En aquella época todo el mundo era joven. Pero había algo peor; a pesar de nuestra
juventud inverosimil, siempre encontrábamos a otros que eran más jóvenes que
nosotros, y eso nos causaba una sensación de peligro y una urgencia de terminar las
cosas que no nos dejaba disfrutar con calma de nuestra bien ganada juventud. Las
generaciones se empujaban unas a otras, sobre todo entre los poetas y los criminales,
y apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se perfilaba alguien que
amenazaba con hacerlo mejor. A veces me encuentro por casualidad con alguna
fotografía de aquellos tiempos y no puedo reprimir un estremecimiento de lástima,
porque no me parece que en realidad los retratados fuéramos nosotros, sino que
fuéramos los hijos de nosotros mismos.
Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna
inclemente desde principios del siglo XVI. Yo padecí esa amargura por primera vez en
uno funesta tarde de enero, la más triste de mi vida, en que llegué de la costa con
trece años mal cumplidos, con un traje de manta negra que me habían recortado de mi
padre, y con un chaleco y sombrero, y un baúl de metal que tenía algo del esplendor
del Santo Sepulcro. Mi buena estrella, que pocas veces me ha fallado, me hizo el
inmenso favor de que no exista ninguna foto de aquella tarde.
Lo primero que me llamó la atención de esa sombría capital de 1943, fué que había
demasiados hombres de prisa en la calle, que todos estaban vestidos como yo, con
trajes negros y sombreros, que en cambio no se veía ninguna mujer. Me llamaron la
atención los enormes percherones que tiraban de los carros de cerveza bajo la lluvia,
las chispas de pirotecnia de los tranvías al doblar las esquinas bajo la lluvia, y los
estorbos del tránsito para dar paso a los entierros interminables bajo la lluvia. Eran los
entierros más lúgubres del mundo, con carrozas de altar mayor y los caballos
engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, y cadáveres de buenas
familias que se sentían los inventores de la muerte. Bajo la llovizna tenue de la Plaza
de las Nieves, a la salida de un funeral, vi por primera vez una mujer en las calles de
Bogotá, y era esbelta y sigilosa y con tanta prestancia como una reina de luto, pero me
quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un
velo infranqueable.
La imagen de esa mujer, que todavía me inquieta, es una de mis escasas nostalgias
de aquella ciudad de pecado en la que casi todo era posible, menos hacer el amor.
Por eso he dicho alguna vez que el único heroísmo de mi vida, y el de mis
compañeros de generación, es haber sido jóvenes en la Bogotá de aquel tiempo. Mi
diversión más salaz era meterme los domingos en los tranvías de vidrios azules que
por cinco centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la Avenida Chile,
y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola
interminable de otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante el viaje de círculos
viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizás de una cuadra de
versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la
lluvia eterna, y entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de
alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y
versos que acababa de leer. A veces encontraba a alguien, que era siempre un
hombre, y nos quedábamos hasta pasada la medio noche tomando café y fumando las
colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido, y hablando de
versos y versos y versos, mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el
amor.
Sin embargo, por lo que recuerdo mejor la noche en que conocí a Armando Villegas,
es porque yo regresaba de mis solitarios festivales poéticos en los tranvías, y por
primera vez me había ocurrido algo que merecía contarse. Ocurrió que en una de las
estaciones de Chapinero había subido un fauno en el tranvía. He dicho bien: un fauno.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, un fauno es "un semidiós de los
campos y las selvas". Cada vez que releo esa definición desdichada, lamento que su
autor no hubiera estado allí aquella noche en que un fauno de carne y hueso subió en
el tranvía. Iba vestido a la moda de la época, como un señor canciller que regresara de
un funeral, pero lo delataban sus cuer, nos enroscados y sus barbas de chivo, y las
pezuñas muy bien cuidadas por debajo del pantalón de fantasía. El aire se impregnó
de su fragancia personal, pero nadie pareció advertir que era agua de lavanda, tal vez
porque el mismo diccionario la había repudiado como un galicismo para querer decir
agua de espliego.
