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pobre

diablo
ADVERTENCIA

Este no es simplemente un prólogo, para nada. Hoy


me siento en la obligación de advertirte. Antes que nada,
quiero hacerte una aclaración, una recomendación y por
qué no, contarte un poco sobre lo que puede suceder a
continuación. Siempre nos dijeron que las historias perso-
nales ayudan a que nuestros caminos sean más claros.

Te voy a ser franco y directo, adentro, escondido en-


tre estás trece historias, te espera EL DIABLO.

¿Cómo puede ser eso?, pues así como suena.


El Diablo está entre estas páginas, salta de una hoja
a otra, se esconde entre palabras y de a poco irá colándose
en tu mente, lo sé, porque yo ya leí este libro que tenés
entre tus manos y lamentablemente el Diablo ya está en
mi inconsciente, ¿o siempre estuvo ahí?, me cuesta a estas
alturas ver con claridad de qué lado pararme.
Eso justamente es lo que te vas a cuestionar en cada
relato. Yo podría ser buena gente y anticiparte quién y
cómo es el Diablo, pero lamento decirte que va a depender
de vos y la unión que se forme entre relato y mente, por-
que el autor es solo una parte de la historia; es el emisor,
con sus pensamientos, sus verdades y sus delirios; la otra,
la que complementa la fantasía, la hacés vos, sí, como
lector sos la parte necesaria de todo escritor, vos y tus
inquietudes, tu interpretación y cómo reflejás esas pala-
bras en tu mente; es ahí cuando más vulnerables estamos,
cuando abrimos la cabeza para adentrarnos en la aventura
de leer y justamente en ese momento el Diablo puede en-
trar y una vez conquistada su nueva morada (tu imagina-
ción) hacer lo que quiera con ella.

Ahora aclaremos otro punto, también te esperan co-


sas buenas, principalmente historias de esas que se guarda
en nuestro ser, un puñado de relatos que se hacen recuer-
dos en nuestra mente. Pienso que esa es la mejor parte de
leer cuentos cortos. De chico siempre tuve admiración por
la recopilación de relatos (más allá del gusto por las nove-
las), los cuentos cortos siempre me han fascinado por el
simple hecho de poder vivir esos pequeños momentos, sin
necesidad de tener todo un preámbulo de los personajes o
situaciones, no, estar en el cénit del horror, en el ápice del
conflicto, poder ser varias personas a la vez o por qué no,
poder reírse de la desgracia ajena... sentirse aliviado de
que eso le sucede a otra persona y no a nosotros, pero ojo,
porque de esa manera quizás es como el Diablo quiere que
actuemos.
¿Él está ahí, o siempre lo estuvo? Somos nosotros
los que caminamos mirando por sobre el hombro viendo
sombras, los que observamos el cielo temiendo que, en el
vuelo, alguna criatura nos mire a los ojos... Ese tambor
que suena a lo lejos es la melodía perdida de algún corso
siniestro o es el latido de un corazón anciano que está por
apagarse. Tal vez es la historia que nos contaron o nos
hicieron contar, quizás solo es meter nuestras narices de-
masiado en lo que no nos incumbe, quizás todo el terror
externo que creemos ver es solo nuestro interior mani-
festándose... quizás solo estoy delirando, o tal vez te estoy
dando pistas de lo que estás por descubrir.

Un lector es un viajante, uno que emprende un ca-


mino fortuito hacia lo desconocido, al terminar el prólogo
o esta advertencia, quedás al descubierto ante el camino y
aceptás la verdad: querés mirar cara a cara a este Diablo,
al fantasma negro, a la entidad, a lo que sea que esté ahí...
¡buen viaje! Y al cerrar el libro, espero te des cuenta de
que buscamos en el exterior los fantasmas que siempre
estuvieron adentro.
“Hoy hacia el anochecer
Me adentré un poco con la niña ciega
En el bosque donde todo es
Sombra y oscuridad.
…………………………………………..
Y el miedo que tenía no se ha ido.”
OPAL WHITELY

ENTRAN TRES BRUJAS Y UN San la Muerte por la


puerta de calle de mi edificio. Vengo de sacar unas foto-
copias y ellos están entre el vano de la puerta y la puerta.
El viejo de abajo, que porque está solo y no tiene nada
que hacer se la pasa en el hall y casi reemplaza al portero,
los deja pasar. Pasen, les dice. Son chiquitas, enanas, las
brujas. El San la Muerte, también. Chiquitos y sangrien-
tos. El viejo, no. Me asombra la naturalidad con la que les
dijo pasen. Afuera llueve a cántaros, el viento achata las
plantas. Me los quedo mirando. Las caras pintarrajeadas,
el esqueleto debajo del manto negro y esa suspicacia que
tienen las brujas para hacerse las simpáticas y es mentira.
Se me pone la piel de gallina. La madre de los chicos que
viene detrás me dice que vuelven de una fiesta de disfra-
ces y que van a pasar por los departamentos a pedir dul-
ces. Está encantada con la alegría de sus hijos, una alegría
que da miedo. Se me viene Marquitos a la cabeza. Por eso
y por los búhos. ¿Qué sentía Marquitos cuando se vestía
de diablo, eh?
Me lo pregunto mientras me acuerdo de los búhos
que esta mañana se posaron en la ventana de la cocina y
están ahí y no logro espantarlos. Me aterran los disfraces,
odio a los búhos. Me descompongo en Carnaval.

Los búhos le gustaban a Marquitos cuando éramos


chicos. El abuelo se los había traído de Cacharí, cuando
yo aún no había llegado al pueblo y mucho antes de que
lo encontrara en el baño del colegio con el profesor de
gimnasia tocándole el pito. Marquitos tenía la cara roja y
decía no no no y el profe qué hacés nena en el baño de
varones, rajá de acá.

Camino rápido hacia el ascensor del fondo para sal-


varme, pero las brujas y el San la Muerte se meten co-
rriendo en cuanto abro la puerta. El viejo, también; entra
detrás de ellos y le pone a la bruja más chiquita la mano
sobre el hombro. Una mano ganchuda que le busca el
cuellito para hacerle cosquillas. La madre se queda en la
planta baja charlando con una vecina. Dulce o castigo,
grita la bruja más chiquita que le tira de las puntas del
saco al viejo y se ríe con una boca carnosa a la que le fal-
tan tres dientes. Tiene unos ojos negros, enormes. Estos
chicos son divinos, dice el viejo mirándome. La cosa es
cuando crecen, ¿no cree? Sin contestar, me aprieto en el
fondo del cuadrilátero mientras una gota de agua me corre
por la espalda; la piel de gallina. Se bajan en el primer
piso, saltando y gritando dulce o castigo. Yo vivo en el
quinto.
Marquitos Martins. Tenía tres búhos. Amaestrados,
decía él cuando yo iba a jugar a su casa porque era nueva
en ese pueblo de calles de tierra y no tenía con quien jugar
y porque según mi madre era una familia de desprolijos y
a mí me encantaba ese desorden. En el patio tenían una
pila de escombros bien alta que nunca sacaban y a mí me
gustaba subirlos disfrazada de Reina de Saba. Los disfra-
ces, el de Reina de Saba y el de Diablo, los habíamos en-
contrado en un baúl que el abuelo había dejado en el gal-
poncito del fondo junto a una pila de revistas en inglés.
Ahí, en una Life del 72’, vimos a la Reina de Saba en un
grabado. Marquitos entendía el inglés y me tradujo. Su
abuelo era un inglés de Inglaterra, que había trabajado en
el ferrocarril y se había tirado a las vías antes de que yo
llegara al pueblo.
Además de los búhos, toda la familia tomaba sol
desnuda. Si alguno andaba en cueros cuando yo llegaba
decían disculpá, somos nudistas. Me costaba mirarlos, por
eso, y porque se debe haber dado cuenta de que bajaba los
ojos, cuando yo llegaba a jugar, Marquitos se vestía.
Siempre con el mismo disfraz de Diablo, invierno y vera-
no. No te da calor, le pregunté un día de enero. No, me
encanta, dijo, me protege. Es atérmico. A qué. Que no le
entra el calor, nena. Solo se lo sacaba para ir a la escuela.
Para entonces él tenía 8 y yo 7 y medio y todavía no había
pasado lo del profesor de gimnasia.

Las brujas y el San la Muerte ya andan por los pisos


pidiendo dulces. Oigo los timbres y las tres vocecitas gri-
tando juntas dulce o castigo y las puertas que se abren y
se cierran y la alegría histérica altisonante de los vecinos.
Después, silencio y el ascensor que sube con un envión y
se detiene de golpe en el piso siguiente, la puerta de tijera
que se abre y se cierra y golpea contra el marco y una
carrerita corta y luego un timbre, dos, y un silencio expec-
tante momentáneo y así.
Los búhos están inquietos en el borde de la ventana.
El viento les revuelve las plumas. Picotean el vidrio, se
picotean. Empujan.

Al disfraz de Diablo le faltaba un cuerno pero Mar-


quitos lo había reemplazado con un espolón de búho. Los
búhos se le subían encima a Marquitos, uno en cada hom-
bro, el tercero sobre la cabeza. Mi abuelo los enseñó, de-
cía, me dijo cómo hacer. A él lo protegían. Cada vez que
se iba en la zorra a revisar los rieles se los llevaba. Los
prefería a la escopeta. Me defienden de los vagos, me
contó, comen ojos.
Marquitos los entrenaba con una paciencia bárbara.
A veces eran las lombrices. Dejaba a los búhos sin comi-
da, toda una noche encerrados en la jaula. Cuando los
sacaba, ponía tres lombrices sobre una hoja de diario y les
decía pique pique y los búhos se abalanzaban sobre las
viboritas grises y ciegas. Hubo un tiempo en que se le dio
por los ojos de los zapos, pero después de lo del profe de
gimnasia en el baño del colegio, yo ya había cumplido los
8, empezó con los gatos. Tienen maldad, decía. Cuando
un gato caminaba por el tapial de su casa, Marquitos les
decía pique pique solo moviendo los labios y sin sonido y
los pájaros estuvieran donde estuvieran al instante sobre-
volaban al animal en vuelos rasantes, después un maullido
y el gato caía ensangrentado y sin ojos. Creo que para
entonces los búhos le leían el pensamiento, porque ya no
era necesario que los llamara; en cuanto olían que su amo
estaba en peligro o enojado aparecían de la nada y se le
posaban.
De esto me di cuenta la mañana de mis 9 años en el
colegio. Nuestro salón tenía una ventana que daba al pa-
tio, justo frente a la puerta del baño de varones. Estaban
por cantarme el feliz cumpleaños y cortar el bizcochuelo
de crema y dulce de leche que mi mamá me había prepa-
rado y que a Marquitos le encantaba, cuando el profe de
gimnasia pidió permiso a la maestra para sacar a Marqui-
tos Martins del aula porque tenía que practicar pases de
básquet. Tuve un mal presentimiento y me asomé a la
ventana. Los vi atravesar el patio y cómo el profe lo em-
pujaba para meterlo en el baño. Marquitos miró hacia el
salón y me vio mirando. Le vi los ojos de terror y ver-
güenza. Dos minutos después, los tres búhos sobrevola-
ban el patio, se metían por la ventana sin vidrios y al ins-
tante salía el profe corriendo, moviendo las manos, espan-
tando plumas. Llevaba la cara ensangrentada. Enseguida
llegó Marquitos al aula y se sentó en su banco, temblando.
Le alcancé una porción de torta que a él le gustaba tanto
pero no quiso comerla. Cuando dos días después apareció
el director a decirnos que el profe de gimnasia se tomaba
una licencia porque se había lastimado un ojo con el ba-
tiente de la ventana del baño de varones, me di cuenta de
todo.

Están en el tercer piso donde vive la paralítica que


grita y se pelea con el hijo y se putean. Le tocan timbre,
rajen de acá, oigo, rajen y oigo también la carrera de las
brujas y el San la Muerte hacia el ascensor que se ha ido a
otro piso y que no viene no viene y ahora los oigo escapar
escaleras arriba, jadeando, gritando dulce o castigo dulce
o castigo y ruido de ollas que ruedan en el tercero o de
alguien que cae y llora y putea. Y de repente la voz del
viejo que se ve que ha decidido acompañarlos. Ya están
en el cuarto piso. Me asomo por la baranda de la escalera
y los veo caminar en puntas de pie, riendo bajito, el San la
Muerte levanta la cabeza de calavera; le veo ensangrenta-
da la boca de hueso. Lame y lame una manito de caramelo
de frutilla.

A Marquitos lo dejaban de lado en los recreos y no


lo invitaban a los cumpleaños; decían que era raro, que su
familia era rara y que el viejo Martins se había acostado
entre las vías y dejado que el tren lo pisara porque tenía
varias muertes encima.

Un relámpago y un trueno hacen temblar las venta-


nas, los búhos apretados cuerpo con cuerpo pican el vidrio
con sonido de lluvia sobre chapa.

El día de la fiesta de disfraces en lo de Laurita cayó


en Carnaval. A Laurita la queríamos todos, tenía unos
ojos enormes y preciosos. Marquitos estuvo la semana
entera arreglando el traje de Diablo, lo lavó y le hizo co-
ser un cuerno nuevo, bien rojo, que discordaba con el otro
descolorido por el uso. Estaba seguro de que en cualquier
momento le tocarían el timbre para traerle la invitación.
Yo no quería desanimarlo. Laurita no lo invitó, y en un
pueblo tan chico donde todo el mundo se entera de todo,
fue imposible ocultarle que a mí sí me habían invitado.
No me importa, me dijo. Tengo mucho trabajo con los
búhos, mañana.
A la fiesta fui vestida de Reina de Saba. Los chicos
se rieron, no la conocía nadie. Laurita se había vestido de
bruja, con bonete de estrellas y escoba voladora, era el
centro de la fiesta. A la mesa de dulces y sanguchitos la
pusieron en el patio y los chicos jugábamos alrededor a la
escondida y a la mancha. No sé bien cómo fue, pero pri-
mero vi asomarse en el borde del tapial la cabeza chiquita
de diablo de Marquitos, los dos cuernos y sus ojos que
nos se querían perder la fiesta, también a Laurita que gri-
taba te vi te vi Marquitos Martins te vi y a los chicos
dándose vuelta y señalándolo y la cara de terror y ver-
güenza de Marquitos Martins y de repente los búhos so-
brevolando el patio en vuelo rasante y los gritos y la san-
gre y el ojo redondo enorme precioso de Laurita en uno
de los picos.

Los búhos están inquietos. El viento sopla afuera


con fuerza y los aprieta contra el vidrio. Pican, se pican.
Uno de ellos, el del medio, sangra. Desde el pasillo oigo
el ascensor que sube hacia mi piso y la alharaca de las
brujas y el San la Muerte al grito de dulce o castigo.
También, el rumor de los vecinos. La conversación del
viejo. Que no vengan, ruego, que no vengan.

Marquitos Martins apareció esa noche boca abajo,


flotando en el tanque de agua de la escuela con el disfraz
puesto. Dos meses después la familia se fue del pueblo. El
comerciante que compró la casa desarmó la jaula y es-
pantó a los búhos que famélicos estaban a punto de co-
merse entre ellos.
Entonces fue cuando empezaron a rondarme. Los vi
una mañana sobre el borde de la ventana de mi cuarto
mirándome, picoteando el vidrio. Mi hermano los espantó
con un aire comprimido pero los pájaros continuaron si-
guiéndome de lejos cuando iba al colegio, cuando salía a
comprar pan. Me vigilaban. Se lanzaban en picada desde
algún techo en vuelo rasante. Nunca me hicieron nada, a
lo sumo me obligaban a agacharme para que no se me
enredaran las garras en el pelo. En ese tiempo soñaba con
Marquitos vestido de Diablo y me despertaba empapada.
La última vez que los vi fue durante el baile de
egresados de séptimo, posados sobre un parlante en la
pista al aire libre del club. No volví a disfrazarme, jamás.
A mi padre el Banco Nación lo trasladó a Buenos Aires.
Después me olvidé de ellos hasta hoy.

Ya están en el quinto. Ya los oigo tocar la puerta de


mi vecino. No tengo que sentir terror ni nada, respiro,
respiro para tranquilizarme para que no me presientan
para que se vayan, las brujas y los búhos. Creo que los
búhos le leían el pensamiento a Marquitos y que Marqui-
tos no pudo con ellos. Se ahogó por eso, seguro. Lo pro-
tegían como quieren protegerme ahora. No me animo a
abrir la ventana para espantarlos, me aterran sus ojos sal-
tones, su fidelidad irracional, sus picos ganchudos de cor-
talatas. Afuera arrecia la lluvia, el viento hace vibrar el
marco de las ventanas. Tocan el timbre, me tocan el tim-
bre, dulce o castigo dulce o castigo, gritan, se ríen.
Váyanse, digo, que se vayan ruego. Ahora golpean la
puerta con sus nuditos chiquitos que parecen piquitos de
gorriones sobre el piso de baldosas y pican los búhos las
ventanas. Patean la puerta, con patada dura y grito de se-
ñora abra sabemos que está ahí y reconozco la voz del
viejo que se impone a las risas. Abra, abra que son chicos
deles el gusto, y yo pegada a la puerta le susurro no no no
y me acuerdo de Marquitos en el baño de varones que
decía no no no y el viejo que golpea ahora con toda la
mano y yo que le susurro no puedo abrir es por el bien de
ellos por su bien por el bien de todos, y entonces el viejo
se prende al timbre y los chicos ríen y el timbre que no
deja de sonar y los búhos que alborotan afuera y entreabro
apenas la puerta para que me vean, para que vean que no
es descortesía que es para mejor. Y el aire del pasillo y la
corriente que presiona desde afuera abre las ventanas de
la cocina y ya están los búhos sobre los ojos y los brazos
y los pelos de las brujas y del San la Muerte y del viejo y
sobre mí, en vuelo rasante.
LA PROFECÍA DICE QUE EL niño va nacer en el sub-
suelo de un shopping que todavía no se construye. Un
shopping que recién en unos meses va a tener su nombre:
los ejecutivos de cuenta y los creativos de la marca todav-
ía no se ponen de acuerdo, en ese tira y afloje que tiene
más de ego que de sentido común. La profecía también
dice que será de madrugada. Que un sereno se aparecerá
caminando por un pasillo en sombras. Un haz de luz de
linterna moviéndose. Los pasos caminando sobre el silen-
cio. Esa ruta transitada solo por personal autorizado, des-
pués una puerta que dice acceso restringido, otra puerta
que no dice nada, que será abierta por las manos del sere-
no, con unas llaves que abren todas las puertas. Que se
escucharán unos ruidos, también dice la profecía, entre
cajas y cartones, todos con el logo de Benetton, justo ahí,
al ladito de la sala de los generadores eléctricos, equipos
que todavía no llegan al país, pero que en unos años un
empresario con visión de negocio importará desde China,
en unos barcos que parecen ballenas de acero. Pero la
cuestión acá es el movimiento que el sereno va a tener
que ver entre cajas de ropa que será hecha en algún país
asiático, por asiáticos de ojos que no se cierran hace días,
en trabajos como cárceles, para juntar plata y poder com-
prar cosas parecidas a las que fabrican. Pero volvamos a
ese movimiento, a ese sacudón entre las cajas, ese gritito
que se ahoga y se contiene, que nuestro sereno iluminará
con la linterna hacia ahí, donde algo raro pasa. Después
verá unas piernas desnudas. Abriéndose en ese depósito
que tendrá el local número 27. Serán las piernas de un
sistema preñado. La multiplicación de las cosas. La pro-
fecía dice que el vientre expulsará un cuerpo bañado de
sangre y misterio, que la boca sin dientes expulsará un
llanto de esos que espeluznan, para que el sereno pierda
esa cualidad con la que carga su nombre. Querrá dar aviso
por handy a la guardia de Planta Baja. Se le caerá el han-
dy del cagazo. Se le caerá después la linterna. Rodará el
haz de luz hasta aquietarse en la pared. Cajas y gritos y
piernas quedarán a media sombra. Acto seguido, el pobre
hombre hará la señal de la cruz y deseará estar tomando
mate con la Sonia en su casita en Ciudadela. Pero no es-
tará en ese momento con la Sonia en Ciudadela y enton-
ces deberá salir corriendo por el pasillo, después puertas,
después escaleras, pero en ese depósito de la marca Be-
netton seguirá la puja, las piernas llenas de grasa y sangre,
el cordón umbilical todavía atando a ese sistema de vida
al niño, los dientes marrones cortarán el cordón, la boca
se llenará de líquido viscoso, todo pasará entre las som-
bras. Y la cuna del niño estará hecha de nylon con bolitas
de aire, tapado con algunos trapos de piso. Un pesebre sin
animales ni María ni José ni ningún orden místico que
venga de ningún cielo porque en el subsuelo el cielo no
existe. Y ese negro maldito, que nacerá adentro del shop-
ping más exclusivo de la ciudad, será el hijo no deseado
de un sistema lleno de beneficios y descuentos y promos
dos por uno en cafés y restos los días martes y miércoles.
Y al rato quién volverá: el sereno. Con uno de los loquitos
de seguridad. El loquito medio dormido, medio hinchado
las pelotas. Jurará el sereno que la mujer y el niño estaban
ahí hace unos segundos. Pero una divina providencia hará
que jure con olor a alcohol y delirio y que señale ahora
hacia un lugar donde todas las cajas están acomodadas y
no hay rastros de manchas ni nada. Verá el número 27 en
la puerta, volverá a jurar una, dos, cien veces. Hasta que
unas semanas después le den una patada en el orto con un
telegrama que le dejarán debajo de la puerta de su casa en
Ciudadela. Y cuando vuelva a su puesto de trabajo no lo
dejará entrar el mismo loquito de seguridad, por órdenes
de arriba, le dice, y señalará al cielo, como si las órdenes
siempre vinieran de arriba, pero para entonces ya no im-
portarán ni el loquito ni el pobre sereno ni siquiera los de
arriba, sino lo que unos meses después verán los tipos del
carro atmosférico que son contratados para arreglar las
pérdidas en los baños del subsuelo, que se encuentran con
todos los caños de malla metálica hechos mierda, como si
las ratas se los hubieran comido, pero uno de ellos dirá
que no hay rata que haga esto, y otro dirá que eso lo hizo
una mano humana con un cuchillo, para que más tarde
vuelvan y cambien los caños y todos contentos otra vez en
el primer subsuelo, y ya nada de perdidas ni olor a mier-
da, porque se mandarán a colocar aquí y allá aromatizan-
tes con fragancia a Piña Colada, para que la gente crea
que está en el Caribe y no cagando comida chatarra pro-
cesada en un cubículo de uno por uno en el subsuelo de
un shopping. Otra cosa que dice la profecía es que ni las
cámaras ni el ojo humano podrán detectar la presencia de
ese hijo maldito de una paraguaya de limpieza y un hom-
bre hecho y derecho de Barrio Norte, que la puso, la pone
y la seguirá poniendo siempre donde pueda, porque su
mujer es adorno de carne y botox, un brillo vomitivo para
él, pero necesario y espectacular, un orgullo triste que
saca a relucir de vez en cuando, un hombre hecho y dere-
cho que no se enterará de la realidad de ese hijo, de ese
engendro, hasta que la paraguaya de mierda esa, como él
le dice, una mañana se acerque al baño, cuando él, como
siempre, se encierra en el mismo cubículo para que le
tiren la goma, y ella, la indiecita linda y picante, entre
chupada y chupada, le diga que está embarazada y él, sí,
sí, seguro, y le agarre la nuca y la haga seguir chupando,
para después decirle que ni se le ocurra, y en la pose que
está, le tire no una sino varias patadas al estómago a la
chica, buscando demoler todo rastro de vida, aunque tam-
bién piensa que la loca esta debe haber cogido con otro
negro de por ahí, y ahora le pasa el fardo a él, pero igual
le da rodillazos en la panza, sea o no de él, mejor inte-
rrumpir, pero no sabe que hay algo que ya se gestó, algo
mucho más profundo que su conciencia, algo que no se
puede negar ni evitar, porque está escrito, porque será el
hijo del sistema, ése que cambiará todo para siempre, un
hijo maldito, que crecerá entre cajas de productos en los
subsuelos, sin ver la luz, amamantado entre cajas de zapa-
tillas importadas, entre smartphones y tablets en sus en-
voltorios originales, creciendo en las sombras, como un
mito, una bestia bebé que se moverá por los ductos de
aire, y los empleados de locales hablarán con los propieta-
rios para que se reclame a administración por un control
de plagas más eficiente dentro del sistema de aire acondi-
cionado, pero no serán ratas ni lauchas, será este niño,
acostumbrado a moverse a través de ángulos a los que no
apuntan las cámaras, un anonimato que aprenderá desde
la cuna, cuando la paraguaya lo lleve por el shopping en
las madrugadas, de la manito, las espaldas pegadas contra
las paredes, caminando en líneas rectas, doblando, curvas
y líneas que no permiten la visualización a través de la red
de video, trazando caminos invisibles, para hidratarse de
bebederos y alimentarse de sobras, creciendo hasta vol-
verse un niño, un primitivo de aldea globalizada que cree
que su mundo posible es ese shopping, que cruzando el
umbral de las vidrieras, donde están los aparatos electró-
nicos o los elementos de decoración, los juguetes o los
maniquís, cruzando todo eso, ahí está ese cielo, lo intoca-
ble, las estrellas que nunca podrá alcanzar, hasta que un
día su mano toque el vidrio, y el vidrio no queme como le
decía esa mujer que olía a desinfectantes y lo llevaba de la
mano con los guantes amarillos de goma puestos, y en-
tonces piense que es posible conquistar esa otra realidad,
pensando que los maniquís pueden ser algo parecido a él,
o quedándose horas y horas mirando pantallas gigantes
con imágenes, como un chupete eléctrico, así, se irá
criando y creando la bestia, cada día más fuerte, más inde-
tectable para las cámaras, más mito para la empresa de
seguridad, que verán una sombra al final del pasillo, un
movimiento allá en el estacionamiento, un susurro en la
noche, para que después todo siga igual y nadie haga na-
da, porque no hay nada que hacer. La profecía no deja
lugar a dudas para hacer referencia a los primeros intentos
de contacto de la bestia con ese nuevo mundo. En diferen-
tes locales y en distintos lapsos de tiempo aparecerán roí-
das prendas de ropa, meos sobre las alfombras, cagos so-
bre los puestos de caja, vómitos acá y allá, y hasta alguna
mancha de sangre, en paredes o sobre las estanterías de
negocios de decoración para el hogar: y todo eso será des-
cubiertos con espanto por clientes que buscan lo virgen de
un shopping, ese olor a nuevo de las cosas, las etiquetas,
los papeles de seda envolviendo algo más que la prenda
que van a usar esa misma noche en esa fiesta. Entre per-
sonal de limpieza se contará siempre la historia de una
paraguaya que trabajó en los primeros años del shopping
y que estaba del orto. Una doña que decía que su hijo era
el rey del laberinto, y que terminó internada, porque un
día entró local por local a grito pelado, proclamando a su
hijo, al rey, al heredero del trono de todas las marcas
habidas y por haber, todo, ante la mirada de clientes muy
satisfechos, pero en ese entonces, ya no tanto, porque aho-
ra los ojos de todos veían cómo el personal de seguridad
se la llevaba de una buena vez. Pero lo que no dice la pro-
fecía es lo que se negará siempre: que los de arriba, con-
tratarán medio desde la clandestinidad, a un brujo indíge-
na. Que este, durante varias noches, realizará otro tipo de
limpieza al shopping. Al principio se moverá custodiado
por dos empleados de seguridad y un cerrajero, después
ya solo, siendo tomado también por el personal que antes
lo custodiaba, como otro loco más. Sabiendo que son sus
últimos días de trabajo de limpieza en el shopping, ya que
los de arriba no le van a pagar un peso más por esa locura
que vaya a saber a quién se le ocurrió, así, como manota-
zo de ahogado, decide seguir su instinto, o la pista que
alguien le tiró una vez, que revisara por la zona de los
generadores eléctricos, que esa energía maligna, podría
haberse originado allá. Y en esa última madrugada, el
brujo indígena, bajará varios pisos, cruzará varias puertas,
no encontrando nada en la zona de esas máquinas genera-
doras, para salir a un pasillo iluminado por la desidia, y
encontrar una puerta, un depósito con el número 27, para
girar la manija y advertir que no está cerrado con llave,
caminando ya entre hileras de cajas de productos, hasta
toparse con una pared, una pared que golpea y es hueca,
porque ahora la corre, y es pared falsa, y prenderá la lin-
ternita que tiene su celular, para ser testigo de un cuartito
con un colchón, y en el colchón, debajo de unas camperas
y unos tapados y unos plásticos, descubrirá el bulto, un
bulto que es un maniquí, rodeado de folletos instructivos
de diferentes productos, con bolsas con montones de eti-
quetas arrancadas de prendas y con pilas y pilas de dia-
rios, los mismos que tiraron durante años los del Star-
bucks del último nivel. Para después escuchar un ruido a
sus espaldas. Para que le tiemble la mano. Para iluminar y
ver montañas de cajas. Hasta que la lucecita le apunte a
un hombre con los pelos y la mirada sin control, que lo
abraza y ya no lo va a soltar nunca, para decirle en su
idioma de bebé adulto Papito, papito, por fin llegaste,
papito. Y que después se cierre la puerta falsa, tapando los
últimos gritos del brujito que es arrastrado hacia las oscu-
ridades del cariño del rey del laberinto de las compras.
Aquél fue uno de los peores días de mi vida
pero nada iba a cambiar.
El momento de debilidad, BOB CHOW.

