Los riesgos no se expresan en tanto cálculos de probabilidades –no alcanza
con decirle a una persona: “Mire que las probabilidades de sufrir un homicidio son bajas”–, sino que se expresan en términos de experiencia de incertidumbre: la percepción dicotómica de que algo me puede pasar o no. A esto se agrega que uno, de algún modo, elige entre los riesgos que más le preocupan y más lo rebelan o le parecen intolerables. Unos son más insoportables que otros porque media una condena moral. Mientras algunos se inscriben dentro de lo aceptable, otros se vuelven moralmente insoportables. Y esto explica por qué reaccionamos más, a menudo con más bronca que miedo frente al delito que a otros riesgos con mayores probabilidades pero sin la misma indignación moral.
Si yo busco temor, encuentro temor, por lo cual las mediciones más
sofisticadas empiezan a diferenciar entre lo que llaman un “miedo experiencial”, más ligado a las experiencias personales o a la lectura del contexto barrial, de lo que se denomina un “miedo expresivo”, asociado a una crítica social, en muchos casos expresiones autoritarias sobre inmigrantes, inquietud por cambios en los sectores populares, crítica generacional contra los jóvenes. Los indicadores actuales –por ejemplo, la encuesta británica de victimización que diferencia entre indicadores para miedo experiencial y miedo más expresivo– muestran que cuando diferenciamos entre indicadores para uno y otro temor –los de percepción de probabilidad de un delito, por caso– no sólo las cifras del temor cambian, sino que además los grupos que aparecían como menos temerosos, por ejemplo los jóvenes varones, empiezan a mostrar guarismos más elevados.