Los recuerdos de mis primeros años están conectados con esta sala y con sus
volúmenes, de los cuales no voy a decir nada más. Aquí murió mi madre.
Aquí es donde nací. Pero es una mera frivolidad decir que no había vivido antes,
que el alma no tiene existencia anterior. No discutamos el asunto, me convencí a
mí mismo, por lo que no busco convencer. Hay, sin embargo, una memoria de
formas aéreas, de ojos espirituales y significativos, de sonidos, musicales aunque
tristes. Una memoria que no será excluida; un recuerdo como una sombra, vaga,
variable, indefinida, inestable y como una sombra también, también en la
imposibilidad de deshacerme de ella mientras exista la luz del sol de mi razón.
En esa cámara nací. Así despertando de la larga noche de lo que parecía, pero no
era la no-existencia, si no las propias regiones de la tierra de las hadas, en un
palacio de imaginación, en los salvajes dominios del pensamiento erudito y
monástico. No es extraño mirar a mi alrededor y comprender que perdí el tiempo
de mi niñez en libros y disipé mi juventud en ensueños; pero es singular que
como los años pasaron y al mediodía de mi masculinidad me encuentro aún en la
mansión de mis padres, y es maravilloso que el estancamiento cayó en la
primavera de mi vida. Es increíble la inversión total que tomó lugar en mis
pensamientos más frecuentes. Las realidades del mundo me afectaron como
visiones y sólo como visiones, mientras que las ideas salvajes de la tierra de los
sueños se transformaron, a su vez, no en material del día a día de mi existencia,
pero en cada hazaña de esa existencia total y exclusivamente en sí misma.
Entre la numerosa serie de calamidades inducidas por aquella primera y fatal que
efectuó una revolución de una horrible moral y ser físico de mi prima, se puede
mencionar que la más angustiosa y obstinada en su naturaleza, una especie de
epilepsia que con frecuencia terminaba en catalepsia, un trance muy parecido a la
extinción de la vida y cuya forma de recuperación fue mayoritariamente,
sorprendentemente abrupta. Mientras tanto mi propia enfermedad, por lo que me
han dicho no debo llamarla de otra denominación, mi propia enfermedad entonces,
creció rápidamente en mí y finalmente asumió un carácter monomaniaco de forma
novedosa y extraordinaria, a cada hora y ganando vigor momentáneamente, y a la
larga teniendo sobre mí la más incomprensible ascendencia.
Esta manía, si puedo llamarla de esta forma, consistía en una irritabilidad mórbida
de aquellas propiedades de la mente que la Metafísica ha denominado como
alerta. Es más que probable que yo no sea un entendido; pero lo que temo, en
efecto, es que no hay manera posible de comunicarse a la mente de un simple
lector general, una idea adecuada de tal intensidad del interés nervioso en la que,
en mi caso, los poderes de la meditación (por no hablar técnicamente) te ocupa y
entierra en la contemplación de los objetos más cotidianos del universo.
Mis libros, en esta época, no sirvieron realmente para mitigar el trastorno, sino que
tomaron parte y serán percibidos, a la larga, por la naturaleza imaginativa e
inconsecuente de mi padecimiento. Yo recuerdo, entre otros, el tratado del noble
italiano Coelius Secundus Curio “De Amplitudine Beati Regni dei”; la gran obra de
San Agustín “Ciudad de Dios” y Tertuliano “De Carne Christi”, cuya paradójica
frase “Mortuus est Dei filius; credible est quia ineptum est: et sepultus resurrexit;
certum est quia impossibile est” ocupó mi tiempo por muchas semanas de
laboriosa e infructuosa investigación.
De esta forma parece que, agitado por su balance sólo por cosas triviales, mi
razón pretende parecerse a ese océano, del ya hablado risco marino de Ptolomeo
Hefestión, que constantemente resiste los ataques de la violencia humana y la
furia feroz de las aguas y los vientos, temblando sólo al contacto de la flor llamada
Asfódelo. Y aunque, para un pensador descuidado, podría parecer una cuestión
más allá de toda duda, que la alteración producida por su infeliz enfermedad, en la
condición moral de Berenice, podría permitirme muchos objetos para ejercitar esa
intensa y anormal meditación cuya naturaleza he tenido dificultad para explicar, sin
embargo ese no fue el caso en absoluto. En los intervalos lúcidos de mi
enfermedad, su calamidad, de hecho, me dio lástima, y teniendo profundamente
en mi corazón la ruina total de su justa y gentil vida, no dejaba de reflexionar con
frecuencia ante la amargura en la que un extraño milagro había revolucionado
todo tan repentinamente. Pero estas reflexiones no tomaron parte de la
idiosincrasia de mi afección y eran tal como habría ocurrido, en circunstancias
similares, a la masa corriente de la humanidad. Fiel a su propio carácter, mi
trastorno se deleitó con los cambios menos importantes pero más llamativos que
ocurrían en la estructura física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión
de su identidad personal.
Durante los días más brillantes de su belleza incomparable, ciertamente nunca la
habría amado. En la extraña anomalía de mi existencia, mis sentimientos, nunca
habían estado en mi corazón y mis pasiones siempre fueron mentales. A través
del gris de la madrugada, entre las sombras enredadas en el bosque al medio día
y en el silencio de mi biblioteca en la noche, ella estaba revoloteando en mis ojos y
yo la había visto, no como la Berenice que vivía y respiraba, sino como la Berenice
de un sueño, no como un ser de la tierra, mortal, sino como una abstracción de un
ser no como para admirar, pero si para analizar, no como objeto de amor, sino
como el tema de la más oscura aunque inconexa especulación. Y ahora, ahora
temblaba en su presencia y palidecía al verla pasar; sin embargo lamentando su
amarga decadencia y desolada condición, vino a mi mente que ella me había
amado hace mucho y en un momento funesto, yo le hablé de matrimonio.
En la mesa a mi lado ardía una lámpara y cerca de ella yacía una pequeña caja.
No tenía características destacables, la había visto antes con frecuencia, pues era
propiedad del médico de la familia; pero ¿cómo llegó allí, sobre la mesa? y ¿por
qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta y
mi mirada cayó a las páginas abiertas de un libro y en una oración subrayada en
él. Fueron las singulares pero simples palabras del poeta Ebn Zaiat: "Dicebant
mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore
levatas.” ¿Por qué entonces, cuando las leí detenidamente, los cabellos de mi
cabeza se erizaron y la sangre de mi cuerpo se congeló en mis venas?