UN
REPORTE DESDE AMÉRICA LATINA Diego López Medina
You say you’ll change the constitution Well, you know We all want to change your head You tell
me it’s the institution Well, you know You better free you mind instead
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sido capturado por estos proyectos hasta el punto de que su derecho se haya convertido en una
fachada para el rentismo y la explotación que benefician a ciertos grupos sin sensibilidad aparente
para la construcción de “lo público”. A partir de esta constelación de preocupantes fenómenos se
origina una falta de armonía entre las expectativas normativas oficiales del Estado y su derecho y,
por el otro lado, el conjunto de valores y reglas que estas “sub-culturas”8 proponen. Estos
fenómenos, además, se dan sobre el estereotipo (tanto proyectado como interiorizado) de una
cultura latina que tendría una relación desabrochada e informal con las normas legales y sociales,
rayan más bien en una “cultura del incumplimiento”: se trataría, según esta visión, de sociedades
mal ordenadas, caóticas, espontáneas e informales, donde los ciudadanos no comparten una
cierta cultura de la legalidad que lleva a que (como sí ocurriría en latitudes más septentrionales) se
paguen los impuestos a tiempo, se detenga el automóvil cuando el semáforo está en rojo, no se
sustraigan los recursos públicos, etc. A veces aparecen en la arena política y social “ideas-fuerza”
que buscan integrar propuestas y orientaciones generales de cambio social y político. En el mundo
contemporáneo circulan algunas de tales “ideasfuerza” con su consabido grupo de expertos y
políticos que las defiende. Entre ellas están, por ejemplo, los conceptos articuladores de “buen
gobierno”, “lucha contra la corrupción”, “libre comercio”, “desarrollo sostenible”,9 etc. Entre ellas,
quizás como una hermana menor que no se ha desarrollado completamente, está el ideal de
construir una “cultura de la legalidad”, usualmente ligada, como componente, a proyectos de
creación de “cultura ciudadana” o incluso de “cultura de la convivencia”. Se trata, como las otras,
de una idea-fuerza que busca articular alguna propuesta política general y que parte de identificar
alguna dimensión más o menos general y altamente importante de la vida social que,
adecuadamente desarrollada, se constituye en el factor principal para lograr alguna meta
altísimamente deseable: la felicidad, el desarrollo económico, la confianza institucional, el
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
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también puede ser un llamado, por ejemplo, a que los empleadores cumplan voluntariamente con
las obligaciones laborales que impone la ley para los trabajadores y que, de esta manera, los
“formalicen” en economías, como las latinoamericanas, donde la relación laboral es esquivada a
través de diferentes mecanismos y ficciones para reducir costos de producción. Esta agenda de
construcción de legalidad laboral es más cercana a los reclamos de sindicatos y organizaciones de
izquierda. El llamado a la legalidad es casi siempre selectivo en los proyectos concretos de
intervención, y las normas específicas que se respaldan con estos proyectos implican una cierta
toma de priorización política. Todo proyecto de cultura de la legalidad, además, tiene una “polis”
de referencia donde pretende intervenir y lograr resultados. La polis de referencia es imaginada en
diferentes registros: algunos proyectos tienen alcance nacional y buscan crear las condiciones para
el mejoramiento de la cultura de la legalidad y la convivencia al nivel generalísimo del Estado-
nación; en otros lugares, los proyectos de cultura de la legalidad tienden a ser intensamente
locales: en México, por ejemplo, los estados federados lo han impulsado de manera significativa; y
en Colombia, de otro lado, la cultura de la legalidad se ha desarrollado más bien a nivel municipal
y barrial, con tonos marcadamente comunitaristas.
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
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Los mandarines del movimiento tienden a ser politólogos, juristas, economistas, sociólogos,
psicólogos sociales y naturalmente políticos; ellos mismos pueden “descender” y servir también
como “practicantes” en la ejecución de “proyectos” donde se encontrarán con otros agentes
facilitadores tales como jueces, funcionarios públicos, policías, fiscales, asociaciones y gremios de
los más diversos pelambres, publicistas, periodistas12 y, finalmente, con suerte, con la ciudadanía.
Se trata de un movimiento con raíces ideológicas transnacionales y muy plurales, pero con una
organización débil y poco interconectada. En su acervo ideológico genérico, pues, caben muchos
autores y líneas de pensamiento que permitirían, de cierta manera, una alianza intelectual amplia;
pero este pluralismo teórico puede ser también, en parte, el peor enemigo del “movimiento” al
generar tensiones y diferencias irresolubles entre las diferentes tendencias teóricas y políticas que
pueden llegar a anidar en él. Un corto listado del acquis intellectuel del movimiento es, a la vez,
esperanzador (por su riqueza y diversidad) pero, de todas maneras, algo desorientador13.
Algunas de estas contribuciones vienen de la ciencia política y social (i a v); otras son propias de la
teoría contemporánea del derecho (vi-vii). Los mandarines del movimiento (según sean científicos
sociales o abogados) acuden a unos u otros referentes teóricos:
12 Claro, la lista puede ser mucho más larga. 13 Este listado no es exhaustivo pero sí refleja las que
considero son las principales tradiciones intelectuales que son típicamente usadas para la
construcción de un discurso normativo que pretenden establecer o fortalecer la cultura de la
legalidad en algún sitio.
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(ii) por otra línea política muy diferente, pero también de vieja data, contribuirían los estudios
empíricos (a caballo entre la psicología social y la sociología del derecho) sobre law compliance
realizados por la psicología social y el law and society estadounidense desde los años setentas y
diestramente resumidos por Tom R. Tyler en su “Why People Obey the Law”;
(iii) con alto nivel de influencia también estarían representadas las elaboraciones que, con base en
la teoría de juegos, permitieron a Brennan y Buchanan (2008), de un lado, y a Thomas Schelling
(1984, 2006) y Jon Elster (1979, 1989) de otro, hablar de la conexión entre la racionalidad, los
precompromisos normativos y auto-restricciones al comportamiento;
(iv) esta última línea de reflexión, a su vez, hizo parcial sinergia y fue reelaborada en la historia
institucional del crecimiento económico cuando Douglas North y Barry Weingast vincularon el
éxito económico nacional y la institucionalidad jurídica (a través de la protección de la propiedad y
del contrato por medio de una judicatura independiente16) a 14 En la autorizada voz de Pedro
Salazar Ugarte, quien es uno de los principales mandarines del movimiento para el muy dinámico
caso mexicano donde la estructura federal ha servido, si no para su profundización teórica, por lo
menos sí para su presencia mediática y política. Para una referencia general puede verse su
trabajo de 2005. 15 En el año 2006 se estableció en el Foro Trajano de Roma una primera tienda,
con el nombre de “I sapori della legalitá” que buscaba incentivar el consumo de los bienes y
servicios de productores que se resisten a la extracción mafiosa o que cultivan las tierras
expropiadas a las mafias. Esta iniciativa se ha extendido en Italia y es parte de las actividades más
amplias de la ONG “Libera, Associazioni, nomi e numeri contro le mafie” fundada en el año 1995.
