innecesario (Nussbaum, 2007, pág. 88).

Y volviendo un poco más atrás en la historia de la producción filosófica, Adam Smith


fue un pensador moderno que continúo, de cierta manera, la impronta aristotélica respecto de
la investigación de la imaginación. Smith, en su célebre libro La Teoría de los sentimientos
morales -publicado por primera vez en 1759-, vía la imaginación, analiza los principios por
los cuales las personas juzgamos de manera natural la conducta y personalidad del otro y la
de nosotros mismos.
Esta facultad desarrolla en la conducta humana la simpatía, la capacidad de ponernos
en el lugar del otro y de dimensionar; de sentir su dolor, sus alegrías o sus miedos. Afirma
Smith “como carecemos de la experiencia inmediata de lo que sienten las otras personas, no
podemos hacernos ninguna idea de la manera en que se ven afectadas, salvo que pensamos
cómo nos sentiríamos nosotros en su misma situación” Continúa diciendo más adelante, “[l]a
imaginación nos permite situarnos en su posición, concebir que padecemos los mismo
tormentos, entrar por así decirlo en su cuerpo y llegar a ser en alguna medida una misma
persona con él y formarnos así sea alguna idea de sus sensaciones, e incluso sentir algo
parecido, aunque con intensidad menor” (Smith, 2013, págs. 49-50).
En el marco de la filosofía moral smithiana la imaginación juega dos papeles
fundamentales: uno explicativo y otro interpretativo. La imaginación le permite explicar a
Smith el orden social, a nivel general; y, además, es un mecanismo de identificación afectiva
de las interacciones humanas de tal orden. De manera que desde la psicología moral
smithiana, la imaginación es una refutación a la posición hobbesiana de un estado de
naturaleza histórico. Carecer, entonces, de una sensación inmediata del dolor ajeno es
atenuada por la simpatía5 en tanto en cuando es un principio conector que encontramos en la

5
La simpatía tiene todo un desarrollo extenso y minucioso en el trabajo de Smith. “Primero, la simpatía se
refiere al sentimiento de piedad o compasión que surge al ver la miseria de los demás, la cual afecta incluso al
más rufián e insensible violador de las leyes de la sociedad. Un segundo sentido es el fellow-felling o
compañerismo, con cualquier pasión, sea agradable o no, la que nos va a acompañar (go along with) a nuestro
prójimo en su situación” (De la Cruz, 2015, pág. 183)

12
naturaleza social humana, toda vez que se “funge como mecanismo psicológico de la base de
nuestros juicios evaluativos” (De la Cruz, 2015, pág. 183).
La imaginación, ahora con un apellido: moral, término acuñado por Jean Paul
Lederach, es un modus operandi que nos lleva a confiar tanto en lo visible como en lo
invisible, que acaba siendo lo más certero (Lederach, 2016). Esto no quiere decir que haya
un tipo de descontrol en la acción de imaginar; más bien la cuestión es de argumentar que la
imaginación moral es más que un proceso técnico, es un proceso artístico que constituye “la
ingeniería del cambio social” (Lederach, 2016, pág. 22).
El sentido transformador de la imaginación moral radica en identificar los pequeños
actos cotidianos de quienes viven o vivieron en situaciones de conflictos prolongados, afirma
él “[l]os actores menos visibles en los conflictos, la base de la sociedad, a menudo cuentan
con escasos recursos o materiales teóricos para enfrentarse a la violencia. Por eso echan mano
de algo que hasta ahora había pasado casi desapercibido: la imaginación moral” (Lederach,
2016, pág. 50).
Lederach considera que las investigaciones de las ciencias sociales han perdido su
rumbo, ya que en ellas se ha olvidado estudiar, en detalle, las conexiones entre los problemas
sociales estructurales y los comportamientos cotidianos de las personas. El curso de la
historia influye efectivamente en el desarrollo de la imaginación y las acciones de la
comunidad. Para Pérez (2008), el pensamiento de Lederach ha postulado que

(…) el poder para generar cambios sociales y políticos está mucho más desconcentrado de lo
que suponen las “tecnologías del cambio”, usualmente inclinadas a ver el Estado como el
agente del cambio natural de la sociedad. Plantea que el cambio puede ocurrir simultáneamente
en actividades y procesos que se sitúan en orillas y opiniones opuestas, cuando las personas
encuentran alguna manera de vincularse y relacionarse para imaginar “una nueva [,] aunque
misteriosa y a menudo inesperada orilla”. Una vez se activa la imaginación moral el cambio
social y político se generaliza, así como obra la levadura en la harina amasada (Pérez, 2008,
pág. 401)

La inesperada y misteriosa orilla a la que nos puede llevar la imaginación moral es


llamada por el autor como serendipity o serendipia6, término no traducido en su pensamiento.

