Consideraciones generales
Las siguientes reflexiones buscan fundamentalmente establecer un diagnóstico; no
tienen por tanto intención polémica alguna. No presentan una (re)visión panorámica
de la crítica de la poesía en Venezuela, ni buscan ser exhaustivas en el repaso de los
diversos aportes y numerosas contribuciones que la integran. Intentan, antes bien,
establecer a partir de sus materializaciones la existencia de ciertos patrones y
detectar en las concepciones que la fundamentan posibles limitaciones y carencias
que permitan repensar el lugar y la importancia de la crítica en el espacio literario
venezolano, en particular en el de la poesía (y quizá habría que mencionar desde ya
que, con la creciente disolución de las fronteras entre los géneros, esta particularidad
tendría, ella misma, que ser repensada), así como apuntar a posibles
desplazamientos y transformaciones de los modelos de lectura en los que se ha
basado hasta ahora, para proponer alternativas de análisis y comprensión que
permitan ajustar de manera más iluminadora sus prácticas a la riqueza y variedad de
ese su difícil objeto: la poesía. No obstante, tal vez estas observaciones no podrán
escapar a la polémica, pues el diagnóstico, en este caso, resulta un tanto negativo en
cuanto a las formas que ha adoptado el ejercicio crítico de la poesía en nuestro país;
formas que a mi juicio han carecido en general –sin duda, con importantes
excepciones– de la densidad y profundidad que se esperaría de ellas para hacer de
la tradición de nuestra poesía un espacio complejo de significaciones escriturales. Tal
vez podría incluso aventurarse la hipótesis de que es posible que el impacto
relativamente pobre, el escaso conocimiento y apreciación (que sólo recientemente
parecen comenzar a evidenciarse con alguna firmeza) de nuestra poesía más allá de
nuestras fronteras se deba precisamente a esas carencias y limitaciones del ejercicio
crítico; carencias a las que es necesario sumar la casi total ausencia de
reflexiones teóricas, tanto ensayísticas como académicas, sobre la poesía y sus
lenguajes.
Con el objetivo de establecer las bases del diagnóstico que propongo, comencemos
con algunas reflexiones propedéuticas en torno a las funciones que cumple o, en todo
caso, que debería cumplir la crítica. Para ello me gustaría tomar, como punto de
partida, la definición condensada de “sistema literario” que propone Antonio Candido:
Entiendo aquí por sistema la articulación de los elementos que constituyen la actividad
literaria regular: obras producidas por autores que forman un conjunto virtual,
y vehículos que permiten su vinculación al definir una “vida
literaria”; públicos restringidos o amplios capaces de leer o escuchar las obras, con lo
que permiten que ellas circulen y actúen; tradición, que es el reconocimiento de las
obras y autores anteriores y que funciona como ejemplo o justificación de aquello que
se quiere hacer, aunque sea para rechazarlo (Candido, 2007; p. 16)[1].
Aunque dicha definición ya había sido formulada en su Formação da literatura
brasileira(publicada en 1957), esta presentación tiene la ventaja de la concisión; la
noción anticipaba, además, la de “campo literario” que Bordieu (1992) introducirá y
discutirá algunos años después. Sin duda, los análisis de Bourdieu son más
minuciosos y permiten hacerse una imagen más precisa del funcionamiento del
“sistema literario”. Por ello, aunque me confinaré a la versión de Candido, invito al
lector a tener en mente los aportes de Bourdieu para la discusión que sigue.
A pesar de que Candido no nombra la crítica entre los elementos del sistema, resulta
indudable que es ella, inevitablemente, la encargada de patentizar la existencia de tal
sistema: sus configuraciones temporales y locales, sus transformaciones y sus
continuidades, sus líneas de consenso y de disenso, etc. Propongo entonces como
una primera función de la crítica la de hacer manifiestas las concepciones, evidenciar
los imaginarios (de lo literario, pero también de lo cultural) que las obras encarnan,
tanto en lo que “dicen” como en lo que “hacen” en cuanto artefactos verbales, para
hacer que esos distintos elementos del sistema adquieran históricamente carácter
de constelación –en el sentido que da Benjamin a este término– de sentidos en
formas difirientes de expresión. En otras palabras, una función primordial de la crítica
radicaría en hacer visible, o quizá más precisa y en cierta forma más escépticamente,
en producir el sistema literario.
