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¿Educamos o domesticamos?

José Del Grosso

Nuestro sistema educativo tanto público como privado,


laico como católico, sigue domesticando. Educar es todo
lo contrario a lo que, en general y por décadas, se viene
haciendo en nuestro sistema educativo. El verbo educar
(eduxere) expresa la acción de sacar de dentro hacia fuera
y para nada significa: “inculcar, meter… hábitos, ideas,
datos, instrucciones…”.
Educar expresa el proceso de orientar y guiar el proceso
de expansión de la consciencia, del darnos cuenta, de
verbalizar y exteriorizar lo que venimos conscientizando a
través de la experiencia y de nuestras relaciones con los
demás, mientras simultáneamente, se estimula el desarrollo
de las potencialidades latentes en cada uno de nosotros
para que se hagan manifiestas.
Sin embargo, en lugar de ello, en general, en la
práctica, nuestro sistema educativo niega la consciencia
porque no le parece un término científico, niega en la
práctica la vida psíquica porque le parece algo esotérico;
y se regodea en la vanagloria del discurso de la ideología
científica, para justificar su proceso de domesticación y
afirmar que la ciencia y la tecnología contribuyen a
facilitar el que: “Los alumnos metan conocimientos en su
cerebro voluntariamente, con el fin de que cultiven
aquellas cualidades personales que mejor se cotizan en el
mercado de trabajo”.
Toda esa ciencia y tecnología empleada en lo que
supuestamente está al servicio del proceso educativo en
esencia niega al SER, la consciencia, los estados de
consciencia y la vida psíquica porque no son: “ni
observables, ni controlables, ni medibles.
Nuestra educación no enseña a vivir, a convivir, a
observar, a escuchar, a ver, a pensar, a cuidar nuestro
cuerpo, a convertir en aprendizaje y conocimientos nuestra
experiencia…, sino que nos enseña a re-accionar, a actuar
de manera similar cada vez que nos hallamos frente a
circunstancias parecidas.
En este sentido la educación quiere objetos pasivos que
re-accionen, no que “accionen”. Quiere objetos que
memoricen información y datos descontextualizados y sin
referencia a la propia experiencia, sin preguntar, sin
cuestionar, sin contrastarlos con lo que pasa en la vida,
con los propios sentimientos…
No podemos seguir cerrando los ojos con el cuento de la
ciencia y la tecnología que contribuye a la educación,
porque esa ciencia piensa que el mundo es una máquina
perfecta, que el ser humano es una máquina, a la cual hay
que arreglarle unos detalles de personalidad poco
convenientes para la producción, y darle instrucciones
programadoras para que funcione bien en el ámbito de la
producción y el mercado. Tampoco podemos aceptar, esa
separación esquizofrénica de sujeto y objeto, donde el
docente es sujeto: “el que sabe”; y el alumno es el objeto
a modelar; en nombre de unos supuestos principios, de su
propio bien y el de la sociedad.
Toda esa ciencia, toda esa tecnología que ayuda al
proceso educativo, domestica, colabora en que el objeto, el
alumno, se limite a re-accionar en los términos que
descubrieron Pavlov y Skinner. Los dos grandes estímulos de
la educación son la recompensa y el castigo. Si no hace
esto y aquello “pre-establecido” será castigado, si lo hace
recibirá elogios y será aceptado socialmente.
La educación deja de ser entonces un proceso que se aleja
de las tendencias naturales del Hombre, que a través del
juego, la curiosidad, la exploración, la duda, el usar la
imaginación para plantearse hipótesis, es capaz de hacerse
consciente, de aprender y elaborar conocimientos…; para
convertirse en una rutina aburrida, que cansa, que no
interesa a nadie y se hace lo que se puede para salir al
paso.
El resultado de asistir a la escuela durante años semeja
entonces más a un laborioso y costoso lavado de cerebro, de
“meter en la mente”, que a un proceso de “sacar”.
En la práctica, lo que nuestro sistema educativo llama
aprendizaje, no es más que la ejercitación de la capacidad
de retención de datos, y lo que llamamos medición de los
aprendizajes, no es otra cosa que una medida de la
capacidad de recordar los datos impuestos o de seguir
secuencias bajo estrés, lo que al fin y al cabo importa muy
poco, porque en la práctica los educandos no van a la
escuela a aprender, sino a cumplir voluntariamente con unos
requisitos para sacar una licencia.
Lo que hemos llamado explícitamente proceso educativo,
implícitamente no es más que un literal proceso de
enajenación que tiene graves consecuencias para la salud
mental del alumno, del docente y, por extensión, para la
sociedad.
Enajenar significa sustituir el contacto emocional y
mental consciente con la realidad, con la experiencia, con
lo concreto…; con abstracciones, ideas, racionalidad…, con
una supuesta objetividad…; y en nuestro sistema educativo,
precisamente, durante décadas, hemos venido haciendo esta
sustitución, hemos hecho que las palabras pierdan su
concreción; siendo el resultado una negación a
involucrarse, interesarse, relacionarse, tomar contacto
consigo mismo, con los demás y con la naturaleza.
De esta manera, todos sentimos y mostramos desapego,
apatía, indiferencia, porque nuestra educación nos vincula
con el mundo a través de ideas que se nos han vuelto más
reales que la realidad misma, que la sustituyen, que
sugieren lo que debería ser, lo que es bueno y normal, que
comparan y que son lejanas a la experiencia, a la vivencia
auténtica del aquí y ahora.
Y todo ello es una desgracia porque más nos conmueve y
nos hace lloriquear cualquier escena de una telenovela, de
una película, que el saber que en este momento en el mundo
cada segundo muere un niño de hambre, que en este momento
un soldado estadounidense dispara al pecho de un niño y lo
destroza… Ese es el resultado de nuestra educación, de una
educación que aleja de la realidad, que impide amar, que
vuelve impopular a quien muestra la realidad, porque se nos
ha enseñado a sentir miedo de tocar la realidad de manera
cercana.

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