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desde el otro lado

Después de jubilarme como policía, creí que trabajar


de vigilante sería algo fácil. Me contrataron en un
mercado, debía quedarme en él hasta el amanecer. Al
comienzo de la primer noche, el dueño del mercado me
advirtió que iba a escuchar algo bastante desagradable
que se repetía todas las noches, pero que no le diera
importancia. Acercándose a una pared, puso una mano
sobre ésta y me dijo:

- Esta pared es el límite con el otro terreno, y es


muy delgada, escuche - y golpeó la pared -. En la casa
de al lado se la pasan discutiendo de madrugada, y
desde aquí se escucha clarito. El asunto nunca pasa a
mayor, sólo gritan un poco y ya. Cuando policía
supongo que habrá visto mucho de esto.
- Lamentablemente sí, y sé que a veces no hay que
meterse - le dije -. Cuando uno está de servicio es
el deber, claro, pero ahora no es mi trabajo, a no ser
que escuche que está muy fea la cosa…
- Nunca pasa de discusiones. Usted de una vuelta por
otro lado y no le de importancia.

Cuando quedé solo comencé a recorrer el local, que era


inmenso. Como casi todas las luces estaban apagadas,
iluminaba mi camino con la linterna. Revisé las
ventanas, pasé por el depósito, y después estuve largo
rato sentado en la oscuridad en la pieza donde tenía
la cafetera y mi bolso.
A las tres y cuarto escuché un sonido lejano que me
alertó. Salí de la pieza y caminé contra un muro, en
la penumbra; no quería encender la linterna porque
todavía no sabía la procedencia del ruido, y no quería
delatar mi posición. Escuchando, concluí que era
fuera del local: eran los vecinos discutiendo.
La discusión era entre un hombre y una mujer, y cada
uno intentaba herir al otro, algo que suele terminar
muy mal.
Sentí el impulso de ir a golpearles la puerta, porque
la voz del hombre indicaba que estaba por ponerse
violento, pero súbitamente callaron. Escuché un rato
más, todo permanecía en silencio, así que volví a
recorrer el lugar.

A la madrugada siguiente, lo mismo, comenzó la


discusión. Esta vez golpee la pared varias veces, y
callaron de golpe, mas enseguida respondieron con
golpes en la pared. Aquella respuesta me enfadó un
poco y volví a golpear, y la respuesta desde el otro
lado fue más fuerte todavía. Entonces decidí ir a
encarar a la pareja para ver qué clase de locos eran,
y si el tipo se iba a animar a decirme algo.
Tenía todas las llaves. Salí por el frente y fui hasta
la casa que estaba al lado. La fachada lucía bastante
mal, estaba descuidada. Toqué la puerta y esperé.
Llamé varias veces, nada. Por costumbre, fui hasta una
ventana y miré hacia adentro, y por costumbre también
encendí mi linterna, y vi de pronto que la pareja iba
levitando, flotando bastante por encima del suelo.
Estaban tomados de la mano. Ella vestía un camisón
sangriento; él un pijama ensangrentado. Lucían como
alguien que ha muerto hace días, aunque sus ojos se
movían; se miraban entre si y me miraban, y flotaban
avanzando por la sala. Cuando me aparté de la
ventana, los dos habían arrimado la cara al vidrio,
después me siguieron con la mirada hasta que el muro
del mercado se los impidió.
Como es de esperarse, ya no pude trabajar más allí.
De esa experiencia aterradora que quedó algo: cada vez
que escucho que golpean una pared me aterro, pues no
sé que hay del otro lado.
El bosque maldito
Llegaba el ocaso y Duncan aún galopaba por el bosque
maldito. Había salido del palacio con los primeros
rayos del sol y durante el día anduvo cazando con arco
y acampando. Hacia el final de la tarde hirió a un
jabalí, persiguiéndolo después largamente. En la
persecución cruzó a galope por densos matorrales y
costeó peligrosamente el borde de unos
barrancos donde, al paso de él algunas piedras que se
desprendían y rodaban hacia el fondo siempre brumoso
de aquellos abismos. Tan empeñado estaba Duncan, que
en su afán por capturar a la bestia no reparó en lo
tarde que era, y recién cuando perdió el rastro entre
las primeras penumbras de la noche, tomó conciencia
de que debía regresar.

Para llegar al castillo debía atravesar el camino que


zigzaguea por el bosque maldito, un lugar donde por
la noche vagaban todo tipo de espantos y apariciones
engañosas que pueden enloquecer de terror a un
hombre. Duncan galopaba agazapado sobre el lomo del
caballo y azuzaba al animal para que corriera más. La
luna asomó tras una montaña y el bosque se inundó de
su luz espectral, y la bruma de las zonas bajas
resplandeció, y espíritus malignos y antiguos
despertaron a la noche, y duendes maliciosos salieron
de sus cavernas dando saltos entre las rocas; mientras
Duncan seguía galopando. De pronto algo se atravesó
en el camino; un lobo blanco cruzó corriendo. El
caballo se asustó y se levantó sobre sus patas
traseras lanzando un relincho. Duncan cayó hacia
atrás, y aunque se levantó rápido no pudo evitar que
su caballo siguiera solo, desapareciendo al galope
tras un recodo.

Desparramando su mirada por el aterrador paisaje


nocturno que lo rodeaba, Duncan pensó que su situación
era grave; su espada y el arco habían quedado en la
montura y sólo cargaba un cuchillo de monte. Sendos
rayos de luz lunar bañaban el camino. Se hincó en el
lugar por donde había pasado el lobo y no vio sus
huellas; sólo había sido una aparición.
Siguió a pié por el camino, atento a lo que escuchaba,
volteando ante el menor crujido de una rama y mirando
sobre su hombro cada pocos pasos. Algunas sombras o
siluetas cruzaban entre los árboles desde donde
llegaban algunos rumores y risitas malévolas que
infundían terror en el corazón valiente de Duncan. De
repente escuchó el tronar de un galope que venía hacia
él. Saltó a un costado del camino y empuño el
cuchillo. Por el camino apareció un jinete que
reconoció inmediatamente; era Enid, su esposa.

-¡Enid! -gritó Duncan saliendo de las sombras. Ella


frenó al animal y saltó a tierra.
-¡Duncan! -exclamó ella, y se echó en sus brazos.
-Tu padre no quería que viniera, dijo que era muy
peligroso, pero yo tomé un caballo y vine, no podía
quedarme sin hacer nada, sabiendo que estabas en este
bosque maldito -dijo Enid.
-¡Enid! Tenía razón mi padre, aquí es muy peligroso,
¡pero que bueno que viniste! Ahora vámonos.

Y dicho esto Duncan montó, tendiéndole el brazo


después para que ella subiera. En el anca del animal,
ella se agarró fuerte a Duncan, y juntos partieron
rumbo al castillo. Al cruzar por una zona bien
iluminada, donde el bosque se abría, Duncan se dio
cuenta que el caballo que montaba era el mismo que
había usado ese día, el que lo volteara. Y entonces
sintió un terror atroz: lo que lo envolvía entre sus
brazos no podía ser su esposa, pues era imposible que
el caballo hubiera regresado a la caballeriza sin que
lo notaran, ya que ésta estaba tras los muros y antes
de caer la noche la puerta se cerraba.

Con terror en la mirada, bajó la vista hasta los brazos


que rodeaban su pecho y vio que eran esqueléticos y
arrugados como los de una anciana decrépita. Duncan
comenzó a gritar, y su acompañante lanzó una risotada
estridente y horrible. Él enloqueció de miedo y se
perdió en el bosque maldito.
Él
Por las ventanas de la solitaria casa escapaba algo
de luz, haciéndola resaltar en la noche. Hacia todos
lados se extendían praderas y plantaciones que se
alternaban. Un camino cruzaba cerca de la casa, y
desde el anochecer, María escudriñaba rumbo a uno de
sus extremos, esperando afligida.
Esa parte el camino atravesaba un terreno que se iba
elevando, y descendía abruptamente del otro lado de
la colina. María miraba hacia la cima, hacia la parte
donde el camino parecía desaparecer, esperando que en
cualquier momento se recortara en él la silueta de
Gerardo, su marido, que siempre regresaba de su
trabajo al atardecer, pero que aún no lo hacía.
María volteó hacia la casa. “Mejor preparo la cena
mientras lo espero”, pensó. Echó una última mirada al
camino, después salió con paso lento hacia su hogar.
En la mesada de la cocina, María raspaba una
zanahoria, sumida en sus preocupaciones. Estaba
ubicada frente a una ventana, y tras el cristal, en
el fondo oscuro de la noche, surgieron de pronto dos
ojos que la miraban fijamente. María estuvo a punto
de gritar, pero tras un instante, los ojos estaban en
el rostro de Gerardo, y éste sonreía, mas la mirada
era la misma. Ella se llevó las manos al rostro,
luego las bajó hasta el pecho como quien siente su
corazón.

- ¡Gerardo, que susto me diste! - Exclamó ella, y le


preguntó -. ¿Qué haces ahí, como espiando? No es nada
gracioso.
- Quería ver si estabas en casa - respondió él, y se
alejó de la ventana y la oscuridad lo cubrió
completamente.

