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Cuentos de Hadas

para todos
Autora texto e ilustraciones:
María Jesús Verdú Sacases
www.mjesusverdu.com

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.


Textos e ilustraciones inscritos en el Registro de la Propiedad Intelectual.
El príncipe del bosque

Érase una vez un príncipe que harto de la vida tediosa, fácil y fastuosa de palacio, quiso experimentar el otro
lado de la balanza. Así que partió para vivir solo en el campo. Con sus propias manos construyó una casa en
un claro en el bosque y empezó con su nueva vida fresca, sencilla y humilde. El príncipe adoraba despertarse
con el canto melodioso de los pájaros, con la caricia de los rayos del alba y con el olor a tierra fresca que
embriaga el bosque en las primeras horas de la mañana. Esas sensaciones lo conectaban con la protección del
regazo de la madre tierra, la cual amparaba a su hijo a través de la belleza que irradiaba la naturaleza que el
príncipe tenía el honor de presenciar en cada instante.

-Me siento el rey del bosque- murmuraba el príncipe, mientras sonreía para sus adentros.

El príncipe se sentía tan en paz consigo mismo y con el entorno natural y mágico que lo rodeaba que él, a
veces, al atardecer parecía escuchar el latido que provenía del corazón la brisa, mientras ésta jugaba con los
cabellos del monarca.

Cuando finalizó la construcción de su casa en la naturaleza, el príncipe sembró la tierra y con esfuerzo y
sudor, y empezó a cosechar sus frutos.

Un día, se acercó a la casa del príncipe un antiguo sirviente del éste y él lo acogió en su hogar de olor a
madera joven. El sirviente construyó en él un horno de piedra y de leña para cocinar pan y otros víveres que
luego vendía en el mercado junto a los frutos que daba la tierra de cultivo. Ambos trabajaban duro y su
recompensa era la paz que sentían en su corazón y la ligereza y la liviandad con que experimentaban el ser tan
lejos ahora de los entresijos, de las murmuraciones y de la algarabía de palacio.

El sirviente también construyó un pequeño granero junto a la casa. A veces notaba que pequeñas cantidades
de grano desaparecían pero eran tan insignificantes que se olvidó del asunto.
El príncipe y su sirviente, ahora amigo, acababan tan cansados al llegar la noche que no notaban la presencia
de unos discretos y minúsculos seres que durante la noche colaboraban en las tareas de limpieza del hogar y
también correteaban y jugaban en el jardín de la casa. Un día el príncipe no podía dormir y los descubrió y vio
como varias alas y piernecitas se marchaban revoloteando a gran velocidad y con nerviosismo para esconderse
en el reducido espacio entre las cortinas y los cristales de las ventanas en un movimiento en zigzag que no
parecía propio de los insectos. Sin embargo, el príncipe no le dio importancia.

Al despertarse, en la casa del bosque del príncipe se recibió un mensaje del pregonero del reino anunciando el
bautizo del sobrino del príncipe. No podía faltar. Así que el príncipe y su sirviente asistieron al evento con
gran ilusión. Fueron recibidos en palacio con pompa y honores y, acto seguido, pudieron conocer a la
encantadora criatura protagonista de la fiesta.

El príncipe y su sirviente se quedaron a solas con el bebé, mientras éste sonreía, pero era una sonrisa especial.
Entonces ambos se dieron cuenta de que el niñito no les sonreía a ellos sino a los seres de luz que había tras
ellos: hadas, duendes y elfos que no habían podido resistir la tentación que deleitarse con la presencia del niño
y jugar con él.

El príncipe y su sirviente se retiraron silenciosamente para permitir tan tierna escena. Sin duda, ellos no
habían acudido solos a la fiesta. Los habían seguido los seres de luz que cada noche bendecían con su
presencia el hogar del príncipe.
-Ellos son los que se comen el grano que desaparece del granero –pensó el sirviente.

-Ellos son los que limpian la cocina por las noches –pensó el príncipe.

Pero ambos guardaron el secreto.

La lombriz de buen corazón y la semilla tozuda

Érase una vez una lombriz que en sus rutas subterráneas siempre se cruzaba con una semilla. La lombriz se
extrañaba ya que no comprendía cómo tardaba tanto en desarrollarse, pues cada vez que pasaba por ahí, allí
estaba ella, inmóvil y sin ningún signo de crecimiento externo. Pero un día, le picó tanto la curiosidad que no
dudó en preguntarle:

-Semillita, ¿por qué nunca creces y te transformas en planta?

-Tengo miedo de cambiar –le respondió ella-. No sé lo que habrá en el exterior. ¿Y si alguien me pisa?, ¿y si
no llueve lo suficiente?, ¿y si algún animal herbívoro me devora?. Aquí dentro estoy calentita y a salvo. Me
siento muy a gusto en mi refugio. Estoy viviendo un sueño... dormidita y tranquilita.

-No es un sueño lo que estás viviendo –le respondió la lombriz-. Es como si hubieras elegido
inconscientemente vivir muerta en vida. Los sueños verdaderos están llenos de vida, de entusiasmo y de
experiencias y, en ellas, siempre hay un componente de lucha, de motivación y de enriquecimiento personal,
cuando hemos aprendido de los errores y seguimos adelante hacia la opción que consideramos correcta. ¿Qué
crees que te aportará vivir de espaldas al mundo?. Por el hecho de sentirte protegida a toda costa, te pierdes lo
mejor: las vivencias y la sabiduría que adquirirías, si escogieras ser dueña de tus actos, tomar tus decisiones y
dejarte llevar por ellas con responsabilidad y con todas las consecuencias.¡No te escondas más! ¡Sal y disfruta
del sol, de las estrellas, de la brisa y de la lluvia!.¡Equivócate!, si es eso lo que temes. Aprende a enfrentarte a
tus miedos y comprobarás que no es tan duro como crees.

-¡Qúe rollo filosófico!- exclamó la semillita- Me estás invitando a crecer interiormente y exteriormente.

-Por supuesto- le dijo la lombriz.

-No sé, vivir escondida del mundo tiene sus ventajas. Por ejemplo, desconozco problemas.
-¡No seas así! –protestó la lombriz-. Los problemas son obstáculos que, una vez superados, nos permiten
madurar y nos hacen más fuertes. Dejarnos invadir por las dudas es otorgarle poder al miedo que nos
domina.

-Pero aquí debajo estoy segura y sé que nunca me sucederá nada malo.

-Ni bueno... –le dijo la lombriz-. Esa es la emoción de la vida. ¡Ábrete a ella!.¿A qué estás esperando?. No
desperdicies ni un segundo más y sal al exterior. ¡Explota tus posibilidades!

-¡Márchate y no me compliques la existencia! –le increpó la semilla-. Mi vida es fácil y agradable.

-Agradable hasta que te pudras... –le dijo la lombriz-¿Crees que siempre podrás controlar que todo siga igual
en tu mundo?

-¡Púdrete tú, lombriz loca y márchate de aquí!

-Tú lo has querido, abandonaré tu santuario, si éste es tu deseo, y seguiré mi camino.

Y la lombriz se marchó. Cuando llegó al final del túnel que había excavado, vio la luz del sol. Le molestó,
pero a pesar de ello, ella sabía que el sol era necesario para el planeta y agradeció ese momento cegador. Sin
embargo, el peligro acechaba. Un pajarillo invadió su terreno y pretendía comérsela. La lombriz luchó
valientemente por su vida y, cuando el pájaro iba a darle un picotazo, le rogó:

-Por favor, no me devores aún, todavía me queda algo importante que hacer. Concédeme una última gracia, si
lo haces, después podrás comerme.

-¡No estoy para tonterías! –amenazó el pájaro-. Tengo mucha hambre. Llevo tres días sin comer.

-Te prometo que cumpliré mi palabra –le dijo la lombriz.

-No sé si fiarme pero está bien. ¿Qué es lo que debes hacer?

-Convencer a una semilla tozuda que se ha empeñado en no crecer. Te juro que cuando lo haya hecho,
regresaré aquí.

-Has tenido suerte, al menos a mí me has convencido ya –le dijo el ave-. Te aguardaré aquí.

-Trato hecho –le dijo nuestra amiga lombriz.


Así que el valiente insecto se introdujo de nuevo en su medio natural: el subsuelo para ir en busca de nuestra
semilla obstinada.

-Hola. Aquí estoy de nuevo –le dijo la lombriz a la semilla.

-¡Qué pesadita eres! –le respondió insolentemente-, aunque, en el fondo, te echaba de menos. Eres el único
animal que se ha parado a hablar conmigo dos veces para prestarme toda su atención.

-La verdad es que procuro estar atenta y concentrarme plenamente en mis objetivos –manifestó la lombriz-.
He venido a convencerte de que salgas afuera y te rindas al cambio.

-¿De verdad has vuelto para convencerme? –preguntó ilusionada la semillita.

-Sí, aun a costa de mi propia vida. En el exterior me está esperando un pájaro para comerme, cuando te haya
convencido.

-¿Y serás tan tonta de volver a salir?

-Le he dado mi palabra. En esta vida, hay que comprometerse con uno mismo y con los demás y ser sincero-
le respondió la sabia lombriz.

-Por tanto, cuando me hayas convencido, morirás.

-Seguramente sí –afirmó la lombriz.

-Tienes un gran coraje.

-Gracias –le dijo la lombriz-. Yo no tengo miedo, sólo vivo el presente y en este preciso momento mi misión
es animarte a que sigas tu proceso evolutivo y decidas crecer para experimentarlo.

-Tu valentía provoca que haya desaparecido el miedo que me carcomía porque te has convertido en un claro
ejemplo para mí –le dijo la semilla.

-Eso me satisface –le dijo la lombriz-. Así pues, supongo que éstas son mis últimas palabras.

-¿Tan convencida estás de que hay que disfrutar de cada segundo que, aun sabiendo que ahí fuera van a
comerte, sigues adelante con tu proceso de cambio en lugar de huir y esconderte aquí dentro? –le preguntó la
semilla, que ya había empezado a echar raíces y en unos días se convertiría en una hermosa flor.

-¿Y convertirme en una cobarde?¿ Y negar mis ideales de valor y compromiso?. ¡Hasta siempre!.¡He cumplido
mi sueño de verte empezar a crecer!
Y partió hacia el exterior, donde la esperaba el pajarillo.

-No has tardado tanto como me imaginaba –le dijo el pájaro.

-Aquí me tienes, tal y como quedamos –le respondió la lombriz.

-Has tenido suerte- le dijo el ave.

-¿De qué?, ¿de esperar a que me mates? –preguntó el insecto.

-No, mientras estabas fuera me he comido dos moscas. Así que ya no tengo hambre y puedes seguir
viviendo...

-Eso demuestra que nunca se sabe... –pensó la lombriz y se marchó más feliz que nunca con su nueva amiga a
brindarle esta valiosa lección.

El príncipe y la brisa

Érase una vez un príncipe que vivía ostentosamente en su palacio en el bosque. Sin embargo, él soñaba con
bailar con la brisa. Por eso miró con el corazón al sol del alba y le pidió que le brindara su deseo pues su
manifestación le acercaría a la libertad. Un rayo de luz penetró en su pecho y le susurró que el secreto se
encontraba en escuchar el latido de su corazón. Así que el príncipe se retiró a sus aposentos reales y en su
quietud trató de escuchar su propio latido. No podía, pero el rayo de luz, que seguía estando en su corazón,
le aconsejó que siguiera con su empeño. El príncipe siguió concentrándose en su propósito y aunque no
conseguía escucharlo, sintió la vida que brotaba de su corazón y cómo se esparcía en la energía de su cuerpo.
Supo que aunque hay cosas que nos cuesten, no por eso debemos desatenderlas, e, incluso, cerrar la puerta a
otras posibilidades.

El secreto está en mantener abiertos los ojos de nuestro corazón y serenar nuestras emociones.
El príncipe pensó que bailar con la brisa le proporcionaría un estado de alegría y de ligereza, libre de cargas. Y
eso era lo que más ansiaba.

Pasaban los días sin resultados pero, sin embargo, él era feliz en el proceso pues cada vez más abría los ojos
hacia sí mismo y a los que le rodeaban. Notó que él sonreía más y que a la vez veía la sonrisa en los demás.

-No he bailado con la brisa, pero no por eso dejo de sentirme satisfecho pues un nuevo impulso se está
aposentando en mí y me está dotando de una seguridad que me lleva a manejarme en paz con la fuerza que
me lleva...

Pasaban los meses y un día, cuando el príncipe no lo esperaba, la brisa se topó con un corazón noble tan
henchido de paz, que incluso para alguien de espíritu tan libre como ella, resultaba imposible rendirse a él. Y
cuenta la leyenda que desde entonces dos corazones bailan juntos una melodía espiritual y bella que enternece
a quien la escucha...

¿Quieres ser tú?

El pacto de la reina y el sol

Una piedra encantada en forma de asiento invita a la reina a sentarse en el trono y a tomar posesión de su
cetro real. Ese cetro que ostentó como la maestra espiritual que fue en otras vidas y que ahora retorna a ella
por derecho de nacimiento y de evolución personal.

La reina contemplaba el paisaje que rodeaba a los aposentos reales. Aquel lugar lloraba niebla y las formas
parecían esconderse, melancólicas de su estado original de luz.
Con el cetro entre sus manos, la reina iba recordando como por arte de magia.
-Todos venimos a recordar- dijo la reina.

La niebla, que gobernaba los parajes del castillo real, parecía esconder secretos. Eran secretos que sólo el sol
podía desvelar por lo que la niebla se mantenía firme en su densa presencia para, así, impedir que alguien
pudiera descifrar los mensajes de la luz y que todos siguieran siendo sus cautivos.

Pero la reina había estado en dimensiones de luz y, de hecho, ella era su canalizadora y su mensajera pues su
corazón noble y auténtico era incapaz de enmascarar la verdad que yace en el don de una vida de luz.

-Todo el que nace tiene derecho a ser y a sentir y la niebla ya no va a esconder eso -dijo la reina.
Así que la reina pidió ayuda al guerrero-sol, el cual se alzó majestuosamente en el horizonte para ejercer su
papel de astro-rey con el objetivo de derrotar a la niebla la cual no opuso resistencia y marchó, sigilosa y
cobarde, a otro mundo en el que puediera seguir robando la verdad del ser a los demás.
Todos agradecieron al sol que su luz cegadora hubiera vencido al caballero de la niebla, ese caballero que con
su velo había mantenido aletargados a todos los elementos de aquel lugar hasta entonces hechizado y que
ahora había descorrido el telón de la libertad.

El sol se erigió como el soberano del mundo del cielo y la reina, como la soberana del mundo de la Tierra y
ambos sellaron una alianza para proteger a ambos mundos del mal y de la confusión y que todos en ellos
pudieran vivir su verdadera identidad.

Las dos amigas y las hadas

Érase una vez dos jóvenes amigas que los eran desde la más tierna infancia. Un día ambas estaban
merendando en el bosque, cuando se les apareció un hada que les prometió una vida de dicha y de
bendiciones, si ambas contribuían a difundir el mundo de las hadas entre el de los humanos. Las jóvenes
accedieron encantadas pues adoraban a los seres de luz voladores que velaban por los humanos. Una de ellas,
se dedicó a escribir cuentos para niños y la otra, a la clarividencia, a desarrollar la intuición y al estudio del
oráculo de las hadas. De esta manera, ambas ejercían de embajadoras del reino de las hadas en el mundo de
los humanos.
Ambas se casaron el mismo día con dos jóvenes que bien pudieran considerarse sus príncipes azules y cuando
tuvieron descendencia, ellas siguieron instruyendo a los nuevos miembros venidos a su familia sobre las
excelencias y la sabiduría ancestral del mundo de las hadas. Gracias a ello, su familia siempre disfrutó de un
trato privilegiado por parte de sus hadas protectoras y desde entonces todos sus integrantes enseñan a los
demás a volar y a soñar.

