LA HABITADA
Acababa de llegar de New York. En el aire, cuando
el avién volaba sobre Ia bahia azul de Rio, se percaté,
al abrir un diario brasilefio, de que ese era el dia de su
cumpleafios, “Veintiocho. Un hombre de veintiocho
afios —se dijo— tiene otras tantas razones pata dudar
de Ia utilidad de vivir.” Miraba todavia las calles de
su ciudad —Buenos Aires— como si nunca las hubiera
visto bien. Le sorprendia de pronto en una esquina del
centro la fachada descascarada y absurda de algin
Luis XV rezagado; observaba, impaciente, la desigual-
dad de altura de los techos, la desarmonia, las imita~
ciones baratas y pomposas, los baldios sucios, la pre-
tensién general y la dejadez corriendo parejas; percibia
Ia falta de sentido arquitecténico con superioridad, con
fastidio. Siempre tuvo por cosa indiscutible la fealdad
de Buenos Aires —que desesperaba a su madre—, pero
antes de ir a Estados Unidos encontraba en el ritmo
de sus calles y de sus gentes una pujanza, una seguri-
dad, un ir hacia adelante que le parecia reemplazar,
en cierto modo, el estilo y la unidad ausentes, “Es feo,
pero tiene algo —habiase dicho antes, en mas de una
ocasign—. Est vivo.”
‘Ahora, al llegar por segunda vez del norte del con-150 CARMEN GANDARA
tinente después de una estada de dos afios, hallaba a la
ciudad diferente, como vaciada de impetu profundo,
desconcertada y, sobre tcdo, mas fea que nunca. Como
por obra de una pasion maléfica habian sido derrum-
badas o disfrazadas, una a una, todas las paredes que
guardaban algiin rastro caracteristico del pasado; de la
Vieja Iglesia del Socorro y de su reluciente cfipula de
azulejos celestes no quedaba sino un adefesio ridicula-
mente afrancesado; la Merced estaba rodeada de una
verja nueva, exética, y estaban ausentes los caiiones
histéricos del atrio; y el frente vetusto de Las Catali-
nas habia sido convertido, afios antes, en un esperpento
informe. Desaparecidas también las tipicas confiterias
de su infancia, desaparecido el palacio Miré, desapare-
cida, como tantas otras, !a casona roméntica de Figue-
roa. {Qué pasaba en Buenos Aires? ¢Qué esencial error
se escondia bajo la prosperidad aparente de la ciudad?
Todo lo que se construia, todas las casas nuevas de
departamentos eran iguales, tan iguales como si hubie-
ran sido concebidas por el mismo arquitecto en el mis-
mo cuarto de hora; en todos los zaguanes estaba el mis-
mo mérmol, de todos los balcones chorreaba la misma
planta; y esa casa —la misma siempre— no acusaba el
menor asomo de invencién ni de gracia en sus lineas ni
en sus materiales. “Nos estamos hundiendo en una uni-
formidad estiipida, copiada; en un no ser facil, fécil
como la muerte.”
Tha al trabajo. Desde temprano estaba en el alto escri-
torio de la Diagonal, viendo gente, discutiendo, tratan-
do de infundir en cada interlocutor su afin, su nervio,
ese impulso traido de otra latitud. “Aqui no se hacen
LA HABITADA 151
cosas; se las ve suceder y suceden cuando Dios quiere.
No se vive, se subsiste, es decir, se repite —solia afir-
mar—. El pais es un inmenso hueco sin lenar. El dia
que Hegue un hombre que haga cosas, sea quien sea y
aunque las haga por odio y a coces, el pais tendra que
entregirsele inerme.” (Esta profecia, hecha en 1941,
le seria recordada por un amigo mendocino del Ban-
0, afios después.) Habia suprimido el almuerzo, To-
maba un huevo frio y una ensalada verde en el
centro, a la una en punto, y volvia ripidamente al
eseritorio. La sola palabra “siesta” le producia
horror.
