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De la crítica de poesía en Venezuela,

por Luis Miguel Isava

“Bárbaramente se repite que los comentadores


se interponen entre el lector y el libro,
dislate que no merece refutación.”
J.L. Borges. Prólogo a La divina comedia
“La crítica es el último peldaño del arte.”
Jesús Semprum, “Diálogos del día”

Consideraciones generales
Las siguientes reflexiones buscan fundamentalmente establecer un diagnóstico; no
tienen por tanto intención polémica alguna. No presentan una (re)visión panorámica
de la crítica de la poesía en Venezuela, ni buscan ser exhaustivas en el repaso de los
diversos aportes y numerosas contribuciones que la integran. Intentan, antes bien,
establecer a partir de sus materializaciones la existencia de ciertos patrones y
detectar en las concepciones que la fundamentan posibles limitaciones y carencias
que permitan repensar el lugar y la importancia de la crítica en el espacio literario
venezolano, en particular en el de la poesía (y quizá habría que mencionar desde ya
que, con la creciente disolución de las fronteras entre los géneros, esta particularidad
tendría, ella misma, que ser repensada), así como apuntar a posibles
desplazamientos y transformaciones de los modelos de lectura en los que se ha
basado hasta ahora, para proponer alternativas de análisis y comprensión que
permitan ajustar de manera más iluminadora sus prácticas a la riqueza y variedad de
ese su difícil objeto: la poesía. No obstante, tal vez estas observaciones no podrán
escapar a la polémica, pues el diagnóstico, en este caso, resulta un tanto negativo en
cuanto a las formas que ha adoptado el ejercicio crítico de la poesía en nuestro país;
formas que a mi juicio han carecido en general –sin duda, con importantes
excepciones– de la densidad y profundidad que se esperaría de ellas para hacer de
la tradición de nuestra poesía un espacio complejo de significaciones escriturales. Tal
vez podría incluso aventurarse la hipótesis de que es posible que el impacto
relativamente pobre, el escaso conocimiento y apreciación (que sólo recientemente
parecen comenzar a evidenciarse con alguna firmeza) de nuestra poesía más allá de
nuestras fronteras se deba precisamente a esas carencias y limitaciones del ejercicio
crítico; carencias a las que es necesario sumar la casi total ausencia de
reflexiones teóricas, tanto ensayísticas como académicas, sobre la poesía y sus
lenguajes.
Con el objetivo de establecer las bases del diagnóstico que propongo, comencemos
con algunas reflexiones propedéuticas en torno a las funciones que cumple o, en todo
caso, que debería cumplir la crítica. Para ello me gustaría tomar, como punto de
partida, la definición condensada de “sistema literario” que propone Antonio Candido:
Entiendo aquí por sistema la articulación de los elementos que constituyen la actividad
literaria regular: obras producidas por autores que forman un conjunto virtual,
y vehículos que permiten su vinculación al definir una “vida
literaria”; públicos restringidos o amplios capaces de leer o escuchar las obras, con lo
que permiten que ellas circulen y actúen; tradición, que es el reconocimiento de las
obras y autores anteriores y que funciona como ejemplo o justificación de aquello que
se quiere hacer, aunque sea para rechazarlo (Candido, 2007; p. 16)[1].
Aunque dicha definición ya había sido formulada en su Formação da literatura
brasileira(publicada en 1957), esta presentación tiene la ventaja de la concisión; la
noción anticipaba, además, la de “campo literario” que Bordieu (1992) introducirá y
discutirá algunos años después. Sin duda, los análisis de Bourdieu son más
minuciosos y permiten hacerse una imagen más precisa del funcionamiento del
“sistema literario”. Por ello, aunque me confinaré a la versión de Candido, invito al
lector a tener en mente los aportes de Bourdieu para la discusión que sigue.
A pesar de que Candido no nombra la crítica entre los elementos del sistema, resulta
indudable que es ella, inevitablemente, la encargada de patentizar la existencia de tal
sistema: sus configuraciones temporales y locales, sus transformaciones y sus
continuidades, sus líneas de consenso y de disenso, etc. Propongo entonces como
una primera función de la crítica la de hacer manifiestas las concepciones, evidenciar
los imaginarios (de lo literario, pero también de lo cultural) que las obras encarnan,
tanto en lo que “dicen” como en lo que “hacen” en cuanto artefactos verbales, para
hacer que esos distintos elementos del sistema adquieran históricamente carácter
de constelación –en el sentido que da Benjamin a este término– de sentidos en
formas difirientes de expresión. En otras palabras, una función primordial de la crítica
radicaría en hacer visible, o quizá más precisa y en cierta forma más escépticamente,
en producir el sistema literario.
No cabe duda de que, para una mirada naïve, la literatura consistiría en un cuerpo de
textos que va directamente al encuentro del lector sin la interposición de mediación
alguna. Esta concepción “bárbara”, según la cita de Borges que sirve de epígrafe, en
realidad tiende a olvidar o en todo caso a invisibilizar las innumerables mediaciones
que actúan en el proceso de la lectura desde aún antes de comenzar. Mencionaré
sólo algunos: la educación, es decir, los libros que leemos en la escuela y el
bachillerato, que ya proponen un cierto canon tanto de estilos como de títulos; la
consecuente formación de un público en mayor o menor medida homogéneo que
comparte pareceres, intereses y lengua; la designación de lectores “calificados” por
parte de las editoriales para que aprueben o no la publicación de un manuscrito; las
formas de difusión de lo publicado, desde campañas publicitarias de las editoriales
hasta entrevistas de radio y televisión a los autores; la organización de presentación y
firma de libros… Todos estos factores constituyen estrategias para orientar de
antemano al prospectivo lector y son, de facto, formas de la actividad crítica que
busca hacerse inconspicua para aumentar su eficacia, pues con ello crea la impresión
de que el valor del libro es un hecho. Y es por ello tarea del trabajo crítico serio
hacerlos reaparecer ante la vista y la conciencia del lector.
En este sentido, habría que detenerse en una de las palabras que utiliza Candido
para situarcon más precisión esa primera función de la crítica: articular. La crítica, en
efecto, está ligada de manera estrecha a la historia del gusto –y como él, está en gran
medida marcada por cada época y sus prejuicios. Pero para que no se piense que
esto implica simplemente arbitrariedad habrá que recordar que sin un sentido del
gusto, sin una medida o un rasero que permita establecer un juicio, no habría
literatura como la entendemos sobre todo a partir del siglo XIX en Occidente. ¿Cómo
evaluar, sin ese criterio de juicio, la publicación de un libro por una editorial? ¿Cómo
recomendar un libro a un conocido? ¿Cómo premiar obras sometidas a un concurso?
Sin duda, dentro de dicho criterio hay espacio para el desacuerdo y la controversia –
esto lo ha desarrollado con detalle Bourdieu y lo ha pensado, desde otras
coordenadas, Rancière (2001)–, pero ambos, disensión y controversia son sólo
posibles en el plano de un cierto acuerdo básico, fundamental respecto a qué se
escribe y cómo, qué estilos son válidos y cuáles no lo son, qué se puede y no se
puede hacer en/con un texto en una determinada época y tradición lingüística.
