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VISIONES DEL SIGLO XX VENEZOLANO

EL SIGLO XX VENEZOLANO HOMBRES E INSTITUCIONES


COMISION V CENTENARIO DE VENEZUELA
Germán Carrera Damas

CELARG / Caracas, 8 al 12 de noviembre de 1999


VISIONES DEL SIGLO XX Venezolano
El Siglo XX Venezolano Hombres E Instituciones Comisión V Centenario De Venezuela
Germán Carrera Damas
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COMISION PRESIDENCIAL
Dr. RAMON J.VELASQUEZ
Presidente
Ing. GONZALO MORALES
Secretario Ejecutivo
Emb. MARIA CLEMENCIA LOPEZ-JIMENEZ
Coordinadora General
FUNDACION V CENTENARIO
C.A. ENRIQUE RODRIGUEZ VARELA
Presidente
CONSEJO DIRECTIVO
MARIA CLEMENCIA LOPEZ-JIMENEZ
Arq. JOSE RAFAEL BELLO Dr. CESAR GARCIA CEDEÑO
COMITE ORGANIZADOR
RAMON J.VELASQUEZ
ELIAS PINO ITURRIETA
GERMAN CARRERA-DAMAS
ASDRUBAL BAPTISTA
CARMEN LUISA ORTIZ
Coordinadora del Evento

2 elpanalas3@hotmail.com
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Hacer el balance del siglo XX venezolano significa intentar evaluar el curso


histórico de una sociedad que entró en el siglo exhibiendo los más bajos
índices de logro, en todos los ámbitos, que enfrentó y superó amenazas
graves y traumas severos, que alcanzó altos niveles de realización en todos
los órdenes y que terminó el siglo sumida en una crisis institucional que
impregnó el cuerpo social, penetrando la conciencia nacional.
A lo largo del siglo se libró una lucha exitosa contra muy poderosos
adversarios que resumían el turbulento pasado el aislamiento geográfico; el
paludismo, la anquilostomiasis y demás endemias, que afectaron una
población escasa, mal nutrida y descalza; el caudillismo, el analfabetismo,
etc., que reunidos determinaban la corta expectativa de vida, la alta tasa de
mortalidad infantil y el estancamiento material y cultural. En casi todo el
país la luz era la del sol; al ponerse, reinaban la oscuridad o la penumbra
generada por un primitivo alumbrado. El agua corriente era privilegio de
unas pocas ciudades-aldeas, las cloacas una aspiración y una calle
pavimentada signo de progreso.
La sociedad sobrellevó igualmente las consecuencias del imperialismo
militar, político y económico; de diversas modalidades de militarismo y del
terrorismo y la guerrilla de inspiración fidelista, mientras persistió en su
larga marcha hacia la democracia, avanzando en la institucionalización del
Estado liberal democrático y echando las bases para emprender su
conformación como una sociedad genuinamente democrática.
En este último aspecto el punto de partida no pudo ser menos alentador una
escasísima población asentada de manera precaria y raleada en un espacio
físico respecto del cual se hallaba en estado de casi total indefensión; la
irrupción, trastornadora y transformadora, de una industria moderna sin
vínculos orgánicos con la sociedad; una masiva afluencia de inmigrantes
ante la cual quedó al descubierto una baja capacidad de integración social y
cultural; y la eclosión de poderosas fuerzas sociopolíticas estimuladas por la
acción de factores internacionales, que tenían muy escasa o ninguna
correspondencia en la dinámica social propia, todo envuelto en una tenaz, y
para muchos contemporáneos, muy poco realista, determinación de
institucionalizar la nación.
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Puesto en esta perspectiva general el siglo XX venezolano se caracterizó por
la confluencia de tres grandes corrientes en el curso de la reanudación del
proceso de implantación de la sociedad, detenido desde fines del siglo
XVIII. Tal reanudación fue procurada, con resultados que se estancaron en
el pantano caudillista, durante el siglo XIX. Esas tres grandes corrientes
fueron:
1. La reformulación democrática del Proyecto Nacional liberal,
definitivamente formulado en 1863-1877, enfrentando solicitaciones de
aceleración, transformación e incluso substitución, nacidas de
modalidades del socialismo y del autoritarismo, actuando de manera
separada o concertada.
2 La consolidación y el desarrollo de la estructura de poder interna
republicana de la sociedad, resultado de la dialéctica
convencionalmente expresada como centralismo o federalismo, pero
que en la segunda mitad del siglo XX significó el enriquecimiento de la
estructura social y la erradicación de las secuelas de la sociedad
colonial, y tradujo políticamente la expansión de la clase dominante y
la diversificación de su ubicación.
3 El tránsito desde la condición de sociedad agraria y agrícola a la de
sociedad urbana e industrial de primer nivel. Consecuencia directa de
esta transformación de la naturaleza y la dinámica de la sociedad fue
que durante el último medio siglo la historia de Venezuela tendió a
convertirse en la historia de la ciudad, que apenas nacía como ciudad-
urbe.
Estas corrientes se conjugaron en función del adelantamiento de la
estructuración económica capitalista y del resultante desarrollo de la
estructura social, muy acelerados durante la segunda mitad del siglo.
Siguiendo este curso la sociedad tuvo que lidiar con seis problemas
troncales.
Los resultados pueden ser calificados de notables, si bien tuvieron, por obra
de la nueva dinámica social así generada, repercusiones a veces
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contradictorias. Los mencionados problemas se plantearon en los siguientes


órdenes: las relaciones de la sociedad con el medio físico; la formación de
una economía nacional desarrollada; la instauración e implementación de
una sociedad abierta; la tardía institucionalización del Estado liberal; la
formación de una cultura nacional autónoma y la integración nacional y el
correspondiente desarrollo de la conciencia nacional. Me detendré
sumariamente en estos enunciados, sentando las bases para intentar algunas
generalizaciones:
Las relaciones de la sociedad con el medio físico: En este aspecto básico el
inicio del siglo encontró a una sociedad condicionada de manera
determinante por el medio físico, y del todo incapaz de actuar sobre él
atemperándolo, mucho menos modificándolo. Vistas en una perspectiva
secular estas relaciones revelan esencialmente el paso de una situación de
adecuación pasiva a una de adecuación activa. Las expresiones concretas de
esta evolución fueron la pérdida de vigor del obstáculo geográfico y el paso
de las distancias terrestres medida en días a las medidas en horas, como
resultado de un desarrollo vial e infraestructural, incipiente en la primera
mitad del siglo, pero sostenido, creciente y acelerado en la segunda mitad.
Cabe recordar que la sociedad ingresó a la edad de la rueda, propiamente, en
el último tercio del siglo XIX, y que los puentes sobre los grandes ríos y el
Lago de Maracaibo fueron echados ya bien pasada la mitad del siglo XX.
Este cambio representó, en términos de aptitud tecnológica, organización
social y saber, la progresión de la madurez de la sociedad.
A su vez, estos logros diversificaron y fortalecieron la dependencia
tecnológica y científica, y crearon condiciones propicias para la formación
de hábitos sociales cuyas secuelas lastran un balance globalmente positivo.
Las grandes obras del siglo XX, representadas por el complejo
hidroenergético del Caroní y la industria pesada, la gestión de la industria
petrolera nacionalizada, la red vial, el desarrollo urbano, y el saneamiento y
acondicionamiento ambiental, demostraron la capacidad de la sociedad para
comprometerse en empresas de prolongada y compleja realización,
contrariando las interpretaciones psicologistas negativas del carácter
nacional, acuñadas a comienzos de siglo que, sin embargo, sobrevivieron.
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El saldo de lo realizado puede ser sintetizado como la reanudación, en