No cabe duda de que, para una mirada naïve, la literatura consistiría en un cuerpo de
textos que va directamente al encuentro del lector sin la interposición de mediación
alguna. Esta concepción “bárbara”, según la cita de Borges que sirve de epígrafe, en
realidad tiende a olvidar o en todo caso a invisibilizar las innumerables mediaciones
que actúan en el proceso de la lectura desde aún antes de comenzar. Mencionaré
sólo algunos: la educación, es decir, los libros que leemos en la escuela y el
bachillerato, que ya proponen un cierto canon tanto de estilos como de títulos; la
consecuente formación de un público en mayor o menor medida homogéneo que
comparte pareceres, intereses y lengua; la designación de lectores “calificados” por
parte de las editoriales para que aprueben o no la publicación de un manuscrito; las
formas de difusión de lo publicado, desde campañas publicitarias de las editoriales
hasta entrevistas de radio y televisión a los autores; la organización de presentación y
firma de libros… Todos estos factores constituyen estrategias para orientar de
antemano al prospectivo lector y son, de facto, formas de la actividad crítica que
busca hacerse inconspicua para aumentar su eficacia, pues con ello crea la impresión
de que el valor del libro es un hecho. Y es por ello tarea del trabajo crítico serio
hacerlos reaparecer ante la vista y la conciencia del lector.
En este sentido, habría que detenerse en una de las palabras que utiliza Candido
para situarcon más precisión esa primera función de la crítica: articular. La crítica, en
efecto, está ligada de manera estrecha a la historia del gusto –y como él, está en gran
medida marcada por cada época y sus prejuicios. Pero para que no se piense que
esto implica simplemente arbitrariedad habrá que recordar que sin un sentido del
gusto, sin una medida o un rasero que permita establecer un juicio, no habría
literatura como la entendemos sobre todo a partir del siglo XIX en Occidente. ¿Cómo
evaluar, sin ese criterio de juicio, la publicación de un libro por una editorial? ¿Cómo
recomendar un libro a un conocido? ¿Cómo premiar obras sometidas a un concurso?
Sin duda, dentro de dicho criterio hay espacio para el desacuerdo y la controversia –
esto lo ha desarrollado con detalle Bourdieu y lo ha pensado, desde otras
coordenadas, Rancière (2001)–, pero ambos, disensión y controversia son sólo
posibles en el plano de un cierto acuerdo básico, fundamental respecto a qué se
escribe y cómo, qué estilos son válidos y cuáles no lo son, qué se puede y no se
puede hacer en/con un texto en una determinada época y tradición lingüística.
Esta primera función de la crítica consistiría entonces en articular los diferentes textos
de una tradición verbal, en un determinado momento histórico, dentro de una suerte
de mapa que permita al lector orientarse y adentrarse en eso que llamamos una
“literatura”. Y no sólo al lector: la crítica es indispensable para los creadores mismos –
también Bourdieu discute este aspecto con agudeza–: sin ella éstos no sabrían ni
podrían definir y orientar su proyecto creador así como sus posibles derivas. En pocas
palabras, podría decirse que sin crítica no habría literatura, tal y como se la entiende
desde su relativamente reciente invención en tanto institución hasta el presente.
Pero adicionalmente la crítica cumple –o debería cumplir– una función aún más
compleja; función ésta que ha de hacer sistema –una expresión favorita de Derrida–
con la anterior. Como toda actividad cultural, la crítica no es menos cambiante que su
contexto histórico y lingüístico, y no está menos vinculada a él. Ella adopta en parte el
canon de juicio que hereda de su pasado inmediato –imbuido de elementos que le
lega la tradición–, lo pone en relación con las prácticas textuales y los sistemas de
pensamiento que le son contemporáneos, con el fin de lograr establecer un “espacio”
para la integración disciplinada de “lo nuevo” al conglomerado de las obras que
constituyen una cultura, en sus múltiples escenarios y estratos. Con ello en mente,
podríamos decir que la crítica, en esta su segunda y no menos importante función,
lleva a cabo una actividad reflexiva que busca crear un ámbito en el que la
“presentación de ideas” y la producción de “formulaciones verbales” dibujen o
esbocen el perfil de una determinada cultura al par que lo dinamizan: sus intereses,
sus preocupaciones, sus esperanzas y, last but not least, sus maneras singulares y
novedosas de decir/escribir. Esta función de la crítica sería entonces la de identificar y
perfilar en una determinada cultura –para decirlo ahora con Rancière (2000)– los
contornos de lo sensible, de lo pensable desde lo decible en el ámbito específico de la
praxis escritural. En este sentido, esta “otra” función de la crítica –que ahora lo
vemos, resulta más exigente pues tiene un fuerte componente reflexivo, incluso
filosófico– apunta a la revisión de los sentidos heredados, a la reflexión sobre las
implicaciones conceptuales de lo dicho y a la apertura a la creación, a la producción
de nuevas formas de significación, de sentido. En una palabra, la crítica sería más
fundamentalmente una actividad intelectual que cumple la función de delinear tanto
las formas de pensar/sentir que conforman una comunidad como las transformaciones
y transgresiones que en dichas formas introduce el uso en algunos casos “rarificante”,
“alternativizante” –como prefiero llamarlo– del lenguaje que propone la literatura.