Era inteligente. Tenia, como tantos argentinos, una
inteligencia sensible y desenvuelta, Agil. Pero esa inteli-
gencia no habia hecho nunca un solo verdadero es-
fuerzo, un esfuerzo continuados no habia sido nunca
sometida a disciplina alguna, no habia recibido mis
alimento que la vida misma. Y su vida, como toda
vida sin obstéculos, tuyo que ser un exiguo campo de
experiencias, Tenia pocos amigos, y esos pocos zpodian
acaso Ilamarse amigos? {Eran tan exteriores, tan va-
cios de contenido vital!; o bien, gera él quien los vela
como meras apariencias? En la Facultad de Derecho,
por la que pasé de mala gana, manteniendo, eso si, un
decoroso nivel de clasificaciones, por aquello del nom-
bre y por complacer a su madre, no Hegé a encontrarse,
Jo que se llama encontrarse, humanamente hablando,
con nadie; todos, profesores y discipulos, camplian
con la obligacién de parecer algo, de Ilenar un traje,
Ninguno era. De ahi que al Megara Estados Unidos
Ie hubiera hecho tan buena, tan saludable impresién152 CARMEN GANDARA
el que cada uno de sus amigos yanquis pareciera ser
aquello que en realidad eras aunque eso que parecian
¥ que eran no pasara de un modo de existencia suma-
mente limitado y superficial. Felipe Reyna hallaba en
ello mayor autenticidad que en el hueco repetir de ges-
tus y pulubras de sus condiscipulos de Buenos Aires.
Por ser los hombres del norte menos complejos estaba,
tal vez, cada uno —ocurriasele— mis instalado y me-
jor en su propia realidad personal.
Hiabia leido mucho, voraz y desordenadamente. Te-
nia un instinto literario fino y certero cuyas raices
hincaban en una sensibilidad poética de Ja que él no
tenia mucha conciencia. Se hubiera reido —con esa
risa suya, brusca, que parecia brotar de un fondo como
doloroso— si alguien lo hubiera acusado de reaccionar
poéticamente ante las cosas o ante la vida. Y, sin em-
bargo, Ia acusacién habria sido justa. Vivia de acuerdo
con las imagenes vivas que la realidad le iba poniendo
en el alma, y esas imAgenes estaban ligadas, en su pano-
rama interior, por misteriosos y secretos parentescos;
sentia, con singular agudeza, I:s conexiones impalpa-
bles, [a oculta trabazén que sostiene y unifica las dis-
persas particulas de lo visible y de lo invisible. “No
otra cosa es un poeta”, habria respondido él mismo,
si alguien hubiera intentado definir de ese modo su
natural propensién. Pero nadie se lo habia dicho nun-
ca. “Soy un hombre prictico —pensaba y decia—; sé
cémo se poda la planta hombre”... Mas el hecho era
que, en realidad, de una u otra manera, no dejaba
nunca de obedecer décilmente a esa mistica necesidad
que tenia dentro de vida viva, esa intima sed de que
LA HABITADA 153
fuera su existencia una sucesin de imagenes enlazadas
por un mismo, profundo, viviente sentido.
‘Ahora, en Buenos Aires, desconectado de Ia gente y
de la ciudad, recordaba con exasperada nostalgia su
vida de New York; recordaba el departamento de la
calle 45, el brio de la ciudad inmensa y rumorosa, su
olor a usina limpia; el ciclo de sus atardeceres, irisados,
sostenido por los rascacielos como si fuera la bandera
del fururos el aire eléctrico de las mafanas frias; el
buen humor undnimes las mujeres espléndidas, amisto-
sas y simples como muchachos; la existencia toda, tan
maravillosamente organizada, con sus dos mitades si-
miétricisde esfuerzo y delicia. ;Qué ganas tenia de
volver! Volveria cuanto antes. Volveria en cuanto
terminara el asunto de La Habitada,
Por eso, por ese asunto habia vuelto a Buenos Aires
Felipe Reyna.
Se trataba de la vieja estancia de su familia. La vieja
estancia fundada por aquel Reyna, tatarabuelo suyo,
tan recio como los remotos espafioles de que provenia,
que alli por 1800, venciendo obstaculos casi mitolé-
gicos y sufriendo penurias y riesgos constantes, logré
formar con sus propias manos el niicleo central de le
propiedad donde Felipe pasara la mayor parte de su
infancia y donde, unos meses antes, habia muerto st
abuela paterna. La vieja sefiora no quiso nunca venit
a vivir a la ciudad; prefirié quedarse en La Habitade
con una sobrina solterona que la acompaftaba y st
gente, los mismos servidores de toda Ia vida. Hacia va~
Tios afios que Felipe no Ia veia, Recibié, con bastante