LA VERSIÓN
DE NOSOTROS MISMOS
Naturaleza, símbolo y cultura en Clifford Geertz
G RANADA , 2008
© Los autores
Editorial Comares, S.L.
Polígono Juncaril, parcela 208
18220 Albolote (Granada)
Tel.: 958 46 53 82 • Fax: 958 46 53 83
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ISBN: 978-84-8444-387-6 • Depósito Legal: Gr. ?????/2008
Fotocomposición, impresión y encuadernación: EDITORIAL COMARES, S.L.
A José Anrubia Albert,
Luís Ballesteros,
Jorge Vicente Arregui,
Higinio Marín:
Padres y maestros.
SUMARIO
INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1
CAPÍTULO I
LA NATURALEZA CULTURAL DEL SER HUMANO
CAPÍTULO II
MENTE Y CULTURA
CAPÍTULO III
LA CULTURA COMO FICTIO
CAPÍTULO IV
SÍMBOLO Y SIMBÓLICAS
CAPÍTULO V
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO
CAPÍTULO VI
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA
CAPÍTULO VII
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA
CAPÍTULO VIII
LA CULTURA COMO UN TEXTO
CAPÍTULO IX
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS
CAPÍTULO X
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL
BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 447
1. OBRAS DE GEERTZ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 447
2. BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 449
ABREVIATURAS 1
LIBROS
IC The Interpretation of the Cultures (edición de 2000).
LK Local Knowledge: Further Essays in Interpretive Anthropology.
AA Works and Lives: The Anthropologist as Author.
AF After the Fact: Two Countries, Four Decades, One Anthropologist.
AL Available Light: Anthropological Reflections on Philosophical Topics.
NG Negara: The Theatre State in Nineteenth Century Bali.
OI Islam Observed: Religious Development in Morocco and Indonesia.
AI Agricultural Involution, the Processes of Ecological Change in Indonesia.
PEP Peddlers and Princes.
RJ The Religion of Java.
MS Myth, Symbol and Culture (editor).
SH The Social History of Indonesian Town.
MO Meaning and Order in Moroccan Society: Three Essays in Cultural Analysis (co-au-
tor con Hildred Geertz y Lawrence Rosen).
KB Kinship in Bali (co-autor con Hildred Geertz).
1 El orden de los libros no es cronológico, sino que las referencias están organizadas se-
gún su mayor uso. En la bibliografía final se ofrece el orden cronológico y los datos comple-
tos de las obras de Geertz. En el caso de algún artículo puntual o alguna referencia que re-
sulta menor para el tema tratado no se hace uso de abreviatura y está en el texto la referencia
completa.
XIV LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
2 Shweder, R. y Good, B., (ed. s), Clifford Geertz by his colleagues. Chicago, University of
* * *
INTRODUCCIÓN 3
antropólogo como autor cuando Geertz obtuvo su mayor galardón: el National Book Critic’s Circle
Prize in Criticism.
INTRODUCCIÓN 5
4 Por ejemplo, en España, Kinship in Bali (1975) es brevemente reseñado —no sólo
mencionado— por Bestard, cfr., Bestard, J., Parentesco y modernidad. Paidós, Barcelona, 1998,
p. 48. Meaning and Order in Moroccan Society: Three essays in Cultural Analysis (1979) es visto
por Isabel González Turmo —González Turmo, I., La antropología social de los pueblos del Me-
diterráneo, Comares, Granada, 2001, p. 137 y ssgg.—. Y Peddlers and Princes: Social development
and Economic Change in Two Indonesian Towns (1963) es señalado por Roca, J., Antropología
industrial y de la empresa. Ariel, Barcelona, 1998.
6 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
5 Geertz hace uso de este refrán pero en otra temática: «En un mundo de ciegos (que
no son tan distraídos como parecen), el tuerto no es rey, sino simple espectador» (CL 76). En
un mundo, cabría añadir, en el que por supuesto no habría luz electríca, ni pintura, ni muchas
otras cosas.
INTRODUCCIÓN 7
6 Carroll, L., Alicia a través del espejo. Alianza, Madrid 1991, p. 116.
INTRODUCCIÓN 9
De hecho, uno de los logros de los que Geertz se siente más orgulloso es
haber instituido la costumbre de leer filosofía y no sólo etnografía entre los
antropólogos norteamericanos en los años 60. Lo que ahora se contempla con
normalidad y ganancia antes era de difícil comprensión. Pero, es más, la reflexión
filosófica no es un segundo paso dentro de la postura de Geertz. No existe en las
ciencias sociales y humanas un ejercicio práctico y una reflexión teórica poste-
rior como dos momentos neta y esencialmente diferenciados. Como bien sabe
todo investigador de campo, nada hay más práctico que lo teórico. Todo escrito
posee siempre la virtualidad de ser reescrito. No hay saber teórico al margen de
lo práctico, sino un saber práctico sobre la vida (que además es práctica).
Sin dejar de ser cierto que el trabajo de campo cualitativo es un eje
diferenciador de la antropología social, no existe ninguna razón de peso para evi-
tar ensanchar sus miras. No se trata de que la antropología sociocultural ceda un
trozo de propiedad académica a la filosofía sino de que se amplíe en su compren-
sión y autodefinición cuando percibe que parte de sus terrenos están bajo un ré-
gimen de mancomunidad. No creo que eso sea un déficit o una ligereza fruto de
un pensamiento débil, máxime cuando la antropología sociocultural es, como ha
parafraseado Geertz de un nada postmoderno Clyde Kluckhohn, una licencia
para la caza intelectual furtiva (LK 21). De hecho, el mismo Geertz advierte que
«una de las ventajas de la antropología en tanto que tarea académica es que na-
die, incluyendo aquellos que la practican, sabe a ciencia cierta qué es» (AL 89).
Como bien ha experimentado en sus carnes la anciana filosofía, que una ciencia
cambie de registros, de temas, de métodos no conduce a su desaparición. Pero si
además en dicha ciencia está como tema de estudio el cambio sociocultural, en-
tonces el cambio en sí mismo no puede ser visto como un peligro sino con cier-
ta normalidad. No se trata de aceptar todo cambio, sino de saber que el estado
más inusual es el de quietud. Geertz ha vivido en su trayectoria y ha formado
parte de esos cambios, y ha visto cómo la antropología, pese a que como disci-
plina académica lleva poco más de cien años, siempre ha parecido estar en una
«crisis de identidad permanente» (AL 89).
En su último libro, Geertz anunciaba —sin ser original— que estábamos
inmersos en una de esas épocas de crisis. Cuando retóricamente Geertz titulaba dos
de sus epígrafes finales «¿qué es un país si no es una nación?» (AL 231) y «¿qué es
una cultura si no es un consenso?» (AL 246) estaba anticipando ese diagnóstico de
inestabilidad y desequilibrio. Geertz no ha dado con ninguna solución brillante que
haya permitido salir de la nueva situación a la que nos enfrentamos, pero sí ha se-
ñalado con éxito el momento en que nos encontramos y el recorrido que, por lo me-
nos en el campo de las ciencias sociales, nos ha conducido hasta él.
10 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
cultades. Ahora bien, otra cosa es la pérdida de ese sentido de lo fantástico que
produce la admiración que permite colonizar la realidad y que, en la historia de
occidente, se ha llamado filosofía de la sospecha. En lo primero, el motor es la
búsqueda de lo real, en lo segundo es la inseguridad sobre ella.
El camino que Geertz ha recorrido empieza en la noción de cultura y aun-
que resulte paradójico también acaba en él. Como Ulises, su retorno consiste en
la mostración de todas las ganancias que se han recogido durante el viaje: el texto,
la teatralidad, la interpretación, la publicidad, etc. Y como en todo viaje, siempre
que se quiere ganar algo hay que saber primero qué es de lo que uno está dis-
puesto a desprenderse.
Se puede decir que «Geertz [se ha] adentrado en un terreno en el que a ve-
ces es difícil decir si estamos en la filosofía o en la antropología cultural» 8 y en
ese sentido cabe afirmar lo mismo de este libro. Posiblemente la rama que más
se ajusta a los problemas que aquí se plantean sea la de la antropología filosófi-
ca. Como tal, la antropología filosófica es un campo a medio camino entre mu-
chas disciplinas: la filosofía de la cultura, la antropología cultural, la antropolo-
gía biológica, etc. Su identidad no es sólo vampiresca sino sobre todo transversal.
La gran aportación que realiza Geertz desde ese bagaje interdisciplinar ha
sido sin duda la hermenéutica cultural. De las ideas ganadas en el viaje hay dos
realmente significativas y apreciadas: la relación entre estética y antropología y
la cuestión de la intersubjetividad.
Respecto a la relación entre estética y antropología, en esta investigación se
ha apuntado de distintas formas: texto, autor, interpretación, ficción, etc. A la fi-
gura de Ricoeur, inexcusable en este punto, se le ha dado una importancia con-
siderable. También Wittgenstein, a su modo, introdujo a Geertz por estos
vericuetos. Desde que diversos autores anotaron que los modos de comprensión
del naciente siglo XXI tienen más que ver con la retórica que con la lógica, la
reformulación entre estética y antropología resulta inapreciable. Sin ser una rec-
tificación, se ha quedado muy corto explicar al ser humano desde sus facultades
y operaciones vitales, o simplemente desde los productos objetivos de la cultura.
No es que el hombre no posea razón, voluntad y sensaciones sino que dicho pa-
radigma ya no nos sitúa tanto en el mundo como hace unos siglos. Que la in-
terpretación clásica de entender al hombre como un ser con razón, voluntad y
sensaciones sea un relato no quiere decir que sea falso ni que no se le deba pres-
tar atención. Es más, porque ha sido una forma de contarnos lo que somos para
poder serlo es necesario prestarle toda la atención. Por eso no tiene por qué im-
plicar una rectificación. Que sea un relato y que esté agotado en parte, significa
que su narración no nos hace habitable el mundo que nos toca vivir, y que, por
tanto, la vida actualmente crece y supera con mucho a la razón. Porque estamos
en algunas cuestiones desbordados, somos hombres con más estómago que ca-
beza. Hay, curiosamente, una sobreabundancia de vida y una escasez de recursos
para contárnosla.
Lo mismo sucede con cierta metafísica o con el cientificismo. De los dos hay
reformulaciones que intentan hacernos habitables dichos ámbitos —nos los in-
tentan habilitar como si de una casa se tratara—. La ciencia con rostro humano
o el personalismo son de esos intentos con mayor o menor éxito. En ningún
momento Geertz desacredita la idea de ciencia ni la posibilidad de una metafí-
sica. Pero volver a la escolástica medieval como único y gran recurso, o volver al
positivismo del XIX como única y gran esperanza, es tener una ausencia muy
grande de vivencia histórica. La vuelta a los clásicos no puede verse como una
esperanza de salvación, sino como un lugar de reposo del que se sabe que siem-
pre se podrá sacar algo nuevo y valioso. Se puede y se debe leer a Aristóteles, Sto.
Tomás, Kant o Heidegger, pero ninguno de ellos contiene el modo de interpre-
tación de la realidad del siglo XXI, porque si de algo se es heredero inexcusable
es del tiempo que se ha de vivir. Por muy tautológico e insulso que suene, no es-
tamos en la Baja Edad Media, la Atenas de Pericles o la Francia Revoluciona-
ria, estamos donde estamos sin saber del todo lo que aún y quiénes somos.
Se es consciente de que éste es ya un modo muy hermenéutico de abordar y
plantear la cuestión. La configuración epocal de lo humano y del mundo ha sido
tanto el impass de la Modernidad a la Postmodernidad como la crítica a la pri-
mera. No han caído en verdad los grandes relatos, sino que están por venir; los
que han caído son los relatos que se autoproclamaban como absolutos y
excluyentes de los demás y que, por tanto, no se sabían relatos. En una gran par-
te, la Postmodernidad como crítica de la Modernidad ha sido la última hija de
aquella y, en ese sentido, no ha sido tanto su muerte como la asistencia a su fu-
neral. Por eso, hay autores que aun siendo postmodernos han heredado los mo-
dos de comprensión y explicación de la modernidad y lo único que han hecho
ha sido radicalizarlos hasta su disolución. El arte es sin duda un indicio precoz
de ello. Pero también están aquellos otros autores que han criticado los presupues-
tos ilustrados sabiéndose hasta cierto punto cauterizados de sus tesis a base de
un estudio histórico-interpretativo, aunque no por ello sabiendo cuál va a ser el
nuevo estilo de comprensión. Suelen ser estos últimos, y entre ellos Geertz, los
que menos recelos tienen a que se les llame postmodernos y a entender la
postmodernidad no como un halo diabólico de pensamiento débil, sino como
INTRODUCCIÓN 13
* * *
9 Lisón Tolosana, C., Antropología social y hermenéutica. FCE, Madrid, 1983, pp. 93 y 133.
10 Choza, J., Antropologías positivas y antropología filosófica. Cénlit, Tafalla, 1985, pp. 87-91.
INTRODUCCIÓN 15
New Historicism. Routledge, Nueva York, 1989, p. 260. Marvin Harris y Carlos Reynoso tam-
bién son de esta opinión.
13 Llobera, J. R., La identidad de la antropología. Anagrama, Barcelona, 1999, p. 103.
14 Walters, R. G., «Signs of Times: Clifford Geertz and Historians» en Social Research,
An International Quaterly of the Social Sciences, vol. 47, n. 3, 1980, pp. 539-40.
15 Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos. Paidós, Barcelona, 2001, p. 97.
16 Ortner, S. B., «Introduction» en Ortner, S. B. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz and
to, «es más fácil —señala Choza— crear instituciones nuevas que adaptar las
ya existentes a las nuevas necesidades» 17. Geertz, con la antropología como
disciplina, ha hecho un poco de eso. Insatisfecho en parte por lo había, y des-
encantado por ciertas pertenencias heredadas, intentó cuajar una nueva forma
de comprensión de ese mundo. Curiosamente, su nuevo enfoque de compren-
sión era «interpretativo». «Geertz reivindicó para [la antropología] una herme-
néutica cerebral» 18, es decir, una hermenéutica cultural. Y aunque no sé si es
posible considerar a Geertz un hermeneuta cultural antes de la publicación de
La Interpretación en 1973, sí resulta bastante acertado pensar que no fue con-
siderado como tal hasta bastante más adelante.
En 1978, un pensador de total solvencia como Baumann escribió un prome-
tedor libro titulado La Hermenéutica y las Ciencias Sociales 19. En él se hacía una
especie de mezcolanza que iba desde Heidegger, Marx o Parsons hasta Husserl.
Sin embargo, en todo el libro no se hacía ninguna referencia a Geertz, ni como
autor, ni como comentarista. Así, es más que probable pensar que Geertz empieza
a ser calificado de hermeneuta a partir de Conocimiento local, en 1983.
La bibliografía sobre Geertz sigue creciendo. Aun cuando Carlos Reynoso le
aventuró a Geertz una desaparición de sus tesis en el momento de su muerte 20, da
la impresión de que no parecen seguir ese camino. Es cierto que hay pocos estu-
dios monográficos sobre su obra —libros que se dediquen por entero al estudio de
sus tesis se pueden contar con los dedos de las dos manos— pero sus grandes in-
tuiciones —aquellas que Reynoso auguraba como pasajeras, circunstanciales y
deficitarias— siguen despertando nuevos ensayos, redefiniciones de temas dispa-
res, recapitulaciones en las que es imposible dejarle de lado. De hecho, la cantidad
de artículos en los que Geertz es mencionado como excusa o como posicionamiento
desde el que se habla, es cuantiosa.
Todo este libro pretende sólo una y única cosa: intentar explicar las tres no-
ciones claves que son la llave de lectura de gran parte de la obra de Geertz, y de
otros muchos temas —sobre todo su visón de la antropología y de cómo ejercer-
la— que sin duda merecerían muchas y distintas páginas.
Entre lo que uno aprende en estos lugares académicos está el que cuesta
mucho comprender medianamente bien lo que otro está queriendo decir y, por
17Choza, J., Metamorfosis del cristianismo. Biblioteca Nueva, Madrid, 2003, p. 225.
18Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos. Paidós, Barcelona, 2001, p. 263.
19 Baumann, Z., The Hermeneutics and Social Science. Hutchinson, Londres, 1978.
20 «El geertzianismo se extinguirá con Geertz», Reynoso, C., «Sobre la antropología
* * *
Quizás, no hay prueba más grande contra el solipsismo ilustrado que una
antropología del agradecimiento.
Jorge Vicente Arregui, ha sido, sin dudarlo, uno de los refugios más queri-
dos y amables que ha tenido este trabajo. Un refugio que ha revertido hogar en
muchas ocasiones, pues no sólo al amparo de su sabiduría —enciclopédica y bri-
llante— estas páginas han encontrado un hábitat al que acogerse, sino, sobre todo,
al calor de su valía humana. Lamentablemente, Gorka —como le llamábamos los
amigos— falleció antes de poder ver este libro en las estanterías de su casa de Má-
laga junto a Araceli.
Junto con él, otros muchos me han brindado la posibilidad de cobijarme bajo
sus enseñanzas. De entre todos quisiera nombrar a Jacinto Choza, Nicolás
Sánchez Durá, Lluís Duch, Daniel Innerarity, María García Amilburu y Rafael
Alvira.
Hay una serie de compañeros de otras universidades que han sido a la vez
compañeros de este viaje mío. Encarna Llamas, Carmina Gaona, Feli Merino y
Marcelo López fueron colegas de trabajo y testigos presenciales de esas tentati-
vas neófitas que yo llamaba clases. También Luis Orbañanos y Hosanna Parra
fueron, con la única salvedad de estar al otro lado de la tarima, los primeros afec-
18 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
tados por aquellas horas. Ellos son no sólo amigos sino las primeras motivacio-
nes y alegrías que me dieron esas lecciones. Del mismo modo, no puedo sino
mencionar a los amigos compañeros de trabajo y estudio de la Universidad CEU-
Cardenal Herrera de Valencia que tan pacientemente me han vivido los últimos
meses de redacción de este escrito.
Durante el transcurso de la investigación pasé varios meses en la Universi-
dad de Navarra saqueando y aprovechándome tanto de sus bibliotecas como de
la amabilidad y generosidad de gente como Salvador Piá, Javier Vidal, Marcela
García, Lourdes Flamarique, José Ignacio Murillo, Gabriel Insausti o don En-
rique Moros. En un lugar privilegiado está, sin duda, el profesor Jaime Nubiola.
Agradecer también a don Alejandro Llano todo lo que por mí ha hecho. Tanto
por su excelencia personal como por su enorme erudición me es imposible no lla-
marle «don» y tratarlo a la vez para mí como «tú».
César González y Eduardo Lostao son parte íntegra de cada entrelínea de
este escrito. Como siempre, desde nuestros años de facultad, han estado ahí: siem-
pre más lúcidos y comprensivos que yo. Como colegas, se puede decir de ellos lo
que suele decirse en este tipo de escritos: que si estas páginas tienen algo de bue-
nas, se lo debe a ellos y que por ello participan de sus aciertos pero no de sus erro-
res. Pero, además, como amigos, también se puede decir que si algún error posee
este libro no es por su influencia, pero sí que pueden responder por mí y por mis
defectos. Si Aristóteles tenía razón en su célebre frase sobre la amistad, enton-
ces mis defectos, sin ser constitutivos de mis amigos, son algo de lo que ellos tam-
bién se han de hacer cargo en un sentido muy concreto, a saber, cuando yo no los
percibo o no soy capaz de enfrentarme a ellos.
A Higinio Marín le he escuchado decirme amigablemente varias veces «que
era un joven con mucho futuro pero con nada de presente», algo que ya en su
día le decía a él su director de tesis. Entre otras cosas, espero que este escrito
sea parte de ese futuro. No a nivel académico, sino como «regalo de tiempo»,
como un presente ante el que, paradójicamente, es uno el que da las gracias en
su entrega. En realidad, eso es lo único que quizás pueda ofrecerle: mi tiempo.
En el camino que va desde que uno entra en el ámbito de la filosofía —allá por
primero de carrera en una clase de antropología filosófica— hasta que uno va
creciendo, se hace más palpable que la única forma por la que es posible
patrimonializar el conocimiento es si hay gente acompañándolo. De Higinio
Marín lo mínimo que puedo decir es que filosofa acompañando: a él le debo
algo —bastante— más que un libro.
En ese recorrido de lo filosófico, Luis Ballesteros ha sido el gran pilar, el gran
amigo y el iniciador de todo. Cuando acabé mi trayecto académico —hace ya al-
gunos años— me di cuenta de lo fundamental que es tener a alguien como él:
INTRODUCCIÓN 19
1. NATURALEZAS CULTURALES
21 Cfr. San Martín, J., La antropología. Ciencia humana, ciencia crítica. Montesinos, Ma-
drid, 2000, pp. 39-44. También cfr. García Amilburu, M., Aprendiendo a ser humanos. Una an-
tropología de la educación. Eunsa, Pamplona, 1996, pp. 89-90.
22 Marín, H., La invención de lo humano. La construcción sociohistórica del individuo. Ibe-
que no sea una definición abstracta, que esté incardinada en procesos de la mis-
ma realidad humana y que la universalidad de sus tesis pueda hacer frente a la
propia particularidad humana.
La última exigencia, como se verá, será cierto tipo excusa para que el mis-
mo Geertz pueda empezar a plantear su posición en la relación entre naturaleza
y cultura. A este respecto, en este capítulo se ha recogido uno de los argumentos
de Geertz que suele ser el menos citado: la interpretación de lo que es la cultura
en el trayecto de la evolución humana.
Geertz no quiere proponer una nueva lectura de la evolución humana —ni
es un experto, ni descubre nuevos hallazgos paleoantropológicos— sino, más bien,
en primer lugar, mostrar cómo ciertas lecturas de la evolución humana compar-
ten los problemas de la estratificación del ser humano, y, en segundo lugar, en-
señar un nuevo modo de lectura de lo que es la evolución que permite entender
la relación entre cultura y naturaleza como íntegramente constitutivas en el ser
humano.
A muy grandes rasgos, la teoría a la que se va a enfrentar Geertz es la lla-
mada «teoría del punto crítico». Ésta explica que la cultura es un aditamento ac-
cidental a la naturaleza —sobre todo la corporalidad— porque la cultura com-
pareció en la historia de la evolución una vez que las variaciones morfoanatómicas
y cerebrales estuvieron casi plenamente conformadas.
Geertz no quiere propiamente poner en duda determinados datos fósiles o
similares. Lo que Geertz quiere dejar al descubierto es que, por un lado, dicha
posición hace una lectura errónea de la evolución, a saber, de forma casuística y
eficiente, y, por otro, que la cultura no puede ser tomada como un efecto de la
corporalidad tomada ésta como causa. Para la teoría del punto crítico, del mis-
mo modo que los estratos bio-psicológicos son fundamento y causa eficiente de
los estratos socio-culturales, se ha dado pie a dicha lectura evolutiva. La anterio-
ridad temporal de las conformaciones morfoanatómicas del ser humano es vista
como causa fundante de efectos accidentales como la cultura. Las aporías que
surgen de ello, junto con algunas equivocaciones paleoantropológicas, son argu-
mentos de Geertz que muestran cómo la relación entre naturaleza y cultura no
puede ser vista como una relación trazada desde una línea divisoria —por muy
fina que ésta sea— entre una causa productiva y su efecto, y, a su vez, cómo la
lectura entre ambos términos imprime en ellos una pre-existencia simultánea en
la comprensión de uno para con el otro, es decir, pensar en la naturaleza huma-
na es pensar en un humano dentro de una cultura concreta, y pensar en la cultu-
ra es pensar ya en una naturaleza humana.
26 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
23 Shankman recoge este pasaje subrayando que Geertz, entre otras cosas, no analiza la
particularidad de los propios balineses, retomando sólo el problema de la interrelación entre
naturaleza y cultura. «No hay análisis ni comparación del fenómeno», dice Reynoso suscribien-
do la tesis de Shankman. Cfr. Shankman, P., «The Thick and the Thin: On the Interpretative
Theoretical Program of Clifford Geertz» en Current Anthropology, vol. 25, n. 3, junio 1984, pp.
265 y ssgg., y Reynoso, C., «El lado oscuro de la descripción densa» en Acheronta, revista de
psicoanálisis, antropología e interpretación, vol. 12, diciembre 2000, www. acheronta. org/
acheronta12/densa. htm, 15-07-01. Como se verá más adelante, la explicitación de la
interrelación entre naturaleza y cultura en Geertz conduce a una particularidad expresa de cada
cultura. Además, la intención de Geertz respecto a este pasaje —como se muestra de forma
obvia en el texto— tiene un marcado carácter ejemplificador respecto a la relación naturale-
za/cultura y no, como le recriminan Shankman y Reynoso, un propósito de análisis etnográfico
exhaustivo respecto a un ritual balinés.
LA NATURALEZA CULTURAL DEL SER HUMANO 27
este tipo de preguntas. Lo natural no es sólo lo que se es, sino lo que está antes
de «eso». La cultura es un ámbito que puede ser visto como una consecuencia no
necesaria para definir al ser humano. Lo humano no es hacer ese tipo de ritos.
La cultura es un «territorio» distinto a la naturaleza.
Debido a eventos de esta índole, la afirmación de una naturaleza humana
como fundamento para salvar «lo humano» —y como este, diez mil casos
culturalmente parecidos: la ablación genital, el sacrificio ritual, etc. — pertrecha
la intuición de que en el fondo todos somos humanos y que este tipo de aconte-
cimientos son desviaciones de una norma sellada en dicha naturaleza. Y que valga
como prueba la clarividencia de que uno es realmente humano ante los diez mil
casos de Schopenhauer, es decir, que uno no hace, ni el fondo ni en la superficie,
ese tipo de «diez mil cosas». El tópico de Schopenhauer es algo así como que diez
mil locos puestos en un montón no hacen una persona razonable. De tal mane-
ra, que la validez de la humanidad —de los locos— no está en su cuantificación
—la universalidad de «lo humano» no se valida por inducción— sino en que por
lo menos uno no lo es.
La concepción de la naturaleza humana en la Ilustración hay que entender-
la desde aquí, y no antes. Desde la Ilustración «cultura» ha sido, cuando se em-
pezó a tratar como tema, lo que poseían los demás. Si la norma es la naturaleza,
ésta no puede ser, obviamente, cultural.
Ante este planteamiento, Geertz quiere rescatar y poner en tela de juicio lo
que la oposición «cultural es lo que no es natural» ha producido en el seno de la
antropología. A la concepción y confrontación de ambos términos que surge des-
de este tipo de dualismo dialéctico la llamará Geertz «concepción estratigráfica
de la naturaleza humana» (IC 37).
Dicha concepción entiende que naturaleza y cultura son estratos. El prime-
ro invariable, transhistórico y transcendental (más allá de la contingencia de cual-
quier hecho empírico). Sin embargo, Geertz no va a discutir este punto con los
ilustrados —Locke, Hume, etc.— sino con los planteamientos de la antropolo-
gía social que en cierta medida son deudores de ese dualismo. Desde esa pers-
pectiva, Geertz centrará su crítica en dos flancos. Por un lado, en quienes pro-
mulgan la accidentalidad de la cultura respecto a una naturaleza entendida como
fundamento inmutable 24. Por otro, en aquellos que intentan reintegrar el ámbi-
to cultural en la naturaleza humana pero incorporando a la noción de cultura
aquellos rasgos característicos que provienen de la noción de naturaleza huma-
sentido ilustrado véase Sanfélix, V., Mente y conocimiento. Biblioteca Nueva, Madrid, 2003.
28 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
que les prestan su apoyo y las hacen posibles. Si se quitan los factores psicológicos
encuentra uno los fundamentos biológicos —anatómicos, fisiológicos, neurológicos—
de todo el edificio de la vida humana» (IC 37) 27.
29 Arregui, J. V., y Rodríguez Lluesma, C., Inventar la sexualidad. Rialp, Madrid, 1995,
p. 41.
32 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
A aquellos que postulan esa noción estratigráfica del ser humano Geertz les
plantea tres cuestiones. Se trata de tres exigencias que debe cumplir la noción de
«naturaleza humana» si quieren que ésta sea mínimamente relevante. Estas exi-
30 Arregui, J. V., «El valor del multiculturalismo en educación», op. cit., p. 64.
31 García Amilburu, M., Aprendiendo a ser humanos, pp. 89-90.
LA NATURALEZA CULTURAL DEL SER HUMANO 33
«1) que los principios universales propuestos sean sustanciales y no categorías vacías;
2) que estén específicamente fundados en procesos biológicos, psicológicos o socio-
lógicos y no vagamente asociados con ‹realidades subyacentes›, y 3) que puedan ser
defendidos convincentemente como elementos centrales en una definición de huma-
nidad en comparación con la cual las mucho más numerosas particularidades cultu-
rales sean claramente de importancia secundaria» (IC 39).
Geertz ha explicado únicamente por qué dos exigencias no se cumplen: «Geertz considera que
sus argumentos [los que afirman dicha estratificación] son imprecisos, o que con demasiada
frecuencia se apoyan en una especie de juegos malabares, tales como una construcción de pa-
trones universales que al final no son más que categorías analíticas vacías», Hannerz, U., Co-
nexiones transnacionales. Cultura, gente, lugares. Frónesis, Universitat de València, Valencia, 1996,
p. 63.
LA NATURALEZA CULTURAL DEL SER HUMANO 35
contenido específico pues, decir que son universales empíricos equivale a decir
que tienen el mismo contenido y decir que tienen el mismo contenido implica
ir contra el hecho innegable de que no lo tienen» (IC 39-40). Ante esta dificul-
tad, decir que el «hombre es por naturaleza un ser religioso», o que el «hombre
por naturaleza forma el matrimonio» es abrir una brecha de contenido que re-
fleja demasiados contrastes difíciles de articular. Englobar los sacrificios huma-
nos aztecas, la transubstanciación cristiana y la iconoclastia islámica en un mis-
mo saco de lo «naturalmente religioso» es, para Geertz, rizar un rizo imposible
sobre la base de las semejanzas. A costa de ello, la solución no consiste en gene-
rar principios naturales aún más generales —la creencia en otra vida en el caso
de la religión, o que la gente se junte y genere hijos en el caso del matrimonio—
pues la generalidad que necesita ese principio natural ofusca la fuerza de com-
prensión que debe impartir en los seres concretos, e incluso en las distintas cul-
turas. Como en el caso anterior, no parece que ni la muerte, ni la vida, ni la vida
después de la muerte sean lo mismo para un budista, un griego o un judío. In-
tentar que ese principio natural diga tantas cosas es hacer de él que no diga nada.
De lo que hay que percatarse es de que Geertz no está negando la universa-
lidad de la naturaleza humana —tampoco la está afirmando en este pasaje, todo
hay que decirlo— sino una concepción de lo universal de corte moderno, y una
particular manera de entender «lo natural». Aquella concepción que cree que la
naturaleza se basa en tres principios:
1.—La naturaleza humana es lo común a todos los hombres; es una relación
de semejanza, donde hay un fundamento estático y originario, que relega lo des-
igual a un plano circunstancial y accidental 36. Este sentido de «naturaleza» se
correlaciona con «el prejuicio lógico empirista según el cual la naturaleza o esencia
de algo es simplemente el conjunto de características comunes a todos los casos
del género, de manera que para determinar la esencia de algo bastaría con un pro-
ceso de abstracción por el que olvidaríamos las características individualizantes
atendiendo sólo a las propiedades universales. De este modo, la naturaleza hu-
mana es simplemente el recordatorio que de hecho acontece siempre, lo
fácticamente común a todos los seres humanos» 37.
diverso cuando afirma que «este doble carácter de los seres humanos puede dar origen a
malentendidos y a juicios erróneos. Lo que es biológico y común a todos los humanos se con-
sidera social; lo que es social se considera biológico». Elias, N., Teoría del símbolo. Un ensayo
de antropología cultural. Península, Barcelona, 2000, p. 54.
