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Lectura 1. Parcial PVNA 

Los asesinos ortográficos 


José Urriola 
 

Hace  dos  años,  a  eso  de  las  3.15  de  la  madrugada,  sonó  mi  celular  y  -como  a  esa  hora  sólo  se  llama 
para  anunciar  la  muerte  de  alguien  o  dar  parte  sobre  alguna  fatalidad-  me  apresuré  en  responder.  El 
identificador  de  llamadas  titilaba  con un “número desconocido”. Del otro lado de la línea se escuchaba 
una  fiesta,  al tercer aló lanzado al vacío me respondió la voz inconfundible de un malandro de esos que 
habla  algo  lejanamente  parecido  al  castellano  pero  que  cualquier  lingüista  con  un  poco  de  cariño  por 
este  idioma  diría  que  indudablemente  se  trata  de  otra  lengua  (algo  parecido  a  lo  que  hablaría  un 
chimpancé  si  le  operan  las  cuerdas  vocales).  La  traducción  del  diálogo vendría a ser aproximadamente 
así: 

-Mira,  el  mío,  te  estoy  llamando  para  una  vaina  que  es  seria.  A  mí  me  contrataron  para  quemarte 
mañana a las 9, una jeva que tiene culebra contigo. Así que tú me dirás… 

Silencio de mi parte hasta que se me ocurre preguntar: ¿Que te diga más o menos qué? 

-Bueno, esta mujer hizo una oferta para que te asesinemos mañana… pero tú dirás. 

-No señor, usted está equivocado… buenas noches- cuelgo. 

(Estuve a punto de agregar, además, que no estaba interesado). 

Pasan  dos  minutos y justo después del interrogatorio de mi mujer: quién era, qué quería, por qué llama 


a esta hora, de dónde llamaba, cómo te van a matar y qué mujer será esa, vuelve a sonar el celular. 

-Mira,  el  mío,  ponte  serio,  déjate  de comiquitas y no me vuelvas a trancar el teléfono porque entonces 


no negociamos y te quebramos mañana a las 9… 

Mi  esposa  se  levanta  y  susurra  a  gritos:  cuelga,  no  atiendas  más  ese  teléfono,  te  quieren  extorsionar, 
mándalo al carajo. 

Obedezco.  Apago  el  teléfono.  Pero  a  las  dos  horas  lo  enciendo  sin que mi mujer se entere (yo prefiero 
enfrentar  al  malandro),  entra  entonces  un  mensaje  de  texto  con  la  siguiente  belleza  que  he 
memorizado letra a letra: 

Mire  cabayero  si  uste  valora  su  vida  o  la  de  su  muje  yame  ya  a  este  numero.  es  un  hasunto  de  vida  o 
muerte. sabemo donde estas hubicado y si no apareses lo acesinamo manana. 

Y  yo,  ciertamente,  me  preocupé  por  la  amenaza;  pero  lo  que  más  me  angustió  fue la ortografía de mi 
victimario.  Coño,  porque  yo  soy  de  los  que  cree  que  se  merece  una  muerte  más  digna.  Yo  le  ruego  a 
Dios  que  si  alguien  me  quiere  ajustar cuentas por lo menos sea alguien con un conocimiento mínimo de 
gramática. Alguien que sea capaz de escribir correctamente: te vamos a asesinar mañana. 

Mi  amigo  Joaquín  sostiene  que  cuando  este  horror  criollo  se  acabe  tenemos  que  asumir  la 
responsabilidad  de  hacer  que  esta  cuerda  de  maleantes  que  nos  gobiernan  paguen  por  sus  fechorías, 
pero  sugiere  que  el  castigo  sea  a  través  simulador  tridimensional  de  metrobús.  Que  durante  años  los 
condenados  no  hagan  otra  cosa  que  manejar  un  metrobús  virtual  donde  la  gente  se  suba  en  cambote, 
donde  no  paguen,  o donde paguen con billetes de 100 y hay que darles cambio mientras se conduce por 

 
 
 
las  avenidas  Lecuna  y  Universidad, se sortea a los motorizados, se atraviesan peatones, hay que aplicar 
manejo  defensivo  contra  los  carritos  por  puesto  y  donde  te  paran  los  fiscales  de  tránsito  para 
martillarte mientras los 80 pasajeros allá atrás se amotinan y te empiezan a quemar la unidad. 

