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Especialización en Enseñanza de Escritura y Literatura en la Escuela Secundaria

Módulo Didáctica de la Teoría Literaria

Clase 2: El autor y el problema de la intención

¡Hola, colegas!

Les damos la bienvenida a la clase 2.

Hemos dedicado la primera clase a presentarles una definición general acerca de qué es y a qué
se dedica la teoría literaria. A partir de esta segunda clase nos ocuparemos de explicar y
desarrollar nociones fundamentales a las que necesariamente aludimos al hablar sobre
literatura:

 el autor;
 el lector;
 la relación del texto con el afuera del texto.

De este modo, al revisar, cuestionar, pero, por sobre todo, al explicitar las nociones y
parámetros a partir de los cuales leemos, apreciamos y comentamos los textos literarios,
estaremos haciendo una “crítica de la crítica”, esto es, estaremos haciendo teoría literaria.

El propósito de esta segunda clase es:

 reflexionar acerca de la categoría autor y revisar distintas formas de concebir el


vínculo entre el texto y quien lo escribe.

En relación con este propósito, se nos plantean los siguientes objetivos:

 establecer los criterios en que nos basamos para afirmar la validez de determinadas
lecturas o, por el contrario, para desestimar otras;

 determinar en qué medida es posible erradicar en la actividad crítica toda apelación a la


intencionalidad del autor.

La figura del autor se ha puesto fuertemente en cuestión en la segunda mitad del siglo XX.
Algunos, incluso, han llegado a promover su erradicación de las consideraciones y juicios acerca
de los textos literarios. Buena parte de la crítica desde entonces ha desviado completamente su
atención respecto de esta figura, al menos de como se la entendía hasta 1950. Sin embargo, y a
pesar de todos los reparos que existen en determinados ámbitos académicos a la hora de
referirnos al autor, ¿se puede realmente afirmar que “el autor ha muerto” o que ya no incide en
nuestras concepciones de la literatura y en sus condiciones de producción y circulación? De
ningún modo. La propiedad de la firma, los derechos de autor (que suelen cobrar visibilidad
cada vez que se denuncia un caso de plagio, por ejemplo), las estrategias de promoción de los
libros (que suelen siempre centrarse en torno a la figura de sus autores) y su uso extendido
tanto por parte de la crítica literaria como de los lectores no especializados dan cuenta de su
vitalidad y plena vigencia.

La propuesta es que examinemos esta noción tan controversial que solemos emplear de manera
acrítica como si fuera natural o autoevidente. Hoy quizá nos resulten algo extremos ciertos
planteos teóricos formulados a partir de la década del sesenta en relación con esta figura, pero
es importante tener presente que el abandono de la categoría “autor” o su relegamiento a un
lugar marginal produjo un giro copernicano en los estudios literarios al modificar de manera
radical nuestra relación con la literatura y abrir una serie de interrogantes fundamentales no
solo para la teoría literaria:

- ¿Sobre quién recae el sentido de un texto literario? ¿Sobre el autor o sobre el lector?

- A la hora de explicar un texto, ¿debemos priorizar el contexto de producción o, por


el contrario, los múltiples contextos de recepción?

- La relación del texto con el autor, ¿es en rigor diferente a la relación del mensaje
con su emisor en el habla? O dicho de otro modo, ¿en qué medida el vínculo entre la
instancia de enunciación y el enunciado varía en la oralidad y en la escritura?

Se suelen distinguir grosso modo dos grandes posiciones respecto del autor:

 una más antigua que asocia el sentido de una obra con la intención del autor y que
es la que solemos encontrar en los abordajes de la filología y el historicismo positivista;
 otra más moderna, que cuestiona la relevancia de la intención del autor para
describir la significación de una obra (es el caso del Formalismo ruso, la Nueva
Crítica norteamericana, el Estructuralismo francés).

Estos debates que, a priori, pueden parecernos excesivamente abstractos


tienen una injerencia muy concreta en la enseñanza de la literatura y en la
transmisión de la práctica de la lectura. En efecto, aunque más no sea
intuitivamente, como docentes nos inclinamos por una u otra concepción y
promovemos determinadas formas de acercamiento a los textos en
desmedro de otras. Es importante, por lo tanto, interrogarse acerca de la
relación entre autor y lector (y, por extensión, entre el docente y el
estudiante) que se deduce de nuestras propuestas de abordaje de los textos
literarios.

