Prof. Cristián Calderón
Facultad de Comunicaciones
Pontificia Universidad Católica de Chile
Lectura de la realidad: las tres esferas
Llegados aquí, se intentará un primer bosquejo: el diseño del mapa virtual de la empresa,
para cuyo alzamiento se apelará a la distinción de “contenido, forma e imagen”, las tres
esferas en que, según la fenomenología, se presenta la realidad; en este caso, la realidad
virtual.
ESTRUCTURA BÁSICA DE UN
FENÓMENO
Forma
Contenido
Imagen
El contenido de los fenómenos ‐ya sean simples o complejos, materiales o inmateriales,
efímeros o permanentes ‐ está dado por la naturaleza de los mismos. Es la constitución
íntima de las cosas lo que determina su esencia y sólo en la propia lógica de una piedra o
de un sueño, de un árbol o de su idea, de una mascota o una revolución, es posible
develar su ontología, determinar qué lo distingue como tal y advertir por qué la piedra no
es la revolución, ni el átomo la bomba atómica.
Pero es a través de las formas que la realidad se presenta en sociedad. El hongo es la
bomba atómica y no pocas veces ‐y quizá esto es lo que llama a confusión ‐ la piedra es la
revolución. Es a partir de la percepción, el libre juego de los sentidos con la razón, que la
realidad toma cuerpo. El horror es la forma de la guerra, pero es necesario el Guernica
para recordarlo. La comunicación, como el arte, vive de las propuestas: su misión es hacer
visible lo invisible.
La gracia de las formas es sintetizar y abrir el ser, codificar y descifrar lo esencial, actuar
como impresor y lector de barras, determinando la identidad ‐o sea, el valor ‐ de las
provisiones.
La peculiaridad de las realidades virtuales es que su contenido no sólo se ajusta a esta
correspondencia entre forma y fondo, sino que remite a atributos que escapan a esta
relación unívoca y que se conectan, más bien, con un universo de significaciones,
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transparencias, veladuras y manchas en intercambio.
El contenido de la Coca Cola no es la fórmula secreta, “imitada pero jamás igualada”, sino
la noción de que existe una mezcla única y que dicha alquimia conduce al bienestar, al
gozo o al éxtasis de los triunfadores deportivos. El fondo de la Coca Cola es virtual, porque
a diferencia del agua, el “vital elemento” que descubre su constitución ‐H2O, dos
porciones de hidrógeno por una de oxígeno ‐, opera como una ecuación clasificada, una
cifra cabalística, un número oculto.
Para leer la Coca Cola, entonces, es necesario ir a sus formas, aquellas tradicionales que se
dibujan en los contornos de su envase inconfundible y a las otras muchas que se generan
cada año en cruzadas publicitarias universales que demandan el 70 por ciento de su
inversión total.
El sabor virtual de la Coca Cola hace referencia al gusto de ese líquido oscuro que nadie ha
tenido el talento de definir con precisión, pero va mucho más allá, reinventándose en la
experiencia, en la papila ‐efectiva o televisiva, conciente o inconciente ‐ de las personas.
Porque, además de quitar la sed, la Coca Cola llena un vacío de representación, y, en no
pocas ocasiones, dicha representación desborda al líquido, como los personajes de una
buena novela escapan a su autor.
Esto, el contenido por extensión, es la imagen. Alrededor de ella se han construido reinos
maravillosos y complejos, como aquella campaña histórica en la publicidad chilena: “El
mundo de fantasía de Bilz y Pap”, un concepto que permitió instalar con fuerza
insospechada a esas dos bebidas en envase de cerveza y sabor a colorantes en el mercado
de las gaseosas y, lo más importante, en el imaginario de los consumidores.
Su estrategia apuntaba, sin grandes mediaciones, a la proposición de un paraíso terrenal,
a la viabilidad de un planeta festivo, de colores compuestos, que encarnaba la utopía del
gusto.
La imagen es aquello que vive en otros y, tanto en el caso de los individuos como de las
organizaciones, constituye un patrimonio simbólico que, para bien o para mal, todos
arrastran. La imagen es de por sí colectiva, incumbe al menos a dos y siempre trasciende a
quien la carga. ¿Cuántas veces no nos hemos llevado una sorpresa al comprobar que
nuestro interlocutor no es tan mal genio o tan inteligente, como los demás “lo pintaban”?
¿Quién no se ha decepcionado de la atención de un banco o cualquier otro servicio que ha
puesto a prueba su “imagen” en el valor de la “atención rápida y esmerada” o de la
cordialidad “pensando en usted”?
El patrimonio simbólico puede actuar en favor o en contra de un negocio en un momento
determinado ‐no es lo mismo una marca de cigarrillos en un auto ganador de Fórmula
Uno, que los colores de una línea aérea en un avión siniestrado ‐, pero constituye una
aspiración de las empresas, porque tiene un valor en sí. Las imágenes de marca
representan una inversión, una historia y un esfuerzo, son parte del activo de las
compañías e incluso, como tales, se transan en el mercado.
Todos, hasta los que reniegan de ella ‐como las expresiones juveniles y contraculturales
que hacen del desprecio de las formas su filosofía ‐ cuidan su imagen, no sólo porque es
un medio de reconocimiento colectivo, sino porque es un indicio de existencia, un
supuesto de identidad y, aunque no se note, un ejercicio de coherencia.
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La identidad estructural
‐ Factores clave
Ahora intentaremos, sobre la base del modelo que se exponemos a continuación,
distinguir un conjunto de factores que configuran el mapa virtual de toda organización.
El contenido ‐la razón de ser de las cosas ‐, la forma ‐su revelación sensible ‐ y la imagen
‐lo que queda de ellas ‐, son las tres dimensiones de los fenómenos y el esquema que
servirá de calco para delimitar un territorio, el de la empresa, ya descrito como
incorpóreo.
Macrosistema:
CULTURA INVESTIGACION
ESTADO
NECESIDADES
DEMANDAS
PRODUCTOS
OTRAS SERVICIOS
Cuantitativo
EMPRESAS PROYECTO
Y VALORES PERSONAS
(Axiología)
EFECTOS
ACCIONES Cualitativo
INSUMOS
GRUPOS DE MERCADO
INTERÉS PUBLICO
OBJETIVO
RESPUESTAS
® Cristian Calderón
La identidad autocomunicada
Los cinco factores antes descritos ‐el núcleo con sus contenidos y valores, las personas y
competencias, la administración, la técnica y tecnología, y la normativa ‐ conforman la
identidad estructural de la organización. Es a partir de ellos y de su interrelación que la
empresa genera un modo distintivo, una manera singular y propia de trabajar e insertarse
en la cultura.
Por este doble sentido, la identidad es tanto un fenómeno interior ‐orientado a la
reafirmación y funcionamiento de sus partes ‐ como exterior, dirigido a los públicos
específicos que desea conquistar y hacia todos aquellos que coexisten en el medio.
Cuando una empresa tiene identidad es porque aparece firme en la realidad y
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sensiblemente se puede reconocer que existe. Su cuerpo ya no es un organigrama basado
en una estructura lineal de dirección, como se advertía un poco antes, sino un sistema
dinámico, en movimiento.
Para efectos de ordenamiento del mapa virtual de la organización se ha confundido en
forma intencional la esfera de la identidad, con los trazos exteriores correspondientes a la
imagen, tanto física como corporativa. Con ello se busca sugerir que ambas cuestiones no
son más que una y que cualquier intento de proyección en la realidad pasa, de modo
ineludible, por lo que efectivamente es la empresa. Porque la imagen de una organización
no es independiente de lo que ocurra en ella y el valor de cualquier intento
comunicacional está dado precisamente por la correspondencia entre lo que la empresa
dice y lo que, en verdad, esta es.
El trabajo de imagen en una organización debe considerar, entonces, y antes que nada,
una evaluación de la identidad de la misma, para precisar las fortalezas y debilidades que
presenta su dinámica y el grado de coherencia con la imaginería que se pretende levantar.