6
“Serendipia. El descubrimiento, por accidente y sagacidad, de cosas que no estábamos buscando, y que hace
hincapié en aprender sobre el proceso, la sustancia y el propósito a lo largo del camino, a medida que van
desarrollándose las iniciativas para el cambio. Para alimentar la serendipia hay que prestar especial atención al
desarrollo de la visión periférica; es decir, a la capacidad de observar y aprender en el camino manteniendo a
la vez un claro sentido de dirección y propósito” (Lederach, 2016, pág. 341).

13
La serendipia surge “cuando las fuerzas de la historia y algo de imaginación, han construido
una ventana de oportunidad en el tiempo” (Sergio Jaramillo en Lederach, 2016, pág. 16).
Teniendo en cuenta esta metáfora de tomar la imaginación moral como levadura, “cuáles son
las <<esencias>> fundamentales de la construcción paz”. El autor identificará cuatro:
“relaciones, la práctica de la curiosidad paradójica, la creatividad y el riesgo” (Lederach,
2016, pág. 83).
Las relaciones juegan un papel central pues además de ser el contexto en el que ocurren
los ciclos de violencia, también se convierte, según Lederach, en una “energía generadora de
donde brota la capacidad de trascender esos mismos ciclos” (Lederach, 2016, pág. 84). En
consonancia, agrega que, si se logra conquistar estos ciclos de violencia, la imaginación
moral nos proveerá de sentido para “la asunción de la responsabilidad personal y el
reconocimiento del carácter recíproco de las relaciones” (Lederach, 2016, pág. 85). En caso
de que la conquista sea todo un fracaso, las personas no podremos situarnos y situar nuestras
relaciones como parte de, lo que él llama, esa telaraña histórica en constante evolución. De
ahí que la paz se venga abajo.
La curiosidad paradójica inspira y estimula la imaginación moral. Las creencias
contrarias a lo comúnmente conocido son combustibles para cultivar la capacidad de reunir
verdades aparentemente contradictorias para crear o identificar una verdad mayor. La
intención de ir siempre más allá de lo dado y de darle el beneficio de la duda a todas las
cuestiones que son, comúnmente, verdaderas logra “mantener unidas, en un todo más amplio,
a energías sociales en aparente contradicción (…) e incluso enfrentadas de manera violenta”
(Lederach, 2016, págs. 87-88). En este sentido, la curiosidad paradójica está expectante de
explorar nuevas posibilidades de comprensión y de acción ya que van más allá de los
argumentos inmediatos.
La imaginación se cristaliza en acto pues de lo contrario quedaría carente de contenido
moral. No obstante, para que sea acto debe tener un espacio propicio para que germine el
acto creativo. La creatividad, para Lederach, es una capacidad humana que solo puede
desarrollarse si se tiene un convencimiento de que ella es posible. La creatividad y la
imaginación nos orillan a cuestionar cómo conocemos el mundo, cómo coexistimos con él y
en él y, sobre todo, qué es posible. “Lo que encontraremos una y otra vez, en esos puntos de
inflexión, y en esos momentos donde algo va más allá de las garras de la violencia, es la

14
visión y la creencia de que el futuro no es esclavo del pasado y que el nacimiento de algo
nuevo es posible” (Lederach, 2016, pág. 91).
La voluntad de arriesgar, para el norteamericano, requiere de alma y corazón. Las
personas que han estado en los contextos de conflicto estructural y violencia sistemática
conocen plenamente su geografía; sin embargo, la paz, para ellos, es un misterio. De ahí que
la búsqueda de la paz y su construcción asuma en su bandera un riesgo, pues emprender esta
tarea, por medio de la imaginación moral, nos lleva a explorar la naturaleza del riesgo y la
vocación, “que permite el surgimiento de una imaginación que lleva a las personas hacia una
nueva, aunque misteriosa y a menudo inesperada, orilla” (Lederach, 2016, pág. 92). Albert
Einstein ya decía; la lógica te llevará del punto A al punto B, pero, la imaginación te llevará
a todas partes. Tener vocación y asumir el riesgo nos llevan a enraizarnos, cada vez más, en
la simpatía y la compasión.
Nussbaum (2005) arguye que para que alguien pueda llevara a cabo su proyecto de
vida se debe tener en cuenta la estructura motivacional de las personas, la cual está
conformada por la autoestima, que se desarrolla gracias las relaciones humanas en el ámbito
íntimo de la vida, y donde no es posible la intervención directa de las instituciones. El amor
y el cuidado son aquellos que le permiten la persona adquiera seguridad en sí misma. No
obstante, las instituciones pueden contribuir, indirectamente, al desarrollo de tales relaciones
y es aquí donde la educación, y en especial la educación de las emociones se convierte en un
tema ineludible (Honneth, 2007). Esto no solo es transversal para que las personas puedan
desarrollar su plan de vida, sino que, además como sugiere Victoria Camps, la educación de
las emociones replantea la manera de abordar la motivación moral.