sentido horizontal o espacial, del proceso de implantación de la sociedad,
iniciado a comienzos del siglo XVI, prácticamente detenido desde fines del
siglo XVIII, parcialmente reanudado en el último tercio del Siglo XIX, pero
estancado o en retroceso a fines del mismo. La reanudación fue efecto
directo e indirecto de la explotación del petróleo, desde la década de 1920.
Significó sobre todo el nacimiento de las ciudades-urbes modernas, a partir
de mediados del siglo, generándose un nuevo paisaje urbano, abigarrado,
que exhibió desde la más rudimentaria precariedad hasta muestras urbanas
de tecnología avanzada.
Pero la reanudación del proceso de implantación, tanto en lo concerniente a
la transformación de los núcleos urbanos como a la ampliación de la
frontera agrícola, y de la actividad minera con la incorporación de la del
hierro, significó, igualmente el desbordamiento del uso destructivo del
ambiente, representado por la disminución del área forestal, el avance de la
erosión, el deterioro de los recursos hidrológicos y, en general, la
explotación desordenada de los recursos naturales. Estos juicios se ven
afectados por circunstancias que tendieron a agravarse finalizando el siglo
XX, como consecuencia del retardo habido en el relevamiento cartográfico
del territorio históricamente demarcado, y en la composición del mapa
edafológico, como también por la pérdida de continuidad en los
relevamientos hidrológicos y climatológicos.
La formación de una economía nacional desarrollada tradujo el afán por
superar el estadio globalmente denominado subdesarrollo. Se evolucionó
desde una economía «tradicional» a una de crecientes y fundamentales
rasgos de modernidad capitalista. No obstante, el carácter abigarrado
predominante de la economía reveló la coexistencia funcional de formas
socioeconómicas que se extendían desde el pasado prehispánico hasta
aperturas tecnológicas y económicas avanzadas. La responsabilidad de esta
coexistencia funcional recayó fundamentalmente en la agricultura. Si bien la
cadena histórica entre artesanía, manufactura e industria no llegó a
constituirse, propiamente, fue en la agricultura donde se hizo más notable la
falta de continuidad evolutiva entre las formas tradicionales, representadas

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por el conuco, la hacienda y el hato, y la agroindustria. En lo social este


fenómeno trajo como consecuencia que el peón agrícola del hacendado
venezolano pasó a ser peón del parcelero inmigrante, o del técnico agrícola
metido a promotor agroindustrial.
En esta escala sobresalió inicialmente lo primario de la forma de
acumulación de riqueza y la debilidad de la hacienda pública. Hasta la
explotación petrolera la acumulación se realizó, en su mayor parte, fuera de
la esfera de lo propiamente económico. El peculado, los monopolios y las
concesiones estatales reinaron durante la primera mitad del siglo, llegando a
su apogeo con la política de concesiones petroleras y su traspaso. Al mismo
tiempo el Estado se emancipó de la dependencia hacendaría respecto de los
prestamistas, y al término de la tercera década logró liberarse de la deuda
externa, recayendo en ella, atolondradamente, unas tres décadas más tarde.
La asociación entre la dinámica económica, social y política, y la presencia
del imperialismo, fue durante todo el siglo la cuestión central de la
controversia ideológica-política. El siglo XIX se cerró con el claro
predominio del criterio, ya presente al constituirse la nación independiente,
de que los factores requeridos para impulsar la recuperación y el desarrollo
de la economía, y por ende de la sociedad, sólo podían proceder de una
asociación funcional y expedita con economías más desarrolladas. De allí la
búsqueda de una articulación creciente con el sistema capitalista mundial,
entonces en formación. El carácter crudamente imperialista que esta
articulación tomó a fines del siglo XIX fue factor coadyuvante en la crisis
internacional vivida al comenzar el siguiente siglo, cuya solución negociada
abrió la puerta a la afluencia del capital extranjero, concentrado en la
explotación del petróleo. La teoría leninista del imperialismo se convirtió en
el criterio predominante para la comprensión de este fenómeno,
desestimándose todo significado positivo de sus repercusiones en el
desarrollo de la sociedad, representado por el tímido desarrollo del sector
empresarial, y por el surgimiento del sindicalismo moderno, estrechamente
vinculado con los partidos políticos, hasta perder toda autonomía y finalizar
el siglo sumido en una crisis de credibilidad. A finales del siglo XX
comenzó un cambio de criterio en esta materia.

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La precariedad de la base económica de la sociedad quedó al descubierto al


interrumpirse el comercio internacional no petrolero durante la II Guerra
Mundial. La evidente incapacidad de la actividad petrolera para garantizar la
supervivencia de la sociedad motivó esfuerzos para transformar la
agricultura y estimular la industrialización. La segunda mitad del siglo se
caracterizó por los ensayos, parcialmente logrados, en estos sentidos, pero
también por la realización, en Guayana, de la primera gran empresa de
industrialización en zona tropical, pese a los juicios pesimistas de geógrafos
y economistas.
El debate ideológico y político, referido a la economía, estuvo condicionado
también por la persistencia de una mentalidad agrarista decimonónica en el
seno de una sociedad industrial de primer nivel que se negó a reconocer su
cambio de naturaleza. Para esto sirvió la distinción entre "economía
petrolera" y "economía nacional". En el último tercio del siglo la sociedad
realizó un cambio político y económico fundamental, como un acto
administrativo regular en vez del revolucionario traumático, que se daba por
ineludible: la nacionalización de la industria del petróleo. No obstante, el
siglo se cerró sin que se hubiese establecido convincentemente la identidad
entre la economía petrolera y la nacional, y aún se insistía en orientaciones
agrarias sin claro futuro. Esto podría ser interpretado como la expresión
tardía de la errónea conciencia derivada de la circunstancia de ser una
sociedad agraria que se pensó sobre una base doblemente endeble: la de ser
una sociedad agraria malograda por el peso de insuperables debilidades
estructurales y la de tener una visión de sí misma no menos malograda, por
nutrirse del deber ser y no de la realidad conocida. En consecuencia, la
realidad imaginada terminó por substituir la realidad real, suscitando una
persistente desorientación.
Un condicionante general de esta controversia es el hecho de que la
sociedad no logró superar el primer nivel de industrialización, basado en la
extracción y el procesamiento primario de los hidrocarburos, el hierro y el
aluminio. El no haber pasado a la fase de la producción de bienes de capital,
es considerado por algunos estudiosos como el distintivo de la sociedad en