Por ello, este mapa no es sólo un modelo de análisis, sino, ante todo, un bosquejo de
desarrollo organizacional, donde es posible reconocer los márgenes problemáticos, las
líneas de acción y tensiones establecidas, y los factores incidentes. A partir de él, se hace
factible la detección del ruido, la interferencia en el circuito y la sugerencia de la
reparación, el relevo o la mantención de las prácticas, según pertinencia.
Aunque más adelante se insistirá en el tema, cabe aquí describir los dos anillos de imagen,
que resumen la identidad de la empresa:
‐ Contenido
La médula de la organización, es decir, el centro en torno al cual se arma como una
realidad singular en la cultura, está constituido por sus contenidos y valores. Son ellos la
virtud, la fuerza que empuja y la matriz que le brinda el rasgo distintivo a la iniciativa.
La axiología del núcleo es aquello que determina la visión y la misión, la orientación y el
sentido último de la empresa en el cosmos, y su expresión concreta es el proyecto que
responde, fundamentalmente, a dos interrogantes: ¿qué hacer? y ¿cómo hacerlo?
La primera de estas preguntas se orienta a la estrategia, mientras que la segunda se
encamina en dos direcciones: ¿Qué valores convocar? y ¿con qué tecnología
organizacional llevarlos a cabo?
El proyecto de la organización, ya se trate de una pequeña microempresa o del gobierno
de un país, debe señalar sus contenidos y valores, pues sólo su explicitación jerárquica
permite la posterior evaluación.
El ideario y sus manifiestos ‐gobernar, buscar el bien común, producir más o mejor,
concretar negocios internacionales, dominar el mercado, producir empleo ‐, además de
dar cuenta de la óptica de la organización, expresa su modo de abordar el futuro.
‐ Personas
Son los encargados de llevar adelante y perfeccionar el proyecto. Pueden ser ubicados en
la base de este mapa, porque su contribución es determinante en el éxito o fracaso final
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de la propuesta. Su integración a la axiología de la organización, depende de los
contenidos y valores sugeridos y de la apropiación o internalización que hagan de los
mismos. Si la fuerza y verdad de las ideas logran conmover a la población involucrada en la
tarea, ésta las asumirá como propias, las hará suyas y estará dispuesta a asumir mayores
compromisos. De lo contrario, serán otros factores ‐la humana necesidad, sobre todo ‐ los
que dominarán las conductas.
‐ Administración (dirección)
También se nutre y toma su filosofía del proyecto, pero su tarea es proponerlo a otros y
dirigirlo, por mandato de la estructura de propiedad de la organización, que incluso, en el
caso de compañías pertenecientes a los propios trabajadores, pueden ser los mismos que,
por efectos descriptivos, hemos agrupado en la esfera de las personas.
Tanto en las empresas públicas como privadas, es posible advertir un eje de tensión
permanente, casi natural, en la forma de apropiación de la empresa que manifiestan la
administración y las personas. La diferencia radica en que los primeros apuntan
principalmente a la rentabilidad del proyecto, mientras que los segundos, agregan a esa
condición su nivel de integración y participación ‐tanto económica, profesional, como de
valoración humana ‐ en el mismo.
Esta tensión es sostenida, pero puede expresarse o no en el conflicto, pues si bien durante
mucho tiempo el tema de las relaciones laborales estuvo dominado por teorías que
asumían esta oposición, como una dialéctica insalvable, de enfrentamiento de fuerzas,
donde, a lo más, se podía aspirar a una especie de paz armada; en el curso de décadas de
experiencias laborales traumáticas, se han generado visiones ‐como las llamadas alianzas
estratégicas ‐ en las que se aspira a transformar el foco de pugna en una línea de
equilibrio, donde ambos actores logran consensuar intereses en torno a pactos que
garantizan tanto la competitividad ‐principal aspiración de la administración ‐ como la
estabilidad y mejoramiento económico, reclamos históricos de los trabajadores.
‐ Técnica y tecnología
Tiene que ver con el modo de hacer las cosas. Y, tal vez si se utiliza la palabra inglesa
correspondiente, know‐how, a nadie le quedará duda de que se está hablando no sólo de
determinada manera de generar productos y servicios, sino, sobre todo, de una impronta
de trabajo que incorpora en sí las dificultades propias de la evolución y los cambios de
diseño.
La tecnología de la organización es más que una fórmula de operación; es un método
flexible, que garantiza los instrumentales para dar los pasos correctos, adecuados, en
realidades cada vez más exigentes y cambiantes.
Tecnología se define también, como el conocimiento aplicado en dos dimensiones: los
procesos, que ya explicamos, pero también los productos. En el lenguaje informático, el
software y hardware.
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‐ Normativa y cultura organizacional
Es el marco al cual se somete la organización. Son las reglas del juego internas, producto
de una adecuación y procesamiento de las condiciones de comportamiento legal del
entorno. También es un aspecto determinante, ya que además de dar cuenta de los
contenidos internalizados por la empresa y de los valores que se están dispuestos a
proclamar, determina en gran parte el perfil que se desea adquirir y el escenario de
desenvolvimiento.
Muchas veces, por no decir casi siempre, el primer condicionante de la identidad de la
empresa está dado por la estructura jurídica que ésta asuma. No es lo mismo ser una
empresa familiar que una sociedad anónima y tampoco es lo mismo constituirse en S.A.
abierta que en S.A. cerrada. La legalidad determina la existencia, pues no sólo se asumen
distintos derechos y obligaciones, sino que, además, se resignan grados de identidad, por
la imagen que arrastra cada una de estas formas de adscripción a la ley.
Así por ejemplo, la sola definición de una empresa como pública o privada genera una
serie de juicios y prejuicios, que deben ser asumidos como parte del escenario valórico
histórico en el que se despliegan las organizaciones.
Por otra parte, la cultura organizacional se define como la respuesta a la pregunta ¿cómo
es que las cosas se hacen en esta organización?, por lo que hoy, se define por cultura, el
marco normativo al cual la organización adhiere y certifica. Por ejemplo, las normas de
calidad ISO 9001 y tantas otras.
Gestión de la identidad
• Identidad visual
Es tal vez la primera expresión de la identidad y corresponde a la materialidad de la
organización, tanto en sí misma como a través de los productos y servicios que pone en el
mercado.
La imagen es la manifestación sensible de la empresa y, si bien establece reciprocidad con
la forma que adquiere la misma ‐las personas y la administración tienen presencia real ‐
trasciende su esfera, porque en ella está integrado el deseo de aparecer de determinada
manera en escena. La imagen no es la forma porque incorpora en su supuesto el existir
para otros, vivir para los demás. La imagen nace forzada por la sensibilidad del medio ‐al
igual que los valores ‐ y, por lo tanto, es otro aspecto cultural de la organización.
La imagen física se elabora a partir de la amplia paleta de herramientas que ofrece la
tecnología publicitaria y comunicacional, y abarca desde el nombre de la empresa hasta su
presencia arquitectónica en la ciudad, pasando por logotipos, líneas graficas y
audiovisuales, eslogan, uniformes, tonos distintivos y todo el arsenal de recursos que ha
logrado difundir una sociedad orientada, en particular, al cultivo de la imagen.
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• Imagen corporativa
Este concepto, de uso extendido en el lenguaje de las empresas, es por cierto un
compuesto de las nociones de imagen, es decir, la representación viva de una cosa
mediante el lenguaje, y de corporación, que en su acepción más amplia define a los
cuerpos colegiados y a las agrupaciones o comunidades humanas, y, en una utilización
más restringida, refiere una determinada forma o nivel de organización empresarial ‐“las
grandes corporaciones”, se dice ‐ que, por su envergadura, requerirían precisamente un
ámbito más específico y acabado de expresión de identidad.