37 Arregui, J. V., «El valor del multiculturalismo en educación», op. cit., p. 66.
36 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
38 En un análisis muy particular de Bauman, éste alude a la idea de que «Geertz con-
cluye que la verdad o esencia de la cultura subyace en sus ‹suposiciones fundamentales›, que
dan sentido a todo lo demás y de las que todo lo demás es expresión y/o aplicación». La idea
de la que Bauman está hablando es de la cultura como creación —y ésta en referencia a la idea
de consumo y producción—. A lo que cabe decir que si Bauman está entendiendo la idea de
‹suposiciones fundamentales› que subyacen desde las interrelaciones primordiales que se dan
entre un ethos y cosmovisión, reglas semánticas de acción —véase capítulos posteriores—, etc.,
es comprensible y viable su interpretación de Geertz; pero si está entendiendo que en la cul-
tura existen fundamentos o sedimentos culturales —materias primas desde las que se produ-
LA NATURALEZA CULTURAL DEL SER HUMANO 37
ce— a partir de los cuales el agente cultural construye «más cultura» —en este caso, secun-
daria o accidental—, entonces cabe decir que la interpretación de Baumann se encuentra de
golpe con todos los textos de Geertz que atacan, precisamente, dicha posición —«el análisis
de la cultura no es en definitiva una heroico asalto ‹holístico› a las ‹configuraciones básicas de
la cultura›» (IC 408)—. Bauman, Z., La postmodernidad y sus descontentos. Akal, Madrid, 2001,
p. 171.
38 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
4. LA OROGENIA DE LA HOMINIZACIÓN
En los cinco artículos 40 en los que Geertz se enfrenta con la noción ilustrada
de naturaleza humana y con su disociación de la noción de cultura en esa estra-
tificación, esgrime un argumento, a menudo poco citado o poco comprendido,
sobre las relaciones entre el proceso sociocultural y la evolución biológica del
hombre. Según Geertz, algunas concepciones clásicas 41 explican que el desarrollo
cultural del hombre comenzó una vez finalizado el proceso biológico; lo que para
Geertz es un reflejo temporal y claro de que la naturaleza humana es vista como
algo previo a la cultura.
39 En EE.UU, la Antropología es un disciplina que engloba entre otras subramas a la
paleoantropología, la arqueología, la antropología cultural y la semiótica.
40 Por un lado, «The Impact of the Concept of Culture on the Concept of Man» y «The
Growth of Culture and the Evolution of Mind», incluidos como capítulos en La interpreta-
ción de las culturas; por otro, Geertz, C., «The Transition to Humanity» en Horizons of
Anthropology, Tax, S. (ed.). Aldine Pub, Chicago, 1964, pp. 37-48. También en una entrevista
recogida en Miller, J., (comp.), Los molinos de la mente. Conversaciones con investigadores en psi-
cología. FCE, México, 1986, pp. 233-53; y más recientemente en «Brain, Mind, Culture/
Culture, Mind, Brain» dentro de su último libro, Geertz, C., Available Lights. Anthropological
Reflections on Philosophical Topics. Princeton University Press, Princeton, 2000, pp. 203-217.
41 Geertz se refiere a A. Kroeber y su Anthropology: Race, Language, Culture, Psichology,
culturas —IC 47, IC 63— Geertz pone como metáfora del cambio cualitativo y espontáneo
propuesto por la teoría del punto crítico el cambio del agua en hielo, o el hecho de que de re-
pente el hombre cruzara un Rubicón mental.
40 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
«La cultura, más que agregarse, por así decirlo, a un animal terminado o virtualmente
terminado, fue un elemento, y un elemento fundamental, en la producción de ese ani-
mal mismo. El lento, constante, casi glacial crecimiento de la cultura a través de la Edad
de Hielo alteró el equilibrio de las presiones selectivas para el homo en evolución de una
manera tal que desempeñó una parte fundamental en esa evolución. El perfeccionamien-
to de las herramientas, la adopción de la caza organizada y de las prácticas de recolec-
ción, los comienzos de organización de la verdadera familia, el descubrimiento del fuego
y, lo que es más importante aunque resulta todavía extremadamente difícil rastrearlo en
todos sus detalles, el hecho de valerse cada vez más de sistemas de símbolos significa-
tivos (lenguaje, arte, mito, ritual) en su orientación, comunicación y dominio de sí mismo
fueron factores que crearon al hombre un nuevo ambiente al que se vio obligado a adap-
tarse. […] Entre las estructuras culturales, el cuerpo y el cerebro, se creó un sistema de
realimentación positiva en el cual cada parte moldeaba el progreso de la otra; un siste-
ma en el cual la interacción entre el creciente uso de herramientas, la cambiante ana-
tomía de la mano y el crecimiento paralelo del pulgar y de la corteza cerebral es sólo
uno de los ejemplos más gráficos» 46(IC 47-8).
«El período glacial parece haber sido no sólo la época en que se borraron las promi-
nencias sobre las órbitas y se contrajeron las mandíbulas, sino también la época en
que se forjaron casi todos aquellos caracteres de la existencia del hombre que son más
gráficamente humanos: su sistema nervioso encefálico, su estructura social basada en
el tabú del incesto y su capacidad para crear y usar símbolos. El hecho de que estos
rasgos distintivos de la humanidad surgieran juntos en compleja interacción recíproca
antes que en una serie continua, como se supuso durante tanto tiempo, tiene una im-
portancia excepcional en la interpretación de la mentalidad humana porque esta cir-
cunstancia sugiere que el sistema nervioso del hombre no lo capacita meramente para
adquirir cultura, sino que positivamente le exige que la adquiera para ser una criatu-
ra viable. Lejos de obrar la cultura sólo para complementar, desarrollar y extender fa-
cultades orgánicas lógica y genéticamente anteriores a ella, parecería que la cultura
fue un elemento de esas mismas facultades» (IC 67-8).
En una terminología más empleada, la teoría del punto crítico sugeriría que
el proceso de humanización comenzó una vez finalizado el proceso de
hominización 47. Siendo así, que hay un salto de «clase» o «especie» —un cam-
bio substancial— y no de «grado» gracias a un innatismo esencial. Sin embargo,
la aparición de elementos culturales en la familia de los homínidos hasta llegar
al homo moderno parece decir que esa «aparición casi espontánea del hombre»,
incluyendo la peculiaridad del enorme cambio fisiológico que sufrió el homo en
tan breve espacio de tiempo, no es algo de todo o nada, y que, por tanto, no de-
bería ser explicada desde una causalidad eficiente humeana, sino correlacional.
Los frutos tipificados como netamente humanos (la cultura, el lenguaje, el tabú
del incesto, etc.) son diferencias específicas respecto a otras especies de hominidos,
lo que es distinto a decir que se pueden explicar como un ex nihilo factum fit.
Retomando el caso del lenguaje antes mencionado, la teoría del punto críti-
co muestra a su favor que «el hombre puede hablar, puede usar símbolos, puede
adquirir cultura (así reza este argumento), pero el chimpancé (y, por extensión,
todos los animales menos dotados) no puede hacer nada de esto» (IC 66).
Pero los defensores a ultranza de la diferenciación mental entre los póngidos
y el hombre mediante estas pruebas —al igual de quienes los sitúan en planos
casi homogéneos, tomando las diferencias como algo asumible dentro de la com-
paración— se engañan en el pequeño error de que el último antepasado común
es al parecer un mono del plioceno superior 48. Según Geertz, comparar ambos
son constitutivos de una forma de vida o de una conducta que se puede llamar genuinamente
humana». Por proceso de hominización se entiende «la serie de secuencias que dan lugar a las
características morfológicas y fisiológicas del hombre actual». Choza, J., Manual de antropolo-
gía filosófica. Rialp, Madrid, 1988, p. 129.
48 Cfr. Kuper, A., El primate elegido. Crítica, Barcelona, 1996, pp. 63-86.
42 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
hacer ininteligible el paso de uno a otro, y por tanto no entender ni a los Wright,
ni al Apolo XIII, pasando por el Espíritu de San Luís. Si un hombre, un ilus-
trado del siglo XXI, explica la «Historia de la Humanidad» de forma causalmente
eficiente y determinada, lo que no sabe cómo explicar es la condición de su mis-
ma explicación: la condición de autoconciencia del proceso entero la «Historia
de la Humanidad».
Lo que viene a decir Geertz no es que la corporalidad humana es cambian-
te, en tanto que el «cuerpo que se es» es algo accidental, sino que las lecturas in-
dicativas de la evolución parecen decir que «ser el cuerpo que se es» no es posi-
ble sin ser el «ser cultural que se es». Asimismo, la cultura no puede ser un agente
absoluto porque si así lo fuera, la lectura evolutiva dejaría en una explicación inin-
teligible no sólo al homo sapiens, sino a toda la línea evolutiva. Entender la cul-
tura como agente totalizador de la evolución del homo tiene en común con la teo-
ría del punto crítico la comprensión de un «factor» (lo biológico, lo psicológico o
la cultura) como causa y fundamento, originando las insalvables cuestiones de tem-
poralidad antes dichas. Corbey es de los pocos autores que, en un estudio especí-
fico sobre el tema evolutivo, ha discutido desde la noción interpretativista de «cul-
tura» en Geertz con las posiciones del materialismo cultural y las teorías
evolucionistas de inspiración chomskiana. Para Corbey, una posición hermenéutico-
pragmatista (Putnam, por ejemplo) permite una mejor comprensión de la rela-
ción entre la cultura y la evolución, mientras que el materialismo cultural (Harris)
se basa en una relación casuística de la evolución contrayendo no sólo problemas
en la lectura evolutiva sino en la relación naturaleza-cultura 51.
Las interpretaciones que se han hecho de Geertz en estos puntos, aunque
bien avenidas, no han prestado suficiente atención a esa posible disfunción tem-
poral. Por ejemplo, Solana explica que «para Morin (como para Geertz, 1966) el
proceso de hominización constituye un excelente ejemplo para comprender la
relación existente entre naturaleza y cultura, para ver cómo la evolución antropo-
cultural se encadena a la evolución bionatural, cómo la cultura emerge de un pro-
ceso natural y a su vez retroactúa e interviene sobre este proceso natural. Todo
comportamiento humano es resultado de las interacciones entre varios compo-
nentes (genético, cerebral, sociocultural), es fruto de la interacción entre compo-
51 Cfr. Corbey, R., «De l’historie naturelle à l’historie humaine: comment conceptualiser
les origenes de la culture?» en Ducros, A., Ducros, J., y Joulian, F., (dir.), La culture es-elle
naturelle? Historie, épistémologie et applications récentes du concept de culture. Editions Errance,
París, 1998, pp. 223-36.
LA NATURALEZA CULTURAL DEL SER HUMANO 45
los humanos y el desarrollo de la cultura da lugar a una conclusión de importancia capital para
este libro. La evolución física y el desarrollo cultural no marchan de la mano. La capacidad
física había estado presente durante muchos milenios, largo tiempo antes de que la cultura
humana iniciara su explosivo crecimiento. […] Si por cultura entendemos un comportamiento
simbólico aprendido y adaptable, basado en un lenguaje plenamente establecido, asociado a
la inventiva tecnológica, un conjunto de aptitudes que depende a su vez de la capacidad para
46 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
no determinantes. Los hallazgos no son causas sino testimonios convincentes (IC 46), sugeren-
cias (IC 49), que insinúan el papel activo de la cultura.
LA NATURALEZA CULTURAL DEL SER HUMANO 47
56 El mismo Geertz ha visto como desde la publicación de los dos artículos a los que
TH 47.
48 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Bajo esta luz se percibe que la relación entre naturaleza y cultura no se ar-
bitra sabiendo qué sustenta a qué. Las aporías que surgen del intento de redac-
ción del Hombre como un ser perpendicular, vertical o estratificado desvirtúan
lo que demasiados hombres particulares no son. Delinear a los hombres en franjas
puede servir para ordenar las disciplinas académicas, pero no para aclarar por qué
unos son académicos y otros hacen ritos extravagantes en Bali, por qué unos no
creen en la evolución y otros construyen aviones. Desde esa pasmosa diversidad
aflora la verdadera propuesta de Geertz sobre la ligazón entre naturaleza y cul-
tura: «Esta circunstancia [esa absoluta diversidad] hace extraordinariamente di-
fícil trazar una línea entre lo que es natural, universal y constante en el hombre
y lo que es convencional, local y variable. En realidad, sugiere que trazar seme-
jante línea es falsear la situación humana o, por lo menos, interpretarla seriamente
mal» 58 (IC 36).
Decir que no existe una divisoria entre lo que es cultura y lo que es natura-
leza humana implica descartar la definición kantiana de naturaleza y cultura. La
explicación de lo que es la cultura no se ha de dar, según Geertz, desde el perfil
nítido y diferenciado de una naturaleza humana. La noción estratigráfica del ser
humano basa su idea de «naturaleza humana» como fundamento desde una po-
sición temporalmente causal: para que haya cultura antes tiene que haber una
naturaleza humana ya dada que causa dichas actuaciones socioculturales.
Desde este argumento sobre la evolución biológica, Geertz empieza a des-
montar esa concepción moderna de naturaleza humana. Pero el lastre más im-
portante heredado de las concepciones ilustradas viene de la noción de «racio-
nalidad», de «mente» y «pensamiento». A esto último es a lo que se dedica el
siguiente capítulo.
58 La falsación que implica trazar dichas líneas también puede leerse en IC 66. Y tam-
bién respecto a otra temática parecida «la frontera entre lo que está innatamente controlado
y lo que está culturalmente controlado en la conducta humana es una línea mal definida y fluc-
tuante» (IC 50).
CAPÍTULO II
MENTE Y CULTURA
1. 1. Lo que no es «pensar»
Sin embargo, antes de entrar en las críticas y en la tesis positivas, cabe hacer
una aclaración que el propio Geertz realiza con el fin de evitar confusiones in-
necesarias: pensar no es estrictamente tener un cerebro.
52 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
60 Gerard, R. W,. «Brains and Behavior» en Suhler, J. (ed.), The Evolution of Man’s
Capacity for Culture, Detroit, 1959, pp. 14-20, cfr. IC 72-4.
61 Bullock, T. H., «Evolution of Neurophysiological Mechanism» en Roe, A., y Simpson,
G., (eds.), Behavior and Evolution. New Haven, 1958, pp. 165-77, cfr. IC 73-74.
MENTE Y CULTURA 53
62 Cfr. Ryle, G., «The Thinking of Thoughts: What Is Le Penseur Doing?» en Collected
Papers, Hutchinson, Londres, 1971, III, pp. 480-496.
63 Ejemplos que recoge Geertz de Ryle. Ryle, G., El concepto de lo mental. Paidós, Bue-
65 Cfr. IC 49-50.
MENTE Y CULTURA 55
subjetivista: si mente es pensar, hay algo así como la introspección porque hay un
verbo como el introspeccionar. En definitiva, el intento consiste en compulsar la
mente por la actividad, por la acción. En todos los casos se cree que el nombre
es la representación accidental de un objeto natural, llevando a equívocos en la
búsqueda de la «referencia» 69, pues nombres como «promesa», «fama», etc. no tie-
nen una realidad material diferenciada en la que quedar etiquetadas. Como se
puede intuir, al tiempo que la vamos desplegando, la tesis de Geertz «no es
introspeccionista, ni conductista; es semántica. Se interesa por los modelos de
significación creados colectivamente que el individuo utiliza para dar forma a la
experiencia y una finalidad a la acción, por las concepciones encarnadas en sím-
bolos y grupos de símbolos, y por la fuerza directriz de tales concepciones en la
vida pública y privada» (OI 95-6).
Para Geertz, la mente no es ni una acción ni una cosa sino «un sistema or-
ganizado de disposiciones que encuentra su manifestación en algunas acciones
y en algunas cosas» (IC 58). En el ejemplo de un payaso que tropieza a propósi-
to en un circo, que Geertz recoge de Ryle 70, lo que el público aplaude no es la
actividad mental o interna del payaso cuando cae, de tal manera que de lo que el
público tendría conocimiento cuando el payaso cae serían las causas y sucesos
mentales privados del payaso de los cuales la caída es un efecto. Lo que aplau-
den es la acción visible por su destreza, «la habilidad» de su caída. Sin embargo,
esta tesis no significa que la mente sea equiparable a la acción, porque «la habi-
lidad [del payaso] no es un acontecimiento» (IC 59). Una acción puede ser vista
como diestra pero ello no implica que la destreza sea esa acción concreta 71. Ahora
bien, esto no implica que en el caso de dos movimientos de caída exactamente
to la descripción del médico Itard de Victor de Aveyron sobre «la idea de la relación que me-
dia entre la cosa y la palabra». Itard, J., Memoria sobre Victor de l’Aveyron. Alianza, Madrid, 1995,
p. 51.
70 Ryle, G., op. cit., p. 33. Citado por Geertz, IC 59.
71 Este hecho es importante para el uso que Geertz da a la descripción densa dentro de
de «saber qué» y «saber cómo» la recoge Geertz de Ryle y de Ricoeur, cfr., Ricoeur, P., «The
Model of the Text. Meaningful action considered as a text», en Rabinow, P., y Sullivan, William
M. (eds). Interpretative Social Science: a reader. University of California Press, Berkeley, 1979,
pp. 73-101 y Ryle, G., op. cit., p. 28 y ssgg.
72 «La manera de considerar al pensamiento es de no suponer que existe un hilo para-
lelo de efectos correlacionados o experiencias internas que le acompañan en alguna forma re-
gular. Desde luego no se trata de que las personas no tengan experiencias internas, puesto que
sí las tienen; pero cuando usted pregunta cuál es el estado mental de alguien, por ejemplo mien-
tras realiza un ritual, es difícil creer que tales experiencias sean las mismas para todas las per-
sonas involucradas, o que en realidad usted deba confiar en los informes de estados internos
que obtiene cuando les hace este tipo de preguntas» (PP 244).
73 «Una disposición no describe una actividad o un hecho que ocurre, sino que es la proba-
bilidad de que se realice una actividad o que ocurra un hecho en ciertas circunstancias» (IC 95).
74 Cfr., IC 59-60. En ese sentido, Geertz se adhiere a Wittgenstein en tanto que éste
75 Ryle lo dice de otra forma: «la acción de una persona es calificada de cuidadosa o
80 Arregui, J. V., y Rodríguez Lluesma, C., Inventar la sexualidad. Rialp, Madrid, 1995,
p. 90.
81 Parekh, interpretando estas tesis de Geertz, va más allá: «lo que es común a la tota-
lidad de la humanidad podría más bien ser un resultado de un proceso de socialización co-
mún que una expresión de una naturaleza común», Parekh, B., Rethinking Multiculturalism.
Cultural Diversity and Political Theory. Macmillan Press, Londres, 2000, p. 120.
62 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
tre incluye la unidad psíquica de la humanidad— es que se puede hablar con al-
guien que piensa distinto. Hacerse cargo de la unidad psíquica de la humanidad
no es buscar leyes innatas del pensamiento iguales a todos los hombres, sino bus-
car el modo en que las disparidades que nos hacen realmente distintos quiebran
en la mutua comprensión sin desaparecer, es decir, saber que la diferencia men-
tal en el homo sapiens sapiens es interna a la unidad de la identidad de la Huma-
nidad. Donde el primer paso de esa búsqueda es bosquejar las particularidades
no excluyentes de cada modo de pensamiento. Así pues, la unidad psíquica es un
acto inserto en los lugares públicos.
«La figura que más ha contribuido a que este cambio [dentro del mundo de las cien-
cias humanas y sociales], incluso que más lo ha promovido, es, de nuevo a mi juicio,
el póstumo y esclarecedor insurrecto ‹el último Wittgenstein›. La aparición en 1953,
dos años después de su muerte, de las Investigaciones Filosóficas y la transformación
de lo que habían sido rumores en Oxbridge en un texto por lo visto interminable-
mente generativo, al igual que el flujo de ‹Observaciones›, ‹Ocasiones›, ‹Diarios›, y
‹Zettel› que se rescataron de su Nachlass durante las siguientes décadas, tuvieron un
enorme impacto en mi idea de lo que iba a ocurrir y deseaba conseguir. No estaba solo
entre las personas dedicadas a las ciencias humanas que intentaban, como aquella
mosca, salir de sus particulares botellas. Yo era, con todo, uno de los más absoluta-
mente predispuestos para recibir el mensaje. Si es cierto, como se ha afirmado, que
los escritores que estamos dispuestos a llamar maestros son aquellos que nos dan la
impresión de que, al cabo, han dicho lo que nosotros creíamos tener en la punta de
la lengua pero éramos incapaces de expresar, aquellos que pusieron en palabras lo que
para nosotros eran sólo formulaciones incoactivas, tendencias e impulsos de la men-
te, en ese caso me congratula enormemente reconocer a Wittgenstein como mi maes-
tro. O uno de ellos. Que él me devolviera el favor y me reconociera su discípulo es,
en efecto, algo más que improbable; no le agradaba pensar que se le comprendía o que
se estaba de acuerdo con él» (AL Prefacio XI-XII).
84 Aún así, ha habido intentos: Bunzl, M., «Meaning’s Reach» en Journal for the Theory
el primer Husserl y el último Wittgenstein) una parte importante del pensamiento moder-
no» (IC 12). También se cita en AL 204. Autores como Carroll ponen de relevancia que la
«descripción densa» —una de las grandes bazas sobre cómo hacer antropología según Geertz—
no es posible comprenderla sin la adscripción de éste a las críticas del lenguaje privado de
Wittgenstein. Cfr., Carroll, J., «A Tale That Fiction Would Envy: Naturalistic inquiry methods
in the Visual Arts», en Jeffery, P. J., (comp.) Papers of International Education Research
Conference, 2002, AARE (Australian Association for Research in Education), http://
www.aare.edu.au/02pap/car02530.htm, 28-03-03.
86 Cabe aclarar que Geertz no es exactamente un anti-psicologista sin distinción, más
bien es contrario a toda aquella psicología que entiende al ser humano en términos
individualistas, solipsistas e internalistas. De hecho, Geertz apuesta en gran medida por las
teorías narrativas de la psicopedagogía de Bruner (AL 193). Pero lo que es más interesante,
Geertz entiende que incluso las tesis de William James sobre la religión poseen un valor, su
problema es más bien entender que lo psicológico está en un plano privado y solitario: «James
no era individualista por ser psicólogo; era psicólogo por ser individualista. Es esto último, la
idea de que creemos si creemos (o descreemos si descreemos) en soledad, a solas con nuestro
destino, nuestra propia pizca privada, lo que ha de ser reconsiderado, dados los enfrentamientos
y los desórdenes que hoy nos rodean» (AL 150). También Bruner ha recogido las tesis de
Geertz, cfr., Bruner, J., Realidad mental y mundos posibles. Los actos de la imaginación que dan sen-
tido a la experiencia. Gedisa, Barcelona, 2004, y también Bruner, J., La educación, puerta de la
cultura. Visor, Madrid, 1997.
MENTE Y CULTURA 65
cosificación» 92, pues si el dolor sólo es tal en tanto que sensación, el «dolor del
otro» es un objeto inerte que no duele y, por tanto, su significado, según una de-
finición ostensiva, sería inválido.
El solipsismo semántico, el tercer punto, afirmaría que el significado del dolor
«viene dado ostensivamente, [y] que sólo desde el propio caso se adquiere el co-
nocimiento del significado del dolor» 93. Pero para Wittgenstein esto es contra-
dictorio. El problema de esta adjudicación interna de significado implicaría que
no hay un criterio de corrección dentro del mismo sujeto. «Wittgenstein expone
el caso de quien pretendiera llevar un diario privado de sensaciones. Tal persona
carecería de criterios para otorgar un nombre a una sensación, pues no hay modo
de saber si es la misma o distinta de las anteriores. El único modo de ejercer esa
discriminación es la memoria» 94. Pero el recuerdo no es en sí mismo un criterio
de validez, pues el recuerdo no es criterio sobre el verdadero significado de «S»
cuando alguien se pregunta «¿la próxima vez que llame «S» a algo cómo sabré lo
que significo con «S»? 95.
En un ejemplo en boca de Wittgenstein: «Sin duda yo puedo recurrir de un re-
cuerdo a otro. Por ejemplo, yo no sé si he recordado la hora de salida de un tren, y
para comprobarlo, trato de recordar cómo era la página del horario de trenes. Si la
imagen mental del horario de trenes no pudiera ser ella misma sometida a contraste
para ver si es correcta, ¿cómo podría confirmar la corrección del primer recuerdo?» 96.
El argumento es una especie de «tercer hombre» platónico sólo que en el pla-
no de los significados.
Geertz toma muy en cuenta estos argumentos pues «desde que Wittgenstein
demolió la idea misma de un lenguaje privado con el subsiguiente énfasis en la
socialización del habla y del significado, la localización de la mente en la cabeza
y la cultura fuera de ella no parece sino algo de un obvio e incontrovertible sen-
tido común» (AL 204).
92 Ibid., p. 225.
93 Ibid., p. 230.
94 Ibid., p. 231.
95 Kenny, A., Wittgenstein. Alianza, Madrid, 1995, p. 170.
96 Wittgenstein, L., Investigaciones filosóficas. Crítica, Barcelona, 1988, parágrafo 258.
MENTE Y CULTURA 67
Por un lado, la desnudez del Hombre ilustrado radiografiada como soledad in-
consistente, como solipsismo quebrado. Por otro, la desnudez de quien no se posee
mentalmente de forma absoluta, es decir, la consideración de que la mente no es
un ente, y menos aun una res autofundamentada.
Ésta última, más bien, apunta y remite en su actualización a algo (alguien)
que no es potestativo de un único individuo. La mente no es un barón de
Munchausen, según Geertz, que se tira a sí mismo de la coleta para cruzar el lago.
La unidad (aunque podría mejor nombrarse como «familiaridad») psíquica de la
humanidad comienza en la apertura incondicional al espacio público.
La racionalidad del ser humano sólo puede ser definida teniendo en cuenta
su carácter público. Si el ser humano es un ser lingüístico y racional lo es en la
medida en la que es un ser público, o en la medida en que su racionalidad lin-
güística no puede ser ni gnoseológica ni ontológicamente autónoma respecto al
mundo social.
De esta manera, la publicidad de la racionalidad humana puede rastrearse,
en un primer momento, desde la conformación del mismo lenguaje en su engarce
con la realidad. Así, si la significación del lenguaje es pública ¿cuál es su confi-
guración? ¿qué hace que el significado de «P» sea público?
En este punto Geertz sigue con Wittgenstein pues postula las formas de vida
como juegos de lenguaje (LK 24): «para una gran parte de los casos —aunque
no para todos— en que nosotros empleamos la palabra ‹significado› (Bedeutung),
puede ser definida de este modo: el significado de una palabra es su uso en el len-
guaje. Y el significado es a veces explicado al apuntar a su portador» 97.
La publicidad del significado no se debe a que éste es determinado por un
sujeto único, que determina que «P» será el significado de P, pues dicha atribu-
ción implica el conocimiento previo de las reglas gramaticales 98. Lo que mues-
tra Wittgenstein, y retoma Geertz, es que el significado se entrelaza en el uso
mismo del lenguaje y en su relación con las actividades no-lingüísticas. A esa
interdependencia del uso del habla con otras acciones la llama Wittgenstein «jue-
99 Geertz también retoma el término en LK 155, para oponerlo a aquella visión que
entiende las ciencias —sociales, humanas y naturales— como meros posicionamientos inte-
lectuales. Cabe preguntarse si es posible una sinonimia entre la noción de «cultura» y la no-
ción wittgensteniana de «formas de vida». En este punto, Geertz entiende que «la propuesta
de [Wittgenstein de] ‹formas de vida› como (por citar un comentarista) el ‹complejo de cir-
cunstancias naturales y culturales que son presupuestas en […] cualquier comprensión parti-
cular del mundo› parecían hechos a medida para facilitar el tipo de estudio antropológico que
yo, y otros como yo, practicamos. Es cierto que no estaban diseñados para eso» (AL XII). Sin
embargo, el propio Geertz monta su concepción antropológica partiendo en gran medida de
ese —y otros— conceptos. De hecho, llega a decir: «la reciente filosofía de ‹Las formas de vida›
(a la que me adhiero)» (AL 76). Aunque puede entenderse la noción de «formas de vida»
netamente desde la perspectiva de la filosofía del lenguaje —cfr. Sanfélix, V., y Prades, J. L.,
Wittgenstein, mundo y lenguaje. Ediciones Pedagógicas, Madrid, 2002, pp. 153-62—, ello no
impide su concordancia con la idea de cultura que posee Geertz. De hecho, Geertz llega a
decir: «[para] entender cualquier tipo de comportamiento social […] las fuentes […] son [entre
otras] la concepción de Wittgenstein de las formas de vida como juegos de lenguaje» (LK 24).
100 Wittgenstein, L., op. cit., parágrafo 432: «Todo signo parece por sí solo muerto. ¿Qué
es lo que le da vida? —Vive en el uso. ¿Contiene ahí el hálito vital? —¿O es el uso su hálito?».
MENTE Y CULTURA 69
254.
70 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
cit., p. 56; y Marín, op. cit., p. 242. Los tres últimos comentan las tesis de Geertz sobre la na-
turaleza humana.
107 Duch, Ll., op. cit., p. 140.
108 Marín, H., op. cit., p. 242.
109 Arregui, J. V., y Rodríguez Lluesma, C., op. cit., p. 56.
MENTE Y CULTURA 71
110 Arregui, J. V., y Choza, J., Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad. Rialp,
Madrid, 1992, p. 264. La cuestión de la elaboración cultural de una cultura natural es un tema
que se tratará más adelante, así como el posible problema del relativismo lingüístico.
72 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Para Geertz, no tiene sentido hablar de lenguaje sin un proceso social inhe-
rente al mismo. El innatismo mental queda desguarnecido puesto que el pensa-
miento requiere de suyo de los elementos culturales para poderse actualizar. El
famoso caso de Hellen Keller, la niña ciega, muda y sorda que aprendió gracias
a la pericia de Miss Sullivan, puede parecer una afirmación de dichas tesis. Sin
embargo, el caso de Keller según Geertz no es sino la muestra de que el hombre
no sólo es capaz de comunicarse por medio del habla, sino por otro tipo de fe-
nómenos como el uso de objetos culturales (IC 76). He aquí una segunda acep-
ción de la noción de publicidad según Geertz: el pensamiento implica siempre
excentricidad versus un innatismo. El caso de Keller muestra que se necesita la
utilización de elementos simbólicos exteriores al mismo sujeto para poder
vehicular el pensamiento. Efectivamente el lenguaje no es el único modo de co-
municación simbólica, pero la posibilidad de que haya pensamiento comunica-
do es debido no a actos internos anteriores a éste, sino a un «medio cultural pre-
existente» (IC 77). Así, por ejemplo, Keller aprendió a expresarse a través de
objetos culturales como cubiletes y tapones a la vez que Miss Sullivan, su tuto-
ra, le provocaba estímulos táctiles en sus manos. Para Geertz lo esencial es «la
existencia de un sistema público de símbolos» 111 (IC 78).
La cultura es entendida no sólo como un hecho diverso en sí mismo, sino
que consigna a la pluralidad de sus agentes activos. El hecho de que no exista la
Cultura es proporcional a la implicación de que cada determinación particular
cultural exhorta por propios principios a un número en plural de individuos. Si
pensar es una operación actualizada por la cultura y no un acto solipsista, y la
axiomática cultural revela su no unicidad, pensar es también «pensamiento en
común». El pensamiento no es un hecho singular y cercado interiormente, «el
pensamiento humano es esencialmente social: social en sus orígenes, social en sus
111 Y vuelve a insistir en otro lugar: «El pensamiento no consiste en misteriosos proce-
sos desarrollados en lo que Gilbert Ryle ha llamado una secreta caverna situada en la cabeza,
sino que consiste en un tráfico de símbolos significativos» (IC 362). Y en la entrevista de
Miller: «El pensamiento, en todo caso en su mayor parte, es una actividad pública […] El pen-
sar, y en efecto el sentir en una forma extraña, en realidad ocurre en público. En realidad, [las
personas] dicen lo que dicen, hacen lo que están haciendo, implican lo que implican» (PP 244).
El ejemplo de Keller también es mencionado por S. Langer, fuente imprescindible de Geertz
en su concepción simbólica de la cultura, y W. Percy, fuente de Geertz en su concepción del
símbolo como «fuente extrínseca de información». Cfr., Langer, S., Philosophy in a New Key.
A study in the symbolism of reason, rite and art. Harvard University Press, Massachusetts, 1969,
p. 72 y cfr. Percy, W., «Symbol, Consciousness and Intersubjectivity», en The Journal of
Philosophy, 1958, vol. LV, n. 15, p. 634. Percy, además, también menciona a Langer.