Su extenso activismo, donde el tema de la legalidad es siempre medular, pueden revisarse en su
página web, http://www.libera.it/flex/cm/pages/ServeBLOB.php/L/IT/IDPagina/1 16 La
independencia de la rama judicial tiene que ver con su legitimidad: North pensaba que la
judicatura es una institución esencial, porque mediante ella se crea la confianza necesaria entre
“grupos sociales opuestos” para poder resolver adecuadamente sus conflictos y dedicarse a la
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
América Latina
(v) estas diversas líneas, a su vez, han impacto el trabajo del político e intelectual colombiano
Antanas Mockus quien ha sido, de lejos, el que mayores intentos ha hecho por crear un corpus de
investigación que vincule correctamente los aspectos ideológicos y los práctico-políticos de la
“cultura de la legalidad” que se enmarcan, a su vez, dentro de un concepto más amplio, el de
“cultura ciudadana”. El trabajo de Mockus se ha expandido a través de su ONG “Corpovisionarios”
que ha sido el más importante vector de difusión del proyecto en América Latina a través de la
réplica de su Encuesta de Cultura Ciudadana-ECC (como herramienta diagnóstica)18 y de
“campañas” concretas realizadas en
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
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las cosas, la cultura ciudadana dependería principalmente de una identificación política con la
Constitución y su correlativa “cultura de los derechos”. Pero en este escenario, casi sobra decirlo,
la propuesta cruza el rubicón de la teoría del derecho y su ubica en posiciones de
“neoconstitucionalismo” contemporáneo donde las reglas jurídicas tienen una dependencia
normativa de los principios, las reglas son frecuentemente excepcionadas y derrotadas en el “foro
de los principios” y el principal objetivo del derecho, según los mandarines de esta posición21, no
consiste en la protección de la certeza sino en la protección del principio en procesos más líquidos
de razonamiento práctico, no en la disciplina más técnica de obediencia perentoria a reglas de
coordinación social. La lealtad institucional se interpreta así bajo nociones cercanas a una teoría
de la justicia positivizada en la Constitución, o al concepto de “patriotismo constitucional”. Bajo
este enfoque, pues, el canon de lecturas y de autores cambia dramáticamente: en teoría jurídica,
por ejemplo, debe hablarse de los campeones del antiformalismo jurídico contemporáneo:
Radbruch, Fuller, Bickel, Eli, Alexy, Dworkin; y en el ámbito hispanoparlante, de un concepto de
educación cívica que se basa en los derechos concebidos como “criaturas de la moralidad” en la
diciente expresión del título del libro de Alfonso García Figueroa (2009)22. La descripción del
contenido mínimo del proyecto de “la cultura de la legalidad”, empero, permanece altamente
abstracta, permitiendo enormes divergencias políticas e ideológicas entre los practicantes y los
políticos que asuman la labor de materializarla. En un trabajo reciente, Sauca ha hecho el intento
de definir la “cultura de la legalidad” de la siguiente manera: “La Cultura de la Legalidad es un tipo
de aproximación interdisciplinar al fenómeno jurídico, centrado en el estudio de las mentalidades
sociales relativas a la normatividad y se caracteriza por adoptar una perspectiva empirista,
pluralista y participativa sobre las condiciones generadoras de lealtad institucional” (Sauca, 2010;
Wences, 2011).
21 Donde el trabajo de Ronald Dworkin es seminal. 22 Este libro es tan anti-Laporta como cabe.
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
América Latina
Para no entrar en discusiones, por ahora innecesarias23, retengamos algunos de los elementos de
la definición de Sauca: la “cultura de la legalidad” es un proyecto político que busca lograr el
afianzamiento práctico de las condiciones generadoras de lealtad a “la normatividad” por parte de
los ciudadanos. Por oposición a ciudadanos que no cumplen con las normas básicas de convivencia
o lo hacen exclusivamente por miedo a ser detectados y sancionados, la “cultura de la legalidad”
es un movimiento social que busca que los ciudadanos logren “interiorizar” estos patrones
normativos de convivencia: tal objetivo reduciría de forma significativa los niveles de
incumplimiento social y los costos estatales de vigilancia; igualmente, se argumenta, esta
orientación tendría relación con el ideal de una vida humana individual mejor vívida, más plena y
consciente de su interdependencia de los demás, más autónoma, libre y socialmente empoderada
a través de la obediencia voluntaria y consciente de la normatividad institucionalizada. Pero este
esfuerzo definitorio de Sauca (al centrarse en los objetivos normativos más deseables del proyecto
político) no reduce mucho la diversidad teórica que ha concurrido a formar el discurso sobre la
cultura de la legalidad. Su multipolaridad teórica puede generar diversos efectos, entre los que
vale la pena destacar dos: (i) falsos consensos y cierta complacencia acrítica entre mandarines y
practicantes provenientes de diferentes tradiciones teóricas; (ii) o, por el contrario, divisiones
profundas dentro de los mandarines y practicantes que generen discusiones sobre los objetivos
concretos que una cultura de la legalidad busca construir y los medios a los que debe apelar. Entre
estas opciones podría decirse que, al día de hoy, la actitud (i) prevalece y que una cierta
orientación programática hacia la cultura de la legalidad tiende a invisibilizar las diferencias
teóricas significativas que hay entre estos componentes diversos del acquis intellectuel del
movimiento; que un poco más de madurez teórica y de experiencia en proyectos concretos
debería conducir hacia a un
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escenario parecido a (ii), con discusiones más críticas y vigorosas entre los diversos mandarines y
practicantes. Hay promesas en el desarrollo de este campo de práctica académica y política, pero
también se anticipan muchos peligros. La idea-fuerza de la cultura de la legalidad puede ser una
“moda” pasajera y finalmente sin mucho arraigo en el derecho, en la ciencia política y en la
política pública (espacios todos donde, en todo caso, todavía es marginal). 3. La cultura de la
legalidad en Colombia: teoría y prácticas No sorprende pues que en Colombia la “cultura de la
legalidad” (como discurso y como proyecto político) haya hecho aparición y se haya enraizado.