Una persona con carácter o sensibilidad moral reacciona afectivamente ante las inmoralidades
y la vulneración de las reglas morales básicas. Siente indignación, vergüenza o rabia ante lo
ocurrido en los campos de exterminio, los horrores de las guerras, las torturas de las cárceles,
las hambrunas, la corrupción que corroe a las instituciones políticas y a quienes las administran.
[…] El que carece de afecciones morales es apático, no se apasiona por aquello en lo que dice
creer. […] Resaltar el papel de las emociones en la ética es un modo, quizá el único, de abordar
el poco tratado problema de la motivación moral (Camps, 2011, pág. 17).

Si la educabilidad de las emociones parece ser un camino para la construcción de lazos


sólidos en la comunidad y al cultivo de sentimientos como la empatía y la compasión ¿por
qué ella no ha ocupado un lugar privilegiado en la práctica educativa? Podríamos decir que

15
por dos razones. La primera de ellas es porque las emociones siempre han estado en un
relegadas respecto a la cognición. Y la segunda razón porque no ha logrado existir un
consenso acerca de las respuestas de los interrogantes más elementales sobre las emociones.
(Modzlewski, 2017). Para enfrentar esta disyuntiva es menester señalar que la educabilidad
de las emociones debe estar enmarcadas en un proceso de racionalización que le salga al paso
a la imposibilidad de que todas las emociones sean pasibles de ser expresadas en forma
proposicional. En este caso, la teoría de las emociones y la imaginación de Martha Nussbaum
hace énfasis en la posibilidad de que la significación moral de las emociones pueda ser
explicitada por medio del arte o de modo proposicional. Siguiendo a Helena Modzlewski:

(…)la teoría de Nussbaum ofrece además una clara herramienta para la educación: las
narraciones. La inclusión del carácter narrativo de las emociones permite colocar a la narrativa
como el instrumento que da lugar a la posibilidad de una reconstrucción del origen de una
emoción [y así lograr modificarla. Para la norteamericana,] la narración, que no sólo se
encuentra, como se verá en la literatura sino también en otras formas de arte, se convierte en
una herramienta manejable en psicoterapia y en el aula (Modzlewski, 2017, pág. 15).

Respecto a la educación y la pedagogía, las emociones y la imaginación deben ser


entendidas como un proceso igualmente cognitivo. La propuesta de Nussbaum se da a través
de la fantasía y las narraciones, y una crítica a las sensaciones de vergüenza y asco nocivas
para la racionalidad pública. La racionalidad social y su uso público, para Nussbaum, debe
estar conjugada a partir la ‘imaginación narrativa’. Es decir, las personas deben tener la
capacidad de pensar cómo sería estar en el lugar de otra persona y, con ello, ser un lector
inteligente de la historia del otro. Nussbaum afirma que “la imaginación narrativa no carece
de sentido crítico, pues siempre vamos al encuentro del otro con nuestro propio ser y nuestros
juicios acuestas” (Nussbaum, 2005, pág. 30) Es gracias a la capacidad de la imaginación
narrativa que se puede dar una concreción y resolución práctica ante la ausencia de
reconocimiento y la formación del ethos democrático.
La formación del ethos democrático es desarrollado gracias a la sensación de empatía,
la cual se dirige a las sensaciones de aquellas tragedias que pudieron ser evitadas y que, por
tanto, pudieron ser modificadas que nos lleva a una reflexión acerca de las causas de la
injusticia social. La propuesta de Nussbaum es una ampliación de la ética aristotélica,
respecto de la empatía, que busca la educación de actitudes cívicas y de las emociones. La
autora señala, además, que es no vale la pena volcar nuestra mirada hacia eventos ante los

16
cuales nos encontramos indefensos, sino que debemos concentrarnos en aquellas
consecuencias que vienen de emociones y acciones humanas. (Nussbaum, 2005).
Las emociones no son impulsos ciegos de las sensaciones; más bien ellas son juicios
de un tipo especial en la medida en por medio de ellas se puede lograr una ampliación de la
racionalidad. La educabilidad de las emociones, en Nussbaum, tienen un objetivo definido:

(…) ampliar la racionalidad pública, por un lado, y conformar una sociedad más igualitaria,
por otro, una sociedad democrática, donde la imaginación abrace al diferente, se tenga en
cuenta las emociones del prójimo y sea viable una convivencia más tolerante, menos violenta
y discriminatoria” (Modzlewski, 2017, pág. 130).

