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EL MUQUI

No es hablar por hablar, yo he visto un muqui. No te burles,


compañero, que mientras más te burlas o desconfías, con más saña se te va
a aparecer y te va a hacer daño, porque él es así: bien te puede ayudar y
echar una mano cuando estás en problemas, o bien te puede hacer
extraviar en la oscuridad y luego asfixiarte con sus manos y matarte.

El muqui es ese hombrecillo que de tamaño no llega ni a un muslo de


persona, pero que tiene muchas riquezas y poderes sobrenaturales.
Dicen que es un tipo de duende, pero que solo vive en los socavones, en los
túneles que nosotros los mineros le hacemos a la tierra para extraer sus metales
preciosos.
Dicen que la palabra «muqui» proviene del quechua murik, que significa «el
que asfixia», pero según otras versiones la palabra tiene que ver con
«ahorcar» o «torcer». De lo que sí tengo conocimiento claro, yo que soy
minero viejo y recorrido, es que aquí, en la zona central del Perú, le
conocemos como muqui; pero en otras partes recibe otros nombres:
chinchilico en Arequipa, anchancho en Puno,
jushi en Cajamarca y en las demás regiones simplemente muqui o enano de las
minas.
Sobre su apariencia no hay nada que se pueda afirmar, unos dicen que
es así, otros dicen que es asá. Yo solo puedo asegurar que es como cualquier
persona, solo que los rasgos de su cara son más marcados. Por ejemplo,
sus orejas son grandes, peludas y toscas; su nariz termina en punta y tiene
bastante pelo en las fosas nasales; sus ojos son hundidos pero tienen un
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brillo que parece que te escarban cuando te miran.


El muqui es un minero más, o sea, se viste como nosotros y usa los
mismos implementos que se necesitan para trabajar en el socavón. Antes,
por la década de los treinta del siglo pasado, se decía que trabajaba usando esas
antiguas lámparas de carburo, abrigado con un poncho de lana de vicuña, su
gorro y su chalina. En estos tiempos no es muy diferente, solo que ahora viste
la misma ropa del minero actual, usa casco de seguridad, lleva botas de caucho
y se alumbra con una linterna de batería.
El muqui que yo vi era así, como nosotros, lo único sorprendente fue que...
Pero para qué me estoy adelantando, tú eres un descreído y yo tengo que
hacerte creer, tengo que relatarte mi experiencia desde el principio.
Escúchame, te voy a contar...

EL MUQUI Y LAS HOJAS DE COCA

Yo soy minero de los antiguos, toda mi vida he trabajado dentro de la tierra,


conozco casi todo el país gracias a mi trabajo, porque desde joven, por la
necesidad, fui empujado a ganarme la vida en este duro oficio. Mira nomás mi
cara, toda tiznada, llena de manchas que no se borrarán nunca; mira estas
manos, llenas de surcos y grietas, cubiertas de lija gruesa y no de piel. Ahora, a
mi edad, ya no puedo entrar en las galerías, tengo los pulmones llenos de agua
y seguramente más negros que mi alma.
Uno de mis últimos sitios de trabajo fue allá en la mina El Frontón, en
medio de ese friazo que hace en Morococha, cerca de Ticlio. Ganaba buena
plata, teníamos que hacer un socavón profundo, cerro adentro, hasta encontrar
el cobre que estaba guardado en las entrañas de la tierra. La empresa era
de unos gringos suecos y se jalaron a los más bravos de otras mineras. Yo
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me fui porque en La Oroya me pagaban un sencillo comparado con ese


platal que me iban a dar allá. En La Oroya vivía con mi esposa y mis dos
hijos, y tuve que dejarlos para irme arriba.

Allá en El Frontón se trabaja arduamente, se perfora y se va avanzando


haciendo túnel, no como en otras minas en las que se hace tajo abierto o se
perfora con dinamita; ahí formábamos cuadrillas de trabajadores para hacer
distintos trabajos.