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el orden económico, social y aun político, lo que les lleva a negarle el


calificativo de industrial.
La instauración e implementación de una sociedad abierta. Desde un pasado
todavía reciente, en el cual predominó la discriminación racial y sexual, y
eran los privilegios la consagración de la organización social, arrancó el
avance de la sociedad venezolana hacia la instauración e implementación de
una sociedad abierta. Al finalizar el siglo el balance fue altamente positivo.
El fundamento del cambio social consistió en dejar de ser una sociedad
agrícola y agraria para iniciar y adelantar la conversión en una sociedad
industrial de primer nivel, presa de una acelerada urbanización, generadora
de un proletariado industrial y de una clase media moderna. Este proceso,
siempre traumático en las sociedades que lo sufrieron desde fines del siglo
XVIII, acarreó la problemática social resumida en la extensa marginalidad
urbana y su carga de descomposición social que cerraron el siglo XX. No
obstante, sobresalen dos resultados cuya repercusión y proyección positivas
tuvieron carácter abierto: se disipó el agrarismo tardío que alentó una
frustrada reforma agraria, y se desencadenó la transformación del poblador
rural en poblador urbano, volviéndolo componente de creciente importancia
social.
La estructuración social elemental fue substituida por una compleja,
impulsada por la diversificación de las clases sociales y por la inmigración
masiva, hasta tender a conformarse una sociedad de inmigración moderna,
todavía en su fase de integración primaria al terminar el siglo.
La estrechez de los canales de movilidad social vertical institucionalizados y
socialmente abiertos, fue substituida por un ensanchamiento que llegó a ser
socialmente incontrolado, y por lo mismo desbordó los cauces
institucionales.
La casi absoluta desigualdad social, económica, política y cultural entre los
sexos fue substituida por una creciente igualdad. El siglo XX se cerró con el
que pareció ser el umbral de la igualación social de la mujer.
En suma, sobre la base de la igualdad consagrada legalmente se dio una
libertad de oportunidades despojada de discriminación, racial u otra,
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formalmente establecida. Este curso predominante seguido por la sociedad


correspondió a la creencia igualitaria, arraigada en el ánimo y la conciencia
de la generalidad de los venezolanos, y estimulada por la generalización del
sistema educativo mixto y los medios de comunicación de masas. El
progreso de la institucionalización de las fuerzas armadas, y la disminución
de su capacidad de control social por la Iglesia cristiana católica, fueron
factores coadyuvantes de la apertura de la sociedad.
La tardía institucionalización del Estado liberal representó la más
importante cuestión encarada por la sociedad venezolana durante el siglo
XX. Su tratamiento rigió el destino global de la sociedad y la nación. El
ordenamiento liberal fue la meta propuesta a la sociedad por la clase
dominante. Desde comienzos del siglo fue perseguido el espejismo liberal,
perfeccionado al término de la Guerra Federal, consistente en el forcejeo
entre la formulación doctrinaria liberal, jamás desmentida, y la práctica
sociopolítica autoritaria o dictatorial. Esta prosecución animó el Proyecto
Nacional, cuya formulación inicial arrancó de 1811 y cuya formulación
definitiva ocurrió entre 1863 y 1877.
Al comenzar el siglo XX la cuestión fue vista como la imprescindible
creación de condiciones de paz y orden para lograr la institucionalización
efectiva del Estado liberal. Esta convicción, vuelta teoría sociopolítica,
legitimó regímenes de fuerza que sacrificaron la libertad al orden, y hallaron
justificación en un interminable régimen tutelar.
Los postulados políticos del denominado campo de la democracia, durante
la II Guerra Mundial, abrieron en el espejismo liberal una brecha reveladora
de la precariedad estructural de la sociedad, por la cual se coló la urgencia
de una evolución acelerada hacia la instauración del régimen político liberal
democrático. Se partió de una sociedad basada, durante casi la primera
mitad del siglo, en el despotismo y la subordinación, que se resumía en la
hegemonía del ejército, el clero y la clase dominante, bajo la égida del
imperialismo, ejercida sobre una masa social amorfa, sin participación en la
formación, ejercicio y finalidad del poder público. Las circunstancias de la
guerra obligaron a satisfacer un patrón de modernidad democrática que

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superaba de lejos las posibilidades de las fuerzas de cambio internamente


generadas.
Por obra de la presión política internacional y la violencia practicada por
unas fuerzas armadas que entonces comenzaban apenas a institucionalizarse,
la sociedad fue empujada por el atajo de una institucionalización liberal
radical y acelerada, con fuerte tendencia democrática en la formación,
ejercicio y finalidad del poder público, y con clara inspiración socialista en
lo concerniente a los derechos económicos y sociales y al régimen legal de
la propiedad. La insuficiencia de los factores sociales de cambio fue
compensada con una operación política de incalculable alcance. Consistió
en la ruptura de los diques políticos y sociales que mantenían encauzado el
ejercicio de la libertad y el goce de la igualdad. Culminaron así las luchas
por esos objetivos, que sembraron tensiones en la sociedad desde mediados
del siglo XVIII, y que tuvieron una ratificación principista e incipiente
realización en el Proyecto Nacional definitivamente formulado. Esta
audacísima decisión consistió, sobre todo, en la extensión del sufragio,
ahora universal, directo y secreto, a las mujeres, los analfabetos y los
mayores de dieciocho años; y en el ensanchamiento de los canales de
movilidad social vertical institucionalizados, mediante la popularización de
la educación mixta, en todos los niveles, y la libre formación de partidos
políticos y sindicatos.
De nuevo la presión política internacional, pero ahora generada por la
naciente Guerra Fría, y las circunstancias militares nacionales, actuando
siempre en medio de la debilidad de los factores internos de cambio,
devolvieron el curso de la evolución sociopolítica al cauce que había
abandonado para tomar el atajo del cambio acelerado Las condiciones
sociales propicias a esta regresión resultaron también de los excesos
tolerados o promovidos por el gobierno democrático: saqueos como los de
1935, persecuciones y prisiones injustificadas y control de la opinión
pública. La democracia preinstitucional empleó métodos predemocráticos,
como cabía esperarlo del sectarismo y la improvisación revolucionarios al
reaccionarse contra un pasado globalizado como despotismo y opresión. La

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apertura democrática fue vista, por la clase dominante y parte de la clase