Colombia ha vivido en los últimos años una compleja problemática de seguridad ciudadana y de
articulación social que llevó a decir, especialmente durante la década de los noventa, que se
trataba de un Estado fallido (Moncada, 2007). La situación colombiana parecía así paradójica: se
contrastaba, de un lado, un Estado relativamente formalizado, con instituciones más o menos
robustas, con un marco jurídico denso, incluso pretensioso; y del otro, un país masivamente ilegal
e informal, donde el impacto conjunto del narcotráfico, las guerrillas, la delincuencia común, el
paramilitarismo y la informalidad social y económica cuestionaban severamente la eficiencia de
este pesado aparato de dispositivos institucionales. Así las cosas, las políticas para el desarrollo en
Colombia no parecían necesitar de la creación de una institucionalidad normativa que, a pesar de
todo, existía; tales políticas parecían requerir más bien un aumento de su eficacia institucional
para que el país pre-moderno y pre-hobbessiano (segmentado por la geografía del conflicto y de
las inequidades sociales) pudiera alcanzar a los islotes de modernidad y normalidad institucional
(Villegas, 2011: 19; Da Matta, 1999) que todavía sorprenden a muchos viajeros que hacen sus
primeras incursiones a Colombia o, en general, al llamado “tercer mundo”24. 24 En su última visita
a Colombia, Rudolph Guiliani hizo estas dicientes declaraciones al contestar una pregunta del
periódico El Tiempo de Bogotá, Noviembre 23 de 2013, consultado en http://
www.eltiempo.com/justicia/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-13218587.html : “P:
Colombia no ha podido mejorar la percepción de inseguridad de la gente, pese a que los índices
muestran que la seguridad ha mejorado. ¿Cómo enfrentar este tema? RG: Hay dos puntos de
vista. El primero es que todo ser humano se basa en sus emociones, y para que las personas
entiendan que la violencia o el crimen se han reducido, tienen que sentirlo en su diario vivir. Al
decirles que se redujo en un 15 por ciento la tasa de homicidios o del crimen o la violencia, pero
siguen viendo que a alguien le dan una paliza o hay robos, no sienten esa reducción. El segundo
punto es la percepción desde el punto de vista del extranjero. Cuando me invitaron a Colombia,
mis cercanos me preguntaban ‘¿cómo, vas a ir?, ‘¿vas a estar
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
América Latina
3.1. El déficit de legalidad en la cultura política latinoamericana: ¿realidad o ficción? Pero estos
hechos son apenas una coyuntura de ilegalidad reciente que se enmarca dentro de una estructura
profunda, dentro de una verdadera “cultura” del incumplimiento que, según se dice, es parte del
legado hispánico en la América Latina. Se cita así por enésima vez el “se acata pero no se cumple”
como ejemplo de una actitud hacia las normas que, aunque legítima en sus orígenes como forma
de resistencia criolla y/o nativa ante la lejana metrópoli colonial, terminó siendo la base de
sociedades normativamente indisciplinadas que van desde el extremo de auténticas anomias
sociales hasta, como mínimo, un cierto desenfado frente al cumplimiento estricto de normas
sociales y legales. Todo esto ha creado la percepción según la cual existe un problema estructural
con el cumplimiento normativo en América Latina. Esta percepción, a su vez, ha recibido copiosa
atención por parte de académicos: así, sólo a manera de ejemplo, puede citarse el argumento de
Carlos Nino en “Un país al margen de la ley” (1992) donde describe la “anomia boba” que cunde
en la Argentina; el de Peter Waldmann, quien en “El Estado anómico” (2003) explica las actitudes
sociales hacia el derecho y la seguridad pública a partir de microinteracciones de la vida cotidiana
en América Latina; y, finalmente, el de Mauricio García-Villegas quien en “Normas de papel”
(2010) hace una tipología de incumplidores según sus motivaciones y fines y que le permite
identificar al “vivo”, al “rebelde” y al “arrogante”. Pero el análisis de la ilegalidad de América Latina
tiene también límites y puede convertirse en un cliché contraproducente. En artículos recientes de
gran importancia, Jorge Esquirol (2008: 75 y ss.) examina la contracara del diagnóstico según el
cual existe efectivamente una cultura de la ilegalidad en América Latina. La repetición de este
diagnóstico genera un profundo complejo de inferioridad que parece asaltar de manera
generalizada la autoestima institucional. Las líneas principales del argumento se repiten tanto en
la literatura especializada como en conversaciones cotidianas con ciudadanos que, mientras
cruzan un semáforo en rojo, se quejan a salvo?’ Afuera se suele tener la idea de lo que era
Colombia hace 10 años, no conocen los cambios que el país ha tenido, y me parece que estos
logros se deben dar a conocer en Estados Unidos, Europa y Asia, para que cambie la percepción
que tiene la gente sobre Colombia.”
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América Latina
nuevas realidades y problemas sociales. De este corto diagnóstico surgen varias conclusiones: en
primer lugar, es claro que los cargos son relativamente incompatibles entre sí y que en los últimos
años de políticas del desarrollo el derecho de América Latina ha sido acusado de vicios
contradictorios, según sean los intereses de las intervenciones desarrollistas, casi siempre
articuladas desde la cooperación extranjera o supranacional. En épocas de primacía de los valores
de la “seguridad jurídica” y la “confianza inversionista”, el informalismo fue fuertemente fustigado
(como ocurrió, de hecho, bajo la égida del Consenso de Washington); en épocas de “desarrollo,
redistribución y lucha contra la pobreza” los excesos rituales y formalistas son vistos como
talanqueras para una plena integración social (como ciertamente pasó con la Alianza por el
Progreso o, más recientemente, con la presión para aumentar la protección efectiva de los
trabajadores y del medio ambiente en el marco de los Tratados de Libre Comercio firmados con
Estados Unidos). Pero, en segundo lugar, debe observarse que las “críticas” al derecho
latinoamericano coinciden, en términos generales, con el listado de “características” estructurales
del proyecto liberal de legalidad que han subrayado algunas escuelas de teoría del derecho tales
como el realismo y los critical legal studies. Así las cosas, estas características no son particulares al
derecho de América Latina, sino esenciales del fenómeno de lo jurídico y, por tanto, también
presentes en los proyectos de legalidad del “primer mundo”. Según Esquirol, la idea de que el
derecho latinoamericano es “fallido” se ha enraizado definitivamente en la imaginación tanto de
legos como de profesionales del derecho. Que este derecho sea “fallido” significa que no tiene el
mismo “éxito” de sus contrapartes del norte: parece, en primer lugar, que muchas normas se
encuentran mal diseñadas y que, por tanto, son ineficaces para alcanzar los objetivos que dicen
tener. Se sostiene, en segundo lugar, que quienes practican el derecho, pero particularmente los
jueces y funcionarios públicos, son marcadamente ineficientes y corruptos. Finalmente, se piensa
que la eficacia del derecho latinoamericano (es decir, la posibilidad de que sus sanciones se
apliquen de manera consistente frente al ilícito) está minada por niveles exorbitantemente altos
de incumplimiento, primero y luego, naturalmente, de impunidad (entendida como la incapacidad
de detectar y sancionar a los transgresores de normas). En
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su formulación más radical, se llega a decir que el derecho de América Latina tiene deficiencias tan
serias que en realidad no cumple con los requisitos mínimos exigidos por el “estándar
internacional” de rule of law. Sería absurdo pretender que todo funciona bien. Sin embargo, es tan
irreal decir que los sistemas jurídicos de América Latina son inmaculados, como aceptar que los
derechos del primer mundo son cualitativamente diferentes, como si tuvieran una fórmula mágica
para separar radicalmente entre el derecho y la política. Creer que las propias instituciones son
sistemáticamente ineficientes y corruptas afecta la legitimidad de las mismas. Estos efectos se han
visto en las reformas al procedimiento penal en toda América Latina: la retórica del “derecho
fallido” lleva a descartar de manera integral las instituciones existentes y reemplazarlas por algo
radicalmente nuevo que, luego, en su puesta en escena no podía ser, ni tan distinto, ni tan
renovador como se pretendía. En el proceso, la retórica del derecho fallido socava la confianza en
las instituciones, anula o invisibiliza logros parciales y reemplaza el mejoramiento institucional
continuo con las recetas y los trasplantes de “sistemas mejores” (los quick fixes que, si algo, en
realidad no existen). La retórica del “derecho fallido” usualmente empodera a los reformadores
transnacionales y castiga a los operadores nacionales del derecho al tiempo que destruye el
capital institucional acumulado (incluso si se considera poco e insuficiente) (CEJ, 2010, 2012). 3.2.