RECIÉN CUANDO VI CÓMO EL profesor le destrozaba


la cara con una madera a Gastón, mi mejor amigo, com-
prendí, justo en ese momento, que todo esto estaba pasan-
do de verdad. Lo golpeó con toda su furia hasta que lo
mató. Fueron unos pocos golpes, no le llevó demasiado
tiempo.
Cuando Gastón dejó de respirar, nos quedamos en
silencio. Parecía que cada uno de nosotros se estaba des-
pidiendo de él o recordándolo. Y era una sensación su-
mamente extraña para todos porque todavía estábamos
nerviosos, lo pude ver en nuestras caras, y, a la vez, pa-
recíamos un poco aliviados.

Un rato antes, estábamos en la cocina preguntándo-


nos qué pasaba y en un descuido él apoyó la mano en la
ventana y ahí recibió la mordida. La transformación de
Gastón había sido muy rápida. Así que fue casi un mila-
gro que el profesor actuara con tanta velocidad. Todos nos
acostumbrábamos con dolor a los cambios que estaban
ocurriendo a nuestro alrededor.
Por supuesto, sentí culpa. Pero me alejaba de esa
sensación porque todavía no quería pensar en eso.
La cocina no era un lugar seguro. Nos dimos cuenta
de eso sin tener que decirlo. Preguntamos ansiosos en qué
otros lugares de la escuela nos podíamos esconder. Empe-
zamos a tirar opciones sin pausa: la biblioteca, los salo-
nes, la dirección, la preceptoría. Nada nos convencía ni
nos daba seguridad. Lo miramos al profesor. No supo
bien qué decirnos pero él era el único adulto. Era impor-
tante lo que tenía para decirnos. ¿Quién otro conocía me-
jor la escuela?

Antes de salir, agarramos cuchillos y todo lo que


pudiera servirnos como arma. No había demasiado para
elegir. Eso fue una idea del profesor. Cuídense, fue la
palabra que utilizó. De a uno fuimos saliendo y yo, cuan-
do no quedaba nadie adentro, miré por última vez a
Gastón. Quería decirle algo pero no me salió ni un sonido
de la boca. Me resultó raro que no me cayera la ficha de
ninguna emoción sensible. ¿Qué me pasaba adentro? ¿Lo
quería realmente? Si él era el único con el que pasaba mi
tiempo…
Seguimos al profesor. Estábamos tan nerviosos, yo
al menos, que parecía que recorríamos la escuela por pri-
mera vez, como si fuéramos alumnos nuevitos en su pri-
mer día de clases buscando el salón al lado de nuestra
mamá.
Mirábamos para todos lados. Estábamos alertas co-
mo nunca antes.
No sabía que la escuela contaba con un sótano. Nos
costó encontrarlo. Pero, finalmente, ahí estábamos todos
sentados, con el pecho que se inflaba y desinflaba como
un fuelle fuera de control. El profesor, en cambio, parecía
entero y se quedó parado trabando la puerta con el cuerpo.
Respiraba casi con tranquilidad y no tenía ni una gota de
transpiración. Parecía que intentaba concentrarse en algo,
como si hiciese fuerza para no volverse loco. Presté aten-
ción. Sus labios se movían de una manera imperceptible:
murmuraba. Lo miré con más fuerza para tratar de enten-
der qué decía. ¿Estaba rezando? ¿Era eso? No sabía que
era religioso. Me gustó eso, que buscara ayuda de ese
modo.
Siempre me había parecido un gordo pelotudo
cuando lo cruzaba por los pasillos y de golpe, en ese ins-
tante, ya era otra persona ante mis ojos. Más íntegra y
que, para mi sorpresa, inspiraba algo de respeto.
Le pregunté, para hablar de algo, qué materia daba.
Me respondió, descolocado y luego de un silencio medio
largo e incómodo, que enseñaba Geografía. Una que yo
tenía previa. Siempre me había parecido una materia de
mierda.

Cerré los ojos para tratar de recordar cómo había


empezado mi día esa mañana, cómo era mi mundo de
antes. Y lo único que me daba vueltas en la cabeza era la
cara de Gastón completamente trasformada primero y
después abierta y rota como un huevo de pascua lleno de
confites. Me salió tocarme los pómulos y la mandíbula
para probar la consistencia: ¿tan débil eran nuestros hue-
sos?, me pregunté en silencio.
Me vino un recuerdo.
Gastón había sido mi amigo desde jardín de infan-
tes, salita verde, y mi vecino, a dos casas de la mía. Yo le
contaba todo. El pacto era sin secretos, confianza absoluta
sin límites ni juicios. Y eso incluía, porque yo nunca tuve
mucha vida encima, hablarle de lo mierda que era mi fa-
milia conmigo. Ese fue un odio que lentamente fue tras-
ladándose hacia todo el barrio, y luego de forma natural,
al mundo. Era una mancha que se esparcía por toda mi
vida sin dejarme en paz. Del futuro ni hablábamos.
Otro recuerdo.
Una vez planeamos asesinar a mi padrastro porque
se creía el dueño de la casa y nuestros tiempos, ya no da-
ba para soportarlo más. Nos pareció una buena idea sacar-
lo de nuestro camino para andar tranquilos. Consideré que
era mi trabajo ya que mamá no podía ni siquiera mirarlo a
los ojos y le obedecía como a un general en una campaña
del desierto. Entonces, Gastón trajo un veneno de ratas de
la ferretería de la madre (―según la vieja, este es el más
fuerte de todos‖) y me dijo que se lo podíamos poner en la
comida de la noche. Nunca me había sentido tan nervioso:
estaba cerca de mi libertad y la de mi familia. Anduve
dando vueltas con la bolsa de veneno bien apretada en la
mano. Vi cómo mamá hacía la comida y que en un mo-
mento se distrajo y vi mi oportunidad. Al final me cagué
todo y no hice nada. Cuando llamé para contarle me dijo
que era lo mejor, que la cárcel era una mierda, ya lo hab-
íamos visto en las películas. Le dije que sí pero, en reali-
dad, me sentí humillado profundamente.
Después vino el último recuerdo.
Era de la noche anterior. Durante semanas estuvi-
mos pensando si hacerlo o no. Nos decidimos. Llevamos
los libros de magia negra, que Gastón le había robado a
una tía, lo que habíamos comprado (mesas de tres patas,
telas oscuras, discos de black metal, velas negras) y nos
pusimos a invocar a ―alguna fuerza que nos salve‖. Tanit,
Baal-Hammon, Baal-Zebub y Chaac eran los nombres a
los que les pedíamos.
En mi cabeza, y en mi alma, estaba pidiendo la
muerte de mi padrastro y eso se convirtió en algo más
intenso y quise que desaparecieran todos en mi casa. Con
los libros abiertos decíamos unas palabras que parecían
impronunciables, rodeados de velas negras, en mi pieza a
oscuras y pidiendo que se mueran también los vecinos,
nuestros profesores, en fin, el planeta entero. Y cuando
terminamos de pedir y leer todo en voz alta, nos reímos
imaginando toda esa destrucción como si fuera la cosa
más hermosa de todas. Se sintió bien ser los directores de
esa película. Aunque sea por un rato. Gastón me preguntó
antes de irse a su casa:
—¿Te imaginás si se cumple?
—Es todo mentira eso —le contesté haciéndome el
seguro y superado sin saber del peligro que se venía. Lo
cierto es que esa noche un llanto venía de la pieza de mi
mamá. Le pregunté qué le pasaba. Me dijo que era la ca-
beza, le dolía mucho. No quería ir al médico. Estaba sola.
Le pregunté por mi padrastro. Me dijo que no había vuel-
to, algo muy raro, y que me fuera a dormir. Se levantó
para darme un beso y vi que tenía la mitad del brazo iz-
quierdo de un color distinto. Y su piel parecía sumamente
arrugada. Me alejé de ella sin decirle por qué.
De pronto, sentí una mano en la cabeza que me inte-
rrumpió el recuerdo. Me asusté como si me hubieran des-
cubierto de algún delito. Levanté la cabeza y era el profe-
sor. Tranquilo, dijo, está bien. Me dio un paquete de pa-
ñuelos descartables al que le quedaban solo dos. No me
sequé las lágrimas, me los guardé por las dudas.

Escuché que uno me dijo ―maricón‖. Sabía quién


era. Me le fui al humo y lo único que conseguí, antes de
que nos separara el profesor, fue recibir dos piñas bien
puestas en la boca y una más dolorosa en el ojo. El Tan-
que sabía pelear porque había pasado una temporada en el
campo de su tío en Arrecifes y nos había dicho que era
peor que Alcatraz, lo trataba como a un esclavo. Yo no
tenía ni idea de cómo cerrar un puño con fuerza, era un
pichoncito. ¿De dónde había sacado la fuerza para enfren-
tarlo?
Definitivamente las cosas estaban cambiando.
Mi boca se llenó de sangre y el ojo me ardía, y no lo
pude abrir hasta que pasaron unos cuantos minutos. ―Qué
pendejos de mierda que son‖, nos dijo el profesor con una
decepción enorme. Y ninguno de nosotros se enojó ni un
poco, más bien todo lo contrario: nos quedamos en el
molde. ―Ahora no, ahora no‖, dijo después el profesor y
volvió a la puerta. ―Pedile disculpas‖, le ordenó al Tanque
y nos sorprendimos cuando le hizo caso. ―Tenemos que
estar bien juntos ahora, pendejos, ¿entienden lo que signi-
fica eso?‖, terminó de decir el profesor y empezaron los
ruidos.
Hicimos silencio como si el sonido y las palabras
fueran nuestros enemigos o como si fuéramos un ejército
entrenado en la oscuridad de un campo minado. El profe-
sor nos miró y nosotros entendimos: nos pusimos bien en
guardia. Miré su pie y su cuerpo y su mandíbula. Le esta-
ba costando mantener la puerta cerrada. Yo tenía agarrado
con las dos manos una cuchilla con el mango blanco que
tenía inscripto el nombre ―Nilda‖. Era la portera culona.
Nos la pasábamos hablando de ese culo, de su cara de
reventada y de que siempre andaba con una remera de la
Bersuit. ¿Cuántos años tenía? Nunca lo íbamos a saber.
¿Sería todo recuerdos en adelante? Fue una pregun-
ta que se me perdió sin respuesta porque la puerta había
cedido y aparecieron unos dedos que el profesor intentó
rebanar hasta que cayeron dos. Pero la puerta no se cerró.
Miré más abajo y había un pie trabando. ¿Cuántos son?,
me pregunté. ―Abralá‖ dijo el Tanque decidido. Y el pro-
fesor sin mirarlo dejó que entre eso que entró, y no era
más que uno así que entre todos le metimos los cuchillos
por todo el cuerpo. Pero solo dejó de moverse cuando el
profesor le dio dos puñaladas en la frente. De algún modo,
sabía lo que hacía.

―Acá tampoco es seguro‖, dijo el profesor. Esas ob-


vias palabras nos sacaron de la hipnosis que sentíamos
por el cadáver. Era la primera vez que matábamos a al-
guien. Me acordé de mi padrastro por un segundo. Aun-
que no podíamos decir que eso era una persona. Su piel,
su rostro, sus miembros, todo parecía derretido. ―Era
nuestra vida o la de él‖, dije en voz alta como si estuviera
disculpándome con alguien. ―Estamos todo en la misma
ahora‖, dijo el profesor y me apoyó la mano en el hom-
bro, con orgullo. Hacía mucho tiempo que alguien no me
transmitía afecto de esa manera simple.
Supe que podía confiar en alguien así.
Nos paramos todos menos el Tanque que empezó a
revisarle los bolsillos al muerto. ―¿Qué hacés? Dejalo‖,
dijo el profesor. Como vio que el Tanque no le hacía caso
le quiso agarrar las manos. ―Pará, pará un poquito, pará,
seguimos siendo los mismos‖, le dijo como una oración el
profesor y ocurrió algo más increíble que lo que había
pasado hacía unos segundos: al Tanque se le cayeron unas
lágrimas y dejó de forcejear. El profesor lo abrazó y le
dijo algo al oído que nadie escuchó.

Subimos las escaleras en fila, en silencio. Esa era


una regla que nunca habíamos cumplido en nuestras vidas
escolares. Jamás les habíamos hecho caso a los profeso-
res, ni a los preceptores, ni a la directora, ni a nadie. Hac-
íamos lo que se nos cantaba con una impunidad adorable,
ilimitada. Eso del orden y el crecimiento no era para no-
sotros. Y ahí estábamos en ese momento: haciéndole caso
a las órdenes del pasado como quien ve fantasmas y les
sigue la huella.
El profesor iba adelante y nos dijo que nos pegáse-
mos a la pared. ¿Para qué? No lo sé. Pero no pregunté, lo
hice con una fe ciega. Y sentir la pared detrás de mí me
dio una calma muy rara. Era un flanco menos para cuidar.
Por las ventanas se los veía a ellos deambular en la
calle y chocarse con las cosas. Comerse partes de cuerpos,
de animales.
¿En serio habíamos provocado todo esto con
Gastón? Un libro, unas palabras, ¿puede causar algo así?
El sol estaba que ardía, parecía estar a unos pasos de
nosotros. ¿Cómo podía ser que en un día tan luminoso
hubiera tantas personas muertas ahí afuera? ―Adelante,
siempre adelante, Ramiro‖, dijo el profesor y me llamó la
atención que supiera mi nombre.
Llegamos a los baños y el profesor se metió primero
y nos dijo que lo cubriéramos. Al rato salió y dijo: ―Agua
y meo, ya, pendejos‖.
El Tanque no solo meó, también cagó y después pu-
teó porque no había papel higiénico. No sé por qué el eno-
jo si nunca había habido papel. Le pasé, sin dudarlo, mis
dos pañuelitos descartables. Cuando salió me dijo ―gra-
cias‖. Otra cosa que nunca había pasado hasta ese mo-
mento.

―Hay que salir de acá, de la escuela‖, dijo el profe-


sor. A mí no me pareció una buena idea. ―Estamos muy
jugados, por donde entró ese van a venir más y puede que
se vuelva algo imparable‖, dijo después y ahí me conven-
ció. Y fue lo más parecido a una premonición porque de
golpe todos, los cuatro alumnos amonestados del turno
tarde por hacer amenazas de bomba a la escuela y el pro-
fesor, nos pusimos a mirar por la ventana, con asco y fas-
cinación, a uno que comía arrodillado los intestinos de
una mujer y de golpe nos miró. Soltó los intestinos pero
siguió masticando. Se paró con dificultad. Y se dirigió
hacia la puerta de la escuela. Se le sumaron unos cuantos.
―Vamos por el otro lado‖, ordenó el profesor.
Cuando llegamos escuchamos los ruidos que hacían, cada
vez más lejos. No podíamos dilatar mucho más tiempo la
huida.
El profesor abrió un poco la puerta para ver afuera.
―Parece que no hay nadie‖, dijo. Su frente, ahora sí, tenía
unas gotas de traspiración. En poco tiempo habíamos pa-
sado por muchos cambios. Mi estómago no paraba de dar
vueltas y, como acto reflejo, me toqué la cicatriz de la
operación de apéndice que me hicieron de pibito. De to-
das maneras fue el Tanque quien vomitó. ―Bien, nene,
falta poco‖, le dijo el profesor con una sonrisa o algo así.
¿Poco para qué?, me pregunté.
Pero la puerta ya estaba abierta y todo salimos
detrás del profesor.
No había un alma de pie en la calle. ¿Quedará al-
guien con vida en el barrio?, me pregunté cuando vi cuer-
pos mutilados y desparramados en las veredas. Algunos
eran los padres y madres y hermanitos de mis compañe-
ros. No sentí nada por ellos porque estaba enceguecido
por sobrevivir. Y cuando levanté la vista todo lo que pa-
saba por mis costados: las casas, los autos viejos, los jar-
dines, los pequeños comercios, completamente todo, esta-
ba abandonado, destruido.
Lo importante era que no había ninguno de ellos
dando vueltas.
También recuerdo con claridad, y todavía me da
temor, que corríamos como nunca lo habíamos hecho y
que en un momento yo me di vuelta y los vi a ellos donde
habíamos estado nosotros antes. Nos miraban.
CUANDO REVISO MIS NOTAS Y memorias de lo su-
cedido, me encuentro con que son tantos los elementos
insólitos que me resulta difícil distinguir cuáles fueron
reales y cuáles producto de mi paranoia.
Es perfectamente natural que yo, al publicar este
breve resumen basado en una experiencia íntima y decidi-
damente incómoda, quiera proteger mi identidad con el
uso de un sobrenombre. Las particularidades de este caso
me volvieron un ser más cauteloso, quizás más cobarde,
definitivamente menos imprudente. Es perfectamente na-
tural, repito, que pretenda cuidar mi nombre, que hoy es
lo único intacto en mí. Precisamente por ello, me cono-
cerán como ―Droste‖, sin que eso revele marca alguna
sobre mi procedencia, edad o incluso status social.

I: El iceberg

Solo el 4% del contenido de la Web (unos ocho bi-


llones de páginas) está disponible a través de buscadores
como Google. El resto –casi ocho zetabytes– son sitios
protegidos por contraseñas. Este impactante 96% restaste
de Internet alberga las pasiones más repugnantes de la
humanidad; se la conoce como la ―Deep Web‖.
Desde chico siempre tuve mucha inclinación hacia
lo furtivo. Me empapé con clásica literatura de terror
(Poe, Lovecraft, Blackwood), investigué sobre leyendas
urbanas y hasta fui autor de algunas creepypastas de con-
siderable éxito. No compartí demasiado esta pasión oculta
(la consideraba demasiado infantil) pero tampoco pude
contenerla. Cuando fui creciendo, me encontré a mí mis-
mo dedicando progresivamente más tiempo a ver qué
podía encontrar en la Internet profunda. No me considero
un demente que se excita mirando pornografía infantil o
leyendo sobre drogas y terrorismo. Mi curiosidad era ge-
nuina.
Mi curiosidad era inocente.

Romper con la inercia principal me llevó práctica-


mente un mes. Comencé a reunir información en diferen-
tes sitios (siempre bajo seudónimo) y documenté tanto
como pude. Ingresé a chatrooms, hablé en inglés con des-
conocidos durante largas horas de la noche y tomé una
innumerable cantidad de notas.
A medida que mi alias comenzó a hacerse habitual
en la red, noté cómo las primeras barreras defensivas em-
pezaban a bajar. Muchas veces las personas estamos tan
condicionadas por el entorno que ni el anonimato de In-
ternet permite superar esas barreras. Respondemos con lo
socialmente aceptado, lo ―correcto‖, y esta tendencia se
incrementa ante la presencia de grupos. Nadie quiere ser
el desubicado que opina diferente al resto. Tardé un poco
en aprender esa lección. No se puede preguntar en un foro
directamente ―¿Conocés una página para comprar dro-
gas?‖ y esperar que una misericordiosa alma se exponga
ante todos. Hay que manejarse con sutileza, con calma.
Aprendí la importancia del chat privado, de dejar que el
tema vaya apareciendo solo. En un momento dado hasta
tuve que hacer llamadas telefónicas por Skype a indivi-
duos sospechosos, de voz ronca y que hablaban lo justo y
necesario.
Fueron noches enteras donde la única luz en mi
habitación era la que proporcionaba el monitor. Tomé
todas las precauciones necesarias. Hoy me doy cuenta que
ni eso fue suficiente. Aun así, creé cuentas de correo ex-
clusivas, irrastreables, utilicé navegadores anónimos y no
descargué nada sin saber exactamente de qué se trataba.

Esta es la gran verdad: acceder a la Deep Web es


como pretender entrar a un club privado del cual solo
unos pocos conocen la ubicación. Y por más que uno en-
cuentre direcciones particulares, la URL cambia constan-
temente. En esencia, necesitaba generar confianza con
alguien para recibir una invitación formal. Y precisaba
dinero para pagar la costosa entrada. Money makes the
world go round, baby. Más de una vez me estafaron. Me
ofrecían admisión a ciertos sitios y, luego de que yo gira-
ba el dinero, el contacto se esfumaba.