Yo  sugiero  también  que a esta infinita gama de funcionarios mamarrachos y, sobre todo, de asesinos de 


la  ortografía  y  el  habla  que  nos  gobiernan  hoy,  también  se  les  condene  de  por  vida  a  un  simulador de 
segundos  grados  de  colegios  de  monja.  “Me  va  a  escribir  usted  con  caligrafía  Palmer,  sin  salirse  de  la 
raya  y  sin  borrones,  la  palabra  “transparencia”  200  veces  y  luego  me  va  a  poner  200  veces  la 
transcripción  de  la  definición  del  término  “transparencia”  tal  como  aparece  en  el  Pequeño  Larousse 
ilustrado”.  Y  siempre,  irremediablemente  siempre,  en  la  transcripción 167, al asesino ortográfico se le 
olvida  la  S  (vélcia,  ¿en  serio tranparencia es con S?) y tiene volver a empezar desde cero, en loop, para 
toda la eternidad. 

Y a veces en el simulador se le rompe la punta al lápiz. Y no hay sacapuntas. Y ahí viene la monja. 

Cuando  toda  esta  pesadilla  acabe,  y  como  dicen  Los  Planetas  ​van  a  sacarte  los  dientes/  y  van  a 
televisarlo/  simplemente  por  las  cosas  que  has  pensado​,  se  abrirán  juicios  sumariales  y  seguramente 
los  sentados  en  el  banquillo  protestarán:  pero  yo  no  robé,  tampoco  abusé  del  poder,  yo  simplemente 
cumplía  con órdenes de mis superiores; ante lo cual a todos ellos se les responderá de idéntica manera: 
“Sí,  pero  es  que  usted  está  siendo  juzgado  por  cargos  relacionados  con  su  inconmensurable  (búsquelo 
en  el  diccionario  que  tiene  sobre  la  mesa,  por  la  “i”,  eso  no  es  con  “h”)  incapacidad  para  ejercer  el 
cargo que asumió y por crímenes de lesa hispanidad (un crimen recién tipificado que no prescribe) 

   

 

 
 

Lectura 2. Parcial PVNA 

El oficio de pensar 
Umberto Eco 
 
Un quinceañero me preguntó hace unos días, en un momento de
confidencia: "Pero, perdone: ¿cómo definiría usted su oficio?". Le respondí por
instinto que mi oficio era el de un filósofo, cosa admitida por la ley, ya que estoy
doctorado en filosofía y honrado con libre docencia en materia filosófica.Me
siento filósofo por culpa de Giacomo Marino. Este verano he ido a Pinerolo a
conmemorarlo porque había sido mi profesor de filosofía en el instituto Plana de
Alessandría. Marino ha demostrado que se puede ser un filósofo -es decir, un
pensador- aunque se esté condenado a ser profesor de filosofía. No sólo me ha
enseñado filosofía cuando me explicaba a Descartes o a Kant, sino también
filosofía cuando respondía a preguntas tan insensatas como éstas: "¿Quién era
Freud?", "¿Qué es un ​leit-motiv en Wagner?", "¿Es lícito practicar el boxeo?". Así
causó Giacomo Marino un gran disgusto a mi padre, que quería que yo fuera
(como era inevitable en Piamonte) abogado.
Amar la filosofía y practicarla profesionalmente es un extraño oficio. Se es
un pensador. A veces, me percato mientras estoy trabajando de que me abandono
sobre la silla, con los ojos fijos en un punto, y dejo divagar mi mente aquí y allá.
Y, como es natural, mi moralismo de ex católico se despierta: estoy perdiendo el
tiempo. Luego me recompongo: ¿acaso no estoy ejerciendo la profesión de
pensador? Y, por tanto, es justo que piense.
Errónea idea: un pensador piensa, pero no en los momentos dedicados al
pensamiento. Piensa mientras coge una pera de un árbol, mientras cruza la calle,
mientras espera que el funcionario de turno le entregue un impreso. Descartes
pensaba mirando una estufa. Cito de dos textos contemporáneos (uno
voluntariamente degradado y otro voluntariamente degradante): para Fleming,
"James Bond se sentaba en el área de salida del aeropuerto de Miami después de
dos dobles de ​bourbon y reflexionaba sobre la vida y la muerte". Para Joyce, al
final del capítulo cuarto de ​Ulises, Leopold Bloom está sentado en la taza (si se
me permite, está cagando) y reflexiona sobre las relaciones existentes entre
cuerpo y alma. Esto es filosofar. Utilizar los intersticios de nuestro tiempo para
reflexionar sobre la vida, sobre la muerte y sobre el cosmos. Deberíamos dar este
consejo a los estudiantes de filosofía: no apuntéis los pensamientos que os
vengan a la cabeza en el escritorio de trabajo, sino los que se os ocurran en el
retrete. Pero no se lo dígáis a todos, porque llegaríais a la cátedra con mucho