La empresa de los gringos nos pagaba un sueldo básico, y para sacarnos la mugre
nos ofrecía la modalidad del «colectivo». El colectivo era un dinero que la minera
ofrecía como un bono; se premiaba con este pago a los que más avanzaban, a los
que descubrían más vetas. Por eso, empujados por el dinero, los más valientes
buscaban como sea entrar más en las profundidades desconocidas de la tierra.
Los estoperol, esos que se encargan de perforar el terreno, armaban de 6 a 12
cuadras en cada turno para poder hacer más entradas. Los frontoneros, que
son los que van al frente, avanzaban y abrían galerías con gran rapidez, ansiosos
de ver las rocas brillantes. Y los motoristas, por su parte, jalaban de 100 a 120
carros cada uno llevando las piedras y la tierra extraída. En mi cuadrilla
trabajábamos el cholo Vilcas, hombre fuerte de Ancobamba, y José Ibárcena, un
tipo medio creído que venía de Matucana y se creía limeñito.
Todos nos entregábamos al trabajo hasta agotar el último sudor para ganar el
bendito colectivo que, según la empresa, lo pagarían a la cuadrilla que mejor
producción hiciera. Pero daba la casualidad de que, llegado el día del
pago, todos nos mirábamos con caras largas porque al final a nadie le daban
el colectivo aduciendo que no se había llegado al objetivo. Viveza de los
gringos, caracho.

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Pero la situación cambió casi de un momento a otro.


Un día, luego de almorzar y hacer un poco de siesta, regresé a mi
posición de trabajo y descubrí que habían rebuscado mi mochila y que se
habían llevado mi capacho de coca.
Las hojas de coca, el aguardiente y el cigarro son muy valorados en el
socavón, ya que nos dan fuerzas y nos calientan el cuerpo para soportar
la inclemencia del clima. Por eso me lamenté bastante de no encontrar
la coquita que tenía para todo el mes.
Molesto, de inmediato pensé en acusar a Ibárcena; él se habría robado mi
coca, quién más. Por si acaso, le pregunté a Vilcas:
—Oye cholo, tú has traficado mis cosas y te has robado mi coca, ¿no?
—Yo no he sido, yo pa΄ qué voy robar si tengo bastante coca, te regalo si
quieres...
Comprendí que él no podía haber sido, ese cholo tenía la mejor coca que le
mandaban de su pueblo, y a veces nos regalaba un poco.
En eso llegó Ibárcena, fumando su cigarro, cachaciento como siempre.
—Oye, Ibárcena, devuélveme la coca que te has robado de mi mochila —le dije
directamente.
—Qué hablas, tío, estás mal. Yo no mastico esa porquería, me da asco.
A serranadas no le entro —respondió con petulancia.
—Pues alguien me ha robado. Carajo, no voy a descansar hasta saber
quién me ha robado —dije yo alzando la voz.
—Muqui no vaya a ser... A lo mejor estás con suerte, amigo Temoche, y
un muqui está valiéndose de tus cosas...
—Los serranos son los que han inventado esa vaina del muqui —intervino
Ibárcena—.La otra vez escuché eso, purito cuento, fanfa nomás. Hasta dicen que
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la tierra tiene vida y manda a sus criaturas... Ja, lo único que da vida dentro
de la tierra es el mineral.

Nos quedamos callados, sin ánimo de responderle; yo seguía molesto por


la pérdida que había sufrido.
Y al día siguiente, no sé en qué momento, desapareció mi garrafa de
aguardiente. Entonces, enfurecido y preocupado, pensé en quejarme
ante los superiores, no podíamos trabajar entre ladrones. Pero como soy
un hombre al que le gusta enfrentar directamente a los que le hacen daño,
decidí tomar un tiempo de mi descanso y espiar al ladrón hasta dar con él.
Esperé buen rato escondido, no había nadie más porque todos estaban en
su refrigerio, y de pronto vi que se encendía una luz en medio de la oscuridad.
Me asusté un poco, pero seguí ahí, detrás de una roca, mirando... hasta
que con gran espanto vi a un hombre de pequeña estatura que estaba
rebuscando mi mochila. Tenía todos sus implementos de minero y se
alumbraba con la linterna de su casco. Me armé de valor:

—¡Rateroooo! ¡Rateroooo! —grité con todas mis fuerzas, pero noté


con sorpresa que las paredes del socavón absorbían y apagaban mis gritos.
El hombrecillo me dirigió una mirada tan severa y profunda que me
paralizó, no podía moverme. Y se fue acercando lentamente, la luz de su
linterna me enceguecía.
—Hola, Temoche —me dijo con una voz gruesa y aterradora que no parecía
que saliera de ese cuerpo tan pequeño—. Tranquilízate, si te portas bien
conmigo no te voy a hacer daño.