Los únicos amigos a quienes yo les contaba estas cosas eran Álvaro Mutis, porque les
parecían extraordinarias aunque no las creía, y Gonzalo Mallarino, porque sabía que
eran verdad aunque no fueran ciertas. En una ocasión, los tres habíamos visto en el
atrio de San Francisco a una mujer que vendía unas tortugas de juguete y cuyas
cabezas se movían con una naturalidad asombrosa. Gonzalo Mallarino le preguntó a
la vendedora si esas tortugas eran de plástico o si estaban vivas, y ella le contestó:
“Son de plástico pero están vivas”.
Sin embargo, la noche en que vi el fauno en el tranvía ninguno de los dos estaba en su
teléfono, y yo me sofocaba con las ansias de contárselo a alguien. De modo que
cuando llegué a la fiesta de amigos donde conocí a Armando Villegas, solté la
revelación como si hubiera sido una granada de guerra:
Nadie me hizo caso, salvo Armando Villegas. Más aun: me contó que en Pomabamba,
el pueblecito del Perú donde había nacido, los faunos y las faunas iban con sus crías
al mercado los domingos en la mañana, pero en los últimos tiempos se les veía cada
vez menos, porque los traficantes alemanes los desollaban vivos para vender sus
pieles como si fueran de vicuña a los peleteros de Hamburgo. Desde ese momento me
di cuenta de que Armando Villegas y yo no sólo seríamos amigos, sino algo todavía
más comprometedor: cómplices.
Por eso recuerdo con tanta admiración, y con tanta gratitud, que hubiera tenido la
modestia de pedirme que le inaugurara su primera exposición importante en Bogotá.
Me quedé muy confundido, porque ambos estábamos rodeados de insignes
inauguradores profesionales, que de veras habían visto la mejor pintura del mundo y
tenían sus discursos escritos de antemano con citas en su idioma original clasificadas
por orden alfabético para cada ocasión. A pesar de eso, pensé que el acto de valor
civil de Armando Villegas merecía ser respondido con la misma sangre fría, y le con-
testé que sí. Aquella fue la única y la última exposición que presenté en mi vida, y
pensándolo bien, el único discurso que he pronunciado por mi propia voluntad. Delante
de todos los pontífices de la ciudad tuve esa vez los riñones de decir: “Tengo la
satisfactoria impresión de estar asistiendo al principio de una obra pictórica
asombrosa”. Hice bien en decirlo, porque eso fue hace 25 años, y ahora estoy
disfrutando de la satisfactoria impresión de no haberme equivocado.
ARMANDO VILLEGAS, O LA RESTITUCIÓN DE LO SAGRADO
Pues estos guerreros se vislumbran libres como las figuras del sueño, reveladoras de
una extraordinaria simbiosis, de una fusión de realidades —y no mediante
una metamorfosis como lo ha sostenido la crítica—; son las representaciones que
complementan nuestro destino imaginario. Para ser más exactos, Villegas no pinta las
imágenes del sueño sino su estructura arquetípica, aquello que se manifiesta en su
más alta posibilidad simbólica, porque tal vez lo que se ha propuesto secretamente, es
el retorno del sueño, pero no como una científica exploración de los deseos, sino como
videncia. Y en consecuencia estos engendros conformados por su onirismo y sus
fuerzas más íntimas, son expuestos como nosotros, a un tiempo que no sólo nos ha
arrebatado los dioses, sino también los demonios y nuestros ídolos protectores.
En la selva visual que ha construido cuando realiza su figuración, es fácil advertir las
cuidadosas texturas legadas por el ejercicio inicial del abstraccionismo, y claro, por
ese tributo a sus raíces, cuando pareciera evocar los vestidos de las muñecas de la
cultura Chancay o los trajes de las bailarinas de Ancash, que conoció en su infancia en
Pomabamba, mientras verbalizaba el mundo en quechua, su lengua materna. Y si
miramos con atención estos óleos de guerreros indefensos o sus sublimes peces
fósiles, creemos estar ante una pintura tallada, o mejor, frente a una sutil escultura en
lienzo, siendo víctimas de un artilugio singular.
