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Contribuciones para pensar la batalla cultural

Por Mariano Pacheco*

(I)

Inscripta en una estrategia de construcción de poder popular, la contracultura se nos presenta


como uno de los cuatro pilares centrales de la autonomía (junto con la autogestión, el
autogobierno y la autodefensa) que, como clase (la que vive del trabajo), entendemos
tenemos que ir conquistando en el camino de nuestra emancipación. Determinada por el
orden hegemónico pero gestada “ya desde ahora” (es decir, más allá de futuras conquistas del
poder político) la contracultura se torna fundamental en el marco del Nuevo Orden Mundial.
No es que el factor económico haya perdido su peso ni que los guiños lingüísticos desplacen
la discusión sobre la propiedad (de la tierra, de los medios de producción), sino que hoy en
día la cuestión cultural juega un papel mucho más destacado que en décadas anteriores.
Desde sus primeros pasos, los fundadores del marxismo supieron interesarse por la literatura
y el arte no sólo de su tiempo sino también de los clásicos, De hecho, existe una edición de
Colihue compilada por el traductor argentino Miguel Vedda donde se reúnen los escritos
sobre literatura de los jóvenes Marx y Engels. Es famoso, asimismo, el pasaje de los
Grundrisse (1857-1858) donde el autor de El capital se refiere al arte griego, dejando
sentado –en un párrafo por cierto elíptico- un debate en torno al vínculo entre el
“florecimiento artístico” y el “desarrollo general de la sociedad”; debate que llega hasta la
actualidad. También los bolcheviques supieron plantar posición al respecto en la rusia
revolucionaria (y aún antes). Resultaron fundamentales para generaciones enteras de
hacedores de la cultura contestataria, los escritos de Lenin sobre la prensa e incluso sobre la
literatura de partido. Aunque,en realidad, fue el jefe del Ejército Rojo quien mayor atención
supo poner a los temas referidos al arte y la ciencia, pero por sobre todo a la literatura (tal
como recuperaremos en una próxima nota).
En la Argentina, al calor del centenario de octubre, no sólo se ha reeditado la Historia de la
revolución rusa de León Trotsky, sino también Literatura y revolución (ver ediciones del
Instituto del Pensamiento Socialista Karl Marx). Se conocen, por otra parte, los escritos del
líder comunista chino Mao Tsé Tung sobre la literatura y el arte, además de sus poemas. En
nuestras tierras, en consonancia con cierta mirada sobre la cultura popular pregonada en Italia
por Antonio Gramsci, el Amauta José Carlos Mariátegui no sólo pensó muchas cuestiones
referidas a la vida cultural de su tiempo, sino que ofició como crítico para periódicos de la
época.
Lejos de querer aburrirlo con estas enumeraciones, estimada lectora o lector, este breve
repaso busca dar cuenta de la rica historia al interior del marxismo de intentos por abordar la
cuestión cultural como parte integral del proyecto de transformación revolucionaria de las
sociedades capitalistas (sin mencionar, claro, a la larga lista de intelectuales de izquierda o
marxistas académicos que hicieron de la cultura su tema de estudio o al que le dedicaron
parte de sus escritos e investigaciones). Y si bien hay sectores que cuestionan el concepto de
batalla cultural, pensamos que sigue siendo propicio que tal concepto sea reactualizado,
sobre todo si entendemos -junto con los zapatistas mexicanos- que los poderosos del mundo
ya nos han declarado la guerra a los pueblos de todo el planeta tierra.
Entendida no sólo desde la perspectiva más tradicional de las artes y la literatura (junto con la