La intención del autor

Si partimos de la idea de que para comprender un texto es necesario determinar qué quiso
decir el autor, asumimos que es el autor el que tiene la potestad del sentido y la significación
del texto. Este modo de concebir el discurso literario se manifiesta en algunos manuales de
Lengua y literatura en los que encontramos preguntas referentes a la vida y obra de los autores
como una condición sine qua non para la comprensión de sus trabajos (¿cuándo y dónde nació
el autor?; ¿cuál fue su formación?; ¿hijo de quién fue?; ¿dónde transcurrió su infancia o su
juventud?; ¿cuáles fueron sus gustos e intereses predilectos?; etc.). También es dominante o
habitual este enfoque en las entrevistas a escritores en las que explícitamente se pregunta qué
quiso decir el autor en tal o cual obra o pasaje como si su intención fuese la llave de acceso al
texto. El proceso de lectura de este modo pierde todo protagonismo: no es en la lectura donde
el texto encuentra su razón de ser y su realización más plena, sino que esta pasa a ser solo un
primer paso en la búsqueda de un sentido que se hallaría afueradel texto, en el autor, el crítico
o el consenso social o colectivo respecto de una obra.

La interpretación del lector

Por el contrario, lo que hace que los textos no pierdan actualidad es precisamente el juego
productivo que cada lector entabla con el texto en función de sus intereses y de sus propias
expectativas. La lectura, vale recordarlo, es ante todo una práctica lúdica y creativa. Ahora bien,
si otorgásemos siempre la última palabra al lector, caeríamos en el error de creer que toda
interpretación es igualmente válida y perderíamos de vista nos solo los criterios mínimos sobre
los cuales debe fundarse una perspectiva crítica sino fundamentalmente las cualidades
especiales para apreciar los textos literarios en su complejidad. La crítica literaria nos
proporciona otros elementos de juicio que nos permiten superar una lectura meramente
contenidista e impresionista, esto es, una lectura que solo repara en la historia del texto (¿de
qué trata?) y en nuestra primera impresión (“me gustó”, “no me gustó”, “me sentí identificado
con el protagonista”, etc.). Como ya señalamos en la clase 1, la crítica literaria no se ocupa de
lo que dicen los textos sino de cómo lo dicen, no del efecto que tienen los textos en sus lectores
sino de cómo logran provocar sorpresa, emoción, miedo, risa, asco, etc., en sus lectores.

Del autor al texto. Inflexiones de la autoridad


Tradicionalmente, el criterio académico o pedagógico para determinar el significado de un texto
literario ha sido la reconstrucción de la intención del autor. Sobre todo en los trabajos de
historia literaria la explicación del texto suele buscársela o bien en la persona que lo produjo,
o bien en el contexto de producción, según si se prioriza un sentido biográfico o sociológico
de la cuestión de la intención. Esta concepción de los textos literarios como una confesión o un
secreto a ser revelado deja poco espacio para la interpretación literaria y el libre juego del lector
con el texto, y presupone, además, que el mundo de las ideas tiene una existencia por fuera o
más allá de su formulación concreta.

Desde este enfoque, el significado se vincula con la voluntad del emisor y el texto es
simplemente un vehículo (con mayor o menor eficacia) que transmite un contenido o mensaje
a otra voluntad sobre la cual la primera quiere actuar (Rancière, 2011, p. 31). El viejo orden
retórico establece así una jerarquía que somete la escritura a la oralidad y la expresión a
la invención de la fábula. Al partir de la base de una concepción mimética del lenguaje como
representación de una idea preexistente o de la cosa percibida, el sentido que verdaderamente
cuenta es el que identificamos con el primero, con el original, o sea, con la intención del autor,
como si el querer decir del autor se encontrara agazapado en el texto a la espera de su
descubrimiento.

La escritura, siguiendo esta lógica, se constituye en una instancia supeditada al habla, que, al
tener lugar en presencia de los participantes de la comunicación, garantizaría a priori lo que se
entiende como el “buen” sentido: la coincidencia entre lo que es y lo que se dice o conoce.
La escritura

Según esta concepción, entonces, la escritura es una forma de conservar virtualmente los restos
de una situación comunicativa originaria en la que el emisor, el receptor y el mensaje coincidían
en tiempo y espacio. Contra este régimen representativo, como veremos, se pronunciarán los
partidarios de la tesis de la muerte del autor que, al asumir la inadecuación radical entre texto y
contexto, colocarán en el centro de la escena precisamente a la escritura.

El nacimiento del autor moderno


En la clase 1 señalamos que la literatura surge hacia fines del siglo XVIII en virtud del
establecimiento de su propio campo autónomo, con sus propias reglas y parámetros de
producción. Este proceso de autonomización, recordemos, es simultáneo con el proceso de
racionalización que por esos años atraviesa las sociedades capitalistas de Occidente. Ahora bien,
¿cómo se conciben los agentes de producción, los “autores”, en la transición hacia la
Modernidad? ¿Qué sucede con la figura de autor en este período?

