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Introducción

Libro de los doce sabios (hacia 1237)

El Libro de los doce sabios –también conocido como Tratado de la nobleza y lealtad y
Libro de la nobleza y lealtad– es uno de los primeros textos, escritos en español, de
indiscutible interés filosófico. El Libro de los doce sabios inicia, además, esa fecunda
tradición española de tratados destinados a definir y procurar alcanzar la perfección del rey,
del príncipe o del regidor público. Y, aunque no en el título, sí que aparece ya en el texto la
imagen del espejo aplicada a la propia obra [espejo de príncipes que andando el tiempo
dejará paso al reloj de príncipes]: «para que vos y los nobles señores infantes vuestros hijos
tengáis esta nuestra escritura para estudiarla y mirar en ella como en espejo.»

Fue encargado hacia 1237 por Fernando III el Santo, rey de Castilla (1217-1252) y de León
(desde 1230) –«y comenzaron sus dichos estos sabios, de los cuales eran algunos dellos
grandes filósofos y otros dellos de santa vida»–, y se le añadió un epílogo hacia 1255, en
los primeros años del reinado de su hijo, Alfonso X el Sabio (1252-1284):

«Después que finó este santo y bienaventurado rey don Fernando, que ganó a Sevilla y a
Córdoba y a toda la frontera de los moros, reinó el infante don Alfonso, su hijo primero,
heredero de estos reinos de Castilla y de León. Y porque a poco tiempo después que este
rey don Alfón reinó acaeció grandes discordias por algunos de los infantes sus hermanos y
de los sus ricos omnes de Castilla y de León, haciéndose ellos todos contra este rey don
Alonso unos, por ende envió el rey por los doce grandes sabios y filósofos que enviara el
rey don Fernando su padre para haber su consejo con ellos, así en lo espiritual como en lo
temporal, según que lo hiciera este rey santo su padre. Y porque el rey supo que eran
finados dos sabios destos doce, envió llamar otros dos grandes sabios, cuales él nombró,
para que viniesen en lugar destos dos que finaron. Y luego que ellos todos doce vinieron a
este rey don Alfonso, demandóles el rey consejo en todas las cosas espirituales y
temporales según que lo hiciera el rey su padre. Y ellos diéronle sus consejos buenos y
verdaderos, de que el rey se tuvo por muy pagado y bien aconsejado de sus consejos
dellos.» (Libro de los doce sabios, LXVI.)

Más abajo ofrecemos una antología cronológica de menciones sobre esta obra (que servirán
al lector avisado para formar opinión sobre la evolución de su presencia durante los dos
últimos siglos, sin necesidad de más comentarios), donde se puede advertir la intermitente
recurrencia a lugares comunes y prejuicios ideológicos que se han ido introduciendo al
interpretar estos primeros textos españoles. Olvidándose, a veces, que un texto como El
libro de los doce sabios no sólo representa uno de los primeros monumentos escritos en
español, sino que demuestra el grado de abstracción alcanzado por quienes ya concebían el
mundo desde la lengua española, las ideas nada «vulgares» que ordenaban los
razonamientos de quienes aquello escribían y leían, y la naturaleza de los asuntos tratados,
tan sólo propios y pertinentes en una lengua nueva que, en muy pocas décadas, ya se había
impuesto sobre otras lenguas vulgares igualmente nuevas, pues sólo la lengua vinculada a
un proyecto político en victoriosa expansión, que no se reducía al ámbito de la aldea o de la
comarca, podía acabar imperando, y viceversa.

[En 1977 se celebró en el riojano monasterio de San Millán de la Cogolla el milenario de la


lengua española, de las glosas emilianenses o anotaciones marginales que en español
realizó un fraile sobre un códice latino hace mil años. En 1973 la Real Academia Española
y la Orden de Agustinos Recoletos habían ya colocado una lápida conmemorativa del que
entonces se consideraba «primer testigo de la lengua española». Como en el mismo códice
aparecen también glosas en la lengua que hablaban por entonces los vascones, no cesaron
hasta lograr colocar en el Monasterio otra lápida conmemorativa de similares dimensiones,
junto a la otra, recordatoria del también milenario de la lengua vasca, olvidando que allí no
se había celebrado tanto al español por su antigüedad cuanto por la importancia histórica
alcanzada por aquella lengua mil años después, convertida en el idioma propio y materno
de cuatrocientos millones de hombres y de muchos Estados independientes, que permite la
existencia hoy en San Millán de un Aula de la Lengua con las banderas de dos docenas de
Estados que en todo el mundo hablan en español, mientras que las otras lenguas
peninsulares de hace mil años, algunas incluso más antiguas, por alejadas del latín, o han
desaparecido o se mantienen circunscritas al ámbito regional, donde la lengua española es
de cualquier modo la lingua franca.]

Parece que en algunos tuviera menor valor este texto escrito en español por tratarse de una
traducción, y además de fuentes «orientales». ¿No está operando la ideología de esa
supuesta tradición ininterrumpida del «alma española» desde remotos tiempos –se supone
que ligada a cierta raza, al clima o al paisaje, o a una fantástica ortodoxia católica
inmemorial, pero que no podría serlo a una lengua de sólo mil años– cuya «filosofía»
encuentran en Séneca y en San Isidoro, señores que al fin y al cabo pensaban y escribían en
latín? ¿Tiene sentido acaso imaginar la mera posibilidad de la consolidación de una lengua
moderna al margen de su inmediata incorporación, adaptación y traducción de cuantas
ideas y textos estaban presentes en las lenguas de las que se irá segregando de manera
rápida y definitiva? ¿Y no es preciso, además, devolver a su sitio la supuesta originalidad
de las fuentes «orientales», toda vez que, a su vez, no habían hecho sino beber de los
clásicos griegos, romanos y alejandrinos? De hecho, en El libro de los doce sabios, aunque
fuentes inmediatas parciales suyas fueran tratados parecidos escritos en árabe, las
referencias históricas que se citan son Alejandro, Julio Cesar, Pompeyo, Anibal...

Además El libro de los doce sabios es un tratado civil, político, al servicio del Estado. Pero
las abundantes referencias cristianas que contiene, naturales dada la alianza política de ese
Estado con la iglesia de Roma, no permiten reducirlo a un género de los «catecismos» –
como hicieron José Amador de los Ríos («cierta manera de catecismo político»), Manuel de
la Revilla («una especie de catecismo político») y Marcelino Menéndez Pelayo («aquella
especie de catequesis moral»)–, el supuesto género de los «catecismos político-morales»
que se repite perezosamente en tantos autores. Aunque el impulsor de este texto, San
Fernando, fuera reconocido como santo por el pueblo desde su muerte –no fue oficialmente
canonizado por los católicos hasta 1671, por Clemente X–, nos encontramos ante un
«tratado político moral», si se quiere, escrito en español y no en latín, al servicio de un
Imperio emergente aliado con la Iglesia romana, pero en la forma de un proyecto político
alejado de cualquier tentación teocrática. No se trata por tanto de un catecismo [«por el
Imperio hacia Dios»] sino de un tratado [«por Dios hacia el Imperio»].

Por otra parte, pueden advertirse en El libro de los doce sabios, sin ninguna duda, los planes
y programas propios que animaban el proyecto político de Castilla, en la línea de un
imperialismo generador y no depredador, el mismo proyecto imperialista que, culminada la
reconquista peninsular en 1492, trasladaría su tarea hispánica al nuevo mundo americano
que España acababa de descubrir. El libro de los doce sabios ofrece abundantes consejos
sobre cómo disponer las guerras y las conquistas, pero no para realizar razzias ni establecer
colonias en otros territorios, ni someterlos respetando su organización a cambio de
impuestos, tributos o riquezas, sino para lograr, mediante esas guerras y conquistas,
apropiarse de los territorios peninsulares de los que se habían apropiado hacía siglos los
estados enemigos sarracenos, para incorporarlos al nuevo proyecto que piensa, habla y
escribe en español: así por ejemplo el capítulo XXVII: «Que habla de como el rey debe
catar primero los fines de sus guerras y ordenar bien sus fechos», el capítulo XXIX: «De las
gentes que el rey no de debe llevar a las sus guerras» («Otrosí no cumple llevar a la guerra
en la tu merced gentes y compañías ricas ni codiciosas, y que no son para tomar armas ni
usar dellas, y que su intención es más de mercaduría que de alcanzar honra y prez») o el
capítulo XXXV:

«En que el rey ordene porque el sueldo sea bien pagado a sus compañas. Otrosí, ordena tu
hacienda de guisa que el sueldo sea bien pagado a las tus compañas, y antes lleva diez bien
pagados que veinte mal pagados, que más harás con ellos. Y defiende y manda que no sean
osados de tomar ninguna cosa en los lugares por do pasaren sin grado de sus dueños,
dándosela por sus dineros. Y cualquier que la tomare, que haya pena corporal y pecunial. Y
en el primero sea puesto escarmiento tal, porque otros no se atrevan. Y con esto la tierra no
encarecerá y todo andará llano y bien a servicio de Dios y tuyo. Y de otra guisa todo se
robaría y la tierra perecería, que la buena ordenanza trae durabledad en los hechos.»

Están localizados seis manuscritos con el texto de esta obra, tres «antiguos» y «tres
modernos» (posteriores a su primera edición impresa). El texto fue impreso por primera vez
en 1502, por Diego de Gumiel, en Valladolid. Volvió a ser impreso en 1800, incorporado a
las Memorias para la vida del santo rey Fernando III, entonces publicadas, que habrían sido
dispuestas por Juan Lucas Cortés (1624-1701) aunque suelen ser atribuidas al jesuita
Andrés Marcos Burriel (1719-1762).

La edición crítica, a partir de los cinco manuscritos entonces conocidos, fue publicada por
la Real Academia de la Lengua Española en 1975, pero realizada, como suele suceder dada
nuestra desidia y molicie, merced al esfuerzo y dedicación de un benemérito autor
extranjero, el gran hispanista norteamericano John K. Walsh (nacido en Nueva York el 10
de agosto de 1939). Pero Walsh falleció prematuramente (el 23 de junio de 1990) sin llegar
a saber de la existencia de un manuscrito «nuevo», tan antiguo como los otros dos antiguos
conocidos y estudiados, que no fue descubierto hasta 1992, cuando se deshizo la biblioteca
plurisecular de una decaida familia española, y que gracias a la prudencia de José Manuel
Valdés, el más importante librero anticuario de Oviedo, pasó a ser custodiado por la
biblioteca de la universidad de esa ciudad. Estos seis manuscritos son:
XIV-XV O Ms de la Biblioteca universitaria de Oviedo
XIV-XV B Ms 12.733 de la Biblioteca Nacional de España
XIV-XV E Ms &.II.8 de la Biblioteca del Escorial
XVI M Ms 77 de la Biblioteca Menéndez Pelayo, Santander
XVIII C Ms 9.934 de la Biblioteca Nacional de España
XVIII D Ms 18.653 de la Biblioteca Nacional de España

El manuscrito O, que inesperadamente ha dejado anticuada la edición de Walsh, no ha sido


todavía objeto de un estudio especial, y sólo contamos con una primera aproximación sobre
su valor relativo:

«Walsh supone que el libro se escribió hacia 1237, y que hacia 1255 se le añadió el epílogo
(no se conservan esos supuestos originales). Walsh, por el análisis de las variantes del
texto, define dos tradiciones: aquella a la que pertenecen BM (de B toma el texto que sigue
en su edición crítica) y aquella a la que pertenecen ECD. Walsh afirma que M está muy
«emparentado» con B. Sin embargo ocurre que en varios casos B es incompleto, por
ejemplo, según Walsh, «faltan en B el dicho del séptimo sabio en el cap. V y el del sexto
sabio en el cap. VI» (pág. 43). En su edición crítica, Walsh toma esos textos y otros que le
faltan a B precisamente de M (que coincide con el resto y con la edición G de Gumiel,
Valladolid 1502). M se aparta a veces de los otros textos: así en el capítulo XXIX línea 12
(de la edición crítica), mientras que los otros manuscritos dicen «codiçia e deseo», en M
leemos «deseo e codiçia». Como cabía esperar en O, en el ejemplar de Oviedo (del que
antes aseguramos fue copiado M) –folio 23r, línea 11– encontramos la misma variante que
aparece en M. Un análisis de urgencia del texto contenido en la copia de Oviedo respecto
de los otros manuscritos permite adelantar que el «nuevo» O es tan antiguo como B y E y
que O es más completo que B. Por indicios que habría que confirmar concienzudamente (lo
que rompería los límites que debe tener esta nota) podría incluso sospecharse que E
procediese de O (algunas variantes, por ejemplo el «El» del inicio, a que antes hicimos
referencia, así lo sugieren). Hay que advertir que mientras que todas las otras copias (a
excepción de M, a la que ya nos referimos abundantemente) están insertas en códices que
contienen gran variedad de textos, el códice Oviedo, por sus características formales, es la
única copia de lujo que se conserva del Libro de los doce sabios (y tan antigua como la que
más).» (Gustavo Bueno Sánchez, «El códice Oviedo del Libro de los doce sabios (noticia
de un 'nuevo' manuscrito)», El Basilisco, 2ª época, nº 14, 1993, página 93.)

Walsh inicia su documentado estudio sobre esta obra admirándose por la escasa atención
que ha recibido, tratándose de «una de las primeras obras originales en prosa de la literatura
castellana» que «inicia la vasta serie vernácula de tratados sobre el buen gobernador –tema
constante en la prosa didáctico-moral e inserción muy frecuente en la poesía medieval–.
Siendo tal su valor, ¿cómo se explica la escasa atención que ha recibido a manos del
investigador moderno?» (pág. 7.). Apunta como una de las causas iniciales la devaluación
que de esta obra realizó Fermín Gonzalo Morón en 1846, crítica negativa que fue repetida
casi literalmente por Modesto Lafuente en su Historia general de España (Madrid 1851,
tomo V, págs. 460-461), opinión a la que se enfrentó Amador de los Ríos:

«Fue Amador también quien abrió camino hacia la identificación de las dos bases literarias
y filosóficas: la oriental –de donde deriva la forma expositiva de Doze sabios y otras obras
análogas– y la cristiana –que le aportó su fondo doctrinal. Y aunque esta división resulte
algo precipitada y exagerada más adelante cuando entremos en la exégesis de nuestro texto,
cabe señalar aquí que en estas tempranas pero acertadas observaciones de Amador se
vislumbra algo del carácter único y original del Libro de los doze sabios. No obstante la
importancia cronológica y literaria que le atribuyó Amador, no se volvió a editar la obra y
sólo sé de tres investigadores que luego han añadido a las noticias reunidas por él. Son
Menéndez Pelayo, quien identificó ciertas fuentes orientales de las máximas de nuestro
texto; Helen J. Peirce, quien cotejó la presentación de las virtudes en Doze sabios con la de
otros tratados castellanos sobre el 'príncipe perfecto', y Wilhelm Berges, quien vio en este
primer 'espejo de príncipes' castellano toda una nueva orientación algo romántica de la
monarquía española. De sus contribuciones hablaré más adelante en detalle.» (Walsh, pág.
12.)

De cualquier modo, gracias don Modesto Lafuente y su Historia de España se hizo por
primera vez verdaderamente asequible la lectura de buena parte del texto del Libro de los
doce sabios, al publicar en el Apéndice 5 del tomo V (publicado en 1851; obra reeditada
más de una vez en la segunda mitad del siglo XIX), los capítulos 1, 2, 3, 14, 22, 23, 26, 27,
35, 36, 37, 41, 42, 43, 44 y 54 a 65.

Antología cronológica de menciones al Libro de los doce sabios:

«Será eterno testimonio de sus deseos de saber y de acertar aquel discretísimo tratado sobre
la nobleza y lealtad que a instancia suya, y por su mandato le entregaron estos doce sabios,
y de que hasta ahora sólo se ha hecho una edición en Valladolid en 1509 con gran
detrimento de la enseñanza de los príncipes. Yo lo hallo digno de que no lo dejen de la
mano los que gobiernan nuestra Monarquía, o la han de gobernar por sucesión; y pues es un
monumento de buen gobierno, que mereció la aceptación de un Rey tan santo, tan discreto
y tan instruido como nuestro don Fernando, permítaseme que aquí lo reproduzca, aunque
sea de alguna extensión, pues creo no disgustará la simplicidad de sus máximas, y mucho
más la buena consecuencia de que solicitándolas aquel Monarca, no pudo menos de
abrazarlas en su buen gobierno. Cualquiera que lea este tratado, y después coteje el elogio
que don Alonso su hijo hizo a su padre don Fernando, y pondremos más adelante, verá que
esta fue la teórica dictada para reinar bien, y aquel elogio la comprobación de la práctica de
estas doctrinas. En el real monasterio de san Lorenzo se halla el ejemplar de la edición que
he citado, y es la única que he podido descubrir hasta ahora; pero como allí mismo se
conserva entre los manuscritos una copia del siglo décimo tercio, he compulsado esta con la
edición, y de ambas he completado y corregido el texto que ahora doy a luz para la común
instrucción. Sólo omitiré aquí el último cap. 66 de este tratado, porque se conoce en su
relato que se añadió por estos sabios cuando después de la muerte del santo Rey lo
volvieron a poner en manos de su heredero don Alonso, reinando ya en Castilla y León, y
pertenece a la colección de elogios debidos a nuestro Monarca, de que hablaremos más
adelante. Ahora nos ceñimos a dar el tratado del modo que es presumible se presentó al rey
don Fernando para su santo y sabio gobierno; y dice así: Comienza el libro de la Nobleza y
Lealtad (...)» (Memorias para la vida del santo rey Don Fernando III, Viuda de don Joaquín
Ibarra, Madrid 1800, página 188.) [Se sospecha que esta obra impresa en 1800 la habría
dejado ya dispuesta el doctísimo Juan Lucas Cortés (1624-1701), aunque se suele atribuir al
jesuita Andrés Marcos Burriel (1719-1762).]