No podía contener la tembladera de mis piernas, y , peor todavía, no


podía echarme a correr. Entonces vinieron a mi mente los relatos y las

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leyendas que había escuchado sobre el muqui, en los que se decía que era
un ser malo y despiadado, pero que también podía ser bueno con los
mineros. Además, no tenía una actitud agresiva, solo me miraba y se
acercaba lentamente. Me armé de valor y dije con voz apagada:
— Tú eres el muqui... Qué quieres de mí, por qué te estás robando mis
cosas...
— Yo nunca me llevo nada sin dar algo a cambio —dijo, ya a mi lado,
rodeándome, y su voz resonaba fuerte en las paredes rocosas—. Voy a ser
directo. Yo sé toda tu vida, Temoche, y la de toda esta gente que ha venido
a buscar las riquezas de esta mina. Sé quiénes hablan mal de mí, quiénes
se burlan, y para todos tengo mis planes. Ahora estoy aquí contigo porque
quiero hacerte una propuesta que ojalá te guste y convenga: a mí no me
gusta regalar nada, pero puedo hacer que tu cuadrilla sea la que más
producción tenga, la que más galerías nuevas abra y la que se lleve ese
ansiado colectivo que la empresa les ha ofrecido. Te puedes hacer rico en
poco tiempo, Temoche... Y seguro estarás pensando qué me tienes que dar
a cambio por el favorcito que te voy a hacer. Algo muy simple: a mí me gusta
mucho la coquita que tú tienes, no sé de dónde la traes pero me gusta y
me ayuda a trabajar con más empeño. Entonces, solo te pido que cada
semana me dejes un capacho lleno de esa coca, nada más. Esto durante un
año entero. Pasado el año, nuestro pacto se habrá terminado y podrás irte
a disfrutar de tus riquezas.

Así me dijo el enano, con sonrisa malévola, con sus ojos que saltaban
de un lado a otro. Y aunque dentro de mí me decía que algo oscuro había
en eso, le di la mano y acepté su trato.
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Al mes siguiente nomás la situación era otra. Parecía que la tierra se


había hecho nuestra amiga y se dejaba penetrar con facilidad, abríamos más
túneles y acumulábamos gran cantidad de mineral para la refinería. Como
era lógico, la empresa no se pudo negar a pagar el famoso colectivo, y los
hombres de mi cuadrilla comenzamos a ganar harta plata.
El cholo Vilcas mandaba todo lo que ganaba a su tierra para que su
familia sembrara en cantidad. Dicen que hasta llegó a tener una hacienda
con miles de cabezas de ganado. El creído del Ibárcena cambió para bien, la
plata lo ponía de buen humor y ya no hablaba tantas tonterías de
comparar las razas, salvo cuando estaba borracho. Para mí que otros
trabajadores también habían hecho pactos con el muqui, porque todos
superaban las metas de la minera y a todos nos pagaban dinero de más.
Lo malo es que esas ganancias se las malgastaban en todos los placeres
fugaces que hay en esta vida.
Yo, con la platita que gané, pensando en el futuro de mis hijos,
compré unos terrenos en La Oroya y hasta me dio para un localcito en
Huancayo.
A nadie le había dicho lo de mi pacto con el muqui, ni a mi mujer. Pero
justo en esos meses llegó de visita una prima de Huanta que sabía leer
las cartas y ver el futuro en las hojas de coca. No pude resistirme y se lo
conté todo. Y grandes fueron mi sorpresa y desconcierto cuando me dijo
lo que había visto en las hojas sagradas:
—Sale que estás en falso ascenso, que mientras más arriba llegues, más
fuerte va a ser tu caída. Deshazte cuanto antes de ese pacto que has
hecho, porque tu vida y la de tu familia pueden estar en peligro. La hoja
ha hablado.
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Le expliqué a mi prima bruja cómo había sido todo, que quizá no


había que tener miedo, que nomás había que esperar los pocos meses que
faltaban para el año... Pero me dijo que esa misma semana debía hablar con
el muqui.
Lo encontré cuando recogía el capacho de coca que le había dejado para esa
semana.
—Amigo muqui, ya no puedo trabajar en esta mina, me han ofrecido un
trabajito allá en La Oroya y no quiero desaprovecharla para estar más
cerca de mi familia —le dije, bonito nomás.
—Para mí no hay secretos, Temoche... No me vengas con mentiras... Pero
está bien, romperemos el pacto si así lo quieres. Has sido un hombre
cumplido y honesto, no te has gastado tus ganancias en diversiones,
alcohol y mujeres. Pero eso sí, vete lo antes posible y no regreses nunca más
a esta mina.