Antanas Mockus y la cultura de la legalidad A pesar del buen argumento de Esquirol (que nos
tendrá que acompañar por el resto del camino), regresemos a marcos más liberales (y quizás más
ortodoxos) de análisis. En Colombia al menos28, fenómenos coyunturales de ilegalidad brutal en el
trasfondo de una “cultura del incumplimiento” (es decir, de una “ilegalidad estructural”)
ofrecieron amplio espacio político para articular un movimiento político y experiencias de
gobernanza centradas en la idea-fuerza de una cultura ciudadana de la legalidad y de la
convivencia. El intelectual colombiano de origen lituano Antanas Mockus saltó a la vida pública,
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
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primero, como rector de la Universidad Nacional de Colombia y luego como líder de movimientos
políticos no tradicionales29 que lo auparon a la Alcaldía de Bogotá y luego, sin éxito, a la segunda
vuelta de las elecciones presidenciales del año 2010 cuando perdió con el candidato del
oficialismo, Juan Manuel Santos. Mockus es el representante visible en Colombia de una
propuesta política que se centra en el afianzamiento de la cultura de la legalidad. La propuesta ha
sido retomada, a su vez, por diversidad de políticos nacionales y locales de otros partidos y
movimientos que quieren identificarse, al igual que Mockus, con formas de hacer política más
modernas, basadas en transformaciones culturales y que dicen renunciar a los métodos del
clientelismo; por esa razón, la “cultura de la legalidad” es la ideafuerza de movimientos que
buscan apelar al voto independiente y que no se encuentran atados ni al “quid-pro-quo” propio
del clientelismo ni a los marcos ideológicos de la guerra fría. La “cultura de la legalidad” ha
suministrado así el discurso de base para una política moderna, culturalista, que rechaza el
dogmatismo de la guerra fría, anti-clientelista y en búsqueda de la ciudadanía activa y del voto
independiente. La propuesta de Mockus, como la de todo el movimiento transnacional de cultura
de la legalidad, apunta a utilizar las herramientas a disposición del Estado para aumentar el nivel
de cumplimiento autónomo y voluntario de las obligaciones que el derecho (o como las denomina
él, “las reglas”) le impone a los ciudadanos. El diagnóstico de Mockus resuena bien con la
difundida percepción que se proyecta y se interioriza sobre Colombia30: comparados con los
habitantes de otros países, los colombianos “se saltan” las reglas con mayor frecuencia y con
mayor impunidad. En un ejemplo que utiliza con frecuencia para resumir la anomia social de los
colombianos, Mockus habla de todos aquellos que se “saltan la fila”. Las reglas de tráfico también
ofrecen múltiples ejemplos de todos aquellos “vivos” que incumplen las reglas para obtener
ventajas individuales que disfrutan en detrimento del resto de los “bobos” que se quedan parados
en frente del semáforo en rojo. En Colombia, en un término coloquial que García Villegas ha
adoptado, se habla del “vivo”; en Brasil, en un clásico estudio 29 Ganó las elecciones para la
Alcaldía de Bogotá, período 2000-2004, con el Movimiento Visionarios y fue postulado a la
Presidencia de la República por el Partido Verde para el período que inició en 2010. 30 Aunque, en
realidad, se trata de un tópico compartido con muchas otras sociedades: con las latinas, con las
del sur, con las subdesarrolladas, etc.
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de Boaventura de Sousa Santos (1980: 107-117; 1978: 6-124), se encuentra el jeitinho que es parte
del entramado cultural en que funciona el arquetipo del homem cordial descrito por Sérgio
Buarque de Hollanda (1995). El hombre cordial reacciona con el sentimiento y no con la razón y,
por esa vía, ha sido imposible justificar y legitimar en Brasil las instituciones públicas y sus normas
que son vistas como intervenciones unilaterales en los intereses cotidianos. El hombre cordial se
mueve en círculos de amistades e influencias, no en el de normas y deberes. “Dar umjeitinho” es
la expresión que se usa cuando se quiere que la contraparte (que invoca una norma para exigir un
comportamiento) le otorgue al interpelado espacio de maniobra, capacidad de movimiento para
salir indemne frente al desafío normativo. Sin embargo, el jeito se pide y se da cordialmente, a
través de una complicidad real o fingida, que reúne coyunturalmente a los intereses de las partes y
les permite esquivar el deber normativo, pero sin apariencia de malicia, confrontación o soborno;
en suma, cordialmente. De esta manera los individuos tienen la confianza individual de que se
podrá evitar la sanción de la ley cuando uno “se ha saltado la cola” para obtener ciertas ventajas
personales. Para Mockus, la confianza de que no se será castigado tiene diversas fuentes. La
primera y más común es una cierta asimetría de juicio: siempre es mucho más fácil detectar las
violaciones de las reglas que cometen los otros; las propias quedan enredadas en las
justificaciones contextuales que la particular angustia del momento sea capaz de proveer y que
ofrecen auto-excusas para el cumplimiento de la regla: “voy muy tarde”, “la multa es muy alta”,
“el policía solo se fijó en mí cuando los otros iban más rápido”; “pero el semáforo solo estaba en
amarillo”; “pero nadie venía por la vía”, etc. Para Mockus, pues, el incumplimiento de las reglas
constituye un significativo mal social: todos los que se “colan” generan ineficiencia y conflictos. En
primer lugar, demoran a los otros que están en la cola; en segundo lugar, cuando los otros se dan
cuenta que hacer la cola no vale la pena porque hay demasiados “vivos”, se rompe el mecanismo
básico de cooperación social y cada quien tiene que defenderse como pueda. El sistema se vuelve
ineficiente y se genera conflicto social. Los vivos realmente producen una buena cantidad de roces
de mayor o menor factura en todo tipo de “colas”. La “cola”, en realidad, es tan sólo el ejemplo
arquetípico que, con fines pedagógicos, utiliza Mockus para ilustrar todo tipo de reglas de
distribución de bienes escasos.