«Este escrito anunciado con título tan pomposo se halla reducido a amplificar las
propiedades de ciertas virtudes y vicios... El trabajo de estos doce sabios no encierra mérito
alguno particular: en él se descubre sólo el espíritu monárquico, y aquella manía de
comentar y perifrasear una palabra o idea, cuyo gusto dominó después mucho tiempo en
nuestra literatura.» (Fermín Gonzalo Morón, Historia de la civilización de España, Madrid
1846, tomo V, págs. 159-160, apud Walsh.)

«Fernando III de Castilla y Jaime I de Aragón, he aquí dos colosales figuras que sobresalen
y descuellan simultáneamente en la galería de los grandes hombres y de los grandes
príncipes de la edad media española. Conquistadores ambos, la historia designa al uno con
este sobrenombre que ganó con sobrada justicia y merecimiento: el otro se distinguiera
también con el dictado de Conquistador si la iglesia no le hubiera decorado con el de Santo,
que eclipsa y oscurece todos los demás títulos de gloria humana. (...) Bajo tan brillantes
reinados no podía la España dejar de experimentar variaciones y mejoras sensibles en su
condición social. La conquista de Toledo marcó para nosotros el tránsito de la infancia y
juventud de la edad media española a su virilidad; la de Sevilla señala la transición de la
virilidad a la madurez. La sociedad española se ha ido robusteciendo y organizando.
Aunque fraccionada todavía, ha dado grandes pasos hacia la unidad material y hacia la
unidad política. Multitud de pequeños reinos musulmanes han desaparecido; las
dominaciones de las tres grandes razas mahometanas, Ommiadas, Almoravides y
Almohades, han dejado de existir, y sólo se mantiene en un rincón de la península un
pequeño, aunque vigoroso reino muslímico, retoño que ha brotado con cierta lozanía de
entre las viejas raíces de los troncos de los tres grandes imperios, que han sucumbido a la
fuerza del sentimiento religioso y del ardor patriótico de los españoles y a los golpes de la
espada manejada por su incansable brazo. (...) En cada uno de estos dos grandes reinos se
ha fijado un idioma vulgar que ha reemplazado al latín, y que revela el diverso origen de
ambos pueblos. Don Jaime de Aragón escribe en lemosín los hechos de su vida y la historia
de su reinado; don Fernando de Castilla hace romancear los fueros de Burgos y de varios
otros pueblos de sus dominios; manda verter al castellano el código de los godos, y él
mismo otorga sus cartas y privilegios en lengua vulgar, mostrando con el ejemplo y con el
mandato que era ya tiempo de que los documentos oficiales se escribieran en el lenguaje
mismo que hablaba el pueblo. (...)
A pesar de la creación de aquella célebre universidad [Salamanca] que tanto honra al rey
Santo, de la protección que dispensaba a la juventud estudiosa, y de la predilección que le
merecían las letras y los letrados, el estado de la jurisprudencia y de la ciencia política no
era tan aventajado y brillante como a primera vista parece pudiera inferirse del nombre
pomposo de Sabios que se dió a los que formaban aquella junta que constituía el consejo
del rey. La obra que a instancias del monarca compusieron aquellos Doce sabios con el
título de Libro de la Nobleza y Lealtad se reduce a definiciones parafraseadas, ampulosas y
de mal gusto, que cada sabio hacía de algunas virtudes y de algunos vicios, y a consejos y
máximas de moralidad y buen gobierno que daban al rey sobre cómo debía conducirse en la
paz y en la guerra, máximas ciertamente saludables y consejos muy sanos, pero que no
pasaban de generalidades que hoy alcanza el hombre menos versado en los preceptos de la
moral y en la ciencia del gobierno. {(1) Esta obra, que consta de 69 capítulos, y que el
señor Morón (en su Historia de la civilización de España, tomo V) dice haber visto
manuscrita en la Biblioteca real, se halla impresa en las Memorias para la vida del Santo
Rey don Fernando por don Miguel de Manuel, compulsada con un manuscrito del Escorial,
y con una edición que de ella se hizo en Valladolid en 1509.} Era no obstante un adelanto
respecto a los anteriores tiempos; y aquella universidad, y aquellas traducciones al
castellano, y aquella junta de letrados y doctos, y aquella protección a las ciencias, y el
pensamiento y comienzo del código de las Partidas, eran el anuncio y la preparación de otro
reinado en que aquellos elementos habían de desenvolverse ya anchurosamente.» (Modesto
Lafuente, Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días,
Establecimiento Tipográfico de Mellado, Madrid 1851, tomo V, páginas 439-440, 456, 457,
460-461. Parte II, libro II, capítulo XVI: España bajo los reinados de San Fernando y de
Don Jaime el Conquistador.)

«Los doce sabios, y su Libro de la Nobleza y Lealtad. Como prueba del gusto literario de
aquel tiempo, de lo que alcanzaban en la ciencia política y del gobierno los que entonces se
llamaban sabios, y también como muestra del lenguaje y estilo que se tenía por culto,
damos a continuación algunos fragmentos del libro de la Nobleza y Lealtad compuesto por
los doce sabios que formaban el consejo de San Fernando.» [y ofrece los capítulos 1, 2, 3,
14, 22, 23, 26, 27, 35, 36, 37, 41, 42, 43, 44 y 54 a 65.] (Modesto Lafuente, Historia
general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Establecimiento
Tipográfico de Mellado, Madrid 1851, tomo V, páginas 485-494. Apéndice 5.)

«Mas no sólo dejó Fernando III, cuya gloria alcanza a todas las esferas de la civilización,
comprobada su predilección a la lengua castellana en este importante monumento [el Fuero
Juzgo], que únicamente nos es dado ahora considerar bajo el aspecto filológico, por más
que hallemos en él algunas leyes, o acomodadas a las costumbres y creencias del siglo XIII,
o enteramente originales. Protector natural de los varones distinguidos por su ciencia, y
congregados por él en su corte, logró también aquel gran rey que entrando en el terreno de
la filosofía, ensayaran estos la lengua vulgar en su cultivo, y a sus ilustradas instancias
fueron compuestos los dos peregrinos tratados, que llevan por título el Libro de los doce
sabios y Flores de Philosophia. Ministrando el primero al mismo rey don Fernando útiles
avisos sobre «lo que todo príncipe et regidor de regno a de fasser en ssi et de cómmo deve
obrar en aquello que al mesmo pertenesçe, el otrossí de cómmo deve regir et castigar et
mandar et conosçer a los del su regno», tiene por objeto principal la educación de los
infantes, sus hijos, quienes debían «estudiar et catar en ella como en espejo», pues que
«aunque breve escriptura, grandes iuiçios et buenos trahia ella consigo» {(1) Prólogo al
Libro de los doce sabios}.
Era pues el Libro de los doce sabios cierta manera de catecismo político, cuya existencia no
podría fácilmente comprenderse sin apreciar, en la forma que lo dejamos ya realizado, el
extraordinario movimiento que en la primera mitad del siglo XIII ofrece la cultura
intelectual de Castilla. Tomando, al escribirle, la misma forma expositiva adoptada por
cuantos tratan después de las ciencias políticas o filosóficas, artificio que era harto común
en los libros orientales, arábigos y rabínicos, de aquella edad y de las anteriores, fingieron
dichos sabios una especie de junta o academia, en que dando principio a sus tareas con la
definición de la lealtad [lealtança], expone cada uno la idea que tiene formada de ella,
tratando después de la cobdiçia y definiéndola asimismo en breves máximas y sentencias.
Señaladas menudamente las cualidades y virtudes que debían brillar en los reyes, así en los
goces de la paz como en las artes y peligros de la guerra, píntanlos revestidos de amor y
sabiduría, asistidos de piedad y de justicia, fortalecidos de castidad y de templanza,
inclinados a la liberalidad y munificencia, y finalmente circunspectos, honradores de los
buenos, prontos a reprimir a los orgullosos, humildes en la prosperidad y celosos de su
autoridad y fortuna.
Este libro, que halla adelante felices imitadores, formulado en el idioma vulgar y animado
de cierto espíritu práctico, podía en verdad lograr alguna aplicación al gobierno del Estado,
por más que en nuestros días sea tenido en poco y aun desdeñado por nuestros eruditos {(1)
Uno de nuestros más claros escritores contemporáneos observa que el «trabajo de los Doce
sabios no encierra mérito alguno particular», añadiendo que «en él se descubre sólo el
espíritu monárquico y aquella manía de comentar o perifrasear una palabra o idea, cuyo
gusto dominó después mucho tiempo en nuestra literatura» (Morón, Historia de la
civilización de España, tomo V, pág. 160). Mas este juicio seguido por el académico don
Modesto Lafuente (Historia de España, Parte IIª, lib. II), no puede plenamente ser aceptado
por nosotros, porque sobre no estar todo el libro escrito de la misma suerte, debe repararse
en que esa forma expositiva viene a determinar en la historia de nuestras letras la aparición
del elemento didáctico-oriental que les comunica en breve especial carácter, siendo por
tanto digno del mayor estudio el monumento de que tratamos. Ni aun considerado en
absoluto, podemos admitir el dictamen referido, pues lejos de esa hinchazón, ampulosidad
y mal gusto de que se acusa al Libro de los doce sabios, nos parecen sus advertencias
claras, sencillas, útiles, y formuladas con la gracia de que era la lengua susceptible, lo cual
juzgó también el entendido P. Burriel, cuando en sus Memorias para la Vida del Santo rey,
después de apellidarle tratado discretísimo, manifestó que le hallaba «digno de que no le
dejasen de la mano los que gobiernan nuestra monarquía», pág. 188.}: reconociéronlo así
los mismos autores, suplicando al rey de Castilla que mandase «dar a cada uno de los ditos
sennores infantes, sus filios, un treslado» de aquella obra; «porque anssi agora en lo
pressente commo en lo d'adelant porvenir (añadían) ella es tal escriptura que bien
s'aprobechará qui la leyer et tomare algo della a pró de las ánimas et de los cuerpos» {(2)
Prólogo del Libro de los doce sabios}. Mas cualquiera que fuese el aplauso que obtuvo el
Libro de los doce sabios en la corte de Fernando III; cualquiera que sea el juicio de nuestros
coetáneos respecto de su doctrina, cuerdo nos parece indicar que sólo debe ser considerado
como un ensayo (y por cierto el primero hasta hoy conocido {(1) El entendido don Pascual
Gayangos, en la Introducción a los Escritores en prosa anteriores al siglo XV (tomo LI de la
Biblioteca de autores españoles), manifiesta no creer «que el Tractado de la nobleza et
Lealtad se escribiese durante el reinado de don Fernando el Santo». Alega por razón, demás
de suponer el lenguaje impropio de aquella época, que se habla en dicho libro «de las
milicias concejiles de un modo incidental y en tono tan despreciativo que excluye toda
suposición de que el libro se escribiera en tiempo del expresado rey». La indicación relativa
al lenguaje, por ser demasiado vaga, nada prueba, demostrando por el contrario el examen
detenido de este monumento, que como otros muchos ha llegado a nuestros días muy
adulterado, que abundan en él los rasgos característicos de aquella época en orden a la
dicción y a la frase. Respecto del menosprecio de las milicias concejiles, daríamos el valor
que le atribuye el señor Gayangos a la observación, cuando se tratara de una época
esencialmente militar; pero el reinado de Fernando III, si cumple como pocos, durante la
edad media, aquella ley superior de la reconquista, se distingue más principalmente por el
espíritu de unidad que en todos los actos del monarca resplandece y por el predominio que
dio a la idea sobre el hecho, al derecho sobre la fuerza; origen indubitable de las grandes
empresas legales que don Alfonso, su hijo, realiza. Esto y no otra cosa significa el anhelo
con que dotó a todas las ciudades que pudo del Fuero Juzgo; esto la preponderancia que en
su tiempo lograron los legistas, preponderancia insinuada ya desde el reinado de Alfonso
VIII; y esto en fin el empeño no disimulado de crear un solo derecho, proyecto que debía
tener por corona la institución de un imperio cristiano, según después comprobaremos. En
época como esta, y escribiendo filósofos o legistas, no es, ni puede ser extraño, que no
logre aplauso ningún elemento de fuerza, cualquiera que sea su representación y aun su
origen; y como el Libro de los doce sabios o de La nobleza respira desde el primero al
último capítulo aquel mismo espíritu de unidad y supremacía en el trono, tratando de igual
suerte a grandes y pequeños, si ya no es que atiende a despojar a los primeros de todo poder
tiránico, de aquí que la observación del señor Gayangos, aunque muy erudita, carezca de la
fuerza decisiva que le atribuye.}) de lo que podía alcanzar la prosa castellana en el cultivo
de las ciencias, gloria iniciada por Fernando III y cosechada más tarde por su hijo don
Alfonso. Con este propósito, y a fin de que pueda formarse cabal juicio del estilo y lenguaje
de tan antiguo monumento, trasladaremos el capítulo XXVI, en que hablando de la manera
de hacer y conservar las conquistas, revela el espíritu de la época en que fue escrito, y del
rey fuerte, grande y conquistador, por cuyo mandato se escribe: [...]
{(1) El Libro de los Doce Sabios ó de la Nobleza ó Lealtat fue dado primeramente a la
estampa en 1502 (Valladolid, por Diego Gumiel); reimpreso en 1509 en la misma ciudad
(Burriel, Memorias para la Vida del Santo rey, pág. 188); reproducido en 1800 (Madrid,
Mem. citadas, pág. 188 y siguientes), e incluido por último en el tomo V de la Hist. de Esp.
del distinguido académico Lafuente, bien que sin el prólogo y con notables supresiones
(Madrid, 1851). A pesar del esmero que el P. Burriel puso en el cotejo de la edición de
1509 con el códice del Escorial, hemos examinado este precioso Ms., designado con la
marca B ii.7, y los que en la Biblioteca Nacional tienen las señales Bb. 52 y Cc 88. La
primera copia es del siglo XV y se halla al fól. 94 del indicado volumen, que encierra
además Los Casos e Caydas de príncipes, traducción de Bocaccio: la segunda es del siglo
XVIII, y lleva este título moderno: Junta de los Doce Sauios que hizo el rey don Fernando
el santo que ganó a Sevilla, y los consejos que dieron, con los dichos y sentencias de estos.
El entendido Burriel suprimió el último capítulo de los códices (el LXV), porque «se
añadió después de la muerte del Santo rey»: en efecto, dicho capítulo tiene el siguiente
epígrafe: [...]. Es por tanto evidente que este capítulo, en que resalta la forma expositiva de
los moralistas orientales, fue añadido, como indicó el P. Burriel, después del fallecimiento
del rey don Fernando. (Véase la pág. 212 de las citadas Memorias).}
Conocido el anhelo con que el gran rey don Fernando atendió a la educación de sus hijos, y
en especial de su primogénito, «metiéndolo mucho en sus conseios et en sus fablas, magüer
que la hedat non era tamanna por que sopiese conseiar, segunt conuenie a la su nobleza»
{(1) Cap. V de los conservados del libro Septenario.}, tampoco sería descabellado el
atribuir al libro de las Flores de Phílosophia el mismo origen. Bien sabemos que esta obra,
citada de muchos, vista de pocos, y todavía no examinada, ha sido constantemente reputada
como producción de la época de don Alfonso VIII, colocándola en la segunda mitad del
siglo XII {(2) (...)}; pero luego que tomados en cuenta los primitivos monumentos de la
prosa castellana, tal como lo hemos hecho en el presente capítulo, se viene en conocimiento
de que no se había escrito aun aquella con intento literario en el citado período; luego que
fijando la atención en la naturaleza del referido tratado, y comparándole con otros de igual
índole, trazados al mediar el siglo que historiamos, descubrimos en él cierto sabor oriental
que le asocia al movimiento insinuado ya en el Libro de los doce sabios, no podemos
asentir a la opinión indicada, creyendo por el contrario que no deben sacarse las Flores de
Philosophia del reinado del conquistador de Sevilla, gloriosa preparación de la memorable
época del Rey Sabio.
El indicado libro, que se supone escogido y tomado de los dichos de los filósofos, y
terminado por Séneca, último de los treinta y siete que se congregan para componerle,
guardando no poca analogía con el ya mencionado de la Nobleça et Lealtança, y
enlazándose con el de la Sabieça y el de los Bocados de oro, que en su lugar examinaremos,
es una compilación de máximas y sentencias morales, religiosas y políticas, distribuidas en
treinta y ocho leyes o capítulos. (...) Pero dejando para lugar más adecuado el tratar
ampliamente materia tan nueva y difícil, bueno será advertir después de asentado este
interesante hecho, que así como el Libro de los doce sabios se encamina principalmente a
labrar la educación de los reyes, tiene por objeto el de las Flores de Philosophia la
enseñanza general, sin olvidar los deberes del pueblo para con sus monarcas, y atesorando
cuerdos y fructuosos consejos sobre la próspera y adversa fortuna.
No faltará acaso quien, recorriendo sus capítulos o leyes, observe como ha sucedido ya
respecto del Libro de los doce sabios, que «no pasan sus doctrinas de generalidades que hoy
alcanza el hombre menos versado en los preceptos de la moral y de la ciencia del
gobierno». Mas cualesquiera que sean en nuestros días los adelantos de las ciencias morales
y políticas, siempre nos parecerá infundada, por lo menos, esta manera de juzgar las
producciones de edad tan remota, causándonos en cambio verdadera admiración el seso y
cordura de los que, acomodando las lecciones de la antigua filosofía a las ideas y creencias
de su tiempo, acometían la noble empresa de restituir a la razón el imperio que había
perdido en medio de la barbarie de otros siglos, avasallada por todo linaje de violencias. Y
si, como llevamos apuntado, reparamos al par en que se hacían estos ensayos en el idioma
hablado por la muchedumbre, y bajo los auspicios de un príncipe que tanto hizo para
fomentar durante su reinado la lengua vulgar y la prosa castellana, subirá de punto la
estimación con que debemos contemplar semejantes obras, y muy especialmente la que
merece el libro de las Flores de Philosophia. Observar se debe por último que si la forma
expositiva de este y del tratado de los Doce Sabios se deriva de otras literaturas, el fondo,
esto es, las doctrinas capitales de uno y otro, reciben general colorido de la cultura española
o ya son enteramente cristianas, sometiéndose así al incontrastable principio de actualidad,
que dando aliento a nuestra civilización, caracteriza todas nuestras conquistas literarias.»
(José Amador de los Ríos, Historia crítica de la literatura española, Imprenta de José
Rodríguez, Madrid 1863, tomo III, páginas 433-442.)