Cierto día, en los comienzos de la primavera, el


usuario ―Mise_abyme‖ –a quien me gustaba imaginar
como una hermosa y voluptuosa rubia (aunque probable-
mente fuera lo contrario)– me acercó la esperada convo-
catoria. Llevábamos varias sesiones de chat repartidas en
los últimos quince días. Ella (quiero seguir pensando que
era una mujer) me había hecho un sinfín de preguntas
capciosas a lo largo de cinco o seis encuentros virtuales.
Finalmente se convenció de mis nobles intenciones. Por
sobre todo, descartó que yo fuera un agente del gobierno,
del FBI, un investigador privado o cualquier persona que
pudiera llegar a dañarla en el futuro.

Básicamente lo que detectó fue la realidad de la cual


yo mismo era consciente: Droste era un don nadie, un
individuo con modestas habilidades de programación y
sin demasiada vida social, que solo había tenido sexo oca-
sional alguna vez en el pasado, casi por accidente, pero
que pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su
cuarto. Droste tenía unos kilitos de más y raramente hacía
ejercicio por el puro placer de hacerlo. Su alimentación
era a base de comida rápida de rotisería, fideos blancos y
cerveza. Droste era un perdedor, un fracasado que única-
mente quería ingresar al oscuro mundo de Internet para
poder contarle la historia a sus dos únicos amigos.
No se había equivocado. Mise_abyme me había
desenmascarado hasta el mínimo detalle.

Frente a mí se hallaba la entrada a la casita del te-


rror. En su momento me pareció un inesperado golpe de
suerte: había estado en el lugar y tiempo correcto. Tantas
noches en vela al fin rendían sus frutos. Ella me propor-
cionó algunas claves (por un módico precio, debo agre-
gar) y me metí en la capa externa de la Deep Web, por
decirlo de alguna forma. A partir de ahí pude acceder más
fácilmente a otros sitios porque el secretismo era paulati-
namente menor. La información me era compartida de
forma más libre, en lugar de tener que juntarla dosificada,
a cuentagotas.
Una vez adentro, ya era parte.
Era uno de ellos.
II: El agujero

Durante los siguientes días estuve muy inquieto.


Recorrí los ―mercados centrales‖ más populares
(Centrix, Silk Road, Agoratha) y muchos otros más. Me
permito brindar los nombres reales de los sitios sin que
esto sugiera una incitación al lector para que los visite. La
variedad y cantidad de contenido disponible, y al alcance
de un click, me dejó con la boca abierta: necrofilia abso-
lutamente retorcida, membresías ilegales a páginas porno
o a Netflix, documentos de identidad falsos, material snuff
(películas donde la gente muere de verdad durante la fil-
mación) y acceso ilimitado a drogas. Material escalofrian-
te. Me crucé con manuales para construir explosivos y
consejos para secuestrar a personas. Tuve la posibilidad
de descargar documentos filtrados de gobiernos asiáticos
y toda clase de información clasificada extranjera.

Llevaba ya sentado unas tres horas, tan hipnotizado


que no escuchaba nada más que mi propio silencio,
dándole vueltas en mi cerebro al asunto, clickeando y
procurando esconder mi rastro de la mejor manera posi-
ble. Cuanto más lo pensaba, más extraordinario e inexpli-
cable me parecía que este tipo de cosas perduraran ines-
crupulosamente. Indagando un poco más, me topé con
guías para realizar fraudes bancarios y formularios para
unirme a grupos terroristas.

Con el tiempo arribé a la conclusión de que nunca


podemos conocer realmente a las personas. Los chatro-
oms tienen cientos de personas conectadas a toda hora.
Ver al vecino regando el pasto me daba asco. Por fuera le
sonreía, por dentro pensaba: ―¿Qué secreto escondés?
¿Cuál es el morbo que te calienta? ¿Quién sos dentro de la
red… en el anonimato, donde nadie te ve?‖.

Era todo un universo paralelo donde nadie parecía


alarmarse por secuestros, muertes y compras ilegales. ¿Y
si mis amigos o familiares formaban parte de todo esto?
Mi visión sobre la humanidad se alteró por completo.
Perdí la fe en los hombres de este mundo. Cada video que
miraba en nombre de la investigación destrozaba mis
emociones, me dejaba sollozando un largo rato. No pude
volver a ver de la misma manera a nadie.

La aventura tomó un giro hacia lo imprevisible la


noche que entablé relación con un tal Cort_azar. Era mis-
teriosamente amable, quizás demasiado. Sin cobrarme
nada, y por pura bondad de su corazón, me guió hasta
otros sitios todavía más clandestinos. Por la ilegalidad que
rodeaba a todo el lugar, llegué a pensar que estaba final-
mente penetrando en la capa de Internet más profunda.
Fue precisamente allí donde todo se volvió decididamente
peligroso.

No recuerdo bien cómo (ni por qué) terminamos


hablando de las películas snuff. Dónde suelen filmarse
(resulta que la gran mayoría proviene de países árabes),
cuáles son las más populares, cómo se hacen, etc. Pregun-
tarle por qué alguien querría filmar verdaderos homicidios
en directo habría significado comprometer mi papel. Era
preciso continuar con la fachada, esconder los miedos y
juicios aunque todo me resultara de una desproporcionada
morbosidad.
Un ritmo suave y regular marcaba mis pulsaciones.
Me gané su confianza y pasamos a una sala de chat priva-
da. Habremos estado hablando unos veinte minutos más
cuando me lanzó una pregunta que me erizó la piel.
―¿Querés verlo con tus propios ojos?‖, escribió en un
inglés informal. Me intrigaba, sí. Pero ya no podía escon-
der el hecho de que tenía miedo, ese miedo tirano que te
acorrala, que entrecorta tu respiración y te precipita los
latidos del corazón. El miedo a pensar que le estás abrien-
do las puertas de tu casa a las Tinieblas, al mal personifi-
cado. Por qué seguí hacia adelante a pesar del espanto es
algo que todavía no me explico.

Temblaba. Le dije que sí, que quería ver. Cort_azar


me solicitó un número fijo al que pudieran llamar. Lo
pensé, lo pensé mucho. Repasé lo que había invertido
para llegar hasta ese punto, y luego pensé un poco más.
Finalmente les proporcioné el número de mi casa.

Un tipo me llamó quince minutos después (que se


me hicieron eternos). Supongo que era el director o el
administrador de uno de esos sitios. Tremendo hijo de
puta. Me mantuvo con preguntas incisivas durante casi
una hora. Me habló de las consecuencias si rompía las
reglas del sitio. Me amenazó. Quería quebrarme, sacarme
de quicio. Quería que yo le gritara y cortara, que lo dejara
ahí. Tenía que asegurarse de que yo era un candidato ade-
cuado para su web. Eventualmente se convenció (puedo
ser muy convincente cuando quiero) y Cort_azar me co-
pió un link sobre el chat privado. Una clave de ingreso.

El diseño del sitio era cuadrado. Sin estilo. Con


fondo negro y letras azules. En el centro había videos,
como los que uno puede ver en Youtube. Pero los títulos
estaban lejos de ser algo convencional: ―Ejecución vaga-
bundo afueras Moldavia‖, ―Asesinato múltiple coreanos
supermercado‖, ―Embarazada asesinada durmiendo‖. Es-
taba espantado. Sentí náuseas. Cada título parecía hecho
con el mismo material de las pesadillas. Algunos no eran
videos, sino feeds, filmaciones en vivo y en directo. Esos
links tenían un contador hacia atrás (presuntamente el
tiempo que faltaba para que comenzara). La noche era
muy oscura, y empezaba a caer una fina llovizna. Me es-
tremecí con una brisa de aire helado que irrumpió de
pronto y me recorrió de pies a cabeza. Tenía la posibili-
dad de ver contenido snuff por mi propia cuenta.

―¿Te gusta?‖, quiso saber Cort_azar. No le res-


pondí. A los pocos segundos llegó un nuevo mensaje:
―Mirá éste, te va a interesar‖. Era un link que decía algo
así como: ―Ahorcamiento nocturno joven‖. El contador
indicaba que faltaban menos de tres minutos para su co-
mienzo. El costo por ver: 237 dólares. Con una mano
temblorosa, espantado, completamente horrorizado, giré
el dinero y una webcam poco nítida se abrió automática-
mente en una nueva solapa.

La nueva ventana no tenía chat, solamente un borde


ligeramente más brillante por la estática. Mi respiración
estaba notablemente agitada y comenzaba a hacer frío. El
mismo contador ahora aparecía en la esquina inferior del
video. ―19‖, ―18‖, ―17‖... Le subí el brillo al monitor pero
ni así podía distinguir algo. Solo se vislumbraba una pe-
queña luz blanca a lo lejos. Sentí que mi ropa se empapa-
ba de sudor. ―7‖, ―6‖. Pum, pum. PUM, PUM. ―3‖, ―2‖...
bebí un sorbo de la cerveza caliente que tenía en mi lata.
―1‖.
Había llegado el momento…

III: El abismo

Oí el crujido de una puerta abriéndose. La luz in-


gresó a mi habitación al mismo tiempo que el video se
iluminó en mi computadora. Me percaté de lo que estaba
sucediendo cuando sentí la rugosidad de la cuerda presio-
nando mi cuello. La cámara se encontraba en mi cuarto.
La luz que se veía era mi única fuente de iluminación.
Lancé un grito de dolor que parecía el de una perso-
na que se ha quedado sin habla. Ese grito, y aquel sobre-
salto, me mortificaron todavía más. Había en ambos una
sensación indescriptible de culpabilidad, una condición de
―te lo buscaste‖ flotando en el lugar. Forcejeamos. Lite-
ralmente luché por mi vida. Fue una sensación que no
había tenido nunca. Es desesperante. No nos damos cuen-
ta de lo mucho que necesitamos el aire hasta que nos falta
del todo. El dolor es tan insoportable que uno advierte
cómo el alma abandona el cuerpo. Los párpados se con-
traen violentamente, los músculos se ponen rígidos, y el
cierre de las vías respiratorias es tan hermético que la sen-
cilla tarea de respirar se vuelve imposible. Me sacudí y
los oídos me silbaban.
Logré voltear la silla y pude rodar lejos del peligro.
La soga se aflojó. Levanté la mirada y pude verlo. Allí
estaba aquella cara amarilla y cadavérica. Se quedó ahí,
respirando fuerte y observándome. Algo en mi interior me
dijo que tenía que ser Cort_azar, que no podía ser otro.
Era un ser antropomórfico y, sin embargo, de su cuerpo
colgaban dos tentáculos color púrpura, flácidos. Se balan-
ceaban hacia adelante y hacia atrás con lentitud, con cierta
gracia. Sus piernas, o mejor dicho, sus extremidades infe-
riores, eran delgadas y en forma de espiral. Se retorcían
sobre sí mismas como el cuerpo de una serpiente.
Llegué a pensar que pudo haber habido algo en mi
bebida, que yo había sido intoxicado con sustancias lisér-
gicas. La criatura tenía una forma (y una contextura) in-
concebible, como nada que hubiera visto alguna vez en mi
vida. Pero me esperaba otra experiencia más terrible.
―Eso‖ se apresuró hacia mí en forma de mancha vaporosa.
Volvió a tomar forma, o al menos su forma inicial, cuan-
do la tuve frente a mis ojos. Movió sus tentáculos en for-
ma de vaivén y me mostró una sonrisa perversa. Me miró,
y lo único que hizo fue mirarme.

Corrí. Corrí como nunca, como si me persiguiera


una bala con mi nombre, un misil teledirigido. Como si
parar fuera equivalente a morir súbitamente. Cuando volví
con la policía la mañana siguiente no había rastros de na-
da. Ninguna puerta y ninguna ventana había sido forzada.
Buscaron huellas o cosas que pudieran faltar (dije que me
habían entrado a robar). Tampoco hallé la cámara en mi
habitación.
Nada.
Nada de nada.
Los insté a inspeccionar cada rincón para cercio-
rarme de que no había presencia alguna en la casa. Per-
manecí el tiempo necesario para convencerme de que es-
taba vacía en absoluto. Me resistí a contar una verdad, que
ni yo mismo creía del todo, hasta ahora, momento en el
que redacto este documento. Sé muy bien que son muchos
los que se burlarán de los hechos que acabo de relatar.
Mejor. Que así sea. Mi único deseo es que quienes apre-
cian su equilibrio cerebral no elijan adrede caer en el
mismo abismo al que yo mismo me arrojé estúpidamente.
Todavía siento a seres espantosos e innominados que se
deslizan con rapidez entre mis sueños.
Mientras juntaba mi cepillo de dientes y algo de ro-
pa, me juré nunca volver a pisar aquel lugar endemonia-
do. Hice girar la manija de la puerta, sintiendo sobre mi
corazón un peso como jamás lo había sentido. Sentí que
me observaban. Ellos. Todos ellos. Justo antes de cerrar la
puerta del cuarto, me volteé. Me pareció ver la cuerda
tirada, oculta, hecha un bollo, ahí debajo de mi cama.
¿ES UNA PERSECUCIÓN SI EL perseguido no sabe que
está siendo perseguido? Tal vez, en ese caso, solo sea una
cacería. Yo, ahora lo sé, soy la presa. Lo soy desde que mi
perseguidor, mi amigo oculto, decidió que la única mane-
ra de vivir su vida era terminar con la mía.
No es esta una historia de carreteras, con enormes
autos furiosos que salpican balas. Tampoco estábamos
corriendo: no necesitábamos velocidad para sentirnos
acelerados.
Nos conocimos estando sentados, por lo menos la
segunda vez. Nos conocimos sin movernos, así tenía que
ser porque pronto no volveríamos a quedarnos quietos
nunca más. En un pequeño bar: yo, en un extremo; él,
apoyado contra el otro.
Su postura me llamo la atención, lo suficiente para
recordar su rostro, pero no para tenerle el miedo que de-
bería.
Salí del bar queriendo esquivar su presencia. Debía
ser mi imaginación, no me había sentido totalmente
cómodo desde el día en que llegué al camping. No pre-
ocuparme de nada por unos días era mi objetivo, no tenía
sentido si no me relajaba.
Camine dos kilómetros desde el centro hasta la car-
pa. Más despacio de lo normal, porque una de las tiras de
mis ojotas se había roto en el camino de ida. Caminar
grandes distancias en ojotas es un típico error de turista.
Caminar grandes distancias en lugares desconocidos bajo
los efectos del alcohol era un típico error mío.
De noche los árboles que posan a los costados de las
rutas no tienen profundidad, están pintados, mal cosidos
en la penumbra, parches tapando agujeros y mi amigo se
ocultaba detrás de ellos. Estaba vestido de silencio y el
silencio no es más que oscuridad disfrazada de sonido.
Iba a entrar a la carpa, pero me arrepentí a último
momento. No escuché los pasos detrás de mí, no fue eso
lo que me detuvo: fue el río. Había crecido por primera
vez desde que llegué. Me arranqué las ojotas y caminé
hasta desaparecer de la cintura para abajo. No había agua
donde no hubiera luna.
El río dejó de fluir en el momento en el que logré
percibir que se acercaba hacía mí. Dentro de la carpa, a la
derecha de la entrada, en el bolsillo de un bolso de mano,
tenía la pistola preparada. Tomé aquella precaución sin
saber por qué, todo el tiempo me sentía amenazado por
sensaciones que no tenían un origen claro. Corrí a buscar-
la. Lo hice tan rápido que ni él ni yo nos dimos cuenta.
Su gran barba parecía ceniza recién apagada, como
si sobre su rostro hubiera un fuego agonizando y a mí me
llegaran las últimas brasas.
Verlo sonreír hizo que quisiera despegar los pies del
piso y que el agua me llevara. Me impactó tanto que no
escuché sus primeras palabras.
Las repitió: ¿Me recordás?
Le mentí, le dije que no.
No necesite más que sentir su olor a carne podrida y
carbón para que las imágenes volvieran a mí, aunque con
dificultad, debido a la niebla en la que solía estar todo el
tiempo en aquella época. No hablo de odio o de dolor,
como se puede llegar a pensar. Hablo de un calor inmen-
so, fiebre tal vez, que solo se siente cuando uno deja su
cuerpo en manos de una voluntad que no es la propia.
Algunas cosas que recuerdo, la primera vez que lo
sentí conmigo, fue ese día que fuimos a la casa de Gonza-
lo. Yo tenía trece años. Me quedé un minuto a solas mien-
tras él iba a buscar su campera, queríamos ir a andar en
bicicleta y hacía más frío de lo que esperábamos. Su
abuela se había quedado dormida en el sillón del living.
Me enamoré enseguida de la escena. Esa mujer era como
un cuadro de naturaleza muerta. Apenas la veías pensabas
que no había forma de que estuviera viva y sin embargo,
respiraba. Lento, pero respiraba, ella llenaba sus pulmo-
nes a un ritmo que me cargaba de adrenalina. No me co-
nocía más que de vista, pero no pareció sorprenderse
cuando se despertó con mis manos alrededor de su cuello.
Apenas intentó gritar. Un reflejo. Cuando entendió la si-
tuación se quedó completamente quieta. Dejó de respirar
justo cuando Gonzalo volvía. Todos en su familia estaban
esperando ese momento; nadie ni siquiera intentó buscar
un culpable.
Puedo recordar a mis primos y tíos perder su casa
no mucho tiempo después. Vivían en la costa y con mi
familia siempre los visitábamos en vacaciones. Todos se
habían ido a la playa temprano, no tengo ganas de ir, le
dije a mis padres. Decidieron que no había problema, que
me quedara solo unas horas. Los perros estaban ladrando
desde el amanecer, los habían atado a un árbol y estaban
desesperados por escaparse. Los bañé con el combustible
que mi tío había comprado para una lancha que nunca
usaba. Di vueltas alrededor del jardín trasero salpicando
el resto de lo que quedaba en el bidón, luego seguí hasta
la cocina, el living y el cuarto de mis primos en el segun-
do piso. Me encontraron en el patio de adelante, desma-
yado por el humo, en pleno anochecer y la casa iluminan-
do toda la cuadra. Les dije que un hombre había entrado y
que no recordaba nada más. Nadie murió esa vez, solo los
perros. Creo que él no estaba bien asentado en mi mente y
yo todavía intentaba sofocar, de alguna forma, mis ansias.
El tiempo hizo que las cosas se volvieran más fáci-
les. Con Daniel, por ejemplo, el portero del edificio donde
vivía con Celeste. Para ese momento dominaba mejor mis
impulsos. Fue la primera vez que no improvisé. Todo era
muy sencillo si tenía paciencia. Esperé todo el tiempo que
fuera necesario para robar las llaves de la terraza, que solo
él tenía, y hacer una copia. Abrí la puerta y lo vi cerca del
tanque de agua, al otro lado de donde estaba yo. Atrás
suyo estaba el cielo en pleno atardecer, cumpliendo su
papel de cómplice. Corrí hasta él lo más rápido que pude.
Cayó nueve pisos preguntándose quién lo había empuja-
do. Lo mató la duda antes que la caída.
Celeste. Ella pensó que su aborto fue espontáneo.
Yo la envenenaba de a poco, solo lo suficiente para escu-
charla llorar. Ella fue la única que me descubrió. Estaba
preparando la cena y me sorprendió. Primero no habló,
después se acusó de que siempre lo había sospechado y
que me amaba demasiado para admitirlo. Luego se puso
violenta y me atacó con un palo de escoba. Luchamos un
rato hasta que le partí la cabeza contra la mesada. Me dio
un poco de lástima, me había acostumbrado a ella. En el
fondo, todos los que conocíamos sabían que ella iba a
morir tarde o temprano, ¿no? Eso es lo los atraía de pasar
tiempo conmigo, de algún modo sentían que yo no era lo
que aparentaba, jugaban con fuego. Cuando murió Celeste
dejaron de hablarme, ya sea porque sospechaban que yo la
había matado o porque les daba demasiada lástima hablar
conmigo o porque sentían culpa de no haberlo prevenido.
Pero no me importaba, siempre estaba acompañado, por
lo menos hasta ese entonces.
Un año después tuve el accidente que puso fin a eso
para siempre. Vi el auto subirse a la vereda apenas un
segundo antes. El acero del parachoques tomó ventaja
sobre mi cuerpo demasiado rápido. Terminé con varios
huesos rotos y el pulmón izquierdo perforado. No tenía
miedo a morir, pero él aparentemente no estaba dispuesto
a que le pasara lo mismo. Supo que tenía que irse antes de
que lo llevara conmigo. Y eso hizo. Me dejó solo. Su ida
dolió mucho más que el choque y el dolor me hizo perder
la conciencia. Desperté dos meses después en la cama de
un hospital. Me acuerdo que, al principio, gritaba todo el
tiempo dentro de mi cabeza, inventaba conversaciones
conmigo mismo, intentaba llenar el vacío que había deja-
do su voz.
Pero ahora, él estaba de vuelta frente a mí. Se nota-
ba emocionado, ansioso. Creo que hasta ese momento
nunca supo si yo había sobrevivido o no al accidente.
Habían pasado quince años.
Su salto fue tan espontáneo que, a medida que su
imagen inundaba mi campo visual, pensé que no se estaba
acercando sino que se hacía cada vez más grande.
Me ahogué con mi propio grito, que no era un grito
de auxilio ni tampoco un grito de batalla: era una mezcla
de ambos.
La posesión fue un poco diferente de lo que recor-
daba, pero sin sorpresas. Con sus dos manos, que poco
tenían de humanas, separó mis maxilares inferior y supe-
rior. Sentía frío en mis dientes y calor en el aire que en-
traba a mis pulmones. Se metió poco a poco: primero su
pie derecho, luego el izquierdo, sus uñas rasgaban mis
cuerdas vocales. Su torso atravesaba mi garganta frenando
toda posibilidad de vómito. Una vez adentro, el sonido de
su risa ascendió desde mi estómago y se mezcló con mi
llanto formando un sonido agridulce. Mi alma volvía a
sentir ese valor inexplicable, esta vez para siempre, ¿A
qué demonio podía tenerle miedo si yo llevaba al peor de
todos?
Tenía poco tiempo antes de que él pudiera usar mis
propias extremidades para defenderse, pero aún así hablé
despacio:

—Después de que te fuiste, seguí por un tiempo a


una anciana que se llamaba Susana. ¿Te acordás de ella?
Vivía a una cuadra de mi casa cuando yo era niño. No
recuerdo de dónde la conocía mi madre pero, cada vez
que se cruzaban, ella aprovechaba para acariciarme la
cabeza, la odiaba por eso. ¿Te das cuenta que fue ese re-
cuerdo lo que provocó que la eligiera? Hasta ese momen-
to nunca había elegido a quien matar por alguna razón en
particular, ni siquiera a Celeste, todo era al azar y por
puro placer. Esa vez fuel el acto de un ser humano y yo no
me había dado cuenta de la diferencia.
Entré a la casa por la ventana del segundo piso, hac-
ía treinta grados y estaban todas las ventanas abiertas. Un
gran pasillo me ofrecía muchas puertas. Sabía en qué
habitación dormía porque la había espiado por semanas.
Aunque nunca había estado en el pasillo podría haberlo
caminado con los ojos cerrados, creo que así lo hice. Casi
entro bailando de lo emocionado que estaba, esperaba
encontrarte ahí, junto a mí, como si nunca te hubieras ido.
La puerta estaba entreabierta, la luz del televisor cubría el
pasillo. Me asomé y la encontré despierta, tardó unos se-
gundos en notar mi presencia. A los gritos, se levantó y
corrió hacía la puerta, me la cerró en la cara y puso una
traba. No pude pensar, ella estaba llamando a la policía y
yo no podía moverme. Pero no era yo, no era yo, ¿Dónde
estabas cuando te necesitaba? Giré mi mano y volví por
donde había llegado, nunca me sentí tan mal. –En ese
momento empecé a sentir que tomaba el control de mi
cuerpo. Eso me hizo enojar y elevé la voz–. ¡El impulso
seguía ahí!, ¿Entendés? Y dolía. Mi mente entera estaba
construida para eso después de tantos años, pero era una
máquina sin combustible. Pensé que no iba a sobrevivir a
tanta impotencia. Pero con el tiempo me acostumbré, em-
pecé a sentir que nunca habías existido. Te olvidé. Enton-
ces te vi en el bar y sentí tanto miedo, aunque no podía
explicar por qué: era como verme a mí mismo pero com-
pleto. No puedo volver a sentirme como antes. Dejó de
haber un futuro para mí después de que te llevaste mi pa-
sado.