Brueghel, El Bosco, Blake, Goya y todos los genios de la alucinación, son pioneros del
camino trasegado por nuestro pintor durante seis décadas, con la diferencia de que los
seres tristes de Villegas no conocen el horror ni la destrucción como las creaturas de
sus predecesores, y además, de que son múltiples, que retoñan como un árbol, y se
funden en forma impasible con poderosos felinos o perturbadoras hechiceras. ¿No
será que estos guerreros, como lo he pensado desde que vi por primera vez uno de
sus lienzos originales, poseen algún secreto impronunciable, pues de no ser así por
qué existe siempre en ellos, como en las obras de los alquimistas, una invitación al
silencio? O para ser más específicos: ¿no está allí, en el supremo acto de callar, su
enseñanza misteriosa?
¿Es su arte una emboscada de la luz? ¿O si no por qué produce tanta luminiscencia y
parece estar más cerca a nuestros ojos, como puede advertirse al colgar una de sus
obras en una pared con cuadros de otras autorías?
El artista fue por el futuro y encontró primero el barroco colonial, hasta llegar al pasado
totémico, y allí se fortaleció su tentativa de sacralizar el mundo. Hace unas décadas,
este hacedor de formas figurativas y abstractas, ha adicionado a su espectro estético
el prodigioso atributo de ritualizar objetos, y usando materiales diversos, como
semillas, corchos, latas, ha construido más de mil tótems, la mayoría de gran
fragilidad, en su empeño por convertir la basura de nuestra industriosa sociedad en un
artilugio mágico —como la poesía.
Villegas sabe que si el hombre quiere sobrevivir en este planeta profano, necesita de
una refundación de lo sagrado, y por eso su nostalgia chamánica es insaciable. Su
obra no invoca un movimiento externo, sino algo mucho más complejo, el llamado del
devenir, del roer de los segundos, y en las superficies lanceadas de sus óleos y en la
elementalidad primigenia de sus fetiches, de apariencia milenaria, capta los pasos de
ese felino invisible que llamamos tiempo.
Y como un sacerdote del silencio realiza su infatigable y laborioso trabajo para que la
pintura vuelva a ser sueño, magia, mito… Para que el individuo vuelva a ser mineral,
vegetal, animal; una criatura poblada de espíritus… Lúcida tenacidad la de un hombre
que eleva su expresión sin olvidar jamás lo elemental, que viaja al porvenir del arte sin
prescindir de sus inmemoriales orígenes, y que hace un par de años, cuando
culminábamos una entrevista, se adhirió sin condiciones al pensamiento de Sigmund
Freud que pareciera resumir también su pródiga existencia: “He sido un hombre
afortunado en la vida, pues nada me fue fácil”.
UNA OBRA PICTÓRICA ASOMBROSA
Por eso recuerdo con tanta admiración, y con tanta gratitud, que hubiera tenido la
modestia de permitirme que le inaugurara su primera exposición importante en Bogotá.
Me quedé muy confundido, porque ambos estábamos rodeados de insignes
inauguradores profesionales, que de veras habían visto la mejor pintura del mundo y
tenían discursos escritos de antemano con citas en su idioma original clasificadas por
orden alfabético para cada ocasión. A pesar de eso, pensé que el acto de valor civil de
Armando Villegas merecía ser respondido con la misma sangre fría, y le contesté que
sí. Aquella fue la única y la última exposición que presenté en mi vida y pensándolo
bien, el único discurso que he pronunciado por mi propia voluntad. Delante de todos
los pontífices de la ciudad tuve los riñones de decir: “Tengo la satisfactoria impresión
de estar asistiendo al principio de una obra pictórica asombrosa”.
Hice bien en decirlo, porque eso fue hace 25 años, y ahora estoy disfrutando de la
satisfactoria impresión de no haberme equivocado.