«Al morir [Fernando III] dejaba asegurada la Reconquista; ensanchado casi en la mitad el
territorio castellano con las tierras más fértiles, ricas y lozanas de España; abierto para
Castilla el camino de los dos mares por larguísimas leguas de costa; fundada la potencia
naval; inaugurado el comercio con Italia y aun con las postreras partes de Levante; atraídos
por primera vez artífices y mercaderes a un reino donde antes sólo resonaba el yunque en
que se forjaban los instrumentos del combate; floreciente el estudio de Salamanca fundado
por su padre, y el de Valladolid, que inauguró su madre; respetada donde quiera la ciencia
de teólogos y juristas; traducido en lengua vulgar el Fuero-Juzgo y echados los cimientos
de la unidad jurídica; triunfante el empleo de la lengua popular en los documentos legales;
comenzada en el Libro de los doce sabios y en las Flores de Philosophia aquella especie de
catequesis moral por castigo e conseio que muy pronto había de completar Alfonso el
Sabio; y finalmente, cubierto el suelo de fábricas suntuosas en que se confundían las
últimas manifestaciones del arte románico con los alardes y primores del arte ojival, cuyo
triunfo era ya definitivo.» (Marcelino Menéndez Pelayo, «Discurso en el Tercer Congreso
Católico Nacional», Sevilla 1892, en Estudios y discursos de crítica histórica y literaria,
Edición nacional, tomo XII, CSIC, Madrid 1942, tomo 7, pág. 55.)

«De este primer florecimiento cosmopolita o europeo se derivó otro más peculiarmente
español, el cual se caracteriza por el uso constante de la lengua vulgar, aplicada antes que
otra ninguna de las lenguas romances a la alta especulación científica, así en Castilla como
en Cataluña. Comienza esta nueva fase en los reinados de San Fernando y de D. Jaime el
Conquistador, iniciándose tímidamente con catecismos político-morales (Llibre de la
Saviesa, Libro de los doce Sabios, Flores de Philosophía, Libro de los buenos proverbios,
Poridat de Poridades, &c.), imitados o traducidos, a lo menos en parte, de fuente arábiga, y
con las dos más célebres colecciones de apólogos y cuentos de procedencia indostánica, el
Calila y Dina y el Sendebar. Crece la corriente y se dilata poderosa en la monarquía
científica de Alfonso X, nuevo Salomón cristiano, por quien la sabiduría desciende del
solio para aleccionar a las muchedumbres en modo y estilo oriental con los preceptos de
una cierta filosofía regia; al mismo tiempo que con asombrados ojos empiezan a deletrear
los arcanos del firmamento, conforme al sistema indio del Sindhanta, traído a nuestra
Península por el antiguo Moslema. Si el elemento árabe en la Crónica general debe
reducirse a límites exiguos, en cambio es muy considerable en la Grande et General Estoria,
y aun en la parte doctrinal de las Partidas, e impera casi solo en el Libro de los Juegos, en
los tres Lapidarios, en los Libros del saber de Astronomía y en otros muchos, así de
recreación como de ciencia.» (Marcelino Menéndez Pelayo, «De las influencias semíticas
en la literatura española», 1894, en Estudios y discursos de crítica histórica y literaria,
Edición nacional, tomo VI, CSIC, Madrid 1941, tomo 1, págs. 210-211.)

«Al mismo monarca a quien se debe tan preciado monumento de la literatura nacional [se
refiere a Fernando III y al Fuero Juzgo], somos también deudores de otros dos
monumentos, en los cuales el habla vulgar se ensaya en otros géneros didácticos. Tales son
los tratados de carácter filosófico, que se compusieron a su instancia, y que llevan los
títulos de Libro de los doce Sabios, o de la nobleza y lealtade, y Flores de Philosophia,
encaminados, el primero, a labrar la educación de los reyes, y el segundo, la educación
general, sin olvidar los deberes del pueblo. Es el primero una especie de catecismo político,
para uso de los príncipes, escrito en las formas expositivas propias de los que tratan después
de las ciencias políticas o filosóficas; y el segundo, una compilación de máximas y
sentencias morales, religiosas y políticas, distribuidas en treinta y ocho capítulos, que
denomina leis el autor, el cual da a veces los consejos en forma de cantares. El segundo de
estos libros se supone escogido y tomado de los dichos de los filósofos y terminado por
Séneca, último de los treinta y siete que se reúnen para componerlo; en él se descubre el
apólogo oriental, tratando de introducirse en la literatura castellana como ya había intentado
hacerlo antes. {(1) La obra Flores de Filosofía ha sido publicada en 1878 por la Sociedad
de Bibliófilos Españoles, precedida de un erudito discurso de Germán Kruch, que dice es
del siglo XIII, y no afirma que sea de San Fernando. Están sacadas las Flores de Filosofía,
en gran parte, de un libro llamado los Buenos Proverbios, traducción, a su vez, de las
Sentencias morales de los filósofos, escritas por Hemin-ben-Ishaik (manuscrito árabe del
siglo IX) y del Bonium.} En ambos documentos aparece la prosa castellana, ostentando las
virtudes que hemos visto en el Fuero Juzgo.» (Manuel de la Revilla & Pedro de Alcántara
García, Principios generales de literatura e Historia de la literatura española, 4ª edición,
Madrid 1898, tomo II, páginas 119-120.)

«Dos más brillantes muestras de la antigua prosa española nos ofrecen las supuestas cartas
escritas por Alejandro moribundo a su madre; y a la circunstancia de haber sido halladas en
el códice copiado por Lorenzo de Astorga, deben su publicación al final del Libro de
Alexandre. Hay buenas razones para creer que no son obra del autor del poema; y, en
realidad, son meras traducciones. Ambas epístolas están tomadas de la colección arábiga de
sentencias morales compuesta por Honain ben Ishak al-'Ibadi; la primera se halla en el
Bonium (así llamado por su autor, fabuloso Rey de Persia), y la segunda en la versión
castellana del Secretum Secretorum, cuyo título se traduce literalmente por Poridad de las
Poridades. Otros ejemplos de adelantada prosa pueden verse en el Libro de los Doce Sabios
o de la Nobleza y Lealtad, que trata de la educación política de los Príncipes, y puede haber
sido escrito bajo la dirección de San Fernando. Pero el autor y la fecha de estas dos
producciones son poco más que hipotéticos. Estos son los ensayos preliminares en materia
de prosa española. Recibió ésta su forma permanente en manos de Alfonso el Sabio (1220-
84), que sucedió a su padre San Fernando en el trono de Castilla en 1252.» (Jaime
Fitzmaurice-Kelly, Historia de la literatura española desde los orígenes hasta el año 1900,
traducida por Adolfo Bonilla y San Martín, con un estudio preliminar por Marcelino
Menéndez y Pelayo, La España Moderna, Madrid 1901, página 99.)

«Libros mandados componer por San Fernando. Mandó San Fernando componer El
Setenario, que fue concluido en el reinado de su hijo, libro que muchos han supuesto
equivocadamente una obra legislativa –el boceto de las Partidas–, y es, en realidad, un
compendio enciclopédico de la ciencia en el siglo XIII, o sea de las siete naturas
engendradoras de los siete saberes; el trivio: Gramática, Retórica y Lógica, y el cuatrivio:
Música, Astronomía, Física y Metafísica, con nociones de Aritmética y Geometría. Hizo
también escribir el Santo Rey el Libro de los doce sabios o de la nobleza e lealtad, tratado
de educación política; y probablemente de San Fernando son asimismo las Flores de la
Filosofía, conjunto de sentencias y máximas sacadas de otros libros, sobre Moral, con
algunos de sus consejos en forma de cantares; los capítulos breves son llamados leis, y
supone el autor de la compilación que se juntaron treinta y siete filósofos para componer el
libro, terminándolo Séneca.» (Angel Salcedo Ruiz, Resumen histórico de la literatura
española según los estudios y descubrimientos más recientes, Saturnino Calleja, Madrid
1910, páginas 90-91.)

«IV. En cuanto al Septenario, El Bonium, el Libro de los Doce Sabios y las Flores de
Filosofia, no me ha parecido discordante incluirlos en mi Biblioteca¸ porque si bien nada
tienen que ver con las cuestiones de pedagogía, en el moderno sentido de la palabra,
encajan muy bien en una pedagogía histórica, por dar á conocer el elemento didáctico-
oriental, tan estimado de nuestros educadores medioevales. Además, no he juzgado
inoportuno y fuera del caso encerrar en una colección destinada á popularizar nuestros
tratados didácticos, obras como el Libro de los Doce Sabios cuando de él escribe Amador
de los Ríos que «tiene por objeto principal la educación de los infantes» y las Flores de
Filosofia, libro que «tiene por objeto la enseñanza general», según expresión del citado
Amador de los Ríos. En mi humilde criterio he juzgado que no estaban reñidas con la
pedagogía catecismos ó compilaciones de sentencias de índole moral y religiosa.» (carta de
Francisco Sancho –desde Lérida, 11 de noviembre de 1911– a Marcelino Menéndez Pelayo,
EMMP 21:824.)

«64. Fernando III. Libro de la Nobleza y Lealtad, redactado por doce sabios de orden del
Rey... para ajustar a él su gobierno. En el cap. 1º se indica que reunió el Rey doce sabios 'de
los cuales eran algunos dellos grandes filósofos e otros dellos de santa vida'. De la 1ª
edición hecha en Valladolid en 1509 hay ejemplar en la Bib. del Escorial. Se insertó
también en la segunda parte, páginas 188 y siguientes, de las Memorias para la vida del
Santo Rey D. Fernando III. Dadas a luz con apéndices y otras ilustraciones por D. Miguel
de Manuel Rodríguez, Madrid MDCCC. También se refirió a él Marichalar y Manrique,
Historia de la legislación, tomo II, pág. 477. En la Introducción de D. Pascual Gayangos al
tomo de la Bib. de Autores Españoles de Rivadeneyra, que se refiere a los Escritores en
prosa anteriores al siglo XV (tomo LI), hay una nota (2 de la primera página) en la que se
muestra la duda de que el Tratado de la Nobleza... se escribiera en el reinado de San
Fernando, pues 'aparte del lenguaje, que no es el de aquella época, háblase en él de las
Milicias concejiles, de una manera tan incidental y en tono tan despreciativo, que excluye
toda suposición de que el libro se escribiera en su tiempo'. La observación, según paladina
manifestación del autor de la Introducción, es de D. Tomás Muñoz. De todas maneras no se
fija el tiempo en que el libro se escribiera.» (Recaredo Fernández de Velasco, Referencias y
transcripciones para la Historia de la literatura política en España, Reus, Madrid 1925,
páginas 187-188.)

«Al tiempo de Fernando III corresponden varios libros de máximas de origen oriental. El
libro de los doce sabios de la Nobleza y lealtad, nos presenta a los doce sabios presididos
por Séneca, exponiendo cada uno su opinión acerca de las virtudes que deben adornar a los
reyes. Las Flores de Philosophia, que San Fernando mandó aplicar a la educación de sus
hijos, «fue escogido et tomado de los dichos de los sabios para que quien bien quisiere faser
a si et a su fasenda, estudie en esta poca et noble escriptura». En este libro se compenetran
las enseñanzas cristianas con las orientales.» (Mario Méndez Bejarano, Historia de la
filosofía en España hasta el siglo XX, Renacimiento, Madrid [1927], páginas 85-86.)

«Con la subida al trono castellano de Alfonso el Sabio, el año de 1252, puede decirse que
pasó a los cristianos y al castellano la sabiduría oriental y todo linaje de sabiduría.
Probablemente se deben a sus ruegos, deseos y trabajos, las primeras obras didácticas, que
se compusieron, según se cree, durante el reinado de San Fernando (1230-1252), de autores
y fechas no averiguadas todavía: Las Flores de Filosofía, en que por estilo sentencioso, a la
oriental, Séneca y treinta y siete otros filósofos, discurren sobre la moral. Son de la misma
época que el Libro de los Doce Sabios, y están formadas de sentencias sacadas de los
mismos originales que los Buenos proverbios y los Bocados de Oro, y así muchas les son
comunes. En la Historia del Caballero Cifar, fuera de algunos capítulos, están las Flores de
Filosofía. El Libro de los buenos proverbios, según demostró Steinschneider, fueron
traducción de las Sentencias morales de los Filósofos, escritas por Honain-ben Ishák, Al-
Ibâdi (809-875), y conservadas en la Biblioteca de El Escorial (núm. 756) y en la de
Munich (núm. 651). El Libro de los Doce Sabios o Libro de la Nobleza o Lealtat, que trata
del gobierno y educación de los príncipes. Créese haberse traducido en tiempo de San
Fernando (1217-1252), y tomó el nombre por los doce sabios que se juntaron para
averiguar 'lo que todo principe et regidor de regno a de fazer en ssi et de commo debe regir
et castigar et mandar et conoscer a los de su regno'. Algo más tardías, y con mayor
probabilidad aconsejadas del Rey Sabio, son las dos obras Poridat de Poridades, de fuente
arábiga, o Castigos de Aristotil a Alexandre, traducción del Secreta Secretorum. En él se
halla una de las cartas atribuidas a Alejandro, y otra en el Bonium {(1) Nombre que leído al
revés dice muy noble, aludiendo sin duda a don Alonso el Noble. Véase Floranes,
Memorias históricas de la vida y acciones del rey Don Alonso el Noble, Madrid 1783, pág.
137.}, así llamado del supuesto nombre de su autor, fabuloso Rey de Persia, o, por otro
título, Bocados de Oro, obra sacada del Libro de las Sentencias, de Abul Uafá Mubashir-
ben-Fatik (siglos XI-XII), cuyo manuscrito está en la Biblioteca de Leyden (núm. 1487), el
cual se tradujo al latín, francés e inglés.» (Julio Cejador y Frauca, Historia de la lengua y
literatura castellana, 3ª edición, Librería y Casa Editorial Hernando, Madrid 1932, tomo 1,
1ª parte, páginas 249-250.)

«Finalmente, en este mismo reinado de Fernando III aparecen las primeras muestras de la
literatura filosófica en lengua vulgar, a imitación de modelos orientales. Pertenecen al
género didáctico-moral y están redactadas en forma sentenciosa, la más a propósito para
instruir a gentes rudas en sus deberes tanto públicos como privados; por esto han sido
bautizadas acertadamente con el nombre de 'catecismos político-morales'. Los más antiguos
son el Tratado de la Nobleza y Lealtad y las Flores de Filosofía. El primero se denomina
usualmente Libro de los doce Sabios, porque finge en su comienzo una asamblea de doce
sabios, 'algunos dellos grandes filósofos, e otros dellos de santa vida', convocada para
redactarlo.» (Tomás y Joaquín Carreras Artau, Historia de la filosofía española. Filosofía
cristiana de los siglos XIII al XV, Asociación Española para el Progreso de las Ciencias,
Madrid 1939, tomo 1, pág. 9).