Me temblaban las manos y los ojos me ardían. Dejé


caer mi cuerpo al piso y me puse a buscar el arma en la
oscuridad. Rastrillé la tierra con los dedos hasta encon-
trarla a los pies de un árbol. Realmente no creo que sea
justo sentarme a esperar la muerte. Cerré los ojos y es-
cuché: primero el río, que se había quedado sospechosa-
mente quieto y, segundo, el golpe seco del arma apoyán-
dose en mis dientes.
SE DETIENE EN EL CAMINO, a la orilla del risco, para
observarla: en el borde del acantilado, una mujer contem-
pla el oleaje incesante que estalla contra los peñascos, al
pie del precipicio.
El sol se desangra en el horizonte. Las ráfagas ma-
rinas mecen los harapos de un vestido de fiesta, quizás un
vestido de novia.
El hombre advierte que no están solos: también una
vieja mira a la chica, lo mira a él. Pero sigue de largo per-
signándose, disparando cortas miradas por encima del
hombro.
Se concentra entonces en la mujer frente al abismo.
Puede ver la agonía del sol en sus lágrimas. Toma con-
ciencia del peligro. Los harapos, el llanto, el acantilado…
Solo un tonto no advertiría que ella intenta suicidarse.
Mira a su alrededor buscando ayuda: a pocos metros
del acantilado se derrumba una tapera apenas rodeada por
una arboleda de eucaliptos. Pero nadie a la vista, nadie a
quien pedir socorro. Solo algunos autos que pasan velo-
ces.
—¡Por favor, señorita! —grita Roberto—. ¡Aléjese
del borde!
La mujer lo observa, lo recorre con velados ojos
azules cargados de demencia. Pero pareciera no verlo.
—¡Váyase! —responde, y con una lentitud de pesa-
dilla vuelve su vista al horizonte—. Si sabe lo que le con-
viene, váyase.
Roberto se acerca, y adelanta las manos hacia la
mujer. Advierte los harapos sucios, llenos de hollín, quizá
chamuscados.
—Mire… Lo que sea que haya sucedido tiene solu-
ción. Nada en esta vida merece perderla.
—¡Ja…! —la risa áspera lo sobresalta—. ¿Qué
podés saber vos de la vida? Andate. Estoy maldita, deja-
me tranquila —repite la mujer ahogando sus palabras en
un lamento más y más intenso.
Roberto no sabe qué hacer. Mira de nuevo hacia to-
dos lados buscando ayuda. Se acerca un camión y él hace
gestos para detenerlo pero acelera al pasar junto a ellos.
Intenta llamar por su celular: no tiene señal. El llanto sa-
cude a la mujer. Y él se acerca con cautela.
Ya en el mismo borde del peñasco puede ver la lu-
minosidad de la espuma sepultando las rocas una y otra
vez. La mujer mira hacia ese sol que se aplasta alargando
las sombras.
—Váyase —le dice—. Él va a venir. Si él viene y
no hay nadie, quizá yo quede liberada. ¡Váyase, por fa-
vor!
Roberto se apiada de la mujer, quien enjuga su ros-
tro con un pañuelo más sucio que el vestido. Es evidente:
se trata de una pobre loca a quien abandonaron el mismo
día de su boda. Y él –quién sino el novio– ―va a venir‖.
Ella lo está esperando. ¿Hace cuánto tiempo? Y acaso
piensa que hoy, hoy mismo, su novio desamorado vol-
verá.
Voltea hacia el camino, y la vieja es un punto leja-
no. La ruta es una de las más transitadas: une la ciudad
con los boliches y el casino. Pasan muchos vehículos,
pero nadie se detiene.
—¿Quién va a venir, señora? ¿Por qué no nos acer-
camos al camino y nos sentamos a conversar? Estar tan
cerca del borde me provoca vértigo.
—Váyase y no tendrá nada que temer.
Roberto estira la mano. La mujer se aleja lo sufi-
ciente para que no pueda tocarla. Pero siempre a la misma
distancia del abismo: en el maldito borde.
—Mi nombre es Roberto. ¿Por qué no nos alejamos
del acantilado? Hablemos.
—¡No! Debo quedarme hasta el amanecer. Él me
dijo que esta noche vendría, y vendrá. Él nunca miente.
Me prometió que en el próximo plenilunio. Y hoy habrá
luna llena… Yo lo espero, así me lo ordenó. ¡Por favor,
Dios, que no haya nadie conmigo! ¡Váyase!
Roberto se siente desorientado. ¿A quién esperaría
la mujer? Era más prudente no contradecirla.

El sol ya desapareció y la oscuridad va ganando te-


rreno. Una suave brisa trae el olor del mar. Sobre la arbo-
leda, al este, se despereza una enorme luna ensangrentada.
En algo tiene razón aquella demente: es luna llena.
—¿Le molesta si espero con usted? —Roberto se
sienta en la grava cerca del borde— Quizás quiera sentar-
se conmigo a con...
— ...¡déjeme sola! —se aleja más de él pero no del
acantilado— Usted corre peligro. ¡Váyase de una vez!
De pronto Roberto ve, sobre el poniente, densas nu-
bes que se acumulan como huestes infernales. Los relám-
pagos se descargan en un mar que vira del dorado al ne-
gro. El viento salado se intensifica, es ahora una pestilen-
cia imposible de definir.
—Ahí viene... —la mujer señala un punto en el
horizonte.
Roberto se levanta y mira hacia las nubes, donde
indica la mujer. Él no ve nada.
—Por favor —la mirada suplicante de esos ojos
azules le desgarra el corazón—. Le queda poco tiempo. Si
se aleja hacia la arboleda, puede que se salve… ¡Corra!
No quiero más sacrificios.
—¿Si me voy, usted se aleja del precipicio?
—No puedo. Aunque quisiera, no puedo. Debo es-
perarlo a él bien en el borde. Nadie sabe lo peligroso que
es, nadie conoce su poder. ¡Huya!
Roberto distingue una pequeña sombra en el cielo.
¿Una gaviota? Por su tamaño, un albatros. La sombra va
creciendo, destella.
—Se ve que aún tengo tiempo —dice Roberto, y
sonríe—. Lo que se está acercando es un avión.
La mujer parece no oírlo: mira petrificada la som-
bra, que se agiganta más y más. En dos zancadas, Roberto
intenta acercarse lo suficiente como para tirar de ella y
alejarla del despeñadero. Pero la expresión de ese rostro
dolorido lo detiene. Vuelve su vista, y también él queda
alelado: las alas baten con lentitud el aire. No es una
máquina, se trata de un animal fabuloso.
—Ya es tarde —dice la mujer—. Y se lo he preve-
nido. No quería que Sar’El le hiciera daño.
Aunque las alas apenas se mueven, aquello se acer-
ca a espeluznante velocidad. Lo que Roberto creía una
gaviota o un albatros resultó ser… Con unas extremidades
membranosas y de gran envergadura, serpentea por el
cielo. Cuatro garras, filosas como dagas, coronan formi-
dables patas. Su largo cuello se eriza en una cresta coriá-
cea. Los destellos que se veían a lo lejos era el aliento
flamígero: una llamarada de esa enorme boca calcina el
terreno. Roberto siente en la piel el calor de las rocas al
fundirse.
Siempre había pensado que los dragones eran ani-
males legendarios, y no puede dejar de admirar el poder
que emana de esa bestia que, rauda, ahora lo sobrevuela:
Roberto se da vuelta, y a su espalda se recorta en la luna
púrpura. Con un fuerte aleteo que agita los árboles se posa
cerca de la tapera.
Se escucha una frenada brusca seguida de un esta-
llido de vidrios y hierros. Otro auto se lleva por delante a
los dos chocados y vuelca. Y los vehículos se van acumu-
lando. Un camión jaula pierde el control y desparrama
una veintena de vacas. Un auto deportivo, que trata de
esquivarlas, se precipita al acantilado. Algunos se bajan
de los autos para mirar ese prodigio, se parapetan detrás
de las puertas.
Roberto se interpone entre el dragón y la mujer, cu-
yos ojos supuran odio.
—Muy caballeresco tu gesto, humano —dice el
monstruo—. Aunque de nada te servirá.
Roberto quiere agarrar del brazo a la mujer para
protegerla, para hacerle de escudo. Pero su mano hiende
el aire. ¡Pasa a través de la muñeca como si fuese de
humo!
—¡Ah! ¡Santo Dios! —grita alejándose del fantas-
ma. Apenas se da cuenta: se ha acercado al dragón, que lo
mira interesado.
—Soy Sar’El —se presenta la bestia—. ¿Te gusta
mi señuelo? Murió hace tiempo, cuando incendié su casa
—señala la tapera con el pulgar, su garra reluce a la luz de
la luna—. Ahora me sirve para atrapar incautos.
—¿De qué diablos…? —Roberto no deja de mirar a
―al espectro de la mujer‖.
Sar’El se acomoda en el borde del risco al lado de
su fantasma. Ella intenta alejarse. Y él la mira divertido.
Roberto puede ver el tamaño de Sar’El. Solamente
su cabeza mide como dos hombres. Y parece saber que él
lo está mirando: pacientemente, hurga sus gigantescos
colmillos con la uña de su zarpa derecha.
—Mi dulce señuelo —dice—. ¿Qué gentil hombre
puede resistirse a tratar de ayudar a una pobre suicida? Y
yo necesito de esa inocencia heroica. Necesito del alimen-
to que me nutre tanto el cuerpo como el espíritu. Y ese
olor… la adrenalina humana me excita, me abre el apeti-
to.
Roberto mira a Sar’El. Es tanto su asombro que no
piensa en lo que oye; no puede creer lo que ve: ¿esa mu-
jer, un ser inmaterial? ¿Un simple señuelo hecho de niebla
y bruma? Toma conciencia del peligro y echa a correr
hacia la arboleda. El dragón ríe estentóreo, sin esfuerzo
salta con sus potentes patas y apenas mueve las alas. La
multitud grita. Sar’El aterriza pocos metros delante de
Roberto.
—O eres un idiota o un loco, humano. Solo los idio-
tas y los locos no se aterran ante mi presencia. Lástima.
Amo ese olor que emiten los hombres cuando temen.
Roberto cambia de rumbo, va hacia la casa en rui-
nas, pero Sar’El lo intercepta lanzando una tempestad de
fuego. Un Peugeot estalla en hierros incandescentes y
carne calcinada. La gente huye despavorida, gritando y
empujándose. Algunos se refugian en la tapera, otros en-
tre los eucaliptus.
Roberto frena en seco y enfrenta al dragón. Mira
hacia todos lados: nadie a la vista, solo destrucción.
—Puedes correr todo lo que quieras. De todas ma-
neras te tendré.
Roberto no teme... y Sar’El lo percibe.
—¿Eres loco o necio? —pregunta el dragón.
—Ni lo uno ni lo otro. Reconozco que eres una cria-
tura formidable. Pero no, no te temo.
—¿Criatura? ¿Me has llamado criatura? No tienes
idea del poder que tiene esta criatura.
Sar’El decide jugar un poco con su presa: lanza una
bocanada de fuego, y la arena se vitrifica a los pies de
Roberto, quien no se mueve. Solo mira el fuego consu-
mirse.
El dragón se impacienta: intenta un coletazo, y Ro-
berto se agacha esquivándolo. El hediondo aliento de
Sar’El se esparce a su alrededor, pero él ni se inmuta.
—¡TU TIEMPO SE HA ACABADO, HUMANO!
Sar’El abre la boca y la cierra sobre la cabeza de su
víctima. Por anticipado ya disfruta del crujir de aquellos
huesos, del salado de esa sangre… pero no sucede tal co-
sa: como a través de una bruma, sus colmillos se cierran
en el vacío, pasan a través del cuello. Perplejo, estira una
garra, y sus dedos siguen de largo: no encuentran materia
en el abdomen del hombre que le muestra su sonrisa más
perversa.
—¿Qué magia poderosa me ha engañado a mí, al
gran Sar’El?
Roberto mira por encima del reptil.
—Querido Sar’El —dice una voz a espaldas del
dragón—. Mi magia es suficientemente poderosa como
para engañar a mil dragones estúpidos como tú.
Sar’El se vuelve: en una bruma resplandeciente, el
arcángel lo estudia, lo observa entre precavido y diverti-
do. Su cota de malla brilla como tejida de estrellas, y las
placas de su armadura resplandecen. La lanza dorada
apunta al corazón de Sar’El.
—¡Miguel! —ruge el dragón— Te has dignado ve-
nir en persona —sisea entornando sus ojos amarillentos—
. ¿Crees… tener poder? Hasta que no trabajes para el
Príncipe de la Oscuridad, no sabrás qué es el poder.
—Pero igual te engañé. —Y, volviéndose hacia Ro-
berto:— Gracias, buen amigo. Ya puedes seguir tu viaje.
El héroe titubea.
—Entonces —dice—, yo estoy…
—Sí, estás muerto. Y como sabía que obrarías bien,
retrasé tu partida: necesitaba de tu bondad e inocencia
para capturar a Sar’El.
El hombre –aquella alma, mejor dicho– se disipa,
convirtiéndose en nada.
—¿Ahora los seres de la luz también hacen trampa?
—los ojos relampagueantes miran la poderosa lanza—.
¿No es eso una forma de engaño?
—¿Piensas que eres el único que se vale de señue-
los? —La sonrisa del arcángel brilla más que su armadu-
ra—. Utilizar un incentivo para capturar una buena pieza
no es hacer trampa. Y ahora me propuse cazar a una de
las últimas lagartijas que aún no aprendieron cuál es su
sitio.
—¿Lagartijas? Pues parece que esta lagartija se
cargó a unos cuantos de tus ángeles y querubines.
La mirada del arcángel se ensombrece.
—Y… —el formidable animal contrae las patas
traseras, aspira una buena bocanada de aire—. ¿Cuál es
nuestro sitio, si se puede saber?
Miguel no le pierde movimiento.
—Nuestro sitio —dice—, porque me incluyo, es en
los sueños, en el corazón de los humanos. En ese sacro
lugar, tu estirpe debe fortalecerlos y darles agallas; la mía,
protegerlos y guiarlos.
Equilibrándose en sus patas, el dragón se eleva y
arroja una bola incandescente. Miguel pliega las alas, y
rodando hacia un costado la esquiva: la llamarada termina
de destruir la casona. Los pocos sobrevivientes, aún es-
condidos en las ruinas, huyen como antorchas humanas.
La lanza falla por pocos centímetros y se clava en el pas-
to.
—¿Es lo mejor que tienes? —dice Miguel—. No le
podrías hacer mella ni al más débil de mis serafines —a
un gesto suyo, la lanza vuelve a su mano.
Sar’El impreca al cielo con un rugido y clava su mi-
rada en los ojos del arcángel. Sus garras hienden el aire y
de las profundidades de las terribles fauces surge un
murmullo.
El sortilegio del dragón es tan poderoso que Miguel
no puede despegar la vista de esos ojos malignos. La lan-
za cae de su mano y rueda junto al fantasma de la mujer.
Se paraliza al ver a sus ángeles y querubines entre las
tinieblas, que forman una gruesa cadena. El sufrimiento lo
va envolviendo, lo va encerrando: Miguel se ve atrapado
en esa oscuridad contra la que siempre combatió, la cade-
na se cierra sobre él. Ve, junto a su milicia celestial, a esa
pobre mujer a quien la bestia usa de carnada: también a
ella la dobla el peso de las tinieblas.
—¿Y, Miguel? Parece que esta lagartija aprendió
algunos trucos de su amo.
—Puedo… —dice Miguel con dificultad—. Puedo
liberarme.
—No. No puedes. El mismo odio que le tienes a mi
Señor te ata más. ¿Te salvarás tu solo cuando tus leales
tropas quedarán sufriendo eternamente conmigo? Porque
te aseguro que sufrirán…
Miguel se desespera. Reconoce a sus subordinados
y amigos. Sabe que le restan fuerzas para salvar de la os-
curidad solo a uno de ellos. ¿A quién elegir?
—Difícil elección. ¿No es verdad, Miguel?
—No. No es difícil. Mi misión está antes que todo.
El arcángel se decide: liberará a la humana, esa mu-
jer que tanto ha sufrido en manos de la bestia. El esfuerzo
de Miguel por arrancarla de las cadenas hace que los te-
nebrosos eslabones se le hinquen más profundamente en
sus propios músculos.
—¿Te condenaste… —dice Sar’El confundido— y
condenaste a toda tu legión al sufrimiento eterno por sal-
var a un sucio humano? No lo entiendo.
De pronto el dragón lanza un aullido de dolor. Las
cadenas de la legión de Miguel se debilitan y caen. Los
querubines y ángeles cierran filas alrededor del monstruo.
Con los últimos estertores, Sar’El ve su pecho atravesado
por la lanza del Arcángel.
La mujer, bañada en la sangre negra de la bestia,
llora. Pero llora de felicidad…
—¿Cuándo aprenderán a no subestimar a los huma-
nos? —dice Miguel, mirándola con admiración—. Ya has
sufrido bastante, mujer. Descansa en paz. Nuestro Señor
te espera.
LA NOCHE ES DE BREA. Una turba astrosa de famé-
licos ataviados con sus sambenitos y sus collares de púas
punitivas clama piedad en una jerigonza inentendible: las
onomatopeyas del suplicio. Se arrastran hasta el cadalso
escupidos por un público inmisericorde. En la palestra,
tres verdugos deformes mean sus propias herramientas
de tortura. Las levantan al público extasiado. Sierras,
puñales, tenazas, garrotes y vergajos. Grilletes, cadenas
y morsas. Contra el murallón una doncella de hierro, la
cuna de Judas, la pera, la garrucha, el toro de Fálarsis.
En el centro, paralelos, la horca, la guillotina, la maza y
la bigornia. El cuerpo humanal de un fraile bendice a
carcajadas los fornidos brazos de los matarifes. Es el
momento sublime. Gritos y maldiciones. Un golpe seco
sobre el cráneo del condenado. Vítores y vivas. La cabe-
za del segundo es enorme, casi no le entra el cuello en la
medialuna del cepo. Baja la hoja, corta la carne y el hue-
so, y la enorme cabeza gira sobre la madera y cae al pi-
so. La gente aplaude con menos énfasis. Por un segundo
se hermanan con el condenado. Saben que un error, una
torpeza, la extrema inocencia, los puede poner ahí arriba,
esperando el lazo que le pasan a la tercera. Incluso desde
lejos puedo ver el brillo cegador de sus ojos celestes.
Veo el terror, la impotencia, y después la resignación.
Eleva su rostro al cielo, dice algo, se toca la panza abul-
tada y se abre la trampa en el retablo. El cuello le hace
crack. El silencio verdadero de la perenne angustia de
Dios nos cae encima con su peso de plomo. Llueven
torsos infantiles que explotan como sandías contra el
suelo.
Salgo de la plaza y entro a una iglesia derruida. En
el altar cuelga la cruz invertida con el Cristo degollado.
Sobre el púlpito un daimon gordo lee el Martirologio de
Mando. Mientras celebra la homilía, la serpiente del
edén se le enrosca en la pierna de palo. Una monja vieja
le soba los huevos y lo pajea. Cuando acaba, con el gar-
gajo seminal de su verga enferma, transustancia la mate-
ria: ―comed el cuerpo podrido del unigénito, libad su
sangre ponzoñosa de culpa fermentada‖. Sobre la barba-
cana un cura lee del Martillo los castigos impuestos por
el brazo secular. Repite el mantra de la invocación:
Abraxas Brahma. Abraxas Brahma.
Deambulo por horas muertas hasta que me interno
en el bosque. Las frondas de alabastro encendidas ente-
nebrecen la noche diuturna. Me sobrecoge el hálito de la
bruma circundante. Arriba, remachado contra el cielo
férreo, el ojo de Dios pestañea ecuménico y miope. Es-
cucho el estridor cercano de la metalúrgica infernal, el
estrépito del hierro retorcido, el barullo de la guerra
abierta contra las huestes seráficas. Resuena la música
ficta en los clarines de las milicias. La marabunta de los
heraldos negros marcha rabiosa, humillados por la caída.
Avanzo entre las matas espinosas soportando el hedor
pasmoso del estío. Escalo una gran piedra y diviso el
Pandemonio: una centena de íncubos escarban con sus
vergas el detritus anal de los ángeles. A lo lejos: el patí-
bulo. A los pies de la horca, tres vírgenes son violadas
por dos mordaces sarracenos.
Me sumerjo en la zona fótica de la noche. Sacio mi
sed en los sucios orinales de las comadronas menopáusi-
cas. Le digo barbaridades soeces a una púber rubia. Eya-
culo mi rabia, ella se relame, pide más. Su culo es el
portal del pecado y lo inflijo, mil y mil veces. Hasta que
el embrujo desaparece en una conflagración inconsciente
y todo está manchado de sangre, un gran charco caliente
que sale a borbotones del agujero que le hice en la cabe-
za.
Dos guardias mugrientos me conducen por un
túnel hasta un cenotafio. Son las exequias de una niña.
Se escucha el murmullo corrupto de la salmodia. Ocho
arpías rodean a la muerta. Los guardias me llevan hasta
el féretro. Una arpía me nombra como el padre, dice que
es mi hija, la que será. La miro. Su piel añil tiene un bri-
llo gélido. Uno de los guardias me empuja. Toco su fren-
te encerada y beso su boca seca.
Es la mala hora, el instante de la pena capital. Yo,
pecador, confieso ante Dios todopoderoso, ante la bien-
aventurada siempre Virgen María, ante el bienaventura-
do san Miguel Arcángel, ante el bienaventurado San
Juan Bautista, ante los Apóstoles San Pedro y San Pablo,
ante todos los Santos, que pequé gravemente con el pen-
samiento, con la palabra y con la obra, por mi culpa, por
mi culpa, por mi grandísima culpa. A pesar de mis pre-
ces se me niega la bula. Y salen ufanos los mil demo-
nios. Un vestiglo escupe mi boca. En vano ruego por los
santísimos sacramentos. El raigón cancerígeno de mi
pecado original hace metástasis y me explota en el
plexo.
La marca de Caín está en mi frente. Me hundo en
un légamo pestilente. Los miasmas me queman los pul-
mones. Sobre mi cabeza el cielo putrefacto de Goya,
chirrían los violines de Tartini, y caen como flechas a
diestra y siniestra. Corre un río de sangre. Entre tinieblas
distingo la singladura errante de un sínodo diabólico
sobre una barcaza que no toca el agua. Me insultan en su
lengua maldita. Uno de ellos se me acerca. Su aliento es
pútrido. ―Soy el escarnecedor, el rey perverso, el anate-
ma de Dios. El maná de la concupiscencia insufla mi
corazón gangrenado. Soy el adversativo del verbo primi-
genio, el anverso, el antiteo. Un apóstata corrupto, capaz