Consecuente con la visión sistémica y holística que se ha desarrollado en los capítulos
anteriores, en este mapa virtual de la organización, el anillo correspondiente a la imagen
corporativa referirá no sólo la noción de asociación humana, sino una determinada
manera de conformación de la misma.
Las palabras corporación o corporativa remitirán aquí a su propia etimología latina
‐cuerpo, corpus ‐, como aquello que tiene existencia material, pero que, como se sostenía
con anterioridad, trasciende las definiciones derivadas de la física o la biología.
El cuerpo que aspira a comunicar la imagen corporativa, es más que la fachada de
determinada institución o empresa, que por cierto incide, pero que se interpreta a sí
misma ‐las torres emblemáticas de Entel o la CTC en Santiago, buscan imponerse en la
altura; así como las casas centrales de las universidades de Chile y Católica, también
ubicadas en la más importante avenida capitalina, e incluso en la misma vereda, disputan
el saber en la solemnidad horizontal ‐, y también es más que la página, imprescindible y
cada vez más principal en los balances, con las composiciones de directorios y gerencias.
El cuerpo de la empresa que refiere nuestro concepto de imagen corporativa, es un
cuerpo virtual que se constituye en torno a un proyecto, a una propuesta estratégica,
impulsada por una administración que le otorga el estilo, la manera de apearse en la
cultura; con personas que se organizan en torno al núcleo, pero no sólo como simples
ejecutores, sino como universales, seres con formación, visiones de mundo, sentimientos,
sueños y expectativas, integrados a la realidad en múltiples dimensiones y roles,
preocupados de su desarrollo y capacitación, deseosos de autoapropiarse, participar e
intervenir en el rediseño y mejoramiento continuo de la propuesta; con el arsenal
tecnológico que asegura una manera de saber hacer las cosas, y bajo normas jurídicas que
no sólo reglamentan las relaciones internas y externas, sino que apuntan a encontrar el
soporte más adecuado para el tipo de empresa que se aspira a construir.
Las comunicaciones se valen, necesitan este cuerpo de la empresa para construir sus
historias y establecer el relato, porque una voz sin cuerpo es una voz vacía; y, en el mismo
destino, un cuerpo sin voz se vacía en su silencio.
‐ El entorno
• Insumo cultural
Si bien cada día es más difícil hacerse notar y, por lo tanto, existir en la realidad ‐Andy
Warhol, el padre del arte pop, sugería en los años 60 que en el futuro, o sea hoy, nadie
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sería perceptible por más de quince minutos, porque el vértigo de las imágenes lo haría
físicamente imposible ‐, aún no es factible sostener que las propuestas y entidades
surgidas en la cultura sean indiferentes a ella.
Por el contrario, el doblez de esta paradoja es que, mientras más cuesta instalarse, ser en
los mercados, mayor es la sensibilidad de éste frente a lo nuevo (y lo viejo). Pareciera que
la cultura se regocijara en lo suyo y brotara en el reconocimiento de su inmanencia.
El entorno apunta al núcleo, mira a la empresa y la condiciona.
• El Estado
Por muy liberal que sea una sociedad, se debe reconocer que ninguna organización y
ningún individuo escapan a la esfera del Estado. Por muchas limitaciones que se
establezcan, pese a todas las regulaciones que se introduzcan en su estructura para limitar
sus lindes de incumbencia, por más que se potencie la soberanía ciudadana, el Estado
sigue operando como el cuerpo madre de la nación y nadie, ni siquiera el otro gran
ámbito que pareciera oponérsele, el mercado, escapa a sus designios.
El Estado, entendido como el conjunto de las instituciones políticas de un país, pone las
reglas del juego, y, valiéndose de su fuerza y razón, determina los rangos generales y
específicos del desplazamiento. En sus cartas fundamentales, códigos, normas,
reglamentos y alfabetos se delimita el albedrío y se fija el margen de acción.
La legalidad del Estado anticipa la legalidad de las empresas y la preocupación por ellas es
directamente proporcional a su tamaño, ya que, entre más grande es la empresa, mayores
son sus relaciones con el Estado y su impacto en él.
• La industria (otras empresas)
Si se asume que la ley natural de los mercados, la nomenclatura más sentida que liga y
rige sus destinos es la competencia, no resulta difícil entender el papel que las otras
empresas, sus pares en la realidad, cumplen en la determinación de todo proyecto
empresarial.
El actuar de las organizaciones se ajusta siempre a las experiencias previas, a las
alternativas existentes y gran parte de la configuración de su idea, no sólo responde a
necesidades existentes, sino que son respuesta a los llenos o vacíos de la oferta.
Salvo áreas de alta especificidad o situaciones monopólicas ‐donde a nivel simbólico y de
análisis tampoco deja de estar presente el tema ‐, las empresas descubren su identidad en
el cuerpo ajeno, se definen por las faltas u omisiones de sus competidores y encuentran
no pocas de sus líneas de trabajos en el ensayo‐error del otro. Este mecanismo podría
denominarse identidad negativa, ya que funciona a partir de “lo que no soy”.
La estructuración de cualquier proyecto es un ejercicio vicario. Los modos de gestión, el
tipo de administración, las tecnologías e innovaciones a usar, las normas jurídicas a elegir,
los valores y la imagen a proyectar y el recurso humano escogido para emprender la
acción, responden siempre a la comparación: la identidad es, en rigor, un esfuerzo de
estilo, de diferenciación.
Las empresas viven en los contextos. De su dinámica de atracción y repulsión con otras,
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surge su trayectoria ideal, la cual, siempre va adecuando sus rotaciones y traslaciones, a
los movimientos, tendencias y despliegues más amplios que realiza su propia
constelación.
Al igual que los planetas y estrellas, las organizaciones se despliegan en galaxias mayores,
las que no sólo se identifican por su rubro ‐finanzas, comunicaciones, minería, agricultura,
pesca, turismo ‐ o actividad específica ‐fruticultura, horticultura ‐, sino que pueden ser
observadas e interpretadas desde un amplio dispositivo de variables, que permiten dar
una más acabada cuenta de su verdadera situación en el espacio y de las fuerzas
centrífugas o centrípetas que genera.
Los llamados mapas de posicionamiento son una buena expresión de los que se indica. A
partir de ellos se pueden establecer las relaciones más elementales ‐tamaño, volúmenes
de producción ‐, pero también se pueden filiar otras estelas de pertenencia,
constelaciones cruzadas, que pueden resultar determinantes para la caracterización de la
empresa, como: grado de diversificación, concentración en negocios, internacionalización,
tendencia al crecimiento, perfil moderno o tradicional, burocrático o eficiente, progresista
o explotador.
A partir de estos agrupamientos multidireccionales, es posible conocer los rasgos
distintivos de la empresa, determinar a qué familia o sistema pertenece, qué posición
relativa ocupa en distintos espacios y tipos de lectura y, quizá lo más relevante, qué ejes
de trayectoria describe, hacia dónde se encamina, cuál es la extensión de sus
desplazamientos y qué duración alcanzan sus ciclos.
• Grupos de interés de la organización ( Red de Valor)
Aunque su conexión no es unívoca, bien se pueden identificar los grupos de presión con
aquella opción política emergente en las sociedades europeas denominada Tercer Sector,
tendencia que aspira a construir un ámbito intermedio de acción y poder, distante tanto
del Estado como del mercado, a su juicio las dos estructuras que monopolizan la relación
del hombre con su entorno.
La cercanía se establece porque su objetivo es la creación de organizaciones intermedias y
autónomas que, reivindicando alternativas específicas, tanto locales como universales,
permitan la canalización de diversos intereses sociales, no resueltos o resueltos con
distinta óptica, por los respectivos estados y mercados.
Sin entrar en algunas precisiones que serían necesarias, este tipo de soluciones colectivas
se inscriben en lo que se pueden llamar grupos de presión, es decir, una amplia variedad
de organizaciones, de distinto poder y alcance, que, en la búsqueda de objetivos precisos,
ejercen un efecto crítico en las sociedades, del cual no están ajenas las empresas.