«Alfonso el Sabio y los judíos. La súbita aparición en la corte de Alfonso X el Sabio de


magnas obras históricas, jurídicas y astronómicas, escritas en castellano y no en latín, es un
fenómeno insuficientemente explicado, si nos limitamos a decir que un monarca docto
quiso expresar en lengua accesible a todos grandes conjuntos de sabiduría enciclopédica.
Tal aserto equivale a una abstracción, pues no tiene en cuenta el horizonte vital de Alfonso
X, ni las circunstancias dentro de las cuales existía. En ninguna corte de la Europa del siglo
XIII podía ocurrírsele a nadie redactar en idioma vulgar obras como la Grande e General
Estoria, los Libros del saber de astronomía o las Siete Partidas. Tampoco se dio el caso de
que el texto bíblico se tradujera íntegramente fuera de España en aquel siglo (G. Gröber,
Grundriss, II, 714). Tal hecho es solidario de la escasez en España de obras de carácter
teológico, filosófico, científico o jurídico dotadas de alguna significación y redactadas en
latín. Pensemos simplemente en figuras como Siger de Brabante, Rogerio Bacon y Santo
Tomás, o en el grupo de los juristas de Bolonia. Poseemos ahora un valioso estudio
bibliográfico de manuscritos científicos de la Edad Media {(2) José M. Millás Vallicrosa,
Las traducciones orientales en los manuscritos de la Biblioteca Catedral de Toledo, Madrid,
1942} hasta ahora mal conocidos, pero que no modifican esencialmente el panorama de la
ciencia castellana en la Edad Media. Analizando minuciosamente las traducciones de textos
árabes, iniciadas en el siglo X y proseguidas en el XII y en el XIII, observa el autor cómo
"aquel movimiento cultural registrado entre los musulmanes españoles, muy pronto irradió
fuera de su propia zona, y brilló como una aurora entre los cristianos europeos, medio
adormecidos en las tinieblas de la alta Edad Media" (pág. 6). El hecho es bien conocido,
aunque no se ha pensado bastante por qué fueron los "cristianos europeos" y no los
españoles quienes abrieron nuevas vías de pensamiento con medios muy al alcance de los
hispano-cristianos {(1) Prescindimos de centros catalanes como Vich y Ripoll, cuya
importancia destaca el señor Millás en su Assaig d'historia de les idees fisiques i
matemàtiques a la Catalunya medieval, 1931. Ya vimos antes que en los siglos X y XI la
vida catalana gravitaba hacia fuera de la Península, y la historia científica lo confirma}. El
más antiguo centro de sabiduría francesa, la Escuela de Chartres, ya se aprovechó del
pensamiento de los árabes españoles antes de que se hubieran iniciado en Toledo las
traducciones del siglo XII. Fueron los obispos franceses de Tarazona y Toledo (Michael y
Raimundo) quienes sirvieron de puente a los extranjeros curiosos de ciencia oriental a
comienzos de aquel siglo. A Toledo y a otras ciudades vinieron gentes ávidas de saber, que
empleaban a judíos españoles como intérpretes de los preciados manuscritos árabes. (...) Se
ve por lo anterior cuán escasos fueron los textos latinos de carácter docto, en fuerte
contraste con la abundancia y valía de las traducciones y adaptaciones en castellano durante
la época alfonsina. Tal hecho ha de entenderse como una expresión de la contextura
cristiano-islámico-judía, como un resultado de la importancia alcanzada por los hispano-
hebreos y de su interés por poner la sabiduría moral y científica al alcance de la sociedad
cortesana y señorial sobre la cual descansaba su poder y su prestigio. La Castilla de
Fernando III había mostrado su fuerza y su capacidad de dominio sobre lo mejor de las
tierras musulmanas, y su influencia sobre la corona de Aragón era bien perceptible. Alfonso
X gozaba en paz del fruto de unos esfuerzos bélicos (Navas de Tolosa, Córdoba, Sevilla)
que él, quizá, nunca hubiera realizado, e intentó ensanchar su corona más con habilidad
diplomática que con ímpetu guerrero. Por vez primera la ciencia y la poesía tomaban
posesión del aula regia, y el saber y el ensueño se incluían en el juego de la política. El
caballero de la Reconquista se erguía con prestancia de sabio, a fin de que la virtud inasible
del lenguaje completara la acción unificadora de las armas, que iban a ceder su rango al
imperio de la ley y la razón moral. A la acción sucedía la aspiración. El Rey anhelaba el
señorío de Gascuña y el imperio de Alemania, con lo cual la Castilla oscura y arrinconada
de antaño incluía su futuro en una perspectiva internacional. (...) Sin que pretendamos
reducir un fenómeno de tal magnitud a un solo motivo, juzgamos ineludible tener muy a la
vista las circunstancias en que se hallaban los hispano-hebreos a mediados del siglo XIII.
En el siglo XII Maimónides usaba todavía el árabe como lengua de civilización, pues era el
Oriente el polo hacia donde tendía; desde mediados del siglo XIII el horizonte del hispano-
hebreo es Castilla, animada de un designio imperial bien manifiesto para la aguda mente de
los judíos, y muy a tono con el esplendor de la corte. Basta comparar los diplomas de
Alfonso X con los de sus antecesores, observar su magnificencia caligráfica y las largas
listas de sus confirmadores, entre quienes aparecen reyes musulmanes como vasallos, y un
número considerable de prelados y señores. El judío, que antes se sintió atraído por la
estrella fulgente de Saladino, en cuya corte fue a vivir Maimónides, se vuelve ahora hacia
la corte castellana. Hay, sin embargo, una diferencia. La lengua árabe usada por el
hispanohebreo pertenecía a una civilización que lo dominaba, y que sin él había alcanzado
cimas de perfección. En Castilla, en cambio, el saber era escaso, y bastaba que el judío
dijera o escribiera algo de la cultura islámico-judía en castellano (una lengua tan suya como
el árabe), para colocarse en una situación dominante.» (Américo Castro, España en su
historia. Cristianos, moros y judíos, Editorial Losada, Buenos Aires 1948, páginas 478-
482.)
«Castro ha atribuido al desdén de los judíos por la lengua religiosa de la cristiandad y a la
sumisión de Alfonso X a las directrices de sus colaboradores hebreos, la gran hazaña
cultural alfonsí. He de rechazar luego despaciosamente esa equivocada teoría. Se alzan
contra ella la afirmación del gran hebraísta español Millás y Vallicrosa sobre el uso del
latín por los hebreos españoles y la demostración por Gonzalo Menéndez Pidal de que era
preciso verter al castellano los escritos de los judíos hispanos, por lo arcaizante de su
romance, muy disímil de la lengua de Castilla. Antes de que Alfonso X iniciara sus
contactos con los hombres de ciencia judíos se había generalizado el uso del castellano para
la redacción de crónicas, códigos, leyes, compilaciones y diplomas. Antes de que el Rey
Sabio pudiese ser seducido por los hebreos habían ya olvidado el latín castellanos y
leoneses. En esa ignorancia, conjugada con la importancia cuantitativa y la fuerza militar,
económica y política de las masas populares, está la clave de la labor vulgarizadora de
Alfonso X. Conocía éste bien la rudeza de su pueblo, incluso la de su clerecía y su nobleza.
Siguiendo iniciativas de su padre quiso afinar y fertilizar la inteligencia de sus gentes y por
ello decidió poner al alcance de sus súbditos el saber todo de las dos civilizaciones cristiana
y arábiga. Palabras del mismo soberano y de algunos de sus colaboradores descubren esa
intención de ilustrar a su pueblo. Para lograrlo era forzoso usar como lengua de cultura la
única al alcance de cualquier hijo de vecino. El Rey Sabio estaba, además, torturado por
una viva curiosidad intelectual y fue por ello gran estudioso y gran lector; y tenía también
un íntimo gusto por el habla castellana –intentó castellanizar la toponimia arábiga de
Andalucía. No, el triunfo de la cultura romance en Castilla no fue obra de los hebreos sino
consecuencia de la peculiar constitución social, económica y política del reino y de la
clarividencia de Fernando III –hizo ya traducir del árabe al castellano algunos tratados
didácticos: Flores de filosofía y el Libro de los doce sabios–, de Alfonso X y de los
consejeros cristianos de ambos. Insistiré sobre tal problema al estudiar los límites de la
contribución de los hebreos a la forja de lo hispánico.» (Claudio Sánchez-Albornoz,
España, un enigma histórico, 1956; Edhasa, Barcelona 1991, páginas 258-259.)

«Los judíos doctos habían usado el árabe como lengua de cultura hasta su emigración a
tierras cristianas en el curso del siglo XII; y aunque hablaban también el romance como
todos los hispano-musulmanes, era su habla un peculiar dialecto arcaizante, muy disímil del
castellano –lo ha demostrado Menéndez Pidal–; y nunca hasta allí le habían usado para
redactar obras literarias o científicas. El mismo Castro señala la torpeza con que manejaban
el castellano los colaboradores hebreos del Rey Sabio y cómo el vocabulario técnico de los
mismos no entró a formar parte de la lengua de Castilla. Antes de que Alfonso X iniciara
sus empresas culturales se habla generalizado el uso del castellano para la redacción de
crónicas, leyes y diplomas. En romance se habían escrito: hacia 1219 los Anales Toledanos
primeros, y entre 1244 y 1256, la Crónica de la población de Avila. Durante el reinado de
Fernando III (1217-1252) se redactaron en castellano una larga serie de fueros municipales
muy extensos y se tradujo al romance el Fuero Juzgo. Muy poco después de la conquista de
Sevilla (1248) se escribió el Libro de los fueros de Castilla en tierras de Burgos. De hacia
esa época datan las Devisas que han los señores en sus vasallos, recogidas en el Fuero
Viejo. Y antes de 1255 estaba terminado el Fuero Real –Galo Sánchez ha fechado todos
estos cuerpos legales. En castellano venían escribiéndose también las ordenanzas de los
reyes en respuesta a las peticiones de las cortes y los diplomas reales y particulares. Con
anterioridad a la imaginada seducción del Rey Sabio por los judíos para que se redactaran
en romance las obras literarias y científicas que salieron de su corte, por odio a la lengua
religiosa de la cristiandad hispana, había ya triunfado de ella el habla de los exaltados
cristianos de Castilla y habían llegado éstos a olvidar el latín. Las escrituras castellano-
leonesas de la segunda mitad del siglo XIII brindan no pocas peticiones de leoneses y
castellanos para que les tradujeran al romance los textos latinos que declaraban no entender.
En esa ignorancia general del latín por el pueblo, conjugada con la importancia cuantitativa
y la fuerza militar y política de las masas, está la clave de la labor vulgarizadora del Rey
Sabio. Conocía éste bien la rudeza y la fuerza a la par de sus súbditos. No escapaban a tal
rudeza, ni la mayoría de los clérigos, obligados a vivir la misma asendereada vida que
hidalgos, caballeros villanos, burgueses y labriegos y a participar de sus destinos.
Siguiendo iniciativas de su padre, que el Rey Santo no pudo realizar por su integral
consagración a la guerra contra el moro –Fernando III hizo ya traducir del árabe al
castellano algunos tratados didácticos: Flores de filosofía y el Libro de los doce sabios–,
Alfonso X quiso afinar el espíritu y fertilizar la inteligencia de los castellanos. Y por ello
procuró poner al alcance de su pueblo el saber todo de las dos civilizaciones cristiana e
islámica entre las que había transcurrido, desde hacía más de quinientos años, la turbada
existencia de sus súbditos.» (Claudio Sánchez-Albornoz, España, un enigma histórico,
1956; Edhasa, Barcelona 1991, páginas 976-977.)

«Entre los llamados 'Catecismos político-morales', muy abundantes en la época de


Fernando III, el Santo, y de su hijo Alfonso X, son dignos de mención: el Bonium o
Bocados de oro, sentencias de filósofos indios, griegos, latinos y árabes, con alguna que
otra biografía de hombres célebres, todo ello inspirado en el Libro de las sentencias, de
Abulwafá Mobaxir ben Fátic; las Flores de la filosofía, colección de máximas y sentencias
políticas, que señalan el arranque de la tradición estoica, tan persistente en nuestras letras
hasta culminar el barroco; el Libro de los Doce Sabios o de la Nobleza y la Lealtad,
llamado así porque en él se nos presenta a un grupo de ilustres varones, que adoctrinan a un
joven rey sobre sus principales deberes en orden a la justicia, la fidelidad, &c. En la
didáctica eclesiástica la obra más interesante son los Diez mandamientos, tratado
penitencial para uso de confesores, con comentarios sobre el Decálogo. Por su lenguaje
parece corresponder a principios del XIII.» (Emiliano Díez-Echarri & José María Roca
Franquesa, Historia de la literatura española e hispanoamericana, Aguilar, Madrid 1960,
páginas 69-70.)

«Libro de los doce sabios. Códices. 1742. [Libro de los doce sabios]. Letra del siglo XVI.
280x200 mm. Artigas, págs. 109-10. Santander. Menéndez y Pelayo. Mss. Número 77
(fols. 1r-14v).» (José Simón Díaz, Bibliografía de la literatura hispánica, tomo III, volumen
primero, 2ª edición, CSIC, Madrid 1963, página 189.)

«Estas primeras manifestaciones de la prosa pueden dividirse en dos grupos: obras de


tendencias didáctico-doctrinal, y obras de forma narrativa. Destacan entre las primeras: el
despiadado e incluso procaz Diálogo o Disputa del cristiano y el judío {(6) Ed. Américo
Castro, en Revista de Filología Española, I, 1914, págs. 173-180.} (comienzos del siglo
XIII –quizá nuestro texto más antiguo en prosa vulgar–, tema llamado a tener gran difusión
en la literatura medieval europea bajo la forma de debates entre individuos de distinta
religión); los Diez Mandamientos, {(7) Ed. A. Morel Fatio, en «Textes castillans inédits du
XIII siècle», en Romania, XVI, 1887, págs. 379-382.} obra de un fraile navarro (primera
mitad del siglo XIII), especie de manual para auxilio de confesores; El libro de los doce
sabios o Tratado de la nobleza y lealtad {(8) Ed. Miguel de Manuel Rodríguez, en
Memorias para la vida del santo rey Fernando III, Madrid 1800, págs. 188-206.}, en el cual
un grupo de sabios instruye a un joven rey sobre sus deberes, forma ésta muy típica de los
libros orientales y repetidamente utilizada en las obras españolas de la época; El libro de los
cien capítulos –que no tiene sino cincuenta en realidad–, colección de máximas morales y
políticas destinadas a la formación no sólo de los reyes, sino también de toda persona en
general, donde aparece por primera vez en la prosa española la forma –todavía
rudimentaria– del apólogo. De este libro, compuesto probablemente en tiempos de
Fernando el Santo, como todos los anteriores, se extrajeron durante el reinado de Alfonso X
las Flores de Filosofía, {(9) Ed. H. Kust, Dos obras didácticas y dos leyendas, Madrid
1878, Sociedad de Bibliófilos españoles.} libro de clara influencia senequista. También
merecen citarse el Libro de los buenos proverbios, atribuidos a filósofos griegos, latinos y
árabes; el Bonium o Bocados de Oro, seguramente anterior al reinado de Alfonso X...»
(Juan Luis Alborg, Historia de la literatura española, tomo 1, Edad media y Renacimiento,
segunda edición, Gredos, Madrid 1970, páginas 150-151.)

«A este tiempo pertenecen dos tratados didáctico-morales, de gran interés filológico,


aunque escaso para la filosofía. Son el Tratado de la Nobleza y Lealtad, o Libro de los doce
sabios (impreso en Valladolid en 1509), en que doce sabios reunidos en asamblea van
definiendo otras tantas virtudes que debe tener el llamado a desempeñar el oficio real, con
consejos útiles para el gobierno de sus vasallos. De un género similar, aunque en forma más
culta y artificiosa, son las Flores de filosofía, dictadas por una asamblea de treinta y ocho
sabios presididos por Séneca, y que consiste en un conjunto de máximas morales con
predominio del estoicismo.» (Guillermo Fraile OP, Historia de la Filosofía Española, desde
la época romana hasta fines del siglo XVII, edición revisada y ultimada por Teófilo
Urdanoz OP, La Editorial Católica (BAC 327), Madrid 1971, páginas 157-158.)

«Los monarcas de Castilla o de León y los de Aragón o Cataluña dieron un gran impulso a
los estudios, fundaron universidades, estimularon a los traductores y estuvieron en el origen
de diversas enciclopedias del saber. Así, san Fernando (Fernando III de Castilla), primo
hermano de san Luis, reanudó la tradición isidoriana y ordenó a un equipo de sabios la
composición del Septenarium (vasto tratado de las siete artes liberales), mientras que
Jacomo Ruiz, preceptor del Infante, compuso las Flores del Derecho (gran sistematización
de las leyes). También se escribieron entonces el Libro de los doce sabios y las Flores de
filosofía. Fue en esta época cuando las universidades de Palencia (1208) y Salamanca
(1218) recibieron un estatuto definitivo, mientras que las de Sevilla, Valladolid, Alcalá,
Toledo, Lérida y Huesca no tardarían en constituirse; la filosofía ocupó inmediatamente en
ellas un lugar importante.» (Alain Guy, Histoire de la philosophie espagnole, Universite de
Toulouse-le Mirail 1983, página 9; en la traducción española de Barcelona 1985, página
20.)