Esta primera función de la crítica consistiría entonces en articular los diferentes textos
de una tradición verbal, en un determinado momento histórico, dentro de una suerte
de mapa que permita al lector orientarse y adentrarse en eso que llamamos una
“literatura”. Y no sólo al lector: la crítica es indispensable para los creadores mismos –
también Bourdieu discute este aspecto con agudeza–: sin ella éstos no sabrían ni
podrían definir y orientar su proyecto creador así como sus posibles derivas. En pocas
palabras, podría decirse que sin crítica no habría literatura, tal y como se la entiende
desde su relativamente reciente invención en tanto institución hasta el presente.
Pero adicionalmente la crítica cumple –o debería cumplir– una función aún más
compleja; función ésta que ha de hacer sistema –una expresión favorita de Derrida–
con la anterior. Como toda actividad cultural, la crítica no es menos cambiante que su
contexto histórico y lingüístico, y no está menos vinculada a él. Ella adopta en parte el
canon de juicio que hereda de su pasado inmediato –imbuido de elementos que le
lega la tradición–, lo pone en relación con las prácticas textuales y los sistemas de
pensamiento que le son contemporáneos, con el fin de lograr establecer un “espacio”
para la integración disciplinada de “lo nuevo” al conglomerado de las obras que
constituyen una cultura, en sus múltiples escenarios y estratos. Con ello en mente,
podríamos decir que la crítica, en esta su segunda y no menos importante función,
lleva a cabo una actividad reflexiva que busca crear un ámbito en el que la
“presentación de ideas” y la producción de “formulaciones verbales” dibujen o
esbocen el perfil de una determinada cultura al par que lo dinamizan: sus intereses,
sus preocupaciones, sus esperanzas y, last but not least, sus maneras singulares y
novedosas de decir/escribir. Esta función de la crítica sería entonces la de identificar y
perfilar en una determinada cultura –para decirlo ahora con Rancière (2000)– los
contornos de lo sensible, de lo pensable desde lo decible en el ámbito específico de la
praxis escritural. En este sentido, esta “otra” función de la crítica –que ahora lo
vemos, resulta más exigente pues tiene un fuerte componente reflexivo, incluso
filosófico– apunta a la revisión de los sentidos heredados, a la reflexión sobre las
implicaciones conceptuales de lo dicho y a la apertura a la creación, a la producción
de nuevas formas de significación, de sentido. En una palabra, la crítica sería más
fundamentalmente una actividad intelectual que cumple la función de delinear tanto
las formas de pensar/sentir que conforman una comunidad como las transformaciones
y transgresiones que en dichas formas introduce el uso en algunos casos “rarificante”,
“alternativizante” –como prefiero llamarlo– del lenguaje que propone la literatura.
Como indiqué anteriormente, es necesario que estas dos funciones de la crítica
operen conjuntamente para que se produzca el efecto reflexivo necesario. Sólo
atendiendo coherentemente a esas dos funciones, puede la crítica convertirse en una
forma de pensamiento que no se limite a confinar lo que se hace a lo ya hecho, lo que
se piensa y se escribe, a lo ya sabido y dicho. Y, no obstante, en muchas ocasiones
operan de manera independiente e incluso, en algunos casos, una en desmedro de la
otra.
Para la mirada atenta, en el ámbito del campo literario, la primera función de la crítica
adopta variadas formas para permear una cultura y la sensibilidad –verbal y
conceptual– que la define; formas de las que la “crítica literaria” propiamente dicha es
sólo el aspecto más visible. Dicha función se invisibiliza –en mis términos, se
naturaliza– en la tradición de los textos, en el establecimiento de un canon de obras y
autores; se trasviste en los autores y obras extranjeras que se traducen en un
determinado lugar y en una época particular; se disimula en estrategias de mercado,
en notas de prensa, contraportadas y solapas; por otra parte, se inviste de prestigio
creativo en talleres literarios y programas –ahora popularizados en los Estados
Unidos– de Creative Writing o en talleres de lectura de obras clásicas o
contemporáneas. Es importante no olvidar que en todas esas instancias está activa la
primera función de la crítica y que ellas tienen un largo abolengo en la historia de la
literatura occidental, que puede identificarse tanto en las parodias de obras
consagradas como en las famosas querelles entre antiguos y modernos.
Con el siglo XIX y el afianzamiento de la institución literaria, surge en Occidente la
figura del crítico propiamente dicho. Pero no será sino hasta la primera mitad del siglo
XX cuando dicha actividad comenzará a adquirir lo que podría llamarse un “giro”
académico. Esto ha tenido importantes implicaciones. La más descollante quizá sea la
consecuente profesionalización de la actividad crítica –que en cierta forma ha corrido
paralela con la profesionalización de los escritores. Este hecho marca un punto
importante de inflexión en las concepciones de la actividad y una consecuente
mutación de sus funciones. Mientras que tradicionalmente eran sobre todo
los hommes de lettres los que llevaban a cabo la actividad explícita de la crítica, a
partir de ese momento comienza a surgir un cuerpo de estudiosos –scholars, es una
palabra más adecuada– que se dedican a estudiar la literatura en cátedras
universitarias especializadas. La inflexión tuvo como consecuencia una división del
trabajo que en cierta forma “desarreglaba” el orden anterior. Ya no eran los escritores
mismos, desdoblados en ensayistas-críticos, los que ofrecían las reglas del arte –para
acudir a la expresión de Bourdieu–; ni siquiera críticos de oficio sin otras credenciales
que las de ser “cultivados”[2], sino un nuevo tipo de profesional, a menudo carente de
obra creativa, que se formaba para aprender a comentar, interpretar e interrelacionar
las obras. Con un doble añadido: por una parte, este nuevo actor se interesaba
además en la puesta en evidencia de los diferentes sistemas literarios en los que se
insertaban las obras que estudiaba; por la otra, más que nunca, gracias al auge de la
investigación sobre el lenguaje y la aparición de filosofías informadas por el llamado
“giro lingüístico”, esta nueva clase de crítico –como diría Foucault– “armó su mirada
de poderes teóricos”. No fue inconspicuo el desarreglo; tanto autores como lectores
respondieron con desconfianza cuando no con abierto rechazo. Esta desconfianza,
este rechazo pueden condensarse en el dictum de Rilke de que la crítica no puede
tocar las obras[3]; posición que hasta hoy en día enturbia la relación de autores y
público con la crítica en general, y muy especialmente con la académica.
Con estas sucintas observaciones generales en mente, podemos pasar a examinar la
crítica de la poesía en Venezuela.