Entre ellos, se pueden nombrar a los grupos ecologistas y proactivos; las asociaciones de
consumidores y usuarios; organizaciones moralistas, culturales y religiosas; comunidades
locales, agrupaciones por género u opción sexual, asociaciones para la defensa de causas
específicas (divorcio, aborto, protección a los animales, rescate patrimonial), etc. También
aquí es posible comprender determinadas acciones de entidades y personeros políticos,
así como el de líderes de opinión, personajes públicos y medios de comunicación, los que
también siguen el accionar de las empresas, respondiendo en forma viva a sus
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evoluciones.
‐ Externalidades
El medio más directo de relación de las empresas con su entorno es a través de los
productos y servicios que ofrece. Las características y volúmenes de los mismos se definen
en virtud de los públicos objetivos de un determinado mercado, es decir, las personas con
capacidad de demanda.
Es pertinente hacer la distinción entre demanda y necesidad, pues si bien hay gente que
tiene necesidades, por cuestión de ingresos no necesariamente puede satisfacerlas. El
mercado no es todo y no todos están en el mercado.
El ejemplo más a la mano es el de las familias sin casa. Ellas tienen la necesidad, en cierta
medida son público de atención preferente, pero como no poseen los recursos no logran
generar la demanda. Entonces, asumiendo su mandato social, es el Estado quien se
encarga de ayudar a satisfacer esa necesidad, construyendo viviendas, entregando
créditos preferenciales o aportando determinados subsidios a las familias para que ellas
demanden en forma directa en el mercado.
Es precisamente la conciencia de que el mercado no responde a las necesidades de todos
y de que amplios sectores quedan marginados de él, lo que justifica la persistencia de la
acción estatal y pública, sobre todo en aquellas áreas de mayor sensibilidad social –salud,
vivienda y educación ‐, lo que no obsta, por cierto, el desarrollo de alternativas reguladas,
en exclusiva, por el mercado.
Configurada determinada oferta, son los públicos objetivos los que retroalimentan la
inspiración de la empresa, al establecer en los más categóricos de los juicios –me gusta o
no me gusta el servicio, compro o no compro el producto – el grado de acierto del
esfuerzo emprendido.
Aquí muestra su utilidad la reciente distinción entre necesidad y demanda, pues, cuando
la relación se establece en torno al mercado, o sea, aquellos que pueden comprar, bastará
una adecuación de la oferta y la demanda a través del precio; pero, en el caso de aquellos
que están al margen del mercado, la canalización de su respuesta se hará en gran medida
a través de los grupos de presión, lo que hace más complejo el escenario.
Si se analiza desde un punto de vista comunicacional, son los productos y servicios los
principales portadores –los más inmediatos, los más relevantes en lo cotidiano ‐, de la
imagen de la empresa. Por ello el marketing conduce gran parte de la intermediación
entre la empresa y sus públicos objetivo, entre la empresa y el mercado.
La oferta es el principal medio de comunicación de la empresa. Y, si los productos y
servicios logran la respuesta deseada, en teoría no requieren de nada más, porque en
ellos se atrapa la integralidad del proyecto. Toda lógica obliga a pensar que, si el resultado
es bueno, es porque detrás existió la idea justa, con la organización, tecnología y recursos
humanos adecuados.
Por el contrario, cuando la oferta es “mala”, comienzan las complicaciones y, por qué no
decirlo, la tarea a contrapié de la empresa y de sus sistemas de imagen.
Pero una buena comunicación no se acaba en la fortaleza de la oferta. Existen empresas,
como las sociedades anónimas por ejemplo, que además del cuidado del producto final
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que entregan, requieren de un esfuerzo en lo que hemos denominado imagen
corporativa.
En este caso, además de los públicos específicos que se busca conquistar, apuntan sus
estrategias hacia otros actores del mercado, los accionistas, cuya confianza se espera
capturar a través de un conjunto de medios –balances, memorias – en los que ya no
hablan del producto, sino de sí mismas, de la fortaleza de la empresa y del proyecto. En la
imagen corporativa, la organización es el mensaje; la imagen se constituye por la acción
de la estrategia empresarial y, por lo tanto, el resultado final es consecuencia de estas
mismas estrategias, más que de determinadas acciones comunicativas.
La comunicación organizacional integra estas dos líneas de acción, el marketing de
productos y servicios y el marketing corporativo, en una unidad que le da la identidad y el
valor corporativo a la empresa. Ahora, si no los integra dentro de la gestión, al menos
debe considerarlos como factores paralelos, insustituibles y complementarios de la tarea
de imagen.
‐ Momento organizacional
La metáfora de la fábrica como anatomía humana de la que se habló antes, intentaba
recoger no sólo la imagen jerarquizada del cuerpo –la cabeza que piensa, el tronco que
lleva la iniciativa y las extremidades que ejecutan ‐, sino también la noción de que la
empresa era una realidad activa, en movimiento. En ese sentido, la comparación resultaba
acertada, porque, efectivamente, las organizaciones son cuerpos vivos y, como todo ser
vivo, describen ciclos en el tiempo: nacen, crecen, se desarrollan, declinan y mueren.
La distinción radica en que, a diferencia de los seres biológicos, cuyas fases vitales están
prefiguradas por la naturaleza de la especie, la existencia de la organización está dada por
la vitalidad de su cuerpo que, como hemos reiterado, se conforma no a partir de la
resistencia de los materiales, de durabilidad de la infraestructura y de las maquinas que
hay en su interior o de los ciclos vitales de los hombres que las mueven, sino de la
potencia del proyecto y de la pertinencia de los valores organizacionales convocados, que
constituyen el centro, el corazón de la compañía.
La paradójica radicalidad de la empresa es que, al menos a simple vista, su fortaleza no se
ve, es suprasensible. Por muy sólido o pesado que sea el rubro de operación, aunque se
muevan toneladas y se desplace ingeniería mayor, las organizaciones no son otra cosa que
una ficción, un discurso sostenido en el tiempo y en el espacio, un relato productivo.
Es por ello que la nomenclatura de la empresa debe familiarizarse con los códigos de la
fantasía, pues así como infinitos seres imaginarios pueblan la existencia efímera del
folletín, también existen caracteres universales, invencibles, instalados en la historia y
rigiendo en ella. Hamlet, Ricardo III, Romeo y Julieta sobreviven a Shakespeare, Don
Quijote y Sancho Panza enseñan independientes de Miguel de Cervantes, Edipo y Electra
comprenden más que Sófocles y el rostro ideal de La Gioconda es más cercano que el de
Leonardo. Porque la alta ficción trasciende a su autor. Esto sin contar los millones que
cada una de estas entelequias han sido capaces de generar “por cuenta propia”, dado
que, más allá de sus valores simbólicos, el arte también es una negocio y las obras
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maestras son –como advertía Baudelaire – la más sofisticada mercancía.
Al igual que el arte y el lenguaje, la organización es una convención, cuyos acuerdos
tácitos o explícitos pueden comprenderse en un marco territorial y temporal restringido o
en coordenadas abiertas. Es la necesidad del pacto y su capacidad de adecuarse a distintos
escenarios tempo/espaciales, lo que le otorga su permanencia y extensión.
Es por ello, por ser una convención, que las organizaciones no están atadas al destino de
los hombres que la suscriben y ni siquiera se enlazan a la suerte de aquellos que la
fundaron. Así como ocurre con los estados nacionales que trascienden a los “padres de la
patria”, de igual modo las empresas pueden sobrevivir a sus creadores, merced a la
capacidad de asimilar las propias experiencias y los signos de los tiempos, y generar
estructuras que garanticen el relevo generacional.
Si el núcleo de la empresa es el proyecto, bastará entonces conocer la situación de éste,
para determinar el estado de la organización y para establecer su fase de vuelo.
