¡Hola, colegas!
Hemos dedicado la primera clase a presentarles una definición general acerca de qué es y a qué
se dedica la teoría literaria. A partir de esta segunda clase nos ocuparemos de explicar y
desarrollar nociones fundamentales a las que necesariamente aludimos al hablar sobre
literatura:
el autor;
el lector;
la relación del texto con el afuera del texto.
De este modo, al revisar, cuestionar, pero, por sobre todo, al explicitar las nociones y
parámetros a partir de los cuales leemos, apreciamos y comentamos los textos literarios,
estaremos haciendo una “crítica de la crítica”, esto es, estaremos haciendo teoría literaria.
establecer los criterios en que nos basamos para afirmar la validez de determinadas
lecturas o, por el contrario, para desestimar otras;
La figura del autor se ha puesto fuertemente en cuestión en la segunda mitad del siglo XX.
Algunos, incluso, han llegado a promover su erradicación de las consideraciones y juicios acerca
de los textos literarios. Buena parte de la crítica desde entonces ha desviado completamente su
atención respecto de esta figura, al menos de como se la entendía hasta 1950. Sin embargo, y a
pesar de todos los reparos que existen en determinados ámbitos académicos a la hora de
referirnos al autor, ¿se puede realmente afirmar que “el autor ha muerto” o que ya no incide en
nuestras concepciones de la literatura y en sus condiciones de producción y circulación? De
ningún modo. La propiedad de la firma, los derechos de autor (que suelen cobrar visibilidad
cada vez que se denuncia un caso de plagio, por ejemplo), las estrategias de promoción de los
libros (que suelen siempre centrarse en torno a la figura de sus autores) y su uso extendido
tanto por parte de la crítica literaria como de los lectores no especializados dan cuenta de su
vitalidad y plena vigencia.
La propuesta es que examinemos esta noción tan controversial que solemos emplear de manera
acrítica como si fuera natural o autoevidente. Hoy quizá nos resulten algo extremos ciertos
planteos teóricos formulados a partir de la década del sesenta en relación con esta figura, pero
es importante tener presente que el abandono de la categoría “autor” o su relegamiento a un
lugar marginal produjo un giro copernicano en los estudios literarios al modificar de manera
radical nuestra relación con la literatura y abrir una serie de interrogantes fundamentales no
solo para la teoría literaria:
- ¿Sobre quién recae el sentido de un texto literario? ¿Sobre el autor o sobre el lector?
- La relación del texto con el autor, ¿es en rigor diferente a la relación del mensaje
con su emisor en el habla? O dicho de otro modo, ¿en qué medida el vínculo entre la
instancia de enunciación y el enunciado varía en la oralidad y en la escritura?
Se suelen distinguir grosso modo dos grandes posiciones respecto del autor:
una más antigua que asocia el sentido de una obra con la intención del autor y que
es la que solemos encontrar en los abordajes de la filología y el historicismo positivista;
otra más moderna, que cuestiona la relevancia de la intención del autor para
describir la significación de una obra (es el caso del Formalismo ruso, la Nueva
Crítica norteamericana, el Estructuralismo francés).
Si partimos de la idea de que para comprender un texto es necesario determinar qué quiso
decir el autor, asumimos que es el autor el que tiene la potestad del sentido y la significación
del texto. Este modo de concebir el discurso literario se manifiesta en algunos manuales de
Lengua y literatura en los que encontramos preguntas referentes a la vida y obra de los autores
como una condición sine qua non para la comprensión de sus trabajos (¿cuándo y dónde nació
el autor?; ¿cuál fue su formación?; ¿hijo de quién fue?; ¿dónde transcurrió su infancia o su
juventud?; ¿cuáles fueron sus gustos e intereses predilectos?; etc.). También es dominante o
habitual este enfoque en las entrevistas a escritores en las que explícitamente se pregunta qué
quiso decir el autor en tal o cual obra o pasaje como si su intención fuese la llave de acceso al
texto. El proceso de lectura de este modo pierde todo protagonismo: no es en la lectura donde
el texto encuentra su razón de ser y su realización más plena, sino que esta pasa a ser solo un
primer paso en la búsqueda de un sentido que se hallaría afueradel texto, en el autor, el crítico
o el consenso social o colectivo respecto de una obra.