Literatura: la encarnación del sistema literario


Habría que comenzar precisando que el proceso mismo de la creación verbal contiene
formas inconspicuas de articulación del sistema literario. Cumple por tanto, en cierta
medida, con dicha función de la crítica sin ser una de sus formas, en términos
estrictos. Y nuestra poesía no ha sido una excepción. Desde las Silvas de Bello, con
su respeto y transposición de los modelos clásicos, y sus traducciones de autores
franceses y las apropiaciones que hace Maitín de Lamartine y Zorilla; pasando por las
obras de Perez Bonalde y sus traducciones –de Poe, de Heine–, y la influencia de
Rubén Darío y el modernismo en Blanco Fombona y en el primer Arvelo Larriva; hasta
las transfiguraciones del surrealismo en las obras de Álvarez y Sánchez Peláez y la
poesía de Silva Estrada, que dialoga con la poesía francófona posterior directamente
o a través de sus traducciones, es evidente que en todo momento en nuestra literatura
la producción de obras ha estado articulada en un sistema literario que dialoga con la
tradición de la literatura occidental y regional que era –y es– posible identificar.
Bastaría releer a nuestros críticos de principios del siglo XX para constatar que ellos
ya habían comenzado a hacerlo visible tanto en sus detalles como en sus tensiones
(pienso por ejemplo en la polémica reseña que, en 1911, hace Calcaño al libro de
Picón Febres La literatura venezolana en el siglo XIX, publicado en 1906).
Hay además una importante tradición crítica en el sentido extra académico –el que
heredamos del siglo XIX y del que T.S. Eliot, en el XX, quizá sea el máximo
exponente occidental– que se extendería desde los escritos del mismo Bello, pasando
por los de Juan Vicente González, Gonzalo Picón Febres, Julio Calcaño, Jesús
Semprún y Julio Planchart, hasta los de Fernando Paz Castillo, Mariano Picón Salas,
Pascual Venegas Filardo[4]. Sin duda podemos inscribir también en esta línea a
serios investigadores más recientes (pienso por ejemplo en Juan Liscano, en Alfredo
Chacón, en Francisco Rivera, en Oscar Rodríguez Ortiz), lo que en cierto modo
apunta a la persistencia de este modelo de crítico cultivado en nuestro medio.
Las revisiones panorámicas de nuestra poesía
Ciertamente, los intentos más directos de visibilizar el sistema literario de nuestra
poesía se encuentran en las historias y panoramas de la literatura. En nuestro caso se
pueden nombrar –además de la primera, la ya mencionada obra de Picón Febres– los
libros de Mariano Picón Salas, Formación y proceso de la literatura
venezolana (1940), de José Ramón Medina, 50 años de literatura venezolana (1918-
1968) (1969) –luego ampliado a 80 años… (1900-1980), en 1981, y 90 años… (1900-
1990), en 1992– y el de Juan Liscano, Panorama de la literatura venezolana
actual (1973; última edición ampliada, 1995). Estos aportes, claro está, no se
concentran en la poesía y en general tienden a presentar un panorama histórico
organizado en décadas, períodos y/o grupos, por lo que resultan muchas veces
informativos y descriptivos, y apenas exhiben, pues su naturaleza panorámica no lo
hacía posible, la otra función de la crítica. Por otra parte, el libro de Rafael Arráiz
Lucca, El coro de las voces solitarias (2003), nos ofrece esta vez sí una revisión
panorámica que se concentra exclusivamente en nuestra poesía, y en este sentido,
aporta elementos más precisos para discernir las relaciones del sistema literario-
poético. Arráiz Lucca, efectivamente, intenta establecer interrelaciones entre los
poetas y grupos, a partir de diferentes criterios (generación, década, años de
publicación, vinculaciones estéticas, etc.); no obstante, a pesar de lo informativas que
puedan resultar por momentos sus observaciones, éstas no hacen posible ni una
articulación alternativa del sistema literario que trascienda los criterios heredados de
la historiografía tradicional ni un acercamiento de tipo más analítico, más reflexivo a
las obras leídas[5]. En este sentido, estos cuatro libros muestran un claro impulso –
limitado sin duda por los criterios de organización adoptados– por activar la primera
función de la crítica, pero, por su naturaleza misma de panoramas, les resulta muy
difícil responder a su segunda función: la teorizante. Añado, como dato informativo,
que en todos ellos, estamos ante obras escritas por autores no adscritos a la
academia o sólo parcialmente vinculados con ella.
En la misma línea panorámica de esos libros, habría que colocar el extraordinario
volumen Nación y literatura: Itinerarios de la palabra escrita en la cultura
venezolana (2006), coordinado por los profesores Luis Barrera Linares, Beatriz
González Stephan y Carlos Pacheco y el reciente volumen Aproximación al canon de
la poesía venezolana (2013), dirigido por Joaquín Marta Sosa. La diferencia
fundamental entre estos trabajos y los anteriores es que fueron realizados por un
colectivo de autores, ahora sí, en su mayoría adscritos a Departamentos de Literatura.
En el caso de Nación y literatura, los colaboradores son especialistas en los diversos
aspectos de nuestra literatura que abarca el libro y, en consecuencia, en sus
colaboraciones se hace más presente la función analítica de la crítica. No obstante, en
el diseño general de la obra –y de nuevo, no podía ser de otra forma– sigue habiendo
una ordenación cronológica así como una distribución temporal por períodos e incluso
décadas de la producción literaria venezolana en general que, si bien contribuyen a la
articulación del sistema, lo hacen de nuevo desde las categorías heredadas. Habría
que resaltar, por otra parte, que algunas de las contribuciones del volumen apuestan
por una aproximación más claramente analítica, teórica. En el caso de Aproximación
al canon, de nuevo es un colectivo de especialistas el que colabora en la obra, que se
concibe como una “antología crítica” de los poemarios que integrarían un posible
canon de nuestra poesía. Este libro ofrecía una interesante oportunidad para, por una
parte, exhibir un repertorio de respuestas crítico-analíticas a las diferentes formas de
escritura que exhibían los libros comentados y, por la otra, reflexionar sobre la
variedad de esas respuestas, sobre los presupuestos que las sustentan, así como
sobre sus coincidencias y diferencias. Sin embargo, la concepción misma del libro –
una colección de lecturas de los diversos poemarios– hizo que esta posibilidad se
pasara por alto. Así, al concentrar la atención en los objetos “leídos”, se invisibilizó la
sintomática multiplicidad de formas de leerlos que, por su naturaleza misma, el
proyecto ponía explícitamente en juego. Esto implicó, a pesar de los interesantes
resultados del “experimento”, que se opacaran tanto la primera función, pues el
corpus de la lectura se reducía casi por completo a la obra leída, como la segunda,
pues se trataba de textos relativamente cortos en los que no era posible “adensar” las
lecturas. En este sentido, en general el libro propone antes bien una muy útil antología
de recepciones actualizadas de los poemarios que un ejercicio crítico en el doble
sentido que propongo.