filosofía y la ciencia) sino también como disputa por el sentido (o los sentidos que circulan
en nuestras sociedades), la batalla cultural requiere de todos modos de instrumentos concretos
de intervención específica en el propio campo, incluyendo el de las ideas.
Y si bien consideramos válido, tal como supo señalar Terry Eagleton para la reedición de su
libro Marxismo y crítica literaria, que el marxismo ha sufrido en nuestros días la derrota
más importante de su turbulenta historia, entendemos que no deja de ser uno de los
pensamientos más subversivos frente a la explotación y la dominación que ejerce el capital en
todas partes y, por lo tanto, una contribución fundamental a los modos críticos de entender el
mundo (resulta una obviedad, pero: ¿cómo cambiar el mundo sin una interpretación crítica de
él?). Por supuesto -y tanto Eagleton como Eduardo Gruner en Argentina lo han señalado más
de una vez- con el marxismo solo no alcanza y resulta necesario incorporar a los distintos
análisis otras perspectivas que reflexionen sobre otros y nuevos problemas y desafíos. De
todos modos, los cruces entre el pensamiento de Marx y otras perspectivas ha resultado
auspicioso durante décadas, con lo cual no visualizamos ningún problema al respecto. Claro
que, tal como supo destacar Trotsky, una característica del marxismo es actuar y pensar “al
interior de una tradición”. Aunque tal vez hoy muchos de nosotros entendamos que más que
al interior de una tradición, lo que hacemos es construir un legado con retazos de tradiciones;
pero dicha operación de lectura del pasado no deja de ser ya una posición respecto al
asumirnos como parte de un torrente de deseos de cambio que nos antecede. Legado que se
presenta también como tarea, como programa de intervención actual respecto del pasado, y
sus usos.
Regresemos de todos modos a la literatura como llave para pensar cuestiones que la exceden.
Decían los formalistas rusos, a comienzos del siglo pasado, que una de las funciones centrales
de la literatura era la de “desautomatizar la mirada”. Hoy, cuando nuestras miradas aparecen
capturadas a cada instante por el despliegue tecnológico de la publicidad, dicha consigna
cobra una profunda vitalidad. La literatura, las artes, el periodismo, la difusión de ideas
contestatarias pueden ser entonces partícipes activos en la tarea inmensa de contribuir a la
gestación de una contracultura que aspire a transformarse algún día en una nueva cultura, en
una nueva sociedad.
Resultan fundamentales, entonces, los colores, ideas, ritmos y sonidos que acompañan los
procesos de organización y de lucha popular. Tal como sostenemos en el Manifiesto
Fundacional de La luna con gatillo, entendemos que la intervención cultural de las
izquierdas pasa hoy en día, fundamentalmente, por realizar una crítica política de la cultura
contemporánea. Una intervención que deberá ser insurgente e inoportuna para los poderosos,
y operar como un piquete cultural: alterando la circulación de símbolos, atentando (incluso
por medios violentos) contra aquellos que externalizan el poder de las clases dominantes, esa
lógica hegemónica del arte ligada al consumismo de la industria cultural que niega las
posibilidades estéticas, éticas y creativas de las clases populares. Una crítica política de la
cultura deberá promover una imaginación indisciplinada, un arte por el cambio social que
tenga a la multitud laburante y de a pie, al pueblo en marcha y luchando, no sólo su contexto,
sino también su medio cultural, su campo de investigaciones, de experimentación y de
creación, para gestar símbolos alternativos, pero también, para abonar a una nueva épica, y un
nuevo paisaje mental y sentimental.