MENTE Y CULTURA 73
no existe un mundo material al cual se le agrega una significación, tal cual una
etiqueta. El pensamiento como pensamiento cultural, implica pensamiento so-
cial, de igual modo que conlleva no tanto una interrelación entre el significado
cultural y la cultura material, sino la concausalidad de ambos. Igualmente, el
«hombre pensante» es «los hombres pensando».
La desnudez negativa propuesta por el mito del buen salvaje es la desnudez
de su misma creación. Revelado el positivo se encuentra con que la figura de lo
que aparentemente tiene que manifestarse —la religión, la propiedad, las creen-
cias, todo un mundo cultural perfectamente cuadriculado— desaparece en una
fotografía en la que sólo se exhibe el hacedor. Como si desde una imaginaria
máquina fotográfica se tratase, las imágenes que supuestamente tienen que apa-
recer se desvanecen enseñando el hecho mismo de un sujeto haciendo una foto,
intentando una malograda cultura natural. El acto no se resuelve en un produc-
to, sino en la idea del acto como producto: al buen salvaje sólo se le persona su
mismo ser. No logra concatenar con la idea de que la cultura es un hecho social,
y que social implica el factum de la pluralidad, y por lo mismo de la pluralidad
de comprensiones de lo que es ese factum.
Por el contrario, la no absolutización del sujeto 116 implica una carestía: la
desnudez positiva de los otros hombres. Si estar desnudo es para el buen salvaje
estar en soledad, estar desnudo para Geertz es estar con otros. Pensar es, para el
antropólogo norteamericano, «pensar con».
Es cierto que, como dice Duch, «desde una perspectiva antropológica, el mito
del buen salvaje, además de haber sido siempre una expresión crítica respecto del
presente concreto de una determinada sociedad, plantea dos cuestiones actual-
mente muy importantes: a) los límites de la artificiosidad humana; b) la
sobreaceleración del tiempo» 117. El mito del buen salvaje es una idea la más de
las veces regulativa de la sociedad contemporánea en la que se lo postula 118. La
industrialización, la consideración del saber como dominio y manipulación, la
116 Y se puede entender que éste es otro de los sentidos de lo «público» en Geertz: el
the idea of nature in the thought of the period. Chatto and Winus, Londres, 1940.
MENTE Y CULTURA 75
119 Esta relación es introducida en las ciencias sociales por Freud, desde Haeckel. Cfr.
Kuper, A., El primate elegido. Crítica, Barcelona, 1996, p. 163. Véase también Assoun, P-L.,
Freud y las ciencias sociales. Serbal, Barcelona, 2003, pp. 42-5.
120 Para una explicación en profundidad y reciente sobre el planteamiento del
«primitivismo» véase Kuper, A., The Invention of Primitive Society. Routledge, Londres, 1988.
Para una referencia ya clásica véase Lovejoy, A. O. y Boas, G., Primitivism and Related Ideas
in Antiquity. The Johns Hopkins University Press, Baltimore-Londres, [1935], 1997. También
76 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
puede verse cómo, desde esferas artísticas, se crea un mito del «primitivismo» que en su in-
vención no es correlativo a los pasos dados por la antropología social, en Sánchez Durá, N.,
«Gauguin, Conrad y Leiris, un episodio en la invención de la identidad del primitivo» en
Sanfélix, V. (ed.), Las identidades del sujeto. Pretextos, Valencia, 1997, pp. 115-39.
121 Cuando Geertz explica las distinciones entre mentalidad científica, primitiva, pre-
do respecto del primero. De tal manera que el pensamiento teórico viene prece-
dido por una circunstancia de la vida cotidiana de ambos. El segundo caso, el in-
verso, sería aquel que describiría lo que el primero piensa del segundo sin importar
si fue en el período de entreguerras, el siglo XIII o la Atenas de Solón. El últi-
mo, es la narración anecdótica de vivencias entre ambos no como explicación de
sus teorías, sino como resuello grabado de vivencias que, a buen seguro, ningu-
no de los dos olvidarán. Este tercer tipo de vivencia es la que posiblemente le
sucedió a Geertz y Lévi-Strauss la primera vez que se vieron cara a cara.
Es en la entrevista a Handler (RH 609) donde el antropólogo norteameri-
cano relata cómo fue su primer encuentro. Hacía poco tiempo que Geertz aca-
baba de publicar «El salvaje cerebral: sobre la obra de Lévi-Strauss» 123, en el que
dejaba las tesis del francés en una situación teórica algo comprometida, digámoslo
así, con un toque de despecho. En la parte final de dicho artículo llega a pregun-
tarse retóricamente si no será el caso de que parte de la obra del francés no es-
tará basada en una «decepción personal», si su inteligencia no será una suerte de
«inteligencia neolítica», o si la unidad de su programa teórico no dependerá mas
de la «alquimia» que de la ciencia (IC 359). Desde principios de los años sesen-
ta el programa estructural-antropológico de Lévi-Strauss causaba furor entre los
académicos de la Universidad de Chicago, hasta tal punto que se le concedió un
doctorado honoris causa. Por aquel entonces, Geertz estaba a punto de irse al Ins-
tituto de Estudios Superiores de Princeton 124, y reconoce en dicha entrevista que
su «pasión» por Claude Lévi-Strauss era escasa. Las circunstancias del destino,
por lo visto, no estaban muy del lado de Geertz, porque tuvo la mala suerte de
encontrárselo en el aeropuerto acompañado por Fred Eggan el día que llegaba a
recoger su distinción a Chicago. Los tres se sentaron y estuvieron hablando cer-
ca de tres horas. Geertz cuenta que estaba bastante intranquilo. Lévi-Strauss, en
cambio, se interesaba por la dirección de un ciclón que giraba en torno a la zona
de la tribu Ojibwa, la cual quería visitar. Al final de la conversación el francés dejó
caer como quien no quiere un: «‹He leído su artículo en Encounter›. Y yo dije algo
así como: ‹¿Sí?›. Y siguió: ‹Muy interesante —un poco desagradable— pero muy
interesante› y dejó el tema. Así que fue muy amable» (RH 609). Leyendo la en-
trevista no se alcanza a saber con certeza si Geertz se refería a que Lévi-Strauss
123 Geertz, C., «The Cerebral Savage: on the Work of Claude Lévi-Strauss», original-
mente publicado en Encounter, vol. 28, n. 4, Abril, 1967, pp. 25-32. Recopilado posteriormente
en The Interpretation of Cultures.
124 Geertz estuvo en la Universidad de Chicago desde 1963 hasta 1970, adquiriendo la
le causó una impresión de persona afable, o bien que el motivo de amabilidad era
«haber dejado el tema» de la conversación. Posiblemente sean las dos cosas a la
vez. Sin embargo, Geertz sabe de su importante bagaje y de su calidad intelec-
tual. Y si «un aprecio que no implica conversión» (AA 27) es la característica afa-
ble de su posición hacia el francés, «hacer de la antropología una disciplina real-
mente intelectual» (RH 609) es su reconocimiento 125.
Geertz cree que en Lévi-Strauss existe una congruencia teórica desplegada
no de forma lineal a través de la matriz que sería la obra de Tristes Trópicos 126.
El libro relata, entre otras cosas, la iniciática búsqueda del auténtico indígena —
una especie de estado de naturaleza rousseauniano— por parte de un antropólogo.
Recién desembarcado en Brasil, en su periplo encuentra diversas tribus: los
caduveo y sus intrigantes tatuajes, los bororo, los nómadas nambiquara y los tupí-
kawaíb. Los últimos, cumplirían para el francés, la característica de ser, en el sen-
tido más propio de la palabra, genuinos:
«Yo había querido llegar, dice Lévi-Strauss, hasta el extremo límite del salvajismo; ¿no
me bastaban esos graciosos indígenas que nadie antes que yo había visto, que nadie
vería después?[…] Ellos estaban allí, dispuestos a enseñarme sus costumbres y sus
creencias, y yo no sabía su lengua. Tan próximos de mí como una imagen en el espe-
jo, podía tocarlos, pero no comprenderlos. Recibía al mismo tiempo mi recompensa
y mi castigo: ¿no era culpa mía y de mi profesión suponer que hay hombres que no
son hombres[…]? con sólo que logre adivinarlos, perderán su cualidad de extraños;
y tanto me habría valido permanecer en mi aldea. O bien, como en este caso, con-
servar esa cualidad; y entonces de nada me sirve, puesto que no soy capaz de apre-
hender qué los hace tales» 127.
125 Resulta importante decir que el tema no es si la interpretación de Geertz sobre Lévi-
Strauss es más o menos correcta, sino tan sólo explicar cuál es. Un estudio detallado sobre la
comparación entre los dos autores puede verse en Azzan Júnior, C. Antropologia e interpretação:
explicação e compreensão nas antropologias de Lévi-Strauss e Geertz. Campinas, SP, Brasil, 1993.
126 «Es posible, creo, y también provechoso, ver el conjunto de las obras de Lévi-Strauss,
con la excepción de Tristes Trópicos, e incluyendo aquellos textos que, al menos en términos
de publicación, le preceden, como un despliegue parcial de dicho libro, como desarrollos de
vetas concretas que, como mínimo de manera embrionaria y generalmente mucho más que
eso, se hallan presentes en éste, el más complejo de sus escritos» (AA 32).
127 Lévi-Strauss, C., Tristes Trópicos, Paidós, Barcelona, 1988, p. 372. Geertz cita este
concreta, pueda fundamentar las claves de la existencia humana (IC 350, AA 45-
6). Lo extraño —exótico o no— puede ser comprendido por el hecho de que «el
espíritu de los hombres es en el fondo el mismo en todas las partes» (IC 350).
Se trata de una operación de retracción metodológica: ante la disparidad, la di-
ferencia, la enajenación de lo extraño y lo cercano, cabe postular que en una es-
fera anterior a esas disimilitudes culturales existe un modelo teórico, subyacente
pero esencial, común a todas las culturas.
En verdad Lévi-Strauss se enfrenta a la disyuntiva entre el extrañamiento de
la diversidad cultural y la idea de una comunicación —la idea de que todos so-
mos hijos de un «mismo espíritu»— que no anule dicha diferencia. Así, «el pen-
samiento [como producto] se plasma en numerosos códigos culturales arbitra-
rios, diversos por demás, con sus jaguares, tatuajes y carne podrida, pero que,
cuando se descifran adecuadamente, ofrecen como un texto claro las invariantes
psicológicas del [pensamiento como un] ‹proceso› 128. Ya sea un mito brasileño
o una fuga de Bach, siempre tratamos con contrastes perceptuales, con oposicio-
nes lógicas y con transformaciones que conservan la propia relación» 129 (LK 150).
Tanto el lenguaje como los mitos muestran una correspondencia lógica
hallable en toda sociedad durante toda la historia 130. Pero ya no es sólo el he-
cho de un imperante sincronismo lo que Geertz desestima, sino la consideración
de que incluso la significación, la relación entre el significante y el significado sea
una relación lógica 131. La gramática y la sintaxis son leyes ordenadas que per-
miten, por el hecho de ser ordenaciones lógicas surgidas de un modo de pensa-
128 «Tal vez un día descubramos que en el pensamiento mítico y en el pensamiento cien-
tífico opera la misma lógica, y que el hombre ha pensado siempre igualmente bien», Lévi-
Strauss, C., Antropología estructural, op. cit., p. 252. O también: «La paradoja no admite más
que una solución: la de que existen dos modos distintos de pensamiento científico, que tanto
el uno como el otro son función, no de etapas desiguales de desarrollo del espíritu humano,
sino de los dos niveles estratégicos en que la naturaleza humana se deja atacar por el conoci-
miento científico», Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje. FCE, México, 1984, p. 33.
129 De ello se sigue que Lévi-Strauss considere que la tarea última y fundamental de la
antropología sea el estudio del pensamiento, y sólo secundariamente el de las costumbres, ri-
tos, instituciones, creencias, etc. (IC 292).
130 Luis Abad, en una excelente monografía sobre Lévi-Strauss, comenta a modo de
resumen: «Y el espíritu humano [según Lévi-Strauss] opera en todas partes, como ya sabe-
mos, de acuerdo con el mismo principio lógico: oponiendo y relacionando», Abad Márquez,
L. V., La mirada distante sobre Lévi-Strauss. CIS, Madrid, 1995, p. 300. También puede verse
un estudio sobre la obra de Lévi-Strauss, en Gómez García, P., La antropología estructural de
Lévi-Strauss. Tecnos, Madrid 1981.
131 Y «quien dice lógica, dice instauración de relaciones necesarias», Lévi-Strauss, C.,
132 Respecto al caso de la religión en Lévi-Strauss, Geertz escribe: «La religión, primi-
tiva o moderna, puede ser comprendida sólo como un sistema integrado de pensamiento, ló-
gicamente profundo, epistemológicamente válido, y tan floreciente en Francia como en Tahití»
(RAS 405).
133 Lévi-Strauss, C., Antropología estructural, op. cit., p. 348.
MENTE Y CULTURA 81
talismo […] la misión que se asigna a la filosofía hasta que la ciencia sea lo su-
ficientemente fuerte para reemplazarla […] consiste en comprender al ser no con
relación a mí, sino con relación a sí mismo» 134.
La idea de Geertz es clara: «mi oposición a Lévi-Strauss es mi oposición
generalizada hacia el racionalismo» 135 (RH 609). Como considera Boon, son
posturas casi irreconciliables 136. Anular la historia y «reemplaza(r) los espíritus
particulares de salvajes particulares que viven en selvas particulares por la men-
talidad salvaje inmanente en todos nosotros» (IC 355), es quizás la crítica más
generalizada que se le achaca a Lévi-Strauss, pero desde la capacidad significa-
tiva del lenguaje existe otro tipo de crítica hacia su tendencia a-histórica.
Aceptando que el modelo subyacente a toda forma lingüística se discerniera
desde un análisis de la sintaxis, de ello no resultaría que la operación de comu-
nicarse —el logro humano de estar en el mundo— surgiera de las estructuras
sintácticas del lenguaje mismo. En primer lugar, porque se quiebra una distin-
ción entre pensamiento y lenguaje que no se sabe cómo recuperar, ya que puede
ser que toda proposición lingüística sea vehículo del pensamiento, como admite
Geertz, de lo que no se sigue que pensamiento y lenguaje sean lo mismo, como
también admite; y, en segundo lugar, porque, a pesar de la obvia necesidad de una
sintaxis ordenada en el uso del lenguaje —obviedad que nadie discute— de una
relación lógica entre el significado y el referente no surge el engarce del lengua-
134 Lévi-Strauss, C., Tristes Trópicos. Barcelona, Paidós, 1988, p. 62, citado por Geertz
(AA 46).
135 Para hacerse cargo de dicha afirmación cabe enunciar cuáles son según el etnólogo
francés las cuatro condiciones que cumple toda estructura que incluye modelos de orden dis-
tinto entre sí: «En primer lugar, una estructura presenta una carácter de sistema. Consiste en
elementos tales que una modificación cualquiera en uno de ellos entraña una modificación en
todos los demás. En segundo lugar, todo modelo pertenece a un grupo de transformaciones,
cada una de las cuales corresponde a un modelo de la misma familia, de manera que el con-
junto de estas transformaciones constituye un grupo de modelo. En tercer lugar, las propie-
dades antes indicadas permiten predecir de qué manera reaccionará el modelo, en caso de que
uno de sus elementos se modifique. Finalmente, el modelo debe ser construido de tal manera
que su funcionamiento pueda dar cuenta de todos los hechos observados», p. 301. Respecto a
la estructura, más adelante dice «el orden de los órdenes no es una recapitulación de los fe-
nómenos analizados. Es la expresión más abstracta de las relaciones que mantienen entre sí
aquellos niveles donde puede ejercitarse el análisis estructural, hasta tal punto que las fórmu-
las deben a veces ser las mismas para sociedades histórica y geográficamente alejadas», pp. 348-
9. Ambas citas son de Antropología estructural, op. cit.
136 Cfr. Boon, J., Other Tribes, Other Scribes. Symbolic Anthropology in the Comparative
Study of Cultures, Histories, Religions and Texts. Cambridge University Press, Cambridge, 1982,
pp. 137-47.
82 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
je con la realidad, sino una concepción lógica de la realidad misma, algo así como
«ocuparse del ser mismo». No es desatinado, en este segundo sentido, que Geertz
observe la propuesta de Lévi-Strauss como una «metafísica formalista del ser»
(AA 46), donde lo que se ha quedado por el camino es «el ser».
El engarce del lenguaje significativo con el mundo surge del «uso lingüísti-
co» del mundo. No se quiere decir con ello que la de Geertz sea una posición idea-
lista, pues no son operaciones mentales aisladas lo que Geertz predica, como antes
se ha considerado. Simplemente, el significado de un término se constituye en
el uso mismo de ese término, y ese uso está constituido en la relación con la rea-
lidad misma, con las formas de vida.
Quizás, esta posición pueda provocar que se le pueda criticar a Geertz no
exactamente un particularismo, un subjetivismo o un relativismo, sino cierto
existencialismo cultural. Existencialismo también en cierta medida heredado de
Wittgenstein, pues para ambos el carácter de factum de las formas de vida —de
la cultura concreta de los hombres concretos, para Geertz— no puede en sí mismo
justificarse o autofundamentarse —lo cual no implica que no posea una inteli-
gibilidad— no ya porque es un principio metafísico, sino, más bien, porque no
es posible escapar a la significatividad misma de la forma de vida que se es 137.
Pero esto último se dice en un sentido muy concreto: lo que no puede existir
—y ésta sería la postura de Lévi-Strauss— es una óptica divina —el punto de
vista en la tierra del Ojo divino— por muy formal que sea. Si lo que postula
Lévi-Strauss es que la creación del significado, y, por tanto, el fundamento últi-
mo y principial de toda creación cultural, es fundada por una estructura univer-
137 Dice Álvarez Munárriz que para «entender [el pensamiento, según Geertz] debe-
mos analizar qué piensa la gente que está tratando de hacer o lo que está haciendo para ex-
plicar eso, en una palabra, [Geertz] intenta comprender y explicar lo que está ocurriendo en-
tre ellos. Con Wittgenstein subrayará que lo dado son las formas de vida. De ahí que no tenga
ningún valor deducir sus procesos de razonamientos a través de principios psicológicos que
conforman el aparato cognitivo de los seres humanos, sino que intenta comprender qué sig-
nifica para las personas lo que están haciendo, lo que piensan que están haciendo, qué signi-
ficado tiene para ellos el asunto en el que se hallan inmersos». Álvarez Munárriz, L., «Antro-
pología Cognitiva», en Lisón Tolosana, C., (ed.), Antropología: Horizontes teóricos. Comares,
Granada, 1998, p. 86. Por eso, se puede intuir desde Geertz que exista un trasvase desde una
antropología psicologista —que pregunta al «nativo» que es lo que piensa cuando hace tal ac-
ción— a una antropología interpretativa —que pregunta qué significado o sentido contiene
tal acción—. Una lectura interesante desde las ideas hermenéuticas de Geertz —aunque crí-
tico— sobre qué es —cómo— lo que pregunta la antropología interpretativa puede verse en
Osorio, F., «La explicación en antropología», en Cinta de Moebio. Revista Electrónica de Epis-
temología de Ciencias Sociales, vol. 4, diciembre 1998, http://rehue.csociales.uchile.cl/publica-
ciones/moebio/04/frames04.htm, 07-09-2000.
MENTE Y CULTURA 83
139 Cfr. Whorf, B. Language, Thought, and Reality: Selected Writings of Benjamin Lee
Whorf, MIT Press, Cambridge, 1956, y Sapir, E., «The Status of Linguistics as a Science» en
Language, 1929 vol. 5, pp. 207-214.
140 Álvarez Munárriz, L., «Antropología Cognitiva» en Lisón Tolosana, C. (ed.), Antro-
estándar»— descubrió que los nombres que en ambas se daba al espacio, tiempo
y materia eran cualitativamente distintos, por no decir antagónicos. La construc-
ción temporal de los verbos, la enunciación de determinados plurales, entre otros,
configuraban la cultura en la que se insertaban y, por tanto, determinaban la rea-
lidad en la que se vivía. Gesticular, mirar, etc., variaban según la gramática em-
pleada. En palabras de Geertz, la cuestión era asumir que frente a un universa-
lismo mental parecía mejor la tesis de que «unos productos culturales particulares
(las formas gramaticales de los indios de Norteamérica […]) estaban relaciona-
dos con unos procesos mentales particulares (la percepción física, el sentido del
tiempo, la atribución causal)» (LK 149). El lenguaje determina el pensamiento,
y, por tanto, éste determina la realidad.
No obstante, el problema planteado por Geertz a este tipo de teorías, y de
cierta forma una de las críticas más generalizadas hechas a Whorf, es que «no
queda claro cómo los individuos encerrados en una cultura son capaces de pe-
netrar en el pensamiento de individuos encerrados en otra» (LK 149); que, a los
efectos pertinentes, significa que nadie sabe cómo Whorf consiguió saber lo que
por su propio planteamiento era indescifrable.
Aunque dentro de rasgos muy generales, quizás tan generales que engloban
demasiadas cosas, Geertz estaría de acuerdo con Whorf en defender un particu-
larismo cultural, y, por tanto, cierto relativismo cognitivo; pero la manera en que
ambos llegan a esas conclusiones son dispares y, en algunos puntos capitales,
discordantes 141.
El primer punto sería si la arbitrariedad de la gramática conduce a una ar-
bitrariedad ontológica. Siguiendo los presupuestos wittgenstenianos, Geertz en-
tiende, como también Whorf, que la gramática se entreteje con las formas de
vida 142, las conductas culturales y las operaciones no estrictamente lingüísticas.
La gramática no es una representación neutral de un mundo objetivo, sino que
es configuradora de ese mundo, y, por consiguiente, la arbitrariedad de las gra-
máticas remitiría a la arbitrariedad de las formas de vida. Ante esta evidencia,
parecería que el paso lógico siguiente sería afirmar, como algunos autores han
interpretado en Wittgenstein, que la gramática crea la esencia. Aunque referidas
141 «Whorf […] era partidario de una concepción totalmente relativista. Se basaba en
el hecho de que el lenguaje no sólo es un instrumento de comunicación sino que también de-
termina nuestros modos de percibir, conforma nuestras ideas y modela el aparato cognitivo
de los seres humanos», Álvarez Munárriz, L., «Antropología Cognitiva», op. cit., p. 61.
142 Cfr. Marrades, J., «Gramática y naturaleza humana» en Sanfélix, V. (ed.), Acerca de
143 Arregui, J. V., Acción y sentido en Wittgenstein. Eunsa, Pamplona, 1984, p. 174.
144 Según Arregui, esta sería la interpretación de Hadot sobre Wittgenstein (Hadot, P.,
«Jeux de language et philosophie» en Reveue de Métaphysique et de Morale, 1962, vol. 67, pp.
330-343), y como tal «aproxima [a Wittgenstein] a las tesis del relativismo lingüístico de Sapir-
Whorf», ibid., p. 175.
145 Por ejemplo, cfr. Harris, M., Teorías sobre la cultura en la era postmoderna. Crítica,
para los navajos, la naturalidad del mundo cotidiano es una expresión directa, un resultado de
88 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
ese reino del ser al que se le atribuye un complejo bastante diverso de cuasi-cualidades: la ‹mag-
nificencia›, la ‹seriedad›, el ‹misterio›, la ‹otredad›. El hecho de que los fenómenos naturales
de su mundo físico sean vestigios de los actos de canguros inviolables o de serpientes
taumatúrgicas no hace que esos fenómenos parezcan menos naturales a ojos de los aboríge-
nes. El hecho de que un riachuelo particular corra justo en ese lugar porque el oposum remo-
vió la tierra con su cola no hace desaparecer al riachuelo. Lo vuelve, desde luego, algo más, o
cuando menos algo distinto de lo que un riachuelo es para nosotros; pero el agua corre cues-
ta abajo en ambos casos» (LK 86).
149 Como explican Gumperz y Bennet de la tesis de Whorf, es cierto que la gramática
150 «La doctrina de la unidad psíquica de la humanidad, que yo sepa, no es hoy seria-
mente cuestionada por ningún antropólogo respetable» (IC 62).
151 También Norbert Elias sugiere un sentido similar cuando afirma que «los seres hu-
manos son miembros de una especie unificada y al mismo tiempo miembros de sociedades
90 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
diferentes». Elias, N., Teoría del Símbolo. Un ensayo de antropología cultural, op. cit., p. 54. Toda
esta interpretación de Geertz sobre la «unidad psíquica de la humanidad» y sobre la negación
del dualismo cartesiano es la antítesis a la interpretación de Hobart: «A pesar de sus diferen-
cias ostensibles, Bloch y Geertz son compañeros de cama intelectuales […] Ambos asumen,
por ejemplo, la unidad psíquica de la humanidad y la adecuación última de la razón y la on-
tología (positivismo) Occidental para explicar la cultura y sus variaciones. Ambos asumen una
dicotomía cartesiana de mente y cuerpo…», Horbart, M., «Summer’s days and salad days: the
coming of age of anthropology», en Holy, L., (ed.), Comparative Anthropology. Blackwell,
Oxford, 1987, pp. 45-6.
CAPÍTULO III
LA CULTURA COMO FICTIO
153 Cfr. Gehlen, A., El hombre. Salamanca, Sígueme, 1987. También Duch entiende que
Geertz y Gehlen comparten esa idea, cfr. Duch, Ll., Llums i ombres de la ciutat. Publicaciones
de l’Abadia de Montserrat, Montserrat, 2000, p. 106.
154 Y no, como algunos han sostenido, que los dos términos se disuelven. Para esta cues-
tión planteada desde autores «descendientes de Geertz» —Rabinow, Strathern— cfr. Franklin,
S., «Re-thinking Nature-Culture. Anthropology and the New Genetics» en Anthropological
Theory, vol. 3, n. 1, 2003, pp. 65-85. El tema naturaleza/cultura se plantea dentro de la cues-
tión de la técnica y la genética, es decir, en el uso cultural de la genética respecto a qué es la
naturaleza humana.
LA CULTURA COMO FICTIO 95
pero de allí no podría nunca deducirse de un modo puramente lógico [el modo
lévi-straussiano] la fisonomía específica de las soluciones concretas que sólo his-
tóricamente él mismo habría elaborado progresivamente. Esto explica por qué
partiendo de los ‹problemas generales›, no alcanzaríamos nunca las soluciones
únicas» 155.
Desde la metáfora de la desnudez psicosomática, el «hombre desnudo» es un
tipo de vestido. No existe el hombre «mentalmente nada viable» kantiano por-
que no existe el hombre fuera de la cultura. Por eso, la formulación de la
inespecialización psicosomática en el ser humano ha de entenderse como una
descripción negativa: esto es lo que no es el hombre, es decir, lo que metafórica-
mente es el hombre sin cultura, lo que no existe y utilizamos metafóricamente
para poder decir qué es un ser inespecializado. Y creo que esta es una de las di-
ferencias claves entre Geertz y Cassirer. Entender la naturaleza como lo disí-
mil a la cultura es una terminología aporética. Se puede hablar de naturaleza
humana y de cultura, pero no de la una frente a la otra. O dicho de otra de for-
ma, lo que no tiene sentido es hablar de «naturaleza» o «cultura» como un tipo
de elección.
Si naturaleza humana es «aquello que es» el ser humano, entonces el ser hu-
mano es un ser naturalmente cultural.
2. INNATISMO E INCOMPLETUD
decir lo que quiere decir —perdón por la repetición— «creo que su expresión no es feliz», por-
que algo constitutivo no puede ser plenamente extrínseco. Ricoeur, P., Ideología y utopía. Gedisa,
Barcelona, 2001, p. 277.
96 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
157 Habría que añadir, como añade Geertz, el uso, muchas veces incorrecto, que se hace
de la palabra instinto. De hecho, se suele distinguir entre esquemas de conducta innatos, re-
sultados de procesos genéticos programados, esquemas de conducta que dependen de proce-
sos extragenéticamente programados y esquemas de conducta flexibles o variables. La cues-
tión es que se ha hecho un uso ilegítimo en la afirmación de que todo esquema de conducta
innato es de suyo inflexible, cuando no es así en muchos casos ya probados. Por ejemplo, al-
gunos primates necesitan, ante un esquema de conducta innato como el apareamiento, un
aprendizaje, hay una flexibilidad, pues se ha observado cómo sin ese aprendizaje dicho apa-
reamiento ha sido fallido (IC 75 n54).
158 S ewell, W., «Geertz, Cultural System and Histor y : From Synchrony to
Transformation» en Ortner, S. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz and Beyond. University of
California Press, Representation Books, Berkeley, 1999, p. 45.
LA CULTURA COMO FICTIO 97
Pero dicha distancia no es entre lo que es cultural y lo que es natural, sino entre
las formas de actualización de la naturaleza, es decir, las formas culturales 159.
Sin embargo, Sewell critica a Geertz por no saber explicar, desde la relación
entre la inespecificidad cerebral y la necesidad de fuentes de información extrín-
secas culturales, el cambio y la diversidad. Según Sewell, Geertz está diciendo que
porque la dotación de reacción ante estímulos es tan difusa es por lo que se ne-
cesitan esos sistemas culturales, y que justamente por ello existe «una conside-
rable variación entre los individuos a la hora de responder a una dificultad». Y
ello implicaría que, en algunos casos, «los códigos culturales sean tan enorme-
mente estereotipados que esta búsqueda de información sea muy breve, determi-
nada y uniforme para todas las personas que se enfrentan al mismo estímulo» 160.
Pero, aun obviando que Sewell está tomando la relación entre cerebro-cultura
como de causalidad eficiente, del argumento de Geertz no se deduce que «los
códigos culturales sean tan enormemente estereotipados que esta búsqueda de
información sea muy breve, determinada y uniforme para todas las personas que
se enfrentan al mismo estímulo».
La mayor autonomía y desarrollo cerebral, o la mayor complejidad y
jerarquización de la misma, conlleva una menor definición intrínseca en los fi-
nes. No es en el cerebro donde se localiza la facultad de pensar. No es en la acti-
vidad del sistema nervioso central donde se observa qué es el pensamiento y la
conducta, o el porqué se piensa como se piensa y se actúa como se actúa. La de-
pendencia a «recursos extrínsecos culturales» para la acción, dice Geertz, hace a
estos «no agregados a la actividad mental, sino elementos constitutivos de ésta»
(IC 76): «sólo porque la conducta humana está tan débilmente determinada por
fuentes intrínsecas de información, las fuentes extrínsecas son tan vitales» (IC 93).
Tampoco niega Geertz que tenga sentido un discurso desde la noción de psique
como principio de operaciones específico del hombre —aunque no es un con-
cepto que recoja en toda su amplitud— sino que parece que su despliegue es in-
completo atendiendo sólo a su carácter intrínseco. Geertz señala que «el concepto
de mente [es] un concepto extraordinariamente útil y del cual no existe un equi-
en Ortner, S. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz and Beyond. University of California Press,
Representation Books, Berkeley, 1999, p. 48.
98 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
valente preciso, salvo quizás el arcaísmo de psique» (IC 57). Cabe señalar, no obs-
tante, que aunque Geertz se aproxima a tesis aristotélicas, el uso que hace del
concepto de psique no es habitual, hasta el punto de que no es una lectura acer-
tada de Aristóteles igualar «mente» a psique 161.