La actividad antológica
Pasemos ahora a examinar otra forma –que yo llamaría oblicua– de la crítica: las
antologías. Estas abundan en nuestro país[6]. Según Eliot (1957), hay básicamente
dos tipos de antología que cumplen funciones específicas en el espacio de una
literatura. La primera que identifica es la que consiste en reunir textos de jóvenes
poetas cuyos libros no son ampliamente conocidos. Para él, esas antologías tienen
como objetivo insertar al joven poeta en el sistema literario: “pues un poeta debe
hacerse un lugar entre otros poetas y dentro de su generación antes de atraer un
público más amplio o de más edad” (Eliot, 1957; p. 40). La antología En-obra.
Antología de la poesía venezolana 1983-2008 (2008), compilada por Gina Saraceni,
entraría entonces en esta categoría. Una antología como ésta, indica Eliot, “tiene el
valor de ofrecer al lector de poesía una noción de lo que ocurre, una oportunidad de
estudiar los cambios de tema y estilo, sin tener que acudir a un gran número de
revistas o volúmenes separados” (p. 41). El otro tipo de antología que identifica es la
antología comprehensiva, que según él cumple variadas funciones, entre las que
quiero destacar la última que yace “en el interés de comparar, de poder obtener en
poco espacio una visión [conspectus] del progreso de la poesía: y si hay mucho que
aprender de leer un poeta completo, hay mucho que aprender de pasar de un poeta a
otro” (pp. 43-4). Ejemplos de este tipo de antologías los tenemos en la Antología de la
poesía venezolana, de Rafael Arraiz Lucca (2 vol.; 1997) y en Navegación de tres
siglos (2003), de Joaquín Marta Sosa. Entre ambas modalidades, evidentemente, se
ubica una serie de antologías compiladas según criterios particulares (géneros,
períodos, temas, etc.), entre las que podríamos mencionar, de las más
recientes, Poesía en el espejo. Estudio y antología de la nueva lírica femenina
venezolana (1970-1994) (1995) y la impresionante Antología histórica de la poesía
venezolana del siglo XX (1907-1996) (2001), ambas compiladas por Julio
Miranda; Conversación con la intemperie (2008), de Gustavo Guerrero; Las palabras
necesarias (2010), de Arturo Gutiérrez Plaza; Piedra de aceite: oro negro en la poesía
venezolana (2012), de Ramón Ordaz; Poetas venezolanos contemporáneos. Tramas
cruzadas, destinos comunes (2014) y Destinos portátiles. Muestra de poesía
venezolana reciente (2015), ambas compiladas por Adalber Salas y Alejandro
Sebastiani[7].
Como se puede colegir a partir de las observaciones de Eliot, las antologías ponen en
escena fundamentalmente la primera función de la crítica: esto es, patentizar las
interrelaciones –filiaciones y afiliaciones, diría Edward Said– que se establecen entre
los poetas antologados, y en ese sentido contribuyen a evidenciar el sistema literario,
específicamente poético, bien sea de un período, de un siglo o de la historia de
nuestra poesía. A este impulso contribuyen, en grados diferentes, claro está, los
prólogos que las preceden y que, en cierto modo, las justifican. En algunos casos,
estos prólogos pueden asomarse a consideraciones analítico-teóricas más complejas
pero, por su misma función justificativa, no pueden demorarse en ellas.

La importancia del establecimiento de los corpora


Una breve digresión se hace aquí indispensable, pues en cierta forma atañe la
posibilidad misma de compilar antologías. Desde la perspectiva del “archivo”, que
constituye el punto de partida de toda crítica seria, puede decirse que en Venezuela
ha estado faltando un aspecto imprescindible para el estudio sistemático de su
poesía: la disponibilidad para lectores e investigadores de los textos y, lo que resulta
más problemático aún, de textos confiables. Sin duda se publican y se han publicado
muchos libros de poesía en el país, pero usualmente se lo hace en bajos tirajes y,
cuando se agotan, tienden a desaparecer del campo visual de lectores y críticos. Sólo
en algunas bibliotecas del país se tiene acceso a ellos y esto, debido a un creciente
descuido, patente en todos las áreas, de nuestro patrimonio histórico y cultural, se
hace cada vez más difícil[8]; y con dicha desaparición sobreviene el desinterés y
hasta el olvido. De allí que obras del pasado –incluso reciente–, que a pesar de no
haber alcanzado el status de entrar en el canon de su momento resultaría necesario
releer y repensar a la luz de nuevas producciones poéticas, a la luz de nuevas teorías
y métodos de aproximación crítica, no puedan integrarse al sistema literario y en
consecuencia “re(con)figurarlo”. Y es un hecho que, salvo casos aislados como las
publicaciones recientes de las ediciones Actual o algunas de El Perro y la Rana, son
pocos los libros de poesía que se reeditan en el país; clara señal de la poca
conciencia que tenemos de nuestros valores verbales, incluso de los más recientes.
En este sentido, la iniciativa que Santiago Acosta y Willy McKey emprendieron con la
revista El salmón(9 números, 2008-2010) puso de manifiesto ese estado de
desconocimiento de nuestra tradición poética e hizo mucho por rescatar autores y
libros que sin duda habían desaparecido de la atención tanto de los aficionados a la
poesía como de los estudiosos. Sin duda, en parte la nueva atención que parece
motivar ciertos emprendimientos editoriales en nuestro medio tiene su raíz en el
impulso por “volver a las fuentes” que esa revista instigó y materializó de manera tan
original e inteligente.
Otro síntoma de este “mal de archivo” puede verse en la escasez de ediciones de
obras completas de nuestros autores más importantes. A lo que habría que añadir
que, cuando aparecen, no parecen responder más que a criterios de interés particular
de un investigador, editor o amigo, cuando no corresponden abiertamente a designios
de arbitrarias políticas editoriales –salpicadas hoy por hoy completamente por la
división política. Hasta donde tengo conocimiento, la Biblioteca Ayacucho sólo ha
publicado la poesía completa de dos autores venezolanos: la de Ramos Sucre (en
1980, coincidiendo con una edición de la UCV[9]) y la de Fernando Paz Castillo
(1986). Recientemente, Monte Ávila ha estado publicando obras completas de poetas
más recientes (Luis Enrique Belmonte, Beverly Pérez Rego, Carmen Verde Arocha,
para nombrar sólo algunos). La editorial El Otro/el Mismo, por su parte, ha publicado
también algunos volúmenes de obras poéticas, en este caso de autores más
consagrados (Rafael Arráiz Lucca, José Barroeta, Luis Alberto Crespo, Alejandro
Oliveros, Armando Rojas Guardia). Sin embargo, las obras completas de Luis
Fernando Álvarez, de Ida Gramcko, de Ana Enriqueta Terán, de Alfredo Silva Estrada,
de Guillermo Sucre, de Ramón Palomares, de Eugenio Montejo –para restringirme a
los más destacados– todavía esperan por su entregado investigador y por su
interesada editorial. La poesía completa de Juan Sánchez Peláez apareció en
1984[10] (Monte Ávila) y en su edición final en 2004 (Lumen); la de Cadenas apareció
en el 2000 (Fondo de Cultura Económica) y en una nueva edición en 2007 (Pre-
Textos), la de Juan Liscano en 2007 (Fundación para la Cultura Urbana), la de Hanni
Ossot, en 2008 (Bid&co) y la de Vicente Gerbasi recién en 2015 (Calygrama).
