“… yo no debo, no debiera dejar que nada destruyera este deseo de vivir, quiero
guardarlo intacto como el mundo primitivo que me hice aquí, ya no recuerdo hasta
cuándo estuvo virgen este mundo, después he sido sacudido, mordido,
emponzoñado por tantas cosas, pero es curioso, ahora siento lo mismo que antes
de mi enfermedad, ese mundo vuelve por períodos, a pedazos, llamándome,
pidiéndome algo, ¿por qué será? ¿por qué voy a morir pronto?”
En un mundo donde las personas, donde los que salieron a buscar suerte a otros
lugares del país o al extranjero, terminaron con nada, podridos en las costas o en
las montañas, un hombre que lucha contra su enfermedad es asolado por la toz
de un caballo enfermo por las noches. La noche, su venida, termina
convirtiéndose por analogía natural en un equivalente de la muerte, por lo que
vencer los quejidos del animal a su vez se convierte en la victoria de la vida, de la
supremacía de la humanidad. Es tanto así que cuando el caballo no toce, de todas
maneras el hombre no puede dormir, ya que la lucha no se ha resuelto. El
hombre urde un plan. Se gana la confianza del caballo, pasan el tiempo juntos. El
hombre enfermo y el caballo enfermo, dos dimensiones distintas que asumen la
forma de un espejo. La relación, vista por los otros, parece ser idílica: la salvación
del uno es la salvación del otro. “… te quiero de veras, animal inocente”, dice,
entre otras cosas, el hombre antes de culminar su traición. El hombre llora, el
caballo muere, el hombre vive.
Una vida sin perdón, una vida sin misericordia, de necesidades, de olor a lana
quemada, de presagios parcos, es los que nos entrega Edesio Alvarado. Esa vida
que él decidió representar, que decidió sacar a la luz, todavía existe, aislada y
brutal. Su obra, al igual que ella, se encuentra abandonada por el centro del país.
Su obra prevalecerá, al igual que la vida de los habitantes del sur austral, al igual
que la vida marcada por su dolor.