A ella le resultó un poco rara la respuesta. Mientras


se limpiaba las manos, un montón de interrogantes se
agolparon en su mente. Al pasar a la sala descubrió
que él aún no había entrado.
Al abrir la puerta lo vio a unos pasos de ésta,
sonriendo.

- ¿Por qué no entraste? ¿Qué te pasa? - lo interrogó


María.
- Nada, no me pasa nada - y después de responder eso
entró. Se sentó en un sofá, siempre sonriendo, y
volteando hacia un lado y hacia otro observó todo lo
que lo rodeaba.

Por más que María lo interrogó, no pudo hacerlo contar


qué le había pasado, y respondía casi todo con las
mismas respuestas. Luego se fueron a acostar.
Al amanecer ella despertó sola. Primero creyó que él
se encontraba en el baño, después lo buscó en la
cocina, por toda la casa; ya no estaba, se había
marchado. Al salir al patio, recorrió los
alrededores con la mirada, y vio que Gerardo venía por
el campo. Al verlo de cerca se impresionó: estaba
pálido ojeroso. Cuando él, después de recuperarse un
poco, le narró lo que le había pasado, María se llenó
de terror y se estremeció, comenzó a negar con la
cabeza y se echó a llorar como una loca: A Gerardo lo
habían paralizado con una luz extraña que proyectaron
desde un ovni que apareció de repente en el cielo, y
había permanecido así toda la noche.
La cripta
El pueblo estaba perdido entre valles y montaña, y
cada vez estaba más vacío.
La gente se iba. Familias enteras partían en carretas,
ante la falta de trabajo; pero eran más
los que desaparecían que los que se veía partir.
Como las ratas que se multiplican en las guerras, o
los buitres que se hartan tras una batalla;
Rolando y Jim se beneficiaban de aquella
situación. Pasaban el día recorriendo el pueblo, y
de noche
entraban a las casas vacías y robaban cuanto podían.
Eran hermanos, y hacían cualquier cosa menos trabajar.
Los dos eran altos y delgados,
su mirada era como la de un depredador, y siempre
sonreían maliciosamente.
Como buenos observadores, sabían que en el pueblo
estaba pasando algo raro, pero no sabían
qué; pero de todas formas decidieron largarse, mas
antes iban a dar otro golpe.
Durante la noche, aprovechando la luz de la luna, se
metieron en el cementerio, caminaron
por el campo santo hasta encontrar la cripta de la
familia Lugones, los antiguos propietarios
de todas las tierras que había en la región.
Ya no quedaban integrantes vivos de aquella familia,
ahora todos estaban en la cripta.
Los hermanos suponían que los restos de aquella gente
estarían llenos de joyas y cosas de valor.
Encontraron la cripta y forzaron el
candado. Encendieron un farol que llevaban y
descendieron
por unos escalones de piedra, por donde corrían todo
tipo de insectos rastreros.
Ya en el corazón de la cripta comenzaron a investigar
el lugar. Les sorprendió la cantidad de
ataúdes que había.

- Bueno Jim, comencemos. Vamos a abrir primero este -


dijo Rolando.
- Eh, Rolando… ¿No te parecen demasiados ataúdes? -
murmuró Jim girando con el farol en alto.
- Cuantos más mejor, más joyas. Ahora ayúdame a
destapar nuestro primer ataúd, y deja ese
farol en el suelo, ¡vamos!

Al abrir la tapa los dos quedaron de boca abierta y


se miraron entre si. El cuerpo que estaba
adentro parecía muy reciente, no estaba descompuesto,
era una mujer.
- Rolando ¿Cuánto hace que enterraron al último de los
Lugones?
- Que yo sepa hace años.
Jim se inclinó hacia el ataúd, le pareció que conocía
a la mujer. La observaba de cerca cuando la
mujer abrió los ojos y movió la cabeza hacia él,
seguidamente lanzó un grito agudo, y en su boca
asomaron unos largos colmillos.
Los dos se alejaron varios pasos, y de repente se
escucharon ruidos en toda la cripta. Los ataúdes
comenzaron a abrirse, y sus ocupantes se incorporaban
con rapidez hasta quedar sentados,
volteando inmediatamente hacia los hermanos. Los dos
lanzaron un alarido y corrieron hacia las
escaleras, olvidando el farol en su apuro. La
escalera estaba negra de oscuridad, al no ver los
peldaños se apoyaban también con las manos; detrás de
ellos avanzaba una turba de vampiros.
Salieron de la cripta cuando la turba casi los
alcanzaba. Llegaron a subirse al muro,
pero enseguida los agarraron de las piernas y los
jalaron hacia abajo.
Los gritos de los hermanos llegaban hasta el pueblo
pero nadie los fue a socorrer; la mayoría ya
eran vampiros.
La voz del Diablo
Una voz extraña vino desde la oscuridad, cortando la
conversación que entablábamos. Éramos varias las
personas que estábamos allí, sentados bajo el porche
de la casa, respirando el fresco de la noche,
conversando animadamente. El frente de la vivienda
en donde nos encontrábamos, estaba bien iluminado,
pero más allá de la zona de influencia de esa luz, en
los campos y arboledas cercanos, se cernía una noche
terriblemente oscura.
Estábamos en medio de una charla cuando escuchamos
aquella voz, y todos volteamos hacia la oscuridad.
Parecía venir del camino que estaba a unos cincuenta
metros de allí, era fuerte y clara pero no se entendía
una palabra de lo que decía, y sonaba por demás
extraña.

- ¿Y eso? ¿Es alguien que va por el camino? - preguntó


uno de los presentes, dirigiéndose al dueño del lugar,
que estaba sentado con nosotros.
- Más bien, algo que va por el camino - contestó él,
dejándonos con más intriga.
- Cómo que algo ¿Qué quiere decir? - esta vez pregunté
yo. El tipo se volvió hacia mí medio sonriendo.
- Bueno, no es una persona. Una vez intentamos
ver quién andaba ahí, iluminamos el lugar con unos
faros, pero no vimos nada. Sólo en el último instante
en que el rayo de luz enfocó el lugar, creí ver algo,
por un tiempo mucho menor al que dura un pestañeo,
pero no era una persona, y les juro que se me erizó
toda la piel del cuerpo, y casi me descompongo.
- Pero que fue lo que vio - insistí.
- No lo recuerdo, el tiempo fue tan corto, que no me
quedó en la memoria, o no lo vi realmente, ¡no sé! Se
escucha en las noches oscuras como esta, y la verdad
es que no quiero saber qué anda ahí, nada bueno
seguramente.

El relato los impresionó a todos, y mudos miraban


hacia las sombras desde donde seguía llegando la voz.
Entonces me puse de pie.
- Si me presta una linterna voy a ir a ver, la
curiosidad me mata - le dije al dueño del lugar.
- No, deje eso hombre, no es bueno meterse con esas
cosas - No quise insistir. Recordé en ese instante,
que tenía una linterna en el auto. Los otros se
levantaron y dijeron que no fuera; no les hice caso.

Linterna en mano avancé rumbo a la voz, que todavía


se escuchaba. Los otros, desde el porche, me gritaban
que volviera.
Al llegar al portón me detuve. Iluminé ambos extremos
del camino, nada, y ya no distinguía de dónde llegaba
la voz. Voltee en todas direcciones, tratando de
ubicar el origen del sonido. Vi algo cuando iluminé
una arboleda cercana. Entre las ramas surgió de pronto
una cabeza alargada, con grandes ojos que me miraban,
y sentí un terrible escalofrío, y desvié el rayo de
luz.
Pasado aquel instante de terror, me di cuenta que lo
que vi fue la cabeza de un caballo. Cuando volví a
apuntar la linterna ya no estaba, y tampoco se
escuchaba la voz.
Regresé al porche con las piernas rígidas de miedo.
Enseguida me preguntaron si había visto algo.
- No andaba ninguna persona, esa voz no tiene
explicación. Y mientras buscaba, un caballo se asomó
entre los árboles y me dio tremendo susto - les dije.
- ¿Un caballo? - preguntó el dueño del lugar -. Los
míos están encerrados en el galpón.
Al escucharlo evoque la imagen de aquella cabeza, y
la recordé guiñándome un ojo y sonriendo.
¿Qué es aquello...?
- ¿Qué es aquello que hay allá, compañero? - le
preguntó Ismael a Javier. Era de madrugada y caminaban
tambaleándose. Habían dejado atrás las luces de un
pueblo y la algarabía de un cumpleaños, e iban rumbo
a la carretera, donde con suerte podrían tomar un
ómnibus.
- ¿Qué es lo qué, Ismael? ¿Allá adelante?… - Contestó
con preguntas Javier. Escudriño en la oscuridad de la
noche y creyó distinguir algo -. Es un caserío -
afirmó.
- No… yo creo que es un… no, a ver, sí, es un
cementerio.

Los dos, con paso desparejo, de borracho, se fueron


acercando más hasta confirmarlo.

