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VIII.

FRANCISCO Y LA CRUZ DE SAN DAMIÁN:


LA MIRADA QUE REFLEJA LOS DESEOS DE DIOS

Puntos inspiradores:

El encuentro con la cruz en San Damián por parte de Francisco, marca un giro decisivo
en su vida.

Primero vamos a fijarnos en el lugar donde se ubica San Damián, la pequeña capilla que
alberga la famosa cruz.
La capilla no se encuentra en el centro de Asís, por el contrario, se halla en un barranco
en sus afueras. En el lugar de los pobres y mendigos.
Estar fuera de los muros de la ciudad significaba asimismo quedar fuera de sus
proyectos, incluso afuera de los proyectos de la propia Iglesia.
La visita de Francisco a San Damián ocurrió en una etapa de transición de su vida:
estaba pasando de servir a los pobres desde la seguridad de la casa de su padre a estar
entre ellos sirviéndolos desde el lugar de los mismos pobres.
Si Francisco no hubiera tenido esta experiencia, quizá no habría salido de la casa de su
padre. El Señor lo iba preparando lentamente para esta salida. Por cierto, el próximo
paso en su vida fue precisamente su despojo en la plaza frente al obispo y su padre.
Francisco vive la experiencia del encuentro con la cruz directamente después de su
encuentro con el leproso. Se nota cómo el Señor lo iba llevando con lentitud a caer en la
cuenta de sus planes.
La conversión de Francisco a Dios y su conversión a los pobres, iban juntas.
En el encuentro con la cruz, el Señor le hizo ver quién lo buscaba y para qué.
Del secreto de San Damián, ¿podemos saber algo más? Tal vez el cuadro del Crucifijo,
ante el cual Francisco se puso en oración, tenga algo que añadir. ¿Por qué no
preguntarle?
Todo el que haya peregrinado a Asís, ha visto el Crucifijo que habló a San Francisco.
Este Crucifijo está expuesto en una capilla de la basílica de Santa Clara. Con todo, no es
necesario haber ido a esta basílica para conocer el Crucifijo. Sus reproducciones están
tan extendidas por el mundo como las de la célebre Trinidad de Andrei Roublex. Es, al
decir de los expertos, el Crucifijo más conocido.