Siguiendo uno de los ejemplos de Geertz: «para construir un dique, un castor
sólo necesita un lugar apropiado y los materiales convenientes; su modo de pro-
ceder está modelado por su propia fisiología. Pero el hombre, cuyos genes nada
le dicen sobre las operaciones, necesita también de una concepción de lo que es
construir un dique, una concepción que sólo podrá obtener de una fuente sim-
bólica —un patrón, un modelo, un libro de texto o de lo que le diga alguien que
ya sabe cómo se construyen los diques» (IC 93). El animal, por el contrario, para
la constitución de su propio vivir como determinado animal —que un castor se
comporte como un castor: que construya diques— no necesita de elaboraciones
no innatas en un sentido extrínseco, como lo puede ser un libro de texto. La con-
figuración genética es un saber y, como tal, transmisor de contenido e informa-
ción, pero es un saber impreso. Las fuentes genéticas ordenan la respuesta de ac-
ción en márgenes de estrecha variación que son progresivamente más estrechas
cuanto más se baja en la escala animal. En el ser humano dichas respuestas es-
tán abiertas en tanto que «lo que le está dado innatamente son facultades de res-
puesta en extremo generales, que si bien hacen posible mayor plasticidad, mayor
complejidad y, en las dispersas ocasiones en que todo funciona como debería,
mayor efectividad de conducta, están mucho menos precisamente reguladas» (IC
45-6). Para Geertz, la deficiencia de lo «intrínseco» —«conducta que, comparati-
vamente, parece descansar en gran medida (o por lo menos de manera preponde-
rante) en disposiciones innatas, independientemente de cuestiones de aprendizaje
o de flexibilidad como tales» (IC 75 n54)— inclina a interpretar al pensamiento
como un acto abierto, y no como una acción terminada operativamente en sí mis-
161 Geertz recoge varios puntos de lo que se ha venido a llamar una versión «aristotelico-
«El carácter ‹único› del hombre se ha expresado a menudo aludiendo a las diferentes
clases de cosas y a la cantidad de cosas que el hombre es capaz de aprender. Si bien
monos, palomas y hasta pulpos pueden de vez en cuando desconcertarnos con las cosas
‹humanas› que pueden aprender a hacer, lo que se afirma del hombre es en general
cierto. Pero tal vez tenga una importancia teórica mayor poner énfasis en las muchas
cosas que el hombre tiene que aprender» 162 (IC 79).
162 Como afirma Luque, «lo que separa al hombre del resto de los animales no es tan-
to su habilidad o capacidad de aprender, cuanto la cantidad y el tipo de cosas que tiene que
aprender antes de que pueda desenvolverse medianamente». Luque, E., Del conocimiento
antropológico. Centro de Investigaciones Sociológicas y ed. S. XXI, Madrid, 1985, p. 127.
100 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
1993, p. 271.
164 Cfr. Gehlen, A., op. cit., pp. 9-11.
LA CULTURA COMO FICTIO 101
ser que interpreta su ser lleva a descartar la noción de que sólo hay una y unívoca
interpretación de él mismo. «Si deseamos descubrir lo que es el hombre, sólo
podemos encontrarlo en lo que son los hombres: y los hombres son ante todo muy
variados» (IC 52). O lo que es lo mismo, entender cómo «por naturaleza» pueda
haber definiciones normativas y «tipológicas» de la misma. Geertz emplea la idea
de «tipología» en un sentido propio, a saber, la existencia de un ente noético que
encarna la esencialidad de lo humano, del cual «usted, yo, Churchill, Hitler y el
cazador de cabezas de Borneo [somos] reflejos, deformaciones, aproximaciones»
(IC 51). Este idea de tipología —como pone de relieve Marín— también está
señalando la posición de Geertz acerca de la estratificación de la naturaleza hu-
mana. Uno de los presupuestos de dicha estrategia estratigráfica consistiría en
entender la naturaleza según una concepción «tipológica», es decir, «un esquema
de inteligibilidad o una ‹entidad definitoria› que hace cognoscibles a las reali-
dades individuales en tanto que partícipes de formas de ser esenciales, univer-
sales y que, por tanto, no tiene a la singular individualidad como condición de
inteligibilidad» 168. En el despojo intelectual de lo cultural propiciado por los
parámetros ilustrados lo que queda es el «hombre natural», en la unión com-
parativa de pautas culturales comunes lo que comparece es el «hombre
consensuado». Pero en ambas situaciones lo que pervive de esa «estrategia in-
telectual general» es la aparición del Hombre con mayúsculas, o de la Cultura
impertérrita.
Si el ser humano es el animal de sentido que tapa su desnudez, entonces
«ser humano» implica una regulación «naturalmente cultural» sobre qué es «ser
humano». Como la cultura implica cierta normativización respecto a la
formalización de la naturaleza humana, entonces puede incluirse la exclusión
como una característica de la misma. De ahí, que quepa entender que la polis grie-
ga sea para Aristóteles una de las cosas naturales, o que los javaneses digan «otros
campos, otros saltamontes» en referencia a que «ser humano es ser javanés» (IC
52), en el sentido de que no todo el mundo es considerado humano. O que «apa-
che» o «utu» sean correspondencias semánticas que impliquen a la vez la identi-
dad y la humanidad. Ser apache es ser humano, de la misma manera que ser hu-
mano es ser, para Aristóteles, griego, adulto, varón y libre. Y si «ser humano no
es ser cualquiera; es ser una clase particular de hombre» (IC 53), entonces la hu-
manidad del hombre no es sólo una condición sustancial, sino cierto tipo de
ficcionalización natural, o como dice Choza, la cultura es la verdad de la natura-
leza 169. «Para Geertz —señala Duch— resulta, pues, una evidencia que salta a
la vista que la cultura es un requisito previo e indispensable de la naturaleza hu-
mana. Incluso puede decirse más: la ‹artificiosidad cultural› es la firme vocación
del hombre» 170.
Lo que, a su vez, también pone de relieve tres aspectos relevantes de la cues-
tión. En primer lugar, que «el hombre es por naturaleza un ser cultural» 171, o como
dice Geertz, que «la cultura […] no es sólo un ornamento de la existencia hu-
mana sino que es una condición esencial de ella, la procedencia crucial de su es-
pecificidad» (IC 46) 172. Lo mismo que cabe decir que «llegar a ser humano es
llegar a ser individuo y llegamos a ser individuos guiados por esquemas cultura-
les, por sistemas de significación históricamente creados en virtud de los cuales
formamos, ordenamos, sustentamos y dirigimos nuestras vidas» (IC 52). Lo cual
no quiere decir que se ha de entender la cultura como un rasgo innato de la na-
turaleza humana, como si «tener cultura» fuese una característica inmutable y ya
dada de lo humano. La naturaleza es lo que «está al final». Bauman, haciéndose
cargo de esta tesis, señala:
«Geertz expresa una idea muy difundida ya, y lo hace de la forma más global y com-
pleta que se puede encontrar. Combina argumentos extraídos del análisis filosófico mo-
derno acerca de la situación existencial humana con los hallazgos de la psicología y los
principios metodológicos más influyentes de las humanidades en general. La cultura
[…] es mucho más, o mucho menos, que el conglomerado de normas y costumbres
pautadas de los diferencialistas. Es, de hecho, una aproximación específica, afianzada
en los análisis últimos acerca de la capacidad única de la mente humana para ser in-
tencional, activa y creativa. Otros postulantes de la noción genérica de lo cultural están
mucho más cerca del ‹denominador común›, situándolo en un contexto del paso histó-
rico del mundo animal al humano. La fórmula de Geertz se mantiene en el nivel de la
descripción fenoménica. Simplemente afirma las peculiaridades más conspicuas de la
raza humana; evita cualquier intento de organizar los principios dispares en una estruc-
tura; se abstiene incluso de designar uno de los muchos planos de la realidad como el
lugar privilegiado del explanans (lo explicativo, las causas y motores) y otros como el lugar
del explanandum (lo explicado, los efectos y consecuencias)» 173.
169 Choza, J., Manual de Antropología Filosófica, pp. 431-40 y 477-507. En el mismo
sentido, haciéndose eco de Geertz, Berger y Luckmann, Choza comenta, «que la identidad
personal aparezca ahora en la autoconciencia y que la autoconciencia esté mediada por la so-
ciedad significa que sin la sociedad el sujeto no sabría que es todo eso porque no lo sería en
modo alguno», ibid., p. 425.
170 Duch, Ll., Llums i ombres de la ciutat, p. 109.
171 Arregui, J. V., y Rodríguez Lluesma, C., Inventar la sexualidad, p. 89.
172 La última frase es omitida en la traducción castellana de la IC de Gedisa.
173 Bauman, Z., La cultura como praxis. Paidós, Barcelona, 2002, pp. 152-3.
LA CULTURA COMO FICTIO 105
contemporáneas, sino que ha de definirse por el vínculo entre ambas esferas, por
la manera en que la primera se transforma en la segunda, por la manera en que
las potencialidades genéricas del hombre se concentran en sus acciones especí-
ficas» (IC 52). Y eso es ver al ser desnudo como ser vestido, o entender que el
ser desnudo es a la vez un acto de observancia de la diversidad humana, como lo
es el de saberse vestido.
Puede ser que Geertz deje la puerta abierta a una barrera que puede aparentar
insuperable, a saber, aquella que bajo la renuncia de cierta invariabilidad natural
sugiera que la antropología implica una desconexión epistemológica de la me-
tafísica y, congruentemente, la separabilidad de sus «objetos de estudio». Pero eso
sería volver a postular una estratificación del ser humano, y Geertz no lo hace.
De ahí que se pueda decir que la noción de naturaleza humana de Geertz es una
noción teleológica en el sentido concreto de que «la naturaleza no es vista, por
tanto, como un ingrediente del ser humano, sino como lo que el hombre es al al-
canzar su sazón. La naturaleza no está al principio sino al final» 176. En térmi-
nos aristotélicos Geertz tan sólo se hace cargo de una idea muy concreta: que toda
psique es forma de un cuerpo cuya actualización como principio operativo nece-
sita de esquemas culturales. Y no, como se intenta sugerir por parte de sus críti-
cos 177, la negación de una «naturaleza humana». En un texto que puede resultar
especialmente revelador para sus intérpretes, y desconcertante para sus críticos,
Geertz llega a decir: «nuestra capacidad de hablar es seguramente innata; nues-
tra capacidad de hablar inglés es seguramente cultural» (IC 50). Desde la pos-
tura geertziana no es un problema afirmar facultades y potencias humanas innatas;
más bien, la cuestión es que éstas no se constituirían como tales sin la cultura —
por muy particular que sea— pues para Geertz lo particular no desvela de peor
forma que lo universal aquello que es el ser humano.
Lo que desde esas tesis a veces se le ha criticado a Geertz es que éste, inclu-
yendo esa noción teleológica de la naturaleza, pueda hablar de la naturaleza hu-
mana como «artefacto cultural». Marín, desnormativizando históricamente el
concepto aristotélico de polis para luego retomarlo como «cultura» o «esquemas
socioculturales» —y ello lo hace recogiendo las tesis de Geertz— arguye que la
idea de la naturaleza humana como «artefacto cultural» (IC 51) lleva a entender
que la esencia del hombre puede ser gestada físicamente por la polis. Dicha in-
quietud es acertada, pues cabe, si no se interpreta correctamente a Geertz, com-
prender que la cultura crea al individuo incluso fisiológicamente, o, como se di-
178 Aunque tampoco, a su vez, se puede negar que la cultura es una condición influyente
también física de la propia physis del hombre. Negarlo sería tanto como negar las diferencias
físicas entre los pueblos —sin por ello entrar en el escurridizo y polémico tema de las «razas»—
o el proceso evolutivo, u obviar las condiciones físicas de la cultura y la naturaleza. Cfr. Marín,
H., op-cit., p. 286.
179 Duch, Ll., Escenaris de la corporeïtat. Antropologia de la vida quotidiana. Publicacions
1. DE LA NATURALEZA AL SÍMBOLO
siste en observar cómo el ser humano configura el mundo, mejor dicho, cómo está
configurado el mundo, ya que Geertz no busca hacer una gnoseología previa. Pues
bien, el mundo es configurado por el ser humano, según Geertz, «simbólicamen-
te». Desde esa perspectiva, se hace necesario atender a lo que Geertz quiere de-
cir por símbolo y por acción simbólica. Ello permitirá más adelante adentrarse
en la noción de cultura, y, a su vez, ésta se mostrará como principio constitutivo
de la naturaleza humana bajo la noción, antes brevemente dicha, de la libertad y
la alteridad. Es frecuente enmarcar a Geertz dentro de la llamada «antropología
simbólica». La inclusión o no de Geertz en esta corriente viene a colación no de
cuestiones historiográficas sino del sentido que se otorga a sus nociones de sím-
bolo y de acción simbólica, sentido y acción. En estos temas la herencia
wittgensteniana seguirá muy presente, pero también se hará más patente aún la
de Weber, Cassirer, Parsons, Langer o Burke.
181 Cfr. Buxó, M. J., «Prólogo» en Sperber, D., El simbolismo en general. Anthropos, Bar-
celona, 1988, p. 12; Cátedra, M., «Símbolos» en Prat, J., y Martínez, A. (eds.), Ensayos de an-
tropología cultural. Ariel, Barcelona, 1996, p. 192; Parkin, R., «Antropología Simbólica» en
Lisón Tolosana, C. (ed.), Antropología: horizontes teóricos. Comares, Granada, 1998, p. 124 y p.
145; Rossi, I. y O’Higgins, E., Teorías de la cultura y métodos antropológicos. Anagrama, Barce-
lona, 1981, p. 133, referido al ámbito norteamericano; y Ortner, S., «Theory in Anthropology
since the Sixties» en Comparative Studies in Society and History, vol. 26, 1984, pp. 128-32.
182 Bonte, P., y Izard, M., Etnología y Antropología. Akal, Madrid, 1996, p. 315. Tampo-
estudio de la las culturas» es como se define en Edgar, A. y Sedgwick, P., Cultural Theory. The
Key Thinkers. Routledge, Londres, 2002, p. 82.
184 Barfield, Th. (ed.), Diccionario de antropología. Bellaterra, Barcelona, 2000, pp. 77-80,
83-5, 99-100. Cabe decir, sin embargo, que recientemente Barnard ha situado a Geertz den-
tro de la «antropología interpretativa», cfr. Barnard, A. History and Theory in Anthropology.
Cambridge University Press, Cambridge, 2001, pp. 162-4; aunque, en su detrimento, Barnard
no recoge ninguna corriente gestada en los años 60 llamada «antropología simbólica», ni toma
como representativa de la historia de la antropología la noción de «antropología simbólica»,
ni hace mención alguna de los acontecimientos que aquí se van a narrar. Véase también, para
este paso de Geertz del simbolismo a la interpretación, Parker, R., «From Symbolism to
Interpretation: Reflections on the Work of Clifford Geertz» en Anthropology and Humanism
Quarterly, vol. 10, n. 3, 1985, pp. 66-67.
112 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
185 Reynoso, C., Corrientes en antropología contemporánea. Biblos, Buenos Aires, 1998, p.
209 y p. 211-3. Por otro lado, Reynoso menciona una antropología simbólica inglesa, con V.
Turner, Mary Douglas, Malcolm Crick y Stanley Tambiah; y una antropología simbólica fran-
cesa, cuyo exponente más claro, aunque algo más tardío, es Dan Sperber.
186 Peacock, J. L., Consciousness and Change: Symbolic Anthropology in Evolutionary
1968.
SÍMBOLO Y SIMBÓLICAS 113
191 Tuner, V., The Forest of Symbols: Aspects of Ndembu Ritual. Cornell University Press,
Ithaca, 1967.
192 Douglas, M., Natural Symbols. Explorations in Cosmology. Pengui, Pantheon, 1970.
193 Sperber, D., Rethinking Symbolism. Cambridge University Press, Cambridge, 1975.
194 Sahlins, M., Culture and Practical Reason. Chicago University Press, Chicago, 1976.
195 Dolgin, J., Kemnitzer, D. y Schneider, D. (eds.), Symbolic Anthropology: a Reader in
the Study of Symbols and Meanings. Columbia University Press, Nueva York, 1977. Este libro
se publicará inicialmente como un número de la revista American Ethnologist, y en él se in-
cluirá un escrito de Geertz de 1974: «Desde el punto de vista del nativo: sobre la naturaleza
del conocimiento antropológico», incluido posteriormente en 1983 en Conocimiento Local.
196 Rossi, I. y O’Higgins, E., op. cit., p. 133.
197 Cfr. Reynoso, C., Paradigmas y estrategias de la antropología simbólica. Búsqueda, Bue-
condición humana es una sentencia algo desajustada, ya que cabría primero averiguar qué pe-
culiaridades posee lo simbólico para averiguar si el tomarlo como eje central de estudio con-
duce a una reducción de lo humano.
114 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
proyecto de investigación sucedió en el año 62, en Tras los hechos menciona que su contacto
con el Comité fue desde el inicio de su entrada en Chicago, además de que la estancia de sus
primeros cinco años fue financiada por una beca del Comité (AF 111-7).
202 Geertz, C. (ed.), Old Societies and New States. Free Press, Nueva York, 1963.
203 «Casi, dice Geertz, cincuenta nuevos Estados nacionales a comienzos de los sesen-
ta, con otros cincuenta en puertas de constituirse como tales, casi todos en Asia y África, prác-
ticamente todos ellos débiles, inestables, pobres y ambiciosos» (AF 115).
204 Inglis, F., Clifford Geertz. Culture, Custom and Ethics. Polity Press, Cambridge, 2000,
p. 17.
116 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
«Los estudios realistas y simpatéticos sobre los nuevos Estados pueden ayudar a ha-
cer nuestras políticas hacia ellos más comprensivas, agudas y provechosas. Hay erro-
res benévolos que disipar, así como errores malévolos que superar. Queremos man-
tener la benevolencia pero disipando la mitología con la que muchas personas
bienintencionadas se enfrentan a los nuevos Estados […]. Por medio de un mayor
realismo, acompañado de una exploración imaginativa de todo el abanico de posibi-
lidades que permiten las ‹características› de la vida en los nuevos Estados y la capa-
cidad de sus administradores, esperamos también —al menos hasta cierto punto—
contrarrestar su mala voluntad. […] Los estudios comparativos de los nuevos Esta-
dos no necesitan ser más relativistas, éticamente, de lo que necesitan o pueden ser de
historicistas en un sentido metodológico. Sin embargo, la desestimación del
relativismo no debe estar acompañada de una paralización de nuestra imaginación
sobre la diversidad de las formas institucionales a través de las cuales nuestros valo-
res éticos pueden realizarse. Un verdadero estudio comparativo de los nuevos Esta-
dos, dentro del contexto de un análisis teoréticamente comparativo y general […] pue-
de contribuir a una formación de criterio y a un refinamiento y enriquecimiento del
análisis en filosofía política» 205.
Estas palabras, bien conocidas por Geertz por ser él quien las editó y las cita
como ideas representativas del propósito del proyecto (AF 112-3), pueden ser in-
terpretadas como «sinceras, a pesar de Vietnam» 206. Y es que la contextualización
social de los años sesenta en Estados Unidos —de su segunda mitad sobre todo—
es teóricamente un revulsivo. Se estaba iniciando la crítica al paternalismo
geopolítico de EE. UU. De manera aún tímida, los discursos postcolonialistas
estaban haciendo su aparición; el optimismo envolvente de una teoría social in-
expugnable en sus predicciones y análisis se estaba empezando a cuestionar. Y
todo ello no fue fruto únicamente de «cerebros en una cubeta universitaria» con
grandes dudas sobre las nociones estructural-funcionalistas, sino de una praxis
social —a veces a remolque, a veces empujando— explosiva. En palabras del mis-
mo Geertz:
«La universidad no estaba alejada de las sacudidas de la época. Había debates, marchas,
huelgas; el rectorado fue ocupado y algunos profesores sufrieron ataques físicos. Fuera
del campus los Panteras Negras eran tiroteados, se celebraba el juicio contra ‹los siete
de Chicago›, los yippies 207 intentaban aligerar el mercado de valores, y explotaba la con-
205 Shils, E., «On the Comparative Study of the New States» en Geertz, C. (ed.). Old
vocar desórdenes en la convención del partido Demócrata en 1968. Nota aclaratoria de Mikel
Aramburu a la traducción castellana de After de the fact, p. 114.
SÍMBOLO Y SIMBÓLICAS 117
vención del partido Demócrata. Seguramente otros lugares —Berkeley 208, Columbia,
Cornell, Kent State— tuvieron más episodios de conmoción, y otros acontecimientos
—la crisis de los misiles cubanos, los asesinatos de Kennedy y King, las revueltas de
Watts, la caída de Lyndon Johnson— tuvieron una significación de mayor alcance. Pero
difícilmente hubo otro lugar [se refiere a Chicago] donde estuviera tan a la vista la per-
sistencia del desorden y su variedad. Si en realidad el mundo entero estaba mirando, éste
era un buen lugar para mirar» (AF 110).
208 Hay que decir que Geertz fue profesor ayudante en Berkeley durante dos años (1958-
60), de los cuales, al parecer, no guarda un especial grato recuerdo por la cantidad de trabajo
que le suponía, y por lo descomunal del departamento (RH 606). Tanto es así, que el ofreci-
miento de Shils para entrar en el Comité de estudio de las Nuevas Naciones fue el detonan-
te aceptado por Geertz para abandonar Berkeley. Como curiosidad, en La Interpretación Geertz
brinda el libro a tres instituciones en las que ha desarrollado su trabajo: el departamento de
Relaciones Sociales de Harvard, el departamento de Antropología de la Universidad de
Chicago y el Instituto de Estudios Superiores de Princeton. La omisión de Berkeley puede
no consistir en un desprecio, sino en la idea de que allí Geertz fue profesor de antropología,
pero no un antropólogo. Cfr. Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos. Paidós, Barce-
lona, 2001, pp. 153-4.
209 Como es sabido, Rabinow realizó su tesis doctoral haciendo trabajo de campo en
Marruecos bajo un proyecto auspiciado por Clifford Geertz a finales de los sesenta.
118 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
210 Rabinow, P., Reflexiones sobre un trabajo de campo en Marruecos. Júcar, Madrid, 1992,
metodologías y enfoques que existían, como menciona Ortner, en los años cin-
cuenta 213 . De entre todos ellos, cabe casi asegurar que el estructural-
funcionalismo y el funcionalismo —Radcliffe-Brown y Malinowski— fueron
los arquetipos a los que Geertz se enfrentó primeramente, y a los que, pese a no
considerarse miembro de una «antropología simbólica», les debiera su reflexión
sobre el simbolismo como inicio de su particular andadura. Parecería como si el
símbolo fuera un bienaventurado comienzo, ya que, incluso después de varios años
de dejar Chicago, Geertz se autodefinió como un «etnógrafo del tipo ‹significa-
dos y símbolos›» (LK 69).
cfr. Spencer, J., «British Social Anthropology: a Retrospective», Annual Review of Anthropology,
vol. 29, 2000, p. 12.
216 Mercier, P., Historia de la antropología. Península, Barcelona, 1995, p. 139. La primera
217 Los cuatro volúmenes que se editaron fueron: The Relevance of Models for Social
Anthropology. Praeger, Nueva York, 1965. Political Systems and the Distribution of Power. Praeger,
Nueva York, 1965. Anthropological Approaches to the Study of Religion. Praeger, Nueva York, 1966.
The Social Anthropology of Complex Societies. Praeger, Nueva York, 1966.
218 Geertz, C., «Religion as a Cultural System» en Banton, M. (ed.), Anthropological
Approaches to the Study of Religion. Tavistock, Londres, 1966, pp. 1-46. Geertz extrae este ar-
tículo de la edición inglesa para incorporarlo a La Interpretación.
SÍMBOLO Y SIMBÓLICAS 121
suele sacar aquí los ejemplos etnográficos con los que se explaya de modo más o
menos largo. Ello implica dejar cuestiones sin resolver del todo, a la par que deja
caer «gotas de argumentación» y nociones teóricas relacionadas con el primer
tema. Aparentemente se aleja de las cuestiones planteadas en el primer epígrafe.
En el apartado final —a veces también en el penúltimo— reúne todas esas «go-
tas» y resuelve la situación inicial, de tal forma que las conclusiones expuestas
subterfugiamente en el primer apartado resultan aceptables para el lector.
Se equivocaría quien creyese que Geertz escribe de forma lineal o
argumentativa. Geertz escribe de forma circular, y, dentro de esa forma, con una
particularidad. Geertz no escribe circularmente de manera lineal: empezar por un
punto y acabar en ese mismo punto formando un círculo, sino que dibuja una
pequeña circunferencia en la primera parte, comienza otra en la segunda o la ter-
cera y siguientes —de ahí la percepción de contraste al iniciar la lectura de ellos—
y muestra en el último apartado cómo el círculo trazado de la argumentación es
coincidente —o por lo menos está en una escala proporcional— con el inicial-
mente propuesto.
En cambio, «La religión como sistema cultural» es un capítulo del todo dis-
tinto. Geertz da una posible definición de religión, la divide en partes y va desa-
rrollando apartados en correspondencia con las partes de la definición. Es una
actuación analítica, mucho más concienzuda y del todo anormal para el conjun-
to del libro 219. ¿Es un ansia de precisión lo que subyace a esa distribución? Po-
siblemente no, porque Geertz sigue siendo «general» en dichos apartados. Qui-
zás sea mejor plantearla como un deseo de localización orientativa. Geertz no
quiere estrictamente dar una delimitación fina y exacta —toda definición implica
siempre poner límites— sino mostrar, claramente, un punto de partida. El he-
cho de que ese artículo fuese leído delante de un nutrido grupo de selectos
antropólogos británicos, y ante el ansia de renovación que suponía la idea de «an-
tropología simbólica», hizo que Geertz ajustase tanto como pudiera sus puntos
iniciales dentro de esa «antropología simbólica». Pero esa particular exactitud,
justamente por ser un inicio, no es, digámoslo así, exactamente geertziana. Geertz
no da ninguna definición tan milimétrica en ninguno de los capítulos siguien-
tes, ni de la noción de símbolo, ni de la de religión 220.
219 Para ser más exactos en la descripción del capítulo, existen tres apartados: una in-
«Religión, Anthropological Study», que Geertz escribe tan sólo cinco años después para la
122 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
International Encyclopedia of Social Science, no menciona dicha definición. Cfr. Geertz, C.,
«Religion, Anthropological Study» en Sills, D. L. (ed.), International Encyclopedia of Social
Science. MacMillan, Nueva York, 1968, vol. 13, pp. 398-406. Pocos autores se han hecho eco
de este recorrido que Geertz hace sobre la religión a la hora de abordar el concepto
antropológico de la misma; entre los que sí, cfr. Duch., Ll., «Antropología del hecho religio-
so» en Fraijo, M. (ed.), Filosofía del hecho religioso. Trotta, Madrid, 1994, pp. 89-115.
221 Geertz tampoco da una definición formal, como señala Ortner, de qué entiende por
«significado». Cfr. Ortner S., «Thick Resistence: Death and the Cultural Construction of
Agency in Himalayan Mountaineering» en Ortner, S. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz and
Beyond, p. 137. Este libro, originalmente, se publicó como el número 59 de la revista
Representations, 1997.
222 Esto ocurre tanto en la edición original de Basic Books de 1973 o en la edición con
en Díez de Velasco, F., y García Bazán, Fco., (eds.), Estudio de la religión. Trotta, Madrid, 2002,
p. 136; y Farías Hurtado, I., «Elementos para el estudio de la cultura» en Mad., Departamento
de Antropología. Universidad de Chile, n. 6. Mayo 2002, http://sociales. uchile. cl/publicacio-
nes/mad/06/paper03. pdf, p. 27. 13-X-2002.
SÍMBOLO Y SIMBÓLICAS 123
60-1.
226 Nicholas, Th., Out of time: History and Evolution in Anthropological Discourse.
Cambridge University Press, Cambridge, 1989, p. 25. Una crítica parecida es la de Jonathan
Lieberson: «nunca sabemos realmente lo que Geertz piensa que es un símbolo, o cómo las
entidades adquieren un valor simbólico», Lieberson, J., «Interpreting the Interpreter» en New
York Review of Books, vol. XXXI, n. 4, 15 de marzo de 1984, p. 43. Y Renner dice de Geertz
que su no explicitación de qué entiende por «signo», «símbolo», «significado» y «semióti-
ca» lleva a un intuicionismo en el marco del trabajo antropológico, cfr. Renner, E., «On
Geertz’s Interpretative Theorical Program» en Current Anthropology, vol. 25, n. 4, agosto-
octubre, 1984, especialmente pp. 538-9. De igual modo, Schneider realiza una crítica al con-
cepto de Geertz de «significado» y «símbolo» y la tarea antropológica que Geertz suscribe,
Schneider, M., «Culture-as-text in the work of Clifford Geertz» en Theory and Society, 1987,
n. 16, pp. 809-39.
CAPÍTULO V
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO
Resulta imposible hacerse cargo de qué quiere decir Geertz por cultura sin
antes haber entrado en profundidad en el terreno de lo simbólico. No es sólo que
Geertz, incluso en sus últimos escritos, siga declarándose un autor de signos y
símbolos (LK 151), sino que su vertiente más hermenéutica y literaria no puede
rastrearse sin hacerse cargo de su postura sobre el símbolo. Su noción de cultura
es indisoluble en sus libros de su acepción de lo simbólico.
Sin embargo, Geertz no es un «teórico del simbolismo» al uso, o por lo me-
nos, al uso de lo que en los años setenta era habitual en la antropología social.
El primer epígrafe con el que este capítulo empieza es muestra de ello. En casi
toda corriente dentro del simbolismo una de las distinciones comunes es la de
discernir entre símbolo y signo. Sin embargo, Geertz —y los llamados
«geertzianos»— no tendrá ni la más mínima preocupación analítica en hacer di-
cha distinción. En muchos casos esto le ha ocasionado si no grandes críticas, sí
varias lecturas que le mostraban como un antropólogo laxo o teóricamente des-
cuidado. El sentido de la omisión de dicha distinción hay que rastrearlo desde
la concepción de la naturaleza cultural del hombre. Habitualmente, la distinción
signo-símbolo se ha usado para cifrar la diferencia entre los humanos y los ani-
males —o en otros casos para su igualación—. Sin embargo, Geertz sabe que el
símbolo es aquello por lo que también los hombres se distinguen entre sí. Si la
cultura es la forma en que simbólicamente los hombres configuran la realidad,
su diferenciación de otros hombres no es meramente efecto accidental. Ese sen-
tido concreto es el que le interesa estudiar a Geertz, y, desde él, la investigación
sobre el símbolo o lo simbólico no obliga a pasar necesariamente por hacer la
distinción entre signo y símbolo. Y es que dicha distinción cae no sólo en un se-
126 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
un tipo de idea mental (modelo de) que se «proyecta» en la acción (modelo para),
causándola eficientemente. Como se verá, ésta no es la posición de Geertz. El
símbolo no es una idea mental interna —o «volición» en el caso de la voluntad—
que nomológicamente causa un evento físico; del mismo modo que el símbolo
no es una copia o una representación ideal y psicológica de lo real. El símbolo
como modelo («de» y «para») es la configuración significativa de lo real, el modo
genuinamente humano por el que sabemos qué es la realidad en tanto que ac-
tuamos en ella, y, simultáneamente, el modo en que genuinamente actuamos para
saber qué es. En ese sentido, la relación del modelo de y el modelo para será una
interrelación intrínseca, y ésa, dirá Geertz, es la especificidad del pensamiento
humano.
227 Geertz no sólo es deudor de Cassirer a través de Langer, sino que explícitamente
reconoce su importancia. Cfr. RH 611, y LK 33. Por otro lado, Geertz ve en Langer una fuente
directa de toda la revolución que supuso su concepción interpretativa, además de ser sobra-
damente citada en casi todas sus obras. Cfr. AL 16. Para una comparación general de la vi-
sión de Geertz y Cassirer cfr. San Martín, J., Teoría de la cultura. Síntesis, Madrid, 1999, pp.
118-121. Y para un estudio más concreto y exhaustivo de ambos autores y su interrelación,
véase García Amilburu, M., La educación, actividad interpretativa. Hermenéutica y filosofía de
la educación. Dykinson, Madrid, 2002, especialmente el cap. 1.
228 Cassirer, E., Antropología filosófica. FCE, Madrid, 1997, p. 57.
128 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
— «Pregunta: Se dice de usted que hace semiótica en algún grado, ¿por qué habla de sím-
bolos y no de signos, usando una terminología diferente?
— Geertz: La distinción viene de Susanne Langer. Realmente no me preocupo por
los términos. Estoy dispuesto a usar el término signo, siempre y cuando se lo com-
prenda como algo conceptual y no como una señal. En este sentido, una nube oscura
es un signo de lluvia, pero no es un símbolo de lluvia, excepto en los poemas de al-
gún individuo. No tengo objeciones hacia el término signo, mientras sea entendido
del modo peirceano y no al estilo saussureano. Existe una diferencia entre un índice,
un icono y un símbolo.
— Pregunta: ¿Qué significa que usted mantenga la idea de que un signo tiene una refe-
rencia?