media, como la realización de la temida "llegada de los negros al poder".
Los efectos sociales y económicos de la inmigración y del crecimiento de la
industria petrolera exigido por la confrontación Oeste-Este, estimularon los
factores internos de cambio, al causar la concentración de la población en
las nacientes aldeas-urbes. Una crisis hacendaría y política de la dictadura
militar abrió paso a la reanudación del proceso de institucionalización del
Estado liberal democrático. Sólo que ahora los factores internos de cambio
fueron capaces de contribuir, acentuando la influencia de las tres vertientes
del socialismo: el comunismo, la social democracia y el social
cristianismo... Se sembró así en el cuerpo constitucional un contraste,
cargado de potenciales conflictos, entre el orden sociopolítico liberal y la
reforma socioeconómica de inspiración socialista. Esta contradicción estuvo
claramente presente en la correlación entre las "garantías de la esfera liberal
individualista y los derechos sociales y económicos; en la adopción de la
planificación como el método para normar y orientar la acción del Estado
encaminada a correlacionar satisfacciones y necesidades; y en la polémica
entre los sectores privado y gubernamental de la economía, que desembocó
en la generalización de la política de nacionalización, inspirada por la
Europa posterior a la II Guerra Mundial.
Pero la sociedad venezolana no logró liberarse de la constante decimonónica
representada por la participación de las fuerzas armadas en la vida política.
La concertación de las tuerzas políticas fundamentales en octubre de 1958,
que estuvo expresamente dirigida a impedir el retorno de la dictadura,
buscaba también impedir nuevas alianzas militar-civiles como las actuantes
en octubre de 1945 y noviembre de 1948. Pese a estas prevenciones, el
periodo democrático reanudado en 1959 padeció la intervención recurrente
de las fuerzas armadas, según diversas modalidades, hasta completarse la
derrota de los guerrilleros en 1969. Luego de un aparente abandono de esa
práctica, las fuerzas armadas irrumpieron de nuevo en la vida política en
1992, y declararon su propósito de permanecer en ella.
Las consecuencias de la institucionalización del sistema político liberal, en
contradicción con la concepción socialista, presente en la gama de corrientes
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ideológicas que se extendía desde los comunistas hasta los socialcristianos,


combinadas con el efecto perverso de las dos grandes fuerzas sociales
desatadas en 1945-1947, y reforzadas en 1961, revelaron la necesidad de
fortalecer el Estado, modernizándolo en el marco de la profundización de la
democracia. En 1985 se inició la reformulación del Proyecto Nacional en
ese sentido, tanto para fortalecer la democracia, renovándola y ampliándola,
como para desalentar las solicitaciones tanto de la izquierda como de la
derecha y del sector militarista de las fuerzas armadas.
Se echaron entonces las bases conceptuales de cambios en el sistema
político que fueron adoptadas y puestas en práctica. Por su proyección, las
más importantes, por haber impulsado la descentralización del poder
público y promovido la participación democrática en su ejercicio, fueron la
elección de los gobernadores y la reforma del poder municipal, incluyendo
la elección de los alcaldes. Estas reformas arraigaron con sorprendente
facilidad, y muy pronto fueron visibles los beneficios que acarreaban.
Representaron el segundo gran paso, después de la ampliación del universo
electoral en 1946-1947, en la marcha de la sociedad hacia la democracia.

Pero quizás por ser tardías las reformas, quizás por las vacilaciones de la
clase política de todas las tendencias, que defendía su control de los aparatos
partidistas, fraguó en la opinión pública un estado de conciencia, estimulado
por los medios de comunicación de masas, influidos por las corrientes
ideológicas derrotadas en la lucha guerrillera y fracasadas en la lucha
política democrática, acerca de que la democracia practicada no podía
satisfacer expectativas, no bien fundadas ni bien servidas. Con las reformas
también se quiso disipar la tentación de intervenciones autocráticas,
pretendidamente perfeccionadoras de la democracia, para hacerla satisfacer
esas expectativas, y despojase de los vicios de corrupción, cultivados en
función de la incoherencia social, manifestada en el relajamiento de la moral
individual y social. Este deterioro de la conciencia individual y social, se
concretó en el debilitamiento de valores como el trabajo, el ahorro y el
sentido de responsabilidad, al igual que la proliferación de las sectas
salvacionistas.
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La viabilidad de la experiencia democrática venezolana soportó diversas


explicaciones. Una sostuvo que fue resudado de la circunstancia de que los
recursos generados por la explotación petrolera le permitieron a los
gobiernos democráticos "comprar" la democracia mediante la práctica del
populismo. Se olvida el hecho de que estos factores no condujeron a la
democracia en otras sociedades. En cambio, parece posible afirmar que la
explotación del petróleo, como actividad, como fuente de recursos y como
estímulo general, fue fundamental en la formación de la sociedad
venezolana moderna.
Como saldo histórico significativo también quedó el hecho de que en la vida
política se rompió la larga ausencia de los partidos, ahogados en el
caudillismo de fines del siglo XIX, y surgieron y maduraron los partidos
políticos modernos. Función de estos cambios fue el nacimiento, por fin del
ciudadano, entendido como sujeto de derechos y deberes, aun cuando en el
ejercicio de ambas manifestaciones de la ciudadanía cupo hacer numerosos,
graves y fundados reparos. En esto quedó, y no es poca cosa, a juzgar por la
experiencia de sociedades contemporáneas más evolucionadas, el beneficio
de lo adquirido por encima de lo no logrado, y en esto cabe incluir
destacadamente el repudio a la dictadura y el amor a la libertad.
La formación de una cultura nacional autónoma fue vista, erróneamente,
sobre todo como una opción entre dependencia cultural e independencia
cultural, obedeciendo a determinaciones ideológico-políticas no
desprovistas de fundamento. En cambio, no fueron sostenidos ni muy
eficaces los esfuerzos encaminados a hacer de la autonomía cultural un
requisito para superar el subdesarrollo, asignándole la finalidad de satisfacer
los requerimientos del diagnóstico previo a la formulación de políticas,
reformistas o revolucionarias, oficiales o no.
En esta materia se desprende del siglo XX una clara conclusión: se
formularon políticas y se planificó para una realidad no bien conocida, y de
allí la debilidad del diagnóstico y su complementación, excesiva hasta la
suplantación, por miras programáticas e inspiraciones doctrinarias, todo lo
cual desembocó en algunas espléndidas realizaciones, pero envueltas en un

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gigantesco derroche de recursos, lo que produjo una agobiante carga de


frustración social que llevó a la descalificación de los aciertos.
Cuando se quiso actuar técnicamente, la perentoria necesidad del
diagnóstico condujo a la percepción modélica de lo real, enriqueciéndose el
humillante capítulo de las imitaciones semi fracasadas. Culminó así una
tendencia cuyas raíces habría que buscarlas, quizás, en las reformas
borbónicas de fines del siglo XVIII, Sólo esporádicamente, y con frecuencia
sin el coraje intelectual requerido, fuimos capaces de pensarnos sin buscar
amparo en modelos de reflexión que nos eximieran del esfuerzo de
autoconocimiento. En esto compartimos destino con la generalidad de
América Latina y del bautizado tercer mundo.
En parte gracias a la inmigración, en parle gracias a la apertura de los
venezolanos hacia el exterior, favorecida por la bonanza económica, la
demanda de autenticidad cultural, fundamento del desarrollo cultural
autónomo, logró desprenderse de la carga costumbrista con que se hizo
mofa del afrancesamiento de fines del siglo XIX. Luego.de plantearse como
una suerte de tradicionalismo racionalizado, esta nueva disposición
espiritual e intelectual llevó a la comprensión de que junto con el plano de
los valores que nutren la conciencia nacional, en lo tocante a la historia, la
literatura y el arte, debían figurar de manera destacada y hasta prioritaria los
valores de la ciencia y la tecnología Si bien la dependencia tecnológica y
científica creció en función del desarrollo de la sociedad, también lo hizo la
comprensión de su significación, y generó, en la segunda mitad del siglo, la
determinación, aunque claramente insuficiente, de impulsar el desarrollo
científico y tecnológico en función de la expansión de la educación superior
y de la dotación de centros especializados de investigación. La fuerte carga
ideológico-política que invadió estos centros, y que los controló al amparo
de la autonomía universitaria, hizo que se desviase por caminos de estéril
contestación gran parte del esfuerzo socialmente realizado.
Este esfuerzo social se concretó, sobre todo, en tres grandes áreas: la
realización del proyecto educativo formulado en 1870, el desarrollo libre de
los medios de comunicación social, aunque no se llegase a lograr