Por el contrario, lo que hace que los textos no pierdan actualidad es precisamente el juego
productivo que cada lector entabla con el texto en función de sus intereses y de sus propias
expectativas. La lectura, vale recordarlo, es ante todo una práctica lúdica y creativa. Ahora bien,
si otorgásemos siempre la última palabra al lector, caeríamos en el error de creer que toda
interpretación es igualmente válida y perderíamos de vista nos solo los criterios mínimos sobre
los cuales debe fundarse una perspectiva crítica sino fundamentalmente las cualidades
especiales para apreciar los textos literarios en su complejidad. La crítica literaria nos
proporciona otros elementos de juicio que nos permiten superar una lectura meramente
contenidista e impresionista, esto es, una lectura que solo repara en la historia del texto (¿de
qué trata?) y en nuestra primera impresión (“me gustó”, “no me gustó”, “me sentí identificado
con el protagonista”, etc.). Como ya señalamos en la clase 1, la crítica literaria no se ocupa de
lo que dicen los textos sino de cómo lo dicen, no del efecto que tienen los textos en sus lectores
sino de cómo logran provocar sorpresa, emoción, miedo, risa, asco, etc., en sus lectores.
Desde este enfoque, el significado se vincula con la voluntad del emisor y el texto es
simplemente un vehículo (con mayor o menor eficacia) que transmite un contenido o mensaje
a otra voluntad sobre la cual la primera quiere actuar (Rancière, 2011, p. 31). El viejo orden
retórico establece así una jerarquía que somete la escritura a la oralidad y la expresión a
la invención de la fábula. Al partir de la base de una concepción mimética del lenguaje como
representación de una idea preexistente o de la cosa percibida, el sentido que verdaderamente
cuenta es el que identificamos con el primero, con el original, o sea, con la intención del autor,
como si el querer decir del autor se encontrara agazapado en el texto a la espera de su
descubrimiento.
La escritura, siguiendo esta lógica, se constituye en una instancia supeditada al habla, que, al
tener lugar en presencia de los participantes de la comunicación, garantizaría a priori lo que se
entiende como el “buen” sentido: la coincidencia entre lo que es y lo que se dice o conoce.
La escritura
Según esta concepción, entonces, la escritura es una forma de conservar virtualmente los restos
de una situación comunicativa originaria en la que el emisor, el receptor y el mensaje coincidían
en tiempo y espacio. Contra este régimen representativo, como veremos, se pronunciarán los
partidarios de la tesis de la muerte del autor que, al asumir la inadecuación radical entre texto y
contexto, colocarán en el centro de la escena precisamente a la escritura.
En la Edad Media la anonimia en los textos que hoy denominamos “literarios” era un fenómeno
habitual: cantares de gesta, romances, narraciones breves y otros géneros populares se
legitimaban en la tradición y en la pervivencia de la memoria comunitaria. Existían, por otra
parte, figuras de autoridad (a veces atribuciones falsas), los “auctores” que autenticaban los
discursos “científicos”: la medicina, la astrología y las ciencias naturales, y también la teología y
la filosofía. Sin embargo, hacia fines del siglo XVII, esta relación entre el nombre propio y los
tipos de discursos se invierte: los discursos científicos comienzan a desligarse de la figura de
autor mientras que en el campo literario autor y texto se vuelven indisociables (Foucault,
1998).
Biografismo
En el siglo XIX (y sobre todo en Francia) la crítica literaria fuertemente influida por el
Romanticismo llevó al desarrollo del biografismo. Sus principales exponentes fueron Hipólito
Taine (1828-1893) y Charles Sainte-Beuve (1804-1869). El texto se explicaba (y se entendía)
estudiando su causa eficiente, el autor: no solo su vida, su personalidad, su pensamiento sino
también sus gustos más cotidianos y triviales. Llevada a un extremo, esta concepción
(dominante durante buena parte de esta centuria) motivó juicios críticos tan desacertados
como, por ejemplo, despreciar o desestimar la obra de Gustave Flaubert. En una reseña de
Charles Sainte-Beuve de 1857 sobre Madame Bovary, célebre novela de este autor publicada
por entregas en 1856 y editada en forma de libro al año siguiente, leemos el siguiente
comentario:
El autor de Madame Bovary ha vivido en el campo, en la provincia, en las aldeas y pequeños
burgos… Entonces, ¿qué vio? Pequeñeces, miserias, pretensiones, estupideces, rutinas,
monotonía y aburrimiento: y hablará de ello. Esos paisajes tan verdaderos, tan francos, y donde
se respira el genio agreste de los lugares, no le servirán más que para enmarcar seres vulgares,
chatos, estúpidamente ambiciosos, del todo ignorantes o semi-letrados, amantes sin
delicadeza… (“Causeries du lundi”, traducción propia; http://flaubert.univ-
rouen.fr/etudes/madame_bovary/mb_sai.php).