REPORTAJE CON ARMANDO VILLEGAS: LUZ ANCESTRAL
Primer Premio del Salón de artistas de Bogotá (1955), Mención de Honor I Bienal de
Quito (1968), y Medalla de Honor del Congreso de la República del Perú (2005). Fue
director de la facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia.
Esta entrevista —homenaje a sus ochenta años de una vida consagrada al arte– es
una indagación sobre sus inicios y el desarrollo de la plástica en América Latina, sus
luminosas obsesiones creativas y su tradicional disciplina en búsqueda del «oro del
tiempo».
Bajo el domo de su estudio invadido por su emblemática obra figurativa, sus recientes
creaciones abstractas y sus totémicas esculturas que irrumpían en inesperados sitios
semejando una invasión intergaláctica, nos llegaba la voz serena de Armando Villegas.
Lo oímos certificar la autenticidad de uno de sus cuadros a un hombre que había
acudido minutos antes que nosotros, para posteriormente opinar: «En verdad toda
obra es original, lo malo está en el plagio por lucro. Copiar es bueno por admiración,
por aprender técnicas o para rendir un homenaje. Una vez hice la réplica de un brazo
de Cristo, cuadro pintado por Obregón, que nunca pude comprar... Fue la forma de
satisfacer mi sueño» —dijo saludándonos desde lejos, y prosiguió: «Esta es una
cultura de la falsificación, todo lo han degradado, todo, hasta la luz...»
Poco después Martín, el gato birmano, verdadero rey de su dominio, arribó maullando
a la sala donde nos encontrábamos, y saltando sobre el sofá principal, se acomodó
como un centinela que espiaba incluso nuestra respiración.
«Son los últimos seres puntuales» —dijo entonces con entonación pausada el artista
que venía a nuestro encuentro con los brazos abiertos.
Entonces retornó el sosiego. Caminando al lugar elegido para la entrevista nos señaló
un hermoso óleo de Obregón, elogiándolo con generosidad. Nos invitó a apreciarlo,
reparando posteriormente en un cuadro de Corot y en el famoso dibujo que le hizo
Fernando Botero a Gonzalo Arango, cuya imaginaria obesidad nos hizo recordar por
un momento el rostro delgado —en verdad demacrado, esperpéntico— que
caracterizó siempre al Papa de la poesía Nadaísta.
—Gonzalo Arango gordo, qué extraordinaria imaginación... El arte debe fingir algunas
veces en su búsqueda reveladora —afirmó irónico.
Luego de ver parte de su colección privada, que corroboraba su obsesión vital por la
estética, y mientras preparábamos la grabadora, vimos como el gato Martín, más
sociable que su hermano Pablo— saltó sobre el pecho de Villegas para permanecer
allí adormilado durante toda la conversación.
—Su arribo a Colombia se produce en el año 50. ¿Por qué precisamente este destino?
—Por un malentendido. Yo había conocido en Lima a dos jóvenes colombianos que
estudiaban en la Escuela de Bellas Artes, quienes me informaron de un programa de
intercambio y me entusiasmé por venir a estudiar pintura mural. Con otro colega
peruano interesado en estudiar arquitectura hicimos el recorrido por la carretera
Panamericana. Cuando llegamos a Bogotá, nos presentamos casi de inmediato en el
Ministerio de Educación con el propósito de gestionar todo lo relacionado con el
programa y resultó que tal beca no existía. No había nadie que diera razón al respecto.
Allí sin embargo nos sugirieron que lo intentáramos en la Escuela de Bellas Artes para
probar la idoneidad y efectivamente después de nueve meses de estudio nos
concedieron una beca. Luego me vinculé a la Universidad Nacional y allí hice un
posgrado en pintura mural que era el propósito de mi viaje a Colombia.