- Era un cementerio nomás, tenías razón y… ¿Qué más


iba a decir? No me acuerdo.
- Claro, si distinguí unas cruces y todo. Es el
cementerio del pueblito.

El portón del cementerio, medio derrumbado, estaba


hecho de chapas y se encontraban bastante separadas
entre si. Al pasar frente a él, vieron que alguien
asomó la cabeza entre la separación de dos chapas.

- ¡Una aparición, Ismael! - gritó Javier, e intentó


huir, pero Ismael se lo impidió sujetándolo de la
parte de atrás del cuello del abrigo.
- ¡Que aparición ni que nada! Debe ser el vigilante
del ahí - dijo Ismael, que era menos impresionable.
- ¡Suélteme! ¡Que me voy de aquí…! - le exigió Javier,
y salió corriendo como podía. Ismael se quedó. Bajó
la mirada y buscó hasta que vio una piedra, que por
ser de color claro se distinguía aún en la penumbra.

- ¿Y usted qué mira? - preguntó Ismael con tono


amenazante. Lo que estaba detrás del portón se movió
levemente, y a él le pareció que el otro movía la boca
como si estuviera hablando, pero solamente escuchó una
especie de gemido apagado.
- ¿Qué acaso es mudo o qué? ¿Piensa que me está
asustando, a mí?… ¡Jajaja! Mejor deje de estar
mirándome como lechuza o le doy una pedrada que ya va
a ver… ¡Ah! Sigue ahí. ¡Ahí le va! - y le arrojó la
piedra. No tenía la intención de pegarle, sólo quería
que la piedra diera con estruendo en la chapa, y así
asustar a aquel curioso; pero el proyectil salió
directo a la cabeza, y la atravesó como si ésta no
existiera: era una aparición.
Ismael sintió tanto terror de forma tan súbita, que
salió de allí casi curado de su borrachera.
Sendero de terror
Desde un principio me pareció una mala idea practicar
senderismo en una zona no señalizada que
desconocíamos; pero nunca imaginé que nos fuéramos a
cruzar con un ser sobrenatural.
Camilo, Wilmar, Rosa, Silvia, Cecilia y yo, partimos
cuando el sol estaba alto. Con gafas de sol, gorro,
bastón y mochila, parecíamos unos verdaderos
senderistas, aunque en realidad recién nos iniciábamos
en esa práctica.
El paisaje era hermoso, pero observándolo intuí que
sería fácil perderse en él. Cuando terminábamos de
subir un repecho veíamos el siguiente. Había cactus y
rocas grises hacia donde miráramos, y resaltaba cada
tanto algún arbusto de ramas retorcidas de apariencia
reseca. Aun así el lugar tenía su belleza, y mirábamos
a lo lejos al alcanzar las cimas que se sucedían una
tras otra.
Por el camino Rosa gritó de repente y se pegó a mí al
tiempo que señalaba una roca.

- ¡Una víbora! ¡Mira Gabriel! - me dijo Rosa.


Efectivamente, encima de la roca, enroscada, pronta
para atacar, había una víbora.
- Es venenosa - observó Wilmar.
- No te acerques tanto - le advertí. El reptil nos
seguía con la mirada y hundía su cabeza en el centro
del espiral que formaba su cuerpo.

Le dimos distancia y seguimos el camino. Después de


ese encuentro, no pude evitar el prestar casi toda mi
atención al entorno próximo, al suelo que estaba cerca
de mis pies, desorientándome sin notarlo. Para nuestra
desgracia a los otros les pasó lo mismo.
Emprendimos el regreso calculando que llegaríamos al
lugar donde dejamos las camionetas antes de la puesta
del sol. Por el camino, si bien todo el paisaje se
parecía, tuve la impresión de que íbamos por otro
sendero.
Los últimos rayos del sol se iban apagando en el
horizonte y todavía no alcanzábamos los vehículos. En
el ocaso trepé una cresta rocosa que se veía bastante
frágil, y desde allí, si bien no pude divisar a las
camionetas, distinguí al pequeño valle donde las
habíamos dejado. También vi que el sendero por dónde
íbamos pasaba al lado de un bosque bajo, que de ida
ni habíamos notado.
Al alcanzar el borde del bosque ya teníamos nuestras
linternas encendidas. El cielo se llenó de estrellas,
mas no daban para barrer las tinieblas que oscurecían
todo.
De pronto una de las muchachas, Cecilia, se detuvo de
golpe y nos encandiló con la linterna al
preguntarnos:

- ¿Oyeron eso?
- Me pareció que era un bebé riendo - le contestó
Camilo.
- A mí también me pareció lo mismo - dijo Silvia, e
iluminó hacia los árboles.
- ¿Escuchaste lo mismo Gabriel? - me preguntó Rosa -
. Creo que yo también lo escuché.
- No escuché nada - afirmé, pero también lo había
oído; no quería que empezaran a asustarse -. Si hubo
algo debió ser un pájaro - agregué -. Un pájaro
nocturno, hay varios, no me acuerdo cómo se llaman.

Retomamos la caminata. En el bosque se amontonaban las


sobras, y al apuntar las linternas veíamos el
intrincado de la vegetación, creábamos nuevas sombras
que se movían como esquivando los haces de luz, y al
volver a apuntar al sendero, la oscuridad volvía al
instante y el bosque quedaba negro.
Al resonar fuerte y claro otra carcajada de bebé, las
muchachas lanzaron un grito. Tuve que sujetar a Rosa
para que no saliera corriendo. - ¡Que nadie corra! -
les dije -. ¡Con este terreno es muy peligroso! Vamos
a juntarnos más y a seguir.
- ¡Jajajaja!…¡Jijiji! ¡Voy a jugar con sus huesos!
¡Jajajaja… ¡Ahh! - gritó entre risotadas espeluznantes
aquella cosa, y la carcajada venía de todos lados y
de ninguno. Parecía ser el bosque mismo el que
hablaba.
No pude contener a mis compañeros; salieron corriendo
y tuve que seguirlos. De milagro no nos precipitamos
en algún barrando, y aún corriendo alcanzamos los
vehículos.
u
Desde un lugar horrible
Durante una noche tormentosa mi abuela se sintió mal
y la llevé a un hospital.
Esperábamos a un lado de la sala de emergencias.
Llovía copiosamente y el estruendo era constante. Los
pocos que entraron chorreaban agua y se quejaban del
mal tiempo.
- ¡Que tormenta, parece que se abrió todo el cielo! Y
esos relámpagos… - comentó un señor a la vez que se
peinaba el cabello empapado con las manos.
Sostuve el bolso de una joven mientras se quitaba el
impermeable. La túnica blanca me indicó que era una
doctora.

- Muchas gracias, que amable - me agradeció.


- No es nada señora.
- Señorita - me aclaró, y sonrió.
- Señorita entonces. Dije señora porque supuse que una
mujer tan linda seguramente ya estaría casada.
- ¡Ay! Me vas a hacer sonrojar ¡Jaja! - y se alejó por
el corredor. Volteó un par de veces y se detuvo, e
hizo un gesto indicando que me acercara. Di unas
zancadas y estaba al lado de ella.
- ¿Me acompañarías por este corredor? Soy nueva aquí
y todavía no me acostumbro al lugar, y es tan largo
este corredor, y con esta tormenta, la verdad es que
me da un poco de miedo. Que vergüenza, ¿no? Siendo
médico y tan asustadiza ¡Jaja!
- Te acompaño con gusto. No tiene nada de malo sentir
algo de miedo, los médicos también son gente.
- Bueno, gracias.

Al llegar frente a la puerta que era su destino


quedamos charlando un buen rato. Consultó su reloj
unas veces pero seguía hablando. Me miraba a los ojos
y sonreía.
Cuando me fui de allí tenía su número de teléfono en
el bolsillo. Mientras atravesaba el largo corredor
me acordé de mi abuela. La había dejado sentada en un
banco. Al regresar vi que estaba sola. Tenía la cabeza
recostada a la pared y miraba fijamente hacia la
puerta. Cuando fui a hablarle hubo un estallido
ensordecedor y se apagó la luz: había caído un rayo.
El hospital no tenía generador propio o no funcionaba.
Quedamos sumidos en la oscuridad.

- ¿Abuela? ¿Está bien abuela? - le pregunté, y casi


al instante me sujetó el brazo una mano que sentí
delgada, dura y arrugada, y por poco no grité, mas
enseguida razoné que era la de mi abuela.
- ¡Siento mucho calor! - me dijo con la voz llena de
angustias - ¡Mucho calor, mucho calor! ¡Me estoy
quemando! ¡Aaahhh…! - En ese momento me pareció ver
que unas siluetas deformes caminaban a nuestro
alrededor, pero enseguida se borraron, desaparecieron
en la oscuridad.

Pedí ayuda a gritos. Sentí que mi abuela me soltó.