Cuento de la sirena y el niño buceador

Érase una vez un niño que adoraba el mar. Solía bucear para admirar y recrearse en el mundo marino y lo
hacía con tanto amor y respeto que hacía unos días que venía siendo observando por una sirena. Un día ella
se le acercó, atraída por el corazón sensible y la autenticidad que irradiaba el niño. El niño la saludó y le pidió
que fuera su amiga en sus inmersiones acuáticas. La sirena lo acompañaba y le mostraba tesoros ocultos,
sabedora que podía confiar en el alma noble y bondadosa del niño.

La sirena disfrutaba de largas estancias en el mar y breves, en cambio, en el aire junto al niño y, el niño, a la
inversa, aunque cada vez conseguía alargar la duración de sus viajes al mar gracias a la creciente capacidad de
sus pulmones. En cierta manera, ambos permanecían en el mar y en el aire de forma opuesta, la sirena más en
el mar y menos respirando en el aire, y el niño, al revés pero era como si el destino hubiera reunido a ambos
para conciliarse con sus opuestos.
La sirena le contaba cuánto le dolía la contaminación que envenenaba el fondo marino y el niño le respondía
que cada vez existía una mayor conciencia ambiental pero que aún quedaba camino por labrar.

Por las noches, la sirena recorría los caminos relucientes que la luna y las estrellas tejían en el mar para llenarse
del magnetismo y de la energía de la luna y esparcirla después en las profundidades. Se preguntaba como
caminar, sentir la tierra bajo sus pies, como sería respirar el aire siempre, escuchar sonidos que no fueran los
marinos o percibir la caricia del viento o el susurro del aire en el oído. A su vez, el niño antes de dormirse
pensaba en su sirena, en cómo debía estar disfrutando del eterno contacto con el agua y la sensación de
ligereza, liviandad y libertad que otorga el deslizarse en el arrecife coralino, nadando entre la belleza y el
colorido de las especies que lo habitan. Se preguntaba como sería no sentir nunca el peso del cuerpo,
¿tampoco sentiría ella el peso de las emociones?

Por la mañana el niño se zambullía en el agua y su sirena esperaba a su invitado para seguir compartiendo con
él los secretos del océano y así, entre ellos, fue creándose este punto de encuentro hasta el día de hoy.

El hada y el niño del planeta sombrío

Érase una vez un niño que vivía en soledad en otro planeta. Era un planeta sombrío donde el niño se sentia
alicaido y apático. A veces un rayo de luz pretendía llegarle al corazón para despertarlo de su estado de letargo
emocional, pero el niño ni tan sólo podía sentirlo.

Un hada receptiva dejaba caer su luz, vertiendo amor y alegría a través del latido del niño. Pero el corazón del
niño estaba cerrado, ensimismado en sus sentimientos de tristeza. Pero el hada no se desanimó. Ella le
enviaba constantemente tanta luz que al final al niño le pareció ver al mismo sol frente a él.

-¿De dónde procedes, luz?- preguntó el niño.


-Soy un hada que procede de tu corazón –le respondió la voz del hada.

-¿Por qué yo? –le preguntó el niño.

-¿Por qué no? –le respondió el hada con otra pregunta.

-Porque la vida a veces se nos escapa y nos parece que ya es tarde –le respondió el niño.

-¿Qué quieres recuperar?- le cuestionó el hada.

-Mi luz. Me siento apagado –le confesó el niño.

El hada agitó su varita mágica con una mano y con la otra sembró nuevos y esperanzadores caminos de luz
para el niño, con escenarios alegres y llenos de sonrisas, para que ese niño puediera conocer la felicidad y
sentir en su corazoncito la bendición de vivir.

El niño esbozó una sonrisa, mientras sentía como se le abría el pecho y escuchaba latir a su corazón más
fuerte. El sonido del latido lo unió poderosamente a la fuerza del ahora y a la vitalidad que reside en cada
instante. El niño estaba experimentando un milagro y cuando logró ver el rostro del hada acarició la belleza y
la magia. La cara del hada le abrió al optimismo y le regaló un nuevo mundo en el que el niño se vio tal como
era.

-Reflejarse en lo que uno es y ser espejo del propio corazón es el don que te otorgo para tu nueva vida- le dijo
el hada, que se marchó volando, prometiéndole regresar y velar por él.

Cuento del reino de los cuentos de hadas

Érase una vez un reino encantado llamado el reino de los cuentos de donde de las flores brotaban cuentos y
de las palabras de sus habitantes emanaban raudales de fantasía e imaginación que tenían encandilados a los
niños que habitaban ese lugar tan especial.

Los cuentos tomaban las calles de esa población de cuento de hadas, abrazada por un bosque y un valle de tal
belleza que monarcas de los alrededores solían visitar fascinados por la fantástica vibración y encanto que se
sentía en cada paso.

El lugar más atereado del lugar era la imprenta la cual echaba chispas y trabajaba a toda prisa para dar
respuesta a la demanda literaria de las gentes para leer cuentos para sus nietos con el calor de la lumbre de
hogares bañados de estrellas y repletos de inocencia infantil.

Los cuentos representaban el cultivo de la parte espiritual e intuitiva a la que los niños siempre están
receptivos. Un trobador del reino siempre llevaba libros en sus viajes y cantaba y representaba a sus
personajes en otros lares. Una vez una hermosa princesa quedó tan fascinada con estos relatos de hadas,
duendes, animalitos y otros personajes mágicos que creó amplios jardines para que los seres alados se
instalaran en ellos y susurraran a los niños historias de luz que les hiciera bailar el alma. Esos jardines se
asemejaban a paraísos naturales donde estanques con patos y arboledas de ensueño se enseñorearon del lugar.
Sucedió que los cuentos del reino de los cuentos se escaparon a los fantásticos jardines de este reino que los
acogió con amor e ilusión.

El monarca del reino de los cuentos se quedó desesperanzado pues los más fructíferos creadores de cuentos
también partieron hacia esos jardines divinos donde las palabras corrían tras los niños. Triste y desolado el
monarca lloró tanto que una hada se acercó a él y le dijo:

-Aferrarse y depender de elementos de nuestro entorno acaba revelándonos nuestras debilidades. Todos
somos creativos y ésta fluye libremente del corazón. Toma pluma y papel e intenta escribir cuentos. Yo te
ayudaré y te soplaré sabiduría hadada con el poder de despertar a los niños.

El monarca se fue a la imprenta entonces vacía y con las máquinas paradas para abrir su corazón a su pluma
la cual parecía haber cobrado vida pues no paraba de escribir y escribir. Numerosas historias empezaron a
salir de los dedos de ese monarca de corazón abierto, revelándole la verdad de que en nuestro interior existe
un foco infinito de un talento único e innato que asombrosas circunstancias del entorno se encargarán de que
aflore a la luz. Las historias del monarca llegaron tan lejos que revitalizó la creatividad de ese reino de los
cuentos perdidos para convertirse en el reino de los cuentos nacidos del corazón.

Los niños se apelotonaban para poder disfrutar en la escucha atenta de esos cuentos de su rey. Este monarca
imprimió tal pasión y devoción en su recién descubierto talento que contagió rápidamente a su entorno y
sorprendemente incluso los mismos niños escribian cuentos dando lugar a un notable cuerpo de contadores
de cuentos cuyos relatos arrasaban allá por donde eran contados. Estos cuentos llegaron incluso a los jardines
de la princesa, empezando a competir con el nuevo cuerpo de contadores de cuentos.
Un día el hada que antaño se había aparecido ante el rey le dijo:

-¿Por qué competir cuando podéis completaros los unos con los otros, colaborando y compartiendo
conocimientos para disfrutarlos con los demás?

El rey contactó con la princesa y de inmediato el cuerpo de contadores de cuentos trabajó en equipo con los
seres alados que habitaban los jardines y, de este modo, comenzó un pacto de una fructífera colaboración
entre el reino de los humanos y el reino de los seres de luz como las hadas,los elfos, los duendes y los
gnomos. Este pacto todavía hoy continúa vigente y si alguna hada está cerca de ti, te guiará hacia esos reinos,
reinos reales donde los cuentos infantiles cobran vida en cada palabra.

Supermami, la mamá gallina

Érase una vez una mamá gallina que vivía en un corral de gallinas y codornices de una granja de campo,
cercana a la ciudad. Desde allí no se escuchaba el bullicio de la gran urbe, por esta razón, en la granja se
respiraba una atmósfera apacible donde los animales pacían en los prados y convivían en armonía.

El granjero muñía las vacas cada mañana, ensillaba a los caballos y daba de comer a las gallinas, ocas, conejos
y patos. En esa granja había un estanque enorme donde los patos nadaban sobre los peces. Los patos más
pequeños chapoteaban en el agua y jugaban y correteaban sin cesar al llegar al suelo bajo la atenta mirada de
sus progenitores.

Un día una vecina del granjero, que vivía junto a un lago, se puso en contacto con el granjero pues en su lago
aparecieron unos bebés patitos que parecían perdidos. Su mamá no estaba y nunca apareció. La vecina se
compadeció de tan tiernos animalitos y deseó por encima de todo que crecieran con el amor de una madre,
algo que después queda en el corazón para siempre. Así que la vecina le propuso al granjero si la mamá gallina
de su corral los podía adoptar.

-La gallina decidirá -dijo el granjero.

Tenía el granjero una gallinita perica que solía incubar no sólo sus propios huevos sino los de otras aves, si se
daba el caso de que las aves mamás originarias no pudieran hacerlo. Por eso, antes de ser abandonados, según
el granjero, la mejor opción era que esta gallinita que emanaba amor sin condiciones se hiciera cargo de los
huevos. Ella lo hacía encantada pues era su misión y su gran vocación. Debido a esta gran virtud, dedicación y
entrega, el granjero llamaba a esta gallinita: la Supermami. Para que la gallinita pudidera llevar a cabo su noble
misión, el granjero le acondicionó en el corral un lugar privilegiado donde ella disponía de agua, comida y
suficiente espacio.

Hacía días que la gallina incubaba huevos propios y de una codorniz del mismo corral que había enfermado.
Supermami apenas se levantaba pues siempre estaba sentada sobre los huevos para darles calor y que, de este
modo, dispusieran de la temperatura adecuada.

El granjero colocó los cinco patitos de tan sólo tres días de vida al lado de Supermami. Ella no se movió y la
verdad es que resultó un tanto indiferente hacia los nuevos patitos que piaban pidiendo amor. Pero si
Supermami se levantaba, entonces los huevos quedarían sin incubar. ¡Qué dilema!

Los patitos se acercaban a Supermami pero ella más bien trataba de apartarlos para proteger los huevos que
estaban bajo su vientre. Entonces, el granjero la miró fijamente y le dijo:
-Por favor, cría a los patitos y ayúdales con tu amor a crecer fuertes y seguros-.

La gallinita, que hacía días que estaba prácticamente inmóbil, pestañeó al escuchar estas palabras. Al cabo de
media hora, el granjero comprobó que la gallinita, que seguía sentada incubando los huevos, ya tenía a los
patitos también bajo su cobijo y su vientre. Sin embargo, la gran cantidad de huevos que la gallinita estaba
incubando desde hacía días, impedía que los patitos pudieran estar cómodos bajo el regazo de mamá gallina.
Así, que el granjero se vio obligado a retirar los huevos en bien de los recién llegados patitos. La prioridad del
momento era la supervivencia de los pequeños.

Supermami les daba afecto y les enseñaba a buscar insectos. Era divertido observar como los patitos
perseguían a las moscas antes de comérselas. La gallina también los protegía del resto de gallinas del corral
para evitar que sufrieran pequeños ataques por falta de aceptación de los demás animalitos en un espacio
común. Ellos siempre seguían a la gallina y la consideraban su mamá.

El granjero les colocó en el corral un recipiente grande con agua a modo de bañera para que los patitos
pudieran nadar bajo la vigilancia de su mamá adoptiva. Comenzó, así, para los patitos una época feliz. El
granjero sonreía y se considera afortunado por presenciar tanta felicidad. De algún modo, eso a él le alentaba
y le hacia sentirse más vivo.

-Gracias, gallinita, por ser tan buena mamá -solía decirle el granjero.

Los patitos crecían felices y sanos. Eran inquietos y tenían a su mamá gallina un tanto agotada pues la tarea de
vigilarlos consumía sus energías pero ella más que como un sacrificio lo vivía como una bendición. Era
evidente, pues cuando los patitos estaban cerca de ella, ella estaba inflada, satisfecha, orgullosa de ellos y de
tenerlos a su cargo.

Supermami era una mamá muy responsable y valiente. Un día que el granjero decidió construir un corral de
madera más grande para que los pequeños patitos dispusieran de más espacio para corretear, el granjero tuvo
que colocar a los patitos junto a las otras gallinas, mientras él limpiaba y adecuaba el nuevo espacio. Eso
provocó que las otras gallinas picaran a los patitos. Supermami los defendió como pudo, pero, lo cierto, es
que ella por tratar de defender a su prole adoptiva, recibió algunos picotazos del resto de las gallinas, que se
habían unido en grupo contra Supermami. Como pudo, ella aguantó el ataque pero fue más lista que todas
ellas. Supermami se repuso enseguida de los picotazos que sus compañeras de corral le acababan de propinar
y esperó a que el resto de las gallinas se separaran. Cuando lo hicieron, Supermami les propinó un picotazo
una por una. Separadas ya no eran tan fuertes ni socarronas. Supermami lo sabía y al darles un escarmiento
cara a cara, de forma individual, consiguió acobardarlas y que entendieran que ellas debían respetar a los
patitos. Supermami se convirtió en un ejemplo de mamá valiente e inteligente.

-Albergas grandeza y una gran inteligencia emocional en tu interior -le dijo el granjero a la gallina Supermami.

El granjero también permitió a Supermami que saliera del corral con los patitos a disfrutar del gran jardín que
rodeaba la granja. En condiciones normales y teniendo en cuenta que Supermami llevaba encerrada muchos
días, quizás ella al verse en libertad en el jardín, habría tratado de volar. Pero nunca lo hizo por no separarse
ni un instante de sus patitos, que seguían siendo tan pequeños que aún no volaban. Los patitos iban por todo
el jardín y se agachaban para toquetear con el pico todo cuanto se les antojaba. Pero Supermami les enseñaba
a seleccionar y a llevarse a la boca solamente lo que era comida. Siempre seguían a su mamá gallina y todos
formaban una familia muy unida, llena de amor y de vida.
-Tú eres la dueña del jardín -le dijo el granjero a la gallinita mamá- Tú eres el hada de mi jardín. Supermami,
¿eres una hada disfrazada?

A veces los encantadores patitos daban cariñosos picotazos en la cresta de Supermami. Les sorprendía esa
cresta roja que les parecía un corona en lo alto de la cabecita de su mamá adoptiva. Ella soportaba esos
picotazos con resignación y abnegación y cuando no podía más, levantaba la cabeza para que los patitos no
llegaran a tocarle la cresta.