— Geertz: Sí… el signo lo es de algo, que es una mejor formulación que hablar de
«referencia». Los signos en el sentido peirceano, tienen una referencialidad 231. Por lo
tanto, cuando empleo el término símbolo en mi trabajo se entiende como un signo
(un índice, por ejemplo) que se convierte en simbólico mediante una interpretación
cultural. Los perros, en mi opinión, no responden a los símbolos. Sólo responden a
signos. El famoso ejemplo viene de Langer, donde habla de una persona que entra
en una habitación donde hay un perro. La persona pronuncia el nombre del dueño
—por ejemplo «James»— y el perro responde buscando a James. Si hacemos lo mis-
mo con un ser humano, la persona respondería correctamente con un: «¿Qué pasa con
James?». Observe, ahí existe una «referencialidad». Ésa es la distinción que yo man-
tengo» (AM 7-8).
Los signos son naturales porque existe una correspondencia entre «signo y
objeto, en virtud de la cual el intérprete —que tiene interés por el último y per-
cibe el anterior— puede aprehender la existencia del término que le interesa»; y
229 Langer, S., Philosophy in a New Key. Harvard University Press, Cambridge, p. 29, pp.
y 149.
231 Traduzco «aboutness» por «referencialidad» a falta de una palabra mejor en caste-
llano. El término inglés subraya el ser signo de algo, ser sobre algo.
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO 129
Parkin, R., «Antropología Simbólica», op. cit., p. 121,123; Burke, K., The Philosophy of Literary
Form. Studies in Symbolic Action. Lousiana State University Press, Baton Rouge, 1941, p. 9 y
ssgg.; Ricoeur, P., Ideología y utopía. Gedisa, Barcelona, 2001, p. 277 y ssgg.
130 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
L., La ciencia de la cultura. Un estudio sobre el hombre y la civilización. Barcelona, Paidós, 1982,
especialmente el capítulo: «El símbolo: origen y base de la conducta humana».
238 Duch, Ll., La sustància de l’efímer. Assaig d’antropologia. Publicacions de l’Abadia de
241 Obviamente no se está diciendo que Geertz niegue el uso de signos en el hombre
—o, para ser arriesgados, de símbolos en el animal— sino que si el «símbolo» delimita el campo
cultural de lo humano —y en todos los casos el punto de partida es la inespecificidad de la
naturaleza humana— su desarrollo argumentativo no tiene que estar dirigido a distinguir los
unos de los otros —signo de símbolo— sino sencillamente a implicarse en qué es eso de «cul-
tura». Y en ella se observa que la delimitación con otros «casi-humanos» no está referida sólo
al animal. Ya que es más violento o concluyente teóricamente el hecho de que se puedan ver
a otros humanos como «casi-humanos». Tampoco se está diciendo que «todo es símbolo».
242 Duch, Ll., Simbolisme i Salut. Publicacions de l’Abadia de Montserrat. Barcelona,
1999, p. 310. Resulta además acorde a esta interpretación de Duch sobre Cassirer, y la nues-
tra sobre Geertz, decir que la interpretación de Ricoeur está hecha en De l’interpretation. Essai
sur Freud. Seuil, París, 1965. Ya que Geertz conoce y cita como fuente este libro (en su tra-
ducción al inglés: Freud and Philosophy) en su concepción sobre lo que es el símbolo y la idea
de interpretación (IC 448 n36). También, y respecto al tema que nos atañe, Ricoeur interpreta
lo «simbólico» en Cassirer como «una mediación universal del espíritu entre el nous y lo real»,
de tal manera que «designa el denominador común de todas las maneras de objetividad, de
dar sentido a la realidad». Ricoeur, P., op. cit., p. 20.
134 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Así, la perplejidad de Nicholas —¿pero es que todos los objetos son símbo-
los?— ha de responderse desde Geertz con: todo «objeto, acto, suceso, cualidad
o relación» es susceptible de ser simbolizado. Es por eso por lo que los ejemplos
que Geertz pone —las nubes negras, la bandera, la cruz, el numero seis, las
churinga, el Guernica, la palabra «realidad»— son ejemplos de esa potencialidad
del objeto actualizada por la naturaleza cultural del hombre. También por ello,
despista el hecho de que Geertz ponga como ejemplos de «símbolo», como an-
tes se ha dicho, objetos que Langer o Cassirer tacharían de signos. La lista de
Geertz es bastante amplia: «en su mayor parte palabras, pero también gestos, ade-
manes, dibujos, sonidos musicales, artificios mecánicos, como relojes u objetos
naturales como joyas» (IC 45), «ritos y herramientas, ídolos grabados y pozos de
agua; gestos, marcas, imágenes y sonidos» (IC 362). Y así, el ser humano, «pue-
de tomar una piedra y convertirla en ‹arma› o en ‹frontera›, en ‹adorno› o en ‹re-
galo› sin necesidad de ejercer ninguna acción que la modifique. La piedra se trans-
forma en una cosa o en otra en función del sentido que le otorga el hombre» 243.
243 García Amilburu, M., «La cultura como universo simbólico en la antropología de E.
Cassirer», p. 237. La susceptibilidad de que todo puede denotar una concepción lo recoge
Geertz de Langer, cfr. Langer, Philosophy in a New Key, p. 72.
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO 135
244 Ariño comenta de este texto que presenta connotaciones teológicas «que uno está
tentado a calificar como agustinianas: sin la cultura la vida humana estaría condenada al caos
y a la oscuridad; la cultura opera como factor rendentor. Este vocabulario religioso no es
geertziano, desde luego, pero su léxico evoca, sin duda, la ontología de la redención», Ariño,
A., Sociología de la cultura. La constitución simbólica de la sociedad. Ariel, Barcelona, 2000, p. 33.
Sin embargo, el que redime ha de ser otra cosa distinta del redimido, y no parece que Geertz
quiera decir que la cultura es otra cosa distinta de la naturaleza humana, a no ser, claro está,
que naturaleza humana se entienda en un sentido estratigráfico.
136 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Parece que no es conveniente —por las implicaciones que surgen desde ese
«mundo intersubjetivo»— denominar a lo «extrínseco» como algo meramente no
innato. El símbolo como extrínseco es también un punto de referencia que no
depende del individuo, que está fuera de él, y que, a la vez, es aquello a lo que el
hombre se acoge para definir qué es él y qué su mundo. El símbolo es una ac-
tualización constitutiva del ser humano que no depende del sujeto y que se
autorreproduce sobre él (la forma en que los javaneses se cuentan —se simboli-
zan— lo que son es parte constitutiva en algún grado de lo que los javaneses son).
Por eso el símbolo es un centro, un punto desde el que definir lo que uno es, que,
estando fuera del individuo, lo constituye. Símbolo no es sólo simbolizar, sino
encontrar lo simbolizado: la «naturaleza».
La imagen que el ser humano se da de sí para decirse qué es también es re-
cogida, descubierta. Por eso «lo humano» es también un símbolo. Dicho de otro
modo: por la importancia misma del símbolo desde y para el ser humano, la ex-
terioridad del talante extrínseco del símbolo manifiesta, según Geertz, que en el
ser humano también existe una excentricidad. Lo que hace del hombre un de-
venir posible de sí mismo, una objetivación o un «centro», un punto de referen-
cia constitutivo de lo que se es fuera del «organismo individual» 245. Por eso, puede
tener alguna congruencia que, parafraseando a Plessner, se pueda vivir como un
símbolo, en el símbolo y fuera del símbolo 246. Vivir como símbolo es la apropia-
ción del significado en el significante: los estatus son símbolos de esta clase; y,
en cierto sentido, eso es el desarrollo de Geertz sobre el carisma y la autoridad
soberana (LK 123), o sobre la idea de nación como progreso (LK 125-142); tam-
bién Geertz expresa que los seres humanos no son «símbolos en sí mismos, aun-
que a menudo puedan funcionar como tales» (IC 92). Vivir en el símbolo apela
a la inexcusable tarea de la simbolización de lo real. En cambio, vivir fuera del
símbolo es un síntoma de la precariedad de la objetivación simbólica. No se quiere
decir con esta idea que puede existir un ámbito de vivencia humana más allá de
la gnoseología terrena —por hacer referencia al Ojo divino— sino que la nece-
sidad de autointerpretación desglosa al ser humano en un referente que puede ser
245 Pues los símbolos son «los modos con los que los actores sociales, como dice Ortner
sobre Geertz, formalizan la mirada, el sentir y el pensamiento sobre el mundo». Ortner, S.,
«Theory in Anthropology since the Sixties», p. 129.
246 Para el tema del «carisma» en Geertz, cfr. Ellrich, L., «Pomp and Charisma» en
ajeno a él mismo. Obviamente, estos no tienen por qué ser los sentidos que
Plessner confiere a estos giros.
La cualidad del símbolo como organismo periférico —natural en el sentido
cultural antes expuesto— revierte en la clarificación de la esencia humana al
mostrar que ésta despliega un desdoblamiento interpretativo. Pero éste no con-
siste solamente en que «se es humano» significa «se es tal tipo de humano», y que,
para serlo, se necesita ser interpretado. Más bien, se observa en el hecho de que
la exterioridad constitutiva del símbolo remite por un lado a la unidad operativa
y constitutiva del hombre —cuanto más se simboliza más humano se es— pero,
a la vez, a la perplejidad de que el individuo —el ego— no es el punto de con-
clusión —más que el punto y final— del símbolo. La exterioridad del símbolo
muestra la excentricidad en tanto en cuanto el homo symbolicum —por usar el
conocido latinajo de Cassirer— se revela apelado y desplazado a la vez de una
interpretación de sí mismo y de su mundo, o como dice Geertz, de la palabra «rea-
lidad» (IC 91).
Algo parecido sostienen Berger y Luckmann. «Los orígenes del universo sim-
bólico —dicen Berger y Luckmann— arraigan en la constitución del hombre. Si
el hombre en sociedad es el constructor del mundo, esto resulta posible debido
a esa apertura al mundo que le ha sido dada constitucionalmente, lo que ya im-
plica el conflicto entre el orden y el caos. La existencia humana es, ab initio, una
externalización continua. A medida que el hombre se externaliza, construye el
mundo en el que se externaliza. En el proceso de externalización, proyecta sus
propios significados en la realidad. Los universos simbólicos, que proclaman que
toda la realidad es humanamente significativa y que recurren al cosmos entero
para que signifique la validez de la existencia humana, constituyen las
estribaciones más remotas de esta proyección» 247. Aunque Geertz no asume
muchos de los procederes fenomenológicos de Berger y Luckmann, sí está de
acuerdo en algunas tesis: «No sé si he llegado hasta ahí, pero ciertamente conti-
núo trabajando en ello. Recientemente impartí un seminario con Thomas
Luckmann, y hablamos sobre fenomenología, sobre su posición y la mía. Mi
aproximación fenomenológica no se diferencia de la de Luckmann o Peter Berger.
Aunque para ellos —en lo que respecta a Husserl— la fenomenología es un re-
quisito previo. La elaboran antes de hacer el análisis, comprendiéndola como una
consideración general sobre el mundo de la vida. No tengo que objetar nada a eso,
pero yo no trabajo así […] creo que he estado desplegando un enfoque que es
248 Lo que también implica, como puntualiza Dworschak, que en Geertz, «la teoría de
la cultura, no se puede separar de la descripción densa», Dworschak, H., «Vetrautheit und
Staunen» en Fröhlich, G. y Mörth, I. (eds.), Symbolische Anthropologie der Moderne:
Kulturanalysen nach Clifford Geertz, p. 55.
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO 139
249 Cfr. Kenny, A., La metafísica de la mente. Paidós, Barcelona, 2000, pp. 191 y ssgg.
250 Percy, W., «Symbol, Consciousness and Intersubjectivity» en The Journal of Philosophy,
1958, vol. LV, n. 15, p. 639. El ejemplo en realidad es de Marcel.
251 Ibid., p. 639.
252 Ibid., p. 638. Geertz cita parte de estos pasajes en IC 215.
253 Ibid., p. 632.
140 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
254 Cfr. Mead, G. H., Mind, self and society from the standpoint of a social behaviorist.
X-XI.
256 Ibid., p. 636.
257 Ibid., p. 636, las cursivas son del propio Percy.
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO 141
imagen de algo que no reconoce «lo que le falta y aquello por lo que se pre-
gunta es un modelo simbólico en el cual hago entrar ‹algo no familiar› para
hacerlo así familiar» (IC 215).
Geertz estaría de acuerdo en que el significado de algo no viene delimi-
tado por un hecho mental e interno al sujeto cognoscente e inobservable para
un espectador foráneo en tanto en cuanto sólo el sujeto que ejecuta la acción
o el habla es capaz de tener consciencia plena de qué es realmente lo que está
queriendo decir, como hemos visto ya. De la misma manera que también esta-
ría de acuerdo con la idea de que la situación es parte constituyente de la sig-
nificación. Con lo que, como se verá más adelante, Geertz no estaría de acuer-
do sería con que exista un particularismo extremo respecto al significado de
cada situación —pues Geertz entiende que los símbolos son modelos y patro-
nes— a la vez que tampoco estaría de acuerdo con la idea de que existe una
supuesta igualdad onto-gnoseológica entre el significado (y con ello el símbo-
lo) y la conducta, reduciendo, en último extremo, el primero a la segunda; pues
el símbolo, pese a ser una mediación para los interaccionistas, está supeditado
a la regulación de la acción en dicha situación. Pero de una acción no se dedu-
ce exactamente ningún significado, si acaso, lo contiene.
Posiblemente el ejemplo más claro de qué quiere decir Geertz con la «con-
figuración significativa de la situación» —otra forma de hablar del contexto— se
observe en el ejemplo, antes citado, de la caída diestra de un payaso en un circo,
y la conocida distinción entre un tic y un guiño, otro ejemplo recogido de Ryle.
El ejemplo del guiño es como sigue: consideremos dos muchachos que con-
traen fisiológicamente igual el párpado, de tal forma que, efectivamente, la dis-
tinción de sus actos —qué quieren decir— no puede ser fotografiada porque
fisiológicamente son iguales. Pensemos que uno es un tic, y el otro es un guiño.
La diferencia es físicamente inapreciable. Sin embargo, el ejemplo se complica
más. Se supone la existencia de un tercer muchacho que ya no es que tenga un
tic o haga un guiño, sino que, pese a hacer fotográficamente el mismo gesto, lo
que está haciendo es parodiando a otro cuando hace una guiñada. Pero además,
este tercer chico, para realizar mejor su mueca practica antes delante de un es-
pejo. Pero no sólo eso, sino que se puede pensar que el que hacía la guiñada no
estaba haciendo un acto conspirativo sino que estaba fingiendo que estaba ha-
ciendo un guiño para engañar a los demás. Así pues, para un conductista radical
los tres muchachos están haciendo lo mismo, y, sin embargo, para un psicologista
radical la diferencia entre ambas es el acto interno que dota de significado a ese
guiño, ensayo de guiño, mueca de guiño, tic o fingimiento de guiño (IC 6-7).
La cuestión es hacer ver lo siguiente: que si se cree que la significación es un
acto interno o la misma conducta fisiológica, lo que se provoca en ambos casos
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO 143
asunto. No es cosa mía» (IC 9). El caso es que, como sostiene Descombes, «Geertz
mismo indica una diferencia importante [respecto al ejemplo de Ryle]: los dos
muchachos, en el ejemplo del filósofo [Ryle], tienen un mismo código, el que ellos
usan para comunicarse, mientras que los agentes en el Marmusha tienen en cam-
bio ‹contextos de interpretación› que originan el conflicto. En Oxford, por un
simple guiño, uno es entendido sin tener necesidad de explicar esto detalladamen-
te, y hasta sin ningún tipo de oratoria. En aquella parte de Marruecos en 1912,
las cosas son más complicadas: todo debe ser explicado y, además, las mismas ex-
plicaciones no son, al final, completamente entendidas por los actores en la es-
cena. En el fondo, la desventura de Cohen se aplica a una situación ‹babeliana›,
a ‹una confusión› de las lenguas» 262. Si la comunicación se entiende como un
evento privado y cerrado lo que colapsa justamente es el mismo hecho de la co-
municación.
Además de ese «colapso contextual» de la comunicación, la interpretación
más frecuente de lo que quiere decir Ryle con el ejemplo del guiño, es que la sig-
nificación no es una operación mental interna y privada que causa mecánicamente
un evento físico, de tal manera que al evento físico se le añade otro de carácter
mental que es el significado de la contracción del ojo.
Para Ryle, que un evento posea un significado es debido a que el autor del
«guiño conspirativo», o aquel otro que hace un «guiño burlesco», sigue unas re-
glas que configuran el mundo bajo las denominaciones de «guiño burlesco»,
«guiño conspirativo». El significado de «guiño conspirativo» no es un signifi-
cado que se añade al evento físico de contraer el ojo, sino que es la norma
interpretativa que configura un mundo donde existen «guiños burlescos» y
«guiños conspirativos». Ese dualismo, comenta Ryle, que divide los fenómenos
humanos en un elemento físico más otro mental, nace de un «error categorial»,
de una confusión en la lógica de los conceptos, que consiste en considerar «la
totalidad» o «la clase de elementos» como un miembro adicional de la clase de
la que son miembros los otros elementos. Para el dualismo, definido lo mental
—y por inclusión lo conceptual o significativo— como lo que no es corporal, en
el momento en que se hace una descripción de un evento físico, la no compare-
cencia del «elemento significativo» obliga a postular un evento añadido que dota
de significado a ese evento físico. Como al hacer una descripción fisiológica de
la contracción del párpado no comparece el significado que nos dice «es un tic»,
«es un guiño» 263, se entiende que el significado de tal evento físico es un segundo
elemento intelectual no inserto en la misma acción —como mucho la causa me-
cánicamente—. Sin embargo, existe un paso erróneo en esta argumentación
dualista, pues de la insuficiencia de la descripción física o en términos mecáni-
cos de un evento no se deduce que haya que postular un segundo, sino, tan sólo,
que la descripción mecánica o meramente fisiológica de las acciones humanas es
insuficiente. De que algo no pueda ser descrito como proceso fisiológico no se
deduce que deba ser descrito como un proceso psicológico. De que el ser huma-
no y los fenómenos específicamente humanos no puedan ser descritos mecáni-
camente no se sigue que se compongan de dos elementos (la contracción del pár-
pado y la operación mental de pensar «es un guiño»), uno que puede ser descrito
materialmente (la contracción del párpado) y otro que debe ser descrito
inmaterialmente (esto es, intelectualmente), no se sigue, en definitiva, que a la
descripción mecánica haya que añadirle otra pseudo-mecánica. Significa sólo que
la descripción del ser humano y de su conducta específica requiere categorías pro-
pias, es decir, que un guiño se explica dentro de determinado mundo donde con-
traer un párpado a alguien dentro de una reunión de un grupo de amigos es algo
significativo, a saber, una acción de conspiración. Por eso, dice Geertz siguiendo
a Ryle, la pregunta que es concerniente ante ese tipo de situaciones ha de ser qué
significa dicha acción, y no tomarse el significado de la misma como un elemento
aparte o distinto, es decir, preguntar si el chico que guiña ha tenido un evento
mental interno mientras su párpado se contraía: «En el caso de un guiño burlesco
[…] aquello por lo que hay que preguntar no es su condición ontológica. Eso es
lo mismo que las rocas por un lado y los sueños por el otro: son cosas de este
mundo. Aquello por lo que hay que preguntar es por su valor: si es mofa o desa-
fío, ironía o cólera, esnobismo u orgullo, lo que se expresa a través de su apari-
263 Cuenta Ryle: «un extranjero ve por primera vez un partido de fútbol (soccer). Aprende
cuál es la función de los porteros, los defensores, los delanteros y del árbitro y pregunta: ‹¿No
hay nadie en el campo de juego que tenga como función contribuir a la conciencia de equi-
po? Veo quién realiza paradas, quién defiende y quién ataca, pero nuevamente no veo a nadie
a quien corresponda ejercitar el sprit de corps›. Nuevamente habría que explicar que está bus-
cando lo que no corresponde. La conciencia de equipo no es una parte del fútbol complemen-
taria de las otras; es, en términos generales, el empeño con que se lleva a cabo cada una de
esas funciones, y llevar a cabo empeñosamente no es ejecutar varias tareas. Por cierto, que
mostrar la conciencia de equipo no es lo mismo que parar, o patear, pero tampoco es distinto,
tal que se pueda decir que el arquero primero para y luego muestra conciencia de equipo o
que un delantero centro está, en determinado momento, o bien pateando o bien mostrando
conciencia de equipo», Ryle, G, op. cit., p. 20.
146 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
ción y por su intermedio» (IC 10) 264. Ya que, como comenta Arregui, «lo espe-
cífico de la conducta humana es su sentido, que no puede determinarse ni desde
hechos mentales ni desde rasgos del mundo sino desde sistemas simbólicos, algo
que no es ni psicológico, ni material, ni mental» 265.
Pero aun siendo ésa la acepción más común por la que se interpreta el texto
de Ryle —y Geertz, como se ve, también la recoge—, el ejemplo del tic también
puede brindar un juego para interpretar otras muchas cosas, entre ellas, por ejem-
plo, para observar el carácter constitutivo del contexto en la significación 266. Su-
pongamos que, en ese grupo de chicos, uno de ellos hace un primer guiño que
es un ensayo o fingimiento para montar una falsa conspiración. Ante ello, otro
muchacho responde al guiño con otro, pensando que el primero está montando,
realmente, una conspiración. Pero a su vez, el segundo muchacho, no hace un
guiño para montar una conspiración, sino que se está burlando del primero. Así,
si se le pregunta al primer muchacho «¿qué es lo que haces?», el muchacho res-
ponde «un ensayo de guiño para montar una conspiración falsa en el caso de que
el otro chico haga un guiño». La cuestión es observar que ambos guiños quie-
bran en su significado, no tienen sentido, no ensayan ni fingen nada, puesto que
el significado queda abolido por la descontextualización del gesto.
Y es que existe otro error argumentativo en ese dualismo. «Ensayar guiños
para engañar» no es algo que uno decide mentalmente hacer de forma interna en
cualquier lugar, sino que uno ensaya guiños delante de un espejo, en su casa, re-
petidamente, de manera que no se le note su mentira, etc., de lo contrario, el sig-
264 Por eso, la interpretación que hace Bazin de Geertz es totalmente desafortunada.
Bazin piensa que Geertz no ha comprendido a Ryle por que Geertz dice que la diferencia entre
un guiño y un tic es un elemento o entidad mental añadido al acto físico, cuando Ryle, dice
Bazin, no comenta eso. Pero Geertz no sostiene que el significado de un guiño —o de un tic—
sea «algo», un evento. Cfr., Bazin, J., «Questions of meaning», en Anthropological Theory, vol.
3, n. 4, 2003, pp. 418-34.
265 Arregui, J. V., «La contribución del análisis del lenguaje a la antropología filosófi-
ca», en Pensar lo humano. Actas del II Congreso Nacional de Antropología Filosófica. Iberoameri-
cana, Madrid, 1998, p. 22.
266 La importancia del contexto en la significación es, posiblemente, una deuda contraída
por Geertz no sólo con Wittgenstein, sino también con Cassirer. La potencialidad cassiriana
de definir al ser humano como un animal simbólico «estriba en su capacidad para poner en
conexión los actos del pensamiento con sus contextos y productos culturales para, de esta ma-
nera, poder alcanzar una comprensión más adecuada de la estructura y comportamiento hu-
manos», Álvarez Munárriz, L., «Antropología Cognitiva» en Lisón Tolosana, C., (ed.), Antro-
pología: horizontes teóricos. Comares, Granada, 1998, p. 59.
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO 147
nificado colapsa. Así, al oír la respuesta del primer muchacho —«ensayo guiños
para montar una falsa conspiración»—, lo normal es que los otros chavales, y en
especial el «segundo guiñador», lo tomen por tonto o loco, esto es, no entiendan
por qué hace lo que hace 267. De que yo piense mis conceptos —algo tautológico
y en algún sentido absurdo— no se deduce que yo determine privadamente el
significado de lo real o de lo que ellos hacen en el mundo físico, —algo así como
pensar «estoy haciendo una pseudo-conspiración porque yo he pensado en un
guiño falso que crea una conspiración falsa, que se traduce en broma»—. Más
bien, lo que se deduce de que yo pienso mis conceptos es algo trivial: que mis
conceptos son pensados por mí. Y no que las cosas significan lo que significan
en tanto que yo las pienso.
El significado de un guiño conspirativo falso o de burla queda configurado
en un contexto, y justamente, la idea de que quiebra esa «burla» o que no se en-
tiende muestra que yo no determino lo que las cosas significan, sino que el sig-
nificado de algo se fragua dentro de un contexto que posibilita unos significa-
dos, y que fuera de él pierde su vigencia: no se entiende. No hay significado o
comprensión ninguna, lo que hay es un malentendido.
En el ejemplo del payaso sucede exactamente igual; sólo basta con entender
el ejemplo de un payaso que, en vez de caer diestramente en mitad de una fun-
ción circense con un público que le aplaude y se ríe, está ensayando, por ejem-
plo, que cae diestramente haciendo flexiones en mitad de la función. Es el con-
texto el que permite o da lugar a un conjunto determinado de significados. «El
pensamiento, dice Geertz, […] ha de entenderse ‹etnográficamente›, esto es,
mediante la descripción del mundo en el que adquiere sentido, sea éste como
fuere» (LK 152). En un circo tienen sentido las caídas diestras y no las flexiones.
Sin embargo, que la gente se ría no quiere decir que el significado de la caí-
da diestra del payaso sea la sonrisa de la gente —que sería la respuesta de Mead;
sonrisa, que por ende, es un acto simbólico humano—, sino que, según Geertz
—y, con él, Ryle y Kenny— caer diestramente es caer con gracia, simulando que
se cae, etc. Lo que señala Geertz es que para que exista algo así como «caer dies-
267 Esta explicación de Geertz también es referenciada por Jorge V. Arregui: «No es lo
mismo, por acudir al ejemplo de Ryle (recogido por Geertz), tener un tic en el ojo que guiñarlo
pícaramente, por indiscernibles que ambos fenómenos puedan resultar neurofisiológicamente
y aunque tampoco quepa establecer la diferencia en términos de ‹intenciones› entendidas como
actos mentales», Vicente Arregui, J., «Prólogo», en Kenny, A., La metafísica de la mente. Filo-
sofía, Psicología, Lingüística. Paidós, Barcelona, 2000, p. 16.
148 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
tramente» por parte de un payaso hace falta que haya cosas así como un escena-
rio, un público, un circo, etc., es decir, las condiciones sine qua non hay compren-
sión del significado. El contexto es fundamento constitutivo de la configuración
del significado. Pero, por lo que el sentido común dicta, ni el circo, ni la risa del
público, son el significado de «caer diestramente» 268.
Entender la publicidad de lo simbólico es hacerse cargo de la posibilidad de
comprensión de lo que acontece en el mundo: que a uno se le tome por un bro-
mista o por una persona que conspira, por un payaso que ensaya una función o
que hace una función. Así, el «centro de interés ya no reside ni en la vida subje-
tiva como tal, ni el comportamiento externo como tal, sino en los ‹sistemas de
significación› socialmente disponibles […] en cuyos términos es clasificada la vida
subjetiva y dirigido el comportamiento externo»(OI 95). Lo que no ha habido,
lo que ha quedado roto en ese juego, es aquello que se intenta mostrar por parte
del psicologista o del conductista: un significado, una comprensión.
La pregunta que se puede hacer es: «¿y qué significado contiene el guiño del
segundo chico?», «¿a qué aplaude realmente el público?». Aquí, como le ha pasa-
do al resto del grupo de muchachos, el quid reside en que no se ha entendido qué
es lo que hace. Se puede suponer que el segundo chico que ha guiñado, o el pú-
blico del circo, han pensado un quimera, algo inexistente. ¡Pero realmente han
pensado lo que han pensado! ¿es acaso esto una prueba a favor de que el conte-
nido de aquello que se piensa depende de un acto psicológico interno? No se trata
de que esto sea un prueba de que el contenido de lo que se piensa depende de
que uno quiera pensar y determine lo que piensa, sino que uno piensa lo que pien-
sa porque el contexto le ha brindado la posibilidad —y no la determinación—
de pensar aquello que piensa: ¿y cuál es ese contexto? Otro significado (sólo que
erróneo). O dicho de otra forma, el contexto de un significado no es el signifi-
cado de un símbolo, pero son otros significados los que delimitan el significado
268 Álvarez Munárriz recoge perfectamente este sentido de extrínseco como contexto
cuando explica el símbolo en Geertz: «Estos modelos [se refiere a los símbolos] son fuentes
extrínsecas de información y en manera alguna se deben situar en el cerebro de los organis-
mos sino que tienen su existencia en el mundo intersubjetivo, es decir, son públicos. Tanto el
lenguaje como el conocimiento obtienen toda su significación dentro del marco de nuestra
actuación. Y como nuestra acción depende del contexto social, la cognición es un acontecimien-
to básicamente social: social en sus orígenes, en sus funciones, en sus formas y en sus aplica-
ciones», Álvarez Munárriz, L., «Antropología Cognitiva», op. cit., p. 86. Quizás, la idea de que
toda la significación depende del «marco de nuestra actuación» es algo absolutista, aunque sirva
para remarcar que una correcta lectura de Geertz tiende a acercarlo más a un realismo que a
un idealismo.
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO 149
de ese símbolo 269. Ése es, en parte, el sentido del ejemplo de Percy y la parte co-
rrespondiente que Geertz asume como suyo.
Por otro lado, cabe añadir un breve apunte en este punto, la cuestión de la
existencia intencional del objeto. ¿En qué se piensa entonces cuando se piensa
en algo que no se da o es falso? La peculiaridad del ejemplo de Percy es que se
trata de un verbo intencional: ver significa ver algo. Pero una teoría psicologista
basada en un dualismo fracasa en su explicación pues, como ha enseñado
Anscombe respecto de las sensaciones, dicha concepción entiende al objeto —al
«algo»— como una entidad, a saber, una «realidad mental». Según dicha concep-
ción psicologista lo que ve alguien cuando dice «veo un conejo» siendo una bol-
sa, es la «idea o impresión sensorial de ‹conejo›». Lo que uno ve es una represen-
tación sensorial. Pero ahí, según Anscombe, ha operado una cosificación del objeto
intencional. «El error que aquí se esconde puede verse con mayor claridad en el
siguiente ejemplo. Es verdadera la afirmación gramatical de que el objeto inten-
cional es lo que yo veo, como es verdadera la afirmación gramatical de que en la
frase ‹Pedro regala un libro a María›, lo que Pedro regala es un complemento di-
recto. Pero inferir de la primera afirmación que veo la impresión sensorial es como
inferir de la segunda que Pedro regala un complemento directo» 270. Cuando se
habla del «objeto intencional» no se puede traducir el objeto como «cosa», sino
como «objeto del deseo», «objeto de la adoración», etc. «En ese sentido la
intencionalidad del conocer no es la intencionalidad de un término de la opera-
ción que es supuestamente una realidad mental intencional llamada ‹idea› o ‹im-
presión sensible›» 271. La intencionalidad del conocimiento remite a la configu-
ración significativa de la realidad: un mundo donde hay conejos, guiños
conspirativos y filosofía analítica del lenguaje, esto es, a una comunidad o forma
de vida.
una interacción vinculante. Geertz es claro en este punto. En un ensayo sobre «Persona, tiempo
y conducta en Bali», dice Geertz: «lo que vincula las estructuras simbólicas de Bali para defi-
nir a las personas […] con las estructuras simbólicas para caracterizar el tiempo y ambas cla-
ses de estructuras para ordenar la conducta interpersonal […] es la interacción de los efectos que
cada una de estas estructuras tiene en las percepciones de quienes las usan, la manera en que cada una
de ellas con su impacto obra en la otra y la refuerza» (IC 405-6, la cursiva es mía).
270 Arregui, J. V., y Choza., J., Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad. Rialp,
272 Galanter, E y Gerstenhaber, M., «On thought: The Extrinsic Theory» en Psychology
273 Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos. Paidós, Barcelona, 2001, p. 91.
