Quisiera que ella me ame, y he hecho todo lo posible para que así fuese,
pero ella vino esta mañana y ya no era la misma. Supe inmediatamente que
todo lo que se decía, lo que nos decíamos y terminaba alguna vez por
mezclarse con miradas complacientes, seguidas de caricias que nos
acercaban extasiados a nuestros juegos cotidianos; esta mañana no sería
de igual manera. Y aunque a veces hubiera preferido no saber, o siquiera
no pensarlo; porque premeditar a veces es una forma de auto direccionar el
inconsciente al fracaso. Mal está echar la culpa quizás a todo el
mecanismo, a todo el lenguaje, a todas las palabras, a toda nuestra mala fe
de residir la culpa a lo que no somos nosotros, porque ahí está realmente
nuestra culpa, como naturalmente nos escapamos del fracaso con el
intelecto o sin él. Diría que es fácil negarse para negar lo que sucede: Pero
a veces la angustia es tan fuerte.
Esa mañana le ofrecí café, pero no quiso, y aunque pareciera extraño estar
tan cerca, pero separados más allá de esa mesa, de esas palabras que
imitan armonía, que solo intentan engañarnos. Porque todavía nos es difícil
perdernos el respeto, porque quizá nos hemos amado un poco suficiente
para ello. Y llegó el momento, después de tantas palabras, palabras que no
decían demasiado, y afirmó como si lo hubiera ensayado; Que ya era hora
de que no diéramos cuenta, de que lo nuestro no funcionaba como
creíamos desde un principio, que supiera entenderla, pero que era
inevitable negar como poco a poco se nos fue apagando toda tentativa de
sueños, esas que en algún momento fueron quizás el único incendiario de
nuestra breve historia de amor.
Supe entenderla, y solo la dejé hablar. Y todo era tan simple como ir
nombrando verdades y callarlas con breves disculpas, como es típico de las
mujeres. Pero no la dejé que llegara a la parte donde debería decir que nos
tomáramos un tiempo. Yo no soportaría una amistad con ella. Y al no
soportar la idea, hundido en mi amor, que cada vez que se deshacía
inevitablemente se hacía más fuerte. Entonces no soporté y en toda la ira
melancólica que me acontecía, le expliqué que nunca iba a encontrar un
amor, como el mío. Y no mentía, no mentiría, era una de las pocas
verdades que podía regalarle, y aunque ella lo entendía, prefería no hablar,
y apretaba sus labios como pensando que si me dejaba expresar quizá
podía entrar en razón, en su razón.
Fue absurda toda mediación, de nada sirvió. Siempre es un último hola,
una ceremonia que busca su finidad, una ruptura necesaria del absoluto.
Cosas que a lo mejor la espantaron, como todo lo que no se pueden
entender, siempre termina por asustar estúpidamente.
Solo y quizá motivado por una incomprendida razón, como suele ser el
amor, le pedía un último deseo, una reflexión: solamente que por la noche
piense, si mi amor, no es acaso lo que siempre le he dicho,
si su desprecio no es acaso una incomprensión, una demagogia sobre mis
verdaderos sentimientos.
Y solo dije: No importa, no hay más que decir, solo te pido que si no vas a
volver, por lo menos me hagas el favor de olvidarte, pero olvidarte
pensando en lo nuestro. Nada más.