Ahora bien, las nociones que hasta ahora he tematizado como ‘paz imperfecta’,
‘imaginación moral’ y el lugar de la educabilidad de las emociones tienen un carácter
normativo. Sin embargo, cabe preguntarse, ¿cuál es el marco práctico donde estas nociones
entran en juego? Si bien estos elementos harían parte de la sociabilidad humana y, por ende,
de la práctica educativa ¿cuál es la pedagogía que se requiere? Modzlewski sostiene que no
se pueden identificar claramente estrategias o prácticas educativas que se fundamenten en las
emociones y sentimientos morales. Lo que sí existe es una abundancia en la variedad de
trabajos que enmarcan en esta dinámica. Por nombrar algunos: “el potencial de la lectura de
cuentos, la utilización de la música, la actuación como asunción de roles y de trabajos que
apuntan a desarrollar disposiciones emocionales en la niñez” (Modzlewski, 2017, pág. 280).
Empero, ellas solo apuntan al componente metodológico. Lo que hay que resaltar hasta este
punto es que la imaginación tiene que ver con las actitudes y sentimientos que están
conectados con una perspectiva moral. De ahí que, desde la habituación y la educabilidad, el
carácter del individuo es constituido gracias a la reevaluación y justificación de las emociones
en relación con los estándares de la racionalidad pública.
Si hemos de hablar de una pedagogía que ayude a concatenar las ideas hasta aquí
expuestas, ella debe velar por una educación moral y social (Maxwell & Reichenbach, 2007).
Aquella educación que, por un lado, promueva el desarrollo de competencias sociales y
emocionales “como parte de un esfuerzo en corregir o prevenir comportamientos criminales
o antisociales” y, por el otro, una educación que apunte “a equiparar a los estudiantes con
habilidades sociales y “conceptos” necesarios para varios aspectos de la vida social como
hacer amigos, establecer relaciones saludables, participar como ciudadanos en la democracia,

17
[etc.]” (Modzlewski, 2017, pág. 281). Así mismo una educación moral y social, que
humanice las relaciones sociales y la práctica educativa como tal, no puede pretender
solamente impartir el cultivo de ciertas emociones, pues no existe una escala de valores para
decir que una es mejor que otra.
El proceso de la educabilidad, como ya se ha mencionado, debe ir acompañado por le
proceso de la imaginación y la racionalización. Ésta última, lo que permite es desarrollar, por
medio de la imaginación narrativa, por ejemplo, la capacidad de autorreflexión. La
autorreflexión es lo que permite que la práctica educativa y los procesos de enseñanza y
aprendizaje sean dinámicas. La autorreflexión es la que nos lleva a un proceso crítico de
nuestra realidad circundante y de nuestras acciones.
No podremos llevar a cabo un proceso de educabilidad de las emociones y cultivo de
la imaginación, cuando el proceso autorreflexivo no está presente en la dinámica social y
educativa. Para ello, y atendiendo a la pregunta sobre cuál sería su pedagogía apropiada, es
menester colocar en un diálogo directo la relación educación-paz y emociones-imaginación
en un modo de práctica educativa. Aquí la apuesta es converger estos elementos con el
proceso de liberación y concientización de Paulo Freire y su pedagogía de la esperanza.

III. Una pedagogía de la esperanza en tiempos de trauma

El impacto cultural que generó el conflicto en Colombia dialoga con el modo como se
constituyó cada actor del conflicto armado. En otras palabras, las memorias del sufrimiento,
las cuales permean la esfera social y cultural, constituyen una linealidad narrativa que
conforma un amplio relato de la memoria de las víctimas del conflicto. Dicho impacto
cultural se centra en la variación de las prácticas cotidianas entre las víctimas del conflicto
por parte de quienes accionaron contra ellos. Así pues, sus modos de vida dieron un giro
radical en las dinámicas del común.
Rememorar las situaciones por las cuales ha pasado el país, en relación con la violencia,
permite entender el modo cómo se ha configurado socialmente. En esta visión social, parece
pervivir la memoria como resistencia, toda vez que hace eco ante los diferentes sucesos por
los cuales ha convulsionado el país en términos de la guerra. La memoria, como resistencia,
retumba en la dinámica social del colombiano y en sus prácticas cotidianas en tanto que