La descalificación del texto literario se fundamenta aquí en las formas de vida de su autor: una
vida en el campo y la experiencia de un hombre de clase media solo podían engendrar, según el
criterio biografista, una obra artística mediocre y vulgar. La forma verbal pierde en consecuencia
la atención de la mirada crítica que se limita a una descripción de los modos y costumbres o a
una recreación de la biografía del autor.
Como vimos en la clase 1, el Formalismo ruso fundamentó la aproximación a los textos literarios
exclusivamente en consideraciones lingüísticas en contienda con otras perspectivas teóricas
que habían puesto el foco en la biografía o la psicología del autor o su correspondencia con
verdades o preceptos morales socialmente compartidos. Ahora bien, en su afán por desarrollar
una ciencia de la literatura que considerase a las obras en su estructura, en su forma intrínseca
y en el juego de sus relaciones internas, los formalistas acaban por recurrir –a pesar suyo- a
otro sujeto, el lector, que se constituye desde ese momento en un nuevo parámetro de los
estudios literarios. La categoría de “extrañamiento”, en función de la cual proponían juzgar la
“literariedad”de los textos y distinguir el lenguaje poético del habitual o prosaico, implica
necesariamente una consideración de la instancia de recepción de la obra de arte: lo literario se
vincula con elefecto que una obra produce en quien la recibe.
El creciente interés por la figura del receptor y el consecuente abandono de las consideraciones
en torno a las intenciones del autor en el análisis literario encontrará su máxima expresión en
algunos planteos del Postestructuralismo francés. Paradójicamente, el desplazamiento de la
figura del autor en la crítica literaria se vio promovido por una intensa reflexión teórica en torno
a esta categoría.
Por último, fuera de la literatura en sí (a decir verdad, estas distinciones están quedándose
caducas), la lingüística acaba de proporcionar a la destrucción del Autor un instrumento analítico
precioso, al mostrar que la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la
perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores:
lingüísticamente, el autor nunca es nada más que el que escribe, del mismo modo que yo no es
otra cosa sino el que dice yo: el lenguaje conoce un «sujeto», no una «persona», y ese sujeto,
vacío excepto en la propia enunciación, que es la que lo define, es suficiente para conseguir que
el lenguaje se «mantenga en pie» (Barthes, 1994, p. 68; las bastardillas figuran en el original).
La teoría de la enunciación o análisis del discurso se centra en aquellos signos que permiten
reconstruir la instancia de enunciación, es decir, el contexto en el que tiene lugar el fenómeno
comunicativo. El enunciado siempre contiene signos denominados “deícticos” que remiten al
autor y al conjunto de los referentes que componen el universo de la enunciación de un mensaje
determinado: son los pronombres personales, los adverbios de tiempo y de lugar, la conjugación
de los verbos. Sin embargo, estos elementos no funcionan del mismo modo en todos los
discursos. En determinados géneros discursivos, estos signos refieren en principio al emisor real
y a las coordenadas espacio-temporales de su discurso (es lo que suele ocurrir en las notas de
opinión, en los artículos científicos, en los testimonios, por mencionar solo algunos ejemplos del
orden de la escritura, y en el habla en general). Ahora bien, en el discurso literario estos signos
desempeñan una función bien distinta. En la ficción, el pronombre en primera persona, el
presente del indicativo o los deícticos de espacio no remiten al autor ni a la instancia de
escritura, sino al narrador, que es, como veremos más adelante, el que organiza y sostiene el
discurso.
