Frente a esta teología cabal, donde los diablos se llevan un varapalo, donde los
vivos y los muertos nos confortamos mutuamente, la mamarrachada de Giligüín
confunde a los diablos con los muertos y los mezcla en enjambre aturdidor,
confabulados en la misión de martirizar a los vivos (o por lo menos de darles la
murga y hacerles bromazos). Esta visión demente en la que las almas de los
muertos se convierten en demonios es hija, en realidad, del individualismo liberal,
que quiere a los hombres convertidos en mónadas extraviadas en el vacío sideral,
aisladas de las gracias celestes, incomunicadas de quienes penan y purgan sus
faltas. E, inevitablemente, de esta visión demente sólo puede surgir una disociedad
horrenda sin fe ni esperanza ni caridad, una disociedad fundada en los recelos y
en las desconfianzas, donde no puede haber otra unidad que la bullanga de los
monos en una jaula, disputándose la garrafa de licor que el tirano les arroja de vez
en cuando, para que anestesien el dolor de estar solos. Que eso es lo que celebran
esos chavales convertidos en mamarrachos gregarios de modas extranjeras, con
sus disfraces macabros de Giligüín: su soledad de pobres diablos sin alma ni
tradición, extraviados como mónadas en medio del vacío sideral y en manos de
tiranos que los pueden apaciguar o enviscar, según convenga.