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A partir de estos ejemplos intuitivos, Mockus avanza en su diagnóstico: el cumplimiento de todo
tipo las reglas se parece, en términos generales, a estos casos básicos. Este avance del argumento
opera con mayor facilidad en aquel tipo de normas que en teoría del derecho se han denominado,
también metafóricamente, “reglas claras” o “límites bien marcados”. Así, puede decirse que en
Colombia hay altos niveles de evasión tributaria frente a reglas claras que ordenan pagar
impuestos o muchos conductores que manejan borrachos (frente a normas que prohíben manejar
a partir de cierto nivel de alcohol en sangre). Luego de la expedición a finales del año 2013 de una
ley que aumentaba dramáticamente las penas por conducir en estado de embriaguez (sin causar
accidentes, lesiones o muertes), la prensa colombiana se preguntaba por qué la norma había
tenido un impacto tan fuerte y tan inmediato en el comportamiento de la ciudadanía31. La
respuesta puede ser compleja, pero tiene que ver posiblemente con varios fenómenos
coincidentes: para muchos, el éxito se explicaba por el aumento de las multas y sanciones
previstas; en segundo lugar, por la relativa facilidad de la detección y sanción del comportamiento:
para manejar borracho se requiere, de hecho, salir a las calles y conducir por la red vial urbana lo
que permite a la policía tener puestos de control móviles que llevan a la rápida detección de los
conductores “borrachos”. La red vial, de hecho, funciona como un “embudo” del comportamiento
que, con un cierto esfuerzo de control, aumenta significativamente el “riesgo” de detección.
Cuando el riesgo es significativo y las consecuencias apreciables, las personas modifican su
comportamiento32. La expansión de los ejemplos, sin embargo, se vuelve mucho más compleja en
otros casos: en estos, cuando se responde que se hará lo que digan las reglas, la respuesta parece
ser, en realidad, una evasión. Ello ocurre en los múltiples casos en que el derecho no ofrece
“límites bien marcados” o en los que la gente no exhibe sus comportamientos en “embudos de
detección” (como los que existen en la malla vial): allí la gente no está aguardando en ordenada
cola la aplicación de las reglas. En estos casos, que son muchos, la metáfora de la cola o del tráfico
parece no funcionar: en primer lugar, como ya se ha dicho, porque el comportamiento no se da en
embudos de 31 La prensa colombiana se ha preguntado recientemente el por qué una norma es
exitosa: véase Valero (2014). 32 Este modelo de nomocumplimiento es clásico de la escuela de law
and economics. Ver especialmente los trabajos de Becker, G. (1974: 1-54).
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detección que favorecen las actividades de prevención y detección de las autoridades; en segundo
lugar, porque es claro que no todas las normas se parecen a las perentorias prohibiciones según
las cuales quien maneja con determinado grado de alcohol en la sangre (entre 20 y 39 miligramos
de etanol) recibirá cierta multa, retención de su vehículo por un día, suspensión de la licencia por
un año y 20 horas de trabajo comunitario33; en tercer lugar, porque no todas las normas son fácil
y baratamente “operacionables” y “objetivizables” a través de un “alcoholímetro” específicamente
diseñado para hacerlas efectivas. Desde la teoría del derecho, se conoce con prolijidad el
problema estructural de la “indeterminación normativa”: las normas son frecuentemente
ambiguas, indeterminadas, contradictorias o incompletas. En diversos momentos de la campaña
electoral a la presidencia, Mockus recibió preguntas difíciles sobre su voluntad de aplicar la “ley”:
luego del bombardeo de la Fuerza Aérea colombiana a un campamento de las FARC en territorio
ecuatoriano y del inicio de investigaciones penales en ese país contra la cúpula político-militar
colombiana, se plantearon diversas preguntas: ¿puede Juan Manuel Santos ser juzgado en
Ecuador? ¿Extraditaría usted al Presidente Uribe si así lo fuera requerido? Ante tales respuestas
Mockus acudió al expediente de decir “que se haría lo que ordene el derecho internacional o la
Constitución”. Tales afirmaciones genéricas, sin embargo, no dieron mucha claridad sobre qué
pretendía hacer el candidato. En estos casos difíciles y polémicos no se sabe muy bien cuáles son
las reglas que constituyen la “cola”. Para Mockus la solución general a los problemas que plantea
la cultura de la ilegalidad y del incumplimiento proviene de estudios de psicología social y de
acción colectiva. Estos estudios los utiliza en sus escritos, conferencias e intervenciones políticas
para lograr, al mismo tiempo, credibilidad científica e impacto pedagógico. Para él la política es
fundamentalmente un ejercicio andragógico, de liderazgo ejercido hacia la concientización e
interiorización de actitudes. Esta comprensión de lo político es parte fundamental de su propuesta
y de las razones de por qué la ciudadanía y el electorado lo perciben como un político atípico e
incluso, en un cierto sentido de la expresión, antisistema (a pesar de su cruzada por la legalidad).
Para Mockus, las personas solo tienen alto respeto por las reglas cuando en su conciencia
67
La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
América Latina
individual hay una sincronía de motivos e incentivos que empujan potentemente a respetar la
cola: se trata de una confluencia de motivos morales, éticos y legales que, de forma conjunta,
estructuran a los ciudadanos que evitan la viveza porque les parece ilegal, inmoral y antiética. La
gente que cumple la ley por puro miedo a las sanciones legales se porta, en realidad, como un
“hombre malo”34: si en realidad pensaran que no es posible detectarlos, violarían el derecho en
provecho propio. Bajo este modelo, los motivos de respeto al derecho dependen estrictamente de
la probabilidad de ser capturado. Esta estrategia, obviamente, no opera en Estados débiles, en
contextos de indeterminación normativa o por fuera de los contextos que he denominado
“embudos de detección”. La aprehensión frente a la sanción, pues, debe ser apuntalada en otros
mecanismos sociales más difusos que ayudan a los individuos a no caer en la “tentación” de violar
las normas. Uno de ellos es la conciencia ética individual, la capacidad de reproducir en la propia
cabeza las razones por las cuales debemos respetar las normas así no exista riesgo de detección.
Este mecanismo ético existe, pero requiere de altos niveles de educación moral y capacidad de
representación de los derechos de los otros y de los intereses colectivos. Finalmente, el respeto a
las normas está basado en el reproche que viene de la moralidad social o convencional, a la que
Mockus denomina “cultura”: en la pena y en la vergüenza que, frente a los otros, produce saltarse
la cola u otros comportamientos normativamente indeseables. La propuesta general de Mockus
apunta a que los incentivos y percepciones provenientes de la “ley”, la “moral” y la “cultura” sean
coincidentes y que refuercen, de manera centrípeta, el respeto de la legalidad. Entre estos
órdenes normativos es en la(s) cultura(s) (y sus mecanismos de vergüenza y reproche) donde
Mockus encuentra las mayores disonancias con la ley. En estas culturas parciales, Mockus
encuentra evidencia por toda Colombia que las actitudes del vivo y del deshonesto son celebradas.
El ejemplo más claro proviene de la llamada “narcocultura”: por difícil que sea creerlo, la vida del
archivillano Pablo Escobar es también celebrada como ícono de una cierta oposición popular a los
valores y a las normas del establecimiento hegemónico: 34 La hipótesis del hombre malo está en
el texto del juez Holmes (1897): “The Path of the Law”, pero también en el “anillo de Giges” de la
República de Platón: Platón, La República, II, 359a-360d.