Respecto a poetas de generaciones más recientes, se publicaron las de Yolanda
Pantin, en 2013 y las de Igor Barreto, en 2015 (ambas en Pre-Textos). El hecho de
que se la mayoría de ellas se ha publicado en el exterior debería ser, de paso, motivo
de reflexión.
Otras editoriales tanto públicas (Monte Avila, El Perro y la Rana, El Otro/el Mismo)
como privadas (Bid&co, Oscar Todtmann, Fundación para la Cultura Urbana) publican
asimismo obras reunidas de autores venezolanos, relativamente jóvenes, por lo
demás. Sin embargo, como se ve, no hay un criterio histórico, de precedencia, que
organice el proceso de estas publicaciones y mucho menos un proyecto editorial que
las haga posibles (también en esto hay que asignar culpas a la desastrosa división
política que nos abruma y al sectarismo que parece imperar en algunos sectores de la
gestión cultural del estado). A lo que habría que añadir que, en muchos casos, los
criterios para la compilación de esas obras completas están lejos de obedecer a
parámetros formales de establecimiento de texto –revisión de fuentes, corrección de
erratas, fijación de fechas–, indispensables para adelantar una investigación
responsable y seria sobre esos autores. A menudo son simplemente libros que reúnen
los libros publicados por separado, con prólogos muy generales e incluso
impresionistas, y poco o ningún aparato crítico. Y lo que es peor, en muchos casos
con la reproducción de errores y erratas[11].
Las reseñas y libros de reseñas
Una mirada somera a nuestra actividad literaria nos revela sin esfuerzo que es la
escritura de reseñas de poemarios (que en muchos casos se hacen intercambiables
con textos de presentaciones e incluso con prólogos de los mismos) la forma más
difundida de la praxis crítica en nuestro país. Quizá a ello ha contribuido la
desaparición –que puede ser real o simplemente tener ese efecto al alcanzar sólo una
porción específica del público lector, de nuevo en no pequeña medida debido a la
situación política– de revistas literarias tales como Imagen o Revista Nacional de
Cultura, que acogían la publicación de trabajos con mayor penetración analítica[12].
Por otra parte, no cabe duda de que más recientemente un importante
desplazamiento de la actividad literaria a blogs y páginas web, así como a
intercambios en redes sociales, con su inevitable urgencia de información y novedad,
ha contribuido a reforzar la proliferación de esta forma de crítica –sin duda la más
epidérmica. No quiero decir con ello que las reseñas no presenten rasgos de las dos
funciones de la crítica que propongo; pero habría que reconocer que lo hace de
manera muy somera y rara vez se adentra en la visualización eficaz o novedosa de
las articulaciones del sistema y menos aún en la lectura analítica. Por ello debería
siempre dar paso, servir de peldaño, a trabajos más elaborados con lecturas más
reflexivas e informadas teóricamente.
A esto habría que añadir el defecto particular de esta práctica en nuestro país; defecto
que llamaré “reseñismo” y que consiste en limitarse a ensalzar, muchas veces sin
mesura, las cualidades literarias del libro y el autor comentados. Ya en 1918, Jesús
Semprum diagnosticaba este defecto en nuestra crítica:
[La crítica es una labor] de personas demasiado complacientes entre nosotros; de
personas muchas veces talentosas, aunque deplorablemente débiles, quienes con la
mayor sangre fría y aun a sabiendas del mal que hacen, componen prólogos,
laudatorias, notas bibliográficas y demás sandeces (Semprum, 1986; p. 428).
Creo que el diagnóstico mutatis mutandi es válido todavía hoy –y la fecha de su
enunciación hace patente la constancia en el defecto. Y, claro está, no se pide que las
reseñas descalifiquen las obras leídas, ni que su tono sea negativo o insultante (de
hecho, también éstas existen). A lo que se aspira, para que contribuyan a la operación
de la doble función de la crítica, es a que las lecturas que proponen permitan, aunque
sea de manera tentativa o incipiente, intuir la forma en que la obra comentada se
inserta, reafianzándolo o modificándolo, en el sistema literario y apreciar las formas
tradicionales o innovadoras de significación que pone en escena. En nuestro medio,
parecemos olvidar con mucha frecuencia lo que advertía el comentarista de la obra de
Pierre Ménard, “censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que
ver con la crítica” (Borges, p. 50).
La persistencia de este modelo de crítica permea, además, otros emprendimientos
culturales. La colección de volúmenes que la editorial Monte Ávila tituló “Ante la
crítica” –concebida y fundada por la dedicación investigativa de Oscar Rodríguez
Ortiz–, a pesar de su importancia y utilidad, adolece de la limitación de presentar, en
muchos casos, recopilaciones de reseñas y/o comentarios de prensa de la obra de un
autor. Quizá, y ésta sería en parte mi propuesta, resultaría más acorde con las
funciones de la crítica concebir una empresa semejante pero en la que los volúmenes
estarían integrados por artículos y trabajos extensos, actualizados, llevados a cabo
por estudiosos de la obra del autor en cuestión (como se lo hace, con mucha
frecuencia en los Estados Unidos; como lo llevó a cabo la colección “El escritor y la
crítica” de la editorial Taurus, en España, y como lo ha planteado una reciente
colección dedicada a la poesía de la Editorial Universitaria de Chile). Por otra parte, la
misma observación –ser una colección de reseñas– puede hacerse respecto a libros
que algunos escritores han dedicado a nuestra poesía. Si bien es cierto que ellas
constituyen valiosos registros de la recepción de diferentes obras por parte del autor,
no lo es menos que su marcada inmediatez y sus condicionamientos de espacio no
permiten que la doble función crítica opere efectivamente en este subgénero crítico.

Los críticos: del homme de lettres al homo academicus[13]


Se podría invocar como ejemplo de la crítica llevada a cabo por los hombres
cultivados –en el sentido ya apuntado por Eliot– la tradición del ensayo literario.
Habría, no obstante, que constatar que recientemente esta tradición ha ido decayendo
hasta el punto que, con la excepción de Eugenio Montejo y Alejandro Oliveros, no son
muchos los ensayistas que se dediquen a pensar la poesía y sus autores –aunque
entre algunos poetas más jóvenes, como Adalber Salas, la tradición parece comenzar
a reanimarse. Quizá, al menos en parte, haya sido ese el resultado de una
transformación en el estudio de la poesía; una transformación que introduciría en el
panorama de la crítica a un nuevo actor: el crítico académico, universitario[14].