Poner el cuadro

Este Crucifijo data del siglo XII. Sin duda se hizo para la iglesia de San Damián. En esa
época se solían colocar grandes crucifijos en las iglesias donde no era habitual
conservar el Santísimo Sacramento. Se colocaban justamente encima del altar. El de San
Damián mide dos metros de alto por un metro treinta de ancho. Son las dimensiones
adecuadas al ábside, muy bajo, de la pequeña capilla. Es obra de algún artista
desconocido de Umbría. Los especialistas descubren en él varios indicios de influencia
siria.
El rasgo más sobresaliente y, sin embargo, el menos directamente percibido por los
occidentales, es la estructura de conjunto del cuadro. El Crucificado se desprende de
una cruz que, al mismo tiempo, es la apertura de un sepulcro.
La liturgia siríaca del Viernes Santo nos permite comprender esta estructura. En la tarde
de ese día, después de haber descendido al Crucificado de su patíbulo, se le deposita en
una especie de ataúd ricamente adornado. Es el momento de la sepultura. Pero ese
sepulcro se mantiene abierto, llevándolo en procesión por la iglesia y hasta por las
calles. Ese sepulcro abierto significa que la muerte no tiene dominio sobre aquél de
quien se acaba de proclamar que ha entregado el espíritu.
Basta observar con atención el Crucifijo de San Damián para darse cuenta del decorado
del sepulcro, que se extiende a lo largo del ribete como un fino encaje. Estilizado en
forma de cruz, el sepulcro ofrece así un fondo sombrío. Sobre ese fondo se destaca un
CRISTO de una blancura singular. No obstante, ese CRISTO es simultáneamente el
Crucificado clavado en el madero y el Resucitado que sale del sepulcro. Habría sido
difícil expresar mejor en una sola imagen el mensaje contenido en los últimos capítulos
del evangelio de San Juan. El Crucificado de San Damián ofrece el aspecto de
JESUCRISTO glorificado al mismo tiempo por la muerte y la resurrección. Bajo sus
brazos extendidos, los personajes del Viernes Santo se compadecen del Crucificado;
pero junto a cada una de sus manos, los ángeles de la mañana de Pascua muestran a las
portadoras de mirra el sepulcro abierto donde ya no está ese crucificado; y la parte
superior del cuadro lo presenta, resucitado, en su ascensión al Padre.
Todos estos elementos distintos encuentran su unidad en el personaje de CRISTO, tal
como el artista lo ha ideado.
El primer rasgo en que hay que reparar es la actitud del cuerpo. Los brazos, suavemente
extendidos, no sostienen un cadáver agobiado. Desde los hombros hasta los codos, su
línea va en descenso. Sube luego hasta las manos. El dibujo sugiere el esfuerzo de un
cuerpo que se eleva en un ligero batir de alas.
Sobre unos pies bien apoyados y unas manos muy finas, ese cuerpo se inclina hacia su
derecha. Desde las caderas, inicia un movimiento en forma de espiral que lleva el pecho
y los hombros en sentido opuesto. Estamos ante un ser vivo. Ese Crucifijo esboza casi
un movimiento de danza.
Sin embargo, los pies y las manos se hallan bien sujetos al madero. La cabeza de los
clavos, una pequeña mancha negra, se distingue claramente. De esos clavos salpica la
sangre como en pétalos de rosas y se derrama sobre los personajes de hombres y ángeles
agrupados alrededor.
Además de la postura del cuerpo, se ha de observar el rostro.
La cabeza del Crucificado se inclina algo del lado opuesto al movimiento de los
hombros. El color del rostro, ligeramente moreno, contrasta con el resto del cuerpo
resplandeciente de blancura. Aun así, los ojos se destacan claramente con sus pupilas
dilatadas. Ese contraste se subraya todavía más por el pliegue de los párpados y el arco
de las cejas muy resaltadas.
Esos ojos miran intensamente. Su mirada se dirige a lo lejos, muy lejos, más allá y por
encima del entorno inmediato. Basta con fijarse en ellos para comprender que algo están
diciendo del espectáculo que contemplan. Debe tratarse de un espectáculo de miseria y
dolor. El movimiento de la cabeza y el pliegue de los labios también nos lo sugieren.
Ese Crucificado no sufre por estar clavado en la cruz. Sufre por lo que ve a su alrededor
y en lontananza.
Tal es el Crucifijo ante el cual, movido por una voz interior, el joven Francisco se puso a
orar.
Los ojos atraen nuestra mirada e invitan a mirar: su casa, la iglesia en ruinas, la
naturaleza violentada. Al propio Francisco desintegrado, fragmentado, en ruinas. Pero
quizás los ojos que contemplan la puerta de la capilla vean los pobres y marginados, los
todavía crucificados alrededor de la capilla y una iglesia indiferente a ellos. Los ojos de
una mirada de Jesús que sigue siendo crucificado en la humanidad. A través de los ojos
de Jesús, Dios sigue mirando tristemente.
Contemplando esos ojos, Francisco empezó a contemplar los deseos de Dios. De
servirlo dentro de la casa de Dios, dentro de su persona, dentro de la Iglesia y dentro de
la creación entera desde los crucificados del mundo. A partir de su experiencia en la
capilla de San Damián y frente a su cruz, Francisco comienza a cambiar sus propios
deseos por los de Dios.
Amar y servir el amor no amado por los crucificados del mundo.
Desde este encuentro, Francisco inicia una historia de amor a Cristo crucificado a partir
del servicio a los crucificados del mundo, misma que culminaría en la experiencia de las
llagas en el monte Alvernia.
Por el acontecimiento de San Damián, en adelante Francisco no podrá ya ser un hombre
que construye y margina al tiempo; se ha convertido en una persona que se dedica a
reconstruir, colocando juntos todos los elementos existentes. Él ha repudiado una
sabiduría humana que justifica locuras sangrientas. Y lo toman por loco. Es normal. El
Crucifijo de San Damián lo ha iniciado en una lógica distinta.

Fuentes franciscanas para consultar sobre este tema:


1Cel 10-15, 2Cel 12, LM 2,3-2,5 TC 17-20 AP 8.

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