Alguien salió de la sala de emergencias con una
linterna, mas no necesitó usarla pues la luz volvió
en ese momento.
Cuando un doctor me dijo que mi abuela estaba muerta
me sentí terriblemente mal. Me invadió un sentimiento
de culpa; la había dejado sola durante largo rato,
¡era algo imperdonable! Pero lo que sentí después fue
peor aún. Al examinarla un poco más, el doctor dijo
que llevaba muerta más de media hora; había fallecido
apenas llegamos. Me había hablado desde el más allá,
desde un lugar que todavía me niego a creer que fuera
su destino.
La cena
La pareja caminaba por una calle oscura y angosta. Las
casas que la encajonaban estaban ruinosas, la mayoría
no tenía vidrios en las ventanas, o en los vidrios
había grandes huecos, y algunas puertas se derrumbaban
hacia la oscuridad del interior de aquellas viviendas
abandonadas.
Ella lo guiaba de la mano, y aún en la penumbra se
notaba que sonreía gracias a sus dientes blancos; él
iba muy serio y miraba hacia todos lados.

- No le tendrás miedo a la oscuridad, ¿o sí, Antonio?


- preguntó ella. Se llamaba Amanda y era joven y bella,
de largos cabellos negros y rostro pálido; él era
mucho más mayor, sin aparentarlo, y era de esas
personas que esquivan las miradas de las otras, aunque
no era tímido ni introvertido.
- No temo a la oscuridad, pero no me gustan estos
lugares así. Es una zona rara para hacer una fiesta.
- Es que mis amigos son un poco excéntricos, ya verás.
Sé que le vas a gustar a ellos, te lo aseguro.

Antonio sonrió sin ganas; ella le apretó más fuerte


la mano y lo apuró. - Ya casi llegamos.
Se detuvieron frente a un edificio igual de ruinoso
que el resto. Amanda golpeó la puerta haciendo unas
pausas que indicaban que era una clave. Un hombre
enorme apareció tras la puerta, los miró a los dos
como si los examinara, y mirando nuevamente a Amanda
los invitó a pasar con un gesto.
Adentro una pequeña multitud bebía de un rojo vino
tinto que algunas camareras repartían sonrientes.

- Les presento a Antonio - le dijo Amanda a un grupo


que conversaba formando un círculo.
- Parece saludable - comentó abiertamente una de las
mujeres del grupo mientras lo examinaba con la vista
concienzudamente. Los otros también posaron sus ojos
en él mientras sonreían. Antonio los saludó pero no
le respondieron, sólo quedaron mirándolo y sonriendo
asquerosamente.

Pronto, al percatarse de la presencia de Amanda y su


invitado, todos los presentes volcaron sus miradas
hacia ellos, especialmente hacia Antonio.

- Amanda, ¿qué le pasa a esta gente, por qué me miran


tanto? - le preguntó Antonio en voz baja.
- Te miran así querido porque tú eres la cena, más
bien, tu sangre ¡Jajaja! - respondió ella y rió
francamente. Los otros también empezaron a reírse, y
el salón se llenó de carcajadas y gritos, y empezaron
a rodear a Antonio. Fueron encerrándolo en un círculo.
Se relamían gimiendo. En sus ojos se notaba la locura,
la maldad, el deseo de ser algo que no eran.
Antonio, lejos de asustarse, giró observando a todos,
sonrió y volvió su mirada sobre Amanda.

- Así que era esto - le dijo -. Eres parte de un grupo


de locos que se creen vampiros. ¡Que patéticos! ¿Creen
que estar maldito es divertido? ¡Ustedes no tienen
idea de lo que es ser un vampiro!
Al escucharlo algunos se detuvieron, y otros siguieron
más lentamente: no esperaban aquella reacción. Y
cuando lo vieron transformar su cara dieron un paso
hacia atrás, y sus miradas que un instante atrás
transmitían malicia, ahora expresaban sorpresa y
horror.
- ¡Patéticos! ¡Los voy a hacer pedazos! - gritó
Antonio el vampiro, y comenzó su carnicería. Su fuerza
y su velocidad eran tal que pronto los cuerpos se
fueron amontonando. La última fue Amanda. La tomó por
el cuello con una mano y la elevó sobre el suelo. -
¿Ahora qué crees de los vampiros, querida? - y con un
simple movimiento le quebró el cuello.
El guardián de las pesadillas
Francisco dormía en la oscuridad de su cuarto.
Cerca de un armario, al lado de un rincón, la pared
se agrietó sin hacer ruido, y unos dedos que
terminaban en uñas puntiagudas ensancharon más la
grieta para que un ojo blanco espiara por ella. La
criatura observó a Francisco, lo vio moverse inquieto
de un lado para el otro sobre la cama, hasta que quedó
boca arriba y ya no se movió. La criatura vio su
oportunidad. Salió de la grieta y caminó hacia la
cama.
Aquel ser medía unos cincuenta centímetros de alto,
andaba encorvado, y tenía los brazos tan largos que
arrastraba sus manos-garras en el suelo. Sin pelos y
con protuberancias que la deformaban, su cabeza era
horrible, y su boca enorme tenía fija una sonrisa tan
retorcida como los dientes que ésta dejaba ver. Se
subió a la cama de un salto y, con la lentitud y la
prudencia de un depredador se arrimó a la cabeza de
Francisco, y casi recostando su pesadillesco rostro
al de su víctima empezó a susurrarle
pesadillas. Luego el pequeño monstruo volvió a su
grieta y ésta se cerró tras él.

Por la mañana, en el trabajo, la secretaria de


Francisco lo notó ojeroso y le preguntó:

- ¿No durmió bien? Tiene unas ojeras… - Francisco


recostó las manos en el escritorio; también estaba
cansado.
- Dormí pero mal, y no sé cuántas horas: tuve
pesadillas.
- ¿Otra vez?
- Sí. Francamente creo el dormir mal está afectando
mi investigación sobre los sueños. Va a sonar raro,
pero, creo que algo quiere impedir que haga
descubrimientos sobre los sueños, principalmente
sobre las pesadillas. ¡Pero qué digo!… que tontería,
¿no? Hablé sin pensar.
Espantados
Al terminar la dura jornada en la plantación, resultó
que el camión que nos iba a llevar estaba roto.
Algunos trabajadores se alejaron por el polvoriento
camino a pie, descontentos, naturalmente. Mauricio,
Leandro y yo, cortamos por el campo con la intención
de ahorrarnos kilómetros de caminata.

- ¡Bien podrían usar las camionetas para cargar a la


gente de a poco! - protestó Mauricio, y pateó una mata
de pasto.
- Ni soñar que van a hacer eso - opinó Leandro, que
manso como siempre, caminaba con las manos en los
bolsillos y una brizna de hierba en la boca.
- Ahora ya está - les dije -. Vamos a tratar de
apurarnos para llegar a la carretera antes de que
caiga la noche.

Atravesamos campo y más campo, matas resecas, algunos


arbustos espinosos, El sol se arrimaba cada vez más
al horizonte que estaba rojizo, mientras el paisaje
se iba volviendo gris, y en las hondonadas
predominaban las sombras. La distancia resultó mayor
que la calculada. La noche se nos vino encima aún
lejos de la carretera, por lo que tuvimos que andar
más lento.
La luna, que estaba en su etapa creciente, pareció
apiadarse de nosotros, y el relieve del paisaje fue
nuevamente visible, mas todo parecía haber cambiado.
El ruido de una corriente de agua nos guió hasta un
pequeño manantial. Bebimos en él y analizamos nuestra
situación.
- Creo que nos desviamos un montón - dijo Leandro.
- Espero que no porque ya vengo que no doy más. ¿A vos
qué te parece, William?
- Vamos bien - les aseguré -. No podemos estar muy
lejos de la carretera.

Un rato después de emprender nuevamente la marcha nos


encontramos frente a un maizal, y seguidamente
escuchamos el motor de un vehículo.
Es la ruta, les dije. Está del otro lado de este
maizal. Empezamos a atravesarlo. Repentinamente algo
que se abría paso con rapidez entre las plantas nos
cortó el paso, se detuvo frente a nosotros, a unos
metros, y no hizo más ruido. Nos agachamos para ver
entre los tallos pero no había nada. nos desviamos
para rodear lo que anduviera allí, entonces dije
susurrando:

- Yo no escuché pasos, ¿y ustedes?


- Yo tampoco - me contestó Leandro.
- Puede ser un pájaro grande que iba volando entre las
plantas - planteó Mauricio. Me pareció una explicación
lógica, y Leandro asintió con la cabeza.