Ediciones y sobre el Libro de los doce sabios:


1502 Tractado de la nobleza y lealtad, compuesto por doze sabios, por mandado del muy
noble rey don Fernando, que ganó a Sevilla, «impreso en la noble villa de Valladolid por
Diego de Gumiel, año de quinientos y dos», 4 hojas + 23 folios. Aunque se ha escrito que
sólo estaría localizado un ejemplar, en la Biblioteca del Escorial (descrito por el P. Benigno
Fernández, Ciudad de Dios, 55, 1901, págs. 534-535), figura en el catálogo de la Biblioteca
Nacional de España (R-10674). Parece tratarse de un error una supuesta edición en
Valladolid 1509.
1800 «Libro de la Nobleza y Lealtad», en Memorias para la vida del santo rey Don
Fernando III, dadas a luz con apéndices y otras ilustraciones por don Miguel de Manuel
Rodríguez, bibliotecario primero de los Reales estudios de Madrid..., En la Imprenta de la
Viuda de don Joaquín Ibarra, Madrid 1800, páginas 188-206 (el epílogo en las páginas 212-
213). Aunque se suele atribuir la preparación de esta obra al jesuita Andrés Marcos Burriel
(1719-1762), probablemente corresponda su autoría al doctísimo Juan Lucas Cortés (1624-
1701), como dejó escrito Marcelino Menéndez Pelayo en la primera guarda de su ejemplar:
«Sospecho que estas Memorias, aunque atribuidas al P. Burriel, son de Juan Lucas Cortés.»
1975 John K. Walsh (1939-1990), El libro de los doze sabios o Tractado de la nobleza y
lealtad [ca. 1237]. Estudio y edición, Real Academia Española de la Lengua (Anejos del
Boletín de la Real Academia Española, XXIX), Madrid 1975, 179 páginas [introducción: 7-
65, texto: 67-118, variantes: 119-140, apéndices: 141-148, índice de palabras: 149-178].
1993 Gustavo Bueno Sánchez, «El códice Oviedo del Libro de los doce sabios (noticia de
un 'nuevo' manuscrito)», El Basilisco, 2ª época, nº 14, 1993, páginas 91-96.
El libro de los doce sabios
o Tratado de la nobleza y lealtad

[ encargado por Fernando III el Santo hacia 1237,


con un epílogo de principios del reinado de Alfonso X el Sabio ]
 

Comienza el libro de la nobleza y lealtad

Al muy alto y muy noble, poderoso y bienaventurado señor rey don Fernando de
Castilla y de León. Los doce sabios que la vuestra merced mandó que viniésemos de los
vuestros reinos y de los reinos de los reyes vuestros amados hermanos para vos dar
consejo en lo espiritual y temporal: en lo espiritual para salud y descargo de la vuestra
anima, y de la vuestra esclarecida y justa conciencia, en lo temporal para vos decir y
declarar lo que nos parece en todas las cosas que nos dijistes y mandastes que viésemos.
Y señor, todo esto os hemos declarado largamente según que a vuestro servicio cumple.
Y señor, a lo que ahora mandades que vos demos por escrito todas las cosas que todo
príncipe y regidor de reino debe haber en si, y de como debe obrar en aquello que a él
mismo pertenece. Y otrosí de como debe regir, y castigar, y mandar, y conocer a los del
su reino, para que vos y los nobles señores infantes vuestros hijos tengáis esta nuestra
escritura para estudiarla y mirar en ella como en espejo. Y señor, por cumplir vuestro
servicio y mandado hízose esta escritura breve que vos ahora dejamos. Y aunque sea en
si breve, grandes juicios y buenos trae ella consigo para en lo que vos mandastes. Y
señor, plega a la vuestra alteza de mandar dar a cada uno de los altos señores infantes
vuestros fijos el traslado della, porque así ahora a lo presente como en lo de adelante por
venir ella es tal escritura que bien se aprovechará el que la leyere y tomare algo della, a
pro de las animas y de los cuerpos. Y señor, Él que es Rey de los Reyes, Nuestro Señor
Jesucristo, que guió a los tres reyes magos, guíe y ensalce la vuestra alteza y de los
vuestros reinos, y a todo lo que más amades y bien queredes.

Y señor, pónese luego primeramente en esta escritura de la lealtad que deben haber
los omnes [hombres] en sí. Y luego después de la lealtad se pone la codicia que es cosa
infernal, la cual es enemiga y mucho contraria de la lealtad. Y después vienen las
virtudes que todo rey o regidor de reino debe haber en si, y que tal debe de ser, y que a
todo regidor de reino cumple de él ser de la sangre y señorío real, y que sea fuerte y
poderoso y esforzado, y sabio y enviso [sagaz], y casto, y temprado [moderado] y
sañudo [furioso], largo y escaso, amigo y enemigo, piadoso y cruel, amador de justicia y
de poca codicia, y de buena audiencia a las gentes. Y adelante está como se entiende
cada una destas condiciones y por qué manera debe usar de cada una dellas.

I. De las cosas que los sabios dicen y declaran en lo de la lealtad.

Y comenzaron sus dichos estos sabios, de los cuales eran algunos dellos grandes
filósofos y otros dellos de santa vida. Y dijo el primero sabio dellos: «Lealtad es muro
firme y ensalzamiento de ganancia.» El segundo sabio dijo: «Lealtad es morada por
siempre y hermosa nombradía.» El tercero sabio dijo: «Lealtad es ramo fuerte y que las
ramas dan en el cielo y las raíces a los abismos.» El cuarto sabio dijo: «Lealtad es prado
hermoso y verdura sin sequedad.» El quinto sabio dijo: «Lealtad es espacio de corazón y
nobleza de voluntad.» El sexto sabio dijo: «Lealtad es vida segura y muerte honrada.» El
seteno sabio dijo: «Lealtad es vergel de los sabios y sepultura de los malos.» El octavo
sabio dijo: «Lealtad es madre de las virtudes, y fortaleza no corrompida.» El noveno
sabio dijo: «Lealtad es hermosa armadura y alegría de corazón y consolación de
pobreza.» El décimo sabio dijo: «Lealtad es señora de las conquistas y madre de los
secretos y confirmación de buenos juicios.» El onceno sabio dijo: «Lealtad es camino de
paraíso y vía de los nobles, espejo de la hidalguía.» El doceno sabio dijo: «Lealtad es
movimiento espiritual, loor mundanal, arca de durable tesoro, apuramiento de nobleza,
raíz de bondad, destruimiento de maldad, profesión de seso, juicio hermoso, secreto
limpio, vergel de muchas flores, libro de todas ciencias, cámara de caballería.»

II. De lo que los sabios dicen en lo de la codicia.

Desque hubieron hablado en lo de la lealtad, dijeron de codicia. Y dijo el primer


sabio: «Codicia es cosa infernal, morada de avaricia, cimiento de soberbia, árbol de
lujuria, movimiento de envidia.» El segundo sabio dijo: «Codicia es sepultura de
virtudes, pensamiento de vanidad.» El tercero sabio dijo: «Codicia es camino de dolor y
simiente de arenal.» El cuarto sabio dijo: «Codicia es apartamiento de placer, y vasca de
corazón.» El quinto sabio dijo: «Codicia es camino de dolor, y es árbol sin fruto, y casa
sin cimiento.» El sexto sabio dijo: «Codicia es dolencia sin medicina.» El seteno sabio
dijo: «Codicia es voluntad no saciable, pozo de abismo.» El octavo sabio dijo: «Codicia
es fallecimiento de seso, juicio corrompido, rama seca.» El noveno sabio dijo: «Codicia
es fuente sin agua, y río sin vado.» El décimo sabio dijo: «Codicia es compañía del
diablo, y raíz de todas maldades.» El onceno sabio dijo: «Codicia es camino de
desesperación, acercana de la muerte.» El doceno sabio dijo: «Codicia es señoría flaca,
placer con pesar, vida con muerte, amor sin esperanza, espejo sin lumbre, fuego de
pajas, cama de tristeza, rebatamiento de voluntad, deseo prolongado, aborrecimiento de
los sabios.»
III. Que el rey o regidor de reino debe ser de la sangre real.

Primeramente dijeron estos sabios que fuese de la sangre real, por cuanto no sería
cosa cumplidera ni razonable que el menor rigiese al mayor, ni el siervo al señor. Y más
razón es que el grado dependa de la persona que la persona del grado. Y cualquiera que
ha de regir reino, requiere a su señoría que sea de mayor linaje y de más estado que los
que han de ser por él regidos, porque a cada uno no sea grave de recibir pena o galardón
por el bien o mal que hiciere, y no hayan a menguar los súbditos a su regimiento de ser
regidos y castigados por él, ni de ir so su bandera cuando cumpliere.

IV. Que debe ser el rey fuerte y poderoso.

Dijeron que cumplía que fuese fuerte y poderoso y esforzado y enviso. Y razonable
es que el que no ha poderío no ha lugar de cumplir justicia, ni de regir ni hacer ninguna
cosa de las que a regimiento de reino pertenecen, que puesto que sea de sangre real, si
poderío no ha, no podrá regir los poderosos ni los flacos tan solamente. Que el oficio la
persona lo hace ser grande o menguado según la cantidad o calidad del que lo oficia,
como ya hayamos visto muchos de sangre real y aún reyes y príncipes. Y porque no son
poderosos, son en gran caimiento y perdimiento, y en gran pobreza, y abiltados
[afrentados] y sojuzgados de otros de menos linaje que ellos. Y si han estas dos y no es
esforzado y fuerte, no le aprovecharía, que sin esfuerzo no puede ser hecha ni acabada
ninguna cosa buena ni mala, como la cobardía sea la cosa más vil y menos temida que
todas las del mundo. Y por esfuerzo y fortaleza vimos acabados muchos grandes hechos
y obras maravillosas. Y la fortuna de si misma ayuda a los osados. Y el que ha de regir
reino si esfuerzo y fortaleza no hubiese, no podría venir en perfección de su regimiento
ni dar fin a ningún buen hecho. Y los que con el reino tuviesen guerra, cobrarían osadía
viéndolo más flaco y de poco esfuerzo y fortaleza, y muy de ligero podría el reino
perecer cuando no tuviese cabecera buena, como muchas veces hayamos visto muchos
reinos ser perdidos por haber rey o príncipe o regidor cobarde y flaco y de poco
esfuerzo, y por contrario con esfuerzo y fortaleza llevar lo poco a lo mucho y lo menos a
lo más, y ser defendidas muchas tierras por ello. Y el fuerte y esforzado témenlo y no se
atreven a él los suyos ni los extraños, y más vence su nombre que el golpe de su espada.
Mas no cumple que sea fuerte ni esforzado a las cosas flacas y de poco valor, que la
fortaleza y esfuerzo se debe usar en sus tiempos y lugares debidos y convenientes que a
gran hazaña o regimiento pertenezcan. Y que no haya temor de regir así al fuerte como
al flaco. Donde dijo el filósofo: «Fortaleza es de si misma queja de atender la virtud del
su nombre.»
V. Que habla de esfuerzo y fortaleza y de las virtudes que han.

El primero sabio dellos dijo: «Esfuerzo y fortaleza son señores de las batallas.» El
segundo sabio dijo: «Esfuerzo y fortaleza son aparcioneros [asociados] de la fortuna.»
El tercero sabio dijo: «Esfuerzo y fortaleza son camino de buena andanza.» El cuarto
sabio dijo: «Esfuerzo y fortaleza son durable remembranza.» El quinto sabio dijo: «El
esfuerzo cometió y la fortaleza sostuvo las bienandanzas mundanales, y son así como
ganar y defender, y por ende en el noble son singulares virtudes.» Y dijo el sexto sabio:
«Más demandado es el esfuerzo y fortaleza en los grandes que no en los pequeños, como
todos hayan de guardar al capitán, y capitán sin esfuerzo es batalla vencida aunque
hayan compañas fuertes y esforzadas.» El seteno sabio dijo: «Esfuerzo y fortaleza son
honra de los grandes y sobimiento de los pequeños.» El octavo sabio dijo: «Esfuerzo y
fortaleza son estado de los pobres y refrenamiento de los poderosos.» El noveno sabio
dijo: «Esfuerzo y fortaleza son gloria de voluntad, y grandeza de corazón.» El deceno
sabio dijo: «Esfuerzo y fortaleza son quebrantamiento de soberbia, y desfacimiento de
codicia, y vencimiento de locura.» El onceno sabio dijo: «Esfuerzo y fortaleza son
cámara de caballería y ensalzamiento de señoría, temor a los cayentes, fama honrosa,
mundano ensalzamiento.» Y por ende en los magníficos son gracias incomparables y
muy cumplideras, como hallamos que todavía el esfuerzo y fortaleza fueron vencedores
y no vencidos, mas cumple que sean templados con seso.

VI. Que habla otra vez de como el rey debe ser sabio y enviso.

Dijeron que fuese sabio y enviso, por cuanto muchos son sabedores y no vienen tan
avisados a los hechos, que el avisamiento discierne e iguala en sus tiempos las obras que
la sabiduría determina. Y son así en igualanza como voluntad y obra. Y la sabiduría
ponemos que sea la voluntad y el avisamiento la obra. Y puesto que omne [alguno]
tenga voluntad, si no la obra no es hecho acabado. Y por ende el avisamiento es
discreción que iguala y obra en sus tiempos las cosas de sabiduría, y de necesario son y
deben ser aparcioneros sabiduría y avisamiento. Es virtud incomparable y maravillosa y
muy cumplidera en el rey o príncipe o regidor, porque por ella pueda bien regir el reino
y regimiento que le es encomendado, y dar pena a los malos y galardón a los buenos, y
igualar y templar los hechos, y conocer los hechos y los tiempos, que muchas veces es
necesario y cumplidero al príncipe o regidor matar al que lo no merece y soltar al que lo
merece. Y puesto que poderío y esfuerzo y fortaleza sean tan altas y tan maravillosas
cosas como habemos dicho, si sabiduría y avisamiento no ha el que las tiene, éstas ni
otras no le podrían aprovechar, que muchas veces vimos muchas compañías poderosas y
fuertes y esforzadas ser vencidas y conquistadas de muy pocas gentes por la poca
sabiduría y avisamiento suyo y por el saber y avisamiento de los otros. Y la sabiduría y
avisamiento dan a entender al que las tiene por dónde y cómo debe usar. Y el que es
sabio y enviso no puede ser corrompido en sus hechos.

Donde dijo el primero sabio: «Sabiduría es muro no corrompido y claridad sin


oscureza.» El segundo sabio dijo: «Sabiduría es cosa infinita y depende del infinito
Dios.» El tercero sabio dijo: «Sabiduría es espejo de los sabios, que mientras más se
miran más hallan que mirar.» El cuarto sabio dijo: «Sabiduría es destruimiento de
maldad y perfección de bondad.» El quinto sabio dijo: «Sabiduría es tristeza a los malos
y placer a los buenos.» El sexto sabio dijo: «Sabiduría es ensalzamiento del sol que
calienta y beneficia el mundo.» El seteno sabio dijo: «Sabiduría es árbol de todas flores
y cámara de todas ciencias.» El octavo sabio dijo: «Sabiduría es amor de todos amores,
y agua de todas fuentes, y memoria de todas las gentes.» El noveno sabio dijo:
«Sabiduría es apartamiento de virtudes y carrera derecha del paraíso.» El décimo sabio
dijo: «Sabiduría es alcanzar hermosa consolación de pobreza, vergel de los sabios.» El
onceno sabio dijo: «Sabiduría es señora no conocida, candela del alma, destruimiento de
los diablos.» El doceno sabio dijo: «Sabiduría es cosa visible y perfección invisible, y
sepultura de los malos, deseo de los buenos, juego de pella [pelota], viva centella, amor
con esperanza, ley de todos reyes, cobertura de todas menguas, manjar no negado,
señoría infinita, piedra preciosa, arca de maravilloso tesoro, estatuidad firme, vida del
mundo, más alta que lo alto, y más fonda que lo fondo, cerco redondo de que todos
pueden trabar, no es escondida ni amenguada a los que la buscan, y es amiga de sus
amigos y enemiga de sus enemigos.» Y por ende quien sus fechas obra bien sabiamente
y con buena ordenanza y avisamiento, de necesario acabará cuanto quisiere, y no le será
cosa negada ni fuerte de hacer.

VII. Que habla de la castidad y de las sus virtudes.

Dijeron que fuese casto por cuanto castidad en el príncipe es una maravillosa
virtud. Y no tan solamente aprovecha a los que la tienen mas a todos sus súbditos, por
cuanto necesaria cosa es que los que han de complacer a alguna persona que sigan su
voluntad y ordenanza, y hagan manera de obrar aquellas cosas que saben que son
cercanas a su voluntad, por tal de haber la su gracia y merced, especialmente de los
magníficos príncipes y reyes. Y como en espejo se catan las gentes en el príncipe o
regidor casto, y ámanselo y lóanlo y codícianle todo bien, y ruegan a Dios por su vida, y
no han duda que les tomará las mujeres ni las fijas ni les hará por ende deshonra ni mal.
Y es muy cercano salvamento del alma, y maravilloso loor al mundo, y es extraña
señoría y gracia de Dios en las batallas, como muchas veces hayamos visto los príncipes
castos ser vencedores y nunca vencidos. Y tomemos ejemplo en el Duque Gudufré
[Godofredo IV de Bullón] y en otros muchos príncipes cuantos y cuan grandes fechos y
maravillosas cosas hicieron y acabaron por la castidad, lo cual las historias
maravillosamente notifican. Y por la lujuria vimos perdidos muchos príncipes y reyes, y
desheredados sus reinos, y muchas muertes y deshonras y perdimientos así de cuerpos
como de almas de que damos ejemplo en el rey David y el destruimiento que Dios hizo
por su pecado, y en el rey Salamón que adoró los ídolos, y en Aristótiles y Virgilios, y
en el rey Rodrigo que perdió la tierra de mar a mar, y en otros reyes y príncipes y
sabedores que sería luengo de contar de que las historias dan testimonio.