Siguiendo la figura Nº 7 matriz que establece una ecuación entre el estado del proyecto y
el tiempo en que se despliega, es posible observar cinco momentos en la evolución de
cualquier proyecto, antes de que, volviendo a cero, muera.
MOMENTO ORGANIZACIONAL
¿Dónde estamos?
Transformación
1 2 3 4 5
AÑO... Momento
1.Instalación Tiempo
3.Consolidación 5. Antes de la obsolescencia:
2.Desarrollo Reformulación. Estado de
4.Mantención
aprendizaje continuo
Directivo Relacionado Cada Momento tiene
“Valores Organizacionales”
Integrado propios
Alejado
Estilo de liderazgo
La primera de estas fases ha sido denominada de “instalación” y corresponde al minuto en
que, preconcebida una idea y definida una estrategia para incorporarla al mercado, se
rompe la inercia. La segunda etapa se ha llamado de “desarrollo” y tiene que ver con la
expansión del proyecto, una vez superado el parto inicial. El tercer momento es el de la
“consolidación”, que refiere, siempre en línea ascendente, a la instalación de un modo de
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hacer las cosas; mientras que el cuarto segmento describe una fase óptima, que apunta a
la “mantención” de los niveles deseados de rendimiento. El quinto punto de esta curva, ya
en declinación, es la “reformulación”, que corresponde al estado de sustitución del
proyecto antes de su obsolescencia definitiva y de su caída fatal a estado cero.
Pues bien, así como en el símil humano, cada etapa de desarrollo supone rangos
particulares de conducta (“Una edad algo mayor se une más con las propiedades de lo
sublime; la juventud, con las de la belleza. A la ancianidad le convienen colores más
oscuros y uniformidad en la indumentaria; la juventud destella por piezas de vestir más
luminosas y vívidamente contrastantes”, enseña Kant), del mismo modo cada momento
en el ciclo de existencia del proyecto exige un estilo de liderazgo, un modo de conducir la
acción, una manera de hacer viable la estrategia.
Cuando se introduce el proyecto, el liderazgo adopta por lo general un modo
“autocrático”, orientado a la tarea, que tiene como norte casi exclusivo la puesta en
marcha y la concentración de las energías en las metas propuestas.
Una vez que la organización ha salido de su estado de inercia inicial, logra instalar una
forma característica de desenvolvimiento y entrega signos de expansión y desarrollo, la
empresa requiere de un nuevo impulso y de un estilo de liderazgo “integrado”. En esta
etapa, cuando el proyecto ya ha sido introducido y demuestra ser sustentable, la prioridad
no es sólo el cumplimiento de las tareas productivas, sino la incorporación de las personas
que hasta ahí demostraron eficacia en los objetivos propuestos. Más que hacer las cosas,
la preocupación ahora es cómo hacerlas mejor y, por lo tanto, qué animo convocar para
lograr un clima óptimo de funcionamiento. Aquí, la dedicación al recurso humano –a sus
condiciones, necesidades, expectativas – resulta central, porque es a partir de él que el
proyecto puede alcanzar nuevos estadios de expansión.
El tercer momento, el de consolidación, exige un estilo de dirección relacionado. En esta
etapa, cuando la compañía alcanza niveles deseados de performance, sus resultados
responden a la planificación realizada, se ha logrado generar un ambiente laboral fluido y
se están alcanzando niveles cercanos a lo que en economía se conoce como Ley de los
Rendimientos Marginales Decrecientes, el liderazgo debe apuntar a profundizar sus
relaciones internas, para sondear en las personas cuáles son los factores o elementos
decisivos en la reformulación del proyecto.
De manera curiosa y contra la opinión común que pregunta: “¿Para qué modificar las
cosas, si todo anda bien?”, todo indica que son precisamente los niveles óptimos de
rendimiento la primera invitación al cambio. Tal como se describía al principio, sumida en
una cultura vertiginosa, la empresa actual arrastra el sino de la transformación
permanente. El suyo es un inacabado continuo, un viaje a cumbre fugaz, que apenas
alcanzadas remiten a otra y a otra cima, igualmente transitoria.
Así, aunque lo planificado esté correcto, la dirección debe anticipar nuevas curvas de
trabajo y para ello requiere investigar, relacionándose en su interior, las características y
razones de la curva hasta ahí descrita. Con las fases de introducción, desarrollo y
consolidación se culmina la etapa de aprendizaje del proyecto y lo que debe impulsar el
líder es aprender de lo aprendido, internalizar los avances individuales, de los equipos y
del conjunto de la organización para ambicionar nuevos momentos y prever otros ciclos.
La lógica no es “sigamos haciendo lo que sabemos hacer”, sino “ya aprendimos a hacer lo
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que había que hacer y, por lo tanto, podemos repetir sucesivamente dicha curva exitosa”.
De este modo, la organización está en condiciones de entrar en una cuarta fase, que se ha
llamado de “mantención”, en la que un liderazgo “separado” es capaz de sostener los
niveles de rendimiento buscados, junto con reformular en paralelo el proyecto inicial,
anticipando tanto su obsolescencia como el modo de re‐encantarlo, re‐entusiasmarlo,
reanimarlo para emprender el nuevo ciclo, dado que el objetivo no es otro que
permanecer siempre en la cresta de la ola, sortear los movimientos de los mercados en la
cumbre, con todo el acervo adquirido.
Dado que las organizaciones son cuerpos vivos, los estilos de liderazgo deben ir a la par de
su evolución. No es lo mismo liderar una empresa durante o después de una crisis, que
dirigirla cuando todas las variables se presentan favorables. Son otras las exigencias de
conducción y otros también los valores requeridos.
La flexibilidad del liderazgo resulta decisiva en la comprensión de cada momento, pues lo
ideal es que sea la propia gerencia general la que direcciona la nueva fase, encarnando en
sí mismo el cambio de estilo. Al alterarse el modo de relación en la empresa, también se
modificará la manera de hacer las comunicaciones.
Los liderazgos son dinámicos y no es lo mismo plantear una dirección enfocada a la tarea,
que llevar la organización a estados más avanzados de integración y relación con sus
componentes.
Los ciclos de las organizaciones son similares a los de los productos que, independiente de
su efectividad, tienen que anticipar los cambios de tendencias del mercado generando
sucesivas reformulaciones en el tiempo. Se pueden mencionar como ejemplo, la evolución
de marcas tradicionales que aun estando posicionadas en los públicos específicos, como
Rinso, Omo o cualquier detergente, deben desplegar sucesivas campañas publicitarias
para adherir valor agregado al producto, dando vida así al Nuevo Rinso y Nuevo Omo o al
Rinso familiar u Omo con biosolves.
Lo mismo ocurre con las organizaciones. Pues así como cada momento de su curva
evolutiva tiene valores organizacionales propios y estilos de liderazgo característicos; cada
ciclo responde también a un determinando estado de aprendizaje del proyecto. El paso
del tiempo, la consolidación en los mercados, la experiencia acumulada y el conjunto de
cambios internos y externos que vive la empresa, permiten hacer introducciones y
modificaciones de sistemas, procesos y modos de organización.
Como se ha señalado hasta aquí, son los valores las que guían el accionar de las
compañías, y al igual que ocurre en política –o sea, en las mega organizaciones nacionales
e internacionales – lo más probable es que las palabras que condujeron el ánimo y fueron
consideradas pertinentes en un determinado momento, se gasten con el uso, pierdan
vigencia, obligando a su sustitución. De este modo, lo que ayer se llamó “pueblo” o
“masa”, luego se designó como “gente”, posteriormente como “personas” y últimamente
como “ciudadanos”; y el liderazgo económico que antes puso énfasis en el “crecimiento” y
la “estabilidad”, mañana pueda hacerlo en la “solidaridad” y la “redistribución” o
viceversa.