Supermami era una gallinita preciosa, llena de luz, que cuidaba de los patitos con la devoción que sólo una
madre conoce. Por la noche, todos los patitos querían dormir bajo las alas de Supermami. Eso resultó posible
cuando los patitos sólo contaban unos días de vida pero conforme iban creciendo -y crecían rápido pues el
granjero se aseguró de dejarles mucho alimento en el corral-, todos ya no cabían bajo las alas de Supermami.
Era divertido observar cuando por la noche todos los patitos trataban de conseguir estar bajo el ala de
Supermami, pero no podía ser y la mayoría de ellos tenía que contentarse con estar a su alrededor, dándose
calor unos a otros. Nada más despuntar el sol, los patitos despertaban y ya estaban en acción. Supermami
siempre emitía un cacareo particular para indicar su posición a los patitos. De este modo, ella procuraba que
ellos estuvieran cerca de ella y si cuando los llamaba, ellos no acudían, entonces ella iba a buscarlos. Era una
mamá atenta y paciente.
Cuando Supermami encontraba alguna lombriz o babosa, emitía un cacareo para que los patitos se acercaran
a ella y ella les daba la lombriz. Para los patitos, las lombrices y las babosas constituían un delicioso manjar.

Supermami por las noches se sentía cansada pero feliz y satisfecha con su labor maternal. El granjero también
estaba contento al comprobar que esos patitos habían encontrado en Supermami la madre que tanto
necesitaban

Supermami, la mamá gallina (2)

Supermami, la mamá gallina adoptiva seguía criando a sus patitos con el amor, el esmero y la dedicación de
una madre. El granjero opinaba que ella era la viva muestra de que las madres entregadas, en sí mismas, son
un verdadero milagro en La Tierra pues ellas alientan a sus retoños a ser por sí mismos, cuidándoles pero sin
tratar de interferir ni coartar la expresión espontánea y natural de esas pequeñas almas juguetonas y tiernas.

Los patitos no paraban de comer y piar y mamá gallina estaba resplandeciente de felicidad con ellos. Desde
que los estaba protegiendo, Supermami estaba más bonita que nunca. El estar siempre pendiente de ellos
formaba parte de su vocación de madre.
-He tenido mucha suerte de que hayas llegado a mi gallinero, Supermami -decía el granjero-. ¿Te han enviado
los ángeles?

En una jaula grande anexa al gallinero había unas codornices chinas. Su plumaje claro y amarillo les confería
una belleza particular. Un día el granjero observó como el codorniz macho picoteaba en la cabeza de la
codorniz hembra y le causaba daño. El granjero se dio cuenta de que la cabeza de la hembra empezaba a
sangrar. Por eso la tomó en sus manos y con el amor que profesaba a los animales de su granja, le limpió las
heridas. Hinchados de dolor, los ojos de la codorniz no se abrían. La hija del granjero que había heredado de
su padre la pasión por los animales, le pidió a su papá si podía tener bajo su cuidado a la codorniz hembra. Su
padre accedió.

La niña intentó tomar a la hembra entre sus brazos, pero ella, dolida por el ataque que acababa de sufrir, no
permitió que la niña la abrazara. La niña comprendió el miedo de la codorniz. La niña se entristeció pues la
codorniz pasaba sus días sin comer, con la cabeza siempre agazapada, como si hubiera sido vencida. Siempre
estaba plegada, retraída y con los ojos cerrados. La niña podía sentir el sufrimiento de ese animal en su propio
corazón y solía llorar al verla tan débil. La niña le rezaba a los ángeles y les suplicaba que por favor le
devolvieran la vista a la codorniz.

-Por favor, tenéis que curar a mi codorniz - susurraba la niña a su ángel guardián.

El granjero trataba de que la codorniz comiera y bebiera algo pero no siempre lo conseguía. El animal estaba
muy abatido y desconsolado. El granjero cogió a la codorniz macho que dañó a la hembra y lo trasladó al
corral con las gallinas. Allí el macho codorniz intentó propinar un picotazo a uno de los patitos y tuvo que
vérselas con Supermami que ni por un momento dudó en defender a su pequeño. Luego el codorniz macho
cayó en el recipiento lleno de agua que el granjero había colocado allí a modo de balsa para los patitos. El
codorniz no pudo salir de allí y tuvo que pasar toda la noche en el agua fría. El granjero lo sacó por la mañana
y lo recolocó de nuevo en su jaula pero esta vez aislado. El animal estaba como inmóbilo aletargado a causa
del efecto del agua.

-Papá -le dijo la hija a su padre granjero -la codorniz que me has permitido adoptar se llama Princesa y
aunque ahora es una princesa triste, yo rezo a los ángeles para que se recupere-..

-Ten paciencia. Los ángeles escuchan todas nuestras peticiones -le dijo el granjero a su hijita.

-Papá, por favor, deja que Princesa esté un tiempo conmigo, fuera del corral -le pidió a su padre.

-¿Por qué? -le preguntó su padre.

-Por que quiero que sane y deje de sufrir este asedio -le dijo su hija.

-A veces los animales se atacan entre ellos. Nosotros no podemos juzgarlos desde nuestra perspectiva
humana pues su naturaleza animal es quien los rige. Pero por esta vez voy a respetar tu petición -le dijo
amorosamente el padre a su hija.

Entonces sucedió un pequeño milagro: Princesa empezó a abrir un ojo y a recomponer su compostura
habitual. Ya no estaba siempre agazapada, con la cabeza gacha, sino que ahora estaba más levantada, parecía
una verdadera princesa. Pero por aquel entonces sucedió otro milagro y es que el granjero tenía en la granja
una incubadora artificial donde días atrás había colocado unos huevos de Princesa. Dos de ellos empezaron a
romperse y nacieron dos preciosas y diminutas codornices. La hija lloró de felicidad al presenciar el milagro y
experimentar la emoción de ese momento mágico.

-Cúrate pronto, Princesa, tus hijos están aquí. Pero no te apures, mientras estés enferma, papá los alimenta -le
dijo la hija del granjero a su codorniz

Los patitos seguían siendo las estrellas del gallinero bajo el atento cuidado de Supermami. El resto de gallinas
de corral estaban alicaídas, tristes. El granjero se dio cuenta de la razón: el gallinero se estaba quedando
pequeño ante tante correteo de los patos, además, éstos siempre se bañaban y mojaban toda la paja y el suelo
de tierra del gallinero. Por esta razón, el granjero agrandó el corral y retiró parte de la paja mojada y en su
lugar el granjero colocó piedras de grava cerca de la bañera, de este modo, esa zona no estaba tan húmeda y
sería más cómoda para las gallinas.

-Papá, no pongas grava por todo el suelo del corral -le dijo la niña a su padre - Deja parte del corral con el
suelo de tierra, la que esté más alejada de la bañera de los patos. A los patos y a las gallinas les encanta buscar
insectos en la tierra.

-Qué lista que es mi niña -dijo el granjero.

Supermami, la mamá gallina (3)


Supermami, la mamá gallina, sigue siendo una dama al cuidado de sus cinco hijos patitos que desde que
llegaron al gallinero, recibían el amor y cuidados de su mamá adoptiva. Tras haber sido rescatados de una
balsa a la cual cayeron con tres días de vida y de la que no podían salir por sí solos y tras ser abandonados,
Supermami, veló por los recién llegados patitos a la granja y seguía sus pasos con mirada atenta. Los estaba
criando en el corral como si fueran hijos suyos y eso se reflejaba en la mirada de alegría y felicidad de esas
pequeñas aves que expandían ternura e inocencia con sus juegos y sus continuos baños en el recipiente que el
granjero dispuso para ellos en el corral.

Un día el granjero cogió entre sus manos a uno de los patitos para verificar su crecimiento y buen estado de
salud y, Supermami, creyendo que el granjero iba a dañar a su pequeño patito, se alzó con la patas en garra,
con la cola en alto, con todo el cuerpo muy hinchado, creciéndose ante el que ella creía un agresor de su
retoño, y con una expresión de ira y enfado, ella se abalanzó sobre el granjero, el cual, sorprendido y un tanto
asustado por la actitud sobreprotectora de Supermami, soltó de inmediato a la cría de pato.

-Gracias, Supermami- dijo la hijita del granjero, que acababa de presenciar la escena-. Me has demostrado el
coraje del que es capaz una madre por sus hijos, la valentía con la que se enfrenta al mundo y lo
vence sin dudas y con la determinación del alma. Gracias, Supermami, por cuidar de tus patitos y darles
ese amor que sólo tú sabes dar y por demostrarme con tu acción de ahora que el papel de una madre en la
defensa de sus hijos es admirable y uno de los más nobles que jamás hubiera imaginado. Gracias,
Supermami, por ser mi maestra y también la de mi papá, que, a partir de ahora, tratará de ser más
respetuoso con tus patitos. Pero quiero que sepas, linda gallina, que nosotros queremos a tus patitos tanto
como a tú a ellos y que a nosotros también nos preocupa su crecimiento. Verlos crecer fuertes y sanos es
nuestra mayor bendición y que tú veles por ellos como su ángel de la guarda resulta una bendición aún mayor.

Princesa, la codorniz, ya se había restablecido completamente y volvía a poner huevos, además, regresó junto
a su pareja, el macho codorniz, ahora más tranquilo, receptivo y en paz, el cual la trataba como a una
verdadera princesa. Eran una pareja de codornices felices que habían recuperado el afecto y el cariño que los
unió desde el principio. Los polluelos de Princesa correteaban por el corral y comían y crecían sanos y
contentos.

Sin embargo, los meses pasaban y los patitos cada día eran más simpáticos y divertidos. Su plumaje de cuello
verde despuntaba y su piar se iba convirtiendo en un cuac-cuac. Supermami empezó a respetar esta fase de su
crecimiento y a distanciarse prudencialmente para dejarles el espacio adecuado a los que habían sido sus
patitos-polluelos pero que ahora ya manifestaban independencia e integración en el grupo de aves del corral.
Y aunque Supermami comenzaba a relacionarse más con el resto de las gallinas, los patitos a veces seguían
acercándose a la que con tanto amor los había cuidado. Supermami se había convertido en su mamá y
para ellos siempre lo sería.

Los patitos descansaban tranquilos y desprendían una humanidad a través de una expresión de
sosiego y ligereza, que estremecía al granjero al contemplarlos.

-Patitos, sois mis ángelitos -decía el granjero.

Un mirlo se instaló en un nido sobre un árbol cerca de la granja y su canto melódico despertaba a sus
habitantes y los sumía en un estado de dicha por la bella sinfonía que se desprendía de su trino. Al atardecer
el mirlo también cantaba y el granjero daba gracias por la belleza de este armónico canto que le confirmaba
que los ángeles andaban cerca y que custodiaban y protegian a sus amadas aves. Los pájaros conferían vida a
la granja y recordaban al granjero el milagro de la vida, la bendición del crecimiento y el regalo de poder
compartir su vida humana con tan dóciles y alegres animales.

Un día una tormenta de granizo azotó la granja y la piedra de granizo echó de su nido a la cría de mirlo cuyos
progenitores alegraban la granja con su canto. El granjero cogió del suelo a la cría de mirlo empapada,
asustada y aturdida y lo colocó junto a la lumbre para que se secara y reconfortara. Trató de darle de comer,
pero el pequeño mirlo no quiso comer. Era de noche y sus padres no aparecían, así que el granjero colocó a la
cría de mirlo junto a una lamparita en la jaula de las crías de codorniz de Princesa para que al menos allí el
pajarito estuviera calentito. El mirlo era precioso y tenía unos ojos muy grandes. La hija del granjero
rezó a los ángeles para pedirles que los padres del mirlo vinieran a recogerlo por la mañana y los
ángeles atendieron su petición. Al despuntar el alba, el trinar del mirlo que despertaba a la granja cada
mañana no era tan melodioso como era acostumbrado, sino que era diferente. Se trataba de los progenitores
del mirlo que estaban llamando a su cría. El pequeño ya tenía las plumas completamente secas y estaba
restablecido del susto de la tormenta del día anterior. Ahora sólo deseaba regresar al nido. El granjero abrió la
jaula, lo liberó y el voló junto a sus padres.

El granjero solía dejar intencionadamente grano fuera de las jaulas y corrales para que otras aves
pudieran alimentarse. Era una manera de tener cerca a los mirlos, a los gorriones y a otras aves que
se habían enseñoreado de la vastedad del cielo y que visitaban la granja para llenar el buche.
Supermami, la mamá gallina (4)

En la granja el granjero seguía tan atareado como siempre. Sin embargo, obtenía tanto amor al cuidar de sus
animales que cada día daba gracias por ello. Su hija lo ayudaba pues ella había heredado el amor que su padre
sentía por los animales. Las gallinas, sus polluelos, las codornices, los patitos, los caballos, las vacas y cabras
formaban parte de la familia de animales de la granja.

Los patos habían dejado de ser esos indefensos patitos que fueron criados por la gallina Supermami y ahora
se habían convertido en unos hermosos patos que estaban cambiando su plumaje. Eran unos animales
preciosos, simpáticos y tenían una mirada de bondad y de inocencia que tenía encandalida a la hija del
granjero. Contemplarlos le producía una sensación de paz que hacía que a la niña todavía le gustara más estar
en la granja con su padre.

Pero los patos estaban creciendo y el granjero se estaba planteando la posibilidad de dejarlos libres en el
campo para que pudieran volar, ser libres y encontrar un grupo de patos donde relacionarse con sus
congéneres. A la hija del granjero le daba mucha pena desprenderse de sus patitos por lo que su padre le
había prometido que se quedarían con una pareja, pero liberarían al resto. Sin embargo, separarlos no iba a ser
una decisión fácil pues desde pequeños se habían criado todos juntos con su mamá gallina adoptiva,
Supermami.

El granjero colocó unos huevos de codorniz en el corral y tres gallinas ponedoras se disputaron el incubarlos
pero como buenas hermanas al final se turnaron para la incubación. Después, se colocaron una al lado de la
otra para incubarlos juntas y darles más calor. La gallina del centro, extendió sus alas para abrigar a las gallinas
que se habían sentado a sus lados para incubar. Era una imagen fraternal.

-Si alguna lección nos dan los animales, querida hija -dijo el granjero- es que ellos saben convivir en paz -.

-Sí, papá y debemos aprender de ellos -le respondió su hija.

Luego, las gallinas se levantaron, ¿y quien siguió incubando los huevos?


¡Supermami!

Su instinto para la maternidad era infinito...

La liberación de los patos de la granja

Había llegado el día de la liberación de los patos de la granja. Habían sido cuidados por Supermami, su mamá
gallina adoptiva, pero había llegado el momento de dejarlos libres en su entorno natural. El granjero se quedó
con una pareja de patos a petición de su hija, que se había encariñado muchísimo con estos simpáticos
animales, pero el resto serían trasladados a la naturaleza pues la vida en libertad sería la mejor opción.