Y por ende hablando de castidad dijo el primero sabio: «Castidad es vencimiento de


maldad, espejo de alma, y corona del paraíso, señora de las batallas, precio de los reyes,
especial gracia de Dios.» El segundo sabio dijo: «Castidad es vida sin muerte y placer
sin pesar.» El tercero sabio dijo: «Castidad es vencimiento de voluntad y gloriosa
naturaleza.» El cuarto sabio dijo: «Castidad es nobleza de corazón y lealtad de
voluntad.» El quinto sabio dijo: «Castidad es durable remembranza y perfecta
bienaventuranza.» El sexto sabio dijo: «Castidad es amiga de sus amigos y enemiga de
sus enemigos, cimiento de nobleza, y tejado de virtudes.» El seteno sabio dijo:
«Castidad es acatamiento de los nobles y deseo de los ángeles», y dijo «Castidad es
magnífica elección y muy acabada discreción.» El octavo sabio dijo: «Castidad es
memoria en el mundo, y juicio no corrompido.» El noveno sabio dijo: «Castidad es
verdura sin sequedad, y fuente de paraíso.» El décimo sabio dijo: «Castidad es animal
amor y obra sin error.» El onceno sabio dijo: «Castidad es apuramiento de nobleza,
elección de fe, templamiento de voluntad, morada limpia, y hermosa rosa oliente, puro
diamante, amor de pueblo, consolación de los religiosos, gemido de los lujuriosos.» Y
por ende a todo príncipe o regidor es necesario la castidad, y es cosa cumplidera para el
pueblo. Y si es en omne mancebo y hermoso no puede ser más maravillosa su virtud.

VIII. Que habla de la templanza y de como es medianera entre todas las


cosas.

Dijeron que fuese templado, por cuanto templanza es maravillosa virtud, y es


medianera entre bien y mal, y es medio entre todas las cosas. Que si el señor o príncipe
o regidor no remediase su saña con templamiento, muy de ligero podría hacer cosa en
daño grande del pueblo, y de que se arrepintiese y por ventura no pudiese remediar. Y
templando su saña y todos sus hechos, no hará cosa que sea de servicio de Dios y daño
del pueblo, ante sus hechos serán siempre temidos y loados, y no le pueden ser
reputados a mal.

Donde dijo el primer sabio: «Templanza es camino del bien, y adversaria del mal.»
El segundo sabio dijo: «Templanza es conocer ome a Dios y a si mismo», y dijo
«Templanza es espejo de virtudes y deshacimiento de maldades.» El tercero sabio dijo:
«Templanza es lección de seso y perfecta sabiduría.» El cuarto sabio dijo: «Templanza
es escudo acerado de confundimiento y destruimiento de soberbia.» El quinto sabio dijo:
«Templanza es caimiento de codicia y apartamiento de ira.» El sexto sabio dijo:
«Templanza es compañera de vivir y enemiga de la muerte.» El seteno sabio dijo:
«Templanza es olvidamiento de lujuria y lazo en que caen los diablos.» El octavo sabio
dijo: «Templanza es ciencia divinal y cercano salvamiento del alma.» El noveno sabio
dijo: «Templanza es morada segura y torre firme, loor de los sabios.» El décimo sabio
dijo: «Templanza es natural razón, y perfección con memoración, destruimiento de los
pecados, vía de bien obrar, puerta de paraíso.» El onceno sabio dijo: «Templanza es
juicio verdadero, amigo de Dios y del mundo, familiar de los sesudos, enfrenamiento de
los locos, remedio de malaventuranza, causa de bienaventuranza, secreto de los nobles,
reinamiento de los reyes, durable establecimiento, perfección de fe, avisamiento de los
errados.» Por ende a todo príncipe es necesaria la templanza. El que no es templado en
sus fechos y da lugar a su saña no ha juicio de omne y entre los sabios es llamado bestia
salvaje.

IX. Que el rey debe ser sañudo a los malos.

Sañudo debe ser el rey o príncipe o regidor de reino contra los malos y contra
aquellos que no guardan servicio de Dios, ni pro común de la tierra, y roban a los que
poco pueden, y les toman lo suyo contra su voluntad o cometen o hacen traiciones o
maldades, o yerran contra su persona no lo temiendo, y atreviéndose a él. Que el
príncipe o rey o regidor que no es sañudo a los malos ni muestra los yerros a los que lo
merecen, y no da por el mal pena y por el bien galardón no es digno de regimiento, que
regidor de reino tanto quiere decir como pastor de las ovejas, que ha de dar vía por
donde usen y vayan, destruidor de los malos, enmendador de los malos usos y
costumbres, rehacedor de los bienes, igualador de las discordias, veces con saña, veces
con buena palabra, enseñador de las virtudes, destruidor de los pecados, y pena de la
maldad y gloria de la bondad, defendimiento de pueblo, poblador de tierra, pértiga de
justicia. Y por ende le es cumplidera la saña contra los malos y crueles y desordenados
en sus hechos, que el príncipe o señor en quien no hay saña o crueldad cuando cumple
no puede bien regir reino, que cada uno se atreve a mal obrar en esfuerzo de no ser
castigado. Y más temor pone la saña del rey o del regidor que es conocido por justicia
que la justicia que hace o manda hacer, y más la debe mostrar a los grandes que a los
pequeños, que ganado lo más, lo menos es cosa vencida. Y muy gran castigo es al
pueblo ver quebrantada la soberbia de los grandes que ser sometidos a justicia. Razón
clara y muy conocida es de que las obras pasadas dan testimonio.

X. De como el rey o príncipe o regidor de reino debe aseñorearse de su


pueblo.

Otrosí cosa cumplidera y muy necesaria es al príncipe o rey o regidor del reino
aseñorearse del pueblo, y que en sus tiempos y lugares convenientes sea tenido por
señor, y conocido por los extraños que ante él vinieren en las señales de obediencia que
vieren que le hacen los sus súbditos, y que sea temida su razón, y temido su nombre, y
ninguno no hable de él a igualanza ni sin reverencia y humildad. Y más temido debe ser
de los grandes que de los pequeños, y con mayor autoridad se debe aseñorear dellos, y
que todos teman su saña y hayan pavor de errar y enojar con sus maldades y yerros, que
no cumple que sea igual a la viga que dio Júpiter a las ranas, que del golpe se
asombraron y después subían encima della. Y que muy fuerte cosa es de mudar la
costumbre, y muy más ligera cosa es de ponerla que de enmendarla, que si una vez
pierden el miedo al rey o regidor del reino, atrévense a él y no lo temen después. Y lo
que en el comienzo remediaría con sola palabra, no lo remediaría después matando y
haciendo crueldades. Y por ende la doctrina priva a las veces a la mala naturaleza. Y
todo rey o príncipe debe ordenar su señoría y regir su tierra en justicia, y aseñorearse
della por manera que haya excusada la enmienda y arrepentimiento, pero no se tenga en
tanto que deje de honrar los buenos y a los que lo merecen, a cada uno en su grado,
veces con buena palabra, veces haciendo mercedes, que muchas veces las buenas obras
hacen de los enemigos amigos. Más no espere amistad del enemigo que es sin causa y
por desordenada voluntad, ni tarde la venganza do viere crecer el daño, que muchas
veces queda la mancilla y no el lugar.

XI. Que el rey o príncipe o regidor de reino debe ser compañero a sus
compañas.

Compañero debe ser el rey o regidor del reino con las sus compañas en les hacer
muchas honras y gasajados y haber placer con ellos cuando cumpliere, y en las guerras y
batallas comer y beber de compañía, y burlar con los suyos, y entremeter con ellos
algunas maneras de solaz, y loarlos y honrarlos en plaza el bien que hicieren, y hacerles
merced por ello, y darles buena palabra, y recibirlos bien cuando vinieren a él, y
mostrarles gesto alegre y pagado, que del señor que se aparta huyen dél, y aborrécenlo
los suyos y los extraños, que todo señor cumple que se muestre al pueblo, y sea alegre y
palanciano [cortés]. Y cuando se viere en priesa no debe mostrar temor a su gente, que
gran desmano es de gente conocer miedo en el príncipe o caudillo. Y no es cosa
cumplidera, que muchas veces vence buen esfuerzo mala ventura. El miedo no es yerro
mas naturaleza derecha: publicarlo es gran mengua, encubrirlo es nobleza de corazón.
Antes hablando con las sus compañas y esforzándolos como compañero, debe ser el
primero que tomare la lanza, y decir decires de osadía. Y como ya habemos dicho, y el
esfuerzo tuvo las glorias mundanales y es hermano de la fortuna. Pero no sea tanto
compañero que se atrevan a él y con palabra grida y sañuda deseche a los que se
atrevieren a él fuera de razón, que de todas las cosas el medio y templanza es la mejor,
según antes dijimos en el tratado de templanza.

XII. Que el rey debe ser largo a los nobles e hidalgos y de buen linaje, y a los
otros que bien obran.

Largo [generoso] debe de ser el rey o príncipe o regidor de reino a los nobles e
hidalgos y de buen linaje y a los otros que bien obraren y alguna hazaña y nobleza de
caballería hicieren o en otras cosas bien y lealmente lo sirvieren, así por las noblezas
que hicieren cuando pudieron los que no pueden, como por las que hacen los que
pueden. Y de los que en su servicio morieren, debe ser largo en hacer merced a sus hijos
y a los de su linaje porque todos hayan voluntad de bien hacer y de le servir lealmente y
con voluntad. Que una de las principales gracias que cumple haber en los señores,
especialmente en los conquistadores, ser largo de corazón y de obra, pero que no se debe
mover ligeramente a hacer merced hasta ser cierto del bien que cada uno hizo. Y en esto
debe ser el rey o príncipe o regidor pesquiridor, porque muchas veces acaécele ser
hechas relaciones infintosas, y hacer bien a quien no lo merece y no al que lo merece. Y
por ende ya dijimos como avisamiento es virtud cercana de sabiduría. Y no tan
solamente debe el príncipe o regidor pesquerir y saber esto, mas en todo el reino o
regimiento debe saber qué personas buenas hay en cada ciudad o villa o lugar, y cómo
usan, y cuáles son para guerra o cuáles son para oficios, o cuáles codiciosos
desordenados, o cuáles templados, porque a cada uno dé y ordene lo que entendiere que
le cumple, y así no hará cosa desordenada ni sin razón, que largueza es muy ennoblecida
virtud.

Donde dijo el primero sabio: «Largueza es magnificencia de los grandes, y esfuerzo


de corazón en los pequeños.» El segundo sabio dijo: «Largueza es contentamiento de
voluntad y gracioso deseo.» El tercero sabio dijo: «Largueza es menospreciamiento de
codicia y vencimiento de malicia.» El cuarto sabio dijo: «Largueza es morada de
nobleza, cimiento de hidalguía.» El quinto sabio dijo: «Largueza es placer de corazón,
conocimiento de razón.» El sexto sabio dijo: «Largueza es cámara de los reyes,
ensalzamiento de su estado.» El seteno sabio dijo: «Largueza es elección de virtudes,
nobleza de voluntad.» El octavo sabio dijo: «Largueza es corona de los príncipes,
refrigerio de los mendigantes.» El noveno sabio dijo: «Largueza es señora de las
conquistas.» El décimo sabio dijo: «Largueza hace los enemigos amigos y los amigos
siervos.» El onceno sabio dijo: «Largueza es refrenamiento de mala fama,
encubrimiento de todas las maldades, silla de todos los poderes, allegamiento de
voluntades, fe de los vasallos, ensalzamiento de los señores, amor de todas las gentes.»
El doceno sabio dijo: «Largueza destruye a los malos y ensalza a los buenos.»

XIII. Que el rey o príncipe debe ser escaso en aquellas personas y lugares de
que no se espera alguna virtud.

Escaso debe ser el rey o príncipe en aquellas personas y lugares de que no se espera
alguna virtud ni bien, y a los malos que obran mal, y a los que no precian, y le buscan
daño y deshonra, y a los lisonjeros que a la verdad niegan sus derechos; y a los truhanes
y juglares y albardanes [bufones] en sus tiempos y lugares convenientes hacer alguna
gracia y merced, porque debido es al príncipe de entremeter a sus cordiales
pensamientos algún entremetimiento de placer. Donde dijo Catón: «Interpone tuis
interdum gaudia curis.»

XIV. Que el rey debe ser amigo de los buenos y leales y verdaderos que
andan y siguen carrera derecha.

Amigo debe ser el rey o príncipe o regidor del reino de los buenos y leales y
verdaderos que andan y siguen carrera derecha, y lo aman de dentro y de fuera, detrás y
delante, acerca y alejos, por su pro y por su daño, que el amigo que es por sólo su
provecho no usa amistad mas mercaduría, y es cosa aborrecible. Y otrosí debe ser amigo
de sus buenos servidores y de aquellos que ve que le sirven y aman a todo su poder, y
amarlos y preciarlos y loarlos y hacerles bien por ello, que el amor le dará a conocer a
los que le hablan verdad o arte. Y mire bien el gesto o escritura o obra del obrador o
decidor o escribidor. Y de cada uno la obra o decir o escritura dará testimonio, y será
mal conocedor el que lo viere. Que muchos hablan al señor a su voluntad por le
complacer y lisonjear, negándole la verdad, lo cual es manifiesto yerro, que a su señor
debe omne decir la verdad claramente, y abiertamente le mostrar los hechos, aunque
sean contra si mismo, que nunca le traerá gran daño. Que si el señor fuese discreto y
sabio, por ende será más su amigo y creerlo ha desde adelante, y no esperará dél traición
ni mal. Y el que a su señor encubre la verdad no dudará de le ser traidor o malo cuando
le viniese al caso. Y este tal no debe ser dicho amigo mas propio enemigo, que sobre la
verdad es asentado Nuestro Señor Dios. Y a todo rey o príncipe debe amar los
verdaderos, y ser su amigo y les hacer muchas mercedes.

XV. Que el rey o príncipe o regidor de reino debe ser enemigo de los que
quieren el mal y la traición y la siguen y usan della.

Enemigo debe ser el rey o príncipe o regidor de los que quieren el mal y la traición
y la siguen y usan della, y desaman el bien, y sus obras son siempre malas. Y a estos
tales debe ser enemigo para los destruir y echar del mundo o de la tierra y los apartar de
sí. Y otrosí a los que traen y ordenan fuegos o muertes o desordenanzas del reino y de la
gente, y usan maneras y sofismas engañosos y malos, y la voz destos tales hallará
publicada en los pequeños y simples y en los pueblos, a quien por Dios son revelados
los hechos escondidos destos tales y son dados por pregoneros de sus maldades. Y
donde mucho se encendiere la voz del pueblo es la maldad conocida, y quien quisiere
parar mientes así lo verá claramente.

XVI. Que el rey o príncipe o regidor debe ser piadoso a los buenos y
humildes y a los pobres y lacerados que no han esfuerzo.

Piadoso debe ser el rey o príncipe o regidor de reino a los buenos y humildes a que
ocasión y no voluntad de obra trajo a errar, y a los pobres y lacerados que no han
esfuerzo ni ayuda, y a los huérfanos y tristes y lacerados y enfermos y viudas y
amenesterosos, y a los que cayeron de su estado. Por cuanto la piedad es espejo del alma
y cosa que place mucho a Dios, y por ella vino al mundo a nos salvar, por duelo y
piedad que tuvo del su pueblo, que no pereciese. Y es muy santa virtud, y llave del
salvamiento.

Donde dijo el primero sabio: «Piedad es espíritu de Dios que vino de su propia
silla.» El segundo sabio dijo: «Piedad es fuente de paraíso.» El tercero sabio dijo:
«Piedad es gloria de las ánimas.» El cuarto sabio dijo: «Piedad es ordenada contrición
que sale de las entrañas.» El quinto sabio dijo: «Piedad es espada de vencimiento de los
pecados.» El sexto sabio dijo: «Piedad es amor divinal.» El seteno sabio dijo: «Piedad es
morada gloriosa.» El octavo sabio dijo: «Piedad es camino de paraíso.» El noveno sabio
dijo: «Piedad es flor sin sequedad y verdura por siempre.» El décimo sabio dijo: «Piedad
es conocimiento de razón, esclarecimiento de voluntad, obra de santidad, elección de fe,
apuramiento de saber, loor de pueblo, fuente que siempre corre, agua de dulzor.»
XVII. Que el rey o príncipe o regidor debe ser cruel contra los crueles y
malos y traidores del mal.