Los cambios de proyecto de una organización son más comunes de lo que se pudiera
pensar, ya que además de estas evoluciones internas permanentes –nuevas gerencias,
modificaciones en la estructura de propiedad, relevo generacional, etcétera ‐, las
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empresas están sometidas a condicionantes de entorno y contexto –cataclismos en los
mercados, cambios políticos y económicos, transformaciones tecnológicas, mayor
competencia, crisis sociales y naturales, etc. – que obligan a describir nuevos ciclos.
En ambas situaciones de cambio, en circunstancias internas o externas, la redefinición de
la estrategia apelará a nuevos contenidos y, por lo tanto, a un renovado repertorio de
ideas/fuerza y palabras/eje.
La tarea de las comunicaciones es indagar en las realidades objetivas y subjetivas dadas,
en los estados de ánimo dominantes; estableciendo una correlación con las paletas
idiomáticas disponibles.
‐ El liderazgo
En el fondo de este macrosistema, como un concepto transparente que cruza el diagrama
en todas sus direcciones, se debe anotar una palabra que da cuenta del sentido último del
trabajo de las organizaciones en la cultura: el liderazgo.
El extendido uso de este término ha generado algunas distorsiones conceptuales, en
particular por su aplicación en órdenes distintos de organización, como son las estrategias
políticas y de gobierno. Porque hoy resulta más común de lo pensado, explicar la función
del liderazgo por el perfil del líder.
El liderazgo no es el líder, sino mucho más que ello. El liderazgo es la fuerza de la
organización, el nombre que asume la virtualidad de la misma, en realidades altamente
condicionadas y competitivas.
Construir el liderazgo es asumir la elaboración de propuestas con valores, equipos y
personas que sean capaces de responder al anhelo de futuro de la organización y a las
necesidades de sus destinatarios.
El liderazgo es una cuerda floja, tan angosta como delicada, en la que se juegan los
equilibrios y sensibilidades de la realidad. Por lo tanto, llegar a él no es resultado de una
maniobra de poder bruto –toda estrategia maneja una porción ‐, sino la consecuencia de
finos ejercicios, de sutiles enlaces entre lo externo y lo interno, entre la fortaleza y la
debilidad, entre la consistencia y la flexibilidad, entre la continuidad y el cambio.
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‐ La eficiencia como “metavalor”
El Paradigma de la Eficiencia en la Organizació
Organización
Económica
Excedente
Rentabilidad=
Capital
Social
Objetivos logrados
Eficacia =
Objetivos esperados
® Cristian Calderon
Si uno quisiera explicar en torno a qué palabra se congregan los mayores consensos con
respecto al deber ser de las organizaciones en la sociedad actual, no cabe duda de que la
palabra “eficiencia” ocuparía la primera casilla y, es por este motivo, que surge como el
mejor ejemplo para graficar las complejidades significativas.
La eficiencia se ha transformado en una especie de metavalor contemporáneo, que
amenaza con convertirse en requisito de existencia, tanto para los individuos como para
cada una de sus organizaciones; desde la modesta microempresa a las poderosas
corporaciones transnacionales, desde la más pequeña asociación hasta el complejo
desempeño en las labores de Estado.
Este nuevo concepto ordenador universal también deriva de la física y, luego de ser
apropiado por la economía, se ha instalado como valor supremo en el corazón de la
cultura. Por ello, para saber si al momento de su evocación todos entienden lo mismo, es
necesario hacer una especie de arqueología de la palabra, para delimitar sus alcances y
precisar si, además de ser común como término recurrente, lo es como contenido.
La palabra “eficiencia” es un concepto estrella, un término nuclear, virtual, que aparece
como un lucero en el firmamento de los organizaciones, apuntando la dirección revelada.
Esta estrella tendría, en nuestra opinión, al menos cuatro puntas, desde la cuales puede
ser interpretada:
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‐ Dimensión económica
La economía tasa la eficiencia con un factor de medición de la realidad que se llama
rentabilidad, la cual puede definirse como el excedente partido por el patrimonio, la
utilidad neta dividida por los recursos de todo tipo involucrados en la operación, o, dicho
de otra manera, lo que un capital determinado logró redituar.
Conviene aquí establecer matices entre palabras de cercano alcance que pudieran inducir
a error, como es la diferencia que se establece entre excedente, lucro y utilidad. Cuando
una empresa privada coloca, arriesga y opera determinado patrimonio, su aspiración es
generar un excedente que, en términos generales, se denomina utilidad. Es lo que ocurre
en las sociedades anónimas, por ejemplo, cuyas ganancias se reparten en los dividendos
de las acciones y los retiros.
En el caso de operaciones públicas, como una fundación sin fines de lucro, el objetivo
también es obtener excedentes, pero éstos no necesariamente se constituyen en utilidad.
En este caso, el excedente más que un resultado, es una garantía de la mantención y
crecimiento del proyecto, dado que todos los recursos generados a partir de determinada
estrategia y gestión, tienen la finalidad de ser reinvertidos en sucesivos planes, pues, de lo
contrario –y al no disponer de recursos externos – se pone en riesgo la continuidad de los
mismos.
El lucro, en tanto, no es un fin en sí mismo: es la consecuencia de la ganancia; la libre
disponibilidad de la utilidad es el lucro. Por ello, lo que caracteriza a las fundaciones sin
fines de lucro, no es su renuncia a la obtención de excedentes o diferencias favorables,
sino el hecho de que no puede disponer a voluntad de ellos y de que toda su normativa
jurídica la obliga a recolocarlos en la operación.
Un caso singular, que puede permitir hacer más explícitas las diferencias entre excedente,
lucro y utilidad, es la situación constitucional de Codelco‐Chile, la empresa estatal que
mayores recursos genera al país, la que si bien se rige por patrones de autonomía de
gestión y estándares internacionales de eficiencia, comparables con cualquiera de sus
competidores privados en el mundo, no puede asumir de pleno dichos criterios, pues
aunque genera excedentes, gran parte de ellos no son reinvertidos en la operación, sino,
por mandato expreso, son destinados al cumplimiento de los planes y programas sociales
del Estado, así como al financiamiento directo de la Fuerzas Armadas.
En este caso, dada la función social que cumple como principal empresa del Estado, la
búsqueda de excedentes es independiente del destino final de los mismos; la gestión se
estructura de acuerdo a criterios de eficiencia que trascienden la definición económica
estricta.
Lo importante es que, sea cual fuere la característica de la organización, si se acoge la
visión económica, su definición de eficiencia –y por lo tanto de autonomía – pasa
necesariamente por una ecuación de rentabilidad, cuya expresión más amplia es el
excedente, pues, si una compañía es incapaz de generarlos, tampoco puede invertir en la
tecnología, recursos humanos y capacitación que le permitan desarrollarse, crecer, aspirar
al liderazgo.
Si bien lo normal es entender y, lo peor, reducir la palabra eficiencia a sus ecuaciones
económicas, este meta‐valor estrella presenta otras puntas, a partir de las cuales el
17
concepto encuentra nuevos y enriquecedores puntos de fuga.
‐ Dimensión social: mirada del público y la sociedad
En su arista social, la eficiencia tiene un indicador que se denomina eficacia, una razón
entre los objetivos esperados y los objetivos logrados, la cual se puede aclarar con el
tradicional ejemplo del sujeto que recomendaba matar las moscas de la casa con un avión
Mirage.
Si alguien se propone poner en práctica semejante solución, sin duda que podrá cumplir
en sentido estricto con la ecuación, ya que acabará con los molestos insectos (objetivo
esperado) aprovechando la tecnología a su alcance (objetivo logrado), sólo que para
hacerlo tuvo que disponer de recursos que no se condicen con la razón.
El apunte que transfiere la fábula, es que la eficacia debe portar en sí numeradores y
denominadores de consecuencia complementaria y lógica, y que, tanto lo esperado como
lo logrado deben ajustarse a criterios de expectativa y evaluación probables. Quizás ahí,
en ese delicado encuadre entre lo posible y su medida, radica la complejidad de esta
dimensión de la eficiencia, en sí subjetiva.