—La verdad que no fue fácil. Yo no sólo era extranjero sino muy tímido. Extrañaba la
bohemia y las tertulias del Perú que eran más abiertas, más completas en el sentido
del aprendizaje. Allí compartíamos los hallazgos, hablábamos de la técnica, de las
influencias y del arte en general. Acá todo era distinto, nos reuníamos para tomar licor
y para hablar de temas muy diferentes al arte. Por ejemplo, no recuerdo haber visto
jamás pintar a ninguno de los colegas de generación, ni siquiera a Ramírez Villamizar,
quien era mi mejor amigo. En la plástica no había espíritu de agremiación. Los
sábados nos reuníamos para beber en la Candelaria en casa de Luis Vicens, un
escritor catalán. Recuerdo que García Márquez y yo éramos los más tímidos. También
él se quejaba de cierta soledad, en verdad, de cien años de soledad... Tanto que al
final terminábamos los dos hablando y contándonos historias de la infancia o
inventándolas. Fumábamos ansiosamente y bebíamos Cuba Libre. Luego la dueña de
la casa nos hacía cenar y nos despachaba.
—Esta fue una década de gran crecimiento para mí. Para entonces Ignacio Gómez
Jaramillo, que era el padre de la escuela de muralismo en Colombia, fue mi maestro
en la Universidad Nacional. En el año 53 empecé a dictar clases. Ya para 1954 conocí
a Marta Traba, que recién había llegado de Europa y nos hicimos grandes amigos. Y
fue así como realizamos el primer programa sobre arte que fue narrado por Marta, en
la televisión en blanco y negro. Posteriormente en 1962 se fundó en Bogotá el Museo
de Arte Moderno y ella fue su primera directora, cargo en el que estuvo hasta 1967, y
en el que la sucedió Obregón.
—El color indica peligro o placidez e ignoro si eso es posible enseñarlo. El dibujo
requiere de cierto virtuosismo que se puede aguzar y supongo que esto es probable
aprenderlo. Tal vez podemos guiar a alguien para que logre provocar el asombro, con
formas y colores, pero sospecho que lo más importante es que el maestro consiga
ayudar al alumno para que encuentre su liberación, que además de dar claves
técnicas pueda transmitir su insurrección interior. Se me hace imperioso decirlo para
concluir: El maestro debe propagar siempre en sus clases una pedagogía de la
libertad, de otra manera habrá esculpido en el viento.
—En el sentido dado por Bataille a la experiencia, ¿podría decir que Colombia ha
tenido muchos pintores pero muy pocos artistas?
—Un pintor o un dibujante es quien conoce la técnica, pero un artista debe contener
un cosmos estético en su interior. Para él no es posible enfrentarse a su obra sin
haber indagado previamente en las revoluciones de la plástica acontecidas desde las
cuevas de Lascaux hasta nuestro tiempo, y lo más importante, sin dejar en cada una
de sus creaciones la impronta de su feliz o perturbada existencia. El artista es por
tanto quien involucra en su arte la poesía, quien hace de su expresión un hecho
poético, porque lo posee la aguda conciencia de que su obra no es un simple
accidente, sino un proyecto vital.
—Todo se debe en realidad a una fotografía de Hernán Díaz que salió en la revista
Semana y donde por primera vez aparecimos en grupo. Allí estábamos: Botero, Grau,
Ramírez Villamizar, Wiedeman, Obregón y yo. En realidad no fuimos un verdadero
grupo porque cada cual estaba en sus propias búsquedas, pero a todos nos unía para
entonces una buena confraternidad. En una ocasión invitaron a Obregón a una
exposición y a última hora pintó el ya mencionado brazo de Cristo. Llegó muy afanado
a buscarme al Callejón, porque yo tenía una cierta fama de alquimista y me dijo:
«¿Armando, qué hago para secar rápido el oleo?» Le dije que no se preocupara e hice
rápidamente algunos tratamientos que conocía y al otro día el cuadro estaba en la
exposición. Fue la primera obra de él que tuve en mis manos y esto me emocionó
mucho. Se vendió por una alta suma y yo hubiera deseado comprarlo. Tiempo
después él me obsequió un cuadro bellísimo y un gringo a quien le dictaba clases
terminó hurtándome esa obra. Pero posteriormente ocurrió algo increíble: supe que la
pintura fue donada por el gringo ladrón a un museo en Nueva York.