de todo por mi celo moro‖. Huye de mí como si me te-
miera.
Quiero ser un ángel prepósito del aire, el predilec-
to. Salvarme. Pero la hemorragia es incontenible. Las
miríadas celestes observan el espectáculo con inclemen-
cia. Dios me olvida. La voz lejana de mi madre reza el
vademécum de mis pecados y me envuelven las llamas
eternas.
Hay algo más fuerte que el miedo: la pérdida de
control, la esclavitud del deseo. Aceptar su pulso enlo-
quecido, esa voracidad imparable. Incluso acá, ahora,
hirviendo en este caldo, sigo sintiendo el deseo. Tarde o
temprano se cobra en oro la usura. El libre albedrío, esa
fuerza superior que no puede contenerse. Yo me confie-
so, no puedo parar, me arrastra y me domina. Caigo ren-
dido y me encomiendo al cielo yermo. Pero no hay res-
puesta, solo unas risotadas que resuenan en la noche
cóncava. Brota sobre mí un mar inflamado, una gran
catarata de fuego ígneo. Una y otra vez. Nos hay descan-
so en la condena.
Entonces, con mi pesuña dibujo el trivio del lla-
mamiento. Brilla el ojo biselado en la oscuridad densa.
Siento su respiración procelosa, la protervia de su paso.
Una voz gregaria me nombra y caen las piedras de mi
condena. Ellos, los santos, se arrogan el derecho de jus-
ticia y rezan por mi salvación. No saben o no quieren
saber. El badajo de mi señor me penetra con furia y me
rompe por dentro, y en la conmistión nace un tercero, un
otro autárquico, la sumatoria de mis temores inconfesa-
dos y su posibilidad extrema. Se enquista en lo profundo
y no puedo extirparlo, porque ya no soy yo; me es. Pien-
so que también le soy, que yo mismo lo invoqué. A ve-
ces es un león merodeando. Olfatea de lejos. Elucubra.
Pasa horas en cuclillas sobre un grano de sal esperando
el momento oportuno para saltar. La paciencia es su ar-
ma más letal. Otras noches es simplemente una voz em-
putecida en mi cabeza. Es fantástico en la acción, certe-
ro, incluso en el vertiginoso devenir violento de su ca-
pricho cumpliéndose. Para pertenecerle hay que doble-
garse. Ese es el sacrificio que impone. Abjurar de toda
fe, odiar al prójimo. Es un dios invertido, un dios puto.
Omnisciente y egoísta. Su poder radica en mi debilidad.
Día a día me cobra todos los deseos que postergué por
miedo. Bajo su yugo soy capaz de cualquier cosa. Cum-
plo sus órdenes más abominables. Después de cada tro-
pelía abandona mi cuerpo para que yo lama mis heridas,
acurrucado en la sombra, sintiendo en carne viva el dolor
que causé. Me descarta por una piel postiza. Y solo, me
atormenta la culpa que me inocularon desde que nací. La
doble faz del pecado: la acción ciega y el arrepentimien-
to mudo. Nadie se arrepiente verdaderamente. Él lo sabe
porque es el alma de las cosas. La materia le pertenece,
porque es corrupta. Ama todo lo que se puede romper.
Cabalga a pelo en el lomo del tiempo. Es el inventor de
la peste. El hombre nunca fue absuelto. Dios no perdona,
ejecuta en contrafurca con la mano del diablo. Yo no sé
ya lo que me digo. Parloteo con la glosolália babélica de
un idiota desesperado. ¿Dónde está mi Ángel de la
Guarda? ¿La misericordia Divina? ¿Dónde están? Soy
un fantasma, un muerto; aunque nunca me sentí tan vivo.
El odio a Dios rejuvenece, potencia. Sus ojos iridiscentes
son ahora los míos. Lo que vemos es desolador. La mise-
randa de condenados allende la colina, dispersas confla-
graciones por doquier, tormentos atroces, incestuosas
orgías, la mesopotamia ensangrentada, el caos de la gue-
rra. Ya no tengo miedo, estoy entre los míos.
Confieso. Me llamo Urbano Grandier, yazgo en el
suelo de una zahúrda infesta. A mi merced un serrallo de
ursulinas de Loudun, bacantes, vespasianas, amazonas
con las tetas rebosantes de calostro, vírgenes procaces,
se ofrecen abiertas y lúbricas. La necesidad convulsa
destroza mi moral. Soy una bestia hambrienta en estado
salvaje. Necesito carne y hueso, sangre y saliva, leche y
flujo. Pero soy apenas un coyote en una jaula de leonas.
Escucho los aleluyas obscenos de las prostitutas calentu-
rientas de roto calcañar, prohijadas bajo la estirpe de
Lilith. Obesas y lujuriosas exhiben con impudicia su
carnuza infesta. Corren desnudas y pugnaces. Caigo de
rodillas para lamer sus conchas acibaradas. Fornico con
las putas del Tártaro, las hijas sucias de Babilonia, la
Jerusalén podrida. No se conforman con poseerme.
También quieren afligirme, aniquilar mi ego.
Escapo a campo traviesa. Un conciliábulo de bru-
jas preñadas paren engendros deformes en el claro de un
bosque. De sus vientres emana la mierda de una raza
proterva. Las nodrizas de leche negra amamantan rena-
cuajos. Toda la estirpe del averno se reúne para cantar la
endecha. Una comparsa macabra bailotea su danza des-
enfrenada, festejan los natalicios. Borrachas de ajenjo y
rapé, Jezabel y sus compañeras se entregan a los cabro-
nes en un lecho de dolor. Ellos, en su delirio zafío, pro-
fanan la carne penetrándolas contra natura, clavándoles
sus cornamentas. Voluptuoso es el goce de la carne tor-
turada. La fe se alimenta de sangre también. Felices los
que mueren en el señor. Felices los que mueren. Yo so-
porto las trece hambrunas de Numancia. Excogito bajo
tierra, en la tumba, mientras echan paladas sobre mí,
pero sigo vivo, nada puede matarme. Me atacan entonces
los vestigios. Me traga la boca de la bestia y deambulo
ciego, sordo y desnudo por el camino de la perdición.
Una mujer vestida de púrpura y escarlata, sentada a la
orilla de un río me invita a tomar una copa del vino em-
briagante de su prostitución. Caen sobre ella las plagas:
la peste, el llanto y el hambre. Una llamarada de fuego la
abrasa y la consume. La Virgen, ladina desde su sitial
inalcanzable, me redime. Le grito que yo quiero la con-
dena, el cadalso, pero no esta tortura. Es imposible so-
brellevar el dolor que siento. Todo es espantoso. El agua
ensangrentada, las llagas del hombre, el fuego fatuo. La
tierra se parte en tres y traga a los blasfemos. La estatua
ardiente de Moloch mastica niños. Ya no veré los frutos
que tanto deseaba, esos productos delicados y esplendi-
dos. Ni podré tampoco mirar finalmente la estrella de la
mañana. No tengo perdón. Me contradigo. Me pierdo en
mi propia conciencia. ¿Qué soy? ¿Un condenado? ¿Un
arrepentido? ¿Me absuelve la nostalgia del paraíso per-
dido?
Yo maté a mi hermano, traicioné a mi padre, des-
confié de mi mujer. Los nicolaítas en su babel capitalista
y jerárquica, con la boca llena de piedras, repiten la ala-
banza: ―Sea la gloria, el honor, la fuerza y el poder, des-
de antes de todos los tiempos, ahora y para siempre,
amén‖. Todos por igual serán asados a la parrilla, some-
tidos a la pena del fuego eterno. Las sinagogas ornadas
con la mirra, el oro y el incienso están repletas de peni-
tentes que injurian a la Gloria, maltratan a los débiles,
creen en los falsos doctores, y comen los alimentos con-
sagrados a los ídolos. Ahora veo una gran multitud. Son
las bodas del cordero, pero no hay lugar para mí. María,
esa abogada de los pecadores intercede, ayuna, reza y
llora sangre, implora misericordia a su esposo y a su
hijo. Hay esperanza. Pero ellos son sordos o no quieren
escucharla, y me pierdo para siempre. Las aves se sa-
ciarán con mis despojos ininterrumpidamente hasta que
se extingan los siete espíritus de Dios. Una última tenta-
ción es impedir el arrepentimiento, cazar un alma en
pleno vuelo hacia el cielo. El lecho de muerte de un cris-
tiano puede ser sitiado y corrompido en segundos por los
cuervos.
Esperpentos fuliginosos y torvos con pijas de ser-
piente y testículos de sapo me muerden el cuello. El in-
cesante clamor de las trompetas infernales me rompe los
tímpanos. Siento el calor abrasante de la caldera. Se oye
el llamado de medianoche, es la malhadada hora de las
hechiceras. Alciones gigantescos sobrevuelan la llanura
y eclipsan los haces de luna. Es como un retroceso. Algo
me arrastra hacia atrás. Íncubos potentes sodomizan a mi
padre con saña. Después de la vejación, mi madre es-
quelética, con la piel en andrajos, se abalanza sobre las
pijas totémicas y chupa con fruición sus elementales
leches. Después viene hacia mí. Extiende su brazo ca-
davérico, intento escapar, pero caigo al suelo. Me monta.
Su cuerpo despide una baba oleaginosa. Saca su lengua
hepática y me chupa los ojos, la nariz, la boca. Con sus
manos descompuestas, agarra mi pija muerta y se la in-
troduce en su concha seca. Gimotea de placer malsano,
hasta que un espasmo la derriba. No puedo moverme,
una nausea me arranca esputos sanguinolentos. Y atrás,
impetuoso y solo, el mayúsculo Ángel del fuego, el do-
minador de la naturaleza pervertida, mi padre y señor,
me mira satisfecho, rechoncho, como soñado por Don
Bosco.
AL DESPERTAR, MOVÍ LA CABEZA, rápido, tratando
de salir del letargo que me aplastaba contra las sábanas.
Giré sobre el colchón y miré las líneas de mis manos. No
sé por qué. La vista era borrosa, producto de largas horas
sumergido en un sueño subterráneo y difuso. ¿Realmente
pasó?, me pregunté, entre la paranoia y la sorpresa, aún
con la vista inmóvil, porque el recuerdo de lo sucedido
horas atrás me llegaba como un rayo, intermitente, absur-
do o irreal. ¿Pudo ser?, dije, para mí, aturdido y somno-
liento. La pregunta no dejaba de darme vueltas en la ca-
beza. Él, yo, la noche lluviosa y las historias que se conta-
ron durante esas horas. Pero la respuesta no estaba en el
trazo de las líneas de mis manos. Me levanté de la cama y
fui descalzo, sobre los cerámicos fríos, hasta la cocina.
Preparé el mate. ¿Qué pasó ayer? ¿Qué fue eso? Mis pen-
samientos estaban huecos y el silencio, como respuesta,
taladraba cada rincón, cada arruga de mi cerebro. Encendí
el televisor tratando de ahuyentar esos fantasmas sigilosos
que rodaban por mi mente. Agarré el control remoto y
cambié de canal una y otra vez hasta caer, como si se tra-
tara del golpe de una piedra, en el noticiero. Ahí no pude
sino demorarme, atento o asombrado –por qué no temero-
so– ante lo que mis ojos veían. La cámara enfocaba desde
abajo, a media altura, mostrando el histórico balcón, per-
petuo y rosado. Pero lo que sucedía ahí, a la vista de to-
dos, no tenía límites. Tal vez para el resto era algo nor-
mal. O al menos, otro acto en el acontecer de un país con
la relevancia que eso conlleva. No para mí. Para mí era
otra cosa. Algo oscuro, violento, tejido entre las sombras.
Y al mirar y mirar, confirmándolo una y otra vez, un esca-
lofrío me subió desde los cerámicos hasta la sien, deján-
dome –como se suele decir–, con los pelos de punta.
La noche anterior volví tarde a casa, caminando ba-
jo una lluvia medida y gris. Algunos relámpagos se sa-
cudían sobre el fondo del pueblo, tras las bardas, aunque,
se intuía, no caería mucha más agua que esa. Era un goteo
fino y constante que me llevaba a reflexionar sobre mi
escritura y sobre el porqué de mi bloqueo. No tenía res-
puestas ni excusas. Estaba seco. Sin nafta. Muerto. Paralí-
tico del lenguaje. Caminé la última cuadra mojado, secán-
dome con las mangas las gotas que caían sobre mis ojos.
―Seco bajo la lluvia‖, pensé. Y ante la impotencia nefasta
y la bronca creciente –y ya parado frente a la puerta de mi
casa– grité, puteando, con la mirada clavada en un charco
que se movía con lentitud hacia los lados. Insulté, gritan-
do, una segunda vez mientras buscaba las llaves en los
bolsillos y abrí la puerta. Estaba solo. Aunque eso no era
nada nuevo en mi vida.
Encendí la luz del comedor y me senté frente a la
computadora. Moví el mouse y la pantalla mostró la línea
de escritura, sobre la hoja en blanco, titilando. Seco. Sin
ideas. Nada de nada. ¿Alguna historia iba a llegarme? Y
ahí… justo ahí, pareció que mi pedido había sido escu-
chado y ese oído puesto a disposición de mi problema.
Increíble pero real.
Lo vi por primera vez unos segundos después de
medianoche, algo rezagado entre las sombras, tras el mar-
co de la puerta que da a la cocina, como un bloque más de
la penumbra que habitaba en la casa. No lo vi directo,
formado, sino con la vista periférica, de costado, en frag-
mentos, casi sin querer ver, dudando de esa realidad que,
de un momento a otro, pensaba yo, avanzaría. Pero cuan-
do quise confirmar la presencia que sospechaba, no pude.
La cabeza solo llegaba hasta ahí, a ese borde preciso y
arbitrario donde me era imposible ver más que una silueta
entre lo negro.
Escribí, me dijo, con una voz que podría describir
como perforada, hueca, tal vez rasgada sea la palabra.
Escribí. Yo te voy a ir guiando, de manera sencilla, con
palabras fáciles, y después vos las vas a escribir con el
estilo que te caracteriza. Me gusta tu estilo. Por eso te
elijo. Quiero que lo sepas. Aprecio mucho la crudeza de
tu prosa y quiero que, si alguien va a escribir mi historia,
lo haga de esa manera.
Hizo una pausa prolongada y luego habló sin vaci-
lar, con esa voz de profundidad pétrea.
La primera historia ocurrió hace unos veinte años.
El tipo ya estaba condenado, pero igual fui, por diversión.
Ya era mío. Había ejercido como militar y había cometido
crímenes descarnados, violentos, con saña e impunidad.
Había matado, torturado, violado… como te decía, era
mío. Así que el tiempo pasó y el Polaco, porque así le
decían, dejó las fuerzas. Volvió a su pueblo y, la verdad,
como con lo que cobraba de pensión no le alcanzaba para
nada, se puso una carnicería. Irónico ¿no? Pero tenía que
subsistir.
Bueno, la historia es esta, vos después te encargarás
de los detalles.
Entré al cuerpo de su hija menor y la conduje hacia
la carnicería. Era la hora del cierre. Me vio cuando in-
gresé al local por la puerta de atrás. Casi me matás de un
susto, dijo. Así que le respondí, con mi voz, que esa era la
intención. Esa es la intención, Polaco, le dije. Después
emití un gruñido, gutural, con saliva, y, lentamente, llevé
a la niña hacia la casa. La dejé confundida, sin saber lo
que había sucedido. El hombre no volvió a ver a su hija
de la misma manera. Repetí el procedimiento, inmediata-
mente. Fui la siguiente noche y lo asalté, con los ojos
blanquecinos y un cuchillo en las manos.
—Polaco —le dije
—¿Qué querés? —dijo, con un sobresalto nervioso.
—Vos sabés, Polaco. Vos sabés quién soy y lo que
quiero.
—No sé. No sé, dijo, aterrado, apretando un pedazo
de carne hasta hacerlo sangrar, apenas, por los bordes.
—Así es, Polaco —le dije—. Así es, —usando la
voz de su hija. Mirando el pedazo de carne, señalándolo
con el cuchillo. Y me fui.
La tercera noche encontré al hombre sentado en el
patio de su casa, mudo, mirando el paredón que daba al
fondo. Ingresé al cuerpo de la niña y fui hacia él. Su hija
estaba con el pijama puesto, descalza. Llegué suave, sobre
la tierra húmeda. Polaco, Polaco, Polaco, le dije, alternan-
do mi voz y la de la chica. El Polaco estaba borracho, más
que de costumbre. Tambaleó e intentó hacerme frente. Me
miró, fijo, a los ojos, y yo le mostré en un segundo todos
sus crímenes. Pero, no conforme con eso, hice que los
sintiera en carne propia, que le dolieran.
El Polaco retrocedió unos pasos, confundido, con
lágrimas en los ojos y yo realicé mi baile, el que todos
mis condenados conocen. Sí, me gusta bailar, ya lo vas a
ver. Bailé con el viento moviendo el pijama de niña, sobre
la tierra húmeda y él supo que no había escapatoria.
Fue hasta la carnicería y volvió. Unos segundos
después, dejó a la niña tirada en el patio y salió corriendo
en busca de su mujer.
Maté a tu hija, le dijo, manchado de sangre y con el
gancho de carnicero todavía en las manos. Temblaba y las
gotas caían, lentas, sobre los cerámicos desteñidos.
Maté a nuestra hija. Tenía al Diablo adentro. Era el
Diablo. Era el Diablo, decía, una y otra vez.
Su mujer, desconcertada, corrió en busca de la niña
y la encontró descuartizada. Pedazos y pedazos de la hija
regados por el patio. Una verdadera carnicería. La sangre
hacía pequeños charcos en la tierra y el cuerpo se encon-
traba esparcido con distancias de hasta dos metros. Una
mano acá, una pierna allá. El rostro era irreconocible.
Después de unos minutos, desde el fondo de una
habitación oscura, el Polaco, de rodillas, volvió a repetir,
tartamudo, mi nombre, y el eco que produjo la recortada
contra su sien retumbó en toda la cuadra.
Yo escuchaba el relato que se me entregaba desde
las sombras de mi casa y escribía, como podía, un borra-
dor apurado. Afuera la lluvia se transformaba en tormen-
ta, pesada, lenta, cayendo sobre la noche interminable.
Pensé que todo era imposible, irreal, y la voz, desde la
penumbra, me respondió que no. No te confundas, me
dijo.
Ahora te voy a contar una segunda historia. Atento,
no pierdas detalles de lo que voy a narrar.
El tipo era un borracho y a mí me gustaba jugar con
su mente. Era frágil. Lo encontré una noche en un bar y
me senté a su lado, sobre un taburete en la barra. Pedí dos
cervezas y le invité una porque sabía que ya no tenía más
plata, y eso, para un alcohólico, siempre es terrible. Le
dije que era el Diablo y no me creyó. Eso suele pasar.
Pero el hombre, no conforme, dudando, me pidió una
prueba. Eso fue un error. A mí nadie me pone a prueba.
Quién se cree. Quiénes se creen. Esta historia salió en los
diarios pero nadie me nombró, y eso me indigna. Quiero
que escribas y seas claro en darme el crédito, porque fue
todo mío. Por eso te estoy eligiendo. Estoy harto de que
no se me atribuyan mis actos.
Mirá, le dije. Y comencé a hacer que, a nuestro al-
rededor, las cosas salieran mal. Eso siempre me gusta, es
mi firma. Un hombre que caminaba entre las mesas con
dos vasos se tropezó con un pie y cayó sobre una mesa,
manchando a todos. Fallaron las luces y todo quedó a
media luz. Algo explotó en la cocina. Cerré la puerta de
entrada para que nadie pudiera entrar o salir y puse de mal
humor a todos. Dos tipos se pusieron a discutir, un tercero
se metió y comenzaron a pelear. El borracho me miró y
miró todo lo que pasaba, asombrado. La pelea se extendió
a cinco, seis, siete personas. Nadie sabía por qué peleaban
pero peleaban igual. Lo que explotó en la cocina era la
caldera y el fuego se esparció rápidamente de ahí al salón
y a las mesas. ¿Ves?, le dije. El borracho se levantó como
pudo del asiento y me hizo una reverencia. Por un segun-
do me conquistó. Pero no fue suficiente. Te vas a morir, le
dije, vos y todas estas personas. Esto va a ser recordado
como ―la masacre del bar‖.
Los gritos de terror comenzaron a sentirse en el lu-
gar y muchos intentaron salir sin éxito. Se agolparon ahí,
contra la puerta cerrada, y el fuego los fue atrapando. To-
dos corrieron. Todos menos el borracho. Él entendió.
Pasó tras la barra y buscó la mejor botella de vino. La
descorchó mientras el fuego lo quemaba, pero igual pudo,
lo logró. Ahí me puse a bailar como es mi costumbre.
Bailé entre las llamas y los gritos. Ese dolor de chasqui-
dos en la piel era una fiesta para mí. El olor a carne que-
mada es un placer. No hubo ni un sobreviviente.
Cuando terminé de escribir ―No hubo ni un sobrevi-
viente‖ lo vi acercarse, sobre las sombras, veloz como
solo él podría serlo. Pero todavía era más un contorno que
una forma definida. Bien, bien, me dijo. Muy bien, chico.
La tercera historia, escuchá, va a ser sobre esta no-
che, lo que te conté y mi encomienda, dijo, mientras, ape-
nas formándose en la oscuridad, comenzó a realizar su
baile. Vas a escribir sobre la noche que te visitó el Diablo
y vas a decir que mi baile es terrorífico. Terrorífico de
verdad. Y vas a vivir solo para contar, una y otra vez, mis
historias.
Me quedé petrificado, sin saber qué hacer o cuál
sería mi destino, viendo cómo un aura roja ascendía sobre
su cuerpo, copando, de a poco, la oscuridad de mi casa
hasta teñir el suelo, las paredes y los muebles; llegando
hasta mis ojos y produciéndome una ceguera momentá-
nea.
Entré en shock. Quise moverme y no pude. Quise
gritar y tampoco. Inmóvil, aterrado. Mi cuerpo se ablandó
en un segundo y caí con fuerza, sobre el teclado, rom-
piendo algo.
Después de eso no recuerdo más. Desperté confun-
dido y caminé, descalzo, a preparar el mate. Encendí la
tele y pasé los canales hasta caer en el noticiero. Ahí lo vi,
sobre el balcón, bailando con ese aura que pude recono-
cer. Era fuego y oscuridad. El viejo Diablo bailando sobre
aquel balcón. Cambiando, oscureciendo ese rosa histórico
hasta dejarlo, a mis ojos, convertido en un rojo profundo
y perturbador.
por Natalia Zito