El granjero no pudo evitar llorar, cuando trataba de capturarlos en el corral de gallinas donde habían sido
criados, recordando las anécdotas que había vivido con ellos desde que llegaron a su granja siendo unas crías
de pato de tan sólo tres días de vida. Aquél duro momento le enseñaba que cuando nuestros guías de luz nos
protegen, también sufren al tener que respetar nuestra libertad y plan de vida. Al igual les resulta a nuestros
progenitores. Separarte de los que quieres, no resulta fácil. El granjero había aprendido y disfrutado de los
patitos y con ellos se había sentido completamente en paz. Nunca olvidaría su mirada profunda y sus juegos
en el corral.
El granjero colocó a los patos en cajas de cartón y los trasladó al mismo lugar donde fueron hallados. Se
trataba de una zona rural de campos no cultivados con lagunas naturales. El este entorno había poca
presencia humana, hecho que había favorecido que la fauna y la flora de ese lugar aumentara y se diversificara.
Las pocas personas que habitaban esos terrenos eran respetuosos con el medio ambiente debido a su
conciencia ambiental y ecológica y respetaban y protegían a los animales, potenciando su presencia y
permitiéndoles que vivieran en paz. Un río caudaloso atravesaba el lugar y le confería mayor frescura y
desarrollo.

La hija del granjero acompañó a su padre en tan señalado día pues, muy emocionada, deseaba compartir con
los patitos, aquellos que habían sido sus amiguitos en la granja, este momento tan especial. La hija dejó de
llorar al ver la belleza, la espaciosidad y la tranquilidad que se respiraba en esas praderas apacibles y frondosas.

Había en ese lugar que parecía de cuento de hadas, una vieja casona cuyos propietarios estaban
acondicionando. Al lado de esta casa había un huerto de frutas y hortalizas, rodeado de fincas y pastos. El
lugar era idóneo para los patos. Cerca del huerto había una enorme laguna, con algas, peces y abundancia de
insectos, donde los patos fueron hallados por la propietaria de la casa de campo al ser abandonados. Antaño
había sido una piscina pero la propietaria había querido seguir conservándola como laguna, para respetar la
vida animal y vegetal que albergaban esas transparentes aguas. Esa laguna desprendía una serenidad especial y
sus amorosas aguas contribuían a la cría y crecimiento de numerosas especies acuáticas, algunas de ellas,
minúsculas. Los propietarios de ese lugar de naturaleza en estado salvaje habían prometido desde niños
contribuir a la preservación de la Madre Tierra, en especial de los reinos animal y vegetal, por lo que habían
fundado varias asociaciones de compromiso hacia los ecosistemas naturales.

El granjero y su hija soltaron a los patos ante la laguna, uno de ellos se alzó rápidamente en vuelo, disfrutando
de su recién estrenada libertad. En el corral de la granja los patos no habían podido volar, así que no era
cuestión de perder el tiempo para saborear la inmensidad del cielo. El pato se alejó rápidamente hasta que
desapareció en el horizonte. Sin embargo, el resto de los patos se quedaron en el lago. Disfrutaron nadando,
chapoteando y aleteando en el agua tranquila del gran lago, que nada tenía que ver con el pequeño recipiente
que el granjero les había preparado a los patos en la granja para que puedieran bañarse. Sin duda, el lago les
convenció más. La hija del granjero les dejó grano cerca del lago para que los patos puedieran comerlo, si les
apetecía. Era verano y hacía buen tiempo. Los patos tenían tiempo de sobras para adaptarse a la climatología
de las diferentes estaciones y buscar comida. De hecho, en los campos había muchas caracolinas. A los patos
les encantaban, ya que les aportaban calcio, las encontraban deliciosas y resultaban fáciles de capturar.
El granjero y su hija regresaron a la granja. La niña a pesar de tener en la granja a su pareja de patos, echaba
de menos al resto. Su padre, el granjero, le dijo:

-Hija, los padres debemos aprender a respetar el camino de nuestros hijos. Ellos son libres de marcharse y de
hacer su vida, de fallar y de acertar. No podemos sobreprotegerles, sino permitir, aunque nos duela, que se
marchen y emprendan su rumbo. No sufras por los patos. Los patos en el campo están bien. Además, allí
vuelan y caminan e inspeccionan su nuevo lugar. Para ellos es una aventura divertida. Seguro que ese paraje
natural se convertirá en su lugar.

-¿Estás seguro de que estarán bien allí, papá? -le preguntó la niña a su padre.

-Sí, seguro. La naturaleza es su lugar. Allí estarán muy bien. No sufras por ellos -le tranquilizó su padre.

La niña al irse a dormir encendió una vela a su ángel de la guarda y le pidió que protegiera a los patos en el
campo, especialmente, esa noche, que era la primera que pasaban fuera de la granja. La hija estaba preocupada
porque hacía una noche muy ventosa y sabía que el fuerte viento se llevaría los granos que les dejó a los patos
cerca de la laguna.

-Lo dejo todo en tus manos, mi ángel -pensó la niña.

Al cabo de un par de días, la propietaria de la casa de campo se puso en contacto con el granjero y su hija
para decirle que los patos liberados estaban bien y seguían en la laguna. A veces, se iban para descubrir el
lugar y buscar alimento pero siempre acababan regresando. La niña le preguntó por el montón de grano que
ella misma había depositado cerca de la laguna y la propietaria le respondio que seguía ahí, casi intacto, ya que
los patos habían comido parte de él.

La niña sabía que eso resultaba casi imposible debido la ventisca que había azotado la zona la primera noche
que los patos habían pasado allí. Pero la niña marchó a agradecerle a su ángel que hubiera protegido el
montículo de grano para que los patitos pudieran alimentarse de él hasta tener un mayor conocimiento del
lugar.

-Gracias, querido ángel, por cuidar de ellos. Por favor, sigue protegiéndolos. Les echo mucho de menos.- le
confesó la niña a su ángel en voz baja.
Al regresar del colegio cada tarde, la niña se iba a ver a la pareja de patos del corral y a las gallinas y les daba
grano.

-Papá, ¿me dejarás cuidar de ellos a partir de ahora? -le preguntó la chiquilla al granjero.

-¿Por qué? -le preguntó su padre.

-Porque me siento muy bien, cuando estoy con ellos. Mi miran con sus ojitos curiosos. Es como si con ellos
pudieras olvidarte del mundo -le respondió la niña a su padre.

-A mí me pasa lo mismo -le respondió su padre, el granjero-. Cuidando de los animales, recibes mucho amor.
Puedes cuidar de los patos y las gallinas-.

Por la mañana, la niña se levantaba antes para escaparse unos instantes al jardín de la granja antes de ir al
colegio. ¿Por qué? Pues porque cerca del corral de patos y gallinas había un caminito de piedras. La niña
levantaba las piedras por la mañana temprano, cuando la tierra todavía estaba fresca y húmeda, pues estaba
repleta de lombrices. La niña las tomaba y se las daba a su pareja de patos y también a las gallinas.A la niña le
encantaba estar cerca de ellos y ocuparse de su bienestar. La hacía feliz el simple hecho de ver que ellos
estaban bien. Y mientras les acercaba al pico las lombrices, la niña se preguntaba qué estarán haciendo los
patitos del campo.

El águila que sobrevoló el castillo

Érase una vez un águila que sobrevolaba a menudo el castillo del rey.
Le gustaba volar sobre tan imponente edificación, que se alzaba sobre las montañas. Lo que más le gustaba de
palacio era ver ondear las enormes banderas del reino, las cuales siempre se movían a merced del viento y
desplegaban la belleza de los colores del territorio del monarca.

Un día, el águila, como de costumbre, estaba sobrevolando el castillo cuando vio que el mástil que sujetaba la
bandera iba a caerse, como consecuencia de un golpe de fuerte viento que azotaba ese día al edificio.

Bajo el mástil estaba el rey, quien fue salvado por el águila, la cual se lanzó en picado a una gran velocidad,
para impedir justo a tiempo que el gran mástil aplastara al monarca, empujando y propinando un picotazo al
gobernante para que se apartara del peligro.

El rey, agradecido, pidió al águila que se quedara para siempre con él para seguirle protegiendo pero el águila
adoraba la libertad del vuelo en las montañas y a sus queridas crías, que le estaban esperando en el nido.
Además, pronto les enseñaría a volar y esa experiencia para el águila era un regalo que la vida le brindaba en
cada crianza.

Sin embargo, el águila le prometió al rey que seguiría cerca de él, sobrevolando el castillo y cuenta la leyenda
que una familia de águilas es desde entonces la vigía del castillo del reino.
La niña de ojos rasgados

Érase una vez una niña de ojos rasgados. Su mirada estaba atravesada de oscuridad, enojo y tristeza y sus
lágrimas solían escaparse de sus ojos grandes. Además, a la niña le costaba sonreír pues en la vida todo le
había conducido a estar triste.

La niña vivía en una sombría región donde siempre llovía. Las nubes eran de tonos oscuros y el cielo siempre
estaba gris. Era una región con un aire melancólico, apático, apesadumbrado. Este tipo de atmósfera envolvía
el lugar donde vivía la niña, cautiva de la tristeza.

Un día llegó a la región un gnomo alegre y aquello lo cambió todo. Su nombre era Gnomo Sonriente. Llegó
con sus piruetas, cabriolas y sonrisas y contagió a todo el mundo con sus aires renovados, frescos, llenos de
colorido y de gracia. Pero a la niña le seguía costando sonreír. Ella trataba de hacer la mueca de la sonrisa con
sus pequeños labios ésta pero ni tan siquiera fingida le salía. Sus ojos rasgados se negaban a salir de su estado
natural de desánimo y descontento hasta tal punto de que ni tan siquiera la mirada del gnomo consiguió
cautivarlos ni hacerlos brillar de ilusión. ¿Qué podía hacer la niña?
El gnomo se fue al bosque donde empezó a brincar y a cantar. De hecho, cantaba tan fuerte que hasta las
montañas podían oírle cantar y cantaron junto a él. También lo hicieron los pájaros, las flores, los árboles, los
ríos y las nubes. Todos cantaban con el Gnomo Sonriente para alegrar a la niña y verla feliz.

Al escuchar tantos cantos al unísono, por primera vez, los ojos rasgados de la niña se suavizaron y una sonrisa
empezó a dibujarse en su rostro gracias a la canción que provenía del bosque, orquestada por el gnomo.

El gnomo y la niña se cogieron de la mano y cuenta la leyenda que ambos se convirtieron en duendes y que
pasean por el bosque, cogidos de la mano, cantando juntos esa canción tan alegre que tanto cambió a la niña y
a la región donde desde entonces luce el sol.

El Duende la Ilusión y el Hada Celeste

Érase una vez un duende llamado el Duende de la Ilusión a quien le encantaba divertirse. Así que era capaz
de bailar todo el día, simplemente sabiendo reconocer la música de su corazón. El Duende de la Ilusión se
sentía inmensamente feliz siendo capaz de bailar al son del divertido latido de su corazón. Sin embargo,
también deseaba compartir tan bellos momentos con alguien con la sensibilidad necesaria para marcar los
pasos de tan rítmico baile…

Por la noche el Duende de la Ilusión husmeaba en los sueños de los humanos, esas criaturas tan
ensimismadas en los quehaceres de sus vidas cotidianas, que se olvidaban de disfrutar. Pero los humanos
poseían un don: a través de sus sueños nocturnos podían dar rienda suelta a su inconsciente lo que daba
origen al más variado contraste de imágenes oníricas. Algunas de ellas eran tan originales y creativas que
incluso tenían la virtud de hacer sentir bien al Duende de la Ilusión.

A veces el Duende de la Ilusión bajaba a visitar los sueños de los humanos con su más fiel aliada: el Hada
Celeste, la cual era capaz además de contemplar esas imágenes, de interpretar las emociones que aparecían
ligados a esos sueños. Al Duende de la Ilusión le encantaba descifrar el significado y los sentimientos que
acompañaban a la estructura de los sueños de la especie humana. Lo encontraba un misterio fascinante de
resolver.

Además al Duende de la Ilusión le chiflaban los sueños felices y solía bailar en ellos junto al Hada Celeste,
pero, una noche ambos se perdieron en las lágrimas que nacían de la angustia y la tristeza de una pesadilla de
una chiquilla. El Duende de la Ilusión y el Hada Celeste trataron de escapar del sueño, corrían en todas
direcciones pero les resultó imposible salir:

-Tranquila, hada –le dijo el Duende de la Ilusión-, escaparemos cuando la chica despierte.
Sin embargo, cuando la chiquilla despertó, el Duende de la Ilusión y el hada siguieron atrapados en ese mal
sueño porque la chica era incapaz de apartar de su mente la pesadilla que había soñado la noche anterior. Así
que el Duende de la Ilusión y el hada vagaron por los pensamientos negativos de la chica, prisioneros de esa
cárcel intangible. Eran esclavos de sus emociones más ocultas que ahora bañaban cada momento que ella
vivía. Desde esa posición, ambos sintieron en lo más profundo de su alma, el frío de las lágrimas de la
chiquilla, el bloqueo y el sufrimiento que regaba su corazón de un dolor tal, que el hada y el Duende de la
Ilusión nunca habían sabido reconocer en nadie. Dispersos en la mente de la chiquilla, decidieron idear un
plan para añadir una ráfaga de alegría a ese martilleo incesante de negatividad que se había convertido en un
peligro para el equilibrio emocional de la chiquilla y a la vez ponía a prueba su fortaleza interior. Sin embargo,
era evidente que su fuerza emocional se tambaleaba por momentos.

El Duende de la Ilusión soplaba con fuerza destellos de ilusión y amor en dirección al corazón de la chica y
el Hada Celeste, a lomos de su fiel unicornio mágico, envió al subconsciente de la joven una lluvia de estrellas
de tal magnitud que la joven miró al cielo y vio que las estrellas que de ahí colgaban habían nacido de un lugar
tan profundo y cautivador que con tan solo mirarlas, su corazón se enternecía y dejaba de llorar. Ese lugar
donde nacieron las estrellas se reflejaba en el espejo de los ojos de la joven y ella pudo reconocer su poder
gracias a la brisa de serenidad que se desprendía de los pasos apresurados del Hada Celeste y del Duende de la
Ilusión, que regresaban a su mundo encantado…

Cuento del artesano y la pobre chiquilla

Érase una vez un artesano que trabajaba de sol a sol para poder mantener a su familia. Apenas dejaba su mesa
de trabajo movido por el sincero interés que imprimía en su tarea y por el amor que sentía hacia los suyos,
quienes vivían de su escaso salario. Tampoco disponía de mucho tiempo para dedicarse a sí mismo y para
poder compartirlo con los suyos y ni mucho menos podía permitirse el lujo de poder sentir la brisa de la
mañana deslizándose en su rostro, pues siempre estaba encerrado en su taller artesanal.

Sin embargo, en lugar de lamentarse por su situación, él bendecía cada minuto que podía emocionarse con
cada una de las bellas piezas que esculpía y que después vendía para poder mantener a los suyos. Adoraba a
sus hijos y a su encantadora esposa, que siempre le servía un plato caliente en cada comida y le dedicaba la
mejor de sus sonrisas. Nunca le reprochaba nada y sus hijos tampoco. Y aunque eran pocas las horas que
podía brindarles, él se sentía agradecido por cada instante que la vida le regalaba junto a ellos pues el calor
familiar le aportaba una confianza y seguridad únicas.

-En verdad, mi mejor obra es la familia que he creado – se repetía cada día el artesano.
Durante su agotadora jornada, miraba por la diminuta ventana cuando salía el sol al amanecer y cuando se
ponía.

-¿Cómo será sentir sus rayos al aire libre, en libertad? - se preguntaba y seguía trabajando y trabajando...