Al poco tiempo, joven compañero, salió en las noticias que en esa mina hubo
un tremendo derrumbe que acabó con la vida de veinte mineros.
Felizmente mi amigo Vilcas había estado de permiso y no se murió.
Equipos de rescate encontraron los cuerpos solo de 19 mineros... El único
que no pudieron hallar fue el de Ibárcena... Parecía que la tierra se lo había
tragado.

Esto que te estoy contando lo he vivido en carne propia, tardé meses en


superarlo y a veces, cuando me pregunto si no fue un sueño, mis
propiedades de La Oroya y Huancayo me dicen que no, que todo fue verdad.
Ahora déjame contarte un par de historias más sobre el muqui, que las sé
porque todo buen minero las sabe y las debe contar siempre.

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EL MUQUI Y EL MINERO TONTO

Esto ocurrió en las minas de Madre de Dios, donde el oro abunda y su


dorado brillo hace perder la cabeza a los hombres que van en busca de él.

Resulta que un minero muy pobre había ido hasta allá desde su natal
Apurímac, convencido de que con el oro podría salir de la miseria en que
vivía. Empezó como lavador en los ríos, buscando pepitas que luego
vendía en el mercado negro. Pero para hacer eso hay que saber, y él con
inexperiencia apenas ganaba para comer. Así que decidió trabajar en las
minas informales que abundan ahí y donde se trabaja al filo de la muerte
por la falta de seguridad de los socavones rudimentarios. Ahí conoció el trabajo
duro, pero vio que se ganaba un poco más y decidió quedarse, aunque
trabajara hasta catorce horas seguidas, sin descanso.

Un día que había hecho doble turno, se quedó dormido en la mina,


vencido por el hambre y el cansancio, y entre sueños se le apareció el
muqui, el duende de la mina, y le regaló una tuna de oro.
—Para que te alimentes bien —le dijo.
El minero despertó sobresaltado por la escena tan real que había soñado,
sonriendo, pero luego se dio cuenta de que solo había sido un sueño...
Hasta que, al recoger sus herramientas para seguir trabajando, vio, reluciente,
en el piso de tierra, la tuna de oro puro que el muqui le había obsequiado.
Cogió la tuna y esta pesaba, no cabía duda de que era de oro macizo y que
la suerte estaba con él. Se sintió muy alegre y agradeció al muqui dentro de
sí.
De inmediato, se fue a vender la tuna y le dieron una buena paga por
ella. Pero, como te digo, joven amigo, el dinero fácil es mal compañero y no se

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llega muy lejos con él.


Cegado por la cantidad de plata que jamás había tenido, gastó billete
tras billete en diversión, se fue a la ciudad y empleó todo su dinero en
amigos falsos, mujeres y harto trago. Se emborrachó veinte días, hasta que se
dio cuenta de que ya no le quedaba ni un céntimo.
A rrepentido, dec idió v olver al trabajo duro de la mina para poder
comer. Al cabo de un mes de exigentes trabajos y menos sueldo porque
lo habían castigado por abandonar el trabajo, ya casi sin fuerzas, volvió
a quedarse profundamente dormido en su lugar de trabajo. Y nuevamente
se le apareció el muqui en sus sueños.

—Eres un pobre hombre, no has sabido aprovechar lo que buenamente se te


ha dado. Ahora espero que cambies y seas una mejor persona —le dijo con
su voz grave.
El minero despertó de un salto para hablarle al muqui, pero este ya se había
ido. Mas, para sorpresa del hombre, en el suelo estaba brillando otra tuna de
oro igual a la anterior.
Pero, como te digo, la plata fácil se va así como viene. El infeliz minero,
convencido de que el muqui lo ayudaría siempre que él estuviese en
problemas, volvió a derrochar el dinero de parranda en parranda con sus
antiguos amigos que le habían dado la espalda cuando se le acabó su plata.
Las mujeres con quienes había estado también lo buscaron con halagos y
enamoramientos falsos, hasta que nuevamente se vio en la peor pobreza, sin
dinero ni para comer. El alcohol y la diversión se habían acabado, y con él sus
amigotes y las mujeres.
«Ahora volveré a dormirme en el trabajo y seguramente el muqui otra
vez me dará su oro», pensó. Entonces, por tercera vez pidió volver a su
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trabajo, y al tiempo forzó un pesado sueño para que el duende lo visitara.