Fue avanzar unos pasos y aquella cosa nuevamente agitó


las plantas al avanzar, y una carcajada espantosa que
la acompañaba dio por tierra a la teoría del pájaro.
Tan aterradora era aquella carcajada que nos echamos
a correr. Las largas hojas y las espigas nos azotaban
la cara en la desesperada huída. Fue un momento
confuso, lleno de terror, sin dudas el más angustiante
de nuestras vidas.
De pronto salimos del maizal y allí estaba la
carretera. Sin dejar de mirar la plantación,
recuperábamos el aliento cuando un camión que venía
por la ruta se detuvo, y reconocimos las voces de
nuestros compañeros invitándonos a subir: habían
reparado el camión. Los otros ni se imaginaban el
terror que habíamos pasado, y estaban alegres por no
hacer todo el camino a pie.
Al subir echamos una última mirada al maizal y,
sobresaliendo por encima de las plantas, iluminado por
la luna, había un espantapájaros vuelto hacia la
carretera.
Chapoteando
Abrumado por una noche calurosa, Fernando subió a su
camioneta y condujo hasta un arroyo. La noche estaba
completamente oscura. Una gruesa capa de nubes negras
creaban tal oscuridad que no se distinguía el límite
del cielo y la tierra, y al no haber viento, no había
ni el menor indicio del paisaje que estaba tras esa
oscuridad.
Al divisar el puente Fernando tomó el camino que
doblaba hacia la derecha e iba hasta el arroyo. Se
detuvo a unos cinco metros de la orilla del agua. Las
luces iluminaban incluso la otra orilla, donde una
pequeña barranca iba ascendiendo hasta llegar a un
monte ensombrecido. Dejó las luces encendidas. Entró
lentamente al agua y suspiró aliviado. No nadó,
solamente se sumergió unas veces y luego fue a
sentarse sobre la hierva de la rivera.

Cuando se iba levantando para irse, escuchó un


chapoteo que venía de la otra orilla, y sintió como
sus sentidos se aguzaban rápidamente, y un escalofrío
partió desde la base de su columna y fue subiendo por
ésta. La reacción fue causada por un recuerdo que lo
asaltó de pronto al escuchar el chapoteo donde hacía
un instante no había nada. Recordó una historia que
un par de pescadores le narraron sobre aquel lugar,
historia que no había creído; pero ahora estaba allí
y había escuchado un chapoteo en el agua.
Al mirar hacia el lugar allí estaba; parecía ser una
niña pequeña sentada en la barranca, con las piernas
colgando y los pies chapoteando en el agua, pero algo
en su cara no estaba bien, tenía rasgos de anciana y
parecía estar descomponiéndose.
Fernando giró hacia la camioneta. Al dar unos pasos
sintió que había algo siguiéndolo, pero continuó sin
mirar. Con el vehículo en marcha, vio por el
retrovisor que realmente aquella cosa lo había
seguido, al igual que siguió por la ruta a los
pescadores, pero como viajaba más rápido pronto dejó
de verla.
El origen de nuestro miedo
El dinero de las entradas lo gastamos antes de llegar
al circo. Mi hermano y yo quedamos mirando la enorme
carpa. El público formaba una fila para ingresar al
circo. Estaba de portero un tipo enorme, que al
echarnos una mirada desconfiada nos hizo desistir de
la idea de entrar sin pagar.
Era la última función y ya estaba de noche. Nos
alejamos de la mirada del grandullón de las entradas
y discutimos qué hacer.

- ¿Y ahora qué hacemos? - le pregunté a Roberto, mi


hermano. En esa época él tenía quince años y yo doce.
Éramos un equipo, compinches en las travesuras, y
ambos teníamos espíritu aventurero.
- No hubiéramos gastado la plata, pero ese postre sí
que estuvo bueno, con esa cosa que parecía merengue
pero era más rica - comentó Roberto, y se relamió los
labios.
- Sí, estuvo bueno, ¿pero ahora qué hacemos?
- Vamos a tener que dar unas vueltas por aquí hasta
que termine la función.
- ¿Y cuánto dura?
- Cómo voy a saber yo Ramón. Como una hora y pico, no
sé.

Volvimos a mirar la carpa. Desde adentro llegaba la


inconfundible música de circo, y empezó a hablar un
tipo anunciando el espectáculo.

- ¡Que lástima! Quería ver los leones - dije tras


suspirar resignado.
- Sí, yo también. Pero… - al escuchar aquel “pero…”
miré a Roberto: sabía que se le había ocurrido algo -
. Los leones deben estar afuera, allá atrás. Vamos a
mirarlos.
- ¿Será que dejan? - dudé.
- No creo, pero si no nos ven… ¡Jeje!
- Sí, vamos sin que nos vean ¡Jajaja! Y de paso vemos
si es cierto que les dan perros para comer.
- ¡Eso es mentira! Creo.

El circo ocupaba toda una manzana. Fuimos por una de


las calles laterales. No eran pocos los remolques que
había detrás de la carpa, nos movimos entre las
sombras de éstos, agazapados. Un rugido repentino nos
indicó dónde se encontraban los leones. Al escuchar
los pasos de alguien que estaba vigilando nos metimos
bajo un remolque; cuando se alejó seguimos hasta las
jaulas.
Los leones caminaban de un lado para el otro agitando
la cola y gruñían sordamente. Quedamos encantados con
las bestias, mas vigilábamos nuestro entorno, y al
mirar hacia un lado vi un remolque muy
particular. Tenía dibujada la cara de un payaso, que
lejos de sonreír miraba fieramente, con odio, podría
decirse. Llamé la atención de Roberto y apunté con
el dedo hacia el remolque.
- Que bueno - susurró mi hermano -. Un payaso
terrorífico. Vamos a ver qué hay adentro.
- ¿Y si está el payaso?
- Que importa, cuando mucho nos correrá, si es que no
está en la carpa. Vamos.

El remolque tenía una ventanilla por donde salía algo


de luz. Apoyamos un pie en el borde del guardabarros
y nos asomamos a la vez. Unas luces pequeñas que
rodeaban a un gran espejo, iluminaban tenuemente a un
payaso que estaba sentado mirando su reflejo. Tenía
una peluca rojiza y un diminuto sombrero sobre ésta,
era el payaso del dibujo. Estaba completamente
inmóvil, pero repentinamente giró la cabeza hacia
atrás como lo hacen las lechuzas, y sin mover el cuerpo
quedó mirando directamente hacia nosotros, y en un
parpadear tenía la cara pegada al vidrio, a
centímetros de nuestros rostros, y por el susto caímos
hacia atrás, mas enseguida nos levantamos y huimos
despavoridos.
Sentimos tanto terror que olvidamos nuestro plan de
esperar a que terminara la función.
Nuestros padres, después de varias preguntas, nos
hicieron confesar que no habíamos entrado al circo,
mas al decir en qué habíamos gastado el dinero fueron
bastante piadosos, y nos dieron solamente algunos
cintazos. Lo del payaso nunca lo mencionamos, y por
eso nuestros allegados no se explican cómo surgió
nuestro irracional miedo a los payasos.
Un cuento para la profesora
Beatriz, profesora de español, exigía a sus alumnos
que escribieran cuentos de terror que realmente
asustaran. En toda su carrera ninguno la había
impresionado, y hablaba de ello las notas bajas que
ponía a los textos de los estudiantes.
Desde su escritorio, mirando a cada uno de los que
estaban allí, les informó:
- La tarea para el lunes es escribir un cuento de
terror. Pero que no sean una tontería. Tienen que
tener atmósfera inquietante, algún elemento que
estremezca, que sean verdaderamente de terror.
Algunos alumnos pusieron cara de fastidio; otros
quedaron pensativos, creyendo haber encontrado la
solución, pero tras las últimas palabras de Beatriz
se fastidiaron también, pues les dijo: - ¡Ah! Y que
sean escritos por ustedes, no vale tomarlos de
internet.

Llegado el día, al finalizar la clase, los cuentos


estaban sobre el escritorio. Los alumnos se marcharon
pero Beatriz se quedó. En el mismo local funcionaba
una escuela nocturna para adultos, y ese día le tocaba
dar clases. Tenía tiempo como para corregir todos los
cuentos y se puso manos a la obra.
Mirando de reojo una ventana que daba a un patio
interior, vio que el día se fue apagando, y que unas
nubes oscuras que se movían rápido se fueron
amontonando en el cielo. El silencio de los
corredores la distrajo varias veces: no había
escuchado el paso de sus colegas que normalmente
llegaban temprano, ni había oído el silbido del
conserje al pasar trapeando el piso. Trató de
concentrar su atención en los textos. Subrayaba
palabras, hacía anotaciones, y ponía notas bajísimas
a casi todos.
Pero al leer uno se asombró, miró el papel con
desconfianza; no decía de quién era. Volteó la mirada
hacia la puerta y escuchó: todo estaba en silencio,
parecía ser la única persona en aquel inmenso local.