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plenamente la audiencia nacional, la conexión con las redes informativas


internacionales, favorecido todo por la difusión de la electricidad.
La formación de una cultura nacional autónoma se reveló también como
cuestión, en sus dos vertientes históricamente fundacionales. En lo que
concierne a la cultura criolla, como base de la identidad cultural, se puso de
evidencia su vulnerabilidad por su baja capacidad de incorporación de los
productos culturales aportados por la inmigración y el desarrollo de las
relaciones internacionales. En ocasiones se asumieron posturas, de un
nacionalismo agresivo, rayano en el chauvinismo, particularmente al amparo
de gobiernos dictatoriales. En lo que concierne a la cultura criolla, como
cultura dominante, formada sobre el patrón acuñado a partir del siglo XVI
en relación primariamente con las culturas aborígenes, y secundariamente
con las negro africanas, fue sólo finalizando el siglo XX cuando asomaron
signos de superación del juego de las culturas, dominantes y dominadas, que
hizo del criollo venezolano un dominador cautivo.
La integración nacional y el correspondiente desarrollo de la conciencia
nacional. Globalmente, en este campo se manifestaron con fuerza
determinante, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XX, las
repercusiones de la reanudación del proceso de implantación de la sociedad,
tanto en sentido horizontal o espacial, como en sentido vertical o social.
En sentido espacial, a partir de mediados del siglo se intensificó la
implantación de la sociedad en la porción del territorio históricamente
demarcada ya ocupada desde fines del siglo XVIII. Se expresó sobre todo en
el nacimiento de ciudades modernas, mediante la transformación de la
ciudad-aldea en ciudad-urbe, en la ampliación del área agrícola y en la
incorporación de áreas por la expansión de la explotación petrolera y minera
en general. No obstante, siguió planteado el problema de la ocupación plena
del territorio históricamente demarcado, con la consiguiente consolidación
de las fronteras. Estas subsistieron como áreas débiles, generadoras de
graves retos y dificultades, sobre todo bajo la presión de los movimientos de
pueblos en países vecinos, y aun en algunos relativamente distantes,
generadores de migraciones no controlables.

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En sentido vertical o social, la reanudación del proceso de implantación se


inició ensombrecido por el recrudecimiento del caudillismo autoritario y
despótico. Tan fuerte condicionamiento hizo que se acogiese como una
instancia salvadora la que concentró esas detestables cualidades en un
ejercicio absolutista centralizado. Resultó reforzada, de esta manera, la
realidad de una república sin ciudadanos, y si con algunos, muy lejos
estaban de ser genuinamente republicanos, por hallarse sometidos o estar
inclinados a modalidades de ejercicio del poder público más cercano del
absolutismo monárquico que de la participación republicana.
No es exagerado afirmar que la formación ciudadana moderna del
venezolano se inició, propiamente, bien entrada la segunda mitad del siglo
XX. Esto no significa poco, en un sentido crítico. Por una parte, pareciera
marcar un considerable retardo respecto de la institucionalización del
Proyecto Nacional. Por otra, impresiona lo acelerado del proceso en el lapso
señalado, en contraste con lo ocurrido en otras naciones latinoamericanas.
Estimo que la consideración de la evolución, durante el siglo XX, de la
integración nacional y del correspondiente desarrollo de la conciencia
nacional, debe situase en una perspectiva histórica regida por dos criterios
maestros: la ruptura del nexo colonial y la consiguiente abolición de la
monarquía, y la traumática gestación de la conciencia nacional venezolana.
Seguramente el primero de esos criterios parecerá exagerado, pero no a
quien tenga una percepción histórico-critica del asunto. Para buena parte del
siglo XX, la ruptura del nexo colonial era un hecho reciente, dado que el
reconocimiento de la independencia ocurrió en 1845, y que todavía en 1898
el imperio colonial español intentó permanecer en Cuba y Puerto Rico. La
abolición de la monarquía contrarió la conciencia monárquica, la fe cristiana
católica y el rechazo de la república por impía y estar asociada con el
desorden social, la anarquía caudillista y los rencores de la guerra a muerte.
Para parte del pueblo y de la que fuera clase dominante colonial, estos
condicionantes estaban todavía vivos a fines del siglo XIX, cuando la
desesperanza republicana volvió Edad de Oro el pasado colonial.
El simplismo de la historiografía nacional redujo la desmembración de la
República de Colombia a un pleito entre grandes hombres de Estado. Pero
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ese trance dejó al venezolano en un reforzado estado de orfandad espiritual.


En menos de diez años se perdieron los dos ámbitos1 en los cuales habían
estado refugiadas su inmadurez política y su generalizada ignorancia de la
vida institucional. Quedó suelto en un espacio socialmente desarticulado, y
sumido en malestares que empujaban el ánimo a dudar de la sensatez de la
disputa de la independencia. El mérito de ;la historiografía patria consistió
en crear una ficción de realización gloriosa, para justificar lo que se
empeñaba en parecer un mal paso; al igual que el de la historiografía
nacional consistió en dar la razón a quienes fueron actores principales en la
demolición de la entonces gran potencia continental bautizada República de
Colombia.
Pero, convertido en una férula puesta oficialmente al ejercicio de la crítica
histórica, estos logros de las historiografías patria y nacional llegaron a ser
el factor determinante del atraso de los estudios históricos, y por
consiguiente de la conciencia histórica, respecto de la evolución de la
conciencia social y política. La instauración e institucionalización de "la
segunda religión", representada por el culto heroico formado en torno al
rendido a Simón Bolívar, fue la veta ideológica de las posturas
militantemente antidemocráticas.
Pero la formación y desarrollo de la conciencia nacional durante el siglo XX
debe ser referida también a tres órdenes de cuestiones, interrelacionadas,
con los cuales cabe suponer que guarda una estrecha conexión, si bien ésta
no ha sido comprobada científicamente. Ellos son el patrón de poblamiento
y de ocupación del territorio, la estructuración social y el desarrollo
infraestructura de la sociedad, en el sentido de su relación con el medio
físico. Puede afirmarse que hasta la década de 1920 confluyeron la bajísima
integración interregional, lo incipiente de una clase dirigente con efectiva
cobertura nacional en sentido territorial, y la adecuación pasiva al medio
físico, representada por la subordinación al obstáculo geográfico y a la
distancia, que gravitaban poderosamente sobre los intercambios de todo
género y bloqueaban la posibilidad de formación del mercado nacional.