Un día una chiquilla pobre de aspecto desaliñado llamó a la puerta de la humilde casita donde vivía la familia y
el artesano le abrió la puerta:

-¿Podría darme unas monedas? – preguntó al artesano. No -le respondió–. Apenas tenemos para subsistir,
pero quédate a comer.
-Por supuesto – asintió complacida su esposa. Así que la chiquilla entró… y cual fue la sorpresa de la familia
cuando descubrió su hermoso rostro, bañado de luz.
¡Era el rostro de una hada!

-Soy esa luz que miras de sol a sol, la luz de tus sueños y de tu fuerza de voluntad, la luz de la ilusión que
imprimes en cada momento. Esa luz de humildad y de agradecimiento que ves al salir y al ponerse el sol y que
hace que en lugar de quejarte, aprendas a reconocer lo sublime de cada momento: algo que escapa a los
demás...

-Soñé contigo la otra noche…-musitó el artesano.


-Sí –le dijo el hada-, era mi aviso y he venido a buscarte a tu familia y a ti para llevaros al Bosque Encantado,
aquél en el que el sustento que necesitan los tuyos aparece de forma natural cada día, como la brisa de la
mañana y la luz del sol, que tanto deseas sentir… Esa brisa y esa luz de tus sueños, aquellos que tú tan
sabiamente y pacientemente sabes crear y compartir con humildad y bondad: esta es mi magia para ti.

Cuento del hijo del leñador

Érase una vez el hijo de un leñador que tras sus lecciones en la escuela, ayudaba a su padre apilando leña en el
cobertizo para luego ser vendida. Sin embargo, su gran sueño era ser dibujante. Solía escaparse a las montañas
a dibujar los animales que allí veía: corzos, cervatillos, cabras montesas y pájaros, entre otros. También le
encantaba dibujar cada momento que impregnaba el espíritu de la naturaleza: la caída del agua de la cascada
sobre el lecho del río, el despertar del amanecer o el majestuoso vuelo del águila, reinando en el cielo. El hijo
del leñador adoraba la naturaleza. Tanto él como su padre eran respetuosos con el medio ambiente y, por eso,
por cada árbol talado, ellos plantaban dos. Su padre siempre le explicaba que el ser humano debía obtener
alimento y sustento de la naturaleza pero también debía comprometerse a cuidarla y a velar por su
subsistencia.

-La naturaleza es nuestra madre y, por eso, debemos amarla y ella, a su vez, cuidará de nosotros –le decía
siempre su padre.

Y, de hecho, la naturaleza siempre era la musa que inspiraba los dibujos del niño, que no paraba de reproducir
la belleza y el silencio de los bosques en cada una de sus creaciones.

En la escuela sus dibujos siempre eran bien acogidos y adornaban los pasillos del colegio. Un día el chico
acompañó a su padre a casa de un cliente que les compraba leña cada invierno y éste observó como el niño
dibujaba los árboles del entorno. Había tal grado de realidad en ese dibujo y transmitía tanta paz que el cliente
le preguntó al padre el precio del dibujo. El padre se sorprendió y le dijo que se lo preguntara a su hijo. El
niño regaló la lámina del dibujo al cliente.

Prosiguieron su viaje hacia la casa de otro cliente del leñador y, sorprendentemente, sucedió lo mismo. El
niño estaba dibujando a unos venados que pacían en el bosque y este segundo cliente quedó tan
impresionado que se ofreció a comprarle el dibujo. Esta vez, el niño se lo vendió a un precio razonable.

Cuando se marcharon, su padre le dijo:

-Tú vendes tus dibujos y yo vendo leña. Formamos un buen equipo-.


Cuando llegaron a la cabaña, el niño no solo siguió dibujando sino que pintaba sus dibujos con acuarelas con
lo que consiguió dotar de mayor vida a sus imágenes a través de vivos colores. Junto a la leña que apilaba en
el cobertizo, había una pared donde el niño colgaba sus pinturas para que se secaran. Un cliente de su padre
se desplazó con su hija pequeña para comprar leña y cuando fue al cobertizo y vio la belleza y el equilibrio de
los dibujos del hijo del leñador, su hija le pidió que se los comprara pues deseaba colgarlos en su habitación
de juegos. El niño se los vendió y con el dinero que obtenía por sus dibujos y con la ayuda de su padre,
montó un pequeño estudio de trabajo en la buhardilla de la cabaña. La parte trasera era de madera pero la
delantera estaba presidida por un enorme ventanal de cristal transparente donde el niño contemplaba la
profundidad del bosque.

Cuando llovía observaba como las gotas impactaban en el cristal y como se desplazaban lentamente hacia
abajo hasta desaparecer. El niño imaginaba y dibujaba las gotas de lluvia como diminutas estrellas que se
habían escapado del cielo y que se habían vuelto acuosas al desprenderse del firmamento y se disolvían al
llegar a la tierra. En esos momentos el niño sentía que, en cierto modo, era el guardián de los bosques del
planeta y el responsable de mostrarle su divinidad y perfección al mundo. Era tanta su perfección que en los
bosques y en cada una de las ilustraciones del niño sólo podía vivirse en momento presente.

El niño se convirtió en un famoso dibujante que ilustraba no sólo cuadros y lienzos, sino cuentos infantiles y
relatos por doquier. Adoraba su trabajo inspirador y, además, siguió ayudando a su padre e impulsó a otros
dibujantes a darse a conocer. También fundó una organización para velar por el ecosistema siempre bajo la
atenta mirada y apoyado por su padre, quien siempre fue su mentor y su ángel de la guarda.

La joven que meditaba

Érase una vez una joven que solía ir al bosque diariamente para practicar meditación en el corazón de la
naturaleza, en armonía con el espíritu verde que tenía de belleza y de vida el suelo terrestre del planeta.

La joven se adentraba en su sesión introspectiva en la sensación de extrema calma que le producía el contacto
con la naturaleza y el silencio y la libertad que parecía posarse en su interior, como una mariposa que vuela
grácilmente en el cielo de la madre naturaleza. La joven mantenía los ojos cerrados, mientras se deleitaba con
el suave sonido de la brisa, que parecía acariciarla y colarse por cada pliegue de su piel para seguir
deslizándose en su corazón y refrescarle el alma.
La niña pedía a su voz interior que esa sensación de serenidad y de silencio también se trasladara a su entorno
cotidiano, en el cual, no siempre se daban estas condiciones. Entonces, la niña se escuchó a sí misma y una
vocecita interior le susurró que imaginara al silencio como un enorme jardín lleno de árboles y de vegetación
frondosa que crecía lenta e ininterrumpidamente a su alrededor, allá donde estuviera físicamente. Cada raíz
que crecía en ese bosque interior y cada florecita que asomaba en su cabeza lo hacían desde la semilla del
silencio, aquella que yace en cada uno de nosotros y que sólo aflora mediante el intenso deseo del contacto
con uno mismo desde la paz interior y la conciliación con uno mismo.

Con el tiempo la muchacha sentiría que el manto callado, discreto y silencioso que habitaba de forma natural
en cada latido de su existencia, se instalaría en su realidad.

La vocecita también sopló con su aliento intuitivo que para reforzar la acción natural del bosque en
crecimiento, la muchacha imaginara, cuando algo no respondía a este modelo, a su espíritu femenino
limpiando con una gamuza aspectos internos de la joven que precisaran dejarse atrás o ser transformados para
su mejora emocional.

Así que la joven, tras su sesión de interiorización meditativa, no cesó de poner en práctica la imagen de su
propio bosque silencioso, hermoso y tranquilo, creciendo en su fuero interno y, cuando las cosas no iban
como ella esperaba, con confianza y fe, visualizaba a su hada interior, limpiando y puliendo con una gamuza
todo aquello que precisaba de más brillo y luz.

Para eso, primero era necesario detectar qué oscurecía la luz de cada aspecto o emoción y una vez
identificado, el hada aplicaba su magia una y otra vez, sin parar de frotar y sacarle brillo al aspecto molesto
que debía convertirse en una sensación en consonancia y unidad con el ser de luz que la joven era.

Una de las cosas que la joven había identificado era el parloteo incesante de pensamientos obsesivos los
cuales parecían atraer el borboteo ruidoso que se gestaba alrededor. Además, la joven solía tener monólogos
donde batallaba con los demás. Aquello podría tener como consecuencia que la joven conviviera en
ambientes y lugares ruidosos tanto en sus tareas cotidianas como en su hogar.

En lugar de negarse y dejarse atormentar por ello como había hecho hasta ese momento, la joven visualizaba
una y otra vez con la fuerza mental de sus pensamientos la calma de su bosque fluyendo y creciendo con
fuerza en su interior pues ella sabía que su momento actual pasaría y dejaría atrás la pauta que le preocupaba.
Además, cuando sus fuerzas flaqueaban y el ruido parecía apoderarse del instante, ella pronunciaba
mentalmente las palabras mágicas que su hada le había desvelado en meditación:
“Penetra y atraviésame. En mí sólo entra la paz y el silencio.”

Su hada le explicó que esta fórmula mágica puede usarse para cualquier situación que daña nuestro equilibrio
mental y que se puede cambiar las palabras paz y silencio por aquello que deseemos que permanezca con
nosotros. Con calma y paciencia, los resultados son asombrosos pues la magia permite abrir una nueva puerta
inesperada y perfecta para resolver la situación.

La joven sabía que tras la serenidad que ella una y otra vez invocaba, residía la energía del amor por sí misma
y esa energía iba a provocar cambios poderosos en las vidas humanas. La joven nunca dejó de creer en sí
misma ni en las palabras de su hada interior y visualizaba frecuentemente como crecía su bosque interior y
cómo su hada transmutaba sus emociones con su bayeta mágica, siempre limpiando.

Por el momento, los demás no cambiaban, pero ella dejó gradualmente de sentirse tan extremadamente
molesta por los ruidos o ideaba estratagemas para evitarlos, como ausentarse puntualmente del foco molesto
para escaparse unos valiosos instantes a un lugar más tranquilo, para retornar después al foco del conflicto
más mentalizada y serenada. Ella miraba de frente a lo que le inquietaba, pero pronunciaba en silencio una y
otra vez la fórmula mágica, consciente de que aquello sólo era temporal y que la fórmula pronto causaría sus
efectos. A veces, la joven, que era muy sensible, desfallecía y lloraba, pero pronto secaba sus lágrimas ante la
agradable sensación que le producía repetir aquellas frases.

Un día un caminante que estaba de paso en la aldea donde la joven trabajaba, le habló de una casa en las
montañas, cuyo propietario había fallecido sin descendencia, y cuya viuda necesitaba venderla imperiosamente
por lo que el precio era asequible. La joven le dijo a ese casi desconocido que a pesar de ello, el modesto
salario que ella ganaba, no iba a poder satisfacer el precio de la casa. Sin embargo, era tal el deseo de la viuda
de vender aquella propiedad en la que había vivido con el que fuera su marido y que tantos bellos recuerdos le
evocaba y que ahora la aprisionaban, que consintió en que el pago no fuera todo de una vez para facilitar que
la muchacha pudiera permitirse comprarla. ¡La muchacha no se lo podía creer! Pues la casa se alzaba en el
corazón de las montañas, rodeada por un valle de ensueño. Se trataba de una zona tranquila y segura y estaba
cercana a su lugar de trabajo. La joven supo entonces que ese lugar se correspondía con el manto de silencio
que ella una y otra vez no había cejado de llamar interiormente.

Al cabo de unos meses, un ermitaño se acercó al enorme jardín que rodeaba la casa de la joven para respirar
ese silencio que emanaba de cada rincón. Llamó a la puerta y le dijo a la muchacha que él pertenecía a la
orden de un monasterio que se había construido recientemente en el poblado. El monasterio era un santuario
de silencio, paz y pureza, y los frailes que formaban la congregación deseaban meditar cerca del jardín de la
muchacha, en calma y quietud, pues ese lugar emanaba tal calidad de espiritualidad, luz y sosiego, que estar en
el jardín era una forma de estar cerca del cielo y de la divinidad. A cambio, ofrecerían a la muchacha un
canon. Aquello agradó a la joven. Con el canon pudo costear el precio completo de su casa en las montañas y
los monjes siempre respetaron el ambiente calmo que rodeaba la casa. Como ellos continuaban pagándole el
canon, con el tiempo, la muchacha pudo abandonar su empleo para dedicarse por completo a la meditación y
a la sanación emocional.

En sus meditaciones, la muchacha agradeció a su hada interior toda la sabiduría que ella le había desvelado y
que continuaba desvelándole para seguir ayudándola a ella y a quien lo necesitara.
-Tanto buscar el silencio y al final el silencio siempre ha estado en mí, pero dormido. Se trataba simplemente
de invocarlo y despertarlo para que aflorara. –dijo la muchacha para sus adentros, mientras se acordaba de las
palabras mágicas:

“Penetra y atraviésame. En mí sólo entra la paz y el silencio”.

Cuento del muchacho que creyó en sí mismo y en los demás

Érase una vez en un lejano reino un muchado que desde su nacimiento aprendió a crear y a seguir a su
corazón. Él fue consciente desde el principio de su papel de creador. Esto le procuraba una existencia pacífica
y auténtica donde el esplendor de su ser se manifestaba de forma natural y espontánea en todo momento. Por
esta razón, el muchacho se sentía bendecido en cada minuto del ahora y podía percibir claramente el milagro
latente en todo lo que veía.
Cada instante de quietud le proporcionaba una visión sagrada de la vida y de profundo entendimiento y
respeto por todo lo que le rodeaba. Esta actitud de observación, interacción y sensibilidad hacia su entorno le
permitió graduarse y prestar sus servicios en la edad adulta en una institución al servició de los demás.

Las paredes del edificio donde trabajaba eran acristaladas por lo que la luz se filtraba a través de los cristales,
volviéndolo todo calmo y transparente o del colorido de los rayos de la luz del sol los cuales se dejaban caer
sobre las escaleras blancas para transformarlas en un hermoso arco iris de colores cósmicos sobre el que las
hadas, elfos, duendes y gnmos derramaban sus dones y bendiciones.

En ese edificio todos recibían de forma sutil la magia del reino de las hadas por lo que la creatividad y la
expresión del alma y del corazón eran la nota que componía la melodía del día a día.

Las nubes se dejaban caer mansamente sobre los cristales de ese edificio tan elevado, limpio y puro que
parecía un templo donde la paz infinita hacía estallar la belleza que todos llevamos dentro y que sale a relucir
en el cumplimiento de nuestra misión de vida.

El muchacho, ahora convertido en adulto, se sentía en un estado de completa serenidad y liviandad, cuando
seguía adelante con su propósito lo cual, a su vez, le proporcionaba el coraje, la claridad, la sensatez, la
determinación y la paciencia necesaria para seguir llevándolo a cabo. Ese adulto todavía sentía su espíritu de
muchacho danzando con la lluvia y jugando con la brisa. Con el paso de los años no se sentía apesadumbrado
o pesado, al contrario, se mostraba cada día más agradecido y seguro de sí mismo.
Sin pretenderlo, pues el ahora adulto era desapegado pero comprometido con la escucha y la expresión de su
corazón libre, había conseguido crear un aura de arte y de habla del alma alrededor del edificio acristalado y
luminoso que llegó a oídos del soberano de dicho reino. Por este motivo, el rey visitó al que había sido un
muchacho sincero y abierto para felicitarle por haber permitido y facilitado que muchos desnudaran sus
dones, talentos y virtudes a través del arte del corazón. Él había dejado ser sin juicios, libre de
condicionamientos pero enraizado en el amor incondicional que nada exige y que se alza en los cimientos de
nuestro edificio interior. Ese edificio emocional cálido y cristalino como el agua del río y que nos hace libres
como chiquillos que corren tras los pájaros para aprender a abrir y batir sus propias alas en el vuelo del ahora,
ese vuelo que no debemos permitir que se nos escape...