Con la cara muy seria ya, continuó leyendo el cuento:


“La profesora estaba sola. Fuera comenzaba a desatarse
una tormenta que había oscurecido más la noche, y
esporádicos relámpagos empezaron a cruzar el cielo,
desparramando una luz pálida sobre la ciudad…”.
Tras leer esa parte Beatriz miró hacia la ventana, y
unos relámpagos mostraron las formas amenazadoras de
las nubes, que al instante volvieron a estar negras.
Aunque sintió que iba rumbo a un desenlace
terrorífico, siguió leyendo igual; estaba atrapada.
“Mientras la profesora leía aquel cuento aterrador,
una cosa espantosa comenzó a espiarla desde la ventana
y…”. En ese punto de la historia Beatriz apartó los
ojos del papel y, lentamente fue girando la cabeza
hacia la ventana, y allí estaba aquella cosa. Se le
veían los ojos, que eran amarillos y parecían ser de
un animal, y la parte de arriba de la cabeza, donde
flotaban unos cabellos blancos que se movían
lentamente como se mueven las plantas bajo el
agua. Beatriz gritó con fuerza; lo que la observaba
se apartó de la ventana.
Un colega que acababa de llegar, al escuchar el grito
irrumpió en el salón. Ella dijo que alguien se había
asomado en la ventana, pero no dijo que era algo
espantoso, y no comentó lo del cuento; y fue lo mejor
para ella, porque cuando fue a guardar los textos en
su portafolio, el cuento que la asustó ya no estaba.
Que nadie entre
Cuando llegué la familia estaba empacando y cargando
todos los muebles de la casa en un camión.
Los dueños de aquel hogar me atendieron en el patio;
la mujer saludó y continuó con las tareas de la
mudanza; sus hijos también ayudaban.

- Quiero que bloquee las ventanas con maderas. No sé


si es mejor por dentro o por fuera - me dijo el tipo
mirando hacia una ventana.
- Normalmente se tapia por fuera, para proteger los
vidrios - le comenté -, pero si usted quiere puedo
poner algo por dentro también, para mayor seguridad.
- Entonces por dentro también. No va a quedar nada de
valor en la casa, pero, no me gustaría que alguien
entrara porque… es… digo, no es lindo que entren en
el hogar de uno, ¿no?
- Claro señor, se entiende - afirmé, aunque sospeché
que había algún otro motivo, que ocultaba algo.

Evidenciando que no quería hablar más del asunto, el


hombre tomó una caja que iba cargando uno de sus hijos
y, al ir rumbo al camión agregó: - Tiene que venir de
día, ya se lo dije a su empresa, porque apenas nos
vayamos vamos a cortar la luz.
- Ya me dijeron sí, vengo de día. O sea que hoy ya no
hay tiempo, ¿no?
- No. Venga mañana. Le vamos a dejar la llave a su
patrón.
Me fui pensando que me habían hecho perder el tiempo,
pero a la vez estaba algo intrigado, y sospechaba de
qué se trataba.
El día siguiente fue sumamente ajetreado, y recién al
atardecer volví a la casa. Cuando terminé de tapiar
las ventanas por fuera ya estaba casi de noche. Como
el trabajo de adentro iba a ser menor, no quise dejarlo
para el otro día. Entré a la casa y, linterna en mano
busqué la llave general de la luz.
No me inquietó recorrer aquella oscuridad, pues aunque
sospechaba que aquella familia creía que había “algo
malo” en su hogar, no creía que realmente lo hubiera.

Cuando vi la llave y estiré el brazo para encenderla,


sonó una voz a mis espaldas, la voz dijo:
- ¡Váyanse de mi hogar o voy a hacer que se ahorquen!
Al voltear y apuntar la linterna, iluminé a una
anciana descolorida de ojos negros y larga cabellera
gris, que rápidamente se abalanzó hacia mí con sus
manos como garras hacia adelante. Cubrí mi rostro con
los antebrazos y giré hacia un costado; la aparición
siguió y desapareció en la pared. Cuando iba saliendo
de la casa sentí que caminaba tras de mí, y se detuvo
en la puerta.
Por la mañana regresé y terminé el trabajo, y lo hice
lo más fuerte que pude, así nadie más se va a llevar
un susto al ingresar a aquella casa embrujada.
En la casa de los abuelos
Damián pocas veces se quedaba a pasar el fin de semana
con sus abuelos. No le gustaba su casa, decía que se
parecía a la de las películas de terror, y que sus
abuelos eran muy extraños. Por la noche, a la hora de
dormir dejaba la luz encendida, y no se fiaba de ningún
rincón oscuro, vigilando todo desde la cama. La
última vez que fue resultó realmente
aterradora. Vigilaba la vasta habitación desde la
cama, cuando un ruido vino desde el ropero, y Damián
volteó hacia él. Algo que estaba adentro, en la base
del ropero, se movía de un lado para el otro. No eran
ruidos de patas, más bien parecía rodar por la madera,
lo que descartaba que fuera un animal.
Al borde del terror absoluto, Damián vio que la puerta
del mueble se abrió apenas, y en el interior oscuro
creyó ver un ojo que lo estaba mirando.
Gritó desesperadamente, y tras el grito unos pasos
presurosos sonaron en el corredor, la puerta de la
habitación se abrió, y el abuelo de Damián entró con
cara de preocupado.

- ¿Ese grito fuiste tú, qué pasó? - preguntó el abuelo


acercándose a la cama.
- ¡Hay una cosa en el ropero y me estaba mirando! -
aseguró Damián.
- No creo que halla algo, te lo habrás imaginado, pero
vamos a ver. Puede ser una rata.

El anciano abrió la puerta del ropero y se inclinó


hacia el interior oscuro.

- ¡Ah! - exclamó el viejo -. Esto era lo que hacía


ruido - y retirándose del interior del mueble le
mostró a Damián lo que tenía en la mano, y era la
cabeza de su abuela; la sostenía del cabello y la
cabeza sonreía.
De pronto Damián estaba sentado en la cama y a los
gritos, y en la habitación no había nadie más.
Momentos después su abuelo entró en la habitación y
le preguntó qué le pasaba.

- ¡Ay! Tuve una pesadilla horrible abuelo.


- Bueno, bueno, ahora a calmarse que sólo fue un sueño,
no tienes que darle importancia, sólo fue un mal
sueño. Tu abuela está bien - dijo el anciano antes de
retirarse.
El muchacho quedó mas aterrado todavía: No le había
contado ningún detalle de la pesadilla a su abuelo,
¿por qué éste había mencionado lo de su abuela?
¿Seguía soñando? Nunca lo supo, pues antes del
amanecer volvió a dormirse, y por la mañana ya no
sabía qué había sido sueño y qué había sido realidad.
Examinado
Lucas subió por el sendero que iba serpenteando hasta
la cima del cerro. La mochila le pesaba y el ascenso
era duro. El camino estaba lleno de piedras sueltas
que dificultaban cada paso. La ladera por la cual
subía estaba bajo el ardiente sol, y por todos lados
se amontonaban rocas pálidas y cactus.
Al alcanzar la pequeña meseta de la cima, volteó y
contempló satisfecho el extenso paisaje que se
extendía allá abajo: Se divisaba desde allí un grupo
de casas ubicadas en un pequeño valle verde, más allá
unas plantaciones que llegaban hasta la falda de otros
cerros, un matorral extenso, algunos arboledas, y el
brillo lejano de un arroyuelo por el cual había
cruzado esa tarde.
Sus planes eran acampar en aquella cima, pasar la
noche allí y bajar del cerro por la mañana.
Al final de la tarde las escasas nubes que cruzaban
el cielo se fueron alejando. Ya noche el firmamento
brilló con fuerza, y tendido al lado de la carpa,
Lucas observó aquel cielo maravilloso.

El clima era agradable. Estuvo largo rato acostado


así, mirando al cielo. La vía láctea parecía más
encendida que nunca, hasta que repentinamente un
inmenso objeto oscuro y circular cubrió parte de ella
ante la vista de Lucas. Aquel objeto ensombreció toda
la meseta del cerro. No hacía ni el menor ruido, y
aunque era difícil juzgar a qué distancia se
encontraba, Lucas supuso que no estaba muy alto.
Enseguida se asustó; ninguna máquina hecha por el
hombre podría levitar de esa forma, aquello no era de
este mundo: era una nave extraterrestre.
Agazapado, se fue desplazando con cautela, llegó al
borde de la meseta y empezó a bajar. Con cada paso
corría el riesgo de tropezar y rodar cerro abajo, pero
no podía seguir allí.
Al mirar hacia arriba, notó que la nave se había
desplazado hacia la ladera dónde él se encontraba, e
imaginó que lo estaban viendo, y fue sintiendo más
temor.
En aquel descenso alocado, pisó una roca suelta que
lo hizo caer y rodar. Una saliente detuvo su caída,
y antes de que pudiera levantarse una luz potente lo
encandiló y sintió que se desvanecía.