QUE ACABE ADENTRO, QUE SIGA, que no se ponga


nada. Se lo dice al oído mientras él se mueve encima de
ella y se excita todavía más. Debería ponerse un preserva-
tivo, buscarlo en el cajón de la mesita de luz, donde le
mostró que los dejaba hasta que se pusiera el diu. Nuria lo
rodea con las piernas mientras le muerde la oreja y otra
vez: que siga, que no pasa nada, que le gusta tenerlo de-
ntro. Él no sabe en qué fecha del ciclo están. Si ella dice
que siga debe ser que no hay riesgo. Que está todo bien.
Le encanta meterla en cuero. No es momento de pregun-
tar. Cierra los ojos, disfruta la piel de ella rozando la suya.
Le sigue gustando como cuando cada uno tenía su depar-
tamento, cuando Nuria podía soportar que él dejara los
calzoncillos tirados al lado de la cama porque total no era
su casa y hasta le parecía una postal del sexo. Es la prime-
ra vez que le dice que acabe adentro.
Nuria nunca le preguntó si se veía como padre, si
había fantaseado con eso o simplemente imaginaba el
resto de su vida parecida a todo lo anterior. Nuria no hace
esas preguntas. Él piensa que tener un hijo es dar un salto.
No necesariamente bueno, un salto que implica esfuerzo
sin satisfacción segura y obligaciones de por vida. Para él,
la gente tiene hijos por puro narcisismo: duplicarse en
otros imperfectamente similares. Para eso tiene a los per-
sonajes, a los que puede hacer mejores que él. Alguna vez
se atrevió a contarle a Nuria sobre un juego que hace en
escenas sociales cuando está aburrido. Es decir, casi
siempre. No le gusta mezclarse. Cada tanto acepta ir a
reuniones de Nuria, en las que observa desde afuera como
si estuviera ausente. Presta atención a la ropa, al tamaño
de las narices, las orejas y la longitud del corte de las bo-
cas. Elige dos o tres personas y combina mentalmente
nombres y rasgos, luego se imagina el bebé que saldría de
esa mezcla. Siempre son pequeños monstruos de nombres
raros. A veces los dibuja ahí, mientras no habla con nadie.
Tiene una regla: si se ríe al diseñarlo, el personaje funcio-
na. Muchos, tal vez la gran mayoría de los personajes de
sus historietas, surgen secretamente de ese ejercicio.
Ella gime debajo de él, que cierra los ojos mientras
se mueve y se embriaga con el roce al penetrarla una vez
y otra y otra más y el perfume y los movimientos de ella y
el placer aumenta y no podría ser mejor; pero lo asalta la
imagen de un bebé que pronto llora a los gritos y ensegui-
da otra imagen de Nuria con panza y veinte kilos encima,
caminando con la mano en la espalda sosteniéndose la
cintura y quejándose como su hermana: de la panza, de
las noches sin dormir, del precio de los pañales, del mari-
do. Sigue moviéndose. Se convence de que no está pen-
sando más que en lo que está haciendo. La besa, la toca,
se concentra en penetrarla. Se le empieza a bajar. La re-
cuerda hace minutos, cuando le corría el corpiño azul
eléctrico. No hay caso. Entonces refuerza: además de Nu-
ria hay otra, que lo toca mientras él se mueve encima de
ella. No alcanza. Ahora son varias: todas morochas y una
colorada, lo rodean, se sacan la ropa, se tocan y se la chu-
pan entre dos. Quiere abrir los ojos, verla gozar, mirarle
las tetas apenas caídas hacia los lados. Quiere abrir los
ojos y llenarse de esa imagen en la que ella le dice que
acabe adentro, sin pensar nada más que en este momento.
Hace fuerza para despegar los párpados. No puede. Suelta
una mano del cuerpo de Nuria y se toca la cara para ver
qué pasa. Al tacto, sus ojos están abiertos. Él los siente
cerrados. Saca la mano de golpe y antes de que pueda
tocárselos otra vez, oye un llanto de bebé que retumba
encerrado. Se sorprende, pero lo desestima, se ocupa de
seguir moviéndose para olvidar todo y acabar. Otra vez el
llanto, esta vez se escucha más nítido como una especie
de grito sostenido. Gira la cabeza apenas. No está seguro
si abre los ojos. No encuentra nada en particular. Se aferra
al cuerpo de Nuria. Vuelve con las minas que se tocan
entre ellas y lo invitan a mirar, pero juegan a que no pue-
de tocarlas. No logra volver a sentirla parada. Nuria lo
besa y vuelve a hablarle al oído: me gusta cómo me coges,
seguí, Tomás, me encanta. Continúa moviéndose. Le va a
preguntar en qué fecha del ciclo están. Eso lo va a tran-
quilizar. Tiene que encontrar un modo de decirlo sin rom-
per el clima. Ella se entretiene pasándole la lengua por el
cuello. Él no deja de escuchar el llanto. No quiere pregun-
tarle si lo escucha también. Sigue tocándola. No dice na-
da. No tiene sentido preguntar por el ciclo. Nuria finge,
empezó a fingir, él lo sabe. Se baja del cuerpo de ella,
pero no deja de acariciarla. Le pregunta si los vecinos
están, si pueden haber tenido un bebé, si tienen uno de
visita. Nuria se ríe y él se va al baño. Se moja la cara y
chequea sus ojos. Los abre, los cierra. Puede hacerlo las
veces que quiere. Se rocía la cara con el spray de aguas
termales de Nuria, ella no sabe que él lo usa (cuando se
termine va a tener que reponerlo en secreto). Otra vez el
llanto que parece estar dentro de las paredes. Se le arma
una imagen: Nuria en una camilla angosta, con los brazos
colgando hacia los lados y las piernas abiertas, de entre
ellas emana una especie de bebé largo y flaco, del tamaño
de un niño de dos o tres años, de orejas diminutas y pier-
nas casi esqueléticas. Tiene los ojos grandes y verdes
igual que Nuria. No tiene párpados. Le gusta eso: un pe-
queño demonio condenado a no dejar de mirar, con ansias
de venganza por esa deformidad. Busca su block de hojas.
Tiene varios en lugares estratégicos de la casa: el baño es
uno. Le dedica cinco minutos al boceto y se ríe en silencio
al recordar que por un momento creyó que el llanto era
real. Nuto, escribe debajo y decide que los ojos van a te-
ner un destello rojo diabólico en el centro. Sus historietas
nunca tienen más de tres colores. Suelen ser en blanco y
negro, con un solo color que destaca algún detalle. Escu-
cha que Nuria hace crujir el colchón con sus movimien-
tos. Es su modo de llamarlo, de decirle que se está fasti-
diando. Él lo sabe, tanto como que fingía. Le vuelven las
ganas de cogerla.
Se acuesta encima de ella. Se ríen. Dan vueltas en la
cama. El pelo lacio de Nuria le roza la cara. Le encanta su
perfume. La tiene más dura que antes. Se mueve encima
de ella y abre los ojos para verla gozar, pero Nuria no está
completamente ahí. Además de penetrarla, la toca de to-
das las maneras que recuerda funcionan. Nuria gime y lo
aprieta entre sus piernas. Acabá, le pide. Él quiere que sea
ella la que acabe primero, pero Nuria le da a entender que
no, que acabe y listo. Qué significa listo. No quiere pensar
en eso. Vuelve a escuchar el llanto, junto con un portazo y
luego otro. Se sobresalta. Nuria deja que se levante para ir
a ver qué pasa. Sale desnudo al pasillo. La casa tiene tres
dormitorios. Uno de ellos es el lugar donde dibuja. Me
voy a la cocina, le dice a Nuria, cuando se encierra en ese
cuarto para dibujar. La llama así: la cocina. Cuando le
hacen reportajes sobre sus historietas de terror, habla de la
cocina de los demonios pero nunca aclara la literalidad de
sus palabras. Escucha el llanto a lo lejos. Chequea todos
los ambientes. Se tropieza con los rollers de Nuria, se
vuelve a decir que debería anotarse en el gimnasio o al
menos salir a correr. Vuelve apurado a la cama, va a dejar
los preservativos entre las sábanas o debajo de la almo-
hada. Nuria está de costado, le dice algo apenas lo ve y él
se olvida de los preservativos. La abraza desde atrás. No
se le para. Se duermen.
Se ve en la cocina, su cocina, que ahora está en pe-
numbras. Hay olor a leche vomitada. El sillón está apenas
girado hacia un costado. Se acerca. Se detiene. Da un par
de pasos más. No está solo. Supone, se convence de que
está soñando. Oye alguien chupando con ruido. Es como
un chapoteo descuidado. Enciende la luz y los ve: Nuto
gira la cabeza hacia él, con parte de la teta de Nuria to-
davía en la boca. A un costado queda la otra teta de la que
no para de brotar leche. Ella no hace nada para detenerla.
Nuto siempre te va a necesitar, le dice sonriendo. Él grita
y de un salto se encuentra otra vez en la cama.
Se vuelve a acostar y cuando está a punto de volver
a dormirse, la mano de Nuria se le mete dentro del cal-
zoncillo. Manotea el cajón de la mesita de luz, mientras se
deja. Otra vez el llanto que retumba desde el baño. No
tengas miedo, Tomi, bromea Nuria y se le sienta encima.
Entre las sombras le parece ver a Nuto sobre la cómoda.
No encuentra los preservativos. Nuto lloriquea. Nuria se
mueve despacio y suave. Tantea las sábanas, tampoco
están ahí. Le toca las tetas, ella se mueve más rápido. Nu-
to se baja de la cómoda y se acerca a la cama. Nuria gime,
se ríe y se mueve cada vez más rápido y a él le encanta,
pero no encuentra los preservativos. Mira hacia un costa-
do. Nuto está subido a la mesa de luz. Vuelve a la cara de
Nuria, sus tetas, las piernas, pero también los pies de Nu-
to: un par de pies huesudos con un rasgo inconfundible:
dos dedos prácticamente pegados; el corte que debería
dividirlos en dos es breve, como si al hacerle el pie dere-
cho no hubieran terminado de cortar esos dedos. Son los
dos que siguen al dedo gordo. Igual que él, que su propio
pie derecho, igual que el de su papá y el de su hermano.
Igual que uno de sus personajes. Mete la mano debajo de
la almohada buscando los preservativos. Nuria se contor-
siona encima de él, extendiendo los brazos hacia arriba,
haciendo que las tetas se le vean aún más paradas. Nada le
gusta más que verla así. No puede ver a Nuto, pero sabe
que está. Nuria gime más y más y él la tiene más dura que
nunca.
EL ENSAYO DE LAS MURGAS es constante. No puede
precisar de dónde viene esa cadencia que le retumba y la
marea: está por todos lados. A cada rato se encuentra si-
guiendo el compás con un pie, con un hombro y si se des-
cubre en el baile involuntario, se llama al orden y los
odia.
No hay un alma en la calle. Está sola. Con este ca-
lor, es un pueblo fantasma. Hasta tiene que tocar timbre
en el almacén. Vagos, piensa mientras espera. El dueño la
atiende en cuero y a puro gruñido, ni que fuera la hora de
la siesta. Le mira el escote, ella aprieta los dientes, pide lo
justo y camina de vuelta. Supuso que iba a ver perros
sueltos por todos lados, que estarían dormidos o husme-
ando la basura, de hecho salió armada con un palo. Pero
no están. Van dos noches que los ladridos no la dejan
dormir. Arranca uno, perdido a lo lejos, y pronto son mi-
les de trapos enredados en el aire. Incluso los intuye al
acecho en el fondo de su casa. Ahora todo está quieto.
Salvo por una lagartija que se escurre adentro de una grie-
ta de la Sociedad de Fomento, no se mueven ni las hojas
de los árboles. Al pasar por una ligustrina tupida escucha
un cachetazo de agua, juraría que es un chapuzón de ca-
saquinta, aunque sin risas, ni voces que lo acompañen.
Quiere espiar a través del cerco. No. Se contiene, mira al
frente y apura el paso. Se le incendia la cabeza y tiene
sed.
Hay una enredadera en el alambrado de la estación
de tren. Conoce la forma de las hojas, los tallitos ensorti-
jados y las flores violetas, pero esto no: penden unas fru-
tas carnosas, abombadas. Se mete entre los yuyos y toca
uno de los bultos: es tenso. Lo mide, lo presiona un poco
y otro poco más y de pronto le estalla en la mano, se la
deja pegajosa con una savia blanca. El olor es sutil, dulce,
entonces se le anima con la punta de la lengua. Hace una
arcada, junta saliva y escupe. No puede creer semejante
amargura. Le queda la boca áspera como si se la hubiera
quemado. Manotea una rodaja de pan de la bolsa del al-
macén, a ver si mascando una cosa limpia tapa el mal
sabor. Mira para todos lados, no sea que pesquen a la ma-
estra haciendo estupideces. Se siente observada y, por las
dudas, se hace la señal de la cruz.
Dobla en el cruce y se choca con un tipo, tan de
golpe que se le caen las compras. Dame un pucho, pide él.
No, no tengo, no fumo, contesta mientras levanta las co-
sas del suelo. Él tira un gargajo a tierra que casi le toca los
pies. Se levanta y camina lo más rápido que puede. No
quiere mostrarle el susto, por eso no corre. Gira la cabeza
para saber a qué distancia lo tiene: no hay nadie. El cami-
no está desierto. Los únicos indicios de vida son las chi-
charras y los bombos, que compiten a ver quién puede
más.
Apenas llega, ahueca las manos para tomar agua di-
recto de la canilla, se lava la cara, se moja la nuca y los
brazos. Prepara arroz y lo deja enfriar. En la heladera to-
davía están las tres sidras que trajeron los parientes para
Navidad y que al final no tomaron. Bombos, bombos,
bombos, bombos. Cierra los ojos. El ruido le late en las
sienes y la llama. Descorcha, se sirve y choca su copa con
el pico de la botella, es un brindis. Come el arroz mezcla-
do con mayonesa y cuando se quiere acordar, no le queda
más que un sorbo de sidra, se la tomó entera. Se para, con
cada azote de tambor pisa fuerte y la falta de equilibrio le
hace dar pasos quebrados que le sacuden la carne. Si in-
tentara hablar, las palabras le saldrían patinosas. Se deja
caer en la cama agitada y brillosa de transpiración. Antes
de entregarse al sueño, se le ocurre que el corazón cambió
el ritmo, que ahora bombea esclavo de las murgas que se
están calentando para la noche.
La sirena del cuartel de bomberos aúlla y en el pun-
to máximo se desinfla agónica para arrancar otra vez. Es
igual a una alarma de ataque aéreo en plena guerra, pero
acá nadie se mosquea. Ella se despierta sin siquiera abrir
los ojos, le duele la cabeza aunque le gusta el resto de la
borrachera que no se le llegó a ir con la siesta. Cuando
paran los bomberos la estremece, otra vez, el repique del
carnaval, más encendido, más cerca. Los bombos le pegan
en el pecho, la sofocan. Está empapada, se acuerda de las
frutas linderas a las vías, aprieta las piernas, quiere. No.
Prende la luz y se baña con agua fría.
Va a ir a la avenida. La calle es de todos, se justifi-
ca, para estar en vela encerrada, más vale ir a ver. Se ata
el pelo, se calza los anteojos y se enfunda en el guarda-
polvo de maestra, que la hace sentir segura y, además, en
pleno verano juega de fantoche como cualquier disfraz.
Abre otra sidra y antes de salir, se echa dos copas.
¡Señorita Romero! ¡Coca Romero! ¡Seño, Seño Co-
ca, Seño! La persiguen y la rodean los alumnos que pasa-
ron a séptimo, rumiantes de chicle y de una risa boba que
contagia a todos menos a ella. Les huele el cloro en el
pelo y repelente de insectos. Se deben haber pasado el día
en el polideportivo. No necesita sacarles charla, Olivera y
Quiroga interrumpen, como siempre. Pasan a toda carrera,
para mojarse de prepo, fingiendo que no tienen ganas.
Ojito, ustedes, les grita la maestra y al instante la aver-
güenza su caricatura de patio de recreo. Se escabulle rápi-
do entre el tumulto hasta que las caras del gentío le sean
desconocidas.
El potrero de atrás de la iglesia improvisa de esta-
cionamiento y camping: hay casas rodantes, carpas y está
repleto de micros escolares, embarcados en la changa de
llevar y traer público y comparsas de pueblo en pueblo
durante el receso de clases. Un hincha de Independiente
mea contra un árbol, a unos metros unos nenes se vacían
en la cabeza tubos de nieve, una puta con medias de red
los cuida desde una sillita de playa mientras teje al cro-
chet, la Cenicienta fuma porro con Batman, tres monjas
salen de misa, se tapan los ojos para fingir que las horro-
riza el despliegue, pero entre los dedos miran con voraci-
dad. No hay religión, gordura ni vejez que las salve, unos
adolescentes les disparan con bombas de agua para verlas
correr. La maestra está de brazos cruzados cerca de una
tarima con altoparlantes. Suena cumbia y reguetón a todo
volumen y un animador relata a los gritos lo mismo que
todos pueden ver con sus propios ojos. Acá comienza,
señoras y señores, el Corso que estábamos esperando. Y
el camión de los bomberos abre el espectáculo y empapa a
todo el que se le cruce. Se resbalan los payasos con los
chorros de agua y la gente estalla en una carcajada. La
maestra hace que no con la cabeza, aunque también sonr-
íe. El viento cambia y las fumarolas de un puesto de cho-
ripanes se le van encima, cierra los ojos, frunce la cara,
pero el humo la soba y la deja impregnada. Se tienta.
Compra un sándwich y un vaso de cerveza de litro, único
tamaño disponible. Se echa el líquido directo en la gar-
ganta, la boca no paladea ni interrumpe el paso. La calle
se inunda de telas sintéticas, brillantes, de plumas, lente-
juelas y los colores cambian según la murga. Se sacuden,
muestran, se contonean, marchan, se quiebran. Silbatos,
platillos y bombos les marcan el paso y repican en cada
cuerpo haciéndolo vibrar. Una travesti se acerca a la ma-
estra, le suelta el pelo, le pinta los labios y la hace desfi-
lar. La lleva de la mano hasta el ojo de la tormenta, le
pone una banda y una corona: hacen la pantomima de la
Miss Universo. La gente aplaude y los tipos sudorosos
azotan con pedazos de manguera los parches de los tam-
bores. Mueva, mueva, mueva, mueva, la alienta el públi-
co. Ella se ríe, se pone colorada, pero se atreve, salta, cae,
salta y sigue. Siente que los repiques de los bombos bro-
tan de adentro de ella.
Los acompaña durante toda la pasada. Se agita tanto
que le da una puntada en un costado, debajo de las costi-
llas. Se sube a la vereda y tropieza con un bulto: es una
mujer andrajosa que amamanta sentada en el cordón, alza
los ojos y le grita algo. La maestra se agacha para pedir
disculpas. Quedan frente a frente: una con coronita y la-
bios pintados; la otra canosa, flaca y le falta un diente. El
crío la suelta y le deja la teta a la vista, herida de mordis-
cones. La maestra se aleja, la impresión de la teta vieja la
persigue un rato. Se compra más cerveza que toma y se
vuelca encima y pronto está de nuevo en sintonía con el
carnaval. Se ríe, aplaude, sacude los hombros y deja que
los primeros botones del guardapolvo se le desabrochen
en libertad. Ve cientos de caras, se marea y no se cae por-
que la sostiene la multitud.
En algún momento aparece una carroza enorme de
cartón pintado. Es un duende negro, de brazos largos,
desnudo, con un bastón en una mano y un cigarrillo en la
otra. A cada avance del motor, la figura se zangolotea y
amenaza con desmembrarse. ¡El Pombero! Grita el ani-
mador. ¡Pombero!, aclama la gente. Tiene un séquito de
murgueros vestidos de rojo y hay uno de pelo en pecho,
con el torso desnudo y un antifaz con cuernos. Corre
hacia el público, los chicos lloran, los padres lo putean, un
pibe se prende a un cuerno y trata de robarle la máscara
sin éxito. Él se para frente a la maestra y le gruñe. Ella
deja caer el vaso de plástico vacío, sonríe y lo enfrenta: le
gruñe más fuerte. La gente aplaude y se burla del pobre
diablo. El tipo carga a la maestra y corre con ella al hom-
bro entre saltimbanquis y bombos. Sacude las piernas
como en los dibujos animados y se ríe. Él tiene olor a
chivo, ella se embriaga de ese olor animal y dulzón. No
solo le entra por la nariz, sino también por cada poro. No
se resiste, restriega la cara en la espalda sudada del tipo.
Le arde. Frunce los labios para contener el impulso hasta
que ya no aguanta y lo muerde. Cabeza abajo le vienen
ganas de vomitar, no se aguanta, el vómito cachetea el
piso. Ve flashes, tacos altos, zapatillas de lona, pies des-
calzos, cascabeles y escucha los pasos del murguero,
metálicos en el asfalto, como cascos de caballo. El tiempo
se le fragmenta, se le recorta, las imágenes se suceden sin
ilación. De a ratos se duerme colgando de él.
Se despierta sobresaltada. Intenta incorporarse, pero
le duele todo y no soporta la luz atardecida que entra por
la ventana de su habitación. Están quemando basura en la
zanja y el olor le invade la casa. No solo arde la hojaras-
ca: el fuego habrá agarrado plástico o goma, porque el
aire espeso le pica en la nariz y le da náuseas. El hambre y
el asco la desesperan, los dos impulsos se le baten a duelo
y ella no sabe a cuál obedecer. Cree que estuvo dormida
por meses y tiene un frío inexplicable. No hay caso, no se
puede levantar. Se mueve apenas y le sorprende sentir tan
cercano el roce de las sábanas en los pezones. Se destapa
y comprueba lo mismo que le había parecido al tacto: está
desnuda. No recuerda haberse sacado el camisón, ni
habérselo puesto, ni siquiera recuerda cómo hizo para
volver a casa. Le vienen restos de la noche del carnaval o
del sueño, las caras de los alumnos, los dedos que la seña-
laban, las fotos disparadas desde los celulares, el gusto del
vómito en la boca, las luces de un patrullero que pasaba
de lejos, una lengua húmeda que la llenaba y se le escurría
como una lagartija. El olor de él no está en la memoria,
sino ahí presente, lo tiene impregnado en el cuerpo. La
asalta una nueva sucesión de imágenes: bombos, las frutas
del tren, bombos, los dos corriendo hacia el descampado,
bombos, bombos, bombos, las manos contra un micro
escolar soportando las embestidas que se la montaban y le
entraban por cada agujero, sus sandalias embarradas y
atrás unos pies que le parecían más bien patas de cabra.
Bombos. Él acababa en un bufido ronco y ella, convertida
en la presa de un animal en celo, se desgarraba de goce
mientras la sirena del cuartel de bomberos les sofocaba
los gritos.
No quiere recordar más, pero es inevitable, la resaca
le arma un collage oscuro del carnaval. Le cuesta mover-
se. Se descubre escaras en los muslos. Imposible. ¿Cuánto
tiempo estuvo dormida? Se sienta en la cama, le da una
arcada y el frío la pone a temblar. Se cree enferma, culpa
a los vecinos por las hogueras tóxicas y a sus alumnos por
la úlcera y los años de mala sangre. La acidez le sube del
estómago y ya le conquista la garganta. Le agarran unos
retortijones bestiales. El dolor es nítido. Corre las sábanas
y ve cómo su panza hinchada tiene movimiento propio.
Las tripas dan un vuelco completo, juraría que se le cam-
bian los órganos de lugar y ahí lo sabe: tiene algo vivo
adentro.
No le importa el dolor, tiene que hacer algo urgente.
Entra al baño, se ve canosa y flaca y no puede pensar na-
da porque una contracción punzante como una cornada la
desmaya. La cara pega contra el bidet y se le rompe un
diente. Cuando recupera el conocimiento ya es de noche y
se escuchan los ladridos infernales. Está tirada arriba de
un charco que le salió de entre las piernas. La panza la
hace aullar de dolor. Cree que eso que le presiona en el
vientre está maduro. Preferiría cualquier cosa antes de ver
la cría que, supone, va a brotarle del cuerpo. Se levanta
con el resto de fuerza que le queda y se dirige a la puerta
de calle. Del otro lado la jauría espera.
APOYA SOBRE EL PECHO LA única mano que puede
mover. Se siente rara sin corpiño. Un muchacho, al que
solo alcanza a verle un brazo grueso y curtido, arrastra la
camilla por los pasillos del hospital.
—Ya llegamos, abuela —le dice y ella no tiene
fuerza para responderle que no tiene nietos. Pero qué im-
porta eso ahora. Piensa que lo bueno es que el cuerpo ya
no le duele. Cierra los párpados.

Al menos una vez en la vida lo ves a Jesús y tam-


bién ves al diablo. Eso le habían dicho cuando era chica y
nunca pudo olvidarlo.
A Jesús ya lo había visto. De eso se acuerda ahora.
Había sido en un sueño. Se paraba al lado de su cama y le
acariciaba la mano. A ella le daba vergüenza que Jesús la
viera en camisón. No se animaba a decirle: esperá que me
visto. Sabía que iba a desaparecer rápido, entonces trataba
de grabar en su memoria la barba prolija, las manos agu-
jereadas, el pelo largo y ondulado. Los ojos, igual que le
pasaba cuando miraba la imagen del Sagrado Corazón, la
hipnotizaban. No podía hablar, ni moverse. Eso había sido
todo.
Qué tonta, había pensado después, si Jesús la veía
en todo momento. No tendría que haberse preocupado por
lo del camisón. Toda la mañana se había sentido acompa-
ñada por esa mirada. Se acarició la mano varias veces
para tratar de sentir lo mismo que en el sueño. No se
animó a contárselo a su hermana, porque sabía que ella
todavía no lo había visto. Cuando terminó de lavar los
platos, pensó en dormir la siesta. Quizás, con mucha suer-
te, él volvía a aparecer. Cuando empezaba a dormirse se
acordó de la frase que le habían dicho cuando era chica y
se despabiló del todo.
Si el diablo podía tomar cualquier forma, ¿cómo iba
a reconocerlo cuando se le apareciera? Eso la preocupaba
en esa época, mientras cosía sin parar. Porque así como
sabía que una vez en su vida iba a verlo, también sabía
que la pereza le hace el gusto al diablo y lo atrae.
—¿Cuándo vas a dejar descansar esa máquina? —le
decía siempre el vecino, asomando medio cuerpo por la
ventana.
La sobresaltaba. Cada vez que aparecía, ella se lle-
vaba las manos a la cabeza para acomodarse el pelo pero
no levantaba el pie del pedal. La recta de hilo seguía sola,
torcida sobre la tela.
—Mirá lo que me hiciste hacer, Gabriel —decía
cuando se daba cuenta de que el traqueteo de la máquina
seguía avanzando.
—Las cosas que te haría hacer —le respondía y se
iba con la sonrisa tajeada en la cara.
—Voy a poner rejas –gritaba ella mientras buscaba
la tijerita curva que usaba para descoser.
La que estaba enamorada del vecino era su herma-
na. Le gustaba tanto que podía presentirlo cuando mero-
deaba por la vereda. Aunque estuviera en el fondo del
patio, colgando la ropa, dejaba todo. Pasó Gabriel, decía,
y ella le respondía que la terminara con esa pavada, que él
no era un tipo para ella. Entonces su hermana se daba
vuelta, sin decir nada, y seguía con las cosas que estaba
haciendo.
Era inútil. Ni los regalos del hijo mayor de Don
Vizzia, ni las promesas del despachante que venía todos
los meses lograban sacarla de su terquedad. Ella le decía
que iba a ser una solterona amargada, que se iba a enfer-
mar, que podía salirle un tumor como a la vieja de la vuel-
ta. Pero su hermana volvía a responderle que le gustaba
Gabriel.
A ella, en verdad, también le gustaba Gabriel. Le
daba gracia esa forma atrevida que tenía de encararla
cuando estaba sola o la fantochada de hacerse el educado
cuando estaba con su hermana.
Me voy a terminar casando con cualquiera si no
aflojás, le había dicho el vecino una tarde que se cruzó
con ella cuando estaba volviendo de la panadería. Se lo
susurró cerca del cuello y ella sintió que se le nublaba
vista. Casate con mi hermana, fue lo único que pudo decir
mientras él la arrinconaba. Y voy a terminar loco viviendo
cerca tuyo, le había respondido. Quizás en eso tenía
razón.

Se tantea el pecho sobre la sábana. Busca la cadeni-


ta con la medalla del Sagrado Corazón. Se acuerda de que
la enfermera se la sacó y le dijo que se la guardaba. Las
piernas le hormiguean, no sabe si eso es bueno o malo.
Quizás se le está yendo el efecto del calmante, piensa y se
inquieta. Trata de mirarle la cara al camillero, pero no
puede mover el cuello. De costado ve las placas del cielo-
rraso salidas, los tubos de neón titilando.

Gabriel se terminó casando con la chica del correo.