Cruel debe ser el rey o príncipe o regidor de reino contra los crueles y malos y
traidores y tratadores de todo mal, y contra aquellos que no conocen a Dios ni al mundo,
y siempre perseveran en malas obras, y contra aquellos que sabe que le andan en traición
o mentira o arte, y no temen a él ni a la su persona, ni lo aman, y hacen sus hechos con
desordenanza, y contra los que envían cartas o mandaderías a sus enemigos y les
escriben de su hacienda. A estos tales debe ser cruel y no esperar dellos tiempo de
venganza, salvo cuando pudiere cumplir su obra.

XVIII. Que el rey o príncipe o regidor de tierra debe amar la justicia como
sea ella cabeza de su señoría.

Mucho debe amar la justicia el rey o príncipe o regidor de tierra, como sola ella es
la cabeza de su señoría y poderío. Que el príncipe que no es justiciero y no obra justicia
no es digno de su oficio ni seguro de si mismo. Y el miedo que los otros han de haber
dél, ha él dellos. Y por ende todo príncipe la debe haber y usar y obrar y guardar y
mantener, así a lo poco como a lo mucho, así a lo fuerte como a lo flaco, así a lo mayor
como a lo menor. Y debe ser en la justicia peso y medida, y balanza derecha que no
tuerza más a un cabo que a otro. Y el que usa de la justicia verdaderamente como debe
es amado de Dios, y halo por medianero a sus hechos, y ámanlo los pueblos y los buenos
y aun los malos, desque van andando, que la poca justicia hace ser muchos malos que lo
no serían si la hubiese. Y es causa de todo mal y de toda desordenanza, y perdimiento de
tierra. Y a todo regidor cumple de ser más justiciero y fuerte y cruel, que al rey témenlo
naturalmente y al regidor por la justicia y ser justiciero y cruel, usando de la justicia
sabiamente.

Donde dijo el primero sabio: «Justicia es medida derecha y ganancia igual.» Y el


segundo sabio dijo: «Justicia es corona de los reyes.» Y el tercero sabio dijo: «Justicia
es hermosa virtud en el príncipe.» El cuarto sabio dijo: «Justicia es castigamiento y
pértiga de los malos.» El quinto sabio dijo: «Justicia es gloria de los buenos.» El sexto
sabio dijo: «Justicia es poblamiento de la tierra.» El seteno sabio dijo: «Justicia es
seguranza de pueblo.» El octavo sabio dijo: «Justicia es silla de Dios.» El noveno sabio
dijo: «Justicia es enemiga de los diablos.» El décimo sabio dijo: «Justicia es señora de
las virtudes.» El onceno sabio dijo: «Justicia es árbol hermoso y acatamiento de los
sabios, pedimiento de pueblo, consolación de los pobres, aborrecimiento de los locos,
refrenamiento de soberbia, vencimiento de saña, apuramiento de razón, vida segura.» Y
por ende a todo príncipe conviene de la obrar y mantener y defender si quiere que sus
hechos vayan adelante. Que dijo un sabio a un su amigo, dándole consejo: «Huye de la
tierra donde no vieres rey justiciero, y río corriente, y físico sabedor, que ésta aína
perecerá.»

XIX. De como debe haber en el rey o príncipe o regidor de reino poca


codicia.

Codicia debe haber poca el rey o príncipe o regidor de reino, y debe huir della,
como sea la más vil cosa, y en menos tenida de toda las del mundo. Y es raíz de todos
males, y destruimiento de todas virtudes, y enflaquecimiento de corazón, y
ensuciamiento de voluntad, corrompimiento de seso, familiar de los pecados,
perdimiento del alma, denuesto al mundo, aborrecimiento de Dios y de las gentes de
buena voluntad. Y tantas desordenanzas y yerros acaecen della que sería luengo de
contar. Cerca de sus propiedades los sabios dicen sus dichos ante desto en el tratado de
codicia. Pero no deje de ser codicioso de hacer buenos hechos y grandes hazañas y
conquistas, y de los bienes y de las virtudes que viere en otros haber, codicia de las
haber, y de hacer otras cosas semejantes. Que ésta es la buena codicia, y turable, y
gloriosa ante Dios y famosa al mundo.

XX. De como debe ser el rey o príncipe o regidor de reino de buena audiencia
a todos los que ante él vinieren.

De buena audiencia debe ser el rey o príncipe o regidor a todos los que ante él
vinieren, y remediarlos a todos justamente con justicia igual. Y debe en la semana dos o
tres veces dar audiencia al su pueblo, y ver las peticiones por si mismo, porque por ahí
podrá saber cuáles son forzadores, y robadores, y obran de malas maneras. Y pueda
remediar a cada uno con derecho, que cuando el hecho queda en manos de doctores,
lazra [padece] el que poco puede por la traidora codicia, que les roba las conciencias y
la voluntad del bien hacer, y les hace juzgar el contrario de la verdad. Y cuando el señor
es presente y ve las cosas, el temor les hace sufrir su mala codicia y usar justamente,
cuánto más si es conocido por justiciero.

XXI. Que habla de los alcaldes y justicias y oficiales y corregidores que sean
buenos.

Pon en las ciudades y villas y lugares de tu reino tales alcaldes y justicias y


oficiales y corregidores que sean buenos e idóneos y suficientes y fuertes y esforzados,
que amen y teman a Dios y tengan la justicia igual, así al mayor como al menor, y que
no haya pavor de castigar y hacer justicia, así en el fuerte como en el flaco, así en el
grande como en el pequeño, y que a todos sea balanza y peso y medida igual y derecha.
Que debeis saber que todo el temor del rey o príncipe o regidor de reino es la justicia, y
ésta es corona de su señoría. Y donde no hay justicia no es ninguna siguranza buena, ni
hay amor ni temor. Y si vieres que algunas partes no se igualan las justicias al que ha de
usar de su oficio, por ser naturales de la tierra o por otra ocasión, pon en los tales
lugares corregidores extraños a que no duela castigar los malos ni los embargue amor ni
naturaleza. Y a estas justicias, dales su mantenimiento razonable. El que no usare bien
de su oficio piérdalo con su cabeza, o con prisión perpetua, porque el temor proceda a
todos para bien obrar, que debes creer que la tierra igualada a justicia las otras cosas
igualadas las tienes.

XXII. Como el rey debe ser gracioso y palanciano y de buena palabra a los
que a él vinieren.

Señor, cumple que seas gracioso y palanciano, y con buena palabra y gesto alegre
recibas a los que ante ti vinieren, y haz gasajados y honras a los buenos y a los
comunales. Que mucho trae la voluntad de las gentes el buen recibimiento y la buena
razón del señor, y a las veces más que muchos dineros y haberes.

XXIII. Que habla de los codiciosos mozos y viejos que perseveraren en otras
malas doctrinas.

Los que vieres que fueron codiciosos de mozos y viejos, y perseveraron en otras
malas doctrinas, no los esperes enmendar, y huye dellos y de su conversación, y no
tomes su consejo y no fíes dellos por ricos que sean, que más aína [presto] cometerán
yerro o traición con la desordenanza de la codicia que otros que no tengan nada.

XXIV. Que habla de los leales y templados y sin codicia.

Ama a los leales y templados en su codicia, y que son de buena voluntad, y sobre
estos tales arma como quien arma sobre cimiento bueno. Y toda la fianza puedes en
ellos hacer: aunque no hayan muchedumbre de tesoro, hallarás en ellos muchedumbre de
buenas obras y de virtudes que te tendrán más provecho, que no se puede comprar la
virtud del omne bueno y leal. Que el codicioso desordenado hoy te dejará por otro que
más le dé, aunque le hayas hecho todos los bienes del mundo, que donde hay mucha
codicia no puede haber amor, ni fe, ni lealtad, mas todo movimiento de voluntad y obra.
XXV. De como el rey no desespere a los buenos que le demandaren merced.

No desesperes a los buenos que te demandaren merced aunque no se la puedas


hacer de presente, que cuando no cuidares te vendrá a caso que los puedas ayudar. Y si
luego les dijeses de no, tanta necesidad podrían tener que se irían a perder con
desesperanza o a tomar otra ley o secta de que pudiese seguir daño, y aunque otro no
hubiese sino perder sus almas, era asaz mal. Que un omne bueno no puede ser
comprado, y por él se puede perder una gran parte de tierra o acabar un gran hecho.

XXVI. De como el rey debe primeramente conquistar y ordenar lo suyo y


aseñorearse dello.

E señor conquistador que quieres ganar otras tierras y comarcas y las conquistar, y
tu deseo es amuchiguar [aumentar] la ley de Dios y le servir, y hacer placer, y dejar al
mundo alguna buena memoria y nombradía, primeramente conquista y sojuzga y ordena
lo tuyo y aseñoreate dello y sojuzga los altos y poderosos, y la tu voz empavorezca el tu
pueblo, y sea el tu nombre temido. Y con esto empavorecerán los tus enemigos, y la
mitad de tu conquista tienes hecha, y tu intención aína se acabará. Que si tú bien no
corriges y sojuzgas lo tuyo ¿cómo sojuzgarás aquello en que no as poder? Y no te
tendría por lo que conquistases, y muy de ligero perecería eso y lo ál. Que hallarás que
de los que conquistaron mucho, así Alexandre como todos los otros, más conquistó su
voz y su temor que los golpes de sus espadas.

XXVII. Que habla de como el rey debe catar primero los fines de sus guerras
y ordenar bien sus fechos.

Otrosí tú conquistador que deseas hacer todo bien y traer muchas tierras y
provincias a la fe de Dios, los comienzos ligeros los tienes, mas cumple de catar los
fines y ordenar bien tus hechos en manera que seas honrado y tu hecho y señorío vaya
adelante y prevalezca, y no te sea necesaria la necesidad en tus hechos, ni queden en
medio de la carrera como quedan de muchos que bien no ordenan sus haciendas y
perecen por mala ordenanza, de que habemos ejemplo en muchas cosas pasadas. Y desi,
para tu bien guerrear, cúmplete primeramente ser amado y temido de los tus vasallos, y
de los tuyos, y debes pensar que es la conquista que tomas y las más maneras y
provechos que tienes para ello, y las gentes y el tiempo y las cosas que te pueden
embargar.

Y si no vieres la tuya, espera tiempo y sazón, y ordénate de guisa que tus hechos
vayan adelante, que buena es la tardanza que hace la carrera segura. Y para el tiempo
que conocieres ser bueno y cumplidero sigue esta ordenanza y virtud más aína a tu
perfección de tu intención, que nos bien vemos el tu santo deseo y querríamos que
tuvieses buen fin. Y por ende primeramente antes de todas las cosas pon tus hechos en
Dios y en su gloriosa Madre, y encomiéndate a Él, que a Él se debe la paz de la tierra, y
todos los malos sojuzga, y Él es el Señor de las batallas, y siempre crecerá tu nombre, y
tu estado irá adelante todos tiempos. Lo segundo, ordena toda la tierra y señoría a toda
buena ordenanza y justicia, y haz sujetos los fuertes y los flacos a la razón, y de cómo
todos deben usar según antes desto te dijimos. Lo tercero, tu intención sea más de crecer
en la ley de Dios que no por haber las glorias mundanales, y por aquí habrás más aína
perfección de todo.

XXVIII. Del abastamiento que el rey debe tener para las sus guerras.

Antes de la guerra busca y ten aparejado bastimiento de pan, y de vino, y de carne,


y de las otras cosas que te hacen mester, y hazlo tener presto en los lugares cercanos de
la tu conquista, y manda comprar el tal bastimento a omnes de buen recado y
entendimiento y de buena intención y de poca codicia, y mándales dar su mantenimiento
abundadamente y aun más de lo que hubieren mester, porque para su provisión no te
hayan de hacer arte en las compras. Que hallará la tu merced que muchos con mala
codicia y por no se hartar entremeten en las compras trigo podrido y cebada podrida por
bueno por ganar la mitad. Y cuando lo han de dar a la gente aun demás de ser podrido,
entremeten tierra y otras vilezas de manera que el que lo recibe no puede comerlo. Y si
lo comen por más no poder, adolecen y mueren o perecen con ello. Y otrosí las bestias
con la cebada. Y cuando el señor piensa que tiene gente para bien hacer, es toda doliente
y flaca y perdida por el mal mantenimiento. Y la gente doliente y flaca excusado ha de
bien hacer. Y por ende cumple a la tu merced que la fianza de los tales hechos que sea
de buenos omnes y de poca codicia. Y al primero que errare en lo tal, que la tu merced
lo mande penar de tal guisa porque sea escarmiento para los que lo oyeren y vieren. Que
señor, si la tu merced no remedia en los tales hechos, y no tienes los dineros y
bastimento que les es mester prestos y buscados y mercados en sus tiempos debidos,
mejor sería no comenzar la conquista para la haber de dejar por mengua o fallecimiento
de lo que hubiere mester. Y las compras destas cosas deben ser hechas a los tiempos de
las cosechas porque valen menos y son más de barato.

XXIX. De las gentes que el rey no de debe llevar a las sus guerras.

Otrosí no cumple llevar a la guerra en la tu merced gentes y compañías ricas ni


codiciosas, y que no son para tomar armas ni usar dellas, y que su intención es más de
mercaduría que de alcanzar honra y prez. Que estos tales siempre te hurtarán el sueldo y
te contarán por diez veinte, y estorbarte han los buenos hechos y cometimientos, por tal
de se no poner en peligro. Que ellos por lo que lo han es por llevar tus dineros
malamente y por henchir arcas de tesoros. Y por ende cumple a la tu merced de llevar
contigo los que entendieres que son tuyos y deséante bien y ámante, y aman tu honra. Y
de los otros mancebos y valientes omnes que desean alcanzar honra y que presumen de
si de la ganar por sus manos, y su codicia y deseo es hacer hazañas y buenas obras, y
destos tales tienes tantos y sábelos buscar, que no dudo que con cinco mil dellos no
dieses batalla a todo el mundo en un día. Y sin duda vencerías siendo pagado de ti, y
teniéndolos a tu voluntad. Que Julio Cesar, y Alexandre, y Pompeo, y Aníbal, y los otros
conquistadores con esto hicieron tan grandes hechos por tener gentes que curaban de las
honras y de las hazañas, y aborrecían los tesoros y vencían con cinco mil hasta veinte
mil.

Y el que tiene su voluntad en la codicia del gran tesoro que tiene, y vende la honra
por dineros, no esperes dél golpe de lanza ni de espada, ni palabra osada, ni ningún buen
hecho. Y pues comenzado as guerra, bien creo que habrás visto algunas destas cosas y
serás en conocimiento dellas. Y ya sabes que Alixandre hizo quemar los tesoros porque
vido a sus gentes flacas con muchedumbre dellos, y desí ganó muchos más e hizo muy
maravillosos hechos, tanto que trajo todo el mundo a su jurisdicción, y no te sería
maravilla tú viendo las gentes pagadas, y destos tales que habemos visto conquistar y
acabar tanto y más que cada uno dellos. Ca eres mancebo y fuerte y casto y de buena
intención, y cometes hecho, y obra de Dios y a su voluntad. Y por ende no te embargará
fortuna, antes será tu amiga, y cercana de ti y toda tuya en todos tus hechos. Y siendo tú
fuerte y osado y los tuyos, y haciendo obra de Dios, ¿cuál cosa te podrá embargar, y cuál
tan poderoso ni esforzado embargará la tu carrera, y no huirá ante ti? No creas que
ninguno. Todas las tierras serán a tu jurisdicción, y Dios será contigo, y las gentes con
amor loarán tu nombre, y todos desearán ser tuyos por la tu bondad.

XXX. En que el rey no debe tardar a los que viere o supiere que lo hacen
bien.

Otrosí señor no dudes ni tardes la merced a los que vieres o supieres que lo hacen
bien y son buenos y leales y de voluntad te sirven, que dice el ejemplo: «Qui cito dat,
bis dat; nescit dare qui munera tardat.» [«Quien da presto da dos veces; no sabe dar
quien tarda en regalar».] Y gran deseo han los buenos de bien hacer cuando ven que son
tenidos sus hechos, y honrados por ellos, y no ha cosa ni hecho que no cometan, y
todavía cobran más corazón; aunque hacen mucho, piensan que no hacen nada y todavía
desean hacer mejor por crecer en su honra. Y sin duda aquél es dicho señor, y temido y
vencedor que honra a los buenos y los ama y los precia y hace mercedes, y desprecia a
los viles y a los cobardes.

XXXI De la ordenanza y regimiento que el rey debe haber con sus enemigos.

Toda ordenanza y regimiento sea en las tus batallas que ovieres con los tus
enemigos. Y conoce los tiempos y los lugares, y siempre busca ventaja mientras
pudieres, y gana el sol o el aire, y se rey primero cometedor, que gran ventaja es ver
omne como hiere, y no le embargar el sol, ni polvo. Y su enemigo estar ciego, y no ver
lo que hace es tener vencido la mitad del campo. Y comoquier que Dios sea el vencedor
de las batallas, a las veces todo lo más deja a la buena industria de los omnes.

XXXII. Que cuando el rey hubiere de hacer entrada a otro reino, o a


conquistar alguna tierra, que vaya poderosamente.