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XXX
En el curso histórico formado por las seis cuestiones troncales que he
tratado sumariamente, la sociedad vivió momentos de alta complejidad. No
sólo en el sentido de que se conjugaron realizaciones y tendencias de signo
diverso, sino también porque no pocas veces esos signos estuvieron
belicosamente contrapuestos. Pero lo que naturalmente correspondía a este
género de procesos vio acentuada su repercusión por la precariedad global
de la sociedad.
No obstante, retiene la atención la comprobación de que el balance se
caracteriza por el tenaz adelanto en la larga marcha de la sociedad hacia la
democracia, mediante una demostrada evolución creativa en el ámbito de la
formación, el ejercicio y la finalidad del poder público. En este marco se
ubican los aciertos y desaciertos, los logros y fracasos, cualquiera fuese el
ámbito en que ocurrieran, poique a la evolución creativa hacia la democracia
estuvieron subordinados los demás objetivos sociales.
Quizás el signo más significativo del siglo XX venezolano, respecto de la
integración de la nación, fue la evolución en lo concerniente a la formación
del poder público. A fines del siglo XIX se cerraron los ensayos de
institucionalización política que, si bien fueron defectuosos y con frecuencia
más formales que reales, marcaron una pauta republicana en cuanto a los
mecanismos del poder público. El siglo XX nació bajo regímenes despóticos
y dictatoriales, que alcanzaron su plenitud con un ciclo dictatorial que en su
fase de apogeo ocupó un tercio del siglo, y cuyos dos últimos episodios
preservaron la continuidad del conjunto en cuanto a la formación y la
finalidad del poder público, si bien presentaron, sobretodo el último
episodio y como derivación de presiones internacionales, atemperaciones en
el ejercicio de ese poder.
Por consiguiente, la superación política democrática del pueblo venezolano,
que es cosa de la segunda mitad del siglo, no pudo partir con un horizonte
más cerrado. Se había llegado a considerar democrático y hasta benévolo un
gobierno que no despojase totalmente a la sociedad de algo que no debía
estar en sus manos dar ni quitar: la libertad. En este primordial campo de la
vida social se pasó, en menos de medio siglo, de la formación autoritaria del
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poder público a la formación democrática de ese poder, mediante el


ejercicio de la representación y la ampliación máxima de la participación
electoral, situándose con ello la sociedad venezolana en un nivel entonces
no alcanzado incluso por acreditadas democracias de hoy.
Otro rasgo propio de una sociedad moderna es el ejercicio del poder público
como función social subordinada a las determinaciones y normas
formuladas por la propia sociedad, en el ejercicio de su potestad civil
soberana. El comienzo del siglo estuvo marcado por la total arbitrariedad en
la privación de libertad, por la aplicación apenas embozada de la pena de
muerte a los adversarios políticos, y por el exilio como signo de
benevolencia ante la disidencia. Contada la recurrencia dictatorial iniciada
en 1948, esa demencial práctica del poder público consumió medio siglo.
En este capítulo de la vergüenza histórica la sociedad pasó, en menos de
medio siglo, del ejercicio discrecional del poder público al ejercicio
institucional del mismo, mediante la nunca fácil y jamás completa
instauración del estado de derecho, también siempre vulnerable. Quedaron
reducidas a la condición de aberraciones, rémoras y delitos los que, pocos
años atrás, fueron atributos socialmente soportados del ejercicio del poder
público, en todos los niveles. Signo elocuente de este cambio fue la
extinción de la práctica del exilio, que llegó hasta exigírsele visa de ingrese
al país a los propios nacionales. Pero en la gama de las modalidades del
abuso del poder público sobresalió la de disponer el gobernante de los
recursos y bienes públicos sin más límite que su voluntad. El comienzo del
establecimiento del control fiscal, casi a mediados del siglo, fue también el
de una administración pública moderna. Al añadírsele, casi cinco décadas
después, el control de la gestión y el funcionamiento del Estado, se dio un
importante paso en la marcha hacia la democracia institucionalizada.
La formación y el ejercicio del poder público son consubstanciales con la
finalidad del mismo, en cuanto a su naturaleza y legitimidad. En una
sociedad democrática la finalidad del poder debe concordar con el tono
general de la sociedad, dado por el concurso de las aspiraciones sociales e
individuales. En este fundamental aspecto el siglo XX se inició y se
mantuvo, hasta la mitad de su curso, marcado por el primitivo ejercicio del
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derecho de conquista sobre la totalidad social, ejercido por una agrupación


de déspotas que irrespetaron incluso los valores espirituales e intelectuales
cultivados en la región que decían representar. La "era andina" significó no
sólo la clausura de los conatos de institucionalización política, sino también
el establecimiento de una pauta de gobierno que perduró durante más de
medio siglo. Este es el legado esencial del periodo que abarcó desde 1899
hasta 1945, y se extendió desde 1948 hasta 1958. Para el poder público no
existía Venezuela, como totalidad, salvo para ser pasto de su arbitrariedad y
la satisfacción de fines personales, grupales y regionales.
Concebir la nación como asunto de todos, conducido por todos y en
beneficio de todos, no ha sido tarea fácil en ninguna sociedad, ni ha sido
logro perfecto ni ha estado a salvo de crueles retrocesos. La reciente historia
de la discriminación racial llevada hasta el crimen, en muchas sociedades
evolucionadas, ilustra esta afirmación. Importa registrar el hecho de que de
la finalidad regionalista del poder público se pasó a la finalidad nacional de
ese poder y a la nueva concepción descentralizada de lo nacional.
Hace algún tiempo caractericé la Venezuela de la primera mitad del siglo
XX como una masa de peones analfabetos, desnutridos y enfermos,
enseñoreada por un club de escogidos de la suerte, que iban a desalterarse en
Europa y que enviaban a sus hijos a lustrarse en esos mundos ilustrados.
Hice una caricatura, pero como suele ocurrir con las caricaturas, sólo
exageré los rasgos de la realidad.
Por cierto, al mismo tiempo que esos privilegiados salían al exterior, lo
hacían los exiliados, no pocas veces para seguir prisioneros de la escasez, la
miseria y hasta del hambre, compartiendo, a distancia, la suerte cotidiana de
la generalidad del pueblo venezolano. La tarea planteada, transcurrido ese
medio siglo, no fue restablecer la sociedad agredida en su derecho a
procurar su bienestar, sino establecer la sociedad misma.
Históricamente la aspiración de justicia ha estado en la sociedad venezolana
vinculada con la de libertad. Ambas confluyeron en el propósito de romper
el nexo colonial. El saldo inicial en este aspecto no pudo ser menos
alentador. La organización de la justicia republicana requería de una vasta y
compleja labor legislativa, sólo muy lenta y difícilmente realizada por uña
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clase dirigente que se resistió a abandonar los remanentes de la estructura de