18
pervive el modo como el sufrimiento del conflicto los ha afectado, es una afectación que
dialoga con sus contextos históricos y cohesiona sus comportamientos sobre su entorno y
sobre sí mismos. En este sentido, la afección de lo acontecido debe estar sujeto a un proceso
de liberalización y concientización.
Uno de los temas centrales sobre los que reflexiona Freire en gran parte de su obra es
el de la liberación de los oprimidos. Además de las dificultades externas, en su proceso de
liberación los oprimidos enfrentan una tensión que les dificulta salir de su condición de
opresión. Ellos temen a la libertad, aunque no tienen conciencia de este padecimiento. El
temor a la libertad no les permite luchar por su humanización, impidiéndoles, así, ejercer su
vocación; vocación que se expresa en su ansia de libertad y de justicia.
Desde la perspectiva freireana, el hombre posee ya sea una ‘conciencia opresora’ o
una ‘conciencia oprimida’ que sustenta las relaciones de dominación y fortalece dicha
división. Freire plantea una posibilidad de la liberación de las conciencias que vendría a
iniciarse en el oprimido, al ser éste quien se encuentra expuesto con mayor frecuencia a las
situaciones concretas de opresión. No obstante, sostiene que tanto el opresor como el
oprimido se encuentran en un estado de inconsciencia que no les permite reconocer las
relaciones opresoras en las que ambos se desenvuelven. Con esto, se puede sostener que la
propuesta pedagógica de Freire no va dirigida únicamente al oprimido o al opresor, sino al
hombre que debe reconocer en sí mismo la existencia de una conciencia opresora-oprimida.
Solo de este modo es posible romper con la división de las conciencias y emprender la
búsqueda permanente de la liberación que menciona el autor.
A razón de continuar con el orden opresor, la educación es asumida bajo una visión
‘bancaria’ en la cual el conocimiento se deposita de un sujeto a otro que deforma la
conciencia de quien educa y quien es educado. Es decir, cuando el hombre se instruye con
un conocimiento depositado por otros, se forja en él un ser vacío de sí mismo cuya
conciencia no le permitirá conocerse desde su humanidad ni ser plenamente consciente de
su existencia y de su relación con el mundo. De ahí que se fundamente el pensamiento
inauténtico, esto referido a un saber ajeno, que lo determina como un ser aislado de sí
mismo, a pesar de que se reconozca superficialmente consciente de sí y de su relación con
los otros.

19
Es así como el brasileño, en reiteradas ocasiones, manifiesta la importancia de la
búsqueda de la liberación de la ‘conciencia oprimida’ del hombre, puesto que en él renace
la necesidad de emprender dicha liberación y no desde su mismo opresor. No obstante, para
la ‘conciencia opresora’, los oprimidos son sujetos a los que se les prohíbe ser dado que son
sometidos y, paradójicamente, es la ‘conciencia oprimida’ la que le motiva a ser oprimido
por su opresor. Esto quiere decir que los actos de dominación no siempre vienen
directamente del opresor, sino también, de una conciencia oprimida que es la que lo admite.
Sostiene Freire que el temor a la libertad es producto de un deseo por vivir seguro con
lo que se tiene. Es decir, el temor a la libertad es un temor por perder lo que se tiene
asegurado, sin importar si es poco (Freire, 2005). Teme a la libertad quien no se siente capaz
de correr el riesgo de asumirla. Dado que normalmente no se tiene conciencia de este temor,
lo que suelen hacer las personas es camuflarlo presentándose a sí mismas como sujetos que
defienden la libertad y no como personas que la temen (Oliverio, 2015).
Una de las fuentes del miedo a la libertad es la prescripción. La prescripción es uno de
los elementos básicos que media la relación opresor-oprimido, ya que el comportamiento del
oprimido es guiado por pautas (prescripciones) impuestas por el opresor. Para ser libre se
requiere suprimir las pautas del otro, del opresor, lo cual generaría un vacío (carencia de
prescripciones). El oprimido teme a este vacío, pues siente que no sabe cómo llenarlo.
Excepto aquel que corre el riesgo y asume la tarea de llenarlo preparándose para imponerse
a sí mismo sus propias pautas, los oprimidos prefieren seguir las prescripciones impuestas
por el opresor. Así, ellos permanecerán en su estado de opresión indefinidamente y, en caso
de que salgan de él, pasarán a ser opresores, dados los preceptos que siempre los han regido.
Según lo anterior, debido a las pautas que los han guiado en su historia de vida, los
oprimidos enfrentan una ‘contradicción opresor-oprimido’ de la que les es difícil escapar.
Ellos asumen una postura de “adherencia” al opresor, la cual los conduce, en su búsqueda
por la liberación, a una identificación con su contrario. En efecto, los oprimidos que no han
hecho una reflexión rigurosa sobre su condición, encuentran en la opresión su camino a la
liberación. Es decir, el oprimido comúnmente cree que la manera de salir de su estado de
opresión es convirtiéndose en opresor. “Para ellos el ‘hombre nuevo’ son ellos mismos,
transformándose en opresores de otros”. En este sentido, los oprimidos asumen erróneamente
que el opresor está liberado. No obstante, esta asunción es falsa, el opresor no está liberado,