Efectivamente, en sus sueños, el muqui se presentó ante él, en silencio.
El minero le habló:
—Por favor, necesito dinero, estoy en la ruina otra vez. Regálame otra
tuna de oro.
— ¿Y qué has hecho con las tunas que te he dado?
Las vendí y el dinero se me ha ido sin darme cuenta. Por favor, regálame otra
tuna. —Muy bien, te daré —le dijo el muqui.

El minero, muy contento se despertó de su sueño y se tiró al piso a


buscar la tuna prometida.
Pero, en el suelo terroso y húmedo, su cuerpo, su cara y sus manos se
encontraron con las espinas punzantes de enormes pencas y tunas verdes
que le produjeron tantos cortes y heridas que, poco tiempo después, lo
llevaron a la tumba.
Así es, querido amigo, joven minero que crees que ese personajito del
socavón no existe. Voy a terminar con esta historia de un muqui que se hizo
amigo de un niño, porque, como duende que es, también tiene el espíritu
infantil y juguetón.
EL NIÑO Y EL MUQUI
Un joven matrimonio de Tayacaja había ido a buscar su futuro en unas viejas
minas de Huancavelica. El hombre trabajaba de siete de la mañana a seis
de la tarde y la mujer se dedicaba a llevar el almuerzo a los trabajadores,
además de cuidar a su pequeño de cinco años de edad.
En la mina mucho se hablaba de la presencia de un joven muqui que paraba
burlándose de los trabajadores tirándoles piedrecitas en la cabeza o
escondiéndoles sus herramientas, pero que cuando le daban su cigarrito y
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su coquita él les hacía aparecer los minerales que tanto buscaban.

Los esposos tenían cierta preocupación porque se decía que al muqui le


gustaba jugar con los niños, y que incluso a algunos se los llevaba dentro
de la tierra y nunca más les permitía regresar. Por eso le habían advertido:

—No te acerques a la mina, no te despegues de tu mamá nunca, te puedes


perder ahí adentro.
Pero, como toda advertencia hecha a un niño, esta solo hizo despertar
más su curiosidad. Cierto día que la madre estaba afanada entregando las
viandas del almuerzo a los trabajadores, la pelota del niño se fue hasta la
boca de la mina. El pequeño fue corriendo a recogerla, pero para su sorpresa
vio que otro niño como él, pero con cara de viejo, la tenía en sus manos.
—Vamos a jugar a tirar penales —le dijo el muqui.
—Está bien, pero antes le voy a decir a mi mamá que estaré jugando con mis
amiguitos en la losa.
El niño fue donde su madre y ella, como estaba tan ocupada, le dijo que vaya
nomás.
Jugaron y se divirtieron de lo lindo. A la mañana siguiente, mientras la
mujer preparaba el almuerzo en unos ollones, el niño aprovechó y se fue a
buscar a su amigo para seguir jugando con la pelota.
Pero esta vez el muqui le dijo que ya no jugarían a la pelota sino a las
canicas, y le entregó unas bolitas de oro. «Con esto hay que jugar —le
dijo—, luego te las llevas, te las regalo».
Se quedaron jugando bastante rato, hasta que el niño vio que era tarde y
pensó que su mamá estaría preocupad a. Efectivamente, ella lo había estado
buscando desesperada, y cuando lo vio le gritó feo y ya le iba a dar un

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jalón de orejas, pero el niño le entregó las bolitas de oro que brillaban
espléndidamente, y le dijo que su amiguito de la mina se las había regalado.
La mujer se lo contó a su marido, y ambos, seducidos por el oro, decidieron
mandar a su hijo a que se haga regalar más bolitas. Sabían que se trataba
del muqui, pero les entró un gran interés por saber qué más podían obtener de
ese enano que seguramente tenía muchas riquezas y que al parecer era
amistoso con su hijo.
El niño les siguió llevando muchas canicas del preciado metal, y los padres
las fueron vendiendo y haciéndose ricos porque eran del oro más puro.
Hasta que el brillo del metal más codiciado del mundo los fue
encegueciendo y quisieron tener más, sus deseos se convirtieron en una
obsesión y tramaron un plan para obtener todo el oro del muqui.
Pretendían capturarlo y pedirle toda su riqueza a cambio de su libertad.
Con engaños, hicieron que su hijo le diga al muqui que salga un poco
más de su socavón para jugar con él, y cuando tuvieron cerca al enano, lo
apresaron usando unas mallas de metal muy gruesas. El pobre muqui se
desesperó por querer librarse, ya que no podía permanecer mucho tiempo
a la luz del día pues podía morir.
Los malvados padres lo sujetaron más fuertemente:
—Así que tú eres el muqui, tú has querido llevarte a nuestro hijo y le has estado
haciendo regalitos para que se vaya contigo. Ahora te vamos a tener aquí
apresado... Solo te vamos a soltar si nos prometes que nos entregarás todo
tu oro a cambio de tu vida y tu libertad.
—Está bien —les dijo el muqui—, todito mi oro les voy a dar, se los
prometo, pero suéltenme ya, por favor.
Y así fue. El muqui que tenía alma de niño fue liberado, y esa misma