poder interna de la sociedad colonial, para substituirla por una republicana,
hasta el punto de que el siglo XX se inició cuando aun no se había secado
bien la tinta de los códigos de la república.
Ascender de allí a una judicatura proba y a una conciencia jurídica
republicana, representó otra de las grandes tareas de la democracia. No fue
poco lo avanzado: del monopolio de la violencia por el Gobierno, en todos
los niveles, se pasó al ejercicio institucional de la violencia social, mediante
un sistema judicial que se resintió de la ausencia de una sociedad
democrática que lo regulase y lo estimulase, vigilando su funcionamiento,
sancionando sus actos de corrupción y recompensando socialmente su
probidad, por reconocerle a la justicia su condición de factor básico del
funcionamiento de una sociedad genuinamente democrática, poseedora, por
consiguiente, de una mentalidad jurídica predominante.
La apertura hacia el ejercicio de la libertad y el goce de la igualdad,
instrumentos necesarios para quebrar los fundamentos despóticos y
discriminatorios de la sociedad venezolana, que rigieron de manera poco
menos que irrestricta hasta mediados del siglo XX, no sólo comprometió a
la sociedad en un acelerado y radical proceso de cambio, sino que generó su
propia dinámica y ésta terminó por prevalecer en la vida social y política de
fin de siglo. Quedó revelada la incapacidad de las instituciones para regular,
encauzándolas, esas poderosas fuerzas. A su vez, tanto la clase dominante
como la clase política demostraron carecer de la autoridad ética y de la
creatividad política requeridas para promover, oportuna y eficazmente, la
correspondencia de las instituciones con la nueva dinámica social. La
quiebra ética de la clase dominante privó al poder social de un referente en
el cual, aunque sólo fuese formalmente, se apoyaba el paradigma de la
posibilidad de conciliar el éxito económico y social con los valores morales.
La clase política abandonó su concepción pedagógica del poder público,
rectora de su empeño transformador de la sociedad, y la substituyó por la
administración de ese poder, con una desenfrenada inclinación a volverla
simple aprovechamiento privado del mismo.

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Durante la primera mitad del siglo la conciencia nacional estuvo hipotecada


a los requerimientos de los regímenes dictatoriales. La desnudez ideológica
de tales regímenes los llevó a refugiarse en una rudimentaria e intolerante
concepción patriótica y nacionalista de la conciencia nacional. No bastó con
la ausencia de libertad de expresión, ni con la supresión violenta de toda
forma de oposición interna. Se intentó bloquear la sociedad para impedir el
ingreso de proposiciones ideológicas modernizadoras. Para ello se
emplearon dos recursos: la exaltación del culto heroico y la lucha contra el
comunismo. Anti patriota era todo el que emitía un juicio adverso al
gobierno, y comunista todo el que intentara promover alguna forma de
oposición al régimen dictatorial. En tales condiciones fue muy difícil la
formulación de objetivos nacionales que superasen la aspiración de libertad,
pero en el ocaso de la dictadura esa aspiración inició su conversión en metas
políticas democráticas, mientras el estado general de la sociedad quedó bien
representado por la declaración de la erradicación del paludismo como
objetivo nacional, quizás el primero plenamente realizado en el siglo XX.
La modernización ideológica, comenzada a partir de la tercera década del
siglo, formó una gama cuyos polos fueron la democracia liberal y el
socialismo. El programa de la democracia venezolana comenzó a
componerse en el exilio, con la aspiración de orientar la nueva oposición a
la dictadura, en pugna con la oposición caudillesca tradicional y el surgente
partido comunista. Al mismo tiempo, en los círculos del poder y la Iglesia
tomaron pie la ideología del fascismo italiano y luego del falangismo, al
calor de la guerra civil española. El desarrollo de la social democracia, hasta
llegar a prevalecer por medios democráticos en 1947-1948, se realizó desde
el comienzo, en permanente enfrentamiento con el comunismo, y, una vez
terminada la II Guerra Mundial, también con la democracia cristiana.
En este juego de corrientes ideológicas y partidos políticos, propio del
régimen democrático, la injerencia de las ideologías militaristas fue el
principal obstáculo en el camino hacia la institucionalización de la vida
política y social. Al traspasar su propia institucionalidad y penetrar en la de
la sociedad civil, la participación de las fuerzas armadas, por esencia
autoritaria, perturbó reiteradamente la evolución política y social

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modernizadora del país, contribuyendo a la desorientación de la


participación social y política y manteniendo latente el engañoso prestigio
ordenador del caudillo, a lo largo de todo el siglo.
El resultado de la necesaria apertura hacia la libertad y la igualdad fue una
sociedad que soltó el lastre tradicional de discriminación y la arbitrariedad,
lo que la hace sobresalir entre sus semejantes en América Latina y el Tercer
Mundo. Pero significó también que de la total ausencia de democracia se
pasó a la práctica generalizada de la demagogia, dolencia de la democracia
de difícil diagnóstico: si de adolescencia, si de senectud. En cualquier caso,
ella significó lo que ha significado en toda sociedad donde su brote no ha
podido ser contenido: pérdida de la capacidad de la sociedad para ejercer el
autocontrol, calamitoso desenvolvimiento de la vida política y
desestimación de sus propios logros y realizaciones.
Mientras los venezolanos llevamos una vida precaria, dispersos en un
hábitat en su mayor parte desconocido e insalubre, sin ninguna posibilidad
de contribuir de manera significativa al desenvolvimiento del sistema
capitalista en expansión, ni como proveedor, ni como mercado, ni como
plaza de inversiones, estuvimos ausentes del escenario internacional, como
no fuese por los conflictos derivados de nuestra desordenada vida política y
social. El siglo comenzó con atropellos a la soberanía y amenazas a la
independencia, que no llegaron a mayores no porque lo impidiera la fuerza
de una sociedad desmirriada. El establecimiento de las grandes empresas del
petróleo, con sus rivalidades Ínter imperialistas, creó un escudo tras el cual
los venezolanos preservamos nuestra condición decimonónica casi hasta la
mitad del siglo. Pero, el crecimiento de la industria petrolera marcó también
el inicio de la presencia del país en el escenario internacional.
Esos acontecimientos de 1945 representaron el ensayo de aplicación del
programa democrático, valido de procedimientos militares y políticos
tradicionales y ajenos a la doctrina democrática. Pero la expansión
democrática, a partir de 1946, significó una creciente presencia de
Venezuela en América Latina y el mundo, la que llegó a su apogeo durante
el periodo democrático que arrancó nuevamente desde 1959, pasando de

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representar un papel internacional casi insignificante a uno ocasionalmente


muy significativo.
Sobre la base de una economía agraria, cuyo arcaísmo sobrevivió casi
indemne a los propósitos de cambio tecnológico y económico, prolongó su
existencia una formación cultural de escasa creatividad, cuya capacidad de
penetración apenas rebasaba los límites imprecisos de unas pocas ciudades-
aldeas. La periódica incidencia de corrientes culturales y de pensamiento
externas, sacudía la formación cultural y cristalizaba en manifestaciones
individuales de excelencia, para las cuales la alternativa era procurar algún
favor o protección oficial que les permitiera intentar realizarse fuera del
país, o languidecer en su seno si es que la rebeldía espiritual consubstancial
con la creatividad no le abría la puerta del calabozo o lo lanzaba al exilio.
Los procesos de transformación, en todos los órdenes, estimulados por la
industria petrolera, la coyuntura política de la II Guerra Mundial y la
apertura democrática promovida a mediados del siglo, a lo cual se sumó el
efecto cultural de la inmigración masiva, reventaron la formación cultural
decimonónica, abriendo la educación a la mujer, generalizando la
instrucción y comenzando a crear mercado para la capacitación técnica,
científica y cultural. Como resultado del siglo en este campo, la sociedad
pasó de una prolongada elementalidad cultural a un cierto grado de
abigarramiento cultural, si bien la actividad cultural se enriqueció
notablemente en todos los órdenes, pero con especial relieve en las artes
plásticas y la música. Al mismo tiempo el escenario de esa actividad se
amplió a un considerable número de ciudades-urbes e incluso de ciudades-
aldeas.
La mayor dificultad de este intento de preponer un balance histórico del
siglo XX venezolano, consiste en decidir cuánto y que de ese siglo merece y
debe ser transmitido, en una síntesis como ésta, al venezolano del próximo
siglo. En todos los campos ige esta dificultad pero quizás ella sea mayor en
lo que concierne a la forma como la sociedad venezolana se ha pensado y
vivido a sí misma, es decir a la evolución de a conciencia histórica. Algo
adelanté de esto al tratar del desarrollo de la conciencia nacional.

