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La lúcida teología del ateo

(Juan Manuel de Prada)


n alguna ocasión anterior hemos señalado que el ateo es con frecuencia mejor
teólogo que el meapilas. Hemos confirmado esta verdad misteriosa leyendo el
polémico ensayo de Daniel Bernabé La trampa de la diversidad (Editorial Akal), que
ya comentamos en la revista «XL Semanal». La tesis del libro (que ha encolerizado
a los gerifaltes de la izquierda al servicio de la plutocracia) es la misma que el
menda ha sostenido en multitud de artículos: las llamadas «políticas de la
diversidad» constituyen en realidad una artimaña del neocapitalismo para
desactivar a los trabajadores y convertirlos en un archipiélago de consumidores de
«opciones sexuales», «identidades de género» y demás derechos de bragueta,
mientras pisotea sus derechos laborales.

Bernabé considera que la izquierda debe recuperar su discurso tradicional. Y, para


ilustrar su tesis, trae a colación la enseñanza que nos brinda la serie «El joven
papa», de Paolo Sorrentino, sobre un imaginario pontífice que, contemplando el
creciente desapego de los fieles a la Iglesia, decide restaurar la liturgia en latín,
expulsar a los homosexuales de las estructuras eclesiásticas y abominar de la vis
mediática de sus predecesores. «El joven papa -escribe Bernabé- ha llegado a la
conclusión de que Dios no es un coach ni la Biblia un libro de autoayuda. (...) El
hecho de que la Iglesia pierda fieles no es por estar poco adaptada a los tiempos
y por ser poco dúctil, sino por todo lo contrario, por haberse convertido en un objeto
de consumo. La Iglesia, con su tradición milenaria, habiendo sobrevivido a
sistemas económicos, imperios, guerras y todo tipo de vicisitudes históricas, está
seriamente amenazada porque no puede competir en el mercado de la diversidad».

Bernabé advierte que la Iglesia ha iniciado una carrera suicida tratando de


«adaptarse a los tiempos», edulcorando su mensaje con ambigüedades
delicuescentes, reblandecimientos del dogma y guiños miramelindos a las
ideologías en boga. Y lo sintetiza con una terrible lucidez marxista: «El joven papa
de Sorrentino plantea una guerra porque sabe que no se puede ganar al
neoliberalismo en su propio terreno, por eso decide convertir a la Iglesia en un ente
incodificable para el capital. Evidentemente, en los primeros comp ases de su
maniobra los fieles huyen despavoridos. Pero él sabe (…) que si el capitalismo
neoliberal es experto en pantallas y fuegos de artificio, también deja las vidas
vacías, a las personas desesperadas y a la historia sin un horizonte al que
dirigirse». Y para brindar esperanza a esas personas desesperadas, la Iglesia -nos
enseña Bernabé, con clarividencia hiriente y profética- tiene que restaurar su
tradición, tan antigua y tan nueva: «La Iglesia católica no puede competir contra
otros productos en el mercado de la diversidad identitaria, no puede competir
contra el neoliberalismo siendo neoliberalismo, por lo que tiene que expulsar al
mercado de sí misma y encarar la lucha por su supervivencia ofreciendo no sólo
otra forma de ser, de comportarse, otra identidad, sino una filosofía completamente
diferente para tratar con el presente. La Iglesia era poderosa cuando era misterio,
cuando Dios se mostraba omnipotente y despiadado, cuando la imponente altura
de las catedrales y la incomprensible sonoridad de las palabras del sacerdote, sus
movimientos calculados, traían la experiencia de la divinidad por unos instantes a
la tierra».

Es impresionante que un rojazo como Bernabé pronuncie estas palabras de fuego,


restallantes como látigos, mientras el decrépito oficialismo católico farfulla
paparruchas inanes. Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
ocultaste estas cosas a los meapilas y las revelaste a los ateos.

Como monos en una jaula


(Juan Manuel de Prada)

Resulta, en verdad, lastimoso, ver a los chavales españoles convertidos en


mamarrachos gregarios de modas extranjeras, con sus disfraces macabros de
Giligüín. Cada año son más; y sus celebraciones son más bullangueras, como de
monos encerrados en una jaula que se disputan una garrafa de licor. Que este es
el destino que aguarda a los pueblos que se quedan sin teología.

En las mojigangas y mascaradas propias de nuestra tradición siempre la gente se


disfrazó de diablo, lo mismo en las danzas de la muerte medievales que en l as
carnestolendas barrocas. En mi tierra, incluso, tenemos las fiestas de zangarrones,
que son mascaradas invernales de carácter burlesco, donde las figuras diabólicas
salen a la calle con un cinturón de cencerros, repartiendo zurriagazos, y acaban
siempre trasquiladas. Y es que todas nuestras fiestas populares bebían de una
teología muy saludable, que nos enseña que el demonio, con toda su apariencia
espantable y sus ínfulas soberbias, es una criatura risible. Pues, queriendo ser tan
poderoso como Dios, puede ser vencido por cualquier hombre, incluso por un niño
(y, cuanto más niño sea el hombre, con más facilidad podrá vencerlo), sin más
arma que su libre albedrío.

Y, junto a estas mojigangas y mascaradas de irreprochable teología, teníamos la


solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos, que
nos enseñaban que quienes nos precedieron en la andadura de la vida terrenal
forman piña con quienes todavía seguimos por este barrio, loa unos intercediendo
por nosotros, los otros demandando nuestras oraciones y sufragios. Y esta
comunión indestructible entre los vivos y los muertos, esta sociedad de ayudas
mutuas añadía hondura y espesor a nuestra vida terrenal, la nutría de bellezas y
fortalezas íntimas que la hacían más gozosa, aun en medio del sufrimiento. Pues
no hay nada más hermoso (no hay forma de solidaridad más plena) que la
comunión de las almas, que nos permite contemplar nuestra vida como un hilo que
forma parte de un tapiz donde los bríos que recibimos de quienes disfrutan del
banquete eterno los transmitimos a quienes esperan participar pronto de él. Y de
esta teología cabal brota, a modo de corolario, una vida comunitaria de vínculos
fuertes y lealtades indestructibles, que expulsa los demonios interiores.

Frente a esta teología cabal, donde los diablos se llevan un varapalo, donde los
vivos y los muertos nos confortamos mutuamente, la mamarrachada de Giligüín
confunde a los diablos con los muertos y los mezcla en enjambre aturdidor,
confabulados en la misión de martirizar a los vivos (o por lo menos de darles la
murga y hacerles bromazos). Esta visión demente en la que las almas de los
muertos se convierten en demonios es hija, en realidad, del individualismo liberal,
que quiere a los hombres convertidos en mónadas extraviadas en el vacío sideral,
aisladas de las gracias celestes, incomunicadas de quienes penan y purgan sus
faltas. E, inevitablemente, de esta visión demente sólo puede surgir una disociedad
horrenda sin fe ni esperanza ni caridad, una disociedad fundada en los recelos y
en las desconfianzas, donde no puede haber otra unidad que la bullanga de los
monos en una jaula, disputándose la garrafa de licor que el tirano les arroja de vez
en cuando, para que anestesien el dolor de estar solos. Que eso es lo que celebran
esos chavales convertidos en mamarrachos gregarios de modas extranjeras, con
sus disfraces macabros de Giligüín: su soledad de pobres diablos sin alma ni
tradición, extraviados como mónadas en medio del vacío sideral y en manos de
tiranos que los pueden apaciguar o enviscar, según convenga.

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