Anda di halaman 1dari 6

Edición Nro 198 - Diciembre de 2015

Editorial

Buda
Por José Natanson

igerido el resultado de las elecciones, el esfuerzo analítico debe


orientarse ahora a tratar de entender las características del nuevo
gobierno. ¿Qué hará Mauricio Macri? Es difícil decirlo, porque su
campaña estuvo marcada por una serie de zigzagueos tácticos, sobre todo en
materia económica, y porque recurrió al atajo de la Coca-Cola sin azúcar y la
cerveza sin alcohol, que según la famosa conceptualización del sociólogo Slavoj
Žižek alude a la ilusión pos-moderna de que es posible obtener dosis de placer
(Asignación por Hijo, planes de infraestructura, educación para todos) sin
sacrificios (sin retenciones ni impuestos). El recurso, al que también acudió el
candidato oficialista, se suma al cuadro radicalmente nuevo que exhibe la política
argentina, todo lo cual convierte al gobierno que se inicia en un pescado resbaloso
difícil de capturar.

De todos modos vale la pena intentarlo. Aquí intentaremos definirlo por un camino
alternativo al que se sigue habitualmente: más que evaluar los nombres del
gabinete, los límites de sus alianzas legislativas o el cuadro de sus apoyos
sociales, procuraremos explorar las tradiciones político-ideológicas en las que se
inscribe, como una forma de anticipar –muy tentativamente– el camino que
recorrerá.

La primera es la más evidente. Macri es una expresión sintomática de la cruza


tensa entre liberalismo y conservadurismo que caracteriza a las nuevas derechas
globalizadas (1). De Sebastián Piñera a Silvio Berlusconi, de Juan Manuel Santos
a Albert Rivera, se trata de líderes que saben combinar valores clásicos como el
orden, la libertad individual y el respeto irrestricto a la propiedad privada con
aperturas a las agendas plurales del siglo XXI. Desvinculados por convicción o
simple posición etaria de los autoritarismos del pasado, son políticos democráticos
y flexibles que, al menos en el caso latinoamericano, han ido moderando sus
programas ortodoxos para reconocer algunos aciertos económicos de los
gobiernos del giro a la izquierda, pero sobre todo para incorporar la promesa de no
descender del piso de beneficios sociales construido en la última década: si antes
de llegar al poder la nueva izquierda se vio obligada a ofrecer garantías de
gobernabilidad económica, la nueva derecha promete ahora gobernabilidad social,
tal como hizo Gabriela Michetti en su discurso pos-triunfo. Como el clonazepan, la
nueva derecha tranquiliza.

La segunda tradición es la más explícita. En su despacho del gobierno de la


Ciudad Macri tenía una sola foto de un político, la del ex presidente Arturo
Frondizi, y a lo largo de su campaña ha insistido con que el suyo será un gobierno
sobre todo desarrollista. ¿Qué significa exactamente? En una primera mirada, el
desarrollismo opera como la justicia social, la educación pública o la ciencia y
tecnología: significantes redondos sobre los cuales nadie en su sano juicio puede
manifestarse en contra. El desarrollismo no es neoliberal pero sí moderno, procura
atraer al capital extranjero pero es cuidadoso de los intereses nacionales, no es
populista pero apuesta a la industria nacional, busca insertar al país en el mundo
pero reconoce los límites del esquema centro-periferia. Considerado en esta
acepción acuosa, el desarrollismo aparece como un peronismo benigno o un
radicalismo con onda.

Aunque por su carácter equívoco el desarrollismo así entendido puede aplicarse a


casi cualquier país del tercer mundo que dejó inconclusa su revolución industrial,
quizás algunas de sus líneas maestras resulten útiles para pensar los problemas
del presente. Me refiero básicamente a la idea de impulsar, mediante el ingreso de
inversiones extranjeras, industrias intensivas en capital, tecnología y mano de obra
calificada que permitan sortear los “cuellos de botella” de la economía, que son los
que generan el déficit de divisas que pone un techo al crecimiento. Como saben
bien los economistas, el gran problema de la economía argentina sigue siendo su
estructura industrial desequilibrada, que hace que los ciclos de crecimiento y
consumo disparen una demanda de dólares que los superávits del agro no llegan
a cubrir. El desarrollismo pretende, a través de la industrialización acelerada y
modernizante, resolver este problema.

Por supuesto, impulsar un programa verdaderamente desarrollista implica,


además de la atracción de los capitales que lo financien, un fuerte rol del Estado
como orientador del proceso y, sobre todo, voluntad política: incluso en los
desarrollismos excluyentes como el brasilero de los años 50, la transformación de
la estructura productiva lleva a su vez a una transformación de la estructura social,
una lucha de clases atenuada en la que los trabajadores y las capas medias
conquistan nuevas posiciones frente a la previsible resistencia de los sectores
dominantes (2). Por más apelaciones a Frondizi que pronuncie, por más que la
imagen del ex presidente ilustre el esperado billete de 500 pesos y por más que su
ministro del Interior se apellide Frigerio, parece difícil imaginar a Macri en este rol,
aunque solo el tiempo dirá si el desarrollismo se transforma en un verdadero plan
de gobierno o queda como un simple eslogan de campaña.

Si la primera tradición es evidente y la segunda explícita, la tercera es de forma.