274 Y también la de Morris respecto a los estudios de religión, el cual, bajo un último
párrafo demoledor, deja a Geertz anclado en el más puro idealismo: «Dados el énfasis que
deposita en la religión como sistema simbólico y su tendencia a ver la religión como un esta-
do inferior —una ‹fe›— Geertz nunca analizó completamente las fuerzas sociales que produ-
cían las creencias y las prácticas religiosas. Toda la perspectiva de Geertz permanece fiel a la
tradición idealista alemana [Weber]». Morris, B., Introducción al estudio antropológico de la re-
ligión. Paidós, Barcelona, 1995, p. 384.
275 Cfr. Harris, M., Teorías sobre la cultura en la era postmoderna. Crítica. Barcelona, 2000,
pp. 34 y 138.
276 Cabe añadir que Geertz, dentro de los temas prototípicos de Harris (infraestructu-
ra, estructura, superestructura) comenta que «los factores geográficos no formaron la cultura
humana […] sino que fijaron los límites a las formas que podría tomar en algún lugar y tiem-
po» (AI 2). En Agricultural Involution, Geertz se ocupa de estudiar los factores
medioambianteles en relación con la cultura —concretamente los sistemas de intensificación
y regadío en el cultivo del arroz en Indonesia—. Para una postura crítica respecto al tema cfr.
Conelly, Th. W. y Chaiken, M. S., «Intensive Farming, Agro-Diversity, and Food Security
152 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Sin embargo, Geertz es muy consciente de los problemas de esa idea de sím-
bolo como «evento mental» 276. De hecho, examina perfectamente esa tesis: aque-
lla que consideraría que el estudio de la realidad cultural, o incluso del «mundo
de la naturaleza», consistiría en «abandonar el análisis social por una platónica
caverna de sombras para penetrar en un mundo mentalista de psicología
introspectiva o, lo que es peor, de filosofía especulativa, y ponerse a vagar perma-
nentemente en medio de una bruma de ‹cogniciones›, ‹afecciones›, ‹impulsos
mentales› y otras elusivas entidades» (IC 91).
Para Geertz la interpretación es la forma de significación, plasmada en un
símbolo —«ritos y herramientas, ídolos grabados y pozos de agua; gestos, mar-
cas, imágenes y sonidos a los cuales los hombres imprimieron una significación»
(IC 362)— pero la significación como tal no es un hecho mental, privado e in-
terno, como ya se ha aclarado antes. Según Harris, Geertz entiende el símbolo
como una forma ideacional de actuación, una suerte de idealismo antropológico
en la raíz del ser humano, que explica que éste actúa en función de un conjunto
de representaciones ideales ajenas y externas a la realidad material, donde, por
supuesto, la acción —la conducta— es algo taxativamente distinto de la signifi-
cación en tanto que es una esfera de otro tipo en el orden de los acontecimien-
tos. O dicho de otra forma, para Harris, Geertz entiende la cultura como algo
ajeno a la realidad material, donde los símbolos tienen el estatuto, sobre la base
del paradigma norteamericano culturalista de las significaciones, de realidad pu-
ramente mental. Harris entiende que Geertz toma los sistemas ideales (memes)
como guías de conducta en el ámbito cultural, pero que no observa cómo la con-
ducta también es guía de la cultura sin tener que estar presente ese componente
ideacional. La cuestión está en que, para Harris, tanto la significación como la
Under Conditions of Extreme Population Pressure in Western Kenya» en Human Ecology, vol.
28, n. 1, 2000, pp. 19-51. Para otra versión distinta a la de Conelly y Chaiken, cfr. Vickers,
W. T., «Tropical Forest Mimicry in Swiddens: a Reassessment of Geertz’s Model with
Amazonian Data» en Human Ecology, vol. 11, n. 1, 1983, pp. 35-45. Geertz entiende que las
condiciones materiales de la cultura no son algo «aparte» de ella, sino simplemente su misma
materia. Por eso es obvio que el cambio sociocultural, la organización social, etc., y la cultura
están dentro de esa dotación de sentido de lo real, y no, como afirma Harris, que dicho senti-
do esté determinado por lo empírico; véase para esta cuestión el tratamiento de Geertz de su
noción de «pueblo» en Bali, Geertz, C., «Form and Variation in Balinese Village Structure»
en American Anthropologist, v. 61, 1959, pp. 991-1012. También Geertz, C., «Village» en Sills,
D. L. (ed.), International Encyclopedia of Social Science. MacMillan, Nueva York, 1968, vol. 16,
pp. 318-322.
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO 153
p. 226.
154 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
282 Ibid., p. 68. Obviamente, por «pictórico» no tiene por qué entenderse «duplicado»,
sino una reproducción que goce de la misma estructura lógica que existe en la realidad. Cfr.
p. 68.
283 «La teoría lógica en que se basa la totalidad del presente estudio de los símbolos es,
en esencia, la que fue postulada por Wittgenstein en su Tractatus», ibid., p. 79. Langer no asume
todos los presupuestos del primer Wittgenstein, Rusell, Carnap o Whitehead, especialmente
aquellos que califican las emociones, las metáforas, etc., como lo que no tiene sentido y care-
ce de validez cognoscitiva. Langer acepta la concepción positivista del lenguaje, pero cree que
existen otras formas de conocimiento además de ésa.
284 Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos. Paidós, Barcelona, 2001, p. 120.
285 Farías Hurtado, I., «Elementos para el estudio de la cultura», en Mad., Departamento
ser tomado como un patrón o idea mental formado en paralelo a lo real que —
mediante el lenguaje o cualquier otro objeto— representa la realidad y dictami-
na la acción, lo no simbólico, causándola. Parafraseando a Kuper, a la pregunta
de cuándo se ha de considerar una acción como una acción social —pues «era en
calidad de guía de conducta como se introducían [los símbolos] en la acción so-
cial»— la respuesta sería, desde esa interpretación de Geertz, cuando se tiene una
idea mental de qué es lo real. La acción, propiamente dicha, sería vista como un
efecto de un «modelo para» desde un «modelo de» que es causa eficiente. El fun-
damento de la acción es la idea mental que la causa mecánicamente. Y en la idea
mental hay un apriorismo del «modelo de» lo real sobre el «modelo para» lo real,
esto es, de la representación mental de lo real sobre el saber práctico sobre lo real.
Por eso, ante la pregunta qué es lo que hace que determinadas acciones de de-
terminado individuo —nativo, oriundo, ciudadano o indígena— posean un sig-
nificado, la respuesta es porque el individuo posee el acto mental (volición) que
causa eficientemente dicha acción. A la idea mental que causa eficientemente una
acción se la puede entender como un tipo de acto mental que provee de una vo-
luntariedad a la acción. La acción A posee determinado significado porque un
acto mental B (el modelo mental) dictamina voluntariamente tanto lo que A sig-
nifica, como que A acontezca.
Ante toda esta posible interpretación mentalista de Geertz existen varias
contraargumentaciones, pues hay varias objeciones que caen en incongruencia
con las tesis que asume Geertz desde Ryle —y por inclusión de Kenny—. En
el caso de la volición —un estado mental volitivo que causa la acción volunta-
ria, o, si se quiere, en algunos casos, una intención— existe una contradicción
en el mismo argumento. Como explica Kenny, «las voliciones [la versión del
símbolo en su «modelo para»] se postulan de forma que sean lo que hace vo-
luntarias a las acciones. ¿Qué sucede con las voliciones mismas? ¿Son opera-
ciones mentales voluntarias o involuntarias? Si son lo segundo, ¿cómo pueden
entonces las acciones que resultan de ellas ser voluntarias? Si son lo primero,
entonces, de acuerdo con la teoría ellas mismas deben proceder de voliciones
previas, y éstas de otras voliciones, y así hasta el infinito» 286.
En primer lugar, respecto al «correr en paralelo» de un estado mental —que
es el significado— cuando se ejecuta la acción. Desde esta perspectiva parece
decirse que cuando uno nombra una «manzana» tiene en su mente la imagen de
una manzana, redefiniendo las palabras de Geertz sobre el modelo como «cual-
quier cosa que está desvinculada de su mera actualidad y sea usada para impo-
ner una significación a la experiencia» como «un acto añadido de un estado men-
tal del sujeto cognoscente». Pero ninguna de las dos cosas parece ser cierta. En
primer lugar, porque cuando uno dice «manzana» no tiene por qué estar imagi-
nando la forma de una manzana. Y, en segundo lugar, uno puede efectivamen-
te pensar —o imaginar— de forma todo lo voluntariosa que se quiera el deseo
de levantar el brazo, y pensar la escena de que el brazo se levanta, o tener su-
puestamente el evento mental de «querer levantar el brazo», pero el brazo no se
levanta. Pensar «brazo levántate», «tener un evento mental de querer levantar el
brazo» no causa nada, no hace que el brazo se levante. Para pensar en una man-
zana uno sólo tiene que —entre otras muchas acciones posibles— escribir «para
pensar en una manzana», de la misma forma que para levantar un brazo, uno sólo
tiene que levantarlo.
No parece pues que el símbolo consista en la parte mental de un doblete de
actos: uno físico y otro mental 287.
En segundo lugar, cabe responder a la idea de que el «modelo de» es una pro-
yección de un estado mental sobre una realidad, y, por consiguiente, el significa-
do viene determinado por el portador del pensamiento. En este caso «si A pien-
sa sobre un caballo, ¿qué hace que el pensamiento de A sobre un caballo sea el
pensamiento de A? No hay nada en el contenido de un pensamiento que haga
de él el pensamiento de una persona más que de otra. (Incluso cuando Napoleón
pensaba para sí ‹Soy Napoleón› no había nada en el contenido de pensamiento
que lo distinguiera del pensamiento ‹Soy Napoleón› en la mente de un iluso ir-
landés del siglo XX). Innumerables personas además de mí mismo creen que dos
y dos son cuatro; cuando soy yo quien lo cree, ¿qué hace de esta creencia mi creen-
cia?» 288. En referencia al ejemplo de Kenny, puede entreverse que las proposi-
ciones del estilo «yo soy (un nombre propio)», no son, fidedignamente, proposi-
ciones de identidad.
Sin embargo, se puede radicalizar más el argumento de que Geertz es un
idealista afirmando, definitivamente, que lo que éste postula es un idealismo
psicologista absoluto: la realidad, de la que el contenido mental es copia y corre
en paralelo, es una «realidad mental», aut percipere incluido.
287 Esta postura también la recoge Geertz de Craik respecto de los símbolos que usa la
ciencia. Cfr. Craik, K. J., op. cit., p. 51.
288 Kenny, A., op. cit., p. 178. Para la discusión de este punto véase Arregui, J. V., y
Basombrío, M., «Identidad personal e identidad narrativa» en Arregui, J. V., García, J., et al.,
(eds.) Concepciones y narrativas del yo. Thémata, vol. 22. 1999, pp. 17-31.
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO 159
289 García Amilburu, M., «La cultura como universo simbólico en la antropología de E.
Cassirer» en Pensamiento, 1998, vol. 54, n. 209, pp. 243-4. También se ha señalado el error en
el que muchos antropólogos simbolistas han incurrido al no distinguir símbolo de referencia
en Austin, D., «Symbols and Culture: some Philosophical Assumptions in the Work of
Clifford Geertz» en Social Analysis, vol. 3, 1979, p. 46.
290 García Amilburu, op. cit., p. 237.
291 La influencia de Kenneth Burke en Geertz es notable, como el mismo Geertz re-
conoce. La relación que Geertz establece entre literatura, cultura y filosofía parte en gran me-
dida de él. Véase por ejemplo la voz «Geertz» en la Enciclopedia de las Ciencias Sociales de
Kuper, donde se le da una notable importancia a Burke; cfr. Keil, Ch., «Geertz» en Kuper, A.
y Kuper., J., The Social Science Encyclopedia. Routledge & Keagan. Londres, 1985.
160 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
que no hay que confundir actos cuya significación excede la cotidianidad, de aque-
llos cuyo significado está contenido en el acto mismo. Para Burke, existen «ac-
tos prácticos, y actos simbólicos», pero su delimitación, excepto en los ejemplos
más extremos, es complicada, pues «hay un área fronteriza en la que muchos ac-
tos prácticos toman un ingrediente simbólico, pues uno puede comprar alguna
cosa no simplemente para usarla, sino también porque su posesión declara su ins-
cripción en cierto estrato de la sociedad». Un ejemplo de lo que Geertz intenta
insinuar desde Burke sería el del dinero. Mientras que el dinero es un símbolo
de cierto estatus cuando se posee en grandes cantidades, no parece que el signi-
ficado del dinero sea un plus del billete físico, de tal forma que quemando varios
cientos de billetes de 500 euros uno se quedaría con el plus de significado del
estatus. Lo que uno perdería sería el estatus… además del dinero 292.
Hay, quizás, que explicitar que la posición de Geertz no es tampoco la de un
positivismo deduccionista del significado, en el sentido de que el significado es
un atributo o añadido que se adscribe a la acción, el hecho o la palabra. Geertz
tiene muy claro que los actos simbólicos son acontecimientos del mundo cuyo
significado está contenido en los actos y no en una esfera más allá de los mis-
mos. Los símbolos no son exactamente reflejos de un pensamiento anterior, sino
«encarnaciones de ideas» (IC 91), y no «representaciones de», que dice la traduc-
ción castellana. Por eso, decir de ellos que son «vehículos materiales del pensa-
miento» (IC 362), es tanto como decir que no son sólo unos continentes arbi-
trarios del pensar, sino uno de los modos por los que se puede pensar. El símbolo
no es una expresión accidental de un pensar previo, sino que para pensar uno
necesita de símbolos. Serán representaciones, vehiculaciones de un significado,
pero el modo en que representan y vehiculan no es un acto provisional. Prueba
de ello es que la arbitrariedad espacio-temporal del significante —e incluso la
arbitrariedad del significado— no comparece en la acción de que un significante
contenga dicho significado en un momento determinado. Puede ser que «canut»
cambie de significado —de utensilio pequeño y personal para guardar dinero a
porro— o que sea el significante y no el significado el que cambie —«monede-
ro»— pero lo que no puede ser arbitrario es la acción en determinado tiempo y
espacio donde un significante comprehenda determinado significado. La no
absolutización del significado respecto del significante, o al revés, no elimina el
tipo de relación que tiene que existir entre ambos para que realmente pueda ha-
ber significantes que contengan significados. Es totalmente factible hablar de
292 Burke, K., The Philosophy of Literary Form. Studies in Symbolic Action. Lousiana State
significantes que contienen significados aun cuando ambos puedan variar his-
tóricamente o de un lugar a otro. En el caso de que un acto cobre una significa-
ción posterior o agregada será justamente porque hay un lenguaje previo que
posibilita dicha adjudicación. Eso es una metáfora, un poema, o un lenguaje pri-
vado en toda regla. Pero hacer de esa forma de significación —mental y a
posteriori— el planteamiento general por el que se cree que el significado engar-
za con la realidad conlleva dejar de lado acciones que, desde la situación real y
por su misma facticidad, marcan un acontecimiento en el mundo.
Ése es el sentido que Geertz le da a la acción simbólica cuando la equipara
a los actos ilocucionarios de Austin o los actos de habla de Searle (LK 153 y AL
17) 293. Desde esa perspectiva apunta García Amilburu que el símbolo es y sig-
nifica al mismo tiempo 294, y aun cabría decir, que el significado que contiene el
símbolo no es algo que esté más allá del símbolo mismo.
Ahora bien, junto con esto, Geertz sigue planteando la posibilidad de enten-
der que el símbolo goza de una consistencia ontológica distinta de aquello a lo
que significa, es decir, puede objetivarse como un modelo propiamente dicho. En
el caso del lenguaje —y más aún en los actos ilocutivos de Austin— decir «sí,
quiero» en una boda por parte de uno de los cónyuges quiere decir lo que quiere
decir —aunque no es que «quiera decir» sino que dice lo que dice— y la sonori-
dad del habla contiene de suyo el significado de lo que expresa. Por eso, Geertz
dice que los actos culturales, como actos simbólicos, son «tan públicos como el
matrimonio y tan observables como la agricultura» (IC 91). Sin embargo, conti-
nua Geertz, no son «exactamente lo mismo; más precisamente, la dimensión sim-
bólica de los hechos sociales es, como la de los psicológicos, abstraible teórica-
mente de dichos hechos como totalidades empíricas» (IC 91).
293 Austin, J. L., Cómo hacer cosas con palabras. Paidós, Barcelona, 1996; Searle, J., Actos
de habla. Ensayo de filosofía del lenguaje. Cátedra, Madrid, 1980.
294 Cfr. García Amilburu, M., «La cultura como universo simbólico en la antropología
de E. Cassirer», p. 244.
295 Delgado acomoda las tesis sobre el símbolo en general de Geertz hacia una interpre-
tación de los ritos como símbolos. Cuando Geertz explica su idea de símbolo como «modelo de»
y «modelo para» no está hablando solamente de los ritos sino de todo tipo posible de símbolo
(IC 91-4). Ello no invalida la interpretación de Delgado, pues Geertz, cuando explica el rito (IC
112-8), también lo entiende como una suerte de manifestación del «modelo de» y el «modelo
para» (IC 118). Lo que lleva a entender que la interpretación de Delgado, siendo correcta, no
puede ser tomada como la vertebración originaria del símbolo, ni como única.
162 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Existe una interpretación del «modelo de» y el «modelo para» donde la di-
mensión simbólica de los hechos sociales es abstraible de la empiricidad de di-
chos hechos. Es el caso de Delgado, cuando explica los ritos 295.
«Lo que se escenifica en los ritos en los que se daña simbólicamente no son tan sólo
catarsis de desinhibición psicológica, sino lo que Clifford Geertz presentaba como
modelos culturales de y para. Para Geertz, los ritos son, de entrada, modelos cultura-
les de actuación, esquemas que suministran programas para instituir los procesos so-
ciales y psicológicos que modelan la conducta pública. Hablar de los ritos como mo-
delos o esquemas culturales es concebirlos como sistemas de símbolos, símbolos que,
en tanto que aparecen sistematizados, están relacionados modelando otras relaciones
que se producen en el seno del mundo social, orgánico o psicológico. Son pues imi-
taciones, paralelos, simulaciones… Decir modelo puede querer decir entonces dos
cosas, según Geertz. En primer lugar, que los ritos son modelos de la realidad, en el
sentido de que mantienen una relación estrecha con la estructura de la que son re-
producción o copia maquetada. Pero los ritos también son modelos para la realidad,
en tanto que lo que hacen es explicar cómo se han de manejar los sistemas copiados.
Los ‘modelos para’ son equivalentes a los genes, suministran fuentes de información
a partir de las cuales se estructuran procesos y se actúa eficientemente en ellos. Los
‘modelos de’ permiten representar estos procesos ya estructurados y cumplidos. El ri-
tual es un programa, es decir, una guía para hacer ciertas cosas, pero también una re-
presentación conceptual de lo programado» 296.
Conviene precisar que cuando se explica que un «modelo de» es una copia
maquetada de la realidad social, orgánica o psicológica, se puede plantear el cú-
mulo de cuestiones problemáticas antes expuestas sobre la ininteligibilidad del
símbolo como evento mental. De igual forma, el símbolo como «modelo para»
sería objeto de todas las dificultades que existen en una teoría de la acción
psicologista. Pero, sobre todo, esta interpretación —si fuera unívoca— caería en
contradicción con la perspectiva de Geertz sobre el pensamiento y la acción como
acciones públicas desde la asunción de las tesis de Wittgenstein. Geertz se esta-
ría traicionando a sí mismo.
Sin embargo, lo que Geertz quiere decir es que si el símbolo —el ritual en
Delgado— es «una representación conceptual de lo programado», entonces es, al
296 Delgado, M., Luces Iconoclastas. Anticlericalismo, espacio y ritual en la España contem-
to, sobre todo como proponía Geertz (1973 [se refiere a La interpretación de las culturas]),
contribuyó mucho a llamar la atención de los antropólogos sobre el significado como opuesto
a una forma objetivada, aunque lo hizo de manera que se iba a revelar casi tan determinista
como lo que habían rechazado». Herzfeld se refiere a que dicha objetivación es una clau-
sura total y estática del significado. Sin embargo, como se verá más adelante una objetivación
del significado cultural no sólo le es connatural a la noción de cultura esgrimida por Geertz,
sino que implica una apertura del significado y una oposición tajante a ese estatismo. Por
otro lado, Herzfeld entiende que la postura hermenéutica de Geertz y de los postmodernos
también excluía per se todo otro tipo de aproximación teórica que no fuese la propia her-
menéutica (cosa muy discutible en el caso de Geertz si se entiende la hermenéutica como
un modo de hacerse cargo de las distintas teorías antropológicas). Herzfeld, M., «La antro-
pología: práctica de una teoría», en International Social Science Journal, Antropología — Te-
mas y perspectivas, vol. 153, septiembre 1997, visitado 13-VII-2001, http://www.unesco.org/
issj/rics153/herzfeldspa.html#mhart.
164 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
«Desde Wittgenstein, no tendría que ser necesario insistir explícitamente en que una
afirmación semejante no implica ningún compromiso con el idealismo o con una con-
cepción subjetivista de la realidad social, ni tampoco una negación de la fuerza de la
ambición, el poder, los accidentes, la inteligencia o el interés material a la hora de
determinar las oportunidades en la vida de los hombres. Pero, como las ciencias so-
ciales, pese a la modernidad de sus temas y de sus prácticas, viven filosóficamente no
en este siglo, sino en el pasado, poseídas por temores a fantasmas metafísicos, des-
afortunadamente sí es necesario. Las ideas no son material mental inobservable, y ya
hace algún tiempo que no lo son. Son significados vehiculados, siendo los vehículos
símbolos —o, en ciertos usos, signos— y siendo un símbolo cualquier cosa que de-
note, describa, represente, ejemplifique, etiquete, indique, evoque, dibuje o exprese,
cualquier cosa que de una u otra forma signifique. Y cualquier cosa que de una u otra
forma signifique es intersubjetiva, luego pública, luego accesible a las explicaciones à
plein air, abiertas y corregibles. Argumentaciones, melodías, fórmulas, mapas y cua-
dros no son ideales para mirar embobado, sino textos que leer; y otro tanto son los
rituales, los palacios y las formaciones sociales» (NG 135).
Para Geertz, los genes son también fuentes de información, son como pro-
gramas que organizan la acción de dicho ser, ordenamientos de los actos, o la ra-
zón por la cual una acción cobra determinado orden. Aunque de forma distinta
en la clase de información y en el tipo de transmisión, los «esquemas culturales
suministran programas para instituir los procesos sociales y psicológicos que
modelan la conducta pública» (IC 92). El código genético es una guía para la
acción, en tanto que muestra la información necesaria respecto de qué es signi-
ficativo en el mundo para ese animal. La acción se encauza significativamente,
sólo que de forma innata. El sentido del mundo y de dicho individuo se mani-
fiesta —aprecia lo significativo, actúa conforme a ello— porque hay un patrón
que permite justamente dicha exteriorización.
En este nivel, no hay mucha diferencia entre un gen y una esquema cultu-
ral, «si bien la clase de información y su modo de transmisión son muy diferen-
tes en los dos casos, esta comparación de gen y símbolo es algo más que una for-
zada analogía de la clase del familiar concepto de ‹herencia social›» (IC 92). La
diferencia estriba en que los genes son «modelos para», pero no «modelos de». El
gen, o cualquier tipo de fuente de información no estrictamente simbólica, es el
foco de información que, más que decir qué es la realidad, informa al individuo
166 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
303 También Álvarez Munárriz se hace eco de esta interpretación de Geertz. Álvarez
piamente esos «modelos de» la realidad los que propiamente actúan como esque-
mas culturales extrínsecos, como programas sobre los cuáles se ajusta la acción
significativa —y entonces son «modelos para»—. El trasunto es que los símbo-
los —y esta es otra definición posible de símbolo— son también «estrategias para
captar situaciones» (IC 141), son modelos de acción y significación. Son accio-
nes con sentido y los sentidos de las acciones. Para Geertz, la definición del sím-
bolo es la autorreferencia entre el «modelo de» y «modelo para» 303, la implica-
ción directa entre la acción y el pensamiento, entre lo real y su sentido 304: «La
percepción de la congruencia estructural entre una serie de procesos, actividades,
relaciones, entidades, etc., y otra serie que actúa como un programa de la prime-
ra, de tal manera que el programa pueda ser tomado como una representación, o
concepción —un símbolo— de lo programado, es la esencia del pensamiento
humano. La posibilidad de esta transposición recíproca de modelos para y mo-
delos de, que la formulación simbólica hace posible, es la característica distinti-
va de nuestra mentalidad» (IC 94). De hecho, el mismo Geertz, antes de entrar
en la distinción entre «modelo de» y «modelo para» advierte que «son aspectos
del mismo concepto básico», se trata de distinguirlos a efectos de una clarifica-
ción analítica (IC 93). También así lo ve Sahlins: el símbolo es «un ‹modelo de›
sociedad y un ‹modelo para› la sociedad —adoptemos los términos de Geertz—
[…] Lo que a la luz del análisis se presenta como un conjunto de clasificaciones
paralelas, o como una estructura única que opera en distintos planos, es en la prác-
tica una totalidad indivisa» 305.
Para Sewell, «Geertz asume, en otras palabras, que los modelos de la esfera
social simplemente reflejarán la realidad que los modelos para la esfera social han
producido —y, correlativamente, los modelos para la esfera social simplemente
producirán en el mundo las ‹realidades› que los modelos de la esfera social des-
criben. Acepta una relación de reflexividad o circularidad, de complementariedad
y armonía mutua». Lo que implica, dice Sewell, que Geertz no contemple la po-
sibilidad de una disfunción entre el modelo de y el modelo para; «disyunción»
que, a su vez, permitiría «abrir a los actores a un espacio para la reflexión crítica
sobre el mundo». Cuando Geertz considera, señala Sewell, que la realidad social
304 Ariño hace una comparación de Geertz con Marx un tanto arriesgada sobre este
punto, pues el texto de El Capital de Marx que cita Ariño puede llevar a entender que los es-
quemas culturales contienen siempre un orden procesual: primero el pensamiento, luego la
acción. Cfr. Ariño, A., «El rostro cambiante de la cultura. Para una definición sociológica» en
Llinares, J. B., y Sánchez Durá, N., Ensayos de filosofía de la cultura. Biblioteca Nueva, Madrid,
2002, p. 248.
305 Sahlins, M., Cultura y razón práctica, pp. 43-4.
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO 169
está modelada por la acción humana acorde a los esquemas culturales, «olvida que
el mundo puede resultar recalcitrante a nuestros intentos de modelación», pues
muchas veces las condiciones de aplicación de esos esquemas (modelo para) a la
realidad no son homogéneas a las condiciones por las que se ha conocido dicha
realidad (modelo de). Así, termina Sewell, ciertas ideas que se pueden tener so-
bre la conducta de la mujer en la relación de géneros pueden encontrarse con
comportamientos que colisionen directamente con ellas aun con gente que po-
sitivamente afirme dichas ideas. Pero, justamente, porque hay esa «disyunción»
es por lo que la realidad es susceptible de cambio. «Lo que esto implica es que
no podemos aceptar aproblemáticamente que las características de los símbolos
o los sistemas de símbolos que son el ‹modelo de› y el ‹modelo para› reflejarán
automáticamente cada uno al otro […]. La doble vertiente de los símbolos, le-
jos de constituir una garantía de estabilidad, garantiza que cualquier estabilidad
que es conseguida sólo puede ser transitoria» 306.
No obstante, cabe matizar y contraargumentar algunas de las interpretacio-
nes de Sewell. Sewell dice que el «modelo de» y el «modelo para» son formas sim-
bólicas de conformar el mundo social. Ambas se interconectan de forma recíproca
en Geertz. De hecho, ésa es la clave de su argumento, pues según Sewell, dicha
reciprocidad no permite en Geertz explicar la disyunción que se origina a veces
entre los «modelos de» y los «modelos para». Pero repárese en la jugada de Sewell,
porque lo que en un primer momento Sewell interpretaba en Geertz como una
interrelación sustancial se convierte en sus críticas en una relación de causa efi-
ciente y efecto entre los dos modelos (tanto da cual de los dos es causa y cual efec-
to). Efectivamente, si se interpreta el «modelo de» como una causa del «modelo
para» (o al revés) el círculo que se crea puede ser teóricamente desmantelado en
el instante en que se contemple que una acción no se ajusta a un «modelo de» o
un «modelo de» no se ajuste a una acción simbólica. Lo que en un primer mo-
mento era una interconexión sustancial de talante semántico-pragmático, en la
crítica se convierte en una causa y un efecto. Ahora bien, Geertz no dice que la
relación entre el «modelo de» y el «modelo para» sea causal —algo así pasaría con
los genes— sino que la congruencia entre ambos modelos es la esencia del pen-
samiento humano (IC 94), esto es, que tanto la acción como el pensamiento son
constituidos de forma semántico-pragmática en el sentido de que ambas formas
son «son aspectos del mismo concepto básico» (IC 93), y que su distinción es
analítica de cara a contemplar que el ser humano dota de sentido al mundo por
306 Sewell, W., «Geertz, Cultural System and History: From Synchrony to Transformation»
en Ortner, S. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz and Beyond, pp. 46-8.
170 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
307
Ricoeur, P., Ideología y utopía, p. 277.
308Sewell, W., «Geertz, Cultural System and Histor y : From S ynchrony to
Transformation», pp. 48-9.
CAPÍTULO VI
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA
Cabe decir que estos temas, dentro de la antropología, se han tratado de una
manera específica y a colación de cuestiones típicas de la disciplina: la empatía y
el trabajo de campo, el lenguaje etic/emic y la posibilidad de ofrecer interpretaciones
verdaderas sobre qué significa la acción de los otros. La posición de Geertz respecto
a estos temas desvela sus tesis sobre la acción simbólica. Así, el capítulo está dise-
ñado en dos bloques correlativos a los problemas específicos de la antropología.
En primer lugar, cómo comprender lo que hacen y lo que dicen los nativos.
Normalmente, esta cuestión ha conducido a la pregunta «¿cómo el antropólogo
puede mantener una relación de «empatía» con el nativo?». Clásicamente, el
antropólogo conseguía capturar lo que significaban las pautas y acciones cultu-
rales de los nativos gracias a que era capaz de revivir el mismo tipo de experien-
cias que los nativos. Desde ese punto de vista, el antropólogo establecía una re-
lación «empática» de almas gemelas entre él y el nativo. Geertz, sin embargo, se
opondrá a esta postura. Para comprender el significado de una acción no hace falta
poseer la facultad psicológica de revivir las experiencias mentales —las mismas—
del nativo. De ese modo, la crítica que Geertz realiza a determinado uso del tér-
mino «empatía» —el de posibilitar esa «revivencia»— aclarará simultáneamente
qué es el significado y sentido de una acción. Actuar es hacer algo atendiendo a
razones, motivos, que son públicos. La afirmación de esa «empatía» que Geertz
critica, manifiesta una clara lectura de qué se entiende por «acción» y por «sig-
nificado»: sólo si el significado es considerado como algo privado e interior al su-
jeto tiene sentido hablar de una «conversión en el otro» para poder comprenderlo.
Por un lado, esta discusión pondrá de relieve algunas aclaraciones de Geertz a qué
se entiende por trabajo de campo. Por otro, el argumento y la crítica de Geertz a
esta visión vendrá sustentado por su lectura de Wittgenstein; entre otras cosas
se apuntará el último argumento de Wittgenstein sobre el lenguaje privado que
habíamos anunciado en los primeros capítulos.
En segundo lugar, en ese adentrarse en el cómo se comprenden las acciones
de los demás, existe otro punto clave: cómo hablar de las acciones de los otros
con propiedad. Eso implica evaluar el estatus de la subjetividad de un observa-
dor en su explicación de la acción de otro. El contexto en el que se ha visto esto
es el de la dicotomía entre el lenguaje etic —un lenguaje objetivo propio del in-
vestigador— y el emic —la versión del propio nativo. Esta discusión sobre cómo
comprender la acción del otro, implicará también ciertas ideas sobre cómo Geertz
entiende la finalidad de la antropología, a saber, la posibilidad de que haya in-
terpretaciones mejores y peores que otras. En la discusión sobre cómo poder ha-
blar de «qué hace el otro» se está planteando implícitamente el tema de «cómo
poder hablar con propiedad y verdad sobre lo que otros hacen».
La solución de Geertz mostrará por qué el actor es el centro del simbolismo.