—Él quiso emitir una actitud contraria a lo que era, Alejandro siempre fue una persona
tímida y proyectaba una furia y una pasión desenfrenada. Él estaba empeñado en
reproducir en Colombia la bohemia parisina que celebraron los artistas en Montmartre
a comienzos del siglo XX y su actitud le debió parecer a muchos por lo menos insólita.
Él propendía por una vida abierta y en sus embriagueces más famosas su actitud era
casi delincuencial. Era un pintor con indudables recursos, con poderío cromático. Y
aunque todos conocemos sus desmesuradas anécdotas, en una ocasión mientras
escanciábamos licor me dijo apoyándose en su mirada acerada: «Si tú no fueras buen
pintor te habría arrebatado a tu mujer»; al escucharlo me quedé perplejo y pensé por
primera vez que el arte me había servido para algo.
—Es importante resaltar que Botero es ante todo un dibujante. En sus inicios se
aproximó a la pintura de Piero della Francesca y tomó el color de Paul Cezanne, sin
embargo él jamás crea un problema pictórico. Por otra parte tampoco es un escultor,
pues alguien que lleva sus dibujos a tres dimensiones no es representativo de este
arte; escultor es quien se enfrenta a los problemas intrínsecos de la materia, del
volumen; no quien traslada una imagen a un arte convergente. Recuerdo que cuando
yo conocí a Botero —él fungía como Secretario de Cultura— y estaba muy
preocupado por imitar a Modigliani y lo hizo en su sentido opuesto, aumentando sus
formas, pero así mismo despojándolas del erotismo y del misterio, lo cual me parece
bastante radical. Repito, él simplemente colorea sus dibujos, usando el mismo
procedimiento del niño que aprende en sus cartillas, pero no se enfrenta a las
complejidades impuestas por lo cromático.
—Grau fue un intelectual cuyo trabajo partió de la figuración expresionista con una
técnica refinada, no obstante me parece que es un artista “señorero”, proclive al
deleite de la burguesía, aunque haya logrado imponer su figuración en el inconsciente
colectivo, lo cual es notable… Grau nos ofrendó a su “Rita”, Arenas Betancourt a su
“Bolívar desnudo”, Obregón insertó en nuestra memoria cóndores y su pincelada
furiosa, Rayo sus cuerpos geométricos en preciso equilibrio, Botero inoculó a su
“Pedrito” y a sus gordas en el imaginario mundial. Y todo aquello se gestaba en la
década del cincuenta. Luego, de manera menos visible, podríamos agregar que
Eduardo Ramírez nos heredó sus simetrías metálicas, Leonel Góngora sus
“Bogotánicas”, el barranquillero Ángel Loochkartt insertó en nuestra tradición estética
sus congos del carnaval, Negret sus árboles rojos... Y yo creé a mis “guerreros” como
todos saben, que son retratos imaginarios, entre lo real maravilloso y el realismo
fantástico, que ya hacen parte de nuestra iconografía. En cuanto a ellos se me ha
acusado de que se repiten, pero yo opino lo contrario. Es como las figuras de la niebla:
siempre están en continua transformación. Además, algunas veces he pensado, que
en el acto de perseguir las mismas y cambiantes formas —como la gota de agua en la
roca— es donde radica la permanencia de un artista, es allí donde le es posible
plasmar un trazo en la memoria de nuestros contemporáneos.
Armando Villegas: Guerrero del arco iris
—¿Piensa que la brújula del arte colombiano está privilegiando en nuestros días los
nombres que Marta Traba excluyó?
—Es indudable. Toda ola tiene su resaca y la gente comprendió finalmente que ella
opinó con beligerancia sobre un corpus que estábamos construyendo con dificultad
varios artistas. Ella no inventó nada. Como a tantos artistas, a mí primero me elogió y
luego me persiguió, pues era ciclotímica. Cuando llegó a Colombia, artistas como
Acuña, Rómulo Rozo quien exploraba en lo precolombino y Marco Ospina en el
cubismo, y todos los mencionados antes en esta entrevista, ya estábamos
configurando nuestro universo imaginario. Pero con el tiempo uno pierde la memoria
—o se vuelve lúcido— y advierte que existen falsos profetas y que el eclipse que
pretendió instaurar la crítica argentina ya se diluyó. Mi relación con ella culminó un día
en que le esgrimí esta sentencia para defenderme de sus improperios: «Los críticos
pasan pero los artistas quedan»; y eso hoy a mis ochenta años me parece categórico.