En la Edad Media la anonimia en los textos que hoy denominamos “literarios” era un fenómeno
habitual: cantares de gesta, romances, narraciones breves y otros géneros populares se
legitimaban en la tradición y en la pervivencia de la memoria comunitaria. Existían, por otra
parte, figuras de autoridad (a veces atribuciones falsas), los “auctores” que autenticaban los
discursos “científicos”: la medicina, la astrología y las ciencias naturales, y también la teología y
la filosofía. Sin embargo, hacia fines del siglo XVII, esta relación entre el nombre propio y los
tipos de discursos se invierte: los discursos científicos comienzan a desligarse de la figura de
autor mientras que en el campo literario autor y texto se vuelven indisociables (Foucault,
1998).

El artífice literario ya no se concibe como un artista que ejecuta y transmite al resto de


la comunidad un saber heredado y tradicional sino como un agente creador que deja una
impronta en el campo artístico al ofrecer obras originales e inimitables. Es en la Modernidad
cuando madura y cobra una formulación concreta un concepto que había comenzado a inquietar
el clima cultural del Renacimiento: la singularidad de la experiencia. El autor literario será a
partir de entonces ese hombre sobresaliente que en virtud de su experiencia y sus dotes
singulares encarna un saber excepcional. El paradigma del autor “creador” encontró una
manifestación concreta en la estética romántica del genio a la que nos referimos la clase
pasada. Desde esta escuela, la obra de arte, recordemos, se concibe como producto de la
espontaneidad, inspiración e imaginación del artista.

Biografismo

En el siglo XIX (y sobre todo en Francia) la crítica literaria fuertemente influida por el
Romanticismo llevó al desarrollo del biografismo. Sus principales exponentes fueron Hipólito
Taine (1828-1893) y Charles Sainte-Beuve (1804-1869). El texto se explicaba (y se entendía)
estudiando su causa eficiente, el autor: no solo su vida, su personalidad, su pensamiento sino
también sus gustos más cotidianos y triviales. Llevada a un extremo, esta concepción
(dominante durante buena parte de esta centuria) motivó juicios críticos tan desacertados
como, por ejemplo, despreciar o desestimar la obra de Gustave Flaubert. En una reseña de
Charles Sainte-Beuve de 1857 sobre Madame Bovary, célebre novela de este autor publicada
por entregas en 1856 y editada en forma de libro al año siguiente, leemos el siguiente
comentario:
El autor de Madame Bovary ha vivido en el campo, en la provincia, en las aldeas y pequeños
burgos… Entonces, ¿qué vio? Pequeñeces, miserias, pretensiones, estupideces, rutinas,
monotonía y aburrimiento: y hablará de ello. Esos paisajes tan verdaderos, tan francos, y donde
se respira el genio agreste de los lugares, no le servirán más que para enmarcar seres vulgares,
chatos, estúpidamente ambiciosos, del todo ignorantes o semi-letrados, amantes sin
delicadeza… (“Causeries du lundi”, traducción propia; http://flaubert.univ-
rouen.fr/etudes/madame_bovary/mb_sai.php).

La descalificación del texto literario se fundamenta aquí en las formas de vida de su autor: una
vida en el campo y la experiencia de un hombre de clase media solo podían engendrar, según el
criterio biografista, una obra artística mediocre y vulgar. La forma verbal pierde en consecuencia
la atención de la mirada crítica que se limita a una descripción de los modos y costumbres o a
una recreación de la biografía del autor.

Como vimos en la clase 1, el Formalismo ruso fundamentó la aproximación a los textos literarios
exclusivamente en consideraciones lingüísticas en contienda con otras perspectivas teóricas
que habían puesto el foco en la biografía o la psicología del autor o su correspondencia con
verdades o preceptos morales socialmente compartidos. Ahora bien, en su afán por desarrollar
una ciencia de la literatura que considerase a las obras en su estructura, en su forma intrínseca
y en el juego de sus relaciones internas, los formalistas acaban por recurrir –a pesar suyo- a
otro sujeto, el lector, que se constituye desde ese momento en un nuevo parámetro de los
estudios literarios. La categoría de “extrañamiento”, en función de la cual proponían juzgar la
“literariedad”de los textos y distinguir el lenguaje poético del habitual o prosaico, implica
necesariamente una consideración de la instancia de recepción de la obra de arte: lo literario se
vincula con elefecto que una obra produce en quien la recibe.