68
35 La dramaturgia comercial del país, que es esencial para las representaciones contemporáneas
de la nacionalidad, todavía está fascinada con la mezcla de violencia e intriga que la historia del
narcotráfico suministra sin descanso. Véase al respecto Rincón (2010). 36 Alcaldía de Bogotá,
1999. Bogotá Coqueta [imagen electrónica] Disponible en: http://
freakonomics.com/2012/06/29/the-traffic-mimes/ [Recuperada el 2 de enero de 2014] 37 Fondo
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http://inteligenciavial.com cabeza [Recuperada el 2 de enero de 2014] Fondo de Prevención Vial,
2012. Usemos nuestra Inteligencia Vial. [imagen electrónica] Disponible en: http://
inteligenciavial.com/index/categoria/inteligencia/page/2 [Recuperada el 2 de enero de 2014]
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
América Latina
70
las investigaciones de teoría de juegos y de análisis comportamental del derecho que sugieren, en
contra de la economía clásica, que individuos racionales son capaces de respetar el derecho (así
vaya en contra de sus intereses inmediatos) y de ser solidarios con los demás. Respetar las
normas autónomamente es análogo al gesto de distribuir justamente dinero a los demás. Así lo
prueba, por ejemplo, el llamado “juego del dictador”: a una persona X se le da una 100 pesos para
que los distribuya como quiera entre él mismo y una persona Y. Y, de su lado, no participa en la
distribución. X es un “dictador”. En una versión del juego Y sólo puede aceptar pasivamente la
distribución que haga X; en otra versión, Y puede decir que no la acepta y, si ello ocurre, ni X ni Y
reciben un solo peso. Según las predicciones de la economía clásica, X maximizaría sus ganancias y
Y, si fuese racional, aceptaría cualquier tipo de ganancia. Esta condición se cumpliría si X se
reservara 99 pesos para sí mismo y le diera tan solo 1 peso a Y. En el reporte que hace Mockus, los
investigadores encontraron que, a pesar de ser dictadores, las personas realizaban distribuciones
mucho más “justas” de los 100 pesos y que, cuando ello no era así, tales distribuciones eran
rechazadas. Según los datos que presenta Mockus en sus conferencias, las personas incorporan
dentro de su utilidad de manera significativa el bienestar y el beneficio de los demás. Incluso, en
alguno de esos experimentos, dar algo menos de 26 pesos a Y se consideraba generalmente
inaceptable y ocasionaba el rechazo de la distribución propuesta por el dictador40. Estos juegos
sugieren que los individuos no son exclusivamente maximizadores de sus propios intereses sino
que pueden tener comportamientos solidarios en donde se tienen en cuenta los intereses de los
demás. Los intereses de los demás pueden también ser concebidos como “derechos”. Y en vez de
distribuir dinero, Mockus parece pensar que cada uno de nosotros se comporta como un dictador
en la distribución del autocumplimiento de normas legales, por ejemplo, las de tránsito. El que
distribuye a los demás “cumplimiento legal” está comportándose cívicamente. Y el civismo, según
las investigaciones de Robert Putnam, es la característica fundamental del “capital social”. El
capital social es aquel esquivo insumo que separaría a los sociedades bien organizadas de las que
no lo están y que explicaría 40 Mockus, en diálogo con el autor a partir del trabajo de Henrich,
Joseph, Robert Boyd, Samuel Bowles, Colin Camerer, Ernst Fehr, y Herbert Gintis (2004)
Foundations of Human Sociality: Economic Experiments and Ethnographic Evidence from Fifteen
Small-Scale Societies. Oxford University Press.
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
América Latina
los mayores niveles de crecimiento económico y bienestar que se da cuando las sociedades dan el
salto hacia adelante (en la conocida expresión del desarrollismo). El civismo y el respeto
autónomo de los derechos de los demás constituye la comunidad política en la que se da “el salto”
hacia, como diría Rawls, sociedades bien ordenadas. El civismo es también el resultado del
aumento y estabilización de las relaciones de confianza social. La generación de confianza en el
otro es la actitud básica del individuo que se constituye ahora en ciudadano. En sus talleres
pedagógicos, Mockus con frecuencia le pedía a dos personas que hicieran el siguiente ejercicio: la
una debía cerrar los ojos y dejarse caer de espaldas, sin prevención alguna; debía confiar en que la
otra persona lo detendría y así, le evitaría el daño. Este ejercicio era, en su opinión, marcadamente
análogo a la confianza social que hay que tener en que el conductor de un vehículo se detenga
frente al semáforo en rojo cuando el propio cruza la intersección. Las referencias teóricas de
Mockus se convierten también en recursos retóricos cuando se utilizan en espacios andra-
pedagógicos. La propuesta de Mockus también echa mano de un cierto “neorrepublicanismo” en
que los ciudadanos son los actores centrales. El ciudadano es aquel que tiene una relación íntima
de respeto a la ley porque, de hecho, es capaz de amar las leyes de su propia patria. Para ello, ha
participado intensamente en el proceso de su formación e, incluso cuando le son adversas,
entienden el propósito de las mismas. En su propio proceso evaluativo, prefiere cumplir con
normas, así le sean desfavorables, que violar las leyes a las que está moral y políticamente atado.
El ejemplo clásico de esta actitud se encuentra, por supuesto, en la Apología de Sócrates cuando
este, a pesar de haber sido condenado injustamente a muerte y poder escapar, bebe “libremente”
la cicuta que sus conciudadanos le han decretado. Párrafos de igual altura moral se encuentran en
Rousseau cuando afirma la paradoja de que el ciudadano que entra a la cárcel se hace finalmente
libre. La explicación es sencilla: dado que la libertad es la capacidad de gobernarse por normas que
uno mismo se ha dictado a sí mismo, y dado que la ley, por vía democrática, es la norma que yo
me he dado a mí mismo, soy libre cuando voy a la cárcel. El neoinstitucionalismo económico parte
de premisas diferentes y ofrece una análisis distinto sobre las relaciones entre derecho y
crecimiento económico pero sus conclusiones no difieren completamente a las del
neorrepublicanismo.
72
El uso ecléctico de todas estas fuentes le permite a Mockus fortalecer los resortes individuales del
cumplimiento voluntario de la ley. Busca así generar nuevas concepciones culturales y morales
que favorezcan el proyecto social de mediación de la legalidad. Pero este eclecticismo también
tiene ventajas políticas: esta convergencia ideológica generalizada, en la que confluyen teoría de
juegos, análisis económico del derecho, neorrepublicanismo y neoinstitucionalismo, tiene
repercusiones suprapartidistas: resuena con tendencias de izquierda porque es leída como
llamado a respetar los derechos de los demás, y con las de derecha porque reestablece la
propiedad y el contrato. De otro lado, la publicidad en Colombia ya ha capturado esta macro-
tendencia y la expresa de varias formas: las propagandas de Chevrolet, por ejemplo, ya no hablan
de carros ultrapotenciados con los que se puede violar el límite de velocidad sino que, por el
contrario, animan a formar “millones de amigos para hacer de la vía un mejor lugar”; propagandas
de motos para jóvenes urbanos los muestran parando disciplinadamente en el paso cebra y
cediendo la vía al peatón; finalmente, la estrategia del Fondo Vial Nacional para reducción de
accidentes evidencian la “epidemia de excusas” mediante la cual se violan (se derrotan) las
normas de tránsito que, en realidad, deberían ser consideradas como perentorias. En su conjunto,
todas estas estrategias invitan a la formación de comunidades con altos niveles de “capital social”
y respeto autónomo al derecho. 4. Desafíos al proyecto académico y político de construir una
“cultura de la legalidad” Esta es, en muy apretada suma, la propuesta de Mockus: ¿podemos vivir
en una sociedad política donde los ciudadanos tengan altos niveles de respeto por la ley para que
se genere cooperación social, eficiencia económica e igualdad distributiva? La propuesta ha traído
cierta frescura y novedad al debate político y social colombiano. A pesar de ello, hay varios puntos
donde la propuesta tiene potenciales debilidades desde el punto de vista de la teoría jurídica.