Volvió en si lentamente, y al acordarse de lo qué le


había pasado intentó abrir los ojos pero no pudo, y
tampoco pudo moverse. Estaba acostado boca arriba
sobre algo frío y duro, que imaginó sería una mesa
metálica. De pronto escuchó pasos, que desde varias
direcciones venían hacia él. Inevitablemente supuso
que eran los extraterrestres, mas enseguida trató de
no pensar en eso: era demasiado aterrador. Lanzó un
grito al sentir que una mano pequeña le tocaba el
rostro, y su grito hizo que sus captores emitieran
unos sonidos que, aunque claramente no eran humanos,
se asemejaban a unas carcajadas burlonas. Después
escuchó algo más aterrador aún; era el sonido de un
aparato que giraba a gran velocidad como lo hace un
taladro de dentista, pero entre aquel sonido se
entreveraba el de chispas eléctricas. Lucas gritó
nuevamente, y le respondieron las carcajadas extrañas.
Después vino el dolor; algo muy fino le perforaba el
oído, y se desmayó profundamente.
Despertó por la mañana al lado de su carpa. Deseó que
toda aquello fuera sólo un sueño, pero sabía que no
era así. Al tocarse el oído descubrió que tenía algo
de sangre seca en él.
Pronto serás uno de nosotros
La sala de espera de aquel hospital se iba llenando
de gente. Faltaba bastante para el amanecer, pero ya
hacía mucho calor, y la humedad estaba alta. Un par
de ventiladores zumbaban en lo alto del techo, y cerca
de él volaban algunos insectos atraídos por las luces.
Algunas personas se abanicaban con los papeles que
llevaban, otras suspiraban a cada rato y levantaban
la vista hasta los ventiladores que giraban lerdos.
En esa sala se encontraba Sergio. Se mantenía parado
pues ya no había más lugar en los bancos. Consultaba
su reloj, se secaba el sudor de la frente, y para
pasar el tiempo revisó un par de veces sus papeles:
la orden para un análisis, el resultado de otro, y su
reciente pero voluminoso historial médico. De pronto
escuchó un grito espeluznante, y por poco no arrojó
sus papeles al estremecerse por el susto.
Una señora notó su reacción, y por curiosidad más que
por verdadero interés por el prójimo le preguntó: -
¿Está bien señor?
- Sí, gracias. Me sorprendió un poco ese grito, ¿qué
habrá pasado? No sé bien de dónde vino.
- ¿Grito? Yo no escuché ningún grito - dijo la mujer.

Sergio miró a los otros buscando algún gesto de


asombro; nadie más parecía haber escuchado aquel
grito. La mujer con la que habló volteó hacia otro
lado y se alejó de a poco. “Mejor me alejo, no vaya a
resultar que este tipo esté loco”, pensó ella al
apartarse.
Aún no se explicaba cómo podían no haber escuchado
aquello, cuando de un corredor salió un enfermero
empujando una camilla; sobre ésta había un cuerpo
cubierto por una sábana: una operación había salido
mal. Súbitamente, un hombre con un enorme corte en el
pecho apareció sentado en la camilla, era la aparición
del muerto. La aparición miró a Sergio y le guiñó un
ojo - Pronto serás uno de nosotros - afirmó la
aparición. Casi inmediatamente resonaron otros gritos
que solamente Sergio escuchó, y desde varios puntos
surgieron apariciones horrendas y empezaron a vagar
por la sala, sin que la gente las viera.

Apenas dio unos pasos para salir de allí, Sergio se


sintió terriblemente mal: le dolió el brazo izquierdo
y el pecho. “¡Un infarto!”, pensó. Se tambaleó un
poco, logró a duras penas mantener el equilibro y
siguió. Sabía que iba a morir, pero no quería hacerlo
allí, y luego andar penando en aquel lugar horrible.
Sudando, jadeando, alcanzó la puerta de la salida. Ya
estando afuera, pudo dar unos pasos más antes de
desplomarse. Lo había conseguido, creyó, y perdió la
conciencia.
Un doctor que iba llegando al hospital corrió a
socorrerlo, y enseguida se le unieron unas
enfermeras.
- ¡Hay que llevarlo a emergencias! - ordenó el doctor
-. Aún está vivo, pero está muy mal.
El más valiente
Mi familia se había unido a una cooperativa de
vivienda. Los viernes por la noche los integrantes se
reunían en un viejo local que antes fue una
escuela. Como solamente se usaba un salón, los otros
permanecían a oscuras, aunque sí encendían las luces
del patio interior y del corredor que llevaba hasta
la salida.
El patio era grande, tenía unos bancos en dos de sus
extremos, un par de pinos en el fondo, y en un lado
tenía un bebedero que ya no funcionaba, cerca de éste
se hallaban cuatro astas metálicas sin banderas, y de
una de ellas colgaba una cuerda que casi siempre se
estaba moviendo por el viento.
En esa época tenía once años, y en la cooperativa
había otros niños y niñas que rondaban mi edad.
Mientras los adultos discutían temas aburridos que ni
entendíamos, los niños salíamos a jugar. Generalmente
nos manteníamos en el patio iluminado, y frente a la
boca oscura del comienzo de los corredores pasábamos
corriendo.

Una noche, estando en aquel patio, a un niño nuevo se


le ocurrió un desafío:

- El que se anime a entrar ahí - dijo señalando la


negrura de un corredor - va a ser el más valiente de
todos, si es que se anima alguno ¡jeje!
- ¡Ah sí! Entra tú primero, si es que te animas,
¡paliducho! - lo desafié. A los otros le causó gracia
el sobrenombre, y rieron y lo apuntaron con los dedos
¡Paliducho!

Él sonrió, giró hacia el corredor y entró en


él. Asombrados, escuchamos sus pasos alejándose en
la oscuridad, y luego que se iba acercando hasta que
salió a la luz, y más asombrados vimos que seguía
sonriendo.

- Ya entré ¿Ahora quién se anima?


- Yo - dije decididamente, mas al alejarme de la luz
sentí miedo.

Al avanzar unos metros ya no se veía absolutamente


nada, sólo al voltear veía lo que parecía el final de
un túnel, y en él estaban los otros niños. Caminé un
poco más y, cuando fui a volver, escuché que algo
avanzaba desde el extremo dominado por las tinieblas.
Por el ruido, me imaginé algo que andaba sobre cuatro
patas, o sobre sus manos y pies. El impulso de la
carrera me hizo pasar entre mis compañeros sin
detenerme; ellos también habían escuchado a los pasos
que me persiguieron, y salieron corriendo también
hacia el salón dónde se hallaban los adultos.
Interrumpimos la reunión y contamos atropelladamente
lo que había pasado. Después, siguiendo a varios
padres, regresamos al lugar. Encendieron las luces y
buscaron por todos lados, pero no encontraron nada.
En las reuniones siguientes no nos dejaron salir del
salón, y no teníamos ganas de hacerlo.
Al niño que se atrevió recorrer el corredor no
volvimos a verlo, y fue mejor así, pues esa noche no
se había unido a la reunión ninguna familia nueva, y
ningún adulto recordaba haber visto a aquel niño
pálido.
Desaparecido
La oscuridad había tomado todo el bosque y los
muchachos todavía no lograban encender una fogata. A
un lado tenían una laguna que se había vuelto
completamente negra, y solo algún que otro reflejo de
estrella delimitaba pobremente lo que era el cuerpo
de agua de las demás cosas: orilla , pastizal y bosque.
Cuando se nubló todo desapareció detrás de una
oscuridad pareja que se metía hasta en los ojos de los
muchachos cuando la llama del encendedor se apagaba.
Jonathan, inclinado hacia el suelo y apoyado en sus
manos y rodillas, soplaba un montón de ramas que solo
humeaban y no querían encender. Fastidiado ya por su
fracaso, enderezó el torso y le dijo a Martín:

—No puedo prender este fuego de m...a. Mejor no sigo


porque tengo miedo de romper el encendedor, porque ya
medio se trancó un par de veces.
—No sigas entonces —le dijo Martín—. No vaya a ser que
nos quedemos sin nada para iluminarnos, y nunca se
sabe cuándo vamos a necesitar una luz por alguna
mergencia. Si no te hubieras olvidado de la
linterna...
—O si vos hubieras traído una —lo cortó Jonathan—.
Porque dos linternas no están de más, si somos dos.
—Querías dos, aquí tienes dos. Como no lo ves, te digo
que te estoy mostrando los dedos medios ¡Jajaja!
—¡Pfff! Ahí está el chistocito de la clase ¡Jajaja!
Fuera de broma, que oscuridad que hay, no veo nada de
nada.
—Yo tampoco. Es como el dicho, porque no me veo ni las
manos. Mejor nos quedamos aquí porque si no vamos a,
romper el encendedor por usarlo mucho, o a mandarnos
de cabeza en la laguna. Sé que son los últimos días
de la luna llena, tiene que salir en algunas horas.
—Sí, y mejor seguimos hablando porque no me gusta nada
este silencio.
—¿Que no eras tremendo montaraz, o como Tarzán o algo
así según vos? ¡Jajaja!
—¡Jaja! Ríete nomás. He acampado montones de veces,
pero andaba con papá.

Los amigos siguieron hablando, invisibles en aquella


oscuridad. Como dos horas más tarde el paisaje empezó
a mostrarse de nuevo. Una luna desgastada se elevaba
desde el horizonte y su luz se había desparramado por
el campo y ahora se entreveraba entre los árboles
del bosque. Un rato más e iban a poder pescar. Mirando
en derredor Jonathan divisó algo que lo impresionó
terriblemente. Resaltando entre un marco de troncos,
se estiraba el cuerpo de un hombre ahorcado que tenía
los pies muy por encima del suelo. Cuando pudo hablar
se lo dijo a su amigo con voz entrecortada y señalando
con el brazo:

—Martín.. allí hay un hombre... colgando.


—¿Qué? ¡Ahh! ¡La p...a madre!