20
toda vez que en su acto de opresión deshumaniza al oprimido, con lo cual se deshumaniza a
sí mismo. La opresión implica deshumanización y, por tanto, no puede ser vista en ninguna
circunstancia como un camino a la liberación. El oprimido, entonces, cae en una
contradicción porque, al adherirse al opresor, mantiene el estado de opresión con el que,
inicialmente, deseaba terminar.
Bajo esta mirada, Freire presenta el problema de la deshumanización del hombre como
uno de los mayores actos de opresión cometidos contra él mismo. La sociedad está sujeta a
diversas condiciones de desigualdad en las que priman el beneficio de unos sobre otros y,
en aras de conservar ese orden, se generan acciones opresoras. El pensamiento es
condicionado de acuerdo con unas necesidades que sirven a un ‘orden opresor’ y que son
tomadas como propias por el sujeto. Por ende, el hombre es violentado y deshumanizado al
ser educado bajo esas necesidades opresoras, es decir, al ser privado de tener la posibilidad
de educarse y conocerse desde su humanidad.
El otro sentido articulador es la ‘autodesvalorización’ ya que el sujeto oprimido logra
introyectar la visión opresora y llega al punto de convencerse de su incapacidad 7. Su
pensamiento se reduce al de su opresor. Entonces la ‘conciencia oprimida’ es condicionada
y tiende a la desvalorización de su ser, tal como lo afirma su opresor. Finalmente, el sujeto
tiende a desarrollar un ‘miedo a la libertad. Él rechaza aquello que sea desconocido y se
resiste a reconocer la realidad opresora en la que convive. Pero ¿por qué el oprimido podría
temerle a su propia liberación? Me ocuparé de tres razones que atan al oprimido: la primera,
es cuando le teme al tipo de represión que consume su deseo de emprender su liberación; la
segunda, es cuando el sujeto se rehúsa a enfrentar el desconocimiento de sí; y, finalmente,
la tercera, es cuando aquel no asume ningún tipo de interés respecto a sus acciones o
responsabilidades. Dicho de otro modo, esta razón estriba en la situación de confort que no
deja que el oprimido actúe por sí mismo. A la par, desde una posición de opresor éste
también podría temer a ser oprimido al poner en riesgo su poder de dominación. En otras
palabras, el opresor teme a que el oprimido se percate de su opresión, decida liberarse, en
efecto lo haga y éste pierda el control sobre su oprimido.

7
“De tanto oír de sí mismos que son incapaces, que no saben nada, que no pueden saber, que son enfermos,
indolentes, que no producen en virtud de todo esto, terminan por convencerse de su incapacidad” (Freire, 2005,
pág. 65).

21
El sujeto aún no es consciente de la figura que alberga en sí de su opresor dado que es
posible que el oprimido nunca logre percatarse de la situación a la está supeditado o tampoco
reconozca la necesidad de una liberación, y es por ello por lo que retorna a su estado cuantas
veces lo intente. Entonces, ¿el oprimido, en su intento constante de liberación, podría
retornar a su estado de opresión? Sí, en la medida en que él hospede la figura de su contrario,
por ello es necesario que el oprimido dé cuenta de su ‘dualidad’. Desde el punto de vista de
Freire, ellos son oprimidos y al mismo tiempo son sus opresores. Por tanto, el oprimido
deberá enfrentar una doble liberación: por un lado, la de su situación de opresión y, por el
otro, la de aquella figura de su opresor que aloja en sí, a la cual no deberá retornar ni en su
mayor estado de inconsciencia. De esta manera se da la contradicción entre el opresor y el
oprimido que habita en el sujeto y que nuestro autor lo afirma así:

Sufren una dualidad que se instala en la “interioridad” de su ser. Descubren que, al no ser
libres, no llegan a ser auténticamente. Quieren ser, más temen ser. Son ellos y al mismo
tiempo son el otro yo introyectando en ellos como conciencia opresora. Su lucha se da entre
ser ellos mismos o ser duales. Entre ser expulsar o no al opresor desde “dentro” de sí. Entre
desalinearse o mantenerse alienados. Entre seguir prescripciones o tener opciones. Entre ser
espectadores o actores. Entre actuar o tener la ilusión de que actúan en la acción de los
opresores. Entre decir la palabra o no tener voz castrados en su poder de crear y recrear, en
su poder de transformar el mundo (Freire, 2005, pág. 46).