El creciente interés por la figura del receptor y el consecuente abandono de las consideraciones
en torno a las intenciones del autor en el análisis literario encontrará su máxima expresión en
algunos planteos del Postestructuralismo francés. Paradójicamente, el desplazamiento de la
figura del autor en la crítica literaria se vio promovido por una intensa reflexión teórica en torno
a esta categoría.

La tesis de la muerte del autor


En “La muerte del autor” (1968), texto insoslayable para analizar esta categoría, Roland Barthes
abre su estudio con una pregunta elemental que la crítica hasta ese entonces parecía haber
pasado por alto: ¿quién es el que habla en un texto literario?

Balzac, en su novela Sarrasine, hablando de un castrado disfrazado de mujer, escribe lo


siguiente: “Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales, sus instintivas
turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de
sentimientos”. ¿Quién está hablando así? ¿El héroe de la novela, interesado en ignorar al
castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que la experiencia personal ha
provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión de ciertas ideas
“literarias” sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La psicología romántica? Jamás será
posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de
todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro
sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la
propia identidad del cuerpo que escribe (Barthes, 1994, p. 65; el resaltado es nuestro).

Barthes sustituye al autor como el principal fundamento de la literatura por el lenguaje


impersonal y anónimo. El significado desde esta nueva perspectiva ya no es, como bien advierte
Jacques Rancière, un nexo entre una voluntad y otra, sino “un nexo entre un signo y otro, un
nexo inscripto en las cosas mudas y en el cuerpo mismo del lenguaje” (2011, p. 32).
La tesis de Barthes, tesis que comparte con muchos otros contemporáneos suyos (como Michel
Foucault, Julia Kristeva, Jacques Derrida, etc.), pone de relieve la gran incidencia que han
tenido las investigaciones lingüísticas en el campo de los estudios literarios a lo largo del siglo
XX. En efecto, la tesis de la muerte del autor no es otra cosa que la capitalización de la teoría
de la enunciación en la teoría literaria. El propio Barthes explicita estos préstamos y
apropiaciones:

Por último, fuera de la literatura en sí (a decir verdad, estas distinciones están quedándose
caducas), la lingüística acaba de proporcionar a la destrucción del Autor un instrumento analítico
precioso, al mostrar que la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la
perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores:
lingüísticamente, el autor nunca es nada más que el que escribe, del mismo modo que yo no es
otra cosa sino el que dice yo: el lenguaje conoce un «sujeto», no una «persona», y ese sujeto,
vacío excepto en la propia enunciación, que es la que lo define, es suficiente para conseguir que
el lenguaje se «mantenga en pie» (Barthes, 1994, p. 68; las bastardillas figuran en el original).

La teoría de la enunciación o análisis del discurso se centra en aquellos signos que permiten
reconstruir la instancia de enunciación, es decir, el contexto en el que tiene lugar el fenómeno
comunicativo. El enunciado siempre contiene signos denominados “deícticos” que remiten al
autor y al conjunto de los referentes que componen el universo de la enunciación de un mensaje
determinado: son los pronombres personales, los adverbios de tiempo y de lugar, la conjugación
de los verbos. Sin embargo, estos elementos no funcionan del mismo modo en todos los
discursos. En determinados géneros discursivos, estos signos refieren en principio al emisor real
y a las coordenadas espacio-temporales de su discurso (es lo que suele ocurrir en las notas de
opinión, en los artículos científicos, en los testimonios, por mencionar solo algunos ejemplos del
orden de la escritura, y en el habla en general). Ahora bien, en el discurso literario estos signos
desempeñan una función bien distinta. En la ficción, el pronombre en primera persona, el
presente del indicativo o los deícticos de espacio no remiten al autor ni a la instancia de
escritura, sino al narrador, que es, como veremos más adelante, el que organiza y sostiene el
discurso.

La autonomía de la recepción respecto de la producción del enunciado en la escritura y


específicamente en la escritura literaria -que no refiere a su propio contexto de composición sino
a un mundo cerrado y autónomo- llevó a los Estructuralistas y Postestructuralistas a asumir que
la reconstrucción de un contexto en su totalidad es irrealizable y que, por lo tanto, no puede
recaer únicamente sobre él la significación de los textos. Si todo enunciado es iterable o
repetible y continúa siendo significativo por fuera de su primera formulación, entonces, será
necesario para estos teóricos reparar en nuevos criterios de interpretación y análisis. De este
modo, el Postestructuralismo se inclinó por considerar a los textos (e incluso al habla) como
enunciados sueltos, desligados de su contexto, antes que como discursos necesariamente
anudados a su transmisión. La significación de los textos, desconectados de la contingencia de
su origen y de su autor, pasará a depender, por consiguiente, de su recontextualización en cada
instancia de lectura. En 1941, Borges ya había anticipado y dramatizado esta paradoja teórica
en “Pierre Ménard, autor del Quijote”.