En esa época su hermana no quería salir a la calle. Decía
que no quería cruzárselos. El día del casamiento se había
puesto a tejer, y cuando ella volvió de la iglesia, encontró
una hebra de lana con cientos de nudos que recorría todo
el comedor.
Ni siquiera pudo convencerla para que saliera la no-
che del baile de carnaval. Terminó yendo sola, vestida de
holandesa, con un disfraz que habían hecho juntas. La
pollera amplia, la camisa blanca y un pañuelo almidonado
en la cabeza. Vas a conseguir novio esta noche, le dijo su
hermana, mientras fumaba apoyada contra el marco de la
puerta. Por eso, vos deberías venir también, le contestó
ella.
En el fondo del club habían puesto hileras de bande-
rines y luces de colores. Entre la gente vio a Gabriel y su
mujer que estaban vestidos de indios. La transpiración le
hacía brillar el cuerpo al vecino. A mitad de la noche, la
siguió cuando iba para el baño. La llevó del brazo hasta
detrás de la casilla.
—Soltame Gabriel —le dijo ella—. Por qué no te
vas a sacar las ganas con tu mujer.
—¿Por qué me decís eso? ¿No será que la que anda
con ganas sos vos? –le respondió él achinando los ojos.
Ella bajó la vista.
—Mejor andate. Pueden vernos.
Él se apretó a su cuerpo y la besó mientras ella for-
cejeaba. Sentía su lengua recorriéndole la boca. El brazo
que le sostenía fuerte la nuca. Algo se aflojaba en ella con
cada exhalación de aire, con cada caricia que le hacía tra-
tando de meter la mano por adentro de su pollera.
—Esta noche dormí sin bombacha, que quiero ir a
verte —le dijo alejándose rápido para el centro de la pista.
Cuando ella llegó a su casa, su hermana todavía es-
taba despierta.
—¿Conseguiste novio? —le preguntó desde la ca-
ma.
Ella se puso el camisón y cerró la ventana.
—Dejá abierto. Hace mucho calor.
No le respondió y apagó las luces. Al rato escuchó
que su hermana la llamaba, me parece que anda Gabriel,
le dijo.
—Será algún borracho. Dormite. Él tiene que estar
en la casa con su mujer.
—Me parece que anda por acá.
Ella se dio vuelta y se tapó con la sábana hasta el
cuello.

Sonríe, piensa que ahora sí está sin bombacha. Con


ese camisolín de hospital que le deja a la vista el costado
del cuerpo. Un cuerpo que en todos estos años se vino
abajo y ahora no puede mover. A su edad, qué sentido
tiene que la operen, piensa.
Las ruedas de la camilla chillan cuando doblan por
un pasillo menos iluminado. Deben ser pasillos internos,
piensa. Ve la pintura descascarada de las paredes, algunos
tubos de luz apagados. Desde ahí no se escuchan los que-
jidos de los enfermos, ni el ir y venir de las enfermeras.
—¿Que hacés, Chino? —escucha decir a una mujer
que no llega a ver.
—Salí a pasear con una chica.
La camilla se detiene. Deja de ver el brazo del mu-
chacho.
—Pensé que me ibas a invitar a pasear a mí —dice
la mujer, suavizando las palabras.
No entiende la respuesta porque las voces se con-
vierten en un murmullo. Le parece escuchar algo como
gatita o nena, pero no está segura. Siente frío.
—Voy al quinto con mi chica y vuelvo —escucha al
camillero.
Se enteró de que a Gabriel lo trasladaban por el tra-
bajo un día que se apareció en la puerta de su casa.
—Quiero que te vengas conmigo —le había dicho.
—Vos tenés a tu mujer.
—¿Hasta cuándo vas a ser la virgencita del barrio?
—No es problema tuyo. Me voy a meter en la cama
del primero que pase, si tanto te preocupa.
—Soy el único de la cuadra. Dale, dejame despedir-
te —le dijo apretándose fuerte a ella para que lo sintiera.
—Andate Gabriel.

—¿Por qué no tocás el botón del piso y que suba la


señora sola? Le avisamos a Domínguez que está arriba.
—No la puedo dejar sola.
—Chino, está inmovilizada. No se va a caer.
Siente que avanzan de nuevo. Oye las puertas del
ascensor. Desde dónde alcanza a ver, las paredes forman
un cubo de metal. El hormigueo de las piernas se agudiza.
Ahora es un dolor fino, continuo.
—Me duele —dice en voz baja, pero nadie respon-
de. No está segura si la voz le sale o la imagina.
Un timbre agudo suena, se cierran las puertas. Trata
de ver el brazo del camillero, pero solo ve la sombra bo-
rrosa de la camilla reflejada en la pared de metal. Trata de
girar el cuerpo pero no consigue moverse. El dolor se
hace más fuerte y le sube por la cara interna de las pier-
nas, hasta la ingle.
—¿De qué te sirvió ser tan modesta?
¿Modesta?, piensa. Pero se da cuenta de que no es-
cuchó a nadie decir eso. Serán los calmantes que me
hacen pensar pavadas.
—Sí, modesta.
La voz le suena familiar pero no puede reconocerla.
—¿Qué dice? —trata de murmurar.
—Yo sé que me estabas esperando.
Un nuevo puntazo de dolor le atenaza la cadera.
Aprieta la mandíbula.
—¿Doctor?
—Estamos solos ahora.
—¿De qué me habla? —dice y el sonido le sale co-
mo un graznido.
—¿No me estabas esperando?
Trata de buscar algún recuerdo en esa voz. Sabe que
la conoce. Piensa que se parece a la voz de Gabriel, pero
no está segura. No volvió a verlo desde que lo trasladaron.
—Estás sin bombacha, ¿no?
La voz ahora retumba contra las paredes del ascen-
sor. No alcanza a ver quién está con ella. Intenta moverse,
cerrar más las piernas, pero no puede.
—¿Seguís con ganas?
En ese momento empieza a sentir un olor fuerte,
como cuando estaba indispuesta. El aire se envicia. Una
arcada la ahoga. Los músculos no le responden. En el
reflejo del ascensor ve una sombra que antes no había
visto pararse al lado de la camilla.
—¿Quién es?
El dolor le sube al pecho como si se lo apretaran. Le
falta el aire. Agita la única mano que puede mover. Siente
un roce frío que le eriza la piel de las piernas.
—¿Quién sos? —intenta gritar pero ningún sonido
sale de su boca. El olor cada vez más espeso se le mete
por la nariz y la garganta.
Unas manos le agarran de ambos lados la cabeza y
con fuerza, de un solo movimiento, la giran hacia arriba.
Siente el crujido de las vértebras. El dolor es un latigazo
en la nuca.
Ahora puede ver una cara, al revés, que la mira des-
de arriba. Es Gabriel, mirándola de nuevo, con la misma
cara que tenía cuando era joven. Ve su sonrisa ladeada, ve
un chispazo en sus ojos.
—¿Y vos creías que solo una vez en la vida íbamos
a vernos?
El sonido de su propio grito le retumba adentro de
su cabeza, le hace latir los oídos. Un puño se mete en su
boca, hurga dentro su garganta. Trata de cerrar la mandí-
bula pero no puede. El puño se mete más adentro.
Ahogándola.
—¿De qué te sirvió ser tan modesta?
I

LA PRIMERA VEZ QUE VI un ángel, fue en mi casa.


No hacía más de media hora que mamá se había dormido
y yo estaba en mi pieza tratando de asimilar el episodio de
una serie sobre zombies que ya se había vuelto terrible-
mente monótona y que aún no me decidía a abandonar.
Estaba a punto de dormirme, también. De hecho, tenía los
ojos cerrados cuando oí un golpe seco que llegó desde el
patio trasero. Parecía como si alguien hubiese arrojado un
saco lleno de arena desde una gran altura. Me asusté mu-
cho, más aún cuando sentí a Bonzo gruñir allá afuera. Si
tenía alguna duda sobre si el ruido había sido real o no
–los sentidos nos juegan malas pasadas cuando nos vamos
quedando dormidos, sobre todo mientras en la pantalla del
televisor cientos de muertos vivos despedazan un pequeño
pueblo y a muchos de sus habitantes– la reacción de mi
perro confirmaba todo. Salí de la cama. Lo primero que
hice fue mirar hacia dentro de la habitación de mamá:
seguía dormida. Aparte de estar condenada a la postración
por el resto de sus días, yo sospechaba que se estaba que-
dando sorda. Llegué hasta el living y subí muy despacio
la persiana que da al patio. Estaba oscuro. Presioné la
llave junto a la ventana y se encendió una amarillenta
bombita de luz colocada bajo el alero. Seguí sin ver nada,
ni siquiera a Bonzo; solo percibía su gruñido constante.
Raro en él. Eché una mirada hacia el pasillo que lleva a
las habitaciones; todo parecía en orden por ahí. Tomé
coraje y abrí el ventanal. Afuera no corría el aire, era una
pesada noche de verano. Ni bien puse un pie sobre el
césped se me erizaron los vellos de los brazos y la nuca.
El ambiente parecía cargado de electricidad. No entendía
qué carajo estaba pasando. Llamé a Bonzo un par de ve-
ces. Ni se inmutó; sus gruñidos continuaban llegándome
desde la oscuridad. Pregunté, con la voz más gruesa de la
que fui capaz en esas circunstancias, quién andaba ahí.
Nada. De nuevo, solo el gruñido ininterrumpido. Sin más
remedio, activé la aplicación de linterna de mi celular y
avancé. Primero lo vi a Bonzo, rígido, mirando fijo hacia
un lugar que, en principio, para mí solo era más oscuri-
dad. Cuando estuve a su lado le acaricié el lomo y por un
instante emitió un breve quejido y movió la cola, pero de
inmediato regresó a su posición de guardia. Las manos me
sudaban. El corazón me latía desbocado. Seguí con la luz
la dirección indicada por el hocico de mi perro. Apareció
una mano, enorme, con la palma hacia arriba, los dedos
levemente contraídos. Pensé en un ladrón. Pensé en un
borracho. Avancé con la luz. El brazo dio lugar a un torso.
Busqué un rostro pero encontré otra cosa: una cabeza sin
ojos, nariz ni boca; quizás tampoco tuviese orejas, pero el
cabello largo impedía saberlo con certeza. Había más,
claro. Cuando recorrí el cuerpo descubrí que estaba des-
nudo y que, salvo por las dimensiones –era realmente
muy grande, tal vez de unos dos metros y medio de alto–,
parecía absolutamente normal, sin embargo, al redirigir el
haz de luz hacia donde debería haber una cara –aun no
creía lo que había visto, tuve, por un segundo, la sensa-
ción de que en realidad estaba soñando– descubrí algo
que se me había pasado por alto: un ala –era eso, en defi-
nitiva– se desplegaba en la dirección opuesta en la que
permanecíamos con Bonzo. Intuitivamente busqué la se-
gunda, pero no la encontré. El ala no estaba conformada
por plumas, más bien se asemejaba a las de un murciélago
por su forma y color. Agarré una varilla desprendida del
sauce viejo del jardín y pinché con ella el cuerpo. Nada.
Ninguna reacción. Volví a acariciar a Bonzo, que ya em-
pezaba a tranquilizarse, aunque no dejaba de olfatear el
cuerpo. Llamé al 911. Dije que había un tipo muerto en
mi jardín.

II

Dos policías jóvenes, bastante por debajo de mis


treinta, llegaron media hora después del llamado. Me pa-
reció una eternidad para un pueblo donde por lo general
no pasaba casi nada. Mamá seguía durmiendo y no tenía
ningún sentido molestarla. Todavía me estaba preguntan-
do qué les diría, si les diría algo o si simplemente los con-
duciría hasta el lugar que Bonzo custodiaba. Cuando se
acercaron hasta mí y vieron la cara de espanto que sin
dudas llevaba en ese momento, ambos oficiales cruzaron
miradas cómplices y, antes de que pudiera emitir sonido,
uno de ellos pronunció:
—Ya sabemos: un grandote, con alas, cayó en su
casa.
No supe qué decir.
—Llevamos toda la noche con esto, señor, aunque
no lo crea —completó el otro.
—¿Está pasando en todo el pueblo? —pregunté.
Otra vez cruzaron miradas.
—En todo el mundo —me respondieron.
III

El primer ángel –así también comenzaron a llamar-


los los medios, aunque el Vaticano pronto objetó que,
probablemente, no fueran ángeles ni ningún otro tipo cria-
tura celestial– que se viralizó en Internet fue visto en Chi-
cago. El ángel de Chicago fue toda una sensación los pri-
meros veinte o treinta minutos, hasta que fotos y videos
de diferentes rincones del planeta vieron la luz. Todos
eran muy parecidos al de mi jardín, sin rostro, cabello
largo, quizás más grandes o algo más pequeños. Irreme-
diablemente, ninguno había sido encontrado con vida. La
mayoría tenía ambas alas, aunque todos llevaban el cuer-
po cubierto de heridas que parecían hechas con elementos
punzantes, colmillos o garras.
Para cuando amaneció ya se habían llevado el cuer-
po de mi jardín y yo seguía prendido a la computadora.
No me di cuenta de que no había dormido, y en un par de
horas tendría que ir al trabajo. Lo mejor sería darme un
baño, más que nada para despabilarme. Estaba apagando
la computadora cuando mi teléfono celular vibró: un
whatsapp de Marina.
Marina: Viste lo q está pasando?
Yo: Ja. Terrible. Un ángel cayó en mi jardín.
Marina: Ángel? No parecen eso. Para mí son demo-
nios.
Yo: No lo había pensado así.
Marina: Qué es un ángel caído, entonces?
Yo: No creo que sean ni una cosa ni la otra.
Marina: Y q pensás?
Yo: Nada.
Marina: Cayeron dos frente a mi casa. Uno sobre el
asfalto. Otro sobre el auto del vecino. Lo hizo mierda.
Yo: Q garrón!
Yo: Vas a estar en tu casa a la tarde?
Marina: Sí.
Yo: Paso un rato entonces, antes de q se vaya Sonia.
Marina: Ok. Besos.
Iba a enviar el emoticón con dos corazones en lugar
de ojos, cuando el teléfono vibró otra vez. Ahora era una
llamada entrante, de Sonia. Sin dudas, malas noticias.
Atendí.
—Hola, Sonia.
—Hola, Germán. Perdón que te moleste tan tem-
prano. —Hablaba entrecortado, como si hubiese estado
llorando.
—No hay problema —dije—. ¿Pasó algo?
Escuché un gemido. Parecía esforzarse por no llo-
rar. Repetí la pregunta.
—Juan… Falleció anoche.
Juan era el marido de Sonia. Como pudo me contó
lo que había ocurrido. El hombre había salido en medio
de la noche porque había escuchado un ruido afuera. Es-
taba en la vereda, analizando el cadáver alado, cuando
otro le cayó encima. Sonia vio todo desde la ventana. Le
expresé mis condolencias, intercambiamos algunas pala-
bras más, y cortó. No me quedó más remedio que llamar
al trabajo y avisar que no iría. Me tocaba cuidar a mamá.

IV
Seis años antes de que el ángel cayera en mi jardín,
mamá comenzó a padecer calambres cada vez más fuertes
en los brazos. Se hizo los estudios correspondientes y le
diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica, una enfer-
medad sin cura. Cinco años después ya estaba definitiva-
mente postrada, sin poder hablar, y se alimentaba a través
de un botón gástrico. Solo era capaz de mover los ojos, su
única forma de comunicarse. Estaba lúcida –quizás eso
era lo peor– y se la pasaba todo el día mirando televisión.
Nunca conocí a mi padre, mis abuelos maternos estaban
muertos y yo no tenía hermanos –como mi madre tampo-
co los había tenido. A decir verdad, hasta que se le de-
claró la enfermedad, casi no existía relación entre noso-
tros. Yo vivía en la ciudad, a doce kilómetros de distan-
cia, y apenas nos veíamos para ciertas fechas. No me
quedó más remedio que regresar al pueblo, vivir con ella.
Más de una vez me había pedido que por favor no la saca-
ra de su casa, que no quería estar en ningún otro lugar.
Sonia había estado desde el principio, era una mujer en la
que mamá confiaba mucho pues habían sido amigas desde
la adolescencia. Todo el dinero de su jubilación y más se
nos iban en Sonia–.
Entré a la habitación. Mamá estaba despierta. Me
acerqué y la besé en la frente. Me senté en el sillón junto a
su cama. Le expliqué que Sonia no vendría a cuidarla,
aunque preferí ocultarle el porqué. Sin embargo, se enteró
de lo que pasaba en el mundo porque ni bien encendí el
televisor la noticia estaba allí, en cada canal. La noté in-
quieta y busqué palabras con que tranquilizarla. No estaba
tan sorda, por lo visto.
Hasta ese momento yo no había tomado conciencia
real de lo que sucedía. Unas criaturas extrañas, estaban
cayendo, como moscas, sobre la tierra. Entonces me for-
mulé las dos preguntas que se leían en el zócalo de la pan-
talla: desde dónde y por qué. Según la información brin-
dada por los satélites no parecía existir un espacio físico
desde el cual caían. Algunos pilotos de avión y también
pasajeros decían haber visto los cuerpos aparecer, mate-
rializarse, de la nada, para luego caer. Apenas habían pa-
sado seis horas del ángel de Chicago y ya existían infini-
dad de teorías sobre lo que estaba pasando: el apocalipsis
bíblico, una invasión extraterrestre, el choque de dos uni-
versos paralelos, etc. Alguien había hablado de una guerra
que se libraba en el cielo. Me quedé pensando en las mar-
cas en los cuerpos caídos. Me pregunté qué tipo de guerra
sería, contra qué.
Le avisé a Marina que iba a estar en casa todo el
día, que pasara cuando quisiera. Luego busqué un canal
donde no hablaran de los ángeles y lo dejé ahí. Me ase-
guré que mamá estuviese bien, y lentamente me fui que-
dando dormido.

Duró seis días y bastó para que el mundo estuviera


al borde del colapso. Muertes como la de Juan se contaron
de a millares por día. Recuerdo que el techo de una iglesia
vieja y mal conservada se derrumbó por el peso de los
cadáveres acumulados que el sacerdote se negó a quitar y
ocasionó la muerte de varios fieles que rezaban un rosario
por los ángeles difuntos. Alcanzó con que un solo avión
cayera y murieran todos sus tripulantes para que suspen-
dieran los vuelos. En muchas de las grandes ciudades
hubo saqueos, orgías interminables, suicidios en masa.
Fueron varias las aseguradoras que ofrecieron costosísi-
mas coberturas para automóviles y hogares para cubrir los
daños ocasionados por los ángeles caídos. Una excéntrica
ciudad del medio oriente asiático proyectaba construir un
domo protector. En el pueblo, el promedio fue de siete
caídas diarias durante esa semana. Era un número muy
elevado considerando la extensión del terreno, pero a na-
die pareció llamarle la atención, tampoco a mí en ese
momento. Esa semana no tuve que volver al trabajo –por
lo cual puede hacerme cargo perfectamente de mamá–, ya
que habían decidido parar las actividades hasta que la
situación se normalizara. Las escuelas, los clubes, los
supermercados… Todo estaba cerrado. Los hospitales
atendían emergencias solamente.
Pero al séptimo día ya no hubo más caídas, excep-
to en mi pueblo. Para colmo, el promedio siguió en au-
mento: hacia el final de todo este desastre, tres meses
después, caían alrededor de veinticinco ángeles diarios.
No entendíamos por qué. Mientras en el resto del país y
del mundo la gente regresaba a sus vidas normales, noso-
tros seguíamos padeciendo. No faltó quien dijera que el
pueblo estaba maldito. En la ciudad a doce kilómetros la
realidad era distinta, razón por la que tuve que regresar a
mi trabajo. Por suerte Sonia ya estaba disponible. Le pedí
por favor que no le contara a mamá lo que había pasado
con Juan, para no angustiarla innecesariamente; ya dema-
siado excitada se había puesto con lo de los presuntos
ángeles.
Apenas llevábamos tres semanas de caídas y el
pueblo se había transformado. Las calles estaban vacías:
sin niños yendo a la escuela, ni hombres ni mujeres
haciendo las compras o pagando impuestos. Solo a quie-
nes no nos quedaba otra que ir a trabajar se nos veía trans-
itar, nerviosos y apurados. Nadie se animaba demasiado a
salir de sus casas, en definitiva, aunque varias exhibieran
agujeros en el techo o paredes derrumbadas. Poco a poco
nos fuimos acostumbrando a los ruidos de las caídas, a los
gritos de dolor, a las sirenas de los patrulleros, las auto-
bombas o las ambulancias a la mañana, a la tarde, o a la
noche. Llegó un momento en que nadie se molestó en
recoger los cuerpos. Cuando estorbaban demasiado o el
olor a podredumbre se volvía insoportable, los apilábamos
en una esquina y los prendíamos fuego.
Una noche del segundo mes, Marina apareció en ca-
sa. Faltaban pocos minutos para las 21 y yo estaba pican-
do el verdeo para una salsa. Me sorprendió verla ahí, pa-
rada frente a la puerta abierta, sin que me hubiera enviado
un mensaje de aviso.
Marina y yo nos habíamos conocido en una fiesta
de fin de año, apenas tres meses antes de la primera caída.
Lo nuestro –fuera lo que fuese– recién comenzaba, pero
parecía algo bueno. Sin embargo, los últimos días la había
notado distante. Varias veces estuve a punto de preguntar-
le qué le pasaba. No hizo falta.
—Me voy —me dijo, después de hablar de mamá,
de Bonzo, del pueblo.
Eso no me sorprendió, muchos se estaban yendo,
todo el que tuviera la mínima oportunidad.
—Al menos por un tiempo, hasta que esta locura
pare.
—Si es que para…
—Paró en el resto del mundo, ¿no?
Me reí, pero fue una risa falsa y se notó. La verdad,
tenía ganas de llorar. Esa misma mañana Sonia me había
dicho lo mismo, que se iba.
—¿Y adónde, Marina?
—Al sur, con mis viejos.
—¿A San Martín?
—Sí.
—Qué bueno. Es un lugar hermoso.
Me puso una mano en la mejilla.
—¿No querés venir?
Negué con la cabeza.
—Sabés que no puedo. Mi mamá… —agregué—.
Sería un quilombo.
—Está bien, pero quería que lo sepas.
—Saber qué.
No me respondió de inmediato. Antes me regaló
una sonrisa.
—Eso, que podés venirte conmigo, cuando quieras.
Hablamos un poco más, nos besamos, y se fue.
Volví a cocinar, aunque ya no tenía hambre. Pasa-
ron unos minutos y escuché el ruido, otra vez en el jardín.
Bonzo gruñó, ladró y luego chilló, como si le hubiesen
pegado. No lo oí más. Esta vez creí que se trataba real-
mente de un ladrón. Las últimas semanas había algunos
que se dedicaban a saquear casas, abandonadas o no. Re-
petí la secuencia de la primera noche. Llamé al perro,
encendí la luz del alero, activé la linterna de mi celular.
La única diferencia era que, sin darme cuenta, había sali-
do con la cuchilla en la mano.
—¿Quién anda ahí? —pregunté.
Sentí unos pasos, imprecisos. Caminé hacia ellos.
Lo primero que alumbré fue a Bonzo, en el césped,
con la cabeza vuelta un amasijo de sangre, carne y huesos.
Contuve un grito y las ganas de vomitar. Luego dirigí la
luz unos metros a la derecha y lo vi. El ángel estaba de
espaldas, claramente podía ver sus dos alas. Avanzaba
hacia la medianera, en dirección opuesta a mí, arrastrando
una de sus piernas, y dejando un surco de sangre. Redirigí
la luz hacia Bonzo y ya no puede contener el grito, de
furia. No pude contenerme más. Corrí hasta el monstruo y
clavé la cuchilla en su cuello. Sin creer del todo lo que
había hecho, me alejé uno pasos. El ángel tambaleó, cayó
de rodillas, y finalmente se desplomó. Me aproximé, des-
pacio. Retiré el chuchillo y volví a hundirlo, no sé cuántas
veces.