El leñador y el gnomo que se perdió

Érase una vez un leñador que vivía en una pequeña cabaña en el bosque. Un día se hallaba talando leña en el
cobertizo y tras el montón de troncos apilados, descubrió a un gnomo asustado y tembloroso.

-No temas pequeño. Los que respetáis el espíritu de la naturaleza sois mis amigos. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué
estás triste?

Al principio el gnomo, se resistía a hablar pero consiguió balbucear algunas palabras.

-Perdido, bosque, aquí –dijo el gnomo.

-¿Te has perdido, pequeño gnomo? ¿Cómo puede ser eso? Los gnomos de la naturaleza conocéis todos los
secretos del bosque y todos los caminos –afirmó el leñador.

-Soy muy joven –confesó el gnomo- y salí con mi familia hacia el corazón del bosque, al poco de nacer. Me
distraje con la belleza de la luz de la luna y de las estrellas, quise correr tras ellas, pero el amanecer me
sorprendió y entonces me di cuenta que mi familia ya no estaba conmigo y de que estaba solo. Caminé hasta
llegar aquí, junto a ti.

-No te preocupes, tu familia no tardará en dar contigo –le tranquilizó el leñador-.Debes de estar hambriento,
querido amiguito-.

-Sí –le dijo el gnomo.


Así que el cazador dejó en el suelo el hacha con la que estaba trabajando y acompañó al gnomo hasta un
rincón tan bello en el bosque que parecía mágico. Era un paraje en el que el tiempo parecía haberse detenido.
El silencio se adueño de sus almas y sus corazones batían sus alas al viento en total libertad. Allí el leñador le
enseñó al gnomo lo que comían y así la pequeña criatura pudo saciar su hambre.

-Caramba, veo que tú también conoces los secretos del bosque –le dijo el gnomo al leñador.

-Bueno, digamos que amo lo que hago y el entorno que lo rodea. Nací en el bosque y, aunque perdí a mi
familia hace tiempo, mi lugar está aquí. Sé que el Espíritu Verde de la Naturaleza me susurra a cada instante y
abre la llave de la confianza y de la aceptación de cada momento, fugaz y efímero; único, perfecto,
indisoluble, entero. En cada momento reside la fuerza que impulsa cada paso. En uno de esos momentos,
sentí una luz tan profunda y familiar que era como si formara parte de mí y desde entonces me volví sensible
a la presencia de los seres que al igual que yo, respetáis y amáis la naturaleza. Sin vosotros, no perduraría. Así
que aprovecho para darte las gracias.

-Eres el primer corazón humano que conozco y presiento que algo me ha guiado a ti –le dijo el gnomo-. ¿Será
el Espíritu de la Naturaleza?

-Seguro. Él siempre nos acompaña. Está en la brisa, en las gotas de lluvia, en las estrellas y en las hojas de los
árboles. Lo siento en los rayos del amanecer, en la belleza rosada del crepúsculo y en todo aquello que se
oculta tras las montañas- confesó el leñador.

-Sí, presenciar y conectarte con el Espíritu te abre a lo que sucede sin importar nada más –afirmó el gnomo-.
Es una forma excelente de sentir un gozo interno que siempre está ahí a pesar de todo.

Volvieron a la cabaña donde siguieron conversando. Esa noche el gnomo se quedó a dormir en la cabaña y
desde la pequeña ventana de su habitación, contemplaba embelesado la bóveda celeste, ese cielo amoroso
cuyas temblorosas estrellas acogen nuestros sueños y deseos y los muestran a la luz de la luna, la misma luz
que indicó a la familia del gnomo su paradero. Así que, a la mañana siguiente, mientras los primeros rayos se
desperezaban y acariciaban los pensamientos del leñador y del gnomo, llamó a la puerta la familia del gnomo.

El pequeño gnomo salió de entre unos granos de trigo del granero. Había percibido su olor, su tacto y el
ruido que hacían al caer al suelo. Le había resultada divertido coger un puñado de granos y dejarlos caer.

El gnomo se despidió del leñador y se marchó con su familia. Les contó lo bien que se había sentido con el
leñador y lo mucho que había aprendido de la fugacidad y la dulzura del instante y también sobre la habilidad
del Espíritu de la Naturaleza para manejar cada momento, ése mismo que conectaba a todos los seres
entregados al presente. También recordaba las últimas palabras del leñador:

-¿Dónde reside la magia de cada segundo?

-En verlo. No dejarlo huir. No lo olvides.

El gnomo prosiguió adentrándose en la sabiduría ancestral de la naturaleza junto a los suyos, aunque el roce
de las hojas de los árboles con la brisa matinal a veces le susurraba la generosidad que había tenido el leñador,
acogiéndolo en su hogar. ¿Qué estaría haciendo el leñador ahora?

-Es mejor no preguntarse por las respuestas y dejar que afluyan por sí solas. Así cedemos el control al
Universo –le dijo la brisa.

-¿De verdad? –preguntó el gnomo.

-Sí, porque desde el momento en que preguntamos, escapamos a lo que sucede en ese segundo. Debemos
mirar al segundo, sentirlo, interiorizarlo, no siempre preguntar qué sucede, si miramos, confiamos.
Simplemente, permitimos que suceda. La naturaleza oye nuestros pensamientos, está en cada uno de nosotros
y hace que todo fluya armoniosamente, como el agua que fluye en el arroyo, mansa y calma, en ciertos
tramos, y fuerte y poderosa, en otros. De igual modo que ella nunca para de fluir, siempre sigue su curso, de
igual forma todo transcurre. Los procesos se manifiestan y las cosas surgen- argumentó la brisa.

-Entonces, ¿es una buena opción hablar poco y de forma moderada, y sentir mucho?-preguntó el gnomo a la
brisa de los árboles.

-Sí –le respondió la brisa –pues hablar poco permite escucharse a uno mismo, al entorno y a los demás.

Apaciguar el pensamiento es un primer paso para abrirnos a lo que realmente sentimos y necesitamos.
Hacía unos meses que el leñador había presentado un proyecto a las autoridades de su zona para emprender
el negocio de un aserradero. Recibió una carta de autorización. Como el leñador era una persona
comprometida con el medio ambiente y con la preservación del entorno natural, una parte de los beneficios
se destinarían a crear zonas de repoblación y a conservar las ya existentes para garantizar la existencia del
latido de la naturaleza, de ese espíritu que permanece en la respiración del mundo y en las raíces de los
árboles.

Los gnomos estaban felices pues sabían que podrían seguir existiendo y disfrutando de su amado bosque a la
vez que jugaban con las hojas secas que se levantaban del suelo con el viento y les retaban a volar y dejarse
arrastrar por la grandiosidad del cielo. Era una manera de saborear la infinitud silenciosa que subyace en el
ahora.

El aserradero era próspero y facilitó la creación de nuevos espacios para el bosque, donde se plantaron varias
especies de árboles. Ello supuso la creación de nuevas ocupaciones no sólo para la actividad del aserradero
sino también para el cuidado de las nuevas zonas verdes creadas. En esas nuevas zonas también supuso un
nuevo caldo de existencia para los seres que viven en la presencia del ser: los elementales de la naturaleza, los
guardianes del espíritu, los seres de luz alados. Ellos constituyen el testimonio implicado en el proceso sabio y
paciente de la madre naturaleza.

Gracias a la idea del aserradero del leñador, el gnomo presenció que la creación de lo nuevo siempre atrae a
más vida, a más de la que incluso hayamos imaginado. Se trata de un juego infinito de interconexión
amparada en la creatividad y el entusiasmo que imprimimos en lo que ha brotado de nuestro interior: ideas
honestas que nos permiten ser nosotros mismos con la autenticidad del ser y el compromiso con la vida que
nos ha sido regalada.
El pájaro y la estrella

Érase una vez una estrella del cielo que se preguntaba cómo sería caminar sobre el planeta al cual ella
iluminaba cada noche, o cómo sería caminar o sentir la brisa sobre su piel. Así que le pidió al Hada de la Luna
que por un sólo día la transformara en pájaro para poder sentir la libertad de volar en el firmamento, de
disfrutar de la belleza de este planeta y de sentir la tierra bajo sus pies.

El Hada de la Luna le concedió su deseo y la primera sensación que tuvo la estrella, ya convertida en pájaro,
es la de haber perdido su luz, sin embargo, su instinto animal la orientaba.

La estrella-pájaro saboreó por vez primera el placer del vuelo en libertad, el placer de dejarse llevar a la
merced del viento, sin batir sus alas, simplemente, manteniéndolas desplegadas e inmóviles para entregarse a
los caprichos del movimiento de la corriente del aire. El ahora pájaro supo lo que era atravesar una nube y
sentir la agradable sensación de la calidez de los rayos del sol envolviéndole su alma animal.

-¡Uy! Puedo cantar –dijo la estrella-. ¡Qué trino más cautivador y melodioso sale de mí!

Y con su hermoso cantar, el entonces convertido en pájaro, recorrió sin parar de cantar y piar las colinas y los
valles, mientras se dejaba seducir por la belleza natural de nuestro planeta.

Un pájaro de bello plumaje se acercó a él y le pidió si podían compartir vuelo en aquella aventura y ambos
siguieron surcando los cielos. También encontraron otros pájaros en su camino.

Los dos pájaros empezaron a sentirse sedientos y se posaron cerca del río para saciar su sed.
¡Qué ligera, escurridiza y cristalina le pareció el agua al pájaro! La saboreaba y la miraba maravillado. Desde el
universo era imposible disfrutar de la sensación de frescura del agua.

El otro pájaro le preguntó el porqué de tanta sorpresa y expectación por algo tan normal como el agua, pero
no obtuvo respuesta.

Siguieron volando y empezó a llover una fina lluvia. Las diminutas gotas atravesaban sus plumas y llegaron a
su piel. Un escalofrío recorrió a la estrella convertida en pájaro.

-Parece que estás temblando –le dijo su nuevo y único amigo en la tierra-. No entiendo porque te afectan
tanto unas simples gotas de lluvia... Pero, de nuevo, sin respuesta.

Los pájaros siguieron volando y la lluvia cesó. El arco iris presidió el cielo y, de nuevo, el pájaro se quedó
fascinado ante la belleza de la sublime combinación de colores que vestía el firmamento.

-¡Oh, qué bonito! –exclamó.

-Sí, a mí también me gusta –le dijo su amiguito- pero no grito de satisfacción cada vez que lo veo. Cualquiera
diría que no eres terrícola- afirmó. De nuevo, sin respuesta.

-¿Vamos al nido? –le preguntó- ¿Por qué no respondes? ¿Dónde está el tuyo?-.

De nuevo, sin respuesta. Simplemente, siguieron volando. Se dirigieron a un paraje natural donde otras
especies de animales pacían tranquilamente en los pastos, mientras se ponía el sol. También vieron algunas
casas de campo y cabañas. De pronto, un banco de niebla se asentó en el lugar y un frío húmedo empezó a
calarles los huesos. Así que ambas aves debían cobijarse en sus nidos.
-¡Vamos al mío! –dijo el nuevo amigo del pájaro-estrella.

En el nido, se colocaron uno junto a otro para transmitirse calor corporal y esta nueva y desconocida
sensación transmitió tibieza y seguridad al pájaro venido del Universo hasta que se quedó plácidamente
dormidito...

Lo despertó el Hada de la Luna.

-¿No te acuerdas que debes regresar al universo? –le preguntó el Hada.

-Sí, pero soy tan feliz aquí... –le respondió, mientras su amigo seguía dormido.

-Perteneces al cielo estrellado –le dijo el Hada-. ¿No echas de menos tu luz? –le preguntó.

-Sí, pero aquí puedo sentir el latido de mi corazón y vivo en movimiento con el momento presente que me
acaricia el alma –le dijo el pájaro al hada.

-Recuerda que prometiste regresar –le advirtió el Hada de la Luna.

Entonces el otro pájaro despertó y el pájaro-estrella le contó toda la verdad.

-Regresa –le dijo el pájaro al pájaro-estrella-. Yo seguiré volando cerca de ti en el cielo estrellado.

Compartiremos las noches y tú me iluminarás con tu luz estelar.

-No será lo mismo –le dijo triste, el pájaro estrella.

-Bueno, al menos tú siempre estarás ahí todas las noches y tu luz siempre me guiará. Serás mi brújula.

Por la mejilla del pájaro-estrella brotó una lágrima y, de este modo, conoció el amargo sabor de la tristeza.
Pero la lágrima empezó a transformarse en luz y la luz fue rodeando al pájaro-estrella el cual empezó a batir
sus alas hacia el firmamento, que, amorosamente le esperaba... De pronto, volvió a su forma cósmica
originaria y se elevó junto al Hada de la Luna, despidiéndose de su amigo pájaro.

Cuentan que todas las noches un pájaro tras recorrer el cielo, siguiendo a una brújula oculta en algún
recóndito lugar, susurra a una estrella un bello trino al alba...
La flor de la princesa

Érase una vez una flor que todavía era una semillita.

-¿Cómo serán las cosas cuando pueda asomar mi cabecita al exterior?- se preguntaba.

Si ella tenía algo muy claro era su firme propósito sería pensar siempre en positivo. Así que pasara lo que
pasara, ella se propuso emplear su existencia en ser feliz y en crearse una vida dichosa. Lo más importante en
su vida era sentirse bien y potenciar su belleza interior. Para ella cuidar su interior significaba escudriñarse,
conocerse bien y ser consciente de las propias posibilidades y para conseguirlo, ella iba a destinar su existencia
en ello. Por esta razón, no iba a dejarse amedrentar por los obstáculos a quienes reconocería como retos y
desafíos que la ayudarían a ser mejor cada día y a ampliar su visión de la vida.

-¡Cuánto deseo crecer y emanar un profundo y penetrante aroma!- exclamaba cada día- ¿Y quien sabe hasta
quién puede llegar ese aroma? – suspiraba la flor...
Hasta que llegó el momento en que se sintió brotar, germinar, florecer y lo primero que agradeció fue ver la
luz del sol y sentir su calidez pues ésta le estaba dando esa vida que tanto había estado deseando desde el
principio. Vivió la experiencia de su contacto con el exterior como un milagro. Percibía el suave tacto de las
gotas de rocío, de la frescura de la brisa y escuchaba el zumbido y el revolotear de los insectos a su alrededor.
Fue en ese preciso instante cuando se dio cuenta de que en los momentos difíciles precisamente lo que le
daría fuerzas sería rememorar estas sublimes sensaciones que estaba experimentando en ese preciso
instante…. Estaba rodeada de tanta belleza…

En ese momento concreto decidió que su existencia estaría presidida por una onda expansiva de optimismo y
de pensamiento positivo en constante ebullición que la acompañaría allá donde estuvieran ella y sus
pensamientos. El poder de esa onda era tan fuerte que era capaz de generar cambios en el mundo exterior y
pasara lo que pasara, ella siempre se sentiría protegida por las vibraciones que generaba esa enorme onda
expansiva que nacía de su mente y se proyectaba al exterior.