Surgido al pie del Himalaya en el siglo V a. C. en torno de las enseñanzas del
sabio Sidarta Gautama, el budismo se fue expandiendo por la India hasta
convertirse, doscientos años después, en la religión oficial del imperio, desde
donde luego se propagaría por toda Asia y, en una versión pasteurizada, por las
grandes ciudades de Occidente, donde hoy seduce a cada vez más integrantes de
las clases medias, tal como demuestra la pregunta que le formuló el arzobispo de
París, Jean-Marie Lustiger, al Dalai Lama en su publicitado encuentro de 2007:
“¿Por qué nos roban tantas almas?”.
Triturado por la minipimer capitalista, el budismo occidental se desprendió de sus
ribetes anti-materialistas originales y se convirtió en el paraguas ambiguo bajo el
cual prosperó ese conjunto de prácticas, escuelas y concepciones inorgánicas
pero popularísimas conocidas como new age. Como recuerda la antropóloga
María Julia Carozzi (3), el movimiento new age nació en los 60 y 70 en la Costa
Oeste de Estados Unidos en el marco de los movimientos autonómicos y anti-
autoritarios que vivieron su auge con las protestas contra la guerra de Vietnam y
que luego se fueron deslizando hacia el hipismo, las iniciativas contraculturales y
las comunidades terapéuticas, retratadas con saña despiadada por Michel
Houellebecq en Las partículas elementales. Estructurado en torno a una red
informal de cursos, centros de meditación, sesiones de yoga y sus mil terapias
alternativas, con ramificaciones como las escuelas libres, el sexo tántrico y los
libros de Ari Paluch, el movimiento new age sintoniza con la sensibilidad de una
parte importante de la clase media pos-setentista argentina, como confirmó el
éxito de la Fundación el Arte de Vivir y la masiva visita de Sri Sri Ravi Shankar
auspiciada por Macri, que en el acto inaugural junto al gurú indio declaró a Buenos
Aires “capital mundial del amor” (4).

No es difícil detectar trazos de esta filosofía en el discurso buena onda del PRO.
El budismo new age, suficientemente amplio para admitir a un católico o un ateo,
un empresario o un trabajador, un radical o un peronista, es una doctrina más
filosófica que religiosa, que refuta la existencia de un dios y carece de un único
texto sagrado. El budismo no postula la existencia de un creador del universo y, a
diferencia de las tres religiones del libro, rechaza los dogmas. Como Macri durante
la campaña, predica la tolerancia y la serenidad y no concibe las excomuniones.

Pero puede haber algo más que la simple coincidencia estética entre una filosofía
zen que abjura de la confrontación y las tonalidades lapislázuli del discurso
macrista. Como la teoría económica ortodoxa, el budismo new age es, en esencia,
una búsqueda del equilibrio, sólo que éste no se alcanza a través de la mano
invisible del mercado sino por vía de la meditación, la alimentación en base a tofu,
las flores de Bach o la reflexología. Al nirvana –un despertar que permite
experimentar la verdadera realidad del mundo– no se llega por una revelación
divina sino a través de un descubrimiento directo. Igual que los viajes de LSD, la
budista es una búsqueda personal, lo que explica el nombre de la revista que
popularizó al movimiento en Argentina: Uno mismo. A diferencia del catolicismo y
sus cruzadas y del islam y sus guerras santas, el budismo no se propone moldear
el mundo a su imagen y semejanza ni imponer desde afuera una religión. Lejos de
cualquier articulación colectiva, ofrece apenas una guía para la transformación
personal.

Mi argumento es que el budismo occidentalizado esconde un fondo de


individualismo que sintoniza con el discurso de progreso mediante el esfuerzo de
las personas y familias que es el eje de la doctrina liberal de la igualdad de
oportunidades y una de las marcas de fábrica del PRO: poner a todos los
ciudadanos en la misma línea y que cada uno llegue hasta dónde buenamente
pueda. El apoyo al emprendedurismo mediante programas, capacitación y
educación para incorporar innovación y creatividad a diversas iniciativas
personales ocupó parte importante de la agenda del Gobierno de la Ciudad y,
según anunciaron los nuevos funcionarios, será replicado a nivel nacional. La
sintonía es filosófica: budismo y macrismo apuestan, en sentido estricto y sin
ironías, al poder de la autoayuda. En palabras de María Eugenia Vidal: “Te hablo a
vos, que te levantás todos los días para ir a trabajar y querés progresar”.

Concluyamos. Aunque al comienzo la coyuntura monopolice sus esfuerzos, todo


gobierno debe, para afirmarse en el poder, levantar la cabeza y mirar más allá. Así
como el alfonsinismo puede ser visto como el intento de construir una
socialdemocracia criolla en tiempos de esplendor de los partidos socialdemócratas
europeos, el menemismo como la versión argentina del Consenso de Washington
y el kirchnerismo como una interpretación no lineal del giro a la izquierda
latinoamericano, el macrismo deberá buscar su lugar en una región y un mundo
muy diferentes a los de una década atrás. Por más nuevo que sea, por más que
se presente como la iniciativa radicalmente inédita de un grupo de emprendedores
políticos, el macrismo se inserta en un mundo (contexto) y en una línea de tiempo
(historia), aunque todavía sea temprano para ver el resultado exacto de este
asombroso mix entre derecha pos-moderna, desarrollismo retórico y budismo del
estilo.

1. Véanse los editoriales “La nueva derecha en América Latina”, Le Monde


diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2014, y “Globología”, Le Monde
diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2015.

2. Claudio Scaletta, “La contradicción principal”, Le Monde diplomatique, edición


Cono Sur, noviembre de 2015.

3. “La autonomía como religión: la nueva era”, en Alteridades, Vol. 9, Nº 18, julio-
diciembre de 1999.

4. Pablo Semán, “La nueva era de la nueva era”, Página/12, Buenos Aires, 10-9-
12.

Anda mungkin juga menyukai