(II)

“El arte y la política no pueden ser abordados del mismo modo”. La frase no pertenece a un
artista sino a un dirigente político, a un teórico revolucionario. Sin lugar a dudas ha sido
León Trotsky el referente comunista que más atención supo prestarle a los vínculos entre
arte y política (junto con Antonio Gramcsi, a quien haremos referencia en una nota futura).
Resulta llamativo, a primera vista, que sea el jefe del Ejército Rojo quien haya escrito un
libro titulado “Literatura y revolución”. Y decimos a primera vista, porque si se indaga al
menos un momento en la formación cultural de los referentes de la Revolución Rusa
veremos que, en coherencia con el planteo marxista de emancipación de la humanidad, el
papel de la teoría y las expresiones simbólicas siempre ocuparon un lugar destacado.
Es conocida la explosión experimental que siguió el cine luego de Octubre del 17 (“de todas
las artes el cine es para nosotros la más importante”, supo decir Lenin alguna vez); los
recorridos realizados por los “trenes de agitación” en plena guerra civil, entre 1918 y 1921 y
la multiplicación de salas y films en esos primeros años de revolución. En dos artículos
publicados recientemente en Argentina en el libro La revolución rusa: 100 años después
(compilado por Mario Hernández), se destaca el rol que tanto el cine como las artes de
vanguardia (entre ellas la arquitectura) jugaron en todo ese proceso. Así, Héctor Freire
recuerda que entre 1925 y 1928, las salas de cine pasaron de 2.000 a 9.300 en la Unión
Soviética, alcanzando el número de 29.200 al final del Primer Plan Quinquenal (cifra que
luego ascendió a 40.000, superando incluso a Estados Unidos) y Silvio Schachter, por su
parte, subraya el papel jugado por los constructivistas, suprematistas, futuristas y otras
manifestaciones de la vanguardia artística que se propusieron desarrollar un “arte-
producción” ligado a la vida cotidiana. Tiempos en los que se crearon 36 nuevos museos, se
inauguraron decenas de publicaciones y el ProletKult llegó a agrupar a 84.000 miembros en
300 grupos locales expandidos por todo Rusia. También el psicoanalista argentino Enrique
Carpintero -director de la editorial y la revista Topía- destaca en su texto publicado en el
libro Los freudianos rusos y la Revolución de Octubre el hecho de que la revolución
bolchevique haya “abierto el camino de la creatividad” en todos los ámbitos, al romper con
la rígida censura religiosa (en especial en las manifestaciones artísticas y científicas) que
había hasta el momento. Cabe recordar, asimismo, que fue en la “Rusia de los Sóviets” el
primer lugar en el mundo en el que se estableció la total libertad de divorcio y donde el
aborto fue libre y gratuito (medidas anuladas luego por el stalinismo, quien se propuso
afianzar la figura de la familia tradicional).
Así, el desarrollo de distintas iniciativas fueron problematizando en torno a la necesidad de
que, junto con los nuevos aires en la economía y la política, también la revolución abordara
el desafío de construir una nueva cultura.