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 173
«Para Geertz (como para Schneider, pero por otras razones) no necesitamos atender
a la conducta en sí. La cultura se trata más efectivamente como un puro sistema sim-
bólico (la palabra clave es ‹en sus propios términos›), aislando sus elementos, especi-
ficando las relaciones internas entre ellos y luego caracterizando todo el sistema de
manera general, de acuerdo con los símbolos-núcleo en torno a los cuales se organi-
309 Reynoso, C., Paradigmas y estrategias en antropología simbólica, p. 90. La cursiva es mía.
Si la acción es un indicio ¿qué significa «real» para Reynoso en su lectura de Geertz?
310 Ibid., p. 90. Si la comparación con Turner es o no acertada excede las intenciones
aquí propuestas.
174 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
za, de las estructuras subyacentes de las que es expresión superficial, o de los princi-
pios ideológicos sobre los que se basa. Pero aunque la conducta por sí sola es un dato
sin sentido, debe atenderse a los comportamientos, dado que es a través de su flujo
(o más precisamente, de la acción social) que las formas culturales encuentran arti-
culación. Ellas se encuentran también, por supuesto, en diversas especies de artefac-
tos y en distintos estados de conciencia; pero éstas toman su sentido a partir del rol
que juegan en un patrón o esquema de vida, y no de las relaciones intrínsecas que
mantienen entre sí» 311.
No obstante, en primer lugar cabría preguntarse si existe algo así como una
«conducta en sí». Dicho término no aparece nunca en Geertz, y mucho menos
como enunciación de una bifurcación entre la acción social y la conducta real, si
por «en sí» quiere decir Reynoso empírica, positiva o fáctica. Si realmente exis-
tiera en Geertz una separación entre la «conducta en sí» —puesto que según
Reynoso «por sí sola es un dato sin sentido»— y la acción social que le da senti-
do en su articulación, cabría preguntarle a Geertz de dónde saca que realmente
existen «conductas en sí».
Contrariamente a la interpretación de Reynoso, cuando Geertz se refiere a
que la acción concreta no es igual al significado de la acción sólo está diciendo
que cuando se predica de un sujeto una actuación inteligente «no hablamos de las
acciones del organismo ni de sus productos en sí, sino que hablamos de su capacidad
y su aptitud, de su disposición para realizar cierta clase de acciones que inferi-
mos del hecho de que ese organismo a veces cumple tales acciones y produce tales
productos» (IC 50, la cursiva es mía). De ahí a que Geertz mantenga, como dice
Reynoso, que existan «conductas en sí» hay un salto argumentativo.
Es más, tal y como dice el propio Geertz, «toda experiencia es experiencia
interpretada, y las formas simbólicas, en virtud de las cuales es interpretada, de-
terminan pues —junto con una gran variedad de otros factores que van desde la
geometría celular de la retina hasta las fases endógenas de la maduración psico-
lógica— su intrínseca contextura» (IC 405). Y en otro lugar afirma, «para citar a
Max Weber, los hechos no están sencillamente presentes y ocurren sino que tie-
nen un significado y ocurren por ese significado» (IC 131). O, por citar a direc-
tamente a Max Weber, «todo artefacto (verbigracia, una máquina) posee un sig-
nificado y puede ser interpretado y comprendido puramente por haber sido creado
por seres humanos y usado en actividades humanas […] y a menos que tome-
mos ese significado en consideración, el uso del artefacto será totalmente inin-
teligible. Es inteligible, por lo tanto, en virtud de su relación con la acción hu-
mana» 312.
También comenta Dworschak que «la etnología interpretativa trata de ex-
plicar el mundo social a partir de las perspectivas de sus habitantes. Parte de la
base de que los que participan de una determinada cultura crean y conforman su
propio mundo lleno de significado interpretándolo y dotándolo de sentido… En
el mundo no hay objetos en sí, sino que los objetos surgen como realidad u ob-
tienen su realidad a través de los significados que les atribuyen los que partici-
pan de una cultura» 313.
Por otro lado, predicar de Geertz un «sistema simbólico puro» como condi-
ción de mayor «efectividad» para el estudio de la cultura, es una postura similar
y a la vez distinta a lo antes descrito. Similar porque, de la misma manera que es
confuso encontrar en Geertz la idea de que existan «conductas en sí», no existe
ningún pasaje en el que Geertz entienda la cultura como un «sistema simbólico
puro», y mucho menos que esa «pureza» lleve a que sea más «efectivo» el estu-
dio de la cultura. Distinta, porque además se encuentra con el enorme escollo de
responder a toda la teoría psico-dualista del significado y de la acción que Geertz
ataca desde su planteamiento ryleano, como se ha visto ya. Reynoso, está
parafraseando muy sesgadamente a Geertz, de una forma un tanto beneficiosa
para su crítica. En la traducción castellana de Geertz, de la cual Reynoso ha he-
cho la revisión técnica, se transcribe:
«La proposición de que no conviene a nuestro interés pasar por alto en la conducta
humana las propiedades mismas que nos interesan antes de comenzar a examinar esa
conducta, ha elevado a veces sus pretensiones hasta el punto de afirmar: como lo que
nos interesa son sólo esas propiedades no necesitamos atender a la conducta sino en
forma muy sumaria. La cultura se aborda del modo más efectivo, continúa esta ar-
gumentación, entendida como puro sistema simbólico (la frase que nos atrapa es ‹en
sus propios términos›), aislando sus elementos, especificando las relaciones internas
que guardan entre sí esos elementos y luego caracterizando todo el sistema de algu-
na manera general, de conformidad con los símbolos centrales alrededor de los cua-
les se organizó la cultura, con las estructuras subyacentes de que ella es una expre-
sión, o con los principios ideológicos en que ella se funda. Aunque represente un claro
312 Weber, M., La acción social: ensayos metodológicos. Península, Barcelona, 1984, pp. 15-6.
313 Dworschak, H., «Vetrautheit und Staunen» en Fröhlich, G., y Mörth, I. (eds.)
Symbolische Anthropologie der Moderne: Kulturanalysen nach Clifford Geertz. Campus Verlag,
Frankfurt, 1998, p. 51.
176 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
314 Geertz, C., The Interpretation of Cultures. Basic Books, Nueva York, 1973, pp. 193-
233. La primera publicación del artículo fue en Apter, D. (ed.), Ideology and Discontent. The
Free Press of Glencoe, Nueva York, 1964, pp. 47-56.
315 Algunos de esos «sistemas culturales» han sido desarrollados por Geertz. Las edi-
ciones originales de dichos artículos son: «Religion as a Cultural System» en Banton, M. (ed.),
Anthropological Approaches to the Study of Religion. Tavistock, Londres, 1966 pp. 1-46;
«Common Sense as a Cultural System», Antioch Review, 1975, vol. 33, n. 1, pp. 47-53; «Art
as a Cultural System», MLN, 1976, vol. 91, pp. 1473-99. Tanto en La Interpretación como en
Conocimiento local existen afirmaciones de esos «otros» sistemas culturales. La cuestión de qué
es un sistema cultural será abordada posteriormente.
178 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
acción como tal» 316. Si se tomara literalmente la idea de Parkin, Geertz estaría
montando toda su posición antropológica sobre un vacío con una inconsistencia
tal que muy fácilmente podría ser criticable. Si Geertz no tuviera una teoría de
la acción, perfectamente podría considerarse que esto fuera por dos factores. Uno,
por que es suficientemente traslúcida en sus ejemplos. Dos, por que no tiene nada
y monta toda su etnografía de la acción sobre un pozo teóricamente «sin fondo».
Si Geertz monta todo su andamiaje antropológico sobre la acción, pero «no tie-
ne una teoría de la acción», entonces ¿sobre qué está realmente hablando Geertz?
El caso podría consistir en que la tuviese pero no la dijera, pero entonces la pre-
gunta es ¿por qué no la dice, si eso evita toda crítica?
Viendo el asunto desde la otra vertiente, pueden entenderse dos aspectos más.
Uno, que Geertz, como dice Parkin, no tenga ningún escrito «como tal» que sea
«Mi teoría de la acción. Por Clifford Geertz», pero que se vislumbre algo pare-
cido en sus ensayos, aunque no sea una «teoría de la acción como tal». A lo que
cabe preguntar ¿le resulta necesario hacer ese ensayo a Geertz? Dos, que haya que
ver «lo que señala Ortner» sobre la acción en Geertz.
La antropóloga norteamericana Sherry Ortner señala que «mientras que la
perspectiva desde ‹el punto de vista del actor› es fundamental en el enfoque de
Geertz, ésta no está sistemáticamente elaborada: Geertz no desarrolló una teo-
ría de la acción o de la práctica como tal. En cambio, colocó firmemente al actor
en el centro de su modelo, y gran parte de los posteriores estudios centrados en
las prácticas sociales se construyen sobre una base geertziana, o geertzo-
weberiana» 317.
Salvando algunas distancias entre estos tres comentaristas, se pueden reca-
pitular resumidamente sus posiciones en la ratificación que hacen de Geertz como
un autor que centra su esquema sobre el simbolismo en el concepto de «acción».
La insistencia de Geertz en situar las acciones en el primer plano de sus in-
vestigaciones sugiere de entrada la pregunta sobre cuál es el estatuto que tiene
la acción por la que se comprenden las dimensiones simbólicas de toda acción.
«Tener —como dice Ortner— al actor en el centro de su modelo» sugiere radio-
grafiar el entramado que contiene el porqué de ese centro. Si, además, dicha tra-
ma posee un papel activo entonces ese radiografiado ha de abarcar la pregunta
por la posibilidad de atribuirse aquello que ella misma predica. Si el símbolo,
como interacción constitutiva entre un «modelo de» y un «modelo para», remite
316 Parkin, R., «Antropología Simbólica» en Lisón Tolosana, C. (ed.), Antropología: ho-
a un papel activo del agente, los interrogantes son explicar qué significa «el ac-
tor como centro de su modelo» y bajo qué disposición gnoseológica queda la ac-
ción de simbolizar, el estatuto de un «modelo de» y un «modelo para» en rela-
ción con la acción de simbolizar. Esta segunda cuestión también puede plantearse
así: ¿está Geertz sugiriendo un teoría del conocimiento cuando habla del «mo-
delo de» y el «modelo para» cuyo acto cognoscitivo se denomina «simbolizar»?
La respuesta a una de las preguntas constriñe por necesidad la respuesta de la otra.
El punto de inicio y el acuerdo común, por lo menos de Ortner y Parkin, es
que la acción no es vista únicamente por Geertz como un elemento más del es-
pacio simbólico —un elemento llamado «acciones simbólicas» ubicado como
parte de un mismo plano en el que también estarían las «acciones deportivas»,
las «acciones relajadas» o las «acciones incoherentes»— sino que la conformación
del espacio simbólico presupone dicha actividad: que las «acciones deportivas»,
las «relajadas» y, mucho más, «las incoherentes» no sólo contienen dimensiones
simbólicas, sino que son tales por ser simbólicas, porque gozan de sentido (o del
sentido de por qué lo carecen). Como acertadamente dice Parkin, «Geertz pone
el acento en la idea de que los símbolos son generados por actores sociales que
‹hacen› cultura» 318.
320 «Las descripciones de la cultura […] deben elaborarse atendiendo a las interpreta-
ciones que hacen de su experiencia personas pertenecientes a un grupo particular, porque son
descripciones, según ellas mismas declaran, de tales interpretaciones; y son antropológicas
porque son en verdad antropólogos quienes las elaboran» (IC 15).
321 Cfr. Malinowski, B., Los argonautas del Pacífico occidental. Comercio y aventura entre
los indígenas de la Nueva Guinea melanésica. Península, Barcelona, 2000, como ejemplo véase
pp. 20-42. Para una visión general de la aportación de Malinowski, cfr. Kaberry, Ph., «La
contribución de Malinowski a los métodos del trabajo de campo y a la literatura etnográfica»
en Firth, R., Forthes, M., et al., Hombre y cultura. La obra de Bronislaw Malinowski. Siglo XXI,
Madrid, 1974.
322 Aunque Lisón dice que hay que problematizar el término, entiende que es «impres-
no›)» (LK 56) 326, es decir, un acceso privilegiado debido a su buena formación
en las técnicas al mundo mental del nativo. El investigador es capaz de ser un sí-
mil milimétrico de su objeto de estudio a la vez que conserva la distancia nece-
saria para recabar la descripción perfecta de los hechos … tan densa como se quie-
ra. Como dice Geertz, a mediados de los años 50 los antropólogos eran
introducidos en su tarea más o menos del siguiente modo: «ellos tienen una cul-
tura. Tu trabajo es ir allí, volver y contarnos cómo es» (AF 43). Por ello, se esta-
ría sugiriendo que, para Geertz, la manera en que se registra la empatía es la
manera en que se aprehenden los sentidos de la acción de los nativos como ac-
ción simbólica, mediante las técnicas de campo; la manera en que se compren-
den dichos símbolos es la manera por la que se define qué es la acción simbóli-
ca, mediante una teoría no explícita de la acción; y la manera en que se establecen
y describen dichos significados es la manera en que se ha de hacer antropología,
mediante una descripción densa. La dialéctica que apunta Thomas es la posible
desvirtuación que puede existir entre el primer paso y el último.
Sin menoscabar la realidad de esa posible falsación que registra Thomas,
Geertz no dice que la acción simbólica —la acción con sentido y el sentido de
la misma— se aprehenda por una exquisita empatía del antropólogo en el cam-
po 327. Más bien al contrario:
«Para descubrir lo que las personas piensan que son, lo que creen que están haciendo y
con qué propósito piensan ellas que lo están haciendo, es necesario lograr una familia-
ridad operativa con los marcos de significado en los que ellos viven sus vidas. Esto no
tiene nada que ver con el hecho de sentir lo que los otros sienten o de pensar lo que
los otros piensan, lo cual es imposible. Ni supone volverse un nativo, una idea en abso-
luto factible, inevitablemente fraudulenta. Implica el aprender cómo, en tanto que un
ser de distinta procedencia y con un mundo propio, vivir con ellos» (AL 16).
326 «La interpretación es presentada como válida en sí misma o, lo que es peor, como
329 Como referencia de esa influencia de los «hijos de Wittgenstein» en Geertz, cabe
señalar que Geertz toma prestado de Ryle uno de sus términos más conocidos: «thick
description», descripción densa. Habitualmente, los antropólogos socioculturales no se han he-
cho eco de esa influencia wittgensteniana en la teoría de la acción en Geertz, como ocurre tam-
bién ahora en los Cultural Studies: cfr. Munns, J., y Rajan, G. (eds.), A Cultural Studies Reader.
History, Theory, Practice. Longman, Londres, 1993, p. 231; y Baker, Ch., Cultural Studies. Theory
and Practice. Sage Publications, Londres, 2000, pp. 26-7; o véase Reynoso, C., Apogeo y deca-
dencia de los estudios culturales. Gedisa, Barcelona, 2000, pp. 34, 84, 187, 199, 206, 218. Sólo se
tiene en cuenta la referencia a Ryle dentro de los esquemas de la metodología de investiga-
ción. Prueba de ello es que no existe ninguna monografía, y apenas un par de artículos donde
se den las referencias exactas de Ryle, que Geertz no explicita. Cfr. Inglis, F., Clifford Geertz.
Culture, Custom and Ethics. Polity Press, Cambridge, 2000; Shankman, P., «The Thick and the
Thin: On the Interpretative Theoretical Program of Clifford Geertz» en Current Anthropology,
vol. 25, n. 3, junio 1984, pp. 261-80, donde se hace caso omiso de la gran importancia que
Geertz le da a Wittgenstein; o Reyna, S. P., «Literary Anthropology and the Case Against
Science» en Man. The Journal of the Royal Anthropological Institute, vol. 29, n. 3, septiembre
1994, pp. 571-6. Para un uso explícito de la «descripción densa» como método, cfr. Pals, D.,
Seven Theories of Religion. Oxford University Press, Oxford, 1997, pp. 240-6. Sí se toma di-
rectamente la referencia de Ryle en: Greenblatt, S., «The Touch of Real» en Ortner, S. (ed.),
The Fate of «Culture». Geertz and Beyond. pp. 14-29. Sólo me constan dos artículos que real-
mente se toman en serio la noción de descripción densa en Geertz: Descombes, V., «A
Confusion of Tongues» en Anthropological Theory, vol. 2, n. 4, 2002, pp. 433-46 y Bazin, J.,
«Questions of Meaning» en Anthropological Theory, vol. 3, n. 4, 2003, pp. 418-34. Las referen-
cias de Ryle que Geertz recoge para la idea de «descripción densa» están en Ryle, G., «The
Thinking of Thoughts: What Is Le Penseur Doing?» y «Thinking and Reflecting» en Collected
Papers, Hutchinson, Londres, 1971, vol. II, pp. 465-96. Obviamente, Geertz también menciona
para otros temas el ya citado The Concept of Mind de Ryle.
330 Cierto es que, como señala Douglas, Geertz no usa el ejemplo del tic —y la descrip-
ción densa— para el mismo asunto que Ryle, o por lo menos, no manifiestamente. «Ryle la
utiliza de manera crítica en un argumento filosófico sobre lo que implican los procesos coti-
dianos de interpretación. Geertz la utiliza prescriptivamente para ayudar a los etnógrafos a
describir significados de otros pueblos». Pero eso no es exactamente una crítica, pues se trata
de desvelar si el juego de Ryle es parte inherente de lo que quiere decir Geertz, es decir, si la
descripción densa no ha de entenderse sólo como una suerte de metodología antropológica,
sino como una concepción de la acción, la mente y el significado. Douglas, M., Estilos de pen-
sar. Gedisa, Barcelona, 1996, p. 141.
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 185
proposición «sólo el nativo sabe y siente a ciencia cierta lo que sabe y siente
cuando actúa» y «nadie más puede saber lo que sabe y siente el nativo a no ser
que sea por conjetura» —es decir, por acciones empáticas del antropólogo con-
ducidas por un conocimiento analógico— es un símil de la crítica epistémica
de Wittgenstein al lenguaje privado: «yo sé que tengo dolor y nadie más sabe
que tengo dolor» 331. Para Wittgenstein parte de ese error radica en una con-
fusión entre la inalienabilidad y la incomunicabilidad de las sensaciones. Como
dice el filósofo austriaco:
«La dificultad que nosotros expresamos al decir ‹Yo no puedo saber lo que él ve cuando
(exactamente) está viendo un retazo azul›, surge de la idea de que ‹saber lo que él ve›
significa ‹ver lo que él también ve›; no, sin embargo, en el sentido en que hacemos
eso cuando ambos tenemos el mismo objeto delante de los ojos, sino en el sentido
en que el objeto visto sería, por decirlo así, un objeto en su cabeza» 332.
Por eso, no poder sentir el mismo dolor no significa no conocer el dolor del
otro, pues «si se admite que el término dolor no conecta con la sensación por una
definición ostensiva, parece claro que cabe conocer el significado —es decir, el
uso— del término ‹dolor› sin sentirlo» 333. Y, para Geertz, tal y como se ha visto
anteriormente, el significado es, en gran parte, su uso (IC 405). Pero, es más, por
eso también Geertz afirma que conocer «el dolor del otro», conocer «lo que sabe
y siente el nativo» —hacer antropología— no es una «variedad de interpretación
mental» (IC 14) por la cual el antropólogo puede conocer a la perfección lo que
sus informantes piensan, aunque, como reconoce —quién sabe si aludiendo a la
lectura errónea por parte de sus críticos— su propia postura «a menudo condu-
ce a esa idea» (IC 14).
Anclando la posición de Geertz sólo en las Investigaciones filosóficas —obra
que Geertz dice haber releído y asumido en gran parte— cabe sostener con
Wittgenstein «que sólo yo sé lo que siento» es en verdad un sin sentido grama-
tical puesto que «si usamos la palabra ‹saber› como se usa normalmente (¡y cómo
si no debemos usarla!) entonces los demás saben muy frecuentemente cuándo
tengo dolor. —Sí, ¡pero no, sin embargo, con la seguridad que yo mismo lo sé!—
331 «Sólo yo puedo saber si realmente tengo dolor, el otro sólo puede presurmirlo», o «yo
puedo solamente creer que otro tiene dolor, pero lo sé si yo lo tengo», Wittgenstein, L., Inves-
tigaciones Filosóficas, parágrafos 246 y 303.
332 Wittgenstein, Cuadernos azul y marrón, p. 61. Citado por Arregui, J. V., Acción y sentido
cir de otro que tiene un principio de esclerosis múltiple. Es una cuestión de ob-
servación. Pero si yo digo que me duelen las muelas, la similitud con la tercera
persona desaparece. Decir que tengo buenas razones para suponer, o saber, que
me duelen las muelas no tiene sentido. [. . . ] Es obvio, que se puede tener bue-
nas razones para suponer que él tiene un dolor de muelas, cree algo o quiere
algo» 338.
Ahora bien, aunque tenga sentido la duda sobre el conocimiento del dolor
de otro porque se puede simular dicho dolor, no significa que el conocimiento
del dolor de otro sea imposible, porque poder simular un dolor implica necesa-
riamente no poder hacerlo siempre, puesto que ha de existir necesariamente un
dolor real para que haya una simulación de un dolor 339.
Retomando el principio del asunto, es obvio que no se puede tener y sentir
el mismo dolor que el del otro, pero se puede conocer que el otro tenga dolor. En
cierto sentido esto es lo mismo que afirma Gunn de Geertz: «desde esta pers-
pectiva, el objetivo del antropólogo, argumenta Geertz, no puede consistir en al-
canzar la comunión o la identidad con sus vidas, sino sólo un tipo de conversa-
ción con ellos. Mientras que nosotros no podemos asumir su modo de ser o tomar
su forma de existencia, por lo menos podemos establecer un tipo de relación con
ellos mediante el intento, desde nuestro ventajoso punto de vista, de compren-
der lo que ellos son» 340. De lo que se trata no es de sentir lo que ellos sienten,
sino de saber lo que ellos sienten.
Estas apreciaciones respecto al trabajo de campo implican dos conclusiones
que concuerdan con la postura de Geertz:
En primer lugar, sí que hay un sentido en el que se puede hablar de
privacidad, a saber, cuando se siente, se piensa o se cree algo y no se manifiesta
(huelga decir que ello no implica que el significado —incluso el mismo signifi-
cado de «privacidad»— se obtenga de pensamientos internos). Desde ese ángu-
lo sí tiene sentido hablar de que existe una barrera de privacidad por parte de los
nativos que el investigador de campo debe romper (IC 412-7). Es lo que habi-
Oxford, 1987, p. 94. También puede verse una versión parecida de lo que sostiene Gunn al
respecto en Gunn, G., «The Semiotics of Culture and Interpretation of Literature: Clifford
Geertz and the Moral Imagination» en Kramer, V. A. (ed.), American Critics at Work:
Examinations of Contemporany Literary Theories. New York, 1984, pp. 396-420. Para Gunn el
juego interesante de esta cuestión es la relación entre Trilling y Geertz y el papel que ambos
la dan a la «imaginación moral» en la comprensión del otro.
188 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
tualmente se llama establecer un rapport 341. Y es por ello por lo que Geertz nunca
invalida (aunque sí es crítico) ni el trabajo de campo, ni sus técnicas: «Es verdad
que un cierto tipo de relación identificadora es el núcleo de una investigación de
campo efectiva; y que la habilidad para impulsar a hablar a un informante, que
no tiene ninguna razón para hacerlo, con sinceridad y detalladamente sobre lo que
desea saber el antropólogo es lo que distingue en etnografía a una persona dota-
da de talento de una incompetente» (BM 135). De hecho Geertz, sostiene con
añoranza un posicionamiento más clásico en el trabajo de campo por parte de los
antropólogos (AL 107-18). Repárese que, de hecho, la crítica que Geertz hace a
Malinowski en «Desde el punto de vista del nativo» nunca se encamina hacia la
deslegitimación de las técnicas y el trabajo de campo 342. Es más, como bien acier-
ta Jociles a decir, el mismo Geertz remite a Malinowski para abogar por esas téc-
nicas 343; o como dice Mary Douglas, Geertz no intenta negar la validez de las
técnicas del trabajo de campo 344. De hecho incluso Geertz dice abiertamente: «lo
341 Cfr. Taylor, S. J. y Bogdan, S. J., Introducción a los métodos cualitativos de investigación.
Paidós, Barcelona, 1987, p. 55 y ssgg. Sin embargo, cabe añadir con Arregui que «si alguna vez
una sensación puede ser privada, en cuanto que oculta o no manifestada, no todas pueden
serlo», Arregui, J. V., op. cit, p. 230. Marcus opina que en Geertz sigue vigente la idea de rapport
como un tipo de complicidad o de «ironía antropológica», aunque con ello demuestra algu-
nas insuficiencias teóricas para la práctica del trabajo de campo; cfr. Marcus, G. E., «The Uses
of Complicity in the Changing Mise-en-Scène of Anthropological Fieldwork» en Ortner, S.
(ed.), The Fate of Culture. Geertz and Beyond, pp. 86-92.
342 Jenkins, en cambio, considera que Geertz ha sido uno de los críticos del trabajo de
campo: su argumento reside en que no existe una jerarquía del trabajo «mental» (Geertz y
demás) sobre el «corporal» (trabajo de campo in situ). Cfr. Jenkins, T., «Fieldwork and the
Perception of Everyday Life» en Man. Journal of the Royal Anthropology Institute, vol. 29, n. 2,
junio 1994, pp. 433-455. Por otro lado —el lado de los Cultural Studies— no está claro que
su versión sobre el trabajo de campo y Geertz, y de lo que dice éste sobre el otro, aporten nada
relevantemente nuevo que no haya dicho el mismo Geertz. Para contrastar esto cfr. Murdock,
G., «Thin Descriptions: questions of the Method in Cultural Analysis» en McGuigan, J.,
Cultural Methodologies. Sage Publications, Londres, 1997, pp. 178-92. En relación al trabajo
de campo, la antropología y los Estudios Culturales, cfr. Stanton, G., «Etnografía, antropolo-
gía y estudios culturales: vínculos y conexiones» en Curran, J., Morley, D., y Walkerdine, V.,
(comps.), Estudios Culturales y comunicación. Análisis, producción y consumo cultural de las políti-
cas de identidad y el posmodernismo. Paidós, Barcelona, 1998, pp. 497-530.
343 Cf r. Jociles, M. I., «Las técnicas de investigación en antropología. Mirada
antropológica y proceso etnográfico» en Gazeta de Antropología. 1999, vol. 15, http://www. ugr.
es/~pwlac/G15_01MariaIsabel_Jociles_Rubio. html, 25-06-02.
344 «Geertz es muy explícito al decir que no recomienda la descripción densa como un
345 «Lo que salvó a Malinowski, lo que le previno de hundirse completamente en la co-
rriente emocional que el diario describe, no fue una amplia capacidad de identificación. No
se evidencia en ninguna de sus obras que hubiera encontrado la forma de comprender los sen-
timientos del indígena, ni siquiera los del menos tímido […]. Lo que le salvó también fue una
increíble capacidad de trabajo» (BM 136).
346 Ryle, G., El concepto de lo mental, p. 23. Por otro lado, Kenny comenta que «consti-
tuiría un error sugerir que comenzamos por el conocimiento directo de los movimientos físi-
cos de sus cuerpos y elaboramos entonces hipótesis sobre las causas mentales ocultas subya-
centes a esos movimientos», Kenny, A., op. cit., p. 35.
190 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
fique las leyes lógicas del pensamiento occidental, sino que «racional» implica que dicha ac-
ción denota «inteligencia humana». A no ser que se explicite haremos uso de ese término en
ese preciso sentido. Las palabras del propio Geertz van dirigidas hacia el mismo: «empleo la
palabra ‹pensar› para referirme no sólo a la reflexión deliberada sino a toda actividad inteli-
gente de cualquier clase, y la palabra ‹significado› (meaning) no sólo a conceptos abstractos sino
a cualquier tipo de significación (significance)» (IC 405 n44).
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 191
muchas más razones y significados que el propio agente desconoce, de los que
no cae en la cuenta, o que no le parecen apropiados. Por ejemplo, el conductor
no atropella al anciano dando ese «inconsciente volantazo»: a) porque lo manda
el código de circulación, b) porque por un mínimo golpe, al ser una persona ma-
yor, puede hacerle mucho daño y eso le traerá muchas complicaciones, c) por
miedo a que el seguro le aumente la póliza.
Tal vez, se puede distinguir entre «actuar con razones» y «actuar por razo-
nes». Cuando se habla cotidianamente de «actuar por esta razón» puede llevar a
la confusión de que «la razón» es una entidad —al más puro estilo del «error
categorial» de Ryle— que provoca y causa eficientemente dicha acción; de tal
manera que, por un lado, ésta se ha de manifestar necesariamente antes de la eje-
cución de la acción —privada o públicamente— y, por otro, su ausencia haría de
la acción un acto irracional o no inteligente. Sin embargo, cuando uno actúa «con
razones» no se está queriendo decir ni que ha tenido una etapa previa de reflexión
interna, ni que le son explícitamente conocidas todas las razones por las que ac-
túa, sino que tanto el agente como cualquier observador foráneo son capaces de
dar razones de por qué —y también para qué— se ha actuado como se ha actuado,
es decir, por qué denota inteligencia dicha acción, aun no pretendiendo afirmar
que sean ciertas dichas razones. Esta acepción suele ser la que se emplea cuando
se dice «tenía razón para hacerlo» o «tiene su sentido».
«Acción simbólica» es aquella acción que se atiene a razones. En el caso
del antropólogo son esas razones (modelos) las que tiene que descubrir, sabien-
do que no son eventos mentales subjetivos. Y más diáfano no puede ser Geertz
en el asunto:
«El estudio del pensamiento es […] el estudio de los hombres que piensan; y como
los hombres piensan, no en un lugar propio, sino en el mismo lugar —el mundo so-
cial— en que hacen todo lo demás, la naturaleza de la integración cultural, del cam-
bio cultural o del conflicto cultural ha de buscarse allí: en las experiencias de indivi-
duos y grupos de individuos cuando, guiados por los símbolos, perciben, sienten,
razonan, juzgan y obran» (IC 405).
Y sigue Geertz:
«Afirmar esto no significa dar con el psicologismo […]; pues la experiencia huma-
na, la experiencia real de vivir los hechos, no es mera conciencia, sino que, desde la
percepción más inmediata al juicio más mediato, es conciencia significativa, conciencia
interpretada, conciencia comprendida» (IC 405).
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 193
Una acción simbólica es una acción que contiene razones o que denota in-
teligencia humana 351, una acción que contiene razones es una acción significa-
tiva, interpretada y/o comprendida, que se sitúa «dentro de un marco compren-
sible, significativo» (IC 30), una acción con significado es una acción simbólica.
Lo que le lleva a decir a Geertz que una acción que se hace comprensible es «den-
sa». La descripción densa no es primariamente un método que valida interpre-
taciones, es la forma en que se ha de comprender cómo es que los hombres ac-
túan, y, además, actúan con sentido. Geertz entiende «la tarea etnográfica como
una descripción densa de las culturas, en terminología de Ryle, es decir, como una
descripción de las acciones que nos permita captar sus significados» 352. Por eso
Geertz entiende que lo inteligible es sinónimo de «denso»: «de manera inteligi-
ble, es decir, densa» (IC 14) 353.
Concluyendo con la base de todo su argumento: «Abandonar la esperanza
de hallar la ‹lógica› de toda la organización cultural en alguna ‹esfera de signifi-
cación› pitagórica 354, no significa abandonar la esperanza de encontrarla de al-
gún modo. Significa volver nuestra atención hacia aquello que da vida a los sím-
bolos: su uso 355» (IC 405). Para Geertz la concepción de lo que es el mundo, no
351 Aunque sólo como apunte, la idea de una «racionalidad en la acción» quizás pueda
ser contemplada en Geertz de mejor manera como «orden» y «fin» en sentido aristotélico.
Aunque Geertz no asuma a Aristóteles, ni se pretenda insinuar que lo hace, existe cierta con-
gruencia entre la postura de Aristóteles de la «razón práctica» y Geertz, de la misma manera
que existe cierta congruencia, tal y como dice Kenny, entre la postura de Aristóteles sobre la
acción y el pensamiento y la de Wittgenstein. Entender el significado de una acción como su
uso es entender que los significados sólo se dan en las formas de vida en los que son operativos.