El paso de la lengua al discurso, es decir, el paso de la competencia (las estructuras semióticas


virtuales) a la performance (la realización y el uso de esas estructuras en el discurso) es, como
vemos, un acto paradójico. La persona no puede hacerse palabra: al poner a funcionar la
lengua, el sujeto se despoja de toda realidad referencial y empírica para definirse únicamente
por la relación pura y vacía en la instancia de discurso. La “persona” física pasa a ser, de este
modo, un sujeto en un doble sentido: como sujeto gramatical y entidad conceptual y al mismo
tiempo como “sujetado” a la estructura de la lengua. El yo, constituido íntegramente de y por el
discurso, no puede en el discurso decir nada de sí, de su experiencia, del origen de esa voz.
Entre la palabra y la experiencia, entre el texto y el contexto la teoría literaria reconoce a
partir de ese momento unafractura, una brecha insalvable.
La eliminación de la noción de autor de la teoría y la crítica literaria trastoca completamente la
concepción del texto moderno. Como propone Barthes en este trabajo, el texto desde entonces
“se produce y se lee de tal manera que el autor se ausenta de él a todos los niveles” (1994,
p. 68). Veamos en qué medida el “certificado de defunción” de la figura del autor modificó el
estatus y la circulación de la literatura.

Siguiendo a Barthes, entonces, y a modo de resumen, el texto no representa una realidad


preexistente sino que debe concebírselo como un performativo, como un enunciado que crea
la realidad al tiempo que la enuncia. Desde esta teoría, el texto ya no es un vehículo que sirva
para comunicar o expresar un contenido. Los objetos de nuestra percepción, los acontecimientos
pasados y el contexto en general solo pueden ingresar al texto al precio de ser modelados por la
estructura de la lengua y por lo que ella inevitablemente arrastra: las citas, las escrituras
precedentes, en suma, los estereotipos y lugares comunes con los que configuramos nuestra
experiencia. La significación no estaría determinada por las intenciones sino por el sistema del
lenguaje. La escritura participa así de un proceso de reflexividad infinita: al no haber un
fundamento extralingüístico que actúe como disparador u origen de la actividad de producción
de sentido, la escritura no cesa de referirse a sí misma.

¿Qué queda, entonces, de esa figura soberana de autor?

Esta perspectiva teórica concibe al autor como una función dentro del
discurso. La escritura y la lectura instauran, de este modo, una nueva lógica
del sentido en la que el lector cobrará un lugar protagónico. El
Estructuralismo y el Postestructuralismo conciben el proceso de escritura
como un acto de elección entre escrituras anteriores, pretextos. La lectura,
por su parte, desde este enfoque, consistiría en producir un nuevo texto, un
segundo lenguaje, a partir del primero con una coherencia propia. Lectura y
escritura, en suma, son dos procesos interdependientes e inescindibles.
Volveremos sobre estas cuestiones en la siguiente clase dedicada
precisamente a la lectura.

La intención pese a todo


La literatura se caracteriza, entre otras cosas, por significar más allá de la intención del autor,
de su contexto y de su sentido original. En efecto, este fue uno de los principales argumentos en
contra de la intencionalidad: si el sentido dependiese únicamente de su contexto inmediato de
producción, los textos literarios dejarían de ser significativos en otros momentos históricos,
perdiendo vigencia y actualidad rápidamente como ocurre en otros discursos como el
periodístico o el científico. En consecuencia, el trabajo crítico se aboca a la coherencia interna y
a las significaciones del texto literario.

Ahora bien, cada vez que señalamos en un texto una ironía, una parodia o una contradicción,
¿no estamos presuponiendo en cierto modo una determinada intención por parte del autor? Al
identificar una ironía o una parodia estamos asumiendo que un determinado sintagma o pasaje
estaba destinado a ser comprendido en un sentido distinto (incluso opuesto) del literal. De igual
modo, cuando señalamos una contradicción en un texto, lo hacemos sobre la base de cierta
cohesión y coherencia internas que vinculamos a una intención.