Lo viejo, lo nuevo y la transición


Quisiera rescatar algunos de los tantos planteos que supo realizar Trotsky en su libro
Literatura y revolución.
En primero lugar, esta idea de que no es el terreno del arte donde el partido, precisamente,
esté llamado a mandar. Idea que de algún modo se complementa con esa otra que sostiene
que no hay que juzgar al arte sólo desde la teoría marxista. Con una amplia formación
cultural, el jefe del Ejército Rojo admite que el arte puede llegar a ser un poderoso aliado de
la revolución, pero en la medida en que permanezca fiel a sí mismo, siguiendo las líneas
creativas, su propia especificidad. De todos modos, como en las bases del arte –según el
líder bolchevique-- se encuentran el odio al enemigo y la solidaridad de clase, su práctica –
podríamos agregar-- se torna fundamental a la hora de contribuir a gestar una mirada
propia, tanto sobre nosotros mismos como de nuestros enemigos. Por supuesto, para
Trotsky hay una relación estrecha entre arte, política y nueva cultura, pero en el sentido
(muy amplio) de que la revolución “prepara las condiciones de la nueva cultura”. Por eso, de
algún modo, ve la primacía que el papel de la destrucción tiene por sobre el de la creación,
sobre todo en el contexto en el que le toca reflexionar y escribir sobre el arte. Nunca está de
más recordar que la Revolución Rusa se produce en medio de la primer Gran Guerra
Mundial, y que tras la toma del poder por parte de los bolcheviques, la nueva sociedad
debió enfrentar tres años de guerra civil interna contra sus enemigos que buscaban
derrocarla. En ese contexto pueden entenderse mejor frases tales como “cuando los
cañones truenan, las musas callan”.
El contexto, y la idea de que todo lo nuevo surje de lo viejo, llevan a Trotsky a subrayar la
necesidad de no tirar por la borda el arte burgués, sino a incorporarlo como parte de un que-
hacer de la humanidad. Planteo que ya tiene su historia de discusiones, y que no es motivo
de esta nota revisitarlos. Pero sí destacar la importancia de su reactualización (¿cuánto en
ruptura y cuánto en continuidad con lo existente surge lo nuevo?).
De todos, entre aquellas experiencias y reflexiones y hoy ha transcurrido un siglo ya, y otros
procesos de cambio han mostrado que hay veces en que la mayor productividad del arte
(de un arte contestatario, por el cambio social), coincide con el auge de las luchas
populares. Es que los procesos revolucionarios deben enfrentar muerte y destrucción, pero
también, van liberando las posibilidades de expresión, permiten que el deseo fluya más y
acompañan las batallas desde su especificidad.
Por supuesto, Trotsky está pensando en la denominada “alta cultura”, y más allá de la
validez de algunos planteos, hoy cuesta mucho más pensar la dimensión cultural sin tener
en cuenta la producción de un arte menor que circula dentro y fuera de los procesos de
organización y lucha por el cambio social.
Así y todo, no dejan de tener actualidad algunas discusiones planteadas por el presidente
de los Sóviets de Petrogrado, sobre todo aquella que ponen el énfasis en el papel del arte
en la construcción de una nueva sociedad, en el carácter transitorio que puede tener un tipo
de arte en la revolución y en la necesidad de asumir la perspectiva de transformación social
como un proceso para toda la humanidad.
En este sentido, la idea de un arte proletario es fuertemente discutida por Trotsky, ya que
éste pone énfasis en un aspecto transitorio, puesto que la revolución se propone no sólo
eliminar a la burguesía, sino también a la clase obrera como tal (entendida como clase no-
propietaria productora de plusvalía). De allí la importancia de construir alianzas con los
“compañeros de ruta”, aquellos escritores y artistas que sin ser revolucionarios pueden
marchar junto a la revolución en el camino de gestar una nueva cultura, que incluye al arte
pero los excede, y que necesita sumir el desafío de superar la “putrefacción y decadencia”
del capitalismo entendiendo que el arte no puede aislarse ni pretender salvarse a sí mismo.
Más allá de la actualidad o inactualidad de sus planteos, más acá de los acuerdos o
desacuerdos que con ellos pueda tenerse, resulta fundamental –al menos para la mirada de
este cronista-- recuperar la vocación de las apuestas revolucionarias que comprendieron
que sin nueva cultura no habrá nueva sociedad.
Y ya sabemos: no habrá nueva sociedad sin luchas (políticas, económicas, culturales), pero
por sobre todas las cosas, no habrá nueva sociedad si no la comenzamos a construir ya
desde ahora.

(III)

De lo que se trata es de inventar una mirada. O de problematizar la mirada con la cual


observamos el mundo que habitamos. De asumir que las posiciones en las luchas implican
lecturas de situación, definiciones y construcción de una trinchera simbólica también.
Ya hemos visto, en entregas anteriores de esta serie de textos, la importancia que desde
sus inicios han tenido en el marxismo las cuestiones referidas a lo que aquí sintetizamos
con el nombre de batalla cultural, e incluso, las cuestiones referidas a la literatura y al arte.
Hemos repasado y mencionado textos emblemáticos de Marx y Engels, de Lenin y Trotsky,
de Mao Tse Tung. En esta oportunidad, quisiéramos detenernos en una figura central, como
lo fue el comunista italiano Antonio Gransci, y en particular, en algunos pasajes de sus
anotaciones carcelarias, que también han sido recopiladas en el libro titulado Los
intelectuales y la organización de la cultura.
Gramsci --como también lo hará años más tarde Félix Guattari-- destaca esta cuestión de la
función intelectual más que la figura del intelectual. Para el italiano, no hay hombres –
mujeres, existencias diversas, podríamos agregar hoy-- que sean “no-intelectuales”, ya que
el intelecto es una característica de los seres humanos (“no hay actividad humana de la que
se pueda excluir toda intervención intelectual”, nos dice Gramsci). Pero según él lo
entiende, el intelectual es aquel que puede combinar una serie de características, que él
resume en la fórmula “especialista+político”, y que son aquellas personas que cumplen una
función organizadora de la hegemonía (consenso+coerción). Por supuesto, desde esta
mirada, todo militante de partido es un intelectual, ya que cumple una función que es a la
vez de educación, organización y dirección de un proyecto que encuentra en el partido el
lugar en donde un grupo económico-social se convierte en agente de actividades generales
de carácter nacional e internacional. Por eso los intelectuales no son solamente aquellos
que crean algo nuevo en una determinada esfera de la producción cultural, sino también
quienes divulgan lo creado hasta el momento.
Dicho esto, cabe aclarar que hay todo un trabajo específico que Gramcsi entiende que las
izquierdas deben darse para poder combatir las ideas dominantes y contribuir a consolidar,
en el seno de las clases trabajadoras, las ideas promovidas por el comunismo.