Como indiqué anteriormente, es necesario que estas dos funciones de la crítica
operen conjuntamente para que se produzca el efecto reflexivo necesario. Sólo
atendiendo coherentemente a esas dos funciones, puede la crítica convertirse en una
forma de pensamiento que no se limite a confinar lo que se hace a lo ya hecho, lo que
se piensa y se escribe, a lo ya sabido y dicho. Y, no obstante, en muchas ocasiones
operan de manera independiente e incluso, en algunos casos, una en desmedro de la
otra.
Para la mirada atenta, en el ámbito del campo literario, la primera función de la crítica
adopta variadas formas para permear una cultura y la sensibilidad –verbal y
conceptual– que la define; formas de las que la “crítica literaria” propiamente dicha es
sólo el aspecto más visible. Dicha función se invisibiliza –en mis términos, se
naturaliza– en la tradición de los textos, en el establecimiento de un canon de obras y
autores; se trasviste en los autores y obras extranjeras que se traducen en un
determinado lugar y en una época particular; se disimula en estrategias de mercado,
en notas de prensa, contraportadas y solapas; por otra parte, se inviste de prestigio
creativo en talleres literarios y programas –ahora popularizados en los Estados
Unidos– de Creative Writing o en talleres de lectura de obras clásicas o
contemporáneas. Es importante no olvidar que en todas esas instancias está activa la
primera función de la crítica y que ellas tienen un largo abolengo en la historia de la
literatura occidental, que puede identificarse tanto en las parodias de obras
consagradas como en las famosas querelles entre antiguos y modernos.
Con el siglo XIX y el afianzamiento de la institución literaria, surge en Occidente la
figura del crítico propiamente dicho. Pero no será sino hasta la primera mitad del siglo
XX cuando dicha actividad comenzará a adquirir lo que podría llamarse un “giro”
académico. Esto ha tenido importantes implicaciones. La más descollante quizá sea la
consecuente profesionalización de la actividad crítica –que en cierta forma ha corrido
paralela con la profesionalización de los escritores. Este hecho marca un punto
importante de inflexión en las concepciones de la actividad y una consecuente
mutación de sus funciones. Mientras que tradicionalmente eran sobre todo
los hommes de lettres los que llevaban a cabo la actividad explícita de la crítica, a
partir de ese momento comienza a surgir un cuerpo de estudiosos –scholars, es una
palabra más adecuada– que se dedican a estudiar la literatura en cátedras
universitarias especializadas. La inflexión tuvo como consecuencia una división del
trabajo que en cierta forma “desarreglaba” el orden anterior. Ya no eran los escritores
mismos, desdoblados en ensayistas-críticos, los que ofrecían las reglas del arte –para
acudir a la expresión de Bourdieu–; ni siquiera críticos de oficio sin otras credenciales
que las de ser “cultivados”[2], sino un nuevo tipo de profesional, a menudo carente de
obra creativa, que se formaba para aprender a comentar, interpretar e interrelacionar
las obras. Con un doble añadido: por una parte, este nuevo actor se interesaba
además en la puesta en evidencia de los diferentes sistemas literarios en los que se
insertaban las obras que estudiaba; por la otra, más que nunca, gracias al auge de la
investigación sobre el lenguaje y la aparición de filosofías informadas por el llamado
“giro lingüístico”, esta nueva clase de crítico –como diría Foucault– “armó su mirada
de poderes teóricos”. No fue inconspicuo el desarreglo; tanto autores como lectores
respondieron con desconfianza cuando no con abierto rechazo. Esta desconfianza,
este rechazo pueden condensarse en el dictum de Rilke de que la crítica no puede
tocar las obras[3]; posición que hasta hoy en día enturbia la relación de autores y
público con la crítica en general, y muy especialmente con la académica.
Con estas sucintas observaciones generales en mente, podemos pasar a examinar la
crítica de la poesía en Venezuela.