VI

Tres meses, y algunos días más. Quizás mamá y yo


éramos los únicos que aún vivíamos en el pueblo. Ni si-
quiera la prensa se interesaba ya en las caídas. No había
conseguido a nadie que reemplazara a Sonia, por lo que
desde hacía tres semanas no asistía al trabajo. Los fines de
semana iba en auto a la ciudad para comprar lo necesario.
De paso averiguaba alquileres de casas cómodas para am-
bos, aunque empezaba a ver con buenos ojos la posibili-
dad de internarla en un geriátrico. Sabía que eso iba con-
tra de su voluntad, pero no sabía de qué otra manera enca-
rar la situación.
Regresaba de mi excursión semanal cuando, faltan-
do un par de kilómetros para mi destino, escuché un gran
estruendo, una terrible explosión. Frené. Miré hacia arri-
ba, algo extremadamente común en el último tiempo, y vi
cientos de ángeles que surcaban el cielo y caían en el
pueblo. Había belleza en eso, no podía quitarle los ojos de
encima a semejante espectáculo. Me encontraba tan com-
penetrado que no vi venir al que cayó sobre el capó. El
auto se sacudió de tal manera que golpeé mi cabeza contra
el techo.
El motor quedó destruido. Observé el cielo y se veía
limpio. Sin nubes. Sin ángeles. No me quedaba más re-
medio que caminar cargando todas las bolsas del super-
mercado. Las estaba sacando del baúl cuando, de nuevo,
hubo una gran explosión. Alcé los ojos y no di crédito a lo
que me mostraron. Algo de un tamaño descomunal, con
varios brazos, varias cabezas, se precipitaba. Parecía un
meteoro a punto de colisionar con el planeta. Por un mo-
mento creí que el resultado sería similar. Finalmente cayó
y el estruendo me estremeció, sentí la tierra temblar y vi
una gran nube gris elevarse desde el suelo. Incluso tuve
que cubrirme con los brazos para bloquear algunos pro-
yectiles.
Pensé en mamá que estaba sola en casa, en el pue-
blo. Corrí desesperado. El polvo que había en el ambiente
apenas me dejaba respirar, así que no fui tan rápido como
quería. El impacto y el temblor habían derrumbado mu-
chas construcciones de las que todavía se mantenían en
pie. Tuve que esquivar una gran cantidad de cuerpos ala-
dos, además de los escombros. En un momento creí que
avanzaba junto a un muro gris, hasta que comprendí que
se trataba del brazo de la criatura de varias cabezas. No
me detuve. Aunque el polvo no me permitía ver con clari-
dad, avancé en dirección hacia mi casa, hasta que no pude
hacerlo más. Algo obstaculizaba el paso: el torso de la
criatura. Pude apreciar muchas de sus heridas sangrantes,
e imaginé las que tendría en el resto del cuerpo. No me
costó comprender que mi casa, que mi madre, habían sido
aplastadas por ese gigante. Tuve ganas de llorar.
Lloré.
VII

Desde entonces no hubo más caídas. Volví a la


ciudad y a mi trabajo. Con Marina estuvimos comunica-
dos durante algún tiempo, pero la relación fue enfriándose
de a poco, hasta que dejamos, incluso, de mandarnos
mensajes por whatsapp. Aún no me decido a borrarla de
mis contactos.
En el pueblo no vive nadie. Parece, sin embargo,
que hay un proyecto del municipio para convertirlo en un
centro turístico, cuando los científicos dejen de examinar-
lo. El cuerpo del gigante los tiene fascinados. Para la ma-
yoría de las personas ya es un elemento más del paisaje de
esa aburrida ruta provincial.
Muchos dicen que es el cadáver del diablo, que los
ángeles lograron vencer luego de una guerra terrible.
Otros dicen que es Dios, vencido por los demonios. Yo no
sé. A veces estoy de acuerdo con una postura, otras veces
con otra, la mayor parte del tiempo, con ninguna.
ESPERO.
SÉ QUE ESTÁN AL caer.
Espero.
Escribo para no dormirme.
Espero.
Desde este aguantadero en Constitución, con gritos
que nadie oye. Pero que el viento trae a mí desde los es-
combros de la cárcel de Caseros. Entremezclados con los
aullidos de la plaza Florentino Ameghino, donde todavía
los espíritus de los que ahí enterraron cuando la epidemia
de fiebre amarilla se meten en los indigentes que fermen-
tan junto a las estatuas. En los estómagos podridos de los
enfermos del hospital Udaondo. En los agujeros en el pe-
cho y las piernas de los que pasean su SIDA después de
rezarle a quien sabe qué médico en el Muñiz. Los oídos
me tiemblan por el murmullo de los baleados que todavía
esperan sentados en la guardia del hospital Penna. Aguar-
dan y tientan a los que les molesta una caries o el piedrazo
en la cabeza que les cayó desde la platea visitante de la
cancha de Huracán. Les dicen a esos mismos que se sien-
tan en las butacas de la guardia que solo necesitan un
cuerpo para volver a intentarlo. Que por qué no dormitar
ahí un rato, salir a dar una vuelta por los quirófanos mien-
tras ellos, con los pedazos de huesos del cráneo en la ma-
no, la sangre bañándoles la nuca, prueban qué es eso de
volver a estar vivo por un rato más. Tomarse un vino y
morder la carne, sacudir el semen adentro de otra sobrina,
ahogar con un trapo mojado a la vieja que no suelta el
mango para comprarle un viaje al que pasea los perros en
la esquina.
Porque ellos saben quién puede salir a deambular y
quién no. Acechan a cada momento que alguien cierra los
ojos. A mí me descubrieron de pendejo, cuando en las
siestas empecé a estar despierto pero con el cuerpo dor-
mido. Cada vez que intenté gritar, moverme hasta volver
a ser yo, los noté cerca. Sentados a mí alrededor. Algunos
sobresaliendo de las paredes. Las burlas empezaron la
primera vez que pude ponerme de pie. Y me vi ahí, de
costado, tapado casi hasta las orejas porque otra vez el
invierno había caído duro en Sierra de la Ventana. El frío
nos había sorprendido sin plata para la leña y los troncos
que robábamos al vecino nunca alcanzaban para pasar la
madrugada. Los que creí duendes sentados sobre mi pe-
cho cada noche, trabándome desde los hombros para que
no me levante, desde que había terminado el jardín de
infantes, no eran más que esos niños que cada año, des-
cuidados por los padres, aparecían dos o tres pueblos des-
pués arrastrados por las aguas del Sauce Grande.
Una noche ya no fueron niños. Las risas a mi alre-
dedor dieron lugar a los peores insultos, al relato del día a
día de mi hermano mayor pasándole la lengua a la bom-
bacha recién sacada de mamá. A papá dándole con el can-
to del hacha al quinto perro que habíamos intentado meter
en casa. Al abuelo contándole en voz baja a papá cómo se
marchitaban los pezones de las embarazadas que había
quemado en Puerto Belgrano. Abuelito dime tu, abuelito
dime tu: ¿Cuál fue la vocal que más pronunciaban esos
muertos de hambre a los que les diste máquina en el ano
mientras escuchabas a todo lo que da El Rotativo del Ai-
re? Abuelito jactándose de que a mamá le dio una verda-
dera vida, que la sacó de una gorda que todavía respiraba
aunque la rata que le habían metido hasta el útero ya se
había masticado parte de la placenta. Salvada por la rata
obstetra, abuelito dime tú, te escuché decir antes de empi-
narte la sidra de fin de año.
Ellos sabían todo y cada vez que me ponía de pie al
lado de mi yo dormido, no se contenían en repetirlo. No
sé si sabías, pero la noche en la que te hizo, papá estuvo
dándole bien duro a tu vieja por el culo antes de la enle-
chada creadora. Por eso vos sos una mezcla de guasca y
mierda, decían. Mamá con una mano te sostenía para dar-
te la teta y con la otra se frotaba la argolla porque tu chu-
pa-chupa la calentaba. ¿Te acordás de esa vez que tu her-
mano te bajó el pantalón? ¿Cuándo te ponía en la posición
de perrito? ¿Qué sentías cuando te la apoyaba? Con nadie
podía hablarlo. Ellos sabían mi hora de la siesta, el mo-
mento que daba vueltas en el colchón toda vez que me
doblaba el cansancio de la noche. O, ya en el colectivo
que me trajo a Buenos Aires, el instante en el que iba a
cerrar los ojos. Ahí fue cuando empecé a hablarles. No
querían todo. Solo estar un rato adentro mío.
Siempre igual. Esperaban a que me duerma. Em-
pecé a contestarles una madrugada que salí a verme en el
espejo. Siempre tuve la curiosidad sobre cuál sería mi
forma, qué se reflejaría, si el cuerpo ya no estaba conmi-
go. Los encontré atentos a otra cama. Recuerdo cómo
empezó: primero abrí los ojos estando todavía acostado.
Después, el gesto involuntario de querer hablar a través de
una boca que permanecía dormida. La dificultad para le-
vantarme pese a que no había nadie clavándome los hom-
bros al colchón. Pude sentarme. Apoyar los pies en el
suelo. Tenue, el sol amagaba comenzar a filtrarse entre las
ranuras de la persiana de madera. En ese lapso pensé en el
espejo nuevo, colgado en el pasillo al que daba la habita-
ción de María, muy cerca del cuarto de mis viejos.
Ya de pie, esperé verlos como tantas otras veces. En
la habitación solo deambulaba mi hermano mayor. ¿Qué
pasa, boludo?, me saludó. Después, como cada vez, bajó
la cabeza para mirarse. Le preocupaba no tener la pija
más grande. Nunca dejás de ser vos, le respondí. Caminé
rumbo al espejo que tanto me intrigaba. Tres pasos antes
del vidrio, un murmullo ahogado me hizo girar la cabeza.
De sus bocas colgaba una baba que, sin mojar, escurría
sobre la almohada de mi hermana. Dormía boca abajo.
María. Uno de ellos escurrió su mano de uñas resquebra-
jadas, verdes de moho, bajo la sábana. Todavía no sabe
que puede, dijo a quienes lo acompañaban. Otro se puso
de rodillas y hundió la cabeza entre las piernas separadas
de esa nena camino a la adolescencia. Tiene la telita ente-
ra, hasta con el olorcito agrio de las que esperan el estre-
no, rio, sin apartarse de la piel de María. Tampoco sabe lo
que puede hacer con ese culo. Dejame que se lo haga no-
tar, dijo un tercero. Lo vi sentarse, abrir los muslos, sobre
la espalda de mi hermana. Pasárselo duro a través del ca-
misón. Lo vi gotear. Alguien corrió la sábana. La bomba-
cha a un lado. La cola apenas abierta. Lo ayudaron hasta
que estuvo cerca de la vagina, que apenas si tenía sus
primeros pelos. Si se moja, se despierta. Y nos jodemos
todos, rezongó alguien. María se movió cuando algo su-
bió desde sus labios vírgenes hasta el agujero del culo.
Algo húmedo pareció traerla de vuelta del sueño profun-
do. Fue en ese momento que se dieron cuenta que yo es-
taba ahí. Todo fue correr mientras uno de ellos se dejaba
caer del techo y el que parecía más ágil trató de alcanzar-
me reptando por las paredes. Mi hermano lanzó su mejor
carcajada cuando me arrojé sobre mí mismo en la habita-
ción. Todavía reía cuando, finalmente, logré despertar.
Encontrarlos con María por primera vez fue lo que
me dio el valor para comenzar a hablarles. Antes de eso,
otro casi amanecer, los ubiqué rondando a mamá horas
después de una cena en la que el abuelo había reiterado
eso de que la picana eléctrica previene las arrugas. La
vieja dormitaba en desabillé en uno de los sillones ubica-
dos frente a los ventanales de casa. Desde ahí se podía ver
el patio delantero, los pinos, el cerco de romero, que se
entrelazaban a lo largo de veinticinco metros hasta la ve-
reda de perejil guacho y la calle de piedras sueltas. Se
había dormido. No se inmutó cuando uno de ellos co-
menzó a lamerle las mejillas. Tampoco cuando otro buscó
con los labios sus pezones debajo de la tela. En sueños,
mamá empezó a respirar pesado. Bajó una mano hasta el
calzón que le habíamos regalado en otro Día de la Enfer-
mera. Deslizó dos dedos en punta hasta esos pliegues que
arrojaron al mundo a mis hermanos y a mí. Se los llevó a
la boca una vez que los sintió espesos, pegajosos. Sin si-
quiera abrir los ojos. Siguió mojándose las uñas en su
flujo hasta que papá, levantado de imprevisto, le separó
las piernas y agachándose un poco la penetró de un tirón.
Después nos toca a nosotros. Ellos me hablaron a mí. Huí
del comedor de casa cuando se colocaron detrás de papá y
comenzaron a acariciarle la cadera, a seguirle con un dedo
la raya del culo desnudo. El viejo, mientras tanto, reso-
plaba fuerte con el calzoncillo a la altura de las rodillas.
La siguiente madrugada, dormido el cuerpo pero
bien consciente de la situación, decidí esperarlos. Otra
vez, sentado en la cama frente a la mía, mi hermano se
escudriñaba un cuerpo que no terminaba de entender. Te
andan buscando, dijo en un momento. Esperalos. Reco-
nocí de inmediato al primero que entró en la habitación:
era el hermano del abuelo, quien lo había secundado en
sus trabajos en Puerto Belgrano. Tenía la carne de las
pantorrillas marcadas con costuras y el lado izquierdo del
pecho no era más que un agujero sanguinolento del que
sobresalía un pedazo de metal oxidado. Las esquirlas de la
bomba que lo había asesinado seguían ahí. Desnudo de la
cintura para abajo, sobre los hombros colgaban tiras de lo
que había sido su chaqueta para los desfiles militares. El
segundo que se paró junto a mí no era más que una man-
cha oscura, una sombra que me igualaba en altura. Sin
rostro. En otro reconocí al dueño de la fábrica de diaman-
tes industriales del pueblo. Varios años antes había balea-
do a su esposa y el amante con un fusil para cazar elefan-
tes. El último tiro se lo había reservado para él. Un cráter
le ocupaba la nuca ahora.
Los escuché. Dijeron que todo podía parar si los de-
jaba. Si les permitía. No más alrededor de mamá. María
estaría bien. De papá se olvidarían. Nada volvería a pasar-
les siempre y cuando los dejara. Aunque sea un rato. Al-
gunos días. Ahí fue cuando empezó lo de los animales. El
perro vagabundo que acaricié largo rato antes de empujar-
lo barranca abajo. Todavía escucho las puñaladas de sus
propias costillas atravesándole el cuero tras rebotar contra
las orillas rocosas del Sauce Grande. La tarde de los gatos
ahorcados en el puente del ferrocarril, con esa tanza para
pescar que el viejo dejó de usar cuando empezaron a lle-
gar los hijos y ya no hubo tiempo ni plata para ir por los
tiburones cerca de Bahía Blanca. Las yararás que solté en
el arenero del jardín de infantes. Ellos decían que nadie
me veía. Que los dejara jugar. Que me cuidaban. Cuando
supieron que venía para Buenos Aires, dijeron que irían
adonde fuera. Mi última madrugada en el pueblo pasó a
los forcejeos con mi hermano mientras los tres le hacían
una última visita a María.
Ahora ya saben lo que voy a hacer mañana. Por eso
espero. No tengo que dormirme. Nada más que eso. Espe-
ro porque lo de esta noche sé que fue imperdonable. Es-
cribo iluminado por el único foco sano que le queda a esta
cuadra. Miento paciencia, tranquilidad, mientras estoy
tirado en esta casa abandonada, derrumbada en el frente
salvo la puerta de chapa y sus vidrios rotos. Parapetado al
final de la escalera de cemento que lleva a la planta alta
de lo que fue, imagino, una pensión de estudiantes. Con-
fundido en la noche por el tizne. Ahogado en el humo que
todavía sale de mis pulmones. Pero, aunque pueda no
parecerlo, satisfecho. Porque al fin, aunque ellos creyeron
que jamás ocurriría, lo había entendido todo. Y actué en
consecuencia.
A poco de instalarme en Buenos Aires, comenzaron
a presentarse de madrugada como pasaba en Sierra de la
Ventana. Los vi merodeando a los compañeros de habita-
ción con los que conviví durante varios meses en un dos
ambientes sobre la calle Pichincha. Siempre al pie de las
camas. El hermano del abuelo. La mancha. El dueño de la
fábrica de diamantes. Una madrugada en la que los rayos
que caían sobre las antenas de Balvanera hacían temblar
las paredes del departamento, volvieron a hablarme de
María, de mamá. Abrí los ojos, me senté en el borde del
colchón para contemplarme dormido, y ahí escuché con
claridad eso que la mancha tenía para decirme. Tu herma-
nita acaba de manchar la camita, pronunció. Mañana es-
tará emocionada porque le vino por primera vez. Y tu
mami. Tu mami. Si sigue pasándose la Prestobarba por la
conchita un día los canutos le van a sacar el ojo al remise-
ro que se la monta cuanto no está tu papá. Creo que todo
lo que pronunció motivó lo que vino después. Volví a
decir que haría lo que quisieran con tal de que paren.
Pero todavía no me querían por completo. La pro-
piedad total de lo que soy es algo que les interesa hoy. No
antes. Comenzaron yendo por los crotos desparramados
por Once a las tres de la mañana. Era cuestión de esperar-
los cada medianoche. A veces, el hermano del abuelo.
Otras, el dueño de la fábrica de diamantes. La mancha
negra, a la que nunca le pude adivinar siquiera un rasgo,
era la que más terror me provocaba. Cada una de las veces
temí no volver a recuperar mi cuerpo. Que no me dejaran
regresar siempre que les cedía eso que se ve. Eso que soy.
Tanto odio, tanta violencia en los parques, no hizo más
que angustiarme toda vez que volvía la oscuridad. Maña-
nas de pies marcados por el barro, vidrios desdibujados a
través de la piel de los talones, nudillos pelados y coágu-
los a veces frescos, titilantes, de sangre que no era mía.
Anochecer y una brisa soplándome por dentro como aviso
de que llegaban. De que debía hacerme a un lado de mi
propio cuerpo. Después apareció el primer cráneo, en-
vuelto en una sábana. No tenía nada de carne. Mugriento
de hojas pegadas al hueso. De lo que debió haber sido la
nariz colgaban unos pelos gelatinosos. Entendí que eran
nervios. Lo que quedaba. Cuando uno de mis compañeros
de departamento me preguntó el porqué de los pies lasti-
mados, tatuados de tajos y moretones, entendí que tenía
que mudarme.
Terminé en una pieza con terraza en Parque Patri-
cios. Las osamentas de cada uno de sus paseos empezaron
a acumularse en la heladera, la alacena siempre infestada
de cucarachas, el horno roto de la cocina. Adormecí mi
desesperación pensando en María, en mamá. Huesos y
sangre salpicada en el colador de los fideos. Huesos en el
cajón de las zapatillas mugrientas. Huesos entre toallas
enroscadas. Los encabezados del diario La Razón en la
boca de los subtes. Otro indigente muerto y sin una pier-
na. Viejo sin cabeza en las vías del San Martín. Alguien
que llega, arrastrándose, a la guardia del hospital Rivada-
via a los gritos porque le habían arrancado todos los dedos
de una mano. Una noche me explicaron. Entre risas, ellos
dijeron que había otros hombres que les permitían hacer
lo que yo. Que también podían meterse en los niños. El
hermanito que ahoga a la beba recién nacida en la bañera.
El que dispara a la mesa de la familia comiendo con la
pistola de mamá policía. El que prende un fósforo y lo tira
sobre el acolchado mientras papá duerme la siesta.
Pero los chicos hacen cosas de chicos. Los grandes
son mejores. Y ahí comenzaron a hablarme de los lugares
donde encontraban los cuerpos que necesitaban. Los luga-
res antiguos. Los cementerios. Los hospitales. Las veredas
de las iglesias. Ahí donde la gente sufre, se muestra vul-
nerable, empuja puertas malditas hacia lo que no conoce
por mera desesperación. Ahí están ellos. Aunque nunca
solos. Tenemos competencia, se quejaron. Deambulando
entre los cuerpos en movimiento, forzando el roce con
una y otra piel para ver quién tiene la misma habilidad
que yo. El don. Como el hermano del abuelo, la mancha,
el dueño de la fábrica de diamantes, los otros eran igual
de crueles. Todos detrás de lo mismo: volver a estar vivos
aunque sea un momento. Ya sabemos, en estos días,
dónde buscar más candidatos, me dijo una vez el hermano
del abuelo. Hay un lugar, una noche, donde la maldad se
exhibe, se celebra. Un momento en el que los espíritus
más repugnantes son bienvenidos, puestos a admirar. La
mancha oscura trotó pegada al techo mientras el viejo
pronunciaba en mis oídos todo el resentimiento que per-
mitía su voz espantosa. Los museos, dijo, cortante, el
dueño de la fábrica de diamantes. Y mañana, siguió el
hermano del abuelo, todos se juntarán en esos lugares.
Grandes y chicos, alabando lo que ya fue en esos santua-
rios de la desgracia. Pagando una entrada para contemplar
la muerte evocada. Es en ese morbo donde vamos a en-
contrar a los nuevos. Los que son así, como vos. Para que
nos ayuden a volver a ser, pero siempre de la peor forma
posible.
Fue el instante en el que me cayó la certeza. Nada
concluiría conmigo. Y mi destino de madrugadas yendo a
despellejar muertos de hambre; esos hombres y mujeres
dormidos a los que les corté la garganta y vi gotear hasta
que se secaron, a los que serruché despacio con el cuchi-
llo de la manteca para llegar al hueso, los chicos de la
calle que me dejaron lamerles los huevos, la conchita
lampiña, el agujerito del culo mal limpiado, antes de ter-
minar ahorcados, no harían más que multiplicarse a la par
de otros tantos haciendo lo mismo en las penumbras de
Buenos Aires. Cientos como yo. Dominados por el peor
de los espantos. Rehenes del daño probable a nuestras
personas más amadas. Sin otra opción más que la de pre-
star nuestros cuerpos para que ellos lleven a cabo las atro-
cidades más espeluznantes. Mientras, alrededor de todos,
los huesos no dejan de apilarse. Volviéndonos instrumen-
tos mudos de un mal destinado a perdurar más allá de
nuestra propia carne.
Por eso quemé todo.
Esperé el momento, la gente reunida en otra noche
de ronda por los museos. Como cada año. Multitudes ce-
lebrando lo que fue. Ansiosas por revivir tragedias, masa-
cres, retratos del dolor. Y yo ahí, consciente de que entre
risas y comentarios estaban ellos. Chocándose a este.
Acariciando a aquel. Viendo quién sí y quién no. Aspiran-
tes a diablos dejando caer sus babas sobre las entrepiernas
de minifalda y los hombres meando en los mingitorios.
Probándolos desde la cercanía más peligrosa. Adivinando
sus adentros. Por eso acabé con algunos de los lugares
donde ellos eligen. Hice cenizas todo lo que pude. Las
llamas terminaron, también, por liberar a aquellos que
nunca supieron que estaban siendo evaluados. Marcados
para el día de mañana sufrir lo mismo que yo. Todos po-
bres desgraciados. Unos y otros. Conmigo incluido.
Ahora, mientras escribo y espero, atrincherado, el
pánico me mantiene temblando. No puedo dormirme. No
debo dormirme. Lo de hoy, lo que hice hace apenas unas
horas, no es más que el último clavo de mi cajón. Firmé
condena con el primer fuego. Sé que si vuelven a entrar
en mí, ya no podré regresar. Claro que lo intentarán hoy:
saben qué es lo que pasará mañana si no me frenan. Me
ocuparé de los hospitales, sí. El fuego para redimirlo todo.
Pero para lograr eso, necesito pasar despierto esta madru-
gada. Si me duermo y ocurre lo de siempre, bastará con
que me mueva un centímetro de mi carne para perderlo
todo. Ahora mismo escucho un ruido. Viene de abajo. Un
vidrio roto, imagino que de la puerta de chapa de la entra-
da, me avisa. Conmigo ya se permiten golpear las cosas
como si estuviesen vivos. No disimulan los pasos atrave-
sando lo que, imagino, fue un salón comedor o de fiestas
en esta casa derrumbada en varios tramos. Ya escucho las
voces al pie de la escalera. Parece que dudan. Sentado en
el piso, enrollo las piernas y me aprieto contra la pared.
Un haz de luz, dos, se elevan para dividir la negrura. Oigo
cómo suben los primeros escalones. Los pies muertos,
pesados como macetas, afirmándose en el cemento.
Aprieto la lapicera contra el papel. No puedo dormirme.
No debo dormirme.
Al llegar arriba, a solo unos pocos pasos de mí aun-
que todavía sin verme, los escucho gritar. Primero uno.
Después, todos. ¡Policía! ¡Policía! Pero yo sé que son
ellos. Para mí ya no hay teatro que valga. ¡Policía!, vuelve
a rugir uno. Estoy seguro de que es el dueño de la fábrica
de diamantes. Quieto ahí, me dice. Y yo sonrío sin dejar
de escribir. Levantate despacio, la puta que te parió, dice.
Lo mío ya es una carcajada. Antes de ponerme de pie,
alcanzo a completar una última línea en el papel. Se te
acabó, loquito, murmura el hermano del abuelo. No hacía
falta el disfraz de milico. Pero entiendo que es su juego.
De vuelta en el piso, boca abajo, mientras la farsa de las
esposas me atenaza las muñecas, pienso en que no cumplí
con lo último que me había prometido. Cómo no pude,
murmuro. Pero, igual que el Cristo de huevos capados en
la cruz, el diablo también obra de manera misteriosa. Es
evidente que no pude. Debo haberme quedado dormido.
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