Organizar la nueva cultura


“Se debe persuadir a mucha gente de que también el estudio es un trabajo, y muy fatigoso,
con un aprendizaje, aparte del intelectual, nervioso-muscular: es un proceso de adaptación,
un habito adquirido con esfuerzo”, puede leerse en sus Cuadernos de la cárcel. El enfoque
materialista de la cultura queda aquí más que claro.
Gramsci pone como ejemplo la producción de revistas, y destaca la importancia de que sus
redacciones puedan devenir en “círculos culturales” en los que se produce una división del
trabajo y una discusión colectiva sobre los temas de cada quien y una crítica colegiada del
trabajo en general. Gramsci ve en esa dinámica, además, la posibilidad de crear una
actividad editorial “regular y metódica” en la que el resultado vaya más allá de la suma de
las partes individuales. “En esta especie de actividades colectivas, cada trabajo produce
nuevas capacidades y posibilidades de trabajo, ya que crea condiciones de trabajo cada vez
más orgánicas: ficheros, materiales bibliográficos, colecciones de obras fundamentales
especializadas, etcétera”.
Es cierto que quien lea estas páginas podría preguntarse si no resulta una pieza de museo
este tipo de escritos, producidos hace casi un siglo atrás. También podría presentarse el
interrogante en torno a la actualidad de ese tipo de tareas en un mundo colapsado por las
imágenes y el cambio en la percepción operado a partir de la revolución científico-técnica de
las últimas décadas.
Este cronista entiende que si bien la tendencia de muchos métodos de trabajo y de
producción intelectual hoy están en crisis (hay quienes sostienen incluso que los medios de
comunicación gráficos están tendiendo a desaparecer en su versión “papel”), no dejan de
tener validez algunas de las propuestas y reflexiones promovidas por el comunista sardo. Y
en este sentido, no resulta muy productiva la idea de no tener en cuenta esa rica historia
que la producción cultural de las izquierdas en el mundo supo dar. “Cada generación educa
a la nueva generación, es decir, que la forma y la educación son una lucha contra los
instintos ligados a las funciones biológicas elementales”, destaca Gramsci.
Hoy, cuando el capital se ha expandido por el mundo como nunca antes, cabe estar en
actitud de prevención, de auto-reflexión en torno a los modos en que luchamos. Al menos
desde los movimientos sociales que tanto han contribuido a reactulizar una nueva
perspectiva de construcción política popular en Nuestraamérica durante las últimas
décadas. Sobre todo frente al riesgo de quedar entrampados en una dinámica ligada a las
luchas por garantizar la auto-reproducción de la vida material; dinámica que puede
complicar la existencia de las clases dominantes en determinadas coyunturas, pero no
herirlas de muerte. De allí que en estas líneas no dejemos de tener en cuenta aquello
señalado por Gramcis respecto de que, así como cada corriente cultural crea su propio
lenguaje e introduce nuevos términos para enriquecer los términos ya en uso, también se
sirve de nombres históricos para facilitar el juicio y la comprensión de las situaciones con las
que se tiene que medir en cada momento histórico.