En nuestro país, podrían señalarse dos figuras particulares como los paradigmas de
esa transición que se cumple entre el ejercicio ensayístico letrado de tradición
continental y la aparición de una nueva práctica crítica. Ellas, aunque en cierta medida
todavía deudoras de la tradición del ensayo, muestran ya una atención lectora y un
rigor analítico de clara ascendencia académica.
La primera figura es Julio Miranda. Este versátil escritor, sin adscripción directa con la
academia, fue un excelente ejemplo del tipo de investigador que encarnará el crítico
literario académico. El largo ensayo “Generaciones, movimientos, grupos, tendencias,
manifiestos y postulados de la poesía venezolana del siglo XX” que sirve de
introducción a su Antología histórica de la poesía venezolana del siglo XX (1907-
1996) (2001), es un modelo de investigación seria de fuentes textuales y
documentales, así como un intento de patentizar un sistema literario-poético en el
campo de nuestra poesía de pasado siglo[15].
La otra figura es Guillermo Sucre. Su indiscutible inserción universitaria (realizó
estudios doctorales en Francia, bajo la dirección de Lucien Goldmann, y enseñó en
las universidades de Pittsburg, Simón Bolívar y Central de Venezuela), lo hacen el
primer crítico con formación sólidamente académica de nuestra tradición y una
excepción entre los críticos de su generación. Su escritura además supo combinar de
una manera a mi juicio no igualada entre nosotros la soltura ensayística con la
complejidad de la reflexión y el rigor intelectual de los análisis. Su obra
fundamental, La máscara, la trasparencia (publicada en 1976 y reeditada
posteriormente en versiones ampliadas), constituye la instancia más evidente de un
estudio que produce las líneas que configuran un campo poético –el
hispanoamericano, en este caso– para proponer a partir de ellas claves que
permitirían (siempre Sucre dejó espacio para la duda, para la apertura) entenderlo en
cuanto sistema y de esa manera articular la diversidad y pluralidad de sus obras.
Como las de Miranda, pero superándolas en penetración y reflexividad, las lecturas de
poesía de Sucre en este libro –y en ensayos dispersos lamentablemente aún no
recogidos en libros– son evidencia del impulso reflexivo que conlleva el análisis y la
discusión de los textos poéticos, cuando se les reconoce su inherente
carácter reflexivo. Con la ductilidad que le permitía su inteligencia y su formación,
pudo incorporar como hilos conductores de sus lecturas las obras de dos autores
centrales de la tradición crítica de la literatura francesa. Me refiero a los escritos de
Maurice Blanchot y de Roland Barthes[16], dos autores que representaban, con una
lucidez que Sucre sin duda supo hacer suya, las formas de la crítica ensayística,
fundamentada en derivas filosóficas (Blanchot), y de la académica, irrigada por las
nuevas teorizaciones de lo literario (Barthes). El resultado es que, como pocas veces
en nuestra tradición continental, el crítico –activando ahora sí sus dos funciones–
asigna y explora en todas sus implicaciones la carga de pensamiento, el
peso reflexivo que conlleva el decir poético. Y a través de la complejidad de sus
lecturas y de su “imaginación relacionante”, se pone de manifiesto cómo estas obras y
sus formas singulares de decir conforman un campo de fuerzas verbales en el que se
delinean maneras específicas de sentir, pensar y decir –para volver al giro de
Rancière.
La transición que representan estas dos figuras parece ya haberse cumplido alrededor
de los años ochenta, cuando se hace cada vez más evidente que la aproximación
reflexiva a la literatura en general y a la poesía en particular encuentra terreno fértil en
los Departamentos de Literatura de nuestras universidades. Y es precisamente por
esos años –dato nada casual– que comienzan a crearse en distintas universidades
del país programas de Maestría en Literatura. Este hecho constituyó, a mi juicio, el
paso final de la transición, que Díaz Seijas (1986) describe así:
No obstante, frente a la avalancha de la publicidad y el mercadeo de la noticia, ha
surgido en los últimos años entre nosotros un movimiento renovador en cuanto a los
estudios literarios se refiere. Este movimiento corresponde al auge de los estudios
humanísticos en los más importantes centros universitarios del país. Se ha observado
que la radical revolución experimentada por los estudios literarios en escala universal,
aunque con cierto retraso, se ha ido consolidando entre nosotros, a través de serias
investigaciones, de frecuentes coloquios y congresos, de un permanente intercambio
entre quienes protagonizan en la actualidad el rescate de los estudios literarios en el
mundo. Revistas especializadas de prestigiosas universidades de América y Europa,
intercambio de investigaciones, proyectos de publicaciones conjuntas, auguran la
reconquista del sitial que había sido arrebatado a la crítica, como función niveladora
de toda la creación literaria (p. 57).
Como vemos, comienza en ese momento a consolidarse una praxis crítica de perfil
claramente académico. Con la aparición de esos programas de cuarto nivel, comenzó
una labor de formación de nuevos estudiosos (críticos, pero también escritores) que
combinaba el estudio de las tendencias más recientes de la teoría literaria con el
análisis, desde nuevas metodologías y perspectivas, de los textos de nuestra
literatura. De esa circunstancia surgió el grupo de críticos que hoy se ocupan de
renovar los estudios de nuestra literatura y que, en muchos casos, integran la planta
profesoral de los programas de Maestría y Doctorado más importantes del país. Son
ellos los que continúan formando nuevos críticos de adscripción académica[17].
La actividad académica: de los artículos arbitrados ¿a los libros
monográficos?
A este grupo de investigadores y estudiosos de nuestra poesía pertenecen –la lista
no es exhaustiva; las omisiones pueden ser simples olvidos– Lubio Cardozo, Víctor
Bravo, Javier Lasarte, Gustavo Guerrero, Rafael Castillo Zapata, Ramón Ordaz,
Miguel Gomes, Arturo Gutiérrez Plaza, Paulette Silva Beauregard, Gregory Zambrano,
Aníbal Rodríguez, Gina Saraceni, Pausides González, entre otros. Ellos, en diversos
grados de atención al género poético, han llevado a cabo investigaciones que han
redundado en la publicación de importantes contribuciones al acercamiento teórico y
analítico a nuestra poesía, o bien en la forma de artículos académicos, publicados en
revistas arbitradas, o bien en la forma de libros dedicados a un aspecto particular de
nuestra poesía.
La gran mayoría de estos textos, por su carácter especializado, circulan
fundamentalmente en circuitos y entre lectores académicos; en ellos podríamos decir
que se ha establecido una crítica sólida, en muchos casos informada teóricamente y
con un compromiso de lectura e interpretación de los textos que parece haber
superado todo impresionismo y todo tradicionalismo. Sin embargo, en tanto trabajos
académicos, publicados en revistas especializadas, tienen poco impacto en el público
lector en general y en consecuencia han tenido escasa –si han tenido alguna–
influencia en la conformación de un público de lectores más atentos a los desarrollos,
las transformaciones y las reconfiguraciones del decir poético.