Estas se han venido discutiendo hace tiempo en la teoría jurídica y política y Mockus,
desafortunadamente, todavía no ha ofrecido respuestas adecuadas o completas a las mismas41. Si
es cierto que la cultura de la legalidad puede transformar el capital humano de una sociedad hacia
41 Este desafío no solo concierne a Mockus. Incumbe a todos los mandarines de la “legalidad”
afinar estas respuestas para dar mayor solidez a su propuesta.
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
América Latina
el crecimiento y el bienestar, es preciso tener una respuesta, así sea preliminar, a algunas de estas
objeciones. En primer lugar está la tesis de la indeterminación del derecho. Cada vez que le
preguntaban sobre la legalidad, Mockus responde con ejemplos más o menos sencillos de reglas
“claras”: no saltarse la cola, pagar impuestos, etc. En otras preguntas, sus respuestas como
candidato presidencial no eran tan contundentes: ¿puede ser juzgado Juan Manuel Santos en
Ecuador? ¿Apoya el aborto? ¿Tiene competencia la CPI para juzgar al Presidente Uribe? ¿Cuál
debe ser el tratamiento a las víctimas en la Ley de Justicia y Paz? En estas respuestas chocaban
varias posibles interpretaciones del derecho y Mockus tenía que escoger alguna que, sin embargo,
a muchos otros les parecía una clarísima violación del mismo. Es mérito de Ronald Dworkin haber
mostrado que gente razonable puede tener desacuerdos razonables sobre el contenido de las
normas jurídicas y que ello ocurre con enorme frecuencia. Si ello es así, ¿cómo se determina el
contenido de la ley que exige el autocumplimiento del derecho en la cultura de la legalidad?
Cuando Mockus se dio cuenta de ella, acudió diestramente a respuestas vagas en las que se
limitaba a afirmar que esperaría el juicio de los expertos. Es decir, que el derecho tendría que ser
determinado posteriormente por quienes discuten, usualmente en sede judicial, sobre el mismo.
Pero aquí la legalidad depende de lo que los jueces y doctos afirmen sobre ella. Pero aquí, esa
cultura de la legalidad fresca y clara, determinable por cada ciudadano, se convierte de nuevo en
una actividad profesional y argumentativa. El derecho requiere ser clarificado y, con ello, pierde
algo de fuerza el ideal neorrepublicano de obediencia voluntaria y espontánea de la ley. En
segundo lugar, está la obvia objeción: ¿y qué pasa cuando el derecho es estructuralmente injusto?
¿Tenemos realmente la obligación de obedecerlo? Sócrates diría que sí y que se debe morir a
pesar de la injusticia de la condena. Pero la conciencia política y jurídica contemporánea es
diferente: los mecanismos para criticar el derecho como “injusto” también son, en la cultura
contemporánea, parte interna del derecho. Algunos hablan, por tanto, de que la cultura de la
legalidad busca establecer un respeto crítico por el derecho. Sócrates podía distinguir entre el
derecho que es y el que debe ser con enorme claridad. Los positivistas del siglo XIX y XX (desde
Bentham hasta Hart) también lo podían hacer y por tanto recomendaban no
74
confundir el respeto al derecho que es con la movilización política para lograr, mediante reformas,
el derecho que debe hacer. Para ellos resulta fundamental mantener la autonomía de estas
esferas de acción a través de su tenaz “positivismo metodológico” que hoy da pasos agigantados
para convertirse en un “positivismo normativo”, esto es, para afirmar que es muy bueno
socialmente hablando que mantengamos la diferencia de manera estricta42. Pero en el mundo
contemporáneo la crítica a la ley se hace frecuentemente a partir de, por ejemplo, los “derechos
fundamentales” (y otros dispositivos del derechos que funcionan, en realidad, como apelaciones a
lo que debe ser). El “deber ser” se ha interiorizado en el derecho, originando su “remoralización”.
El ciudadano contemporáneo, pues, está más empoderado para discutirle al Estado la justicia de
su derecho. El ciudadano neorrepublicano de Mockus parece estar condenado a aceptar
virtuosamente la aplicación del derecho del Estado, incluso cuando viole derechos o, lo que es lo
mismo, cuando sea injusto. En tercer lugar está una interesante objeción: ¿Qué tal que la
discusión interpretativa del contenido de la ley fuera, ella misma, parte de lo que llamamos
“democracia”? Es cierto que los ciudadanos tenemos que cumplir las normas, pero también es
cierto que en las dictaduras nadie discute la validez de ninguna de ellas. En ambientes más
democráticos, el derecho concede múltiples instancias de discusión poslegislativa en que los
ciudadanos pueden objetar y frenar la aplicación de la ley. Estos ciudadanos no son “vivos” que
buscan “saltarse la cola”, sino ciudadanos intensamente comprometidos con la calidad general del
derecho. Y estos mecanismos, he de recordar, también son parte del derecho vigente. Aquí
aparece el neoconstitucionalismo y el patriotismo constitucional como apuestas “nomo-
orientadas”, pero no necesariamente coincidentes con el neolegalismo. Así, pues, es cierto que los
ciudadanos tienen que pagar impuestos pero las normas son frecuentemente oscuras,
contradictorias e incompletas y el derecho otorga múltiples recursos legales para discutir la
definición legal del tributo y sus componentes, los actos administrativos concretos de liquidación o
de sanción e, incluso, las decisiones judiciales con las que se revisan estos actos legislativos y
administrativos. Todo este complejo entramado de discusiones y desacuerdos también constituye
la legalidad liberal contemporánea.
75
La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
América Latina
Es posible, entonces, que la expansión de los discursos de cultura de la legalidad tenga que ser
ajustada a las preconcepciones que resultan más dominantes en cada polis. En varios países de
América Latina, el liberalismo progresista contemporáneo se ha decantado a favor de la primacía
del principio de “Estado constitucional de derecho”, como forma social privilegiada de articulación
de lo público. Colombia y Costa Rica son ejemplos señeros de ello, pero también el proyecto está
notoriamente presente en Bolivia y Brasil, por solo mencionar otros ejemplos. Muchos mandarines
del movimiento, empero, tienen una profunda distancia con relación a este neo-
constitucionalismo porque para ellos la cultura de la legalidad debe ser, en realidad, neo-legalista.