 

 
 

retraso. Comprendo, por otro lado, que esta verdad pueda parecer ingrata a
muchos: lo sublime no está al alcance de cualquiera.
Pero filosofar significa también pensar en los otros, especialmente aquellos
que nos han precedido. Leer a Platón, Descartes, Leibniz. Y es este un arte que se
aprende lentamente. ¿Qué quiere decir reflexionar sobre un filósofo del pasado?
Tomar en serio todo lo que ha dicho es como para abochornarse. Ha dicho, entre
otras cosas, un montón de estupideces. Honestamente: ¿hay alguien que sienta
que vive como si Aristóteles, Platón, Descartes, Kant o Heidegger tuvieran razón
en todo y para todo? ¡Vamos, hombre! La grandeza de un buen profesor de
filosofía está en hacernos volver a descubrir a cada uno de estos personajes como
hijos de su tiempo.
Cada uno ha tratado de interpretar sus experiencia desde su punto de vista.
Ninguno ha dicho la verdad, pero todos nos han enseñado un método de buscar
esta verdad. Es esto lo que hay que comprender: no si es verdad lo que ha dicho,
sino si es adecuado el método con el que han tratado de responder a sus
interrogantes. Y de este modo un filósofo -aunque diga cosas que hoy día nos
harían reír- se convierte en un maestro.
Saber leer así a los filósofos del pasado significa saber redescubrir de
improviso las fulgurantes ideas que han expresado. Un ejemplo: Bacon ha sido el
filósofo de la ciencia moderna. Si hubiéramos tomado al pie de la letra lo que
escribió, la ciencia moderna no existiría. Además, ha sido un personaje ambiguo
como modelo ético. También ha estado en prisión, aunque no se sepa muy bien si
como Gramsci o como Licio Gelli. Pobre Francisco, tratemos de ponernos en su
lugar. Abro por azar su ​De dignitate et argumentis scientiarum, y leo que es tan
erróneo sobravalorar el pasado como sobrevalorar el presente. Pero que, a fin de
cuentas, la antigüedad es la juventud del mundo, mientras que el único tiempo
viejo y antiguo es aquel en el que vivimos ​(De dignitate, 1,28).
¡Qué hermosa idea para un precursor de la ciencia moderna!

 

 
 

Lectura 3. Parcial PVNA 

Temblores  
Alberto Barrera Tyszka
 
Estaba a punto de pagar, en la caja del supermercado, cuando alguien gritó. A partir de
ahí, todo se desató en un instante. Un grito, dos gritos, y tres más, y cuatro y cinco y seis
gritos. Los cuerpos comenzaron a correr hacia fuera. Se disparó la alarma sísmica. Y ya
todos fuimos una marea de voces y de gestos, desbordándose en el estacionamiento.

Yo pensé en Cristina, en la casa. Vivimos muy cerca del supermercado, casi enfrente, en el
segundo piso de un edificio de 1951. Traté de caminar pero el movimiento del piso me lo
impedía. El asfalto era gelatina. Resultaba incluso difícil mantener cierto equilibrio. Era
como tratar de permanecer de pie sobre un vértigo. Buscar apoyo en los carros era inútil.
Todo formaba parte del mismo vaivén. Arriba, las ramas de los árboles danzaban de
manera desordenada. Hasta los segundos parecían cuartearse.

Llegué por primera vez a la capital de México a finales de 1995 y, desde ese momento, he
ido cultivando una relación cada vez más cercana con esta ciudad diversa y fascinante. En
los tiempos en que no he vivido aquí, siempre he permanecido suficientemente cerca. Ya
tengo demasiados afectos hundidos en estas piedras que, a veces, parecen aguas. No
hay en el planeta un lugar tan descomunal y a la vez tan frágil. Aquí, el único equilibro
posible está en la gente.