La labor de conformación de este nuevo público lector la habrían de cumplir, más allá
de los panoramas de tradiciones o generaciones, los libros monográficos sobre los
autores. Y en este renglón podemos decir que nuestra tradición crítica encuentra su
carencia más importante. El auge del interés en la obra de Ramos Sucre hizo que, a
partir de algunas tesis de Maestría, se publicaran varios libros monográficos sobre su
obra. El interés continuó y gracias a ello existen hoy una decena de libros dedicados a
la obra del poeta o a algún aspecto de ella. El siguiente poeta afortunado es, por
supuesto, Rafael Cadenas, sobre cuya obra se han publicado una media docena de
libros (entre los cuales uno del que esto escribe). Se han publicado, hasta donde
tengo conocimiento, dos libros sobre la poesía de Juan Sánchez Peláez, uno sobre la
de Guillermo Sucre y uno sobre la de Montejo. Seguramente olvido algunos otros
estudios monográficos, pero creo que la evidencia es contundente: no son muchos. Y
lamentablemente la mayoría de nuestros grandes escritores todavía esperan por
lecturas analíticas, sustentadas teóricamente, de sus obras.
Un síntoma inequívoco de esta carencia se patentiza en el hecho de que las
bibliografías de un libro panorámico, como El coro de las voces solitarias, de Arráiz
Lucca, y de un estudio académico, como Itinerarios de la ciudad en la poesía
venezolana, de Arturo Gutiérrez Plaza –un libro admirable por su minuciosa revisión
de nuestra poesía, por su integración al argumento de los datos históricos y por su
seria fundamentación teórica–, incluyen algunos pocos artículos y a lo sumo uno o
dos de los libros, de los pocos disponibles, sobre los poetas estudiados[18]. Y no
quiero insinuar con esto que haya habido negligencia por parte de estos autores: lo
que revela este hecho es que la bibliografía de estudios críticos sobre autores
venezolanos es sumamente escasa, cuando no simplemente inexistente.
Me parece que es innegable que tenemos ya –y desde hace varias décadas– una
sólida tradición poética; una tradición que puede hoy entenderse más profundamente
en lo que respecta a sus formas complejas de producción de sentido precisamente
gracias a los escritos de críticos universitarios como los que acabo de mencionar.
Falta sin embargo que sus aportes se consoliden en estudios de más amplio alcance
que, a través de su difusión no exclusivamente especializada, contribuyan a
enriquecer y complejizar la comprensión de estas obras, a renovar y transformar su
recepción.
Si como afirma Jesús Semprum “la crítica es el último peldaño del arte. […] El crítico
sin grandes autores sería como el pintor que se empeñara en pintar paisajes metido
en un sótano” (1986; p. 428), ya la visibilización de nuestra poesía, que reconoce una
extraordinaria tradición en más de dos siglos de escritura poética, hace necesaria una
empresa crítica que dialogue con ella, que la profundice y la recomponga de acuerdo
a las concepciones teóricas del momento, que la analice en lo que tiene de singular,
de reflexivo, de transformador en su decir –muchas veces inaudito.
Las metamorfosis de la poesía en tanto lenguaje histórico:
significación y teoría
No quisiera concluir esta propuesta de revisión de nuestro pasado crítico reciente sin
apuntar a lo que me parece un aspecto de máxima relevancia que, sin embargo, ha
recibido poca atención entre nosotros. Si partimos del hecho de que la escritura
poética es una praxis escritural cambiante, por histórica, por híbrida, por local, resulta
en gran medida sorprendente encontrar que amplios sectores de la comunidad lectora
–y un número importante de escritores, incluso jóvenes– sigan concibiendo la poesía
en términos que heredamos de un pasado –lejano o no tanto. Esos sectores, que
componen un porcentaje importante del siempre reducido público lector de poesía,
continúan concibiendo la poesía en términos de una tradición romántica o incluso
post-romántica, que le atribuye –casi exclusivamente– valores de significación
transcendentes, definitorios de una condición humana única, que se expresa a partir
de una subjetividad incambiable, transhistórica. Quizá esta situación sea otro síntoma
de que los aportes de las nuevas teorizaciones de la literatura, con sus
problematizaciones de la subjetividad y sus desestabilizaciones de las nociones de
significación y de escritura, que fundamentan los más recientes trabajos académicos
no han encontrado su camino hasta el lector general, que al contrario los recibe con la
mayor desconfianza cuando no con un abierto rechazo y apresurada descalificación.
Desde la irrupción en Occidente de las vanguardias de comienzos del siglo XX y en
nuestro país muy particularmente a partir del grupo de poetas que comienza a
publicar alrededor de 1960, la poesía propone incesantemente formas nuevas,
alternativas del decir, formas no convencionales de enunciar que sólo pueden
aprehenderse –sería difícil o simplemente problemático hablar aquí de comprensión–
más efectivamente y en todo su alcance reflexivo desde las claves que las teorías
contemporáneas han puesto de manifiesto en el campo de la reflexión literaria y en el
de la filosofía.
Desde esta perspectiva, el panorama de nuestra literatura se encuentra casi
totalmente desierto. Veo como única excepción de nuevo el libro de Guillermo Sucre
que, en el minucioso proceso de ir leyendo y poniendo a dialogar diversos autores de
diversas nacionalidades, va esbozando implícitamente una teoría del decir poético
que le permite aproximarse de manera nada reductiva y sumamente iluminadora a los
difíciles textos de Vallejo, de Lezama Lima, de Martín Adán, de Díaz Casanueva, de
Carlos Germán Belli, de Juarroz…[19]
Pienso que es necesario que la concepción de la poesía se dinamice. Es tarea de los
estudios críticos –ahora en el pleno sentido de la segunda función que describí al
comienzo: la teorizante– hacer patentes las transformaciones que la praxis de la
escritura poética hace posibles siempre con su dicción “extra-vagante” –como yo la
llamo (Isava, 2000; passim); transformaciones a las que se ve sometida por la
aparición de nuevos contextos culturales y tecnológicos, por la influencia de nuevas
formas de presentación visual de lo escrito y por el proceso mismo de erosión
histórica de los perfiles definitorios de los géneros. ¿Cómo acercarse analíticamente a
creaciones poéticas alternativas (que no me resigno a bautizar de “post-poéticas”)
como las que proponen ahora, por ejemplo, Luis Moreno Villamediana y Claudia
Sierich, o bien Carmen Verde y Eleonora Requena, o Willy McKey y Natasha Tiniacos
o más recientemente Jairo Rojas y Franklin Hurtado –creaciones que parecen hacerse
eco de una tradición que partiendo de la inventiva lúdica de Salustio González
Rincones y/o la complejidad verbal de José Antonio Ramos Sucre puede vincularse a
las obras difíciles de Luis Fernando Álvarez, Enriqueta Arvelo Larriva, Ida Gramcko,
Juan Sánchez Peláez, Rafael Muñoz, Alfredo Silva Estrada, Ana Enriqueta Terán y
Hanni Ossot[20]– si no lo hacemos profundizando el programa que Benjamin resumía,
en una de las notas a su ensayo sobre la “reproducibilidad técnica”, con la siguiente
frase: “crítica de la expresión como principio de la producción poética” (1049)?