Esta perspectiva teórica concibe al autor como una función dentro del
discurso. La escritura y la lectura instauran, de este modo, una nueva lógica
del sentido en la que el lector cobrará un lugar protagónico. El
Estructuralismo y el Postestructuralismo conciben el proceso de escritura
como un acto de elección entre escrituras anteriores, pretextos. La lectura,
por su parte, desde este enfoque, consistiría en producir un nuevo texto, un
segundo lenguaje, a partir del primero con una coherencia propia. Lectura y
escritura, en suma, son dos procesos interdependientes e inescindibles.
Volveremos sobre estas cuestiones en la siguiente clase dedicada
precisamente a la lectura.
Ahora bien, cada vez que señalamos en un texto una ironía, una parodia o una contradicción,
¿no estamos presuponiendo en cierto modo una determinada intención por parte del autor? Al
identificar una ironía o una parodia estamos asumiendo que un determinado sintagma o pasaje
estaba destinado a ser comprendido en un sentido distinto (incluso opuesto) del literal. De igual
modo, cuando señalamos una contradicción en un texto, lo hacemos sobre la base de cierta
cohesión y coherencia internas que vinculamos a una intención.
Luego de haber repasado distintas concepciones en torno a esta categoría, vemos que, de algún
modo u otro, siempre se termina apelando o presuponiendo una cierta intencionalidad por parte
del autor del texto. Sin embargo, esto no supone que la significación de un texto se limite a lo
que quiso decir su autor sino que, como parte del proceso de lectura, se encuentra el
establecimiento de la cohesión y coherencia internas de una obra, y la cohesión y coherencia de
una obra implican, necesariamente, una conciencia unificadora. Ahora bien, debemos tener
presente también que esta tarea siempre da lugar a debates y que –lejos de clausurar la
interpretación- suscita nuevas lecturas y nuevas escrituras.
Como ustedes saben, el narrador se distingue bien del autor: el autor es esa figura (que algunos
denominan “ser de papel”) que proporciona las condiciones y los marcos necesarios para dar
lugar al espacio textual. Lo encontramos en el nombre propio que figura en las tapas de los
libros, en las solapas y en ciertos paratextos. Debemos distinguir de este autor textual fijado
indisolublemente en el texto, una dimensión no textual en la que se desenvuelve la persona
física y jurídica del autor. Esta persona “real” o histórica, nada tiene que ver con el plano
textual. Todos sabemos quién fue Jorge Luis Borges y conocemos su fecha de nacimiento, y de
muerte. Ahora bien, cuando alguien afirma que le gusta más el “segundo Borges” que el
“primero” no está haciendo referencia directamente a la persona física sino a un autor textual
que amalgama una etapa concreta de la producción literaria de Borges.
0) Autor físico
1) Autor textual
2) Narrador
Esta presentación básica se complejiza en cada una de las realizaciones literarias, especialmente
en aquellas que juegan con la superposición de estas categorías. Puede suceder que autor y
narrador coincidan en un texto (como en el caso de las autobiografías) pero tenemos que tener
en cuenta que todo lo que nos permite identificar al narrador con el autor se construye,
precisamente, a instancias de esa voz narrativa que nos proporciona toda la información que
nos permite llevar a cabo esa identificación. Esa voz que se cuenta a sí misma o, más bien, que
nos dice que se está contando a sí misma es en rigor inidentificable: confiamos en su palabra y
en la historia de vida que nos está contando poco a poco. En este sentido, toda la información
que el narrador nos proporciona nos da a su vez una imagen de este narrador que puede o no
coincidir con el autor. En consecuencia, esta información no solo nos da una idea de quién nos
está contando la historia sino que determina además un punto de vista, es decir, una
perspectiva o focalización. El narrador puede saberlo todo (en cuyo caso será un
narrador omnisciente) o conocer solo un aspecto de la historia que está contando que puede
narrarnos en tercera persona (lo que define narrador testigo u observador) o en primera -y en
este último caso podrá ser el protagonista del relato (aquí podemos incluir la autobiografía) o un
personaje que ha asistido y participado de los acontecimientos desde un segundo plano
(narrador personaje)-. Cada tipo de narrador determina, en virtud de la información que
suministra, una focalización particular.