La integralidad de la batalla cultural


Queda claro, en Gramsci, la apuesta por combinar los distintos modos de intervención de
acuerdo al frente específico en el que se libra cada batalla. Y así como no puede
entenderse el modo en que queda solidificado el vínculo entre política y economía sino a
través del cemento de la cultura, tampoco puede entenderse una crítica política de la cultura
sino es prestando atención (y gestando modos específicos de intervención) a la cultura
popular y la denominada “alta cultura”, de manera simultánea. No se trata de atender uno
de los flancos sino de afinar la puntería para poder dar en el blanco de cada uno.
Para el comunista italiano es fundamental que el trabajo educativo-formativo contribuya a
elaborar una conciencia crítica del mundo, así como a difundir aquellas producciones que la
humanidad ha ido gestando a través del tiempo, y que por lo general, suelen ser privativas
de determinados sectores sociales e incluso en determinados lugares.
De allí que Gramsci lea la complejidad de la producción cultural, y proponga una
combinación de estrategia de intervención para poder gestar los instrumentos necesarios
para divulgar, difundir y crear.
Hoy internet, las redes sociales, pueden seguramente contribuir a gestar una serie de
iniciativas que disputen algunos de los sentidos que el poder dominante intenta imponer
cada día. También a conectar distintas experiencias locales, nacionales, regionales. Pero
habrá, asimismo, que seguir haciendo esfuerzos por dinamizar otras iniciativas, que puedan
interpelar más allá de las pantallas de nuestras computadoras, tablets o celulares.

Contribuciones para pensar la batalla cultural (IV)

Por Mariano Pacheco*


En septiembre de 1966, en lo que será el último número de la revista argentina La Rosa
Blindada (dirigida por José Luis Mangieri) León Rozitcher publica “La izquierda sin sujeto”,
texto en el que se presenta una discusión entre-líneas con John William Cooke), quien
había publicado anteriormente (en el Nº 6 de la mencionada revista, de octubre de 1965),
un texto en el que responde una serie de preguntas que le había enviado desde el Comité
Editorial de la revista, que finalmente son publicadas bajo el título “Bases para una política
cultural revolucionaria”. Allí El Cooke realiza una lectura minuciosa de los Manuscritos
económico-filosóficos de 1844 de Karl Marx, sobre todo del capítulo “El trabajo enajenado”.
De algún modo, ambos textos están dialogando con otro --también publicado en La Rosa
Blindada luego de haber salido en el periódico uruguayo Marcha-- de Ernesto Guevara, el
hoy ya legendario “El socialismo y el hombre en Cuba”.
En esta nueva entrega de esta serie de textos destinados a seguir pensando la baralla
cultural, quiera rescatar particularmente el texto de León, ya que da cuenta de un debate de
época en las izquierdas Latinoamericanas sobre el devenir del movimiento comunista
internacional, pero que no deja de tener actualidad respecto de los desafíos de las
construcciones actuales de los movimiento popular, sobre todo en Nuestra-américa.

Subjetividad y cambio social


Una serie de cuestiones se presentan como imprescindibles por Rozitchner a la hora de
pensar en una crítica política de la cultura burguesa.
En primer lugar, la necesidad de tornar evidente la estructura del campo total en el cual
cada acto de un individuo se inscribe, entendiendo que la cultura burguesa ordena el mundo
según sus categorías (el sistema capitalista produce objetos a la vez que ideas) y que por
ello el sujeto se ve imposibilitado de referirse coherentemente al mundo que lo produjo (esto
implica asumir la correspondencia entre proceso de producción y cultura burguesa).
En segundo lugar, se presenta el desafío de salirse de la racionalidad burguesa, en el
camino de construir una racionalidad propia de la revolución. Rozitchner también insiste en
la necesidad de comprender que si la cultura burguesa separa a los hombres y las mujeres
del ámbito social (creando la “intimidad” del individuo), una cultura revolucionaria no puede
limitarse a intervenir en el campo social solamente, porque regala así la subjetividad al
capital, manteniendo la oposición cultura y sujeto (fundamento de la alienación burguesa).
La cultura revolucionaria -sostiene Rozitchner- debe entonces volver a anudar aquello que
el sistema escindió. Esto, obviamente, sólo es posible de lograr si el sujeto permanece
ligado a una actividad transformadora de la realidad, cuestión que se logra si se cuenta con
una organización racional revolucionaria. Finalmente, León insiste en que las izquierdas
deben poder encontrar la propia forma humana que pueda servirles para trazar un índice a
partir del cual realizar una inserción efectiva del sujeto en el proceso revolucionario.