Los dos no querían mirar aquello porque les daba


terror, pero tampoco podían apartar la vista. El
ahorcado tenía la cabeza un poco ladeada y los hombros
estaban en un ángulo extraño porque habían bajado
mucho. ¿De dónde había salido? Cuando llegaron al
lugar todavía estaba de día, y los dos recordaban
haber mirado hacia aquel lugar, que estaría a unos
veinte metros de donde se sentaban, y no habían visto
nada. Y no podía haber llegado hasta allí después del
anochecer sin alguna fuente de luz que ellos
inevitablemente notarían. Tampoco podría haber
llegado sin hacer bastante ruido porque el suelo
estaba lleno de ramas, era algo muy improbable. Un
muerto en el lugar ya era algo bastante aterrador, y
la presencia de aquel sugería algo sobrenatural, lo
que es más aterrador todavía. Como habían mantenido
casi todo en las mochilas levantaron rápido el
campamento.

El instinto de supervivencia no siempre nos impulsa a


correr, a veces esto puede ser peor, y ahora los dos
presentían eso. Se alejaron apartándose lo más posible
del ahorcado, pero sin que esto los alejara mucho del
sendero. La luz lunar se metía entre todos los árboles
y las sombras se inclinaban hacia el mismo lado.
Cuando creían que ya lo habían perdido de vista,
apareció en otro lugar, desapareció enseguida para
después dejarse ver más adelante, como si los
persiguiera. Lo vieron por aquí y por allá, siempre
entre el marco formado por dos troncos de árbol, el
follaje de más arriba, y por debajo el suelo. Cuando
ya no cruzaron por sombras y llegaron al despejado del
campo se sintieron más seguros.

Muchos años atrás, un hombre cruzó aquel bosque con


el rostro sin expresión y una curda en la mano. Su
atención abandonó momentáneamente la maraña de
problemas que lo agobiaban, y levantando la mirada y
girando la cabeza buscó una rama gruesa que sirviera
para su fin. Halló una que parecía que había crecido
para eso. Desde allí se veía casi toda la laguna, y
como a unos veinte metros, en la orilla, estaba un
lugar donde la gente solía acampar para pescar. Le
pareció que era un buen lugar, porque quería terminar
con su vida en un sitio donde lo encontraran
enseguida, y sabía que allí la gente iba muy seguido.
No pudo adivinar que estaba a punto de llegar una
época muy lluviosa seguida por un frío adelantado y
que por eso nadie fue hasta la laguna por mucho tiempo.
La naturaleza hizo su trabajo de reciclaje rápido, y
las aguas crecidas de la laguna arrastraron hasta el
fondo todo rastro. Solo la cuerda quedó intacta pero
nadie la notaba entre las ramas.
Un Mal Peor
Cuatro jóvenes caminaban por la soledad del campo
cuando este ya se estaba poniendo oscuro. Raquel,
Sebastián y Hugo iban adelante, y un poco más atrás
Ernesto avanzaba volteando hacia todos lados,
desconfiado. "Si es solo una broma, ¿por qué traerme
tan lejos? Podrían hacerla en cualquier parte pero
hace rato que caminamos por el campo", pensó. Notó que
los otros volteaban hacia él y después cuchicheaban
algo disimuladamente.
Cada vez se arrepentía más por haber ido. Los conocía
desde que eran niños pero él no era parte de ese grupo,
¿y por qué querían demostrarle algo justo a él?
Mientras seguía levantando los pies sobre los pastos
con cada paso, se dijo que debía ser porque él era un
testigo confiable. Pero creía que lo que decían era
mentira. ¿Entonces cuál era la verdadera razón? De
todas formas su curiosidad pudo más. No creía que
aquellos tres pudieran fastidiarlo mucho, ni creía que
se animaran.

El cielo se fue poblando con algunas estrellas y el


campo quedó muy oscuro y todavía más silencioso porque
el viento dejó de soplar. Pero cuando Ernesto encendió
la linterna que llevaba en el bolsillo los otros se
volvieron hacia él para reprocharle:

-¡Apágala! Tenemos que ir por la oscuridad cuando


aparezca -le dijo Raquel.
-Sí, apaga eso, aquí no hay pozos ni nada, y conocemos
bien este camino. Nosotros vemos bien -afirmó Hugo.
-La apago entonces -cedió Ernesto y apagó la linterna-
. Pero no me parece prudente caminar por la oscuridad,
y aquí camino no hay.
-Ya estamos muy cerca. El arroyo está ahí detrás de
esa subida, o de la otra cuando mucho -le aseguró
Sebastián.

Mas detrás de la subida no había ningún arroyo, ni de


la otra. Pronto la oscuridad no permitió distinguir
lo que era el horizonte o cielo. Ernesto estaba a
punto de encender la linterna y volver, cuando
finalmente dieron con el arroyo, o lo que parecía se
un arroyo en aquella oscuridad. Los otros le habían
dicho que en esa zona se veían "luces malas", bolas
de luz que deambulaban en ambas orillas del arroyo.

-Y bien, ¿dónde están esas luces? -le preguntó a las


figuras oscuras de sus compañeros.
-Deben aparecer en cualquier momento, si nos quedamos
callados y sin prender las linternas. Paciencia y ya
vas a ver -le dijo la muchacha.

Intentando distinguir algo en las tinieblas, creyó ver


algo que estaba por la misma orilla donde se
encontraban ellos.

-¿Qué hay por allí? -les preguntó. Enseguida se dio


cuenta de que no podían haber visto su brazo señalando
el rumbo, pero antes de que reformulara la pregunta
la muchacha le respondió.
-Nada, son unas cosas tiradas.
-¿Qué cosas, basura que dejaron ustedes?
-No, otras cosas.
-¿Pero qué?
-Cosas. Anda y fíjate si tanto te interesa.

Esa respuesta no le gustó nada. ¿Aquellos se animarían


a hacerle una broma pesada? Lo conocían bien y sabían
que no toleraba ese tipo de bromas, y que nadie se lo
había llevado por delante nunca. Pero sobre todo le
costaba creer que quisieran hacerle eso, porque aunque
no eran amigos él los había defendido muchas veces en
la escuela cuando los molestaban por raros, por ser
un poco excéntricos y andar siempre juntos. Finalmente
pensó que no podían ser tan mal agradecidos, y que
solo debía ser una tontería. Fue hasta donde parecía
haber unos objetos y encendió la linterna.

Lo primero que notó fue un círculo de piedras de unos


cinco metros de diámetro. Dentro de ese círculo había
un tocón de árbol, y sobre él muchas velas a medio
derretir, algunos recipientes y huesos. Por algunos
símbolos que vio supo que era una especie de altar
pagano. No se sorprendió. Aquellos, marginados por
casi toda la gente del pueblo incluso, siempre habían
buscado consuelo, o tal vez poder en el ocultismo. Lo
que le parecía triste a él, es que por esa misma razón
los marginaban más, y ellos habían creado ese rechazo.
Sí se sorprendió cuando escuchó que corrían hacia él,
y la luz de la linterna le mostró que era Sebastián y
que iba hacia él empuñando un cuchillo y con una mirada
de enajenado.

El grupo había insistido diciendo que iba a ser una


excursión corta y que no necesitaba llevar nada; él
les dijo que linterna iba a llevar igual, pero no les
mencionó otra cosa que cargaba en la cintura. No creía
en luces malas pero era precavido y por las dudas
había llevado un revólver. Sebastián se lanzó hacia
él lanzándole una puñalada terrible, mas el filo no
dio en su objetivo porque Ernesto se movió. La
linterna lo había encandilado por eso demoró su
segundo ataque, y cuando fue a arremeter de nuevo sonó
un disparo y Sebastián cayó, y enseguida los pastos
que estaban alrededor de su cabeza se tiñeron de
rojo. Entonces sus dos compañeros se lanzaron como
locos hacia Ernesto, gritando y esgrimiendo cuchillos
también.

Sonaron cuatro detonaciones más y después, silencio.


Ernesto había reaccionado pero aún no entendía la
situación. Iluminó los cuerpos de aquellos tres.
Quedaron todos dentro del círculo de piedras. Pasado
el peligro entendió todo. Evidentemente lo llevaron
hasta allí para sacrificarlo. Sabían que iba a notar
el altar y querían que entrara en aquel círculo. A
pesar de todo empezaba a sentir lástima por ellos
cuando notó que desde el suelo surgía un calor
intenso. Salió del círculo de un salto, y apenas se
había alejado unos pasos cuando este se encendió, se
elevaron unas llamas rojizas y los curpos fueron
abrasados por estas. Seguidamente algo surgió del
suelo, se fue irguiendo entre las llamas hasta que
quedó en pie un demonio que tenía cabeza de carnero.
Ernesto se alejó corriendo lo más rápido que pudo,
aunque sentía que aquello no iba por él ni lo iba a
seguir. Solo había sido un instrumento, el brazo
ejecutor de aquellos pobres infelices.

Pobres tontos los que, siendo víctimas del mal de los


humanos, buscan poder en un mal mucho peor.

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