—Es curioso, la gente siempre piensa en Wiedemann, lo cual es falso. Cuando conocí
a Guillermo, éste era un artista figurativo y desdeñaba de la abstracción. Fue por
consejo de su esposa Cristina que exploró en aquel territorio que le parecía facilista.
Sin embargo creo que su arte es anecdótico, porque se puede ser anecdótico en el
arte abstracto, lo cual muchas veces se ignora. En Colombia yo comencé la
investigación en contra de lo figurativo con Eduardo Ramírez Villamizar y Guillermo
Silva Santamaría. En 1958 obtuve el segundo puesto en el Salón Nacional de Artistas
con un cuadro abstracto, y era la primera vez que alguien concursaba con una obra de
ese tipo en este país de paisajistas. Es propicio añadir que el arte abstracto se ha
prestado para muchas especulaciones y que ya va siendo tiempo de otro
Renacimiento,pero la premisa es la siguiente: «Nunca creas en un artista abstracto
que no sepa dibujar».
—Hay un desatado colorido en sus abstractos y una lúdica casi infantil en toda su obra
escultórica...
—Toda mi obra ha sido una permanente búsqueda del color original, del primer color,
del único color, que en verdad es el blanco; pues en el rayo de luz están todos los
colores. Es una experiencia casi mística, para la cual trabajo todos los días. En cuanto
a la lúdica, que siempre me obsesiona, es el feliz hallazgo de aquello que permanece
oculto en los pliegues de una memoria ancestral.
—¿La historia de Armando Villegas es una regresión a las ancestrales culturas
prehispánicas, asumiendo las vanguardias pictóricas del siglo XX como el Cubismo y
el Abstracto cuando buscaron el arte de los orígenes?
Villegas se levantó con agilidad. Nos invitó a su estudio con el propósito de que lo
viéramos pintar. Tomó un pequeño cuadro que estaba en proceso y comenzó a
explicarnos su técnica. Fue rayando la superficie pintada hasta que después de
algunos minutos pudimos vislumbrar el rostro de un guerrero. Vimos la exactitud que
demandaba su trabajo pictórico. Abstraído se entregó a su obra, sin reparar en nuestra
presencia, imponiendo una fértil soledad. Luego agregó:
—Como pueden apreciar yo pinto al contrario. Mis cuadros son como negativos, el
proceso singular que utilizo potencia su luminosidad. En verdad es como pintar en un
espejo. Primero hago una mancha oscura y después voy levantando el color con
cuchillas y espátulas. Es una operación quirúrgica, de la que depende su alto
contraste. Es una técnica escultórica aplicada a la pintura, una fórmula de sustracción
más que de adición, como cuando el tallador decide hallar la forma que duerme en lo
profundo de la piedra o del mármol. Quizá soy íntimamente tan solo un escultor.
Supimos por las dilatadas pupilas de Martín que había anochecido. Armando Villegas
había hecho una remembranza de más de medio siglo por sus raíces, desde aquella
neblinosa mañana en que por primera vez llegó a Bogotá en busca de su sueño
pictórico.
Entonces nos invitó a un recorrido por su obra, precedidos del ronroneo felino.
Entramos a las pluralidades de sus signos y enigmas. Con él iniciamos la
peregrinación por sus formas geométricas. Conocimos los vínculos del la madera en
sus esculturas, las sensibles alianzas de sus elementos reciclados, sus formas
totémicas, esas fusiones de materia y espíritu que él ha decidido llamar una
iconografía fantástica. Vimos sus seres de luz, sus tradicionales guerreros de los que
asoman indistintamente serpientes aladas, duendes, pájaros, lagartos, y que parecen
surgidos de una profunda oscuridad.