En el polo social, los objetivos esperados no los fija la empresa, sino la sociedad. En el
mundo contemporáneo una compañía puede ser muy rentable, pero no bastará con ello,
ya que además, el macrosistema le impone la condición de ser, por ejemplo,
ambientalmente sustentable.
Tal como se indicó en las referencias fundacionales de la llamada posmodernidad, una de
las definiciones cruciales de la cultura globalizada es precisamente la condición
interdependiente de las sociedades en un planeta de bordes límites. Esa conexión
intrínseca con el destino de la Humanidad –que también se pudiera inferir, a partir de
otras razones puras y prácticas, como la necesidad de protección de los derechos
humanos o el valor de la democracia representativa – cuestiona toda proposición
autónoma, inyectando en su propio núcleo contenidos universales inviolables que
resguardan la perpetuación de la especie. El autismo es un delito en la aldea global; los
equilibrios son tan frágiles que en cada movida se arriesga el juego.
De este modo, las empresas han debido acostumbrarse a depender de otros. Su futuro no
sólo está en manos de sus públicos objetivo, en los que compran o no, sino en todos
aquellos que exigen –Estado, otras empresas, grupos de presión – que la sustentabilidad –
ecológica, humana, ética – corra a la par, o más rápido, que la rentabilidad.
Esta introducción del interés social en la organización, de alguna manera está generando
una tensión entre la eficiencia medida en términos económicos y la eficiencia planteada
en criterios colectivos. Conflicto que por cierto se puede plantear a través de los
enfrentamientos locales, cada día más comunes en los distintos países, o, como también
se está convirtiendo en tendencia, en la incorporación decisiva de la tensión en los
fundamentos ideológicos de las empresas.
Cada día son más las compañías que “sacrifican” parte de sus excedentes y utilidades en
requerimientos sociales, como la demanda ambiental, pues, en el fondo de su lógica se ha
puesto en la balanza la continuidad y crecimiento gradual de los proyectos frente a los
costos de un eventual colapso que, ante las evidencias de las catástrofes naturales y el
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asombro de las mutaciones planetarias, parece menos eventual cada día.
Desde un punto de vista social y de imagen, contaminar es grave; y las empresas, más
expuestas que los individuos, son las que menos pueden hacerlo. Por ello sólo resta
incorporar, como costo de operación, la inversión medioambiental.
Más que económico, que por cierto lo es, el vínculo de la empresa de hoy con la sociedad
es cultural. Las organizaciones productivas son parte de la comunidad y por mucho que se
encierren en ghettos, como los grandes parques o ciudades industriales, siempre
terminarán relacionándose con los demás. Se imponen, entonces, los criterios de sana
convivencia y lazos de buenos vecinos, los que deben ser incorporados como principios
valóricos y estratégicos del proyecto. La empresa debe gastar, incorporar a costo su
inserción social.
De lo anterior se deriva la importancia de legislaciones acordes con estas nuevas
realidades de coexistencia –como las leyes de donaciones, fomento de actividades
culturales, deportivas y ecológicas ‐, a partir de las cuales se puede dar una cuenta más
cabal de esta integración de las dimensiones económica y social, porque ser eficiente hoy,
cuando se borran los límites, es una sinergia entre la empresa y su entorno.
Lo curioso es que, existiendo certezas de este perfil comunitario de la organización
empresarial, no siempre es posible ver la maduración de dicha idea. Esto se explica, de
manera principal, por la distinta naturaleza de las realidades económicas y sociales, ya que
mientras la primera se estructura en torno a criterios racionales de alta objetividad –no
hay nada más objetivo que el dinero o las tasas de interés ‐, la esfera humana se apoya
fundamentalmente en su subjetividad. ¿Cuánto se puede contaminar? ¿Qué plazo se
otorga para cumplir la ley? ¿Qué contaminación es peor? ¿Qué deterioro en la calidad de
vida conlleva determinado producto? Son preguntas recurrentes en la sociedad actual y, si
algo tienen en común, es que todavía están abiertas, existen distintas ópticas para
enfrentarlas, se apoyan en diferentes certezas científicas y de sentido común, y pareciera
que nunca son concluyentes.
Por el mismo hecho de ser colectivas, las variables sociales incorporan múltiples visiones
de mundo y, además, no siempre es posible reducirlas a parámetros adecuados. En este
caso, lo posible vence a la medida.
Lo concluyente es que, independiente de su deseo o evolución, en la aldea global,
sobreinformada del acaecer y temerosa del colapso, la empresa no puede hacer su
voluntad. Poco a poco se generan regulaciones y sensibilidades, que, aunque no lo quiera,
la organización debe incorporar en sus postulados, si aspira a una correcta lectura del
exterior y a una más exacta evaluación de su avance. La empresa existe ante y por los
demás, y no puede eludir su impacto.
‐ Dimensión de la producción
La expresión eficiente de la producción es la productividad, que se razona como el
producto, o sea el objetivo logrado, por el costo de alcanzarlo. Lo que generalmente se
traduce en servicios o “toneladas”, partido por la inversión necesaria para llegar a ellas.
En la variable producción se reproducen también las relaciones tensionales de las
dimensiones económicas y sociales, ya que el aumento de la productividad –objetivo de
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toda acción económica – se reduce habitualmente en la baja de costos –es decir, en los
cambios operados en el denominador – y, sabido es, que el costo de mayor disponibilidad
siempre es el recurso humano.
Si bien, por su complejidad, no existe un modo único de medir la productividad, ésta se ha
determinado habitualmente por la cantidad de algo, medida casi siempre en toneladas,
por la cantidad de esfuerzo humano involucrado en ellas. Esta relación toneladas/hombre,
ha sido determinado en décadas de gestión empresarial, ya que siempre que se requería
hacer más eficiente la producción, bastaba el gesto matemático de reducir el
denominador (el personal) para transformar una ecuación negativa en productiva.
Esta concepción de la eficiencia sin duda no exploraba todas las alternativas disponibles
para el aumento de productividad, como es la incorporación de tecnología de punta –si la
pala es reemplazada por una retroexcavadora el rendimiento aumenta de manera
exponencial ‐, y la adopción de modelos de gestión –nuevas formas de organización del
trabajo, compras más convenientes, economías de escala – que también garantizan una
mayor productividad, sin poner en riesgo la estabilidad laboral.
‐ Dimensión del trabajo
La cuarta y última punta de este concepto estrella es la esfera del trabajo, donde la
eficiencia se mide por la efectividad, que puede definirse como el cumplimiento real de
metas.
Si un vendedor logra concretar 80 de los 100 prospectos de negocios presupuestados en
determinado período de tiempo, esto significa que su efectividad es del 80%.
Lo complicado de esta variable es que también supone una proposición pertinente, pues,
no es poco común que una alta o baja relación estadística, tenga que ver más con el tipo
de metas propuestas, que con la respuestas derivadas de ellas. Como la eficiencia humana
no siempre ha sido objeto de acabados estudios, cambia con las realidades culturales, las
idiosincrasias de los pueblos e incluso con las condiciones de producción, no resulta fácil
traducirla en medidores confiables y tampoco es aconsejable recurrir a parámetros
universales, válidos en todo tiempo y lugar. La subjetividad también es parte de esta
dimensión de la eficiencia y es mejor sujetarse a ella que tratar de forzarla.
En este caso, como en el anterior, también es posible sugerir modificaciones tanto en el
numerador –siempre es probable que las metas sean irreales – como en el denominador,
ya que una baja eficacia puede ser producto más de la falta de capacitación o de las
formas de administrar el trabajo, que de las condiciones del empleado para desarrollar la
tarea propuesta.