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En el complejo de tendencias que integran la conciencia nacional siempre


será posible advertir el contraste entre las tendencias creativas, las
estacionarias y las regresivas. El resultado de este forcejeo puede ser tan
diverso como las maneras de enfrentarse, entrelazarse y continuarse, las
tendencias que generan ese forcejeo. Por ello es inevitable tener que
referirse a los rasgos predominantes. En este campo el siglo XX venezolano
se caracterizó por el paso de una situación de estancamiento de la conciencia
histórica y social a una de desfasaje entre la conciencia histórica y social y
la evolución social, probablemente como expresión de lo acelerado del
proceso global de cambio, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX.
Quizás la mejor representación de este proceso sea la temible substitución
regresiva de la conciencia nacional por el culto heroico.
El hecho de mayor trascendencia en esta materia fue la crisis general del
socialismo, que englobó el fracaso del socialismo tercermundista. Este fue
factor primordial del desconcierto ideológico prevaleciente en la sociedad al
finalizar el siglo. Las consecuencias se acentuaron por la virtual ausencia de
líderes de relevo, debida a la pérdida de jóvenes activistas políticos, como
saldo de la lucha subversiva y guerrillera vivida a partir de 1961.
En este escenario se produjo una acelerada crisis institucional, alentada por
la cobardía cívica de los dirigentes democráticos, extraña a la determinación
demostrada en la década de 1960, y terminó por acogotar la democracia y
poner en un grave predicamento las instituciones erigidas en la segunda
mitad del siglo.
No me corresponde adentrarme en la explicación del desfasaje que acabo de
señalar como rasgo de la conciencia histórica y por lo mismo de la social y
política. Pero no puedo dejar de asomar algunas consideraciones sobre sus
causas reales. Probablemente la más importante sea el hecho de que el
venezolano sale del siglo consciente de que aún no se ha logrado el objetivo
primordial de asegurar el predominio de la potestad civil sobre la militar.
Igualmente, se ha apoderado del venezolano la convicción de que lo
conseguido en los diversos órdenes civilizatorios ve su valor manchado por
un irresponsable despilfarro de recursos, convicción que se asienta en una
interpretación errada de la significación de lo hecho y en la ignorancia de la
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historia de otras sociedades. Creo oportuno recordar que el cuadro causal del
desaliento fue perfeccionado por el extremo debilitamiento del poder social,
provocado por la quiebra ética y moral de la clase dominante y el fracaso de
la clase política, a las cuales cabe responsabilizar, en primer lugar, por el
hecho de que el siglo se cierre sin que pueda considerarse superado del todo
el hasta ahora doloroso axioma de que en Venezuela quien domine el Estado
controla la sociedad.
Nuestra historia reciente, como la de otros pueblos, enseria una lección que
los venezolanos hemos tardado en aprender. Ella es que si incluso
ciudadanos desasistidos de bienes elementales han dado vida a la
democracia, movidos por el amor a la libertad y que si de este título puede
vanagloriarse la democracia, como régimen político, no es ni será nunca, en
el fuero interno de los ciudadanos, la fuente suficiente de su legitimidad.
Pero tampoco hemos comprendido que es a los ciudadanos, conformados
como sociedad democrática, a quienes les corresponde esforzarse por abrir
oportunidades y aportar recursos para realizarlas en ello confluyen el
cumplimiento de los deberes y el goce de los derechos, en una obra siempre
por comenzarse, jamás terminada, siempre amenazada. Partiendo del Estado
benefactor, desatado en aras de la demagogia disfrazada de populismo, se
tomó conciencia de la necesidad de ponerse en el trance de volver parte de
la libertad el ejercicio de los deberes y el goce de los derechos sociales y
económicos, lo que habría significado intentar que el ejercicio irrestricto de
la libertad y la reivindicación desnaturalizada de la igualdad, retomasen
cauces, ahora establecidos por la sociedad democrática.
Estos grandes logros civilizatorios no admiten derogaciones sin padecer
daño esencial, es cierto, pero tampoco las derogaciones privan lo logrado de
toda su altísima significación, la de que es posible afirmar que al finalizar el
siglo XX los venezolanos adquirimos la certidumbre de que somos una
nación históricamente fundada.
XXX
En buena parte, la evolución de la sociedad venezolana en el siglo XX
permite parafrasear una conocida sentencia, diciendo que en los pueblos
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jóvenes los hombres hacen las instituciones, mientras que en los pueblos
viejos las instituciones hacen a los hombres.
Invertimos el siglo XX en la edificación de las instituciones básicas del
régimen político republicano, democrático y representativo. Esto no nos
hace diferentes, ni mejores ni peores que los demás pueblos, de todos los
continentes, que han transitado, o transitan, desde la monarquía a la
república o que han logrado conciliar el ordenamiento republicano
democrático con la conciencia monárquica. Sólo que en el caso venezolano
la tarea fue especialmente difícil porque se trató, al mismo tiempo, te formar
la sociedad, en sentido moderno y de establecer las instituciones.
A comienzos del siglo XX, la venezolana estaba todavía lejos de ser una
sociedad constituida y sus instituciones eran poco menos que fantasmas
escapados de un tratado de derecho constitucional. A finales del siglo la
venezolana era una sociedad constituida en crisis de desarrollo hacia una
sociedad genuinamente democrática, con instituciones que vivían, desde
hacía casi dos décadas, un proceso de reformulación del Proyecto Nacional.
Apreciados en la perspectiva histórica del mediano plazo, que constituye la
porción del siglo XX válida a este efecto, incluso las fallas y los vicios
generados por el sistema democrático pueden ser considerados como
resultados positivos del mismo, por el cambio de naturaleza y de dinámica
de la sociedad que denotan.
Quizás la expresión sintética del siglo XX venezolano se desprenda del ya
anotado hecho de que la historia de la sociedad venezolana dejó de ser la de
una sociedad agraria que se resistió a morir y ha comenzado a ser la historia
de ciudades-urbes que apenas están naciendo, lo que ciertamente obligará a
los historiadores del próximo siglo a repensar la totalidad del proceso
histórico de la sociedad venezolana, ojalá que procesando críticamente
algunos de los enfoques que me he atrevido a esbozar.
Caracas, septiembre de 1999

28 elpanalas3@hotmail.com

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