Contemplamos sus seres mitológicos, sus sagradas inscripciones Incas, sus lienzos
donde gravitan vigías o soles lejanos. Nos asomamos a sus códigos esotéricos, a esos
espacios que el artista transmuta para imprimir su sello original, a toda esa inmensa
gama de su creación bautizada con ese secreto toque de una poética que hace parte
integral de su vida.
Dejamos los Lam en el sitio elegido notando que Villegas sonreía por nuestra
puerilidad. Su felino consentido —y quizá su interlocutor más perfecto— contemplaba
la luna llena de febrero, y entonces sentimos las vibraciones luminosas del senderito
de piedra que nos condujo a la salida.
(Entrevista realizada para la Revista Común Presencia No. 18, Bogotá 2006)
NUEVA DOCTRINA DE LA PINTURA
Destaca Marta Traba nombres que ya han aparecido en este texto: Alejandro
Obregón, Eduardo Ramírez Villamizar, Edgar Negret, Guillermo Wiedemann y
Armando Villegas —entre otros. Y, sin duda, por la persistencia y pasión con que
Traba defenderá y analizará las obras de Fernando Botero o Enrique Grau es de
suponer que también estos artistas son parte de ese "batallón" que "libra la batalla de
la pintura". Es decir: la nueva pintura colombiana, oscilando ya entre la figuración
antinaturalista y la abstracción, en todos sus grados de expresión.
El año de 1959 no es sólo el cierre de una década. En el caso de Villegas, a seis años
de su primera muestra individual, significa la consolidación de un estilo personal,
reconocible en sus signos, diverso por lo auténtico, imprevisible por las puertas
entreabiertas o entornadas construidas en el interior mismo de sus obras.
Veremos allí las obras de Judith Márquez, Ramírez Villamizar, Miguel Ángel Torres,
Manuel Hernández, David Manzur, Luis Fernando Robles, Cecilia Porras de Child,
Luciano Jaramillo, Enrique Carrizosa y Samuel Montealegre, todas ellas pugnando por
alcanzar un equilibrio (o decidiéndose radicalmente, como en Ramírez Villamizar)
entre el arte figurativo y el arte abstracto. Sólo las obras de Lucía Uribe y Margarita
Lozano (retrato y paisaje con gallos, respectivamente), parecen ancladas en el
equilibrio tradicional.
A falta de otro adjetivo, Botero perfeccionará su estilo hasta los límites peligrosos del
manierismo. Estaba creando un universo propio, yendo y viniendo de la tradición
clásica italiana a la propuesta menos ortodoxa de la figuración moderna.
La obra de Villegas, en cambio, estaba en una zona opuesta. Obra abstracta, cuya
procedencia cubista es inocultable, da la impresión de levantarse hacia el espacio
superior con los efectos de construcciones geométricas perfiladas verticalmente como
agujas o torres góticas. La figuración ha desaparecido "casi" del todo. Son las formas,
imbricadas en aquel conjunto de colores que estallan o se difuminan, resaltan o se
empalidecen, los elementos constitutivos de una pieza que podía haber dado pie a
esta nueva "querella de antiguos y modernos". El límite o medida del cuadro es sólo
una convención en un lienzo que podría reventar hacia dimensiones mayores. No hay
anécdota (sí existe en la pieza de Botero) ni referencia alguna al mundo exterior:
aquello que se pinta es aquello que se imagina en el proceso de la composición; la
unidad se alcanza por la conjunción de formas y colores. Es una realidad —otra— por
decirlo en términos de Michel Tapié.
Al hacer un drástico balance de las artes plásticas colombianas en 1958, Marta Traba
señalaba aciertos, balbuceos y vacilaciones. Al afirmar que las incursiones en el
abstraccionismo "son verdaderamente lamentables" y "pobres" las de la figuración,
salva, no obstante, las obras de Villegas y Wiedemann, a quienes les atribuye el
sostenimiento de una calidad ya reconocida en años anteriores.