La coherencia interna implica, necesariamente, la presuposición de una intencionalidad ya


que al apelar al texto en contra de la intención del autor se termina por recurrir a un criterio de
coherencia interna que solo se ve justificada por una hipótesis de intención ya sea la “intención
del texto” (o intentio operis que propone Umberto Eco) o la intención del mismo lector. Como
sostiene Antoine Compagnon, toda interpretación no deja de ser una aserción acerca de una
intención (1998, pp. 109-110). Así las cosas, si se niega la intención del autor otra intención
ocupará su lugar.

Luego de haber repasado distintas concepciones en torno a esta categoría, vemos que, de algún
modo u otro, siempre se termina apelando o presuponiendo una cierta intencionalidad por parte
del autor del texto. Sin embargo, esto no supone que la significación de un texto se limite a lo
que quiso decir su autor sino que, como parte del proceso de lectura, se encuentra el
establecimiento de la cohesión y coherencia internas de una obra, y la cohesión y coherencia de
una obra implican, necesariamente, una conciencia unificadora. Ahora bien, debemos tener
presente también que esta tarea siempre da lugar a debates y que –lejos de clausurar la
interpretación- suscita nuevas lecturas y nuevas escrituras.

Las voces del texto. Del autor al narrador


Desde los trabajos iniciales de Barthes acerca del tema (“La muerte del autor”, “El discurso de la
historia”), la distinción entre autor y narrador como figuras dentro de la compleja trama de un
texto narrativo ha alcanzado un consenso dentro de la crítica o cuando menos se ha vuelto un
planteo ineludible para la teoría literaria.

Como ustedes saben, el narrador se distingue bien del autor: el autor es esa figura (que algunos
denominan “ser de papel”) que proporciona las condiciones y los marcos necesarios para dar
lugar al espacio textual. Lo encontramos en el nombre propio que figura en las tapas de los
libros, en las solapas y en ciertos paratextos. Debemos distinguir de este autor textual fijado
indisolublemente en el texto, una dimensión no textual en la que se desenvuelve la persona
física y jurídica del autor. Esta persona “real” o histórica, nada tiene que ver con el plano
textual. Todos sabemos quién fue Jorge Luis Borges y conocemos su fecha de nacimiento, y de
muerte. Ahora bien, cuando alguien afirma que le gusta más el “segundo Borges” que el
“primero” no está haciendo referencia directamente a la persona física sino a un autor textual
que amalgama una etapa concreta de la producción literaria de Borges.

El narrador, por su parte, es el que se desenvuelve pura y exclusivamente en el discurso y


quien lleva a cabo la construcción del relato ya que no puede haber relato sin narrador. La
palabra “narrador” proviene en su raíz gna- de una palabra sánscrita que derivó en la voz
latina gnarus, que literalmente significa conocedor o experto, “el que sabe”. El narrador,
entonces, es el que conoce el principio y el fin de la historia y el que dosifica paulatinamente los
elementos del relato para llevarlos a un buen fin, es decir, el narrador propiamente dicho no
solo sabe la historia, sino que también sabe contar. Por eso la narración despliega siempre un
conocimiento de algo (lo que se cuenta) y, al mismo tiempo, una forma de conocer, un
metaconocimiento (cómo se lo cuenta).

De este modo, podemos identificar las siguientes figuras de autor y narrador:

0) Autor físico

1) Autor textual

2) Narrador

Esta presentación básica se complejiza en cada una de las realizaciones literarias, especialmente
en aquellas que juegan con la superposición de estas categorías. Puede suceder que autor y
narrador coincidan en un texto (como en el caso de las autobiografías) pero tenemos que tener
en cuenta que todo lo que nos permite identificar al narrador con el autor se construye,
precisamente, a instancias de esa voz narrativa que nos proporciona toda la información que
nos permite llevar a cabo esa identificación. Esa voz que se cuenta a sí misma o, más bien, que
nos dice que se está contando a sí misma es en rigor inidentificable: confiamos en su palabra y
en la historia de vida que nos está contando poco a poco. En este sentido, toda la información
que el narrador nos proporciona nos da a su vez una imagen de este narrador que puede o no
coincidir con el autor. En consecuencia, esta información no solo nos da una idea de quién nos
está contando la historia sino que determina además un punto de vista, es decir, una
perspectiva o focalización. El narrador puede saberlo todo (en cuyo caso será un
narrador omnisciente) o conocer solo un aspecto de la historia que está contando que puede
narrarnos en tercera persona (lo que define narrador testigo u observador) o en primera -y en
este último caso podrá ser el protagonista del relato (aquí podemos incluir la autobiografía) o un
personaje que ha asistido y participado de los acontecimientos desde un segundo plano
(narrador personaje)-. Cada tipo de narrador determina, en virtud de la información que
suministra, una focalización particular.