La crítica de Freire se centra en cómo la educación es una práctica que fortalece el


carácter dominativo y se sostiene en un marco ideológico que adoctrina al sujeto en una
ingenuidad sobre la realidad que lo supedita. En el marco concreto de opresión, expone por
qué la educación es un elemento importante para una liberación permanente del hombre en
su estado de dominación. La propuesta freireana pretende revertir la concepción de la clase
dominante, mediante el análisis reflexivo de las situaciones heterogéneas que enfrenta la
clase dominada y las condiciones de desigualdad que la afectan. Pues “¿quién sentirá mejor
que ellos los efectos de la opresión y comprender la necesidad de la liberación?” (Freire,
2005, pág. 42).
Educar al hombre para la liberación es denunciar cómo el pensamiento y la acción de
él mismo han sido aviesamente controladas por un ‘orden opresor’ que se funda en una falsa
concepción de la realidad a la que han sido adaptados. Cuando el hombre se adapta a los
otros “tiene la ilusión de que actúa, cuando en realidad, no hace sino someterse a los que

22
actúan y convertirse en una parte de ellos” (Freire, 2005, pág. 88). De ahí que se fundamente
el pensamiento mecánico e inauténtico que lo determina como un ser aislado de sí mismo,
a pesar de que se reconozca superficialmente consciente de sí y de su relación con los otros.
Además, esta autoalienación lo lleva a convencerse de su incapacidad de acción y a su vez
a desarrollar permanentemente una dependencia de una autoridad que determine su hacer.
Esta propuesta retoma la posición en la que el hombre debe ser consciente de su
responsabilidad de determinarse a sí mismo y a su realidad. Este reconocimiento juega un
papel muy importante en el desarrollo de su ser, ya que de esta manera el hombre establece
su dignidad como lo que debe prevalecer.
No obstante, es posible que en la práctica de una ‘pedagogía de la liberación’ no se
logre un reconocimiento de la realidad opresora ni de los propósitos dominativos inmersos
en el sistema educativo. La anterior situación es producto de la ‘concepción bancaria de la
educación’, la cual le impide al hombre percibir la fuerza deshumanizadora de este tipo de
educación. Por esta razón, examinaremos los fundamentos de la ‘concepción bancaria de la
educación’ y el vínculo entre el educador y el educando en dicha noción.
Hasta aquí, hemos señalado que es menester un reconocimiento del sentido
deshumanizador de las relaciones en las que el hombre se desenvuelve. Puesto que éstas se
han fundamentado en el interés de conservar un ‘orden opresor’ que se ha alimentado en la
‘falsa generosidad’, es decir, que el hombre ha estado condicionado por una autoridad que
ejerce sobre él un poder de dominación que le ha impedido pensar por sí mismo. Dicha
autoridad ha ocultado sus verdaderos intereses por medio de una actitud altruista, lo que
minoriza las posibilidades de quien es educado. A medida que el sujeto se educa bajo este
orden, aloja en su interioridad una dualidad de la que se debe percatar, la existencia de la
‘conciencia opresora’ y la ‘conciencia oprimida’ con el fin de precisar su liberación.
El proceso de concientización, que pasa por el miedo a la libertad y la creencia en la
falsa generosidad, llega a un estadio de conciencia crítica, característica de los regímenes
que son auténticamente democráticos. La concientización es entonces el proceso por el cual
se llega al conocimiento del mundo, de los otros y de nosotros mismos. Proceso equiparable
con la autorreflexión en la educabilidad de las emociones y el cultivo de la imaginación.
J. Alexander sostiene que reelaborar el pasado, mediante la construcción de los traumas
culturales, “no sólo identifica cognitivamente la existencia y la fuente del sufrimiento

23
humano, sino que asume una responsabilidad importante por él” (Alexander, 2011, pág. 126).
Una pedagogía de la esperanza, de talante freireano, requiere cierto aire de radicalidad que
solo tiene su lugar en una profunda vocación. De igual manera, “la pedagogía de la esperanza
es, por definición, una pedagogía de la igualdad por la igualdad” (Gentili, 2007, pág. 79). El
conflicto, la lucha son uno de los motores de la historia que lleva entre líneas el fervor de
encontrar nuevas salidas y de reinventar el presente de cara al pasado. Para Freire, por
ejemplo, la esperanza requiere de un elemento transformador que necesita ir más allá de la
mera fe, pues la sola fe es considerada ingenua y es uno de los motivos fundamentales por
los que se cae en la desesperanza que nos lleva a estadios de apatía y frivolidad del dolor de
otros (Freire, 1999).