Cuando hubieres de hacer entrada a otro reino o conquistar alguna tierra y fueres
por tu persona, cumple que vayas poderosamente y con tal gente como habemos dicho.
Y no entres por parte donde no hubiere agua, que todavía el mantenimiento es necesario.
Y entra en tiempo que halles hierba verde o seca o algún mantenimiento para tu gente, y
no te pares sobre lugar hasta que primeramente tales o destruyas toda la tierra, y traigas
y tomes todos los ganados y panes y viandas que hallares. Y después, tu cometimiento
sea a lo más recio y a lugar, que ganándolo te sea gran honra, y no poderlo ganar poca
mengua, que lo más vencido lo menos vencido lo tienes. Que en todas las cosas la buena
discreción ensalza a los omnes y les da crecimiento de honra. Entrando en tiempo y con
tiempo tienes dos ventajas, y no puedes escapar sino honrado. Lo primero porque do
fueres, hallarás que comer tú y tus compañías. Lo segundo porque aunque algo te
fallesca, te lo pueden llevar de lo tuyo, y puedes estar, y seguir tu demanda cuando
quisieres.

XXXIII. En que el rey no debe llevar a la su conquista compañías concegiles


si no fueren escogidos.

No lleves a la tu conquista compañías concegiles sino si fueren escogidos por


omnes de quien la tu merced fíe, y que les sea bien pagado su sueldo, que no debes
hacer cuenta de la gente que va sin dineros, y no sabe que es tomar lanza para herir. Que
cuando pensares que tienes algo, no tienes nada. Que de las gentes que van a pelear, los
flacos embargan a los fuertes, y los cobardes hacen huir a los buenos. Y por ende
siempre pon en la delantera a los más fuertes y esforzados.

XXXIV. En que el rey no consienta en el tiempo de las sus guerras comprar


viandas a regatonería.

No consientas, y defiende que en la tu tierra, especialmente en el tiempo de la


guerra, ningunas personas compren pan ni vino, ni pescado, ni carne, ni otra cosa de
mantenimiento para revender, salvo lo hubieren mester para su mantenimiento propio. Y
pon pena así de los cuerpos como de los algos en las tales personas que lo compraren.
Que debe saber la tu merced que cuanta carestía, y mal, y daño viene a la tierra es por
los que compran para revender, que el labrador forzado ha de vender.

XXXV. En que el rey ordene porque el sueldo sea bien pagado a sus
compañas.

Otrosí, ordena tu hacienda de guisa que el sueldo sea bien pagado a las tus
compañas, y antes lleva diez bien pagados que veinte mal pagados, que más harás con
ellos. Y defiende y manda que no sean osados de tomar ninguna cosa en los lugares por
do pasaren sin grado de sus dueños, dándosela por sus dineros. Y cualquier que la
tomare, que haya pena corporal y pecunial. Y en el primero sea puesto escarmiento tal,
porque otros no se atrevan. Y con esto la tierra no encarecerá y todo andará llano y bien
a servicio de Dios y tuyo. Y de otra guisa todo se robaría y la tierra perecería, que la
buena ordenanza trae durabledad en los hechos.

XXXVI. En que el rey no desprecie el consejo de los simples.

No desprecies el consejo de los simples, y sobre gran cosa, o a que se requiera


juicio, ayunta a los grandes y a los pequeños, y tendrás en que escoger. Que muchas
veces envía Dios su gracia en personas que no se podría pensar, y los consejos son
gracia de Dios, y no leyes escritas. Aunque el fundamento de cada cosa sea buena razón,
tan aína y más es dotada a los simples como a los letrados, a los chicos como a los
grandes poderosos. Y recibe todos los dichos de los que vinieren a ti, que mientras más
echan en el saco, más aína se finche.

XXXVII. Que el rey haga mucha honra a los buenos.

Haz mucha honra a los buenos que primeramente probares. Que muchas veces
suena en el pueblo el contrario de la verdad. Y mientras pudieres no olvides a los tuyos
en los ayudar, y hacer bien, y les dar de tus oficios. Y en esto harás dos tesoros: uno de
gente, otro de dineros.

XXXVIII. En que el rey honre a los extraños que le vinieren a servir.

Honra a los extraños que te vinieren a servir, y dales de tus dineros, y habrás
nombradía por ello. Ca es largueza hermosa, y acarreamiento de gentes. Y huye de las
codicias, y cura del prez, y en los comenzamientos de las conquistas y aparta de tu
corazón las ganancias y hayan parte dellas los grandes y los pequeños, porque todos
hayan voluntad de bien hacer. Que en los comienzos ganan los omnes las nombradías
malas o buenas, y después son malas de perder. O ganan los corazones de los omnes, o
los pierden.

XXXIX. En que el rey no se mueva a las lágrimas y decires de las simples


personas.

No se muevan tus orejas a las lágrimas y decires de las simples personas, ni te sea
notorio el juicio de los grandes, hasta que primeramente veas o sepas la verdad de los
hechos. Que costumbre es a los lacerados dar lágrimas enfintosas, o a los grandes
condenar o absolver por voluntad.

XL. En que el rey no crea las blandas palabras de los que le trajeren
enemistad con los pueblos.

No creas las blandas palabras de los que te trajeren enemistad con los pueblos,
aunque con las cosas más firmes sea provechosa la merced. Que el pueblo no perece
ligeramente, y quien lo pierde no le queda ál que perder dél, aunque sea rico y poderoso.

XLI. En que el rey no mande hacer justicia en el tiempo de la su saña.

No mandes hacer justicia en el tiempo de tu saña, y más templado que arrebatoso


sea tu juicio. Que en las cosas hechas queda arrepentimiento y no logar.

XLII. En que el rey no se arrebate a hacer ningún hecho hasta que lo piense.

No te arrebates a hacer ningún hecho hasta que primeramente lo pienses, salvo


cuando vieres a tus enemigos delante ti. Que aquí no hay que pensar, salvo herir
reciamente y pasar adelante.
XLIII. En que el rey más sea temida la su voz por pena que por sangre.

Más por pena que por sangre sea temida la tu voz y el tu nombre, que la muerte
desespera y pone gran miedo en los corazones, y es cruel enemistad. Comoquier que a
las veces la sangre trae seguranza de pueblo y es corregimiento de los malos, que mejor
es cortar el mal árbol que dejarlo crecer en ramas. Que dijo el filósofo Cesario
[¿Séneca? ¿San Cesáreo?]: «Del mal árbol ni rama ni hoja.»

XLIV. En que el pueblo no entienda en el rey cobardía ni temor alguno.

No entienda el tu pueblo en ti cobardía ni temor. Y la tu voz sea fortaleza y


esfuerzo a los tuyos. Y al que vieres bien hacer muchas veces, no le dejes comenzar
locura ni obra que, por bien que haga, no saque fruto. Como muchas veces vimos morir
muchos buenos por desordenanza, y por cometer hechos vanos.

XLV. En que el rey no deje de hacer bien mientras pudiere.

No dejes de hacer bien mientras pudieres, que del mundo no te quedará ál sino el
nombre de las bienaventuranzas y de las conquistas, y las buenas obras que te salvarán
el alma. Y lo ál, como sueño pasará ante ti.

XLVI. En que el rey si piensa y conoce quien es, y ha de ser, no puede hacer
mal hecho.

Si piensas y conoces quien eres y has de ser, no puedes hacer mal hecho. Y
conocerás a Dios y a ti mismo, y juzgarás sabiamente, y no serán reprehendidos tus
hechos, y tu alma irá a manos de Aquél que la hizo, y la crió.

XLVII. En que el rey se duela de los tristes que viere ser ante sí.

Duélase tu corazón de los tristes que vieres ser ante ti. El bien hecho de los tales es
corona del alma, y desfacimiento de los pecados, y gloria y carrera derecha del paraíso.

XLVIII. En que el rey debe dar a Dios loor de las glorias de los vencimientos.

Da a Dios loor de los fechos y la gloria de los vencimientos y la señoría de las


batallas, y plégate de todas las cosas que hiciere, aunque sea contra ti. Y no te
embargará ninguna fortuna, y serás bienaventurado, y siempre vencedor.
XLIX. En que el rey no tema la muerte, sino encomendarse a buenas obras.

No temas la muerte, sino encomiéndate a buenas obras. Que el temor ni la osadía no


antepara la tu fin. Y más vimos muertos por temor que vencidos ni muertos por osadía.

L. En que el rey no dé lugar a los acarreadores de malicia.

No des lugar a los duros de cerviz, acarreadores de malicia, engañadores de las


almas y de los cuerpos. Ni hayan en tu tiempo rentas ni oficios, ni beneficios, ni honra
alguna, ni les oigas sus dichos, ni cabalguen en mulas, ni valgan por testigos, ni hayan
otro beneficio. Y si dieren a logro a Cristiano, que lo pierdan. Y si esto haces, y abajas a
éstos, y destruyes la secta que has comenzado, Dios será contigo, y te ayudará y amará
verdaderamente, y será por ti dicho: «Este es el bienaventurado, el que escogió la verdad
y fue destruidor de la mentira.»

LI. En que el rey tema y ame a Dios sobre todas las cosas.

Teme y ama y obedece y sirve a Dios sobre todas las cosas, y junta con Él tu
voluntad y obra, y habrán buen fin todos tus hechos, y tu regimiento, y acabarás toda tu
intención, y tus conquistas serán todas a tu voluntad, y verás reinas y reyes de tu linaje,
y serás bienaventurado, y será amunchiguada la ley de Dios, si sigues y guardas el
consejo de los sabios.

LII. En que el rey no crea a hechiceros ni agoreros ni adivinos.

No creas en hechiceros, ni en agoreros, ni cures de adivinos, ni de estornudos, ni en


otras burlas, ni dudes de andar en miércoles, ni en martes, ni en otro día ninguno, ni
dejes de hacer lo que quisieres. Que debes creer que Dios no hizo cosa mala, ni día malo
ni hora. Y pon toda tu fe en Dios, y tus hechos irán adelante.

LIII. En que el rey parta lo que diere la su tierra por los meses del año.

Si hubieres de pedir a la tierra alguna cosa para ayuda a tu conquista, repártelo que
te lo paguen por los meses del año eso que hubieren de pagar, y no lo sentirá la gente,
que un omne pagará en un año poco a poco doscientos maravedís y no lo sentirá. Y si
ayuntados los hubiere de pagar, perderá cuanto tuviere.

LIV. En que el rey el su sí sea sí, y el su no sea no.


El tu sí sea sí, y el tu no sea no, que gran virtud es a príncipe ser verdadero, y gran
seguranza de sus vasallos.

LV. En que el rey no tarde los hechos sobre lo que hubiere habido
determinado consejo.

No tardes los hechos sobre que hubieres habido determinación, y fueren


determinados con consejo, que muchas veces queda caído el consejo bueno por
fallecimiento del tiempo.

LVI. Título en que el rey no crea a los lobos que andan en vestidura de
ovejas.

No creas a los lobos que andan en vestiduras de ovejas, cuando les vieres seguir la
corte como los bullicios mundanales a que se remuevan, y el obrar della no sea
salvamento de sus almas. Que a cada uno es dotado su oficio, y al religioso su ermita, y
al caballero las armas. Y así por consecuente a todos los otros.

LVII. En que el rey no espere de hacer amigo al que hace su enemigo sin
causa.

No esperes hacer amigo del que hace tu enemigo sin causa y por desordenada
voluntad, ni esperes enmienda del que te yerra muchas veces.

LVIII. En que el rey debe apartar de si los necios y omnes sin discreción.

Huye de los necios y de los omnes sin discreción, que peor es el necio que el
traidor, y más tardinero hay en él enmienda.

LIX. En que el rey no consienta en el su tiempo ser forzadores los poderosos.

No des lugar a los malos, ni consientas en el tu tiempo ser forzadores los


poderosos, y abaja los soberbios a todo tu poder.

LX. Que el rey cuando viere crecer el daño, no espere el tiempo de la


venganza.

Cuando vieres crecer el daño, no esperes el tiempo de la venganza, que muchas


veces queda la mancilla y no el lugar.

LXI. En que el rey no crea de ligero, y que por el yerro no olvide el servicio.

No creas de ligero, ni por el primero yerro olvides el servicio, que a las veces la
vergüenza del yerro hace mejor servidor.

LXII. En que el rey no apodere a los poderosos en las fortalezas.

No apoderes en las fortalezas a los poderosos, y sojuzgarlos has cuando quisieres,


que muchas veces la causa desordena la voluntad.

LXIII. En que el rey cuando se viere en mayor poderío, que entonces sea en
mayor humildad.

Cuando te vieres en mayor poderío, entonces sea en ti mayor humildad, como Dios
ensalce a los humildes y abaje los soberbios.

LXIV. En que el rey no sea perezoso cuando tuviere cercana la fortuna.

No seas perezoso mientras tuvieres cercana la fortuna. Si no la remembranza de lo


que pudieres hacer, si la dejaste, te será cruel pena, y lo que así se pierde tarde o nunca
se cobra.

LXV. En que el rey en los grandes hechos y peligrosos no fíe su consejo sino
en los suyos verdaderamente.

Comoquier que tú demandes a todos consejo, por escoger y tomar lo mejor, lo que
tu voluntad determinare en los grandes hechos y peligrosos sea tesoro escondido, que no
lo fíes salvo de aquellos que son tuyos verdaderamente, que muchos hay que juegan al
escoger.

LXVI. Como después que el rey Don Fernando finó, reinó el infante don
Alfonso su hijo, y de como envió por los sabios, y del consejo que le dieron
ellos.

Después que finó este santo y bienaventurado rey don Fernando, que ganó a Sevilla
y a Córdoba y a toda la frontera de los moros, reinó el infante don Alfonso, su hijo
primero, heredero de estos reinos de Castilla y de León. Y porque a poco tiempo
después que este rey don Alfón reinó acaeció grandes discordias por algunos de los
infantes sus hermanos y de los sus ricos omnes de Castilla y de León, haciéndose ellos
todos contra este rey don Alonso unos, por ende envió el rey por los doce grandes sabios
y filósofos que enviara el rey don Fernando su padre para haber su consejo con ellos, así
en lo espiritual como en lo temporal, según que lo hiciera este rey santo su padre. Y
porque el rey supo que eran finados dos sabios destos doce, envió llamar otros dos
grandes sabios, cuales él nombró, para que viniesen en lugar destos dos que finaron. Y
luego que ellos todos doce vinieron a este rey don Alfonso, demandóles el rey consejo
en todas las cosas espirituales y temporales según que lo hiciera el rey su padre. Y ellos
diéronle sus consejos buenos y verdaderos, de que el rey se tuvo por muy pagado y bien
aconsejado de sus consejos dellos.

Y esto así acabado, dijeron al rey estos grandes sabios: «Señor, a nos otros parece
que en sepultura de tan alto y de tan noble rey como fue el rey don Fernando vuestro
padre, que tanto servicio hizo a Dios, y que tanto ennobleció y enriqueció a los sus
reinos en el ganar y conquerir como él ganó y conquirió de los enemigos de la fe, que la
su sepultura de este bienaventurado rey don Fernando vuestro padre debe ser titulada de
los dichos de cada uno de nos otros, porque la su santa y buena memoria finque dél en el
mundo para siempre.» Y el rey don Alfón les gradeció mucho este su decir por ellos se
mover a tan honrada obra como ésta era. Y rogóles que le diesen por escrito los sus
dichos porque los hiciese poner después en la su sepultura de letras de oro, muy
ricamente obradas, según que a él pertenecía. Y estos sabios diéronselo por escrito de
esta manera:

Dijo el primero sabio dellos: «Mejor es tu fin que tu comienzo.» El segundo sabio
dijo: «En la muerte fallecen los saberes, y en la deste rey creció la sabiduría.» Y el
tercero sabio dijo: «Fuiste simple en la vida con mucha bondad y eres sabio en la
muerte.» El cuarto sabio dijo: «Más será tu remembranza que el tiempo de tu vida.» El
quinto sabio dijo: «Mayor hecho es el tuyo que de los que conquistaron el mundo.» El
sexto sabio dijo: «Preciaste las cosas enfinidas, y hasta el fin será el tu nombre.» El
seteno sabio dijo: «No te queda ál de la tu señoría sino del mandamiento que dejaste a
los sabios y el bien que hiciste.» El octavo sabio dijo: «Prestaste el saber y siempre te
loarán los sabios.» El noveno sabio dijo: «Hiciste hermosa casa con pocos dineros.» El
deceno sabio dijo: «En la vida tuviste la hermosura del cuerpo, y en la muerte mostraste
hermosura del alma.» El onceno sabio dijo: «Más conocido serás muerto que vivo.» El
doceno sabio dijo: «Hasta aquí te loaban los que te conocían, y ahora loarte han los que
no te conocen.»

Versión íntegra del texto, con la ortografía actualizada [y entre corchetes el equivalente de
algunas voces hoy en desuso, la versión de un dicho latino y algún comentario], a partir de
la edición crítica de John K. Walsh, El libro de los doze sabios o Tractado de la nobleza y
lealtad [ca. 1237], Real Academia Española de la Lengua (Anejos del Boletín de la RAE,
XXIX), Madrid 1975, páginas 71-118.

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