1) Narrador personaje. En la focalización interna, el narrador, es decir, la voz que organiza el


relato, ve lo que sucede y al mismo tiempo “es visto” mientras participa de la acción, es decir,
que el foco de atención coincide con un personaje que se convierte en fuente de todas las
percepciones. En este caso, el grado de conocimiento del narrador es parcial o limitado, y solo
podrá dar cuenta de lo que siente y piensa el personaje encargado de llevar adelante la
narración pero de ningún otro personaje.

2) Narrador testigo. En la focalización externa, el centro de las percepciones o punto de vista


se encuentra fuera de todo personaje. El grado de conocimiento del narrador, en este caso, es
menor que el de los personajes ya que la focalización excluye cualquier información sobre los
pensamientos y sentimientos de cualquier personaje. El narrador solo describe lo que ve u oye.

3) Narrador omnisciente. En la denominada“focalización cero”, finalmente, el narrador


manifiesta un conocimiento completo del pasado, del presente e incluso del futuro de los
personajes así como de sus pensamientos, sentimientos o sueños.

Bibliografía
 Barthes, R. (1994) “La muerte del autor” en El susurro del lenguaje. Más allá de la
palabra y la escritura, Barcelona, Paidós, pp. 65-71.
 Compagnon, A. (1998) Le démon de la théorie. Littérature et sens commun, París,
Seuil.
 Foucault, M. (1998) “¿Qué es un autor?”, Litoral, núm. 25-26, pp. 35-71.
 Rancière, J. (2011) Política de la literatura, Buenos Aires, Libros del Zorzal.

Actividades
Actividad Individual para entregar a su Tutor/a

En esta clase les proponemos una actividad de escritura. Como señalamos


ya desde la clase pasada, la teoría literaria es inescindible de la crítica
literaria y de la literatura. Por este motivo, creemos que el trabajo
concreto con un texto literario les permitirá no sólo comprender mejor y
fijar los conceptos teóricos vistos en torno a la noción de autor sino
fundamentalmente ponerlos en práctica, revisarlos y problematizarlos. La
literatura no debe ser empleada como mera ilustración de presupuestos
teóricos sino que ella misma es fuente de teorías, hipótesis y estrategias:
todo texto literario propone implícita o explícitamente una teoría acerca de
la literatura. A veces, sólo basta con descubrir qué idea de la literatura y
qué tipo de lector propone o construye cada texto. Por otra parte, esta
actividad es una invitación a que ustedes vayan pensando textos literarios
para trasponer estos temas a sus respectivas clases.
Lean atentamente el texto “Un sueño” de Franz Kafka que se transcribe a
continuación. Escriban un texto de alrededor de 800 palabras en el que
desarrollen un análisis textual a partir de una de las siguientes hipótesis
de lectura:

1) “Un sueño” de Franz Kafka recupera y actualiza una visión romántica de


la literatura a partir del rescate de la figura de artista como un genio
creador:
2) “Un sueño” de Franz Kafka despliega una concepción de la escritura
como un performativo, es decir, como una práctica que crea la realidad al
tiempo que la enuncia.
3) A contrapelo del realismo, “Un sueño” de Franz Kafka dramatiza el
carácter eminentemente autorreferencial de la escritura.
4) Anticipándose al giro lingüístico, “Un sueño” de Franz Kafka ya presenta
la enunciación como un proceso vacío.

El propósito de la actividad no es que describan minuciosamente las


características del texto de Kafka sino que escojan y desarrollen aquellos
aspectos formales del texto literario que les parezcan relevantes para
fundamentar la hipótesis de lectura por la que han optado. Asimismo, les
sugerimos que respalden su fundamentación de la interpretación de “Un
sueño” con citas textuales o referencias explícitas tanto al texto ficcional
como a la bibliografía del módulo.

“Un sueño”

Josef K. soñó:

Era un día hermoso, y K. quiso salir a pasear pero apenas dio dos pasos,
llegó al cementerio. Vio numerosos e intrincados senderos, muy
numerosos y nada prácticos; K. flotaba sobre uno de esos senderos como
sobre un torrente, en un inconmovible deslizamiento. Su mirada advirtió
desde lejos el montículo de una tumba recién cubierta, y quiso detenerse
a su lado. Ese montículo ejercía sobre él casi una fascinación, y le parecía
que nunca podría acercarse demasiado rápidamente. De pronto, sin
embargo, la tumba casi desaparecía de la vista, oculta por estandartes
que flameaban y se entrechocaban con fuerza; no se veía a los portadores
de los estandartes, pero era como si allí reinara un gran júbilo.