La esperanza conjuga otras afecciones y anhelos humanos, uno de ellos: la libertad. El


concepto de libertad, o liberación para ser más exactos, es uno de los arquetipos en la
propuesta freireana. Para el brasileño la libertad está estrechamente relacionada con el valor
de la humanidad. La esencia de toda persona se trunca por los procesos homogeneizadores y
opresores que lo deshumanizan. De ahí que la educación, en libertad, es también una
educación humanista. Una educación liberadora, que tiene como motor la esperanza, explica
la relación dialéctica de la necesidad, a priori, del género humano por humanizarse de forma
global y no solo de modo parcial.
La cultura, para Freire, forma parte del proceso de humanización de las personas, pues
es en ella en que las personas pueden salir de una ‘cultura del silencio’ que es una forma de
dominación que les impide expresarse. En el proceso de humanización, la cultura está
inextricablemente ligada al desarrollo de las personas tanto en el ámbito individual como en
el colectivo. La humanización va perdiendo su rumbo y su razón de ser cuando hay una
pérdida de identidad individual y colectivo que son producto de los procesos de
globalización, violencia y estandarización de la educación.
El efecto dinamizador de la educación nos lleva a estadios de democratización. Ella
está enmarcada en espacios de diálogo, como herramienta fundamental, que no niega
diferencias, sino que permite crear identidad. En este caso, el rol del educador- y creo que,
en cierto sentido, educador, y también educando, somos todos- es potencializar y redescubrir
la esperanza en la sociedad, aun cuando ella parezca estar llena de desesperanza.

24
Conclusiones
¿La esperanza tiene lugar en épocas de desencanto? A lo largo de estas páginas he
intentado dejar por sentado la necesidad imperiosa de transformar la educación; una filosofía
de la educación que nos empodere y nos dé la capacidad de comprender la transición en la
que vivimos y nos brinde la posibilidad de crear condiciones para la deliberación razonada.
Con esto, una educación de las emociones y el cultivo de la imaginación, desde una
pedagogía de la esperanza, nos capacita para interpretar y subsanar los traumas del presente
de cara a la revisión de nuestro pasado. Olvidar, en una pedagogía de la esperanza vía la
imaginación moral, no es una opción en el tránsito hacia la paz imperfecta ya que el trauma
cultural, que cambió definitivamente la vida de nuestro país, nos lleva a resignificar las
huellas de la violencia, toda vez que las resignificaciones nos capacitan para comprender el
alcance del tránsito hacia la paz.
La imaginación moral, como la capacidad para concebir aquello que todavía no existe,
y el estado vigilante de la serendipia nos invitan a optar por una actitud con curiosidad
paradójica, a ensanchar la comprensión de nuestras relaciones intersubjetivas y establecer
lazos empáticos que solo son posibles si optamos por una actitud crítica que realmente
impulse nuestra capacidad reflexiva y minimice el carácter técnico de la repetición. De esta
manera, y no siendo una fórmula mágica que subsana nuestro trauma en un cuento de hadas,
podríamos encaminarnos hacia un proyecto nación que, indiscutiblemente, lleva a cuestas el
trauma cultural.
La aproximación de carácter interpretativo y propositivo que ha guiado este capítulo, a
partir de una reflexión sobre la filosofía de la educación, estuvo motivado por proveer un
marco explicativo del modo en que se puede hablar respecto de la construcción de paz de un
país en transición. De esta manera, es que se centró en la defensa de una educabilidad de las
emociones a través del cultivo de la imaginación y su acoplamiento con la pedagogía
freireana.
En la introducción se mencionó que la relevancia de la educación radica en la
formación del ethos o carácter del sujeto y que esto era una expresión que da gracias a la
impresión de un sentido político de la educación pues, en ese sentido, la formación del
individuo estaría direccionada a la formación de un ethos democrático y de una cultura

25
deliberativa. No obstante, es preciso señalar que si bien esto es imprescindible para la
formación ciudadana y para el desarrollo de los planes de vida individuales y colectivos, es
clave no prescindir de las estructuras motivacionales de los individuos. Estas estructuras se
encuentran modeladas por las relaciones interpersonales de autoestima, las relaciones de
autorrespeto de los tratos igualitarios ante la ley y las relaciones de autoconfianza gracias
alas contribuciones que se hace a la vida de la sociedad. Esta triada se encuentra mediada por
las emociones que posibilitan que las personan tengan la capacidad para formar parte en la
vida de la sociedad.
La formación para el ethos democrático debe tener dos pilares fundamentales:
Primero, el desarrollo de la autorreflexión y concientización de la situación concreta del
individuo para iniciar un proceso de liberación. Un proceso que requiere ser dinámico pues,
como mencionaba anteriormente, los huellas del trauma culturas se encuentran indelebles en
la vida de la comunidad. Y segundo, la integración de las artes y las humanidades como
herramientas fundamentales para la construcción de paz inacaba y una educabilidad de las
emociones. Así, en un país en transición, una educación de las emociones y de carácter
histórica, que interprete el presente de cara al pasado, nos va garantizando paulatinamente la
construcción de lazos sociales más fuertes que nos empoderan para no cometer los mismos
errores como sociedad. Es así como la apuesta hacia dicha educación está enmarcada en una
pedagogía de la esperanza vía la imaginación moral.

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