Una praxis transformadora


Rozitchner entiende que la cultura revolucionaria no puede reducirse a formar hombres (y
mujeres, y existencias diversas…) tal como lo hace la burguesía (conciencia inmediata sin
reflexión; adhesión del sujeto al mundo que lo produce). Es decir, que no se puede
encontrar la forma revolucionaria adecuada con el contenido sensible burgués. Se trata,
entonces, de ver cómo la burguesía está en nosotros como un obstáculo para comprender y
realizar el proceso revolucionario.
León plantea que pensar es ya una praxis. Y que debemos diferenciar la praxis de una mera
práctica (que se realiza en concordancia con la cultura burguesa). Para llevarla adelante un
se necesita romper con los índices de realidad que son congruentes con el mantenimiento
de su orden.
Desde esta perspectiva revolucionaria se debe hacer el proceso de ir deshaciendo la “forma
burguesa” para ir creando una nueva racionalidad. “Con categorías burguesas que ordenan
nuestro modelo de ser personal no resulta posible pasar de la práctica burguesa a la praxis
revolucionaria”, insiste.
El propio cuerpo se transforma así en un campo de batalla.
Para León, cada militante debería poder vivir y experimentar en la organización la
racionalidad revolucionaria, asumiéndola como una actividad que él mismo contribuye a
rebelar. El desafío, entonces, es deshacer la propia auto-enajenación, la que escinde lo
sensible de lo racional.

Del hombre nuevo a la nueva humanidad


Rozitchner dice que no basta con pasar de la causa burguesa a la causa socialista si se
pretende contribuir al proceso de transformación desde el modelo proporcionado por la
división del trabajo capitalista. Y ahí se mete con los liderazgos. Compara a Fidel Castro y a
Juan Domingo Perón.
No lo nombra a Cooke, pero entre líneas hay un debate con aquello sostenido por el
principal referente del peronismo revolucionario. A saber: que en Argentina los comunistas
eran los peronistas.
Para León, Perón se sostiene en un modelo de racionalidad burguesa adecuada al
capitalismo, por más que dirija un movimiento que ha producido esa curiosa combinación en
la que la clase obrera experimenta el sentimiento de su propio poder a la vez que abandona
su autonomía y se sujeta a las formas del dominio burgués (adhesión a una forma de vida
que no modifica la estructura). Para el autor de Materialismo ensoñado lo central de la
crítica al peronismo está dirigida al hecho de que la clase trabajadora no haya podido hacer
el tránsito de la sensibilidad burguesa a la racionalidad revolucionaria. Por eso propone
poner en el centro del análisis la necesidad de producir una modificación revolucionaria de
los individuos.
Si los conductores funcionan como modelos de humanidad, cabe preguntarse entonces qué
hizo Perón con su vida, qué imagen devolvió a los trabajadores, qué nuevos valores
humanos hizo acceder a nuestra realidad.
Más allá de las valoraciones que cada lector (o lectora) pueda tener en torno al peronismo,
me quedo con hacer propia la reflexión que cierra el texto; aquella que deviene en una
verdadera incitación a la rebelión y la revolución. Entonces y ahora.
Dice Rozitchner que la presencia del poder represivo funciona para detener la eficacia de
nuestros actos, la profundidad de nuestro pensamiento. Y señala que los límites que la
burguesía estableció en nosotros mismos son el principal obstáculo para abordar
críticamente la realidad.

*Notas publicadas en el periódico Resumen Latinoamericano durante 2018.

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