La poesía, me gusta insistir en esta frase de Huidobro, “es algo que será”. Ese
determinante histórico de su transformación inevitable no debería ser nunca
desatendido por la crítica.
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Notas:
[1] Todas las traducciones en este trabajo son mías.
[2] “Cultivados, esto es, por la acumulación de una considerable variedad de impresiones de todas las artes y varias
lenguas” (Eliot, 1921; p. 2).
[3] “Y permítame hacerle de inmediato una solicitud: lea usted lo menos posible cosas critico-estéticas, –ellas son o bien
opiniones partisanas, petrificadas y convertidas en sinsentido en su inanimado endurecimiento, o bien hábiles juegos de
palabra, en los que hoy sale victoriosa esta opinión y mañana la contraria. Las obras de arte son de una soledad infinita y
con nada menos alcanzables que con la crítica. Sólo el amor puede asirlas y mantenerlas y ser justo con ellas” (Rilke; p.
16).
[4] Véase, para el nacimiento y formación de la crítica en nuestro país, el libro de Ángel Gustavo Infante. Primeros
momentos del pasado crítico (2002). Aprovecho esta nota para destacar la labor de rescate de nuestro pasado crítico que
consistentemente ha estimulado y llevado adelante José Balza.
[5] En línea con la intención del libro de Arráiz Lucca, habría que colocar el trabajo de Jorge Romero León, La sociedad de
los poemas muertos. Estudios sobre poesía venezolana, 1840-1870 (2002) y el más circunscrito trabajo –se limita a la
poesía de los 90 del siglo XX– de Miguel Marcotriggiano, Las voces de la hidra (2002).
[6] Listados de las antologías más importantes de nuestra poesía pueden encontrarse tanto en Isava (2012) como en Marta
Sosa (2013).
[7] Al momento de escribir este texto, tengo conocimiento de al menos dos nuevas antologías que se preparan: una para
ser publicada en España, la otra en Estados Unidos; esta última, creo entender, en edición bilingüe.
[8] Paradojas del imperio: en las bibliotecas de muchas universidades norteamericanas suelen encontrarse con facilidad
libros que en nuestro país se conocen sólo por referencias.
[9] Ya la “Colección Popular Venezolana” había publicado, en 1956, sus tres libros reunidos. La edición de la Biblioteca
Ayacucho presenta, como se ha podido constatar, numerosas erratas.
[10] Esa edición estuvo tan plagada de erratas que Juan Sánchez Peláez pidió que se retirara de circulación (cosa que no
se hizo, hasta donde sé) y se imprimiera de nuevo. La segunda edición (1993) subsanó en gran medida el problema.
[11] En este sentido, estamos muy lejos, en poesía, del modelo de edición de la Biblioteca Mariano Picón Salas que Cristian
Álvarez, en un principio bajo la dirección de Guillermo Sucre y luego encargado él mismo, lleva adelante para la editorial
Monte Ávila o del que muy recientemente ha llevado a cabo Alejandro Bruzual con Cubagua de Enrique Bernardo Núñez,
editado por el CELARG.
[12] De nuevo habría que insistir aquí en el frisson nouveau que significó en nuestro campo poético la aparición de la
revista El Salmón, que si bien no abandonaba del todo el formato de la reseña, intentaba conjugar las diferentes lecturas de
autores y libros en un mapa que les diera coherencia más allá de su inscripción puramente cronológica o grupal, o de
manera remozada, en el caso de los números dedicados a grupos literarios.
[13] Utilizo, por lo ilustrativas que resultan, estas denominaciones tradicionales que, evidentemente, están orientadas
genéricamente y por tanto enfatizan lo masculino. Sin embargo, es de notar que, aunque abunda en nuestro país la poesía
escrita por mujeres, escasea la crítica de poesía hecha por ellas.
[14] Quedará para otra ocasión discutir otras posibles razones, pues no es ese el caso en otras literaturas del continente.
[15] Aunque las características que lo identifican como figura de esta transición ya estaban presentes en las interesantes
propuestas de lectura de su libro Poesía, paisaje y política (1972).
[16] Referencias a las que habría que añadir las de la poesía y la poética de Octavio Paz, a las que Sucre dedica la atención
que merece una reflexión teórica.
[17] Y para atajar, de entrada, el cargo de que estos críticos constituyen una élite especializada que no afecta al público
lector en general, me apresuro a recordar que muchos de los profesores en formación en estas universidades son, a su
vez, profesores de educación media en el país. En consecuencia, la aproximación reflexiva a la literatura que se propone en
las universidades, habría de abrirse paso hasta alcanzar la enseñanza media y contribuir a transformar las concepciones
recibidas de la literatura y el sistema literario; lo que implicaría la reconfiguración gradual de los hábitos y gustos del
público lector. Desgraciadamente, hasta el momento –y en los últimos años, gracias al énfasis ideologizante que orienta el
rediseño de los programas por parte del gobierno– se sigue alimentando a nuestros futuros bachilleres, sin revisión ni
reflexión alguna, con los esquemas y concepciones tradicionales de lo literario y lo poético.
[18] Contrástese con estas bibliografías, la de La máscara, la transparencia, de Guillermo Sucre, que incluye una sección
de “Estudios críticos” –que sí existen y en abundancia– dedicados a los poetas latinoamericanos que analiza.
[19] Un intento particular en la línea de la teorización poética fue la publicación del libro Teoría poética (2008) de Ludovico
Silva; publicación que hizo posible el atento trabajo de investigación de Edda Armas. Sin querer atenuar en manera alguna
su valor de rescate de estos textos del archivo de Silva, el libro, a mi juicio, resulta un tanto insuficiente en cuanto aporte a
la teorización de la poesía, pues se trata de fragmentos inconclusos que no logran articular la abundancia de citas y
referencias en una concepción coherente y/o novedosa de la poesía. Hay además que mencionar, en este sentido, el
reciente libro de Alfredo Chacón, Ser al decir (2014), que opta decididamente por teorizar sobre la poesía. Sin embargo,
habría que precisar que sus análisis se concentran más en las poéticas –las reflexiones sobre la poesía– de los autores
que discute, que en la poesía que escribieron. La existencia de estos dos únicos ejemplos basta por sí sola para sustentar
lo que vengo afirmando.
[20] Escritores que se insertan en “otra” tradición poética latinoamericana que parece invisibilizada y que se remontaría a
las exploraciones verbales en obras como las de Vallejo, Huidobro, Girondo. Véanse, en este sentido, los ensayos de
Eduardo Milán “Sobre poesía latinoamericana actual”, “Poesía latinoamericana de fin de siglo” y “Poesía latinoamericana
ahora”, todos incluidos en su libro Cosas de ensayo veredes (2010), así como la colección de ensayos de Tamara
Kamenszain Historias de amor (Y otros ensayos sobre poesía) (2000).

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