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noche los esposos vieron que su sala se llenaba de puros lingotes de oro
brillante, uno encima de otro, hasta llenar toda su casa.
B e b i e r o n y s e e m b o r r a c h a r o n t o d a l a n o che, haciendo planes de
comprar esto y aquello, siempre pensando en grande, ya se imaginaban
comprando casas y terrenos en las mejores zonas de la capital, y en medio
de su oro se quedaron dormidos y ebrios de alegría.
Pero, al día siguiente, cuando la madre fue a despertar a su pequeño, pegó
un grito desgarrador. Encima de la cama estaba tirado un muñeco de trapo,
vestido con la ropa de su hijo y con la cabeza cortada.
Llorando fue a buscar a su marido que todavía roncaba de la
borrachera y lo despertó a gritos. Ambos se pusieron a llorar y a
lamentarse de su ambición, pues habían perdido la mayor riqueza de
sus vidas, su único hijo.
Desesperados, corrieron a la mina a buscar al muqui para pedirle perdón
y devolverle todo su oro frío, pero cuando estaban llegando a la boca de la
mina, pudieron divisar a dos pequeñas sombras que, tomadas de la mano,
ingresaban al túnel... Corrieron, gritaron desesperados, pidieron ayuda, pero
nunca más nadie volvió a ver al muqui de esa mina, y menos al pequeño de
cinco años que se había perdido con él. Al poco tiempo, los esposos murieron
de pena y desolación.

Mi querido amigo, todo esto que te he relatado es real, así ha sucedido, no


solo me lo han contado, sino yo mismo lo he vivido. Y te preguntarás qué
hago yo trabajando aquí contigo como maquinista de esta refinería y ganando
el poco sueldo que nos pagan... Te preguntarás qué hago yo aquí si tengo mis
propiedades y mis tierras en La Oroya y en Huancayo.

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Pues ya te he dicho... La plata fácil no dura nada, he preferido hacer como


si esas tierras no existieran, hasta que llegue mi muerte y se las deje a mis hijos
para que ya ellos vean qué hacen con eso. Yo me iré solo con el recuerdo de
que alguna vez hice un pacto con el muqui, pero que no caí ante sus pruebas
y fui un hombre honesto y trabajador.
VOCABULARIO

-Aducir: argumentar o justificar algo, presentando pruebas o razones.


-Bono: monto adicional que se otorga a un trabajador además de su sueldo, por distintos
motivos.
-Cachaciento: que se burla en tono irónico.
-Capacho: recipiente similar a una cesta o canasta.
 Carburo: compuesto que se obtiene de la combinación del carbono con un metal,
que se utiliza para el alumbrado.
-Coca: planta de gran importancia ritual en las culturas andinas como la chibcha,
aimara y quechua. Se le utiliza como analgésico, y al chaccharla, masticar sus hojas, mitiga
la sensación de hambre y cansancio.
-Cuadrilla: grupo de personas organizadas para el desempeño de un oficio.
-Fanfa: en lenguaje coloquial, versión acortada de la palabra fanfarrón, persona que
presume de lo que no es.
-Fugaz: breve, de muy corta duración, que desaparece o termina rápidamente.
-Garrafa: damajuana, botella o vasija grande con cuello y asa.
-Malévolo: malintencionado, inclinado a hacer mal.
-Parranda: fiesta o juerga bulliciosa.
-Penca: hoja o tallo en forma de hoja de algunas plantas como la tuna.
-Petulancia: arrogancia, convencimiento de la propia superioridad.
-Refinería: fábrica donde se refina o purifica un producto.
-Socavón: cueva que se excava en la ladera de un cerro, galería subterránea.
-Tiznado: manchado por el humo, la ceniza y el hollín.
-Tuna: cactus que produce un fruto comestible del mismo nombre; ambos tienen numerosas
espinas.
-Vianda: comida, especialmente carnes y pescado.

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