Esa onda era enorme y lo abarcaba todo. Podía extenderse incluso más allá del planeta y lo mejor de todo es
que recogía la vitalidad y el poder de transformación de allá donde se propagara y lo retornaba al pensamiento
originario de donde surgió, o sea, al de nuestra flor, la misma que iba a conseguir lo que se propusiera. Así
que se preguntó: ¿Cuál es mi mejor sueño? Formar parte de un ramo muy especial… ¿pero cómo? ¿Y cuál?

Pero, ¿cómo llegaría nuestra flor hasta él, cómo lograría que se fijaran en ella? Era tan pequeñita, apenas había
acabado de brotar…Pero ella iba a creer más que nunca en la grandeza de sus pensamientos…

Así que, con más fuerza y fe que nunca, se imaginó a sí misma montada en esa espiral de positivismo, esa
onda que era tan potente y vibrante que llegaría a tocar el corazón de alguien que la acercara a sus objetivos.

De momento, se concentró con fervor en su deseo. Su sueño crecía a medida que ella al mismo tiempo
también lo hacía y se convertía en una linda flor de vistosos colores.

-¡Ay! –se quejó la flor.


La rueda de un carruaje casi la aplasta, si no llega a ser por la ráfaga de viento que la ayudó a esquivarla. Pero
la jovencita, que viajaba en el carruaje, oyó el lamento de la florecita y ordenó que se detuviera. Se apeó y vio
a la florecita asustada y turbada. La dama le pidió perdón.

-¿Qué puedo hacer para repararlo, hermosa flor, cómo puedo compensarte por el dolor que te he causado sin
querer?

-Llévame contigo –le pidió la florecita- y ayúdame a cumplir mi sueño: formar parte de un ramo muy
especial…

-Umm, creo que puedo hacer algo al respecto –le dijo ella y la recogió, arrancando con suavidad su raíz y
envolviéndola en un paño húmedo, para llevársela consigo.

Cuando el carruaje llegó a su destino, la flor se sorprendió porque: ¡estaba en el palacio real!

-Yo soy la princesa- le dijo la joven –y me encantaría que formaras parte de mi ramo de bodas. Me caso con el
príncipe mañana. ¡La florecita no se lo podía creer!

-Eso significa que mañana viviré mi sueño –le dijo la flor a la princesa.

-Y yo el mío –le respondió, ilusionada, la princesa.

La princesa era una gran amante de las flores que solía cultivar en los jardines e invernaderos de palacio. No
en vano su título era el de la Princesa de las Flores.

El palacio real parecía un lugar mágico donde los rayos de luz embellecían y acariciaban cada rincón.

Los cristales filtraban la luz en varios colores que iluminaban el interior con los tonos del arco iris. Por noche
el cielo estrellado se reflejaba en las ventanas, que parecían invitar a las estrellas a entrar. Era como si el
palacio se convirtiera en una bóveda celeste que otorgaba un sentido de serenidad y de particular encanto a las
noches en ese lugar. La flor se sintió fascinada por ese hermoso entorno. Además, en esa noche precedente a
la boda de la princesa, nuestra flor se sintió plena y en total armonía consigo misma, como si hubiera
encontrado su camino, su luz. En ese momento, supo que ella siempre había estado predestinada a formar
parte del ramo de la princesa. Sin embargo, los sueños siempre se pueden mejorar…

Y llegó el gran día. El día de la boda de la princesa con el príncipe. La princesa con su vestido de novia estaba
tan bella que parecía un hada y le confesó a la flor que se casaba totalmente enamorada de su príncipe. Su
mirada brillaba tanto que parecía que las estrellas se hubieran escondido en ella. En su corazón brotaba un
manantial de felicidad que le hizo sentir a flor de piel la magia del momento presente. Por tanto, se dispuso a
vivir su sueño. Cogió con cuidado a la flor para no dañar su raíz y la colocó en el ramo. Estaban las dos tan
radiantes y pletóricas que nunca se supo cuál de ellas se estaba sintiendo mejor…

La ceremonia fue maravillosa y se ajustó perfectamente a la plena manifestación del sueño que las dos habían
imaginado.

El monarca le dijo a la princesa durante el festejo, que el regalo que él le hacía era que a partir de ese
momento ella se convertiría en la Reina de las Flores, pues se había ganado esa alta distinción debido a su
creciente sensibilidad hacía ellas. También le dijo que si algo tenía en común la Reina de las Flores con sus
amigas las flores era que eran seres que irradiaban belleza.

Tras la ceremonia, la Reina tomó a la flor en sus brazos y deseó de veras que ambas siguieran estando juntas
pues había algo especial que las conectaba, como una dulce energía que las unía de forma natural. Así que,
sacándola con cuidado del ramo de boda, la Reina la plantó en los jardines de palacio para que la flor siguiera
floreciendo allí cada primavera y también pudiera seguir floreciendo y formando parte siempre de su vida y de
su corazón, ese corazón que además siempre estaría enamorado del monarca que la elevó a la corte del reino
con el título de Reina de las Flores. Y así fue como el sueño de nuestra flor mejoró de forma sublime porque
no sólo logró integrarse en ese ramo, sino que la flor al pertenecer después a los jardines reales, conoció a los
hijos del matrimonio y el resto de su existencia transcurrió en ese palacio que le cambió la vida y la hacía
sentir tan a gusto consigo misma…

Cuento de la araña que amaba a las flores

Érase una vez una araña que vivía en su tela en el bosque. La araña amaba la frondosidad de la vegetación del
bosque y se sentía dichosa por vivir en él. A la araña le encantaba ver como el rocío se posaba sobre su tela
por la mañana y como los rayos del sol del amanecer atravesaban su tela y la convertían en un arco iris de
colores.

La belleza de la luz fascinaba a la araña y eso era lo primero que agradecía la araña cada mañana al despertar al
alba. Un día, cerca de su hogar, se instaló otra araña, que tenía dificultades a la hora de tejer su tela de araña.
Por eso, nuestra protagonista se le acercó y le preguntó:
-¿Puedo ayudarte a construir tu tela de araña? Yo vivo en una preciosa, justamente aquella de al lado y me ha
quedado preciosa. Puedo ayudarte a que la tuya sea igual-.

La otra araña accedió encantada y le agradeció de corazón su ayuda pues gracias a ella, la otra araña tenía
desde entonces una tela de araña bonita y bien construida donde vivir.

Nuestra servicial araña bajó al suelo, donde caminó unos pasos para sentir sus pies en la tierra y aspirar el olor
a tierra húmeda. Sin embargo, tras haber caminado algunos pasos, un pájaro la acechaba para comérsela.
Entonces, el pájaro le dijo a la araña:

-No voy a comerte porque he visto como ayudabas a la otra araña a tejer su tela y no hay que destruir a
aquellos que ayudan, sinó a impulsarlos en su labor. Por tanto, dejaré que sigas tu camino.

-Gracias, pájaro- dijo la araña, cuando se sobrepuso del susto.

La araña sintió que había vuelto a nacer y que debía seguir consagrando su vida al canto al corazón y seguir
sus impulsos. Por eso, ella siempre escuchaba a su corazón y procuraba prestar atención a su intuición. De
este modo, nunca se sentía perdida sino más bien de acuerdo con su destino.

La araña siguió su camino y encontró unas flores tan hermosas que se detuvo a contemplar. Su fragancia era
de ensueño y cautivó a la araña de inmediato.

-¡Qué flores tan bonitas y qué bien huelen! -exclamó la araña-. Estar con ellas me parece un sueño-.
Tras esas flores había una hada que era conocedora del carácter altruista de la araña y le dijo:

-¡Hola araña! Soy el Hada de las Flores. Dime, si pudieras pedir un deseo, ¿qué pedirías?-.

-Mi deseo está en el ahora -dijo la araña- en cada ahora de mi vida. Por tanto, mi mayor deseo es el ahora y ya
lo estoy satisficiendo viéndote a ti, preciosa hada, ¿qué más puedo desear? Verte es una bendición.

El hada se marchó halagada y sorprendida por la respuesta de este insecto encantador de cuyo corazón
emanaban tan hermosas palabras.

La araña se despidió de las flores y se marchó a su tela de araña. Antes de llegar, la araña se encontró a un
escarabajo pelotero que empujaba una bolita de tierra y como el escarabajo parecía cansado, la araña lo ayudó
a hacer rodar la bolita. Finalmente, la araña siguió su camino hasta llegar a casa donde durmió plácidamente
en su tela de araña.

Por la noche, soñó con la belleza del Hada de las Flores y de las flores que había contemplado el día anterior.
En ese sueño, el Hada de las Flores le dijo que le concedía un deseo aún sin haber pretendido la araña que se
hiciera realidad.

-Voy a premiarte por ser una araña tan generosa y cariñosa. Voy a concederte el deseo de que puedas vivir en
las flores que ayer encontraste en tu camino y además voy a trasladaros al Reino de las Hadas para que las
flores no sean perecederas y así puedas disfrutar de su fragancia y belleza todos los días de tu vida - le dijo el
hada.

-No me lo puedo creer, querida hada -dijo la araña-. Te lo vuelvo a repetir, hada: verte es una bendición-.
Y fue así como la araña se fue a vivir al Reino de las Hadas y tejió su tela de araña sobre esas hermosas flores
que para siempre iban a convertirse en su nuevo hogar.

De conejo de granja a conejo de bosque

Érase una vez un conejo pequeño de granja que vivía felizmente en una cómoda jaula con sus padres. Cada
mañana y cada atardecer, el granjero les daba de comer y de beber y no les faltaba nada. Era una forma de
vida agradable, pero un día su granja se incendió, lo que les obligó a huir hacia el bosque, donde iniciaron una
nueva vida. No obstante, nuestro conejito no estaba muy conforme con la nueva situación porque echaba de
menos su granja.

En el bosque sus padres construyeron una madriguera de la que, al principio, nuestro amiguito no quería salir.
Sin embargo, un día el conejo cambió de opinión, obedeció a sus padres y se fue a conocer el exterior. En
cuanto salió de la madriguera, se topó con un conejito más pequeño que él, tan pequeño que aún no hablaba,
pero eso no era inconveniente para que el conejo, más pequeño que nuestro amigo, quisiera que jugaran
juntos.
-¡No me gustas mucho!- protestaba nuestro amigo-. Eres un conejo tan pequeño que todavía no hablas, sólo
sabes correr y saltar.

Como, afortunadamente, el conejo pequeñito aún no entendía el lenguaje hablado, no podía comprender las
quejas de su amigo. Además, estaba lleno de ilusiones y no paraba de brincar alrededor de nuestro amigo,
animándolo a descubrir los prados y las montañas.

-¡Déjame tranquilo! Yo no quiero ir a otro sitio que no sea mi granja. Y no me señales las zanahorias y la
alfalfa. ¡No me gustan!. Prefiero el pienso de la granja que nos daba el granjero. Tú no eres más que un conejo
de bosque. Yo, en cambio, soy un conejo de granja.

Pero el conejo más pequeño no entendía nada y continuaba insistiendo en que se fueran juntos hacia el
interior del bosque, hasta que lo consiguió.

-Ve con él, pero no os alejéis mucho –le advirtieron sus padres.

Así que el conejo protestón siguió a su amigo, el conejo más pequeño, perseguidor de una mariposa que no
cesaba de volar.

-¡Vigila! ¡No corras tanto!¡Te caerás!-

Pero él no paraba de correr detrás de la mariposa.


Los tres se toparon con un río y la mariposa continuó volando sobre la superfie del agua. Esto obligó a
detenerse al conejo pequeño que la perseguía.

-¡Suerte que te has parado! –exclamó el conejo mayor-. Un poco más y te caes al agua.

En ese instante, sobresalió entre la hierba del agua la cabecita de un pez que iba a saludarlos.

-¡Hola amigos!-

-Yo no te conozco de nada –le dijo el conejo protestón.

-Bueno, pues a partir de ahora sí que me conoces. A quien yo sí conozco desde hace unos días es al conejillo
que viene contigo.

-Perdóname -se disculpó el conejo nuevo en el bosque- . Hace poco que he empezado a vivir en un entorno
totalmente diferente al que estaba acostumbrado en la granja y estoy inquieto y me siento un extraño...

-Tranquilo, ya te acostumbrarás. –le respondió el pececillo.- Nosotros ahora somos tus amigos.

-¿Cómo podemos ser amigos, si somos tan diferentes? Nosotros vivimos en tierra y tú, dentro del agua –le
respondió el conejo mayor al pez.

-Que seamos diferentes no es razón para no intentar entendernos y enriquecernos con otros puntos de vista y
formas de pensar diversas –le manifestó el pez.

-¿Ah, sí?¿En qué podemos ayudarnos? –le preguntó el conejo.

-Por ejemplo, avisándoos de que volváis a casa porque está empezando a oscurecer.

-¿Cómo nos iremos de aquí? –se lamentaba el conejito-. Seguro que mi amiguito no sabe volver a casa, es
demasido pequeño para conocer el camino y yo tampoco me he fijado.

-No pretendas tenerlo todo bajo control –le advirtió el pez –y déjate ayudar. A veces, hay que contar con el
factor inesperado...

-¿Cuál? –le preguntó el conejo.

-Con mi amigo, el gusano de luz. Él os ayudará a volver a casa pues está oscureciendo.

-¡Gracias!¡Qué bien!.
-¡Gracias a vosotros y volved a visitarme al río!-

-¡Claro que lo haremos!¡Adiós!-

La rana y su hada-guía

Érase una vez una rana que vivía en una pequeña charca. No estaba muy satisfecha de su casa porque era
demasiado pequeña y las algas que le impedían nadar con total libertad.

Cuando se encontraba fuera del agua, frecuentemente se reflejaba en el espejo de su superficie, pero no
parecía muy contenta con su imagen. A veces, llegaban las libélulas a volar sobre la charca y la ranita,
escondida entre la vegetación, contemplaba la belleza de sus alas y la libertad que éstas les daban. Ella, en
cambio, era esclava del agua de la charca, nunca tocaría el cielo, ni el sol, ni la luna porque no tenía alas.
Reconocía que envidiaba a estos insectos de vistosas alas sobre las cuales los rayos del sol se paseaban para
convertirlas aún en más bonitas. ¡Cómo si no lo fueran bastante!. Parecía como si la belleza de los colores del
sol se alojara en las alas de las libélulas. Pero la rana nunca sería tan bonita. Además, sus largas patas eran
feísimas.

La vistosidad de las alas de las libélulas dependía de la incidencia de los rayos solares sobre ellas; pero en
cambio, las alas de las mariposas tenían belleza propia, la de sus colores vívidos y fijos. Algunas de ellas eran
tan bonitas que parecía que le hubieran robado los colores al arco iris, ese arco que salía después de la lluvia.

La rana lamentaba no tener la misma suerte de las mariposas.

Un día vio a un hada del bosque refrescándose en el agua de la charca y, una vez más, deseó tener para ella
sola esas alas tan maravillosas de la libélula, de la mariposa y del hada del bosque. El hada, una hada-guía muy
sabia, le leyó el pensamiento y le dijo:

-No pierdas el tiempo quejándote y envidiando a los demás, y saca partido de tu experiencia.