Bibliografía
Barthes, R. (1994) “La muerte del autor” en El susurro del lenguaje. Más allá de la
palabra y la escritura, Barcelona, Paidós, pp. 65-71.
Compagnon, A. (1998) Le démon de la théorie. Littérature et sens commun, París,
Seuil.
Foucault, M. (1998) “¿Qué es un autor?”, Litoral, núm. 25-26, pp. 35-71.
Rancière, J. (2011) Política de la literatura, Buenos Aires, Libros del Zorzal.
Actividades
Actividad Individual para entregar a su Tutor/a
“Un sueño”
Josef K. soñó:
Era un día hermoso, y K. quiso salir a pasear pero apenas dio dos pasos,
llegó al cementerio. Vio numerosos e intrincados senderos, muy
numerosos y nada prácticos; K. flotaba sobre uno de esos senderos como
sobre un torrente, en un inconmovible deslizamiento. Su mirada advirtió
desde lejos el montículo de una tumba recién cubierta, y quiso detenerse
a su lado. Ese montículo ejercía sobre él casi una fascinación, y le parecía
que nunca podría acercarse demasiado rápidamente. De pronto, sin
embargo, la tumba casi desaparecía de la vista, oculta por estandartes
que flameaban y se entrechocaban con fuerza; no se veía a los portadores
de los estandartes, pero era como si allí reinara un gran júbilo.
Apoyó ese lápiz en la parte superior de la lápida; la lápida era muy alta; el
hombre no necesitaba agacharse, pero sí inclinarse hacia adelante, porque
el montículo de tierra (que evidentemente no quería pisar) lo separaba de
la piedra. Estaba en puntas de pie y se apoyaba con la mano izquierda en
la superficie de la lápida. Mediante un prodigio de destreza logró dibujar
con un lápiz común letras doradas y escribió: "Aquí yace". Cada una de las
letras era clara y hermosa, profundamente inscripta y de oro purísimo.
Cuando hubo escrito las dos palabras, se volvió hacia K. que sentía gran
ansiedad por saber cómo seguiría la inscripción, apenas se preocupaba por
el individuo y sólo miraba la lápida. EL hombre se dispuso nuevamente a
escribir, pero no pudo, algo se lo impedía; dejó caer el lápiz y nuevamente
se volvió hacia K. Esta vez K. lo miró y advirtió que estaba profundamente
perplejo, pero sin poder explicarse el motivo de su perplejidad. Toda su
vivacidad anterior había desaparecido. Esto hizo que también K.
comenzara a sentirse perplejo; cambiaban miradas desoladas; había entre
ellos algún odioso malentendido, que ninguno de los dos podía solucionar.
Fuera de lugar, comenzó a repicar la pequeña campana de la capilla
fúnebre, pero el artista hizo una señal con la mano y la campana cesó.
Poco después comenzó nuevamente a repicar; esta vez con mucha
suavidad y sin insistencia; inmediatamente cesó; era como si solamente
quisiera probar su sonido. K. estaba preocupado por la situación del
artista, comenzó a llorar y sollozó largo rato en el hueco de sus manos. El
artista esperó que K. se calmara y luego decidió, ya que no encontraba
otra salida, proseguir su inscripción. El primer breve trazo que dibujó fue
un alivio para K. pero el artista tuvo que vencer evidentemente una
extraordinaria repugnancia antes de terminarlo; además, la inscripción no
era ahora tan hermosa, sobre todo parecía haber mucho menos dorado,
los trazos se demoraban, pálidos e inseguros; pero la letra resultó
bastante grande. Era una J.; estaba casi terminada ya, cuando el artista,
furioso, dio un puntapié contra la tumba y la tierra voló por los aires. Por
fin comprendió K.; era muy tarde para pedir disculpas; con sus diez dedos
escarbó en la tierra, que no le ofrecía ninguna resistencia; todo parecía
preparado de antemano; sólo para disimular, habían colocado esa fina
capa de tierra; inmediatamente se abrió debajo de él un gran hoyo, de
empinadas paredes, en el cual K. impulsado por una suave corriente que
lo colocó de espaldas, se hundió. Pero cuando ya lo recibía la impenetrable
profundidad esforzándose todavía por erguir la cabeza, pudo ver su
nombre que atravesaba rápidamente la lápida, con espléndidos adornos.