Pero estas empecinadas discusiones entre mandarines tienen que tomar en cuenta las
construcciones culturales dominantes que ya existen en la sociedad y trabajar con ellas. La
construcción de una cultura de la legalidad no depende de quién tenga razón en el debate teórico
entre mandarines; está relacionada más bien en cómo los proyectos e intervenciones tienen
consecuencias sociales benéficas, a partir de cómo la gente piensa y ve el mundo. Se trata de
antropología y no únicamente de teoría del derecho. Un ejemplo quizás ayude a entender este
punto. En el Informe Final del Grupo de Memoria Histórica43, los investigadores tratan de hacer
un recuento general de lo que denominan “memorias de guerra y dignidad”. Allí tratan de
mostrar, no solo la violencia y la victimización, sino los esfuerzos de las víctimas por lograr
reconocimiento, mantener su dignidad e impedir o aminorar las consecuencias de las acciones de
los grupos armados ilegales que operan en Colombia. En varias de estas páginas resalta una cierta
actitud frente a las normas que la siguiente cita ilustra: “En otra situación similar ocurrida en la
misma comunidad [Valle Encantado, Córdoba], la lideresa encaró a los agentes armados y les
instruyó sobre cómo debían comportarse. Así lo recuerda su hija: Uno de los hombres armados
empezó a caminar entre los jóvenes, se buscó en sus bolsillos y sacó unas tijeras con las que
pretendía cortarles el cabello a los chicos, que ya estaban de mal genio y no se iban a dejar tan
fácil al ver la reacción de ellos. Mi madre le dijo al hombre: “Me parece que esa no es
43 Establecido por Ley para ayudar al país a hacer una adecuada transición al post-conflicto.
76
la mejor manera de llegarle a la gente, sé que ustedes tienen intereses políticos a futuro. Esta es
la gente que puede votar por sus propuestas, pero no creo que quieran si les imponen este juego.
Además, la Constitución Política de Colombia dice que la gente tiene derecho al libre desarrollo de
la personalidad y eso implica llevar el cabello como se les antoje. Si ustedes están enseñando
normas, deberían empezar por las que se encuentran en la Carta Política”44. El hombre quedó
perplejo al escuchar esas palabras; en los imaginarios de esos grupos está el que la gente es bruta
e ignorante y fácil de embolatar. El hombre dijo: “Perdón señora, no sabía que era abogada”. Ella
le dijo que no era abogada, que simplemente era una ciudadana que conocía y acataba las normas
de su país. El comandante dijo que le parecía muy bien que la gente resolviera los problemas, pero
advirtió que si se armaba una riña, ellos intervendrían, y al quedar sin argumentos, se marchó
junto a sus hombres. La comunidad descansó al verlos ir, pero lo peor estaba por venir.” El
ejemplo es ilustrativo porque la señora está citando la línea jurisprudencia de la Corte
Constitucional colombiana en la que se protege las decisiones personales de apariencia física
frente a restricciones establecidas en manuales escolares de convivencia. En la discusión de los
mandarines, estas sentencias han sido el ejemplo máximo de hiper-constitucionalización de la vida
cotidiana; muchos han banalizado sus contenidos porque consideran que el largo del pelo de una
persona no es una cuestión constitucional y que, en todo caso, los límites estaban marcados por
normas escolares y no por mera arbitrariedad docente. Pero a pesar de estas consideraciones
letradas, la señora muestra cómo esta jurisprudencia ofrece recursos de resistencia frente a los
paramilitares. Se trata de un dato inescapable de cómo existe una cultura social nomo-orientada
que resiste la violencia y los tipos especiales de incumplimiento que afectan, en un momento
dado, a una comunidad. Los incumplimientos son contextuales y la cultura de la legalidad también
lo es. Quizás el excesivo énfasis en
44 Centro Nacional de Memoria Histórica (2013), ¡Basta Ya!. DPS, Bogotá, pp. 378-379.
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La “cultura de la legalidad” como discurso académico y como práctica política. Un reporte desde
América Latina
la “legalidad” sea inadecuado porque nos impide ver, de entrada, las diferentes estrategias y
formas de nomo-orientación que despliegan los grupos sociales. Para la Comisión de Memoria
Histórica “esta mujer crea una situación de interacción con los actores armados, los aconseja
como persona mayor y sabia, y de esta manera, subvierte la lógica punitiva y letal del orden
armado. Su estrategia es efectiva porque los actores armados no esperan este tipo de desafío en
el que ellos son tratados como menores aconsejados y orientados, y en medio de su perplejidad se
retiran. En cuarto lugar, podría pensarse que el derecho es espacio, no solamente para
cumplimiento de normas, sino también para la transformación social. En esta función, los
ciudadanos no son exclusivamente aquellos que aceptan el cumplimiento pacífico del “statu quo”
sino aquellos que inician proyectos creativos de defensa de derechos a pesar de que las normas
actualmente vigentes no parecen proteger suficientemente tales intereses. El movimiento de los
derechos civiles de los Estados Unidos es el ejemplo clásico: ciudadanos comprometidos se
enfrentaron al derecho, lo desafiaron en un primer momento; en un segundo momento
identificaron los espacios de transformación que el derecho ofrecía y los utilizaron en el litigio.
Estos son también ciudadanos que colaboran en la formación de capital social pero que no
necesariamente encuadran dentro del mockusianismo más simple. En quinto lugar está una
objeción poderosa y novedosa que busca criticar gran parte del pretendido conocimiento en el
que está basado el “neolegalismo”: no es cierto que existan “sociedades bien ordenadas” con altos
niveles de capital social donde la gente cumple autónomamente con las reglas y donde estos “no
se saltan la fila”. En estudios comparados recientes, Jorge Esquirol ha mostrado que las tasas de
impunidad al violar el derecho en países avanzado son también altas y que, en últimas, no existen
diferencias significativas en la calidad del rule of law entre quienes dicen tenerlo y aquellos a
quienes se les pretende exportar. El rule of law del que Mockus se hace eco es también una
ideología exportable que abre la gobernanza local de nuestros países a los proyectos políticos de
otros, no porque en ellos se proteja mejor la regla sino, más bien, porque ellos tienen reglas que
les interesa que estos países adopten. Para ello insisten brutalmente
78
en la anomia de los Estados tropicales mientras exageran los niveles de cumplimiento autónomo
de sus propias reglas. En fin, como decía Liona Helmsley, una de las mujeres más ricas de los
Estados Unidos cuando fue acusada de evasión fiscal: “Solamente la gentuza paga impuestos”.
Pero no quisiera terminar aquí con esta afirmación cínica. La cultura de la legalidad es una
propuesta interesante, no cabe duda. Tiene varios peligros: que se vuelva parte de una cultura
juvenil light en la que se afirme que respetar las reglas es fácil, especialmente cuando son
intereses abstractos o menores. Respetar las normas tributarias cuando no se tiene todavía que
pagar impuestos es fácil; o reducir la cultura de la legalidad a una cultura de la vialidad es plausible
pero exagera el impacto del proyecto; o estar a favor de los derechos humanos de todos cuando
no se conocen las tensiones profundas dentro de un país es una afirmación meritoria, incluso
virtuosa, pero que no necesariamente cambiará la sociedad en la que vivimos. ¿Puede la
propuesta refinarse para ser teórica y políticamente potente en un futuro?
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