Todavía buscaba a la distancia, cuando vio de pronto la misma sepultura a


su lado, cerca del camino; pronto la dejaría atrás. Salto rápidamente al
césped. Pero como en el momento del salto el sendero se movía
velozmente bajo sus pies, se tambaleó y cayó de rodillas justamente
frente a la tumba. Detrás de ésta había dos hombres que sostenían una
lápida en la tierra, donde quedó sólidamente asegurada. Entonces surgió
de un matorral un tercer hombre, en quién K. inmediatamente reconoció a
un artista. Sólo vestía pantalones y una camisa mal abotonada; en la
cabeza tenía una gorra de terciopelo; en la mano un lápiz común, con el
que dibujaba figuras en el aire mientras se acercaba.

Apoyó ese lápiz en la parte superior de la lápida; la lápida era muy alta; el
hombre no necesitaba agacharse, pero sí inclinarse hacia adelante, porque
el montículo de tierra (que evidentemente no quería pisar) lo separaba de
la piedra. Estaba en puntas de pie y se apoyaba con la mano izquierda en
la superficie de la lápida. Mediante un prodigio de destreza logró dibujar
con un lápiz común letras doradas y escribió: "Aquí yace". Cada una de las
letras era clara y hermosa, profundamente inscripta y de oro purísimo.
Cuando hubo escrito las dos palabras, se volvió hacia K. que sentía gran
ansiedad por saber cómo seguiría la inscripción, apenas se preocupaba por
el individuo y sólo miraba la lápida. EL hombre se dispuso nuevamente a
escribir, pero no pudo, algo se lo impedía; dejó caer el lápiz y nuevamente
se volvió hacia K. Esta vez K. lo miró y advirtió que estaba profundamente
perplejo, pero sin poder explicarse el motivo de su perplejidad. Toda su
vivacidad anterior había desaparecido. Esto hizo que también K.
comenzara a sentirse perplejo; cambiaban miradas desoladas; había entre
ellos algún odioso malentendido, que ninguno de los dos podía solucionar.
Fuera de lugar, comenzó a repicar la pequeña campana de la capilla
fúnebre, pero el artista hizo una señal con la mano y la campana cesó.
Poco después comenzó nuevamente a repicar; esta vez con mucha
suavidad y sin insistencia; inmediatamente cesó; era como si solamente
quisiera probar su sonido. K. estaba preocupado por la situación del
artista, comenzó a llorar y sollozó largo rato en el hueco de sus manos. El
artista esperó que K. se calmara y luego decidió, ya que no encontraba
otra salida, proseguir su inscripción. El primer breve trazo que dibujó fue
un alivio para K. pero el artista tuvo que vencer evidentemente una
extraordinaria repugnancia antes de terminarlo; además, la inscripción no
era ahora tan hermosa, sobre todo parecía haber mucho menos dorado,
los trazos se demoraban, pálidos e inseguros; pero la letra resultó
bastante grande. Era una J.; estaba casi terminada ya, cuando el artista,
furioso, dio un puntapié contra la tumba y la tierra voló por los aires. Por
fin comprendió K.; era muy tarde para pedir disculpas; con sus diez dedos
escarbó en la tierra, que no le ofrecía ninguna resistencia; todo parecía
preparado de antemano; sólo para disimular, habían colocado esa fina
capa de tierra; inmediatamente se abrió debajo de él un gran hoyo, de
empinadas paredes, en el cual K. impulsado por una suave corriente que
lo colocó de espaldas, se hundió. Pero cuando ya lo recibía la impenetrable
profundidad esforzándose todavía por erguir la cabeza, pudo ver su
nombre que atravesaba rápidamente la lápida, con espléndidos adornos.

Encantado con esta visión, se despertó.

Kafka, Franz, "Un sueño", Cuentos completos, Madrid, Valdemar, 2014,


pp. 320-322.

Por otra parte, continuamos con la elaboración de nuestro Glosario de


Teoría Literaria. En el transcurso de la semana, vayan escogiendo entre
los conceptos vistos en la Clase 2 aquellos que les gustaría desarrollar y
elaboren la entrada correspondiente.

Tienen tiempo para entregar esta actividad a su tutor hasta el martes 08


de noviembre. Cualquier duda o inquietud, recurran al FORO DE
CONSULTA.
Autor :Equipo Especialización

Cómo citar este texto:


Equipo Especialización (2016). Modulo Didáctica de la Teoría Literaria. Clase 2. El autor y el problema de
la intención. Especialización en Enseñanza de Escritura y Literatura para la escuela secundaria. Ministerio
de Educación y Deportes de la Nación.

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