El primer apartamento que renté estaba en la Plaza Río de Janeiro, en la colonia Roma.
Aunque había pasado una década, esa zona seguía cargando con la mala fama que le dejó
el terremoto de 1985. Era un barrio sísmicamente muy inseguro. Ahí, también, viví mi
primer temblor chilango. Y a lo largo de todos estos años, he ido sumando temblores y
alarmas. Pero nunca nada fue como lo que ocurrió este 19 de septiembre. En mi memoria,
solo se mueve de la misma manera la noche del 29 de julio de 1967.

Sucedió en Caracas. Yo tenía siete años y mi familia acababa de mudarse a un edificio en


la avenida Rómulo Gallegos. Era de noche y estábamos cenando. De repente, los platos
comenzaron a moverse sobre la mesa. Recuerdo el susto, el brinco de los cubiertos sobre
el mantel, los chillidos, la oscuridad completa. Mi padre gritó más fuerte que todos y nos
obligó a colocarnos debajo de una viga. Mi madre buscó mi hermana menor, que apenas
tenía un año y estaba dormida en un cuarto. Después, los seis bajamos por las escaleras.
Todavía recuerdo con frío ese descenso. Todo a oscuras. Todo lleno de alaridos y llanto.
Había grietas en las paredes, faltaban escalones. Una mujer dejó un zapato olvidado en el
tercer piso. La calle era una locura. Pero estaba firme. No recuerdo si nos pusimos a llorar.

No pudimos regresar a nuestra edificio y pasamos un año viviendo en el kínder de un


colegio donde mi papá daba clases. En algunos sábado de mi infancia, veo todavía a unas
monjas jugando volibol en un patio desierto. (Quizás por eso –como señala un amigo- me
entusiasma tanto la serie “The Young Pope”). Recordé todo esto de golpe esta semana,
mientras trataba de permanecer en pie en el estacionamiento, durante esa fugaz eternidad
 

 
 
que llamamos terremoto. Cuando por fin la tierra se detuvo, una señora que estaba a mi
lado, me miró aterrada: “¿Ya?”, musitó. Suplicante. Esa mínima palabra abarcó toda la
dimensión de nuestro miedo, de nuestra vulnerabilidad: ¿ya estamos otra vez vivos?

Los mexicanos cultivan una virtud sorprendente y envidiable: la solidaridad instantánea. La


solidaridad que no pregunta, que no espera que la llamen, que no pide permisos. Antes
aun que las autoridades o que los medios de comunicación, los ciudadanos ya estaban ahí,
en la zona de desastre, activados, sabiendo cómo reaccionar, dispuestos a hacer todo lo
necesario. Con insólita rapidez, una gran mayoría de ciudadanos comenzaron a colaborar
en las labores de rescate y apoyo a las víctimas de lo ocurrido. Se multiplicaron los
voluntarios, se crearon centros de acopio, se establecieron prioridades y se canalizaron
informaciones y esfuerzos, todo el mundo buscó cómo podía ayudar. Para decirlo en
códigos de canción ranchera, se trata de una sentimentalidad que también sabe ser
eficiente. Lo ocurrido esta semana demuestra que no hay nada más eficaz que el amor.

Porque, finalmente, en el contexto de las arduas labores de rescate, siempre se llega a


punto donde la tecnología o las herramientas son inútiles, donde ya no sirven los teléfonos
celulares ni los instrumentos térmicos, donde ni siquiera se puede escavar con un pico o
una pala…Es el punto donde la experiencia más humana y más básica es la única que
puede hacer algo. Es el rescatista delgado que se cuela por una grieta, que se arrastra por
un túnel. Es el rescatista que, en medio de los escombros, levanta su puño cerrado y
establece una seña que se va repitiendo como una ola. “¡Silencio total!”, grita de pronto una
voz. Y se hace el silencio. Un silencio que llega a los animadores de turno en la televisión,
que se prolonga incluso hasta los televidentes. Un silencio total en una de las ciudades
más grande del mundo. Un silencio que se ha vuelto esperanza, que busca del otro lado de
las ruinas una voz, un golpe tenue, una vida.

En muy pocos días, México nos enseña que la memoria de la tragedia puede ser una
poderosa fuerza de salvación. Así como se puede temblar de miedo y de dolor, también se
puede temblar de emoción, de solidaridad y de futuro.
 

 

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