También a modo de precisión, es bueno recordar aquí un término derivado que muchas
veces suele confundirse con el de eficacia. Este es el de rendimiento, cuya etimología
evoca el lenguaje de las máquinas –“este auto rinde 20 kilómetros por litro de bencina”,
“esta máquina rinde tantos fardos por hora”‐ más que al desempeño humano, si bien
puede hacerse común en la evaluación de los atletas, por algo llamados “deportistas de
alto rendimiento”. “Iván Zamorano rindió en un 50% en los penales” o “Marcelo Ríos rinde
un 60% en el primer saque”, son opiniones estadísticas especializadas que indican que
estos “trabajadores deportivos” cumplieron con el objetivo en cinco de cada diez
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lanzamientos desde los doce pasos o en seis de cada diez primeras bolas de servicio,
respectivamente.
El desempeño es consecuencia de tres factores que simultáneamente intervienen:
Competencias, Motivación y Condiciones Tecno‐Estructurales
FACTORES DE DESEMPEÑO EN LAS ORGANIZACIONES
COMPETENCIAS
ROL DE RECURSOS HUMANOS
DESEMPEÑO
MOTIVACIÓN CONDICIONES
TECNO-ESTRUCTURALES
FIG .Nº 11 (1)
‐ Concepto integrado: las decisiones son siempre políticas
La descripción del término eficiencia como cuatro polos equidistantes, apunta a sacarle
brillo a un concepto reducido desde siempre a su competencia económica‐productiva y,
por lo tanto, racional, objetiva y lógica.
Cuando la eficiencia escapa también a los extremos de la sociedad y el trabajo, su
medición se vuelve subjetiva, incorpora de manera más decidida el factor humano y
pareciera completarse una visión tradicionalmente parcializada de las organizaciones y de
sus cometidos.
Los lugares comunes del lenguaje económico son susceptibles de ser interpretados a
partir de metavalores que dicen encarnar. Así por ejemplo, cuando se sostiene que “la
empresa es el motor del desarrollo”, la cita está condicionada a su propia ética y más bien
tendría que decir: la empresa es motor de desarrollo, sí y sólo sí es eficiente. E incluso
dicho “sí y sólo sí” debiera estar condicionado: “... y se es eficiente, sí y sólo sí se integran
en una unidad las dimensiones de la economía, la sociedad, la producción y el trabajo.
Esta concepción sistémica permite deja entrever cómo los distintos actores de los
1 Fundación Chile. Centro de desarrollo de competencias laborales
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procesos productivos confluyen en torno a paradigmas comunes, aunque de distinta
expresión, y permite observar también los ejes tensionales en los que se mueve la mayor
parte de las representaciones que pueblan el imaginario de los mercados.
Así por ejemplo, cuando se habla de la “modernización del Estado”, a lo que se alude en el
fondo, es que las empresas fiscales deben apropiarse también de la preocupación
económica y productiva; y a la inversa, cuando se refiere, la responsabilidad social de la
empresa privada, el eje del discurso pone su énfasis en la necesidad de fortalecimiento en
las dimensiones de la eficacia social y del trabajo.
Por décadas, la discusión en torno al perfil y los objetivos de las empresas de
naturaleza pública o privada, parecieron estar divididos por una cortina de hierro, que no
sólo anteponía a unas y otras desde su caracterización más gruesa ‐lo privado encarnaba a
la clase dominante, la explotación, los chupasangre, mientras que la actividad pública era
sinónimo de ineficiencia, compadrazgo y corrupción ‐, sino que impedía asumir nuevos
desafíos desde el otro extremo.
Derribado el muro, ya no hay excusas. Las empresas saben que tienen que ocuparse de las
demandas de la sociedad y el trabajo, pues su propia fortaleza original ‐la rentabilidad, la
productividad ‐ queda trunca, herida, inviable en un escenario de competencia, si no se
manejan, como factores eficientes, las otras variables.
Y qué decir de un amplio espectro de empresas y entidades públicas que, a pesar de
operar a partir de un sistema de presupuesto, han visto que la mejor forma de cumplir con
su mandato social, es precisamente siendo más eficientes en la gestión económica y
productiva. Pues, una cosa es repartir excedentes y otra muy distinta compartir pérdidas.
Lo que ocurre es una reasignación de roles, donde los criterios de eficiencia ya no están
dado por un preconcepto, por un juicio a priori, sino por lo que efectivamente las
entidades, públicas o privadas, son capaces de proyectar en la realidad. Aunque resulte
tautológico, la virtud de las organizaciones es su virtud, es decir, su fuerza, el despliegue
de sus certezas y la capacidad de comprensión de un mundo sinérgico y total.
La competitividad
Así como debajo del mapa virtual de la organización se esconde, como un timbre de agua,
el tema del liderazgo, es posible sostener que detrás de los brillos del concepto estrella de
eficiencia se dibujan los contornos de un lucero mayor, que quizá amerita un análisis en
igual detalle, por constituir como la llave maestra para entender el mercado: nos
referimos a la competitividad.
La competitividad es un término de extensión interior y exterior, que da cuenta tanto de la
propia configuración de la identidad en relación a otros ‐en su primera acepción se
entiende como “igualar en propiedades o perfección”‐, como al hecho mismo de medir
fuerzas, contender con aquellos que aspiran a los mismos privilegios.
La expresión más exacta de la competencia la constituyen los deportistas que ya desde la
Antigua Grecia, pero muy en especial a partir de los Juegos Olímpicos de la Era Moderna y
luego con la profesionalización de la actividad, deben dar curso en su preparación tanto a
la superación de los propios límites ‐los márgenes de un avezado son muy distintos a los
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de un novicio ‐ como a la medición objetiva en tablas por edad, sexo, rango nacional o
internacional, profesional o aficionado, donde los criterios están dados por los mejores de
la historia y los hechos indesmentible sintetizados en marcas.
En el caso de la economía ‐una actividad humana, compleja, multicausal y en movimiento‐
no es posible alcanzar tales grados de objetivación en los parámetros de medición y por
ello el juicio de competitividad está dado por un conjunto de variables a través de los
cuales, como un gran cronómetro o una extensa huincha, el mercado enjuicia a la
empresa, su funcionamiento y su oferta.
Cuando se dice que las manzanas chilenas son competitivas en Europa, se está expresando
que ellas “corren” a la par de otras, porque tienen buena calidad, precios convenientes y
además existen condiciones de información que permiten generar no sólo un patrimonio
físico, sino, ante todo un valor simbólico.
Lo mismo ocurre con el vino nacional, que siempre fue bueno por razones climáticas, pero
que, en un momento determinado, comenzó a ser competitivo porque hubo una
preocupación por la calidad ‐Miguel Torres (2) introdujo los grandes depósitos de aluminio
para la producción del vino, cambiaron las prácticas laborales, se generó una corriente de
enólogos ‐, se llegó a producir de manera rentable y eficiente, lo que derivó en un precio
internacional adecuado, y, lo más valioso desde el punto de vista de las comunicaciones,
se aprovechó la imagen patrimonial histórica para generar su relanzamiento.
En ambos ejemplos se constata que la competitividad es un concepto pluricausal, donde
intervienen todas las dimensiones de lectura de la eficiencia ‐rentabilidad, productividad,
eficacia social, efectividad en el trabajo ‐, pues ellas condicionan el producto y la mirada
del mercado.
La competitividad es un juicio reflejo de los mercados sobre la empresa, una especie de
medidor donde se pone a prueba la eficiencia, es decir, la suma de capacidades que
permiten intervenir con valor frente a la demanda.
El doble perfil de la competitividad se puede resumir en su cara interna, organizacional,
como la gestión innovadora y equilibrada de eficiencia; mientras que su plano exterior, de
frente al mercado, se entiende como una función que considera el precio, la calidad, el
volumen de producción, la capacidad de entrega, la información y la imagen.
2 Miguel Torres. Enógo español asentado en Curicó, VI región de Chile
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