El tiempo es nuestra cosa más valiosa y hemos de emplearlo de forma positiva. La crítica y la envidia no son
nunca positivas y nos bloquean. En lugar de vivir pendiente de los demás, ¿por qué no vives pendiente de ti
misma? ¿Por qué no intentas aprovechar el potencial de tus piernas, por ejemplo? Ellas te pueden llevar más
lejos de lo que piensas.

¡Intenta mejorar tu existencia!. Hazlo, si lo haces, la vida te resultará una aventura de lo más emocionante.
¡No tengas miedo al cambio!. Si no te gusta como vives, empieza por cambiar tú y, ¡te aseguro que tu vida
será diferente!. ¡Anímate!. Sé que encontrarás la manera.
Y, acto seguido, la preciosa hada desapareció.

Esa visión sacudió a la rana y le hizo pensar mucho. Y descubrió que cambiar su vida, dependía, en gran
medida, de ella misma y de la perspectiva desde la cual enfocara su situación.

-Quizás no tenga alas, pero tengo unas patas que me pueden llevar lejos de la charca, quizás a una charca más
grande, ¡donde podré nadar hasta no poder más!
La rana empezó a saltar. Cada vez sus saltos eran más largos y la llevaban más lejos. Se dio cuenta de que
nunca podría volar, pero saltar era una forma de tocar el cielo y de experimentar el placer de la libertad.

Además, ella era capaz de hacer una cosa que las libélulas, las mariposas y las hadas no podrían hacer nunca:
¡nadar!. En ese momento, se sentía dueña de un gran poder, poder desenvolverse en dos medios naturales a la
vez, el agua y el aire. ¡Imaginaos la capacidad de nuestra ranita!. Podía nadar tranquilamente en la charca, por
cada rincón, entre las algas, hacia arriba y hacia abajo y, cuando le apetecía, en lugar de perder el tiempo
mirando las alas de los demás, se ponía a dar saltitos sobre las hojas que flotaban en el agua y no solo podía
saltar sobre ellas, sino también sobre el suelo fresco y húmedo que rodeaba a la charca. Su vida ahora había
cambiado. Pero le hacía falta continuar evolucionando y transformándose interiormente. Así pues, se planteó
ir a una charca más grande pues sentía que se expandía interiormente y, que, por lo tanto, su entorno natural
también debía crecer. Desconocía el modo de marcharse de su charca porque sus preciadas patas no le
permitían recorrer largas distancias.¿Cómo se espabilaría?

En aquel preciso momento, concentró toda su fe en el hada que hacía unos meses se le había aparecido, pero
no obtuvo respuesta. Nuestra rana estaba muy desanimada.¿Cómo podría cambiar su vida, si no obtenía los
medios para hacer efectivo el cambio? Además para sus amigos de la charca sus pretensiones no tenían ni pies
ni cabeza y, por tanto, no debía complicarse la existencia. Para ellos, quedarse en la charca, era la opción más
segura.
Pero nuestra ranita no era una rana acomodada, resignada ni perezosa y estaba decidida a sentir la emoción de
la vida, a creer en sus ideas y llevarlas a la práctica.No sabía cuándo, pero se repetía a ella misma que no era
necesario enfadarse y que, cuando menos se lo esperara, aparecería la respuesta que tanto buscaba.

Un día llovió tanto que el agua de la charca sobresalía por todas partes, arrastrando hacia fuera a nuestra rana
y haciéndola caer en un agujero.

-¡Qué miedo tengo –decía, llorando-. ¡Cómo me arrepiento de haber querido cambiar. ¡Cuánta razón tenían
mis amigos al aconsejarme que me conformara con mi situación. Ahora, por mi culpa, nunca saldré de este
maldito agujero. ¡Quiero volver a mi charca!.

Continuaba lloviendo tanto que el agujero se llenó de agua y la ranita volvió a salir hacia afuera, llevada de
nuevo por la fuerza de la corriente, que invadía el bosque.

-¿Dónde me llevará este río de agua?.¿Dónde iré a parar?. Si deja de llover y me quedo parada en medio de
un camino, ¿qué haré cuando este caudal se seque?, ¿me moriré?.

Pero quiso la suerte que el ímpetu de esa corriente la condujera a una charca más grande y nuestra ranita dijo:

-¡Qué bien!. He ido a parar a una charca mejor.

Fue entonces cuando vio que su amiga, el hada, se alejaba volando...

El enanito y su árbol

Érase una vez un enanito que desde que nació, cuidó con esmero de un árbol del bosque donde vivía. Solía
hacerlo con todas las setas, sobre las cuales le gustaba sentarse, y también cuidaba del resto de los árboles del
bosque, pero del que más se encargaba era del árbol que constituíta su hogar. Así que le prodigaba los
mejores cuidados y el árbol le correspondía, guareciéndolo de las gotas de lluvia, de la ventisca, refrescándole
con su sombra y filtrando con sus hojas los calurosos rayos de verano.
El enanito había conectado con el espíritu de su árbol, por eso, le encantaba sentarse y guarecerse debajo de
él y sentir cómo le protegía. La copa de su árbol le parecía majestuosa y podía percibir el equilibrio de la
energía de la tierra con la del cielo, recogida a través de sus hojas y succionada por las raíces del árbol. El
enanito se apoyaba contra el tronco del árbol y le parecía que se mecía entre el cielo y la tierra, en un dulce
vaivén que lo adormecía lentamente…

Estar con su árbol le producía una sensación de paz y de confianza en los elementos de la naturaleza: esa
naturaleza verde que él adoraba. De cada elemento del bosque se desprendía una sensación de vida latente
que el enanito podía captar y proteger.

Pero un día un rayo destruyó el árbol y el enanito no paró de llorar. Lloró tanto que el suelo empezó a
humedecerse. La escena conmovió al mismísimo sol el cual, tras una ligera lluvia, se acercó de puntitas un
poquito más a La Tierra y con sus primeros rayos matinales, apareció en el mismo lugar donde antes estaba el
árbol, un tímido brote con un tallo pequeño y hojitas verdes… Cuando el enanito lo vio, se alegró y
reconoció a su árbol y… ¡empezó a dar saltos de alegría! Su amigo, el árbol, ante tanto llanto había decidido
volver a nacer. Así que el enanito empezó a cuidarlo con esmero…

El hada creadora de sueños y la luz del mar

Érase una vez una estrella del cielo que se enamoró del mar dando lugar a una luz estrellada que reposaba en
el océano cada noche. Era la luz del mar, la estrella del mar que ya nunca estaría en el cielo. Ella constituía ese
lucero mágico que poseía el don de guiar los corazones de aquellos cuya vida era un mar de dudas y que se
sentían desorientados, sin rumbo, sin tan siquiera imaginar la ruta que los condujera a sentirse en bienestar, en
paz y en plenitud emocional. Ella se había convertido en ese punto luminoso que venía a llenar el vacío de las
almas, cuando todavía no se han hallado a sí mismas ni han conseguido forjar la semilla que hará germinar sus
sueños.

Así que la luz del mar actuaba como una brújula interior para todos aquellos que trataban de recostarse en la
serenidad del sonido de las olas sin percibir un atisbo de esperanza en el horizonte de su maltratada
existencia. Eran aquellos que se sentían tan inconexos consigo mismos, que eran incapaces de percibir el
abrazo que las olas les brindaban en sus idas y venidas, esa caricia con sabor a sal que se escapaba con la brisa
marina pues sus emociones estaban seriamente lastimadas.

Por tanto, esta particular estrella brillaba en la superficie del océano noche tras noche en busca de corazones
maltrechos pero receptivos para acogerla en su regazo. En cuanto ella se posaba en ellos, el primer efecto era
la sensación de alivio de haber dejado atrás el sufrimiento, de haber perdonado y olvidado y de poder abrirse
a una mayor comprensión de la vida de forma sensata y serena y el segundo, era un brillo intenso y bello en la
mirada de aquellos que habían tenido la fortuna y la dicha de recibirla en su ser. Era como si ahora hubieran
recobrado un sentido de ilusión que antaño habían ignorado.

Y nuestro lucero marino seguía irradiando sin parar su luz divina de belleza, entusiasmo, armonía y felicidad
para aquellos que estuvieran preparados para tomarla en su camino personal.
Y ella nunca de cansaba de nadar y de regalar a los humanos su especial halo espiritual. Sin embargo, en el
fondo de su corazón la estrella del mar deseaba con fervor iluminar una mirada única, noble, justa, sublime. Y
fue así como fue a parar a la cocina del hada creadora de sueños.

Los fogones de la cocina del hada creadora de sueños siempre estaban encendidos pues eran muchos los
sueños apagados, inertes, sin vida de aquellos que se habían rendido a los designios de la mala suerte y de la
desconfianza, aquellos que habían renunciado a lo que más querían. Eran sueños que ella reavivaba con la luz
de su magia y de la esperanza que nacía en la imaginación y se trasladaba a la realidad. Pero primero era
necesario cocerlos a fuego lento para que poco a poco se levantaran y echaran a volar tras una estela de
alegría en busca de su consecución.

Ella era una especialista en reconocer esas emociones humanas que llevaban demasiado tiempo calladas.

Era un hada que tenía el particular don de saber descubrir y apreciar las ilusiones perdidas, aquellos sueños
tan abandonados a su suerte, que ya ni los recordamos. Pero ella sabía escudriñar en el inconsciente de los
humanos a quienes sinceramente deseaba ayudar. Además, ella era capaz de quedarse sentada junto a ellos, de
acariciarlos con ternura y transmitirles su deseo de que cobraran vida y se manifestaran abiertamente para
colmar de dicha a sus poseedores y creadores, ahora desmotivados. Sin embargo, para eso estaba ella allí, para
cumplir con su misión de revitalizar y refrescar esos pensamientos inertes capaces de transformar nuestras
vidas para siempre, con la capacidad de generar cambios positivos que prendieran su luz en el corazón
humano. Y para eso estaba allí también nuestra luz marina, nuestra estrella del mar para fundirse con la magia
y la luz del hada creadora de sueños en su cocina espiritual y mágica y poder así dar paso a espectaculares
recetas de cocina que provocaran el nacimiento de hermosos sueños con un poder aplastante de auténtica
realización de los objetivos marcados. Así que con la unión de la luz del hada y de la luz del mar ahora ya
nunca nuestros sueños seguirían dormidos, sino que podrían iniciar una natural evolución hacia su cometido y
despertar, desperezarse y expresarse por la mañana.
Para el hada creadora de sueños el hecho de recibir la luz del mar fue una auténtica bendición pues gracias a
su ayuda, colaboración y sincero trabajo en equipo pudo disfrutar del significado y de las mieles de la
compenetración, la afinidad y la pasión por algo en común que compartía con su lucecita estrellada. Además,
el hada pudo tomarse un respiro en la agotadora actividad de su cocina para detenerse en el momento
presente, en su valioso momento presente, en ese momento tan preciado que ya nunca iba a regresar pues
todo pasa y se va. Y se dio cuenta que la mejor opción era potenciar y recrearse en ese momento presente que
tanto adoraba.

Comprendió que estaba muy satisfecha con el don que le había sido otorgado. Sentir a flor de piel su bondad,
le hizo sentir muy llena y completa pues percibió que estaba siguiendo el camino que siempre había deseado.
Entendió que estaba predestinada a él. Estaba encantada con su magia y sus efectos pues la sonrisa de los
humanos era el merecido premio que ella recibía por su labor. Su existencia le resultaba tan gratificante… Dar
era algo que la hacía sentirse mejor. Ella amaba su trabajo y su dulce fruto. Si en este momento estaba
recibiendo la ayuda de la luz de la estrella del mar, eso significaba que el poder de su magia acrecentaba sus
posibilidades y además le permitía sosegarse unos instantes en tan laboriosa y creativa función. Sin embargo,
era tal su amor por su trabajo que incluso cuando se estaba tomando este merecido descanso, lo estaba
echando de menos. ¿Cómo podía explicarse esta sensación?

Pues simplemente por el hecho de que estaba viviendo un momento de plenitud que la hacía sentirse en
unidad y satisfacción consigo misma y con su entorno. Se sentía tan afortunada de poder emplearse a fondo
con tanta justicia y entrega desinteresada…pero además encontrar un ser de luz como su especial estrella con
quien compartirlo, le pareció un regalo divino.

Notó que en el fondo la estrella la estaba iluminando con su halo luminoso y le estaba prendiendo en la
mirada un gozo infinito… Era como si en su corazón albergara la magia, el misterio y la sabiduría del
universo entero. Y esa era precisamente la lección que estaba aprendiendo: el saber estar en el momento
presente le fascinaba porque le permitía darse cuenta de si estaba empleando el tiempo de forma sabia,
volando con sus alas irisadas hacia la felicidad o, por el contrario, de si lo estaba desperdiciando. Qué
importante era pararse a pensar, concederse unos instantes a uno mismo para autoanalizarse.

El hada empezó a revolotear divertida entorno a su estrella y le dijo:

-Cuando quieras puedes partir y seguir tu camino azul sobre las olas del mar.

-¿Por qué?- le preguntó, atónita, la estrella.

-No puedo ser tan egoísta y pretender que siempre estés junto a mí. Nadie puede poseerte. Por encima de
todo, estrellita azulada, eres libre –le dijo el hada-. Te estoy muy agradecida por cuanto estás haciendo por mí
pero mi felicidad no puede basarse única y exclusivamente en tu presencia. Mi felicidad depende y está en mí
misma. Tenerte a mi lado me complementa pero entiendo que no dejarte libre para seguir con tu misión es
perjudicar a otras personas que puedan necesitarte más que yo –prosiguió el hada-. Me las apañaré sola.

-Me siento un poco triste –se lamentó la estrellita.

-Puedes regresar cuando quieras –le sugirió el hada-. Eres mi amiga pero no puedes aferrarte siempre a mí y
tampoco yo a ti pues la base de la felicidad es la libertad –le dijo el hada.

-Eres un hada sabia, noble y justa y por ello voy a dejarte un presente, voy a regalarte un vestido de luz –le
dijo la estrellita.

-¿Un vestido hecho de luz? –preguntó el hada-¡Qué tela más especial!

-Es un vestido único y hecho a la medida de tus emociones. La tela de las mangas es la tela de la luz de la
autenticidad y de la compasión, la tela del cuello se ajusta a la luz de la belleza, la tela de la espalda se ha
cosido con la luz de la bondad, la tela de la cintura está hecha con la luz de la ilusión y la tela de la falda se ha
tejido con la luz de la justicia y del equilibrio. Todo aquél que esté cerca de ti, querida hada, abrirá su corazón
a estos valores –le explicó la estrella-. Así que vuela, vuela alto, mi hadita, y cautiva con esas bellas cualidades
a los más necesitados de emociones.

-Y tú –le dijo el hada-, sigue surcando los mares y continúa con tan noble propósito. Algún día en algún lugar
secreto entre el cielo y el mar nos encontraremos de nuevo las dos. Estoy segura de ello.

Y así fue como cada una siguió su camino, sabiendo que al final, se encontrarían otra vez para convertirse en
una y escaparse juntas hacia el firmamento, hacia esa bóveda celeste, hacia ese techo infinito que alberga
tantos sueños cada noche. De este modo, formarían parte para siempre de cada uno de ellos y también de la
luz de la luna y de las estrellas que los iluminan con su calidez y con su amor incondicional.

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