352 Arregui, J. V., «La contribución del análisis del lenguaje a la antropología filosófi-
ca» en Pensar lo humano. Actas del II Congreso Nacional de Antropología Filosófica. Iberoameri-
cana, Madrid, 1998, p. 31.
353 No creo que «densa», por tanto, sea sinónimo de «compleja» o de «múltiple», sino
de comprensible, en contra de la versión de Kuper; cfr. Kuper, A., Cultura. La versión de los
antropólogos. Paidós, Barcelona, 2001, p. 132. Gottowick menciona que la descripción densa
«es una descripción que descubre el significado de un gesto o expresión mímica específicas de
una cultura; por ejemplo, entiende el movimiento de los párpados que pretende ser un guiño,
como un guiño; por el contrario, una descripción que se limita a interpretar tal expresión mí-
mica como un movimiento físico se denomina ‹descripción delgada›», Gottowik, V.,
Konstruktionen des Anderen: Clifford Geertz und die Krise der ethnographischen Repräsentation.
Reimer Verlag, Berlín, 1997, p. 480. Aunque sin creer Gottowick que la descripción densa sea
la panacea del modelo interpretativo, no por ello la invalida; cfr. ibid., p. 257.
354 Geertz se está refiriendo a la otra postura más abordada una vez desechado el
losóficas de Wittgenstein, (IC 405 n45). Por eso, la crítica de Manuela Cantón a Geertz, ins-
194 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
es el mundo (identificar el referente con lo referido), pero sólo existe una con-
cepción del mundo en tanto que se actúa dentro de él. Los usos de los signifi-
cados no están más allá de las formas de vida en los que operan. Una forma de
vida no es sino una particular manera en la que esos usos tienen vida, ofrecen
un sentido.
En verdad no se ha demostrado que se pueda conocer, siempre y acertada-
mente, las acciones de otros, sino que tales acciones no vienen configuradas por
actos internos y privados 356. Pero ello ya resuelve dos posibles interrogantes. Por
un lado, el símbolo, como sentido y significado de la acción, no se desglosa en
un «modelo de» que es un fenómeno mental anterior a la acción física que es el
«modelo para». La acción simbólica es una acción que se atiene a razones, es decir,
a «modelos» —a «reglas» si se quiere—, es una acción densa. Pero el «modelo»
no es un fenómeno mental privado y subjetivo. De la misma forma que el agen-
te, cuando actúa, no lo hace bajo dos acontecimientos —un evento mental y otro
físico— tampoco el símbolo (como modelo) está dicotomizado en dos sucesos.
Así, la acción con sentido o simbólica, según Geertz, es simultáneamente un «mo-
delo de» y un «modelo para». Y, por otro lado, esta explicación permite la com-
prensión de la parte de la teoría de la acción en Geertz que goza de una expre-
sión máximamente wittgensteniana 357.
Pero aún quedan dos cuestiones abiertas en este tema: la primera, evaluar el
estatus de la subjetividad de un observador en su explicación de la acción de otro;
la segunda, analizar por qué es el actor el centro del simbolismo en Geertz.
pirada en Asad y Kuiper, no se acaba de entender. Cantón sabe que Geertz se inspira en Ryle
y Wittgenstein, pero se pregunta «si tales significados pueden establecerse con independen-
cia de la forma de vida en cuyo contexto son usados», Cantón, M., La razón hechizada. Teo-
rías antropológicas de la religión. Ariel, Barcelona, 2001, p. 160.
356 Como sostiene Andronico de Wittgenstein —haciéndose cargo a la vez de la influen-
cia que éste ha tenido en Geertz— la filosofía es siempre una suerte de antropología, y «que
el punto de vista del antropólogo sea ‹externo› no conlleva que deba abandonar el sistema de
reglas sobre las que su investigación está basada», Andronico, M., «The Philosopher as
Anthropologist» en Johannessen, K. S., Nordenstamm, T., et al., Culture and Value, 18th
International Wittgenstein Symposium, Kirchberg a Wechsel, 1995, p. 305.
357 Inglis ofrece una versión de Geertz como muy influido por Collingwood —Inglis,
F., Clifford Geertz. Culture, Custom and ethics. Polity Press, Cambridge, 2000— en estos pun-
tos. Pero Geertz no usa nunca a Collingwood de manera explícita. Existen, es cierto, afinida-
des, y como dice González Echevarría, un wittgensteniano como Winch fue precursor de las
posturas de Collingwood. Cfr. González Echevarría, A., Crítica de la singularidad cultural.
Anthropos, Barcelona, 2003, p. 178.
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 195
«También decimos de una persona que es trasparente. Pero para estas consideracio-
nes es importante que una persona pueda ser un completo enigma para otra. Eso es
lo que se experimenta cuando uno llega a un país extraño con tradiciones completa-
mente extrañas; e incluso cuando se domina la lengua del país. No se entiende a la
gente. Y no porque uno no sepa lo que se dicen a sí mismos. No podemos
reencontrarnos en ellos» 358.
358 Wittgenstein, L., Investigaciones filosóficas. Crítica, Barcelona, 1988, parte II, p. 511.
359 Marcus y Fischer relatan la etnografía en el sentido clásico así: «La etnografía es un
proceso de investigación en que el antropólogo observa de cerca la vida cotidiana de otra cul-
tura, la registra y participa en ella —experiencia conocida como trabajo de campo—, y escri-
be luego informes acerca de esa cultura, atendiendo al detalle descriptivo», Marcus, G., y
Fischer, M., La antropología como crítica cultural. Un momento experimental en las ciencias huma-
nas. Amorrortu, Buenos Aires, 2000, p. 43.
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 197
Bajo este supuesto, dice Geertz, «los buenos textos antropológicos deben ser
planos y faltos de toda pretensión» (AA 2). Escribir lo que son los demás «en sí»
sólo puede hacerse si se ejecuta desde una planicie sin protuberancias o volúme-
nes: la desaparición del volumen del antropólogo es la condición —necesaria, de
posibilidad… y a veces suficiente— que permite la aparición de los «otros», pues
son mostrados, ajenos a contactos con otras superficies exteriores, en sus «autén-
ticas» dimensiones constitutivas: sus reales formas, figuras, pesos, contornos, etc.
Al resultado de la manifestación del volumen y contorno de los «tallensis en sí»
debida a la desaparición mágica del volumen del antropólogo se la llama «mo-
nografía etnográfica», que es, al caso, otro volumen.
La pretensión, o mejor dicho, la falta de pretensión que el antropólogo debe
ejercer se resuelve en obviar su propia subjetividad en favor de una «sustantivi-
dad factual» (AA 3), esto es, en la idea de mostrar los hechos libres de todo pre-
juicio personal que impida una correcta lectura científica de la empresa.
De tal manera, al considerar al antropólogo como un espejo, una línea o un
plano, es decir, como un operador lógico, lo que se permite es la representación
impecable de los factum del grupo social estudiado, o como ha dicho Todorov, la
tentación de «reproducir voces tal y como son», convirtiendo «al otro, al que ha-
bla, a ése cuya voz queremos mostrar pura, en simple marioneta» 360.
Para Geertz, todo lo descrito hasta ahora es la visión, la «orgullosa torre» (AA
4) del «aparato conceptual de Malinowski [que] sigue siendo el etnógrafo por
antonomasia» (AA 4). La posibilidad de que un hecho social sea aceptado como
hecho y como social es porque un antropólogo ha «podido penetrar otra forma
de vida» (AA 4), objetivarla en un estudio en el que sobre todo se explicita que
el antropólogo ha «‹estado allí›» (AA 5).
Junto con ello, existía otra cuestión que añadía validez epistemológica a di-
chos discursos. La antropología sociocultural, por antonomasia, para evitar el pro-
blema de la subjetividad hizo una distinción entre dos niveles de actuación na-
rrativo-descriptiva y etnográfica: el nivel etic y el nivel emic.
Emic y etic son dos términos que provienen de la contraposición entre la
fonología (phonemic) y la fonética (phonetic). Mientras que la perspectiva etic gasta
360 Todorov, T., La conquista de América. S. XXI, México, 1987, pp. 250-1. En términos
lingüísticos el antropólogo es a los hechos sociales lo que una preposición a los sustantivos:
un articulación de los mismos. Sólo que en este caso es una preposición descriptiva de los mis-
mos; como una preposición que es a la vez coordinadora de los nombres y copia perfecta de
los mismos. De hecho, lo que se viene a mostrar es que justamente es coordinadora porque
ya tiene de suyo la réplica perfecta de lo que articula, o por lo menos, es la consciencia plena
de lo sustantivo.
198 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Behavior. Summer Institute of Lingüistics Glendale, California, 3 vols., 1954, 1955, 1960. Se-
gún Hylland Eriksen, aunque Pike hizo tal distinción, fue Marvin Harris quien realmente
introdujo los términos en la antropología; cfr. Hylland Eriksen, T., Small Places, Large Issues.
An Introduction to Social and Cultural Anthropology. Pluto Press, Londres, 2001, p. 36.
363 Para una descripción etic véase, Harris, M., Introducción a la antropología general,
Alianza, Madrid, 1983, p. 128 y ssgg; también El desarrollo de la teoría antropológica. Siglo XXI,
Madrid, 1978, p. 492 y ssgg. Y para observar sus últimas puntualizaciones sobre la descrip-
ción etic, Teorías sobre la cultura en la era postmoderna. Crítica, Barcelona, 2000, pp. 29 y ssgg.
Un breve y conciso resumen de la misma postura de Pike se puede encontrar en Gumperz, J.
L., y Bennett, A., Lenguaje y cultura. Anagrama, Barcelona, 1981, pp. 37-8.
364 Sánchez Durá, N., «Introducción» en Geertz, Los usos de la diversidad. Paidós, Bar-
objetivos y neutros, tan etics —o tan emics— no lo eran tanto. Pero la cuestión que
sacó a relucir dicha publicación no estaba redactada para Geertz sólo en térmi-
nos morales, —aquellos que explican la relación personal del etnógrafo con sus
informantes— sino en aquellos que intentaban hablar sobre los mismos térmi-
nos, es decir, una cuestión epistemológica (LK 56). Si la posibilidad de conver-
tirse en el otro había desaparecido, el discurso etic —y el emic— quedaba, cuan-
to menos, desautorizado. La pregunta que emergía no era si había posibilidad de
un trato moralmente adecuado con los nativos, sino «¿qué le sucede a la verstehen
(comprensión) cuando el einfühlen (empatía) desaparece?» (LK 56).
En verdad, si hay que ir de un lenguaje etic para patentar finalmente la
legibilidad del emic, o si hay que entender el emic para describirlo científicamen-
te en lenguaje etic, es un problema que queda fuera de la cuestión. Cuando la
importancia de una descripción etnográfica y su validación —como discurso que
ha sido capaz de penetrar en los fueros internos del pensamiento nativo— recae
en la división de un «desde dentro» o «desde fuera», la pregunta más inmedia-
ta es ¿desde dentro o desde fuera de qué? Es decir, el problema es la dicoto-
mía misma.
Incluso aceptando que Pike entendía que toda descripción etnográfica estaba
subjetivamente destilada —la emic y la etic— la posibilidad de hacer a los
antropólogos portadores de un «lo que en verdad piensan y hacen» los nativos —
tomarlos como «centro de su modelo»— insistía en la posibilidad de hacer a los
antropólogos casi «como nativos». Pero, para Geertz, el diario de Malinowski —
y bastante antes su lectura Wittgenstein— fue la prueba de esa imposibilidad
empática.
Una de las soluciones fue la de la postura de Goodenough: un subjetivismo
trascendental kantiano con tintes culturales (IC 12-3). Pero su idealismo lleva-
ba a abandonar justo el punto inicio de la cuestión: a los nativos mismos. Si las
ideas sólo hablan de ideas, y las palabras sólo hablan de palabras, como dice iró-
nicamente Geertz, entonces «lo que conocemos, ¿son palabras o espíritus?» (LK
69), o mejor dicho ¿son «signos que significan signos» (LK 20) 367?
po, hacía comentarios muy despectivos de sus informantes. Como dice Geertz, se descubrió
que Malinowski «no era, por decirlo con delicadeza, un chico modélico. Tenía cosas bastan-
tes groseras que decir acerca de los nativos con los que convivía, y les dedicó rudas palabras»
(LK 56).
367 No parece acertada la interpretación que Toumey hace de Geertz cuando le atribu-
ye la tesis de que su noción de cultura como sistemas de símbolos implica que «los símbolos
e imágenes se refieren sólo a imágenes y símbolos», Toumey, C. P., «Conjuring science in the
case of cold fusion» en Public Understand. Sci., vol. 5, 1996, p. 122.
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 201
368 Para una explicación crítica y bastante acertada de la distinción de Geertz, cfr.
terpretaciones de segundo y tercer orden (por definición, sólo un ‹nativo› hace interpretacio-
nes de primer orden: se trata de su cultura)» (IC 15). San Martín ha puesto de relieve, desde
este pasaje, que ese «siempre-estar- interpretando» de Geertz puede en gran medida ponerse
en conexión con algunas tesis de Ortega, ya que el segundo fue precursor de toda una con-
cepción interpretativa de la cultura; cfr. Sanmartín, R., Valores culturales. El cambio social entre
la modernidad y la modernidad. Comares, Granada, 1999, p. 76.
202 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
en varios lugares, entre ellos, y como escrito paradigmático, puede verse el prólogo de Myht,
Symbol and Culture (MS XI).
371 Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus. Alianza, Madrid, 2000, punto 5. 6.
372 Cfr. Arregui, J. V., «Inconmensurabilidad y relativismo: el reconocimiento de lo hu-
mano» en Contrastes. Revista interdisciplinar de Filosofía, vol. II, 1997, pp. 27-51.
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 203
está constituido de una particular manera, pero ello no implica que la compren-
sión de los otros sea un espacio inaccesible. Para Geertz, es justamente el hecho
de poder comprender al «otro» por lo que uno puede entenderse dentro de una
determinada tradición, «son las asimetrías entre lo que creemos o sentimos y lo
que creen o sienten los otros, lo que hace posible localizar dónde nos situamos
nosotros ahora en el mundo» (AL 78). Lo que hace un subjetivismo fuerte es
negar la posibilidad del conocimiento de tal diferencia.
Sólo si se entiende la significación de una acción que nos resulta extraña
como algo clausurado y cerrado en sí mismo, individualista y solipsistamente, se
postula la idea de que la posibilidad de comprender al otro se hace «transformán-
dose en otro». Pero de la negación del subjetivismo no se deduce que uno ha de
postular el objetivismo
Por eso, para Geertz la relación entre los conceptos de «experiencia distan-
te» y los de «experiencia próxima» es sólo de grado: «Ciertamente la diferencia
es de grado, y no se caracteriza por una oposición polar. Asimismo, la diferencia
no es normativa, al menos por lo que se refiere a la antropología […] en el sen-
tido de que un tipo de concepto ha de ser preferido como tal por encima de otro»
(LK 57). No tiene sentido un metalenguaje —una clasificación del lenguaje con-
feccionada por encima de él— que explique los lenguajes concretos y particula-
res; todo lenguaje está inserto en una forma de vida concreta, no tiene sentido
una trascendencia objetiva explicativa de las realidades extrañas: descripciones
«desde dentro» frente a las «desde fuera», ¿de qué?. No es, de la misma forma, el
discurso antropológico algo que esté más allá de toda acción insólita 373, inclui-
da la del propio antropólogo como un occidental que viaja miles de kilómetros
para interpretar «peleas de gallos», salvando, de esta manera, el escollo de la sub-
jetividad 374. Si se entiende que los significados por los cuales los nativos o in-
formantes configuran su vida son abiertos y públicos entonces un foráneo como
validez de categorías puramente ‹etics› que se sitúan de algún modo fuera de todo contexto
ligado a una cultura […]. Las categorías ‹emicas› y ‹eticas› se convierten entonces en térmi-
nos relativos, hecho que se refleja mejor en la distinción ‹experiencia próxima› y ‹experiencia
distante›, propuesta por Geertz», Marcus, G. y Fischer, M., La antropología como crítica cultu-
ral. Un momento experimental en las ciencias humanas. Amorrortu, Buenos Aires, 2000, p. 60.
204 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
375 Por eso, la versión de lo que dice Geertz sobre algo no posee el mismo estatus que
lo que dicen los nativos sobre ese algo; cfr. Sánchez Durá, N., «El desafiador desafiado: ¿es
sensato el relativismo cultural?» en Arenas, L., Muñoz, J. y Perona, A. (eds.) El desafío del
relativismo. Trotta, Madrid. 1997, p. 157.
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 205
sociales que intentan dar un sentido al mundo en el que ellos mismos se encuen-
tran, y si nosotros estamos dando un sentido a una cultura, debemos situarnos en
la posición en la que ésta fue construida» 376.
Por eso, que las sociedades «contengan en sí mismas sus propias interpreta-
ciones» no quiere decir «y sólo ellas saben la verdadera interpretación», o «sólo
ellas tienen acceso a su interpretación».
En primer lugar, no existe una «la verdadera interpretación». El ejemplo de
las razones de la acción en el volantazo—el sentido de por qué se hace— clari-
fica la idea clave de la posición de Geertz. Efectivamente, el agente da un senti-
do, imprime una significación, pero ningún agente —ni el propio antropólogo—
agota el sentido 377. Por eso Geertz afirma «el análisis cultural es intrínsecamente
incompleto. Y, lo que es peor, cuanto más profundamente se lo realiza menos
completo es» (IC 29). Dicha incompletud en nada tiene que ver con la falsación.
La idea no es que una interpretación es falsa porque no dice toda la verdad, sino
que «toda la verdad» es el punto de vista del ojo divino. Por otro lado, en una in-
terpretación de Geertz algo arriesgada, esta afirmación —todo análisis es intrín-
secamente incompleto— ha sido puesta en relación con el psicoanálisis freudia-
no y con la crítica a la idea del sujeto moderno. Se podría suponer, a su vez, que
el sentido completo de una acción es el conjunto histórico de interpretaciones que
se dan sobre esa acción. Y, en cierta medida, eso es cierto. De hecho, la «medi-
da» en la que es cierta esta idea es aquella que entiende que la significación de
un acto humano no viene dado si no es por los propios humanos —sean de
California o de Bali, del s. XVII o del XXI—. Pero no lo es, y éste es el tema por
el que se ha introducido la cuestión, en tanto que «todos los sentidos forman la
verdadera interpretación». Si la actualización del significado de la acción —ex-
traña en un principio al antropólogo— es relativa al contexto y al uso del mis-
mo, eso quiere decir que ninguna significación es absoluta. Pero de ello no se in-
fiere que todo sentido e interpretación de una acción estén en el mismo plano 378.
tuales propuestas interpretativas remiten sobre todo a la propuesta historicista de que cada
realidad cultural y su verdad son un efecto de cada cultura […]. Considero que dentro de es-
tas orientaciones se han desarrollado la mayoría de la tendencias que han confirmado la idea
de ‹cultura como verdad› desde Foucault hasta Geertz. Pero esta línea de trabajo da lugar no
sólo a reconocer que los criterios de verdad son establecidos por cada cultura, sino que todo
grupo que se identifique en términos de diferencias culturales puede proponer la legitimidad
de su propia perspectiva o, si se prefiere, de su propia capacidad y potencialidad de verdad, lo
206 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
cual no sólo convalida una verdad particularizada, sino que puede conducir a sostener que sólo
los miembros de una cultura […] pueden realmente conocer su realidad», Menéndez, E. L.,
La parte negada de la cultura. Relativismo, diferencias y racismo. Bellaterra, Barcelona, 2002, pp.
161-2.
379 La incapacidad de la teoría interpretativa, comenta Shankman, de ofrecer criterios
para evaluar, cualquier interpretación o paradigma diferente supone una formidable barrera
para las afirmaciones de superioridad teorética que Geertz autoproclama. Cfr. Shankmann,
P., «The Thick and the Thin: On the Interpretative Theoretical Program of Clifford Geertz»
en Current Anthropology, vol. 25, n. 3, junio 1984, p. 269.
380 O’Meara, T., «Anthropology As Empirical Science» en American Anthropologist, vol.
Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos. Paidós, Barcelona, 2001, p. 134. También véa-
se, Spencer, J., «Anthropology as a Kind of Writing» en Man, vol. 24, 1989, pp. 145-64.
383 Scholte encuentra la crítica de Shankman a Geertz inválida —respecto a si Geertz
Program of Clifford Geertz» en Current Anthropology, vol. 25, n. 3, junio 1984, pp. 261 y ssgg.
Reynoso, C., «El lado oscuro de la descripción densa» en Acheronta, revista de psicoanálisis, an-
tropología e interpretación, vol. 12, diciembre 2000, www. acheronta. org/ acheronta12/densa.
htm, 15-07-01.
208 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Por una parte, los sentidos, en tanto que enraizados al contexto y la realidad,
deben sujetarse a ellos —dar un volantazo porque uno se cree que está en una
carrera de obstáculos no parece un buen sentido—. Y, por otra parte, el agente
no tiene por qué tener el mejor sentido de explicación de su acción. Si tanto el
nativo como el antropólogo son puntos de vistas (posiciones) sobre un sentido
no clausurado entonces quiere decir que existen peores o mejores acercamientos
a un objeto desde otro objeto, que hay mejores o peores puntos de vista. Ése es
el sentido que Geertz imprime a la idea de que quizás sea mejor decir cosas que
unan a crisantemos con espadas, que no a planetas con péndulos (LK 19). Esta
idea ha devenido en dos exigencias de los críticos hacia la antropología de Geertz.
La primera, aquella que demanda la explicación del método por el que se fun-
damenta una interpretación. La segunda, la elucidación de criterios por los que,
ante dos o varias interpretaciones, una es mejor que las otras. Esta cuestión, bajo
mi punto de vista, es la gran crítica a la antropología de Geertz. Pero, ante esa
reclamación, cabe hacer tres precisiones. La primera es que, si y sólo si hay un
método, para saber el modelo de antropología en Geertz primero hay que saber
interpretar correctamente sus temáticas sistemáticas —conceptos como «cultu-
ra», «naturaleza», «símbolo», «modelo de»—. La segunda, que existen dos pregun-
tas previas para saber cuál sería, en el caso de que lo hubiese, el método de la an-
tropología de Geertz, a saber, ¿qué quiere decir «método»? y ¿no hay verdad en
la interpretación si no hay un «método»? Nótese que esto sólo se le ocurre a un
occidental que ha pasado por el s. XVII. Y tres, ¿qué quiere decir «fundamentar»
para decir la verdad en los escritos etnográficos? Si el siglo XX es la gran crítica
a la idea de fundamentos ilustrados habría que empezar por ahí para saber qué
es lo que Geertz, que nace en el siglo XX, quiere decir. Quizás, por ser cuestio-
nes típicamente filosóficas, los antropólogos socioculturales no han interpreta-
do estas cuestiones en Geertz. En cierta manera, Sánchez Durá apunta a esas dos
preguntas, que tanto le exigen a Geertz sus críticos, cuando dice que se trata de
hacer ver las condiciones pragmáticas del diálogo en Geertz. Estando la cuestión
por ver, es cierto que Geertz es muy deudor de dos de los padres del pragmatismo
norteamericano, Peirce y Dewey, en muchos puntos 385.
Como bien pone de relieve Sánchez Durá la validación de un discurso se-
gún Geertz —sobre si narra, describe o explica bien al «otro»—, en verdad no es
consentida epistemológicamente por el «nativo» o el oriundo, sino por las me-
jores o peores razones e interpretaciones para explicar dicha acción 386. Resulta
obvio decir que «Geertz sugiere que todos los escritos antropológicos son inter-
pretaciones de interpretaciones», pero no es del todo exacto sugerir que Geertz
afirma que «el observador no tiene una voz privilegiada en las interpretaciones
que están escritas» 387. Lo que Geertz dice es que la experiencia de la comprensión
no queda manifiesta en la experiencia de un observador transparente y aséptico 388.
386 La crítica de Hobart a Geertz es, por tanto, insuficiente. «El estudio del simbolismo
del Estado balinés ignora inocentemente las categorías que realmente se usan, o incluso la
posibilidad de que los mismos balineses no estén de acuerdo con su estudio», Horbart, M.,
«Summer’s days and salad days: the coming of age of anthropology» en Holy, L. (ed.),
Comparative Anthropology. Blackwell, Oxford, 1987, p. 36. Pero, como se verá más adelante, «la
posibilidad de que los balineses no estén de acuerdo con su estudio» no es demasiado certera.
En un ejemplo algo inocente pero no del todo inocuo: si se tratase de que el «nativo» diese el
visto bueno de la interpretación del «foráneo» entonces si Geertz no está de acuerdo con la
interpretación que Hobart hace de lo que él ha escrito —como parece no estarlo— entonces
la interpretación de Hobart no es válida, luego cae en contradicción con lo que afirma.
Respecto a que Geertz ignora «las categorías que realmente se usan» en Bali, cabe decir una
cosa distinta de la que Hobart entiende. Es una crítica acertada mostrar que Geertz ha pasado
por alto determinados acontecimientos o manifestaciones culturales de los balineses. Creo que
en eso Geertz no vería inconveniente en admitirlo —si realmente fuera cierto—. De hecho, una
crítica muy certera y concisa es la de Connor. Connor comenta que Geertz explica mal el fenó-
meno de los trances en Bali debido a un trabajo de campo que puede mejorarse y al que le fal-
tan referencias. En ese sentido, Connor se dedica a señalar esos detalles. Pero la crítica de Connor
es acertada —o puede serlo, si uno ha hecho trabajo de campo en Bali— no porque aporta «da-
tos» o «hechos» que ratifican otra teoría bajo la cual caen dichos «datos» —y eso es lo que pa-
rece pedir Hobart, un criterio de validación (los propios balineses) ajeno a la interpretación—
pues eso es tomar la versión de Geertz como una teoría objetivista bajo la que caen los hechos,
sino porque aporta incidentes que implican una reinterpretación más elaborada que la que Geertz
ha hecho de los trances en Bali. Estoy de acuerdo con Reynoso, el cual también le da crédito a
Connor, pues me parece sustancial la crítica, pero me parece que, como dice Connor, no es una
crítica exactamente contraria a una visión hermenéutica. Cfr. Connor, L., «Comments» —en
referencia al artículo de Shankman «The Thick and the Thin: On the Interpretative Theoretical
Program of Clifford Geertz»— en Current Anthropology, vol. 25, n. 3, junio 1984, p. 271.
386 Denzin, N. K., y Lincoln, Y. S., «Introduction» en Denzin, N. K., y Lincoln, Y. S.
tal y como lo establece Malinowski, se realiza en una circunstancia espacial y temporal enor-
memente concreta, y en él pasa a ser fundamental la descripción minuciosa de los hechos, lle-
gándose al extremo, tal y como ocurre actualmente en la teoría de Clifford Geertz, de que lo
único que pretende llevar a cabo el antropólogo es una descripción densa, que es lo mismo que
en historia deseaba hacer Ranke al limitar al historiador al papel de un mero narrador, pre-
tendiendo que su figura se borrase ante los propios hechos», Bermejo Barrera, J. C., «El mé-
todo comparativo y el estudio de la religión» en Díez de Velasco, F., y García Bazán, Fco., (eds.),
Estudio de la religión. Trotta, Madrid, 2002, p. 270.
210 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
389 Reyna afirma que una de las diferencias entre Weber y Geertz es que mientras que
el primero mantiene, gracias a un criterio de verificabilidad, que existen «atribuciones más o
menos apropiadas» —ése es su término exacto— respecto al significado de la acción, en Geertz
esto es imposible. Sin embargo, en la posición de Geertz sí es posible mantener que hay in-
terpretaciones más o menos apropiadas; lo que queda deslegitimado es que a ellas se llegue
por un criterio de verificabilidad al estilo de las ciencias naturales: «observación», «compara-
ción» y «adecuación». No es que Geertz reniegue de esos términos absolutamente, sino que hay
que entender que «observar» es una forma de interpretar, también lo es «comparar», y así «ade-
cuar». Cfr. Reyna, S. P., «Literary Anthropology And The Case Against Science» en Man. The
Journal of the Royal Anthropological Institute, vol. 29, n. 3, septiembre 1994, pp. 572-3. Una ré-
plica de Hirst sobre este punto de Reyna, y la posterior réplica de Reyna —ambas sobre el
tema de la validación de la interpretación— puede verse en The Journal of the Royal
Anthropological Institute, vol. 2, n. 2, junio 1996, pp. 351-2.
390 Cfr. LK 59-68.
391 Aquí sólo se aborda el punto necesario que puede ser exigible para la explicación del
símbolo y la acción. Sobre otras cuestiones relacionadas cfr. Fish, S., Is there a text in the class?
The Authority of Interpretative Communities. Harvard University Press, Cambridge, 1980, pp.
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 211
Y, en ese plano, entonces sí, Geertz da sus razones de por qué, de cara a en-
tender mejor qué quiere decir el self, el nisba marroquí significa eso, y el batin y
lair javanés eso otro. La verdad de sus afirmaciones sobre el nisba no depende de
que la valide la comunidad antropológica, ni tampoco los nativos, ni un nuevo
trabajo de campo que aporte «hechos», sino una mejor argumentación sobre lo
que es el nisba, donde, es obvio, el punto de partida ha de ser lo que los propios
nativos dicen sí mismos. Nótese que afirmar que se ha de partir de lo que «los
nativos dicen de sí mismos» no es, en Geertz, un paso para llegar a un discurso
del antropólogo que reseña «lo que en verdad dicen y hacen» como criterio re-
gulativo trascendente a toda interpretación. No existe humanamente un «lo que
absolutamente en verdad dicen y hacen». La presencia de un antropólogo como
alteración de los propios discursos nativos no es, pues, una prueba de que se ha
de hacer una diatriba crítica que separa esas «alteraciones» de lo que «en verdad
son», sino un síntoma de que no existen los discursos epistemológicamente es-
terilizados por el hecho de que todo discurso es ya una «posición» en la realidad.
Es ahí, desde ese punto de vista, donde Geertz afirma que «nunca me impresio-
nó el argumento de que como la objetividad completa es imposible en estas ma-
terias (como en efecto lo es) uno podría dar rienda suelta a sus sentimientos. Pero
esto es, como observó Robert Solow, lo mismo que decir que, como es imposi-
ble un ambiente perfectamente aséptico, bien podría practicarse operaciones qui-
rúrgicas en una cloaca» (IC 30).
La pregunta es ¿es posible hacerse cargo de qué interpretación es mejor que
otra? Sí, dice Geertz, porque los discursos, como las significaciones, son abier-
tas. Mientras que la interpretación de Geertz asegura un diálogo de comprensio-
nes y explicaciones, de lo que no da garantías absolutas es de que una determi-
nada interpretación sea la mejor de los «mundos posibles». Dicho de otra forma:
la no existencia de la interpretación única y verdadera, no invalida la compare-
cencia de la verdad en las interpretaciones. Lo que sucede es que la verdad se
impone como verdad relacional, laboriosa y poética, aunque sin mengua de cier-
ta definición de verdad como adequatio. De la misma manera que los significa-
dos de una cultura son interactuantes (IC 406), de la misma manera que lo que
configura el significado de un símbolo se actualiza por el contexto y el uso, y éste
está formado por más símbolos (IC 17, IC 405), también así sucede entre los pro-
339-55. Y un comentario a Fish con referencias directas a Geertz —pues Fish no lo mencio-
na—en Morley, D., «Theorethical Orthodoxies: Textualism, Constructivism and the ‹New
Ethnography› in Cultural Studies» en Ferguson, M., y Golding, P., (eds.), Cultural Studies in
Question. Sage Publications, Londres, 2000, pp. 121-137.
212 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
pios discursos antropológicos sobre un mismo tema (IC 25), entre los discursos
antropológicos y los discursos de los nativos, y entre los mismos discursos de los
nativos.
Por eso, Geertz no sólo no está escribiendo una teoría general del símbolo,
sino que dice que in sensu stricto tal teoría es un sin sentido: «Puede uno (y en
verdad es ésta la manera en que nuestro campo progresa conceptualmente) adop-
tar una línea de ataque teórico desarrollada en el ejercicio de una interpretación
etnográfica y emplearla en otra, procurando lograr mayor precisión y amplitud;
pero uno no puede escribir una Teoría General de la Interpretación Cultural. Es
decir, uno puede hacerlo, sólo que no se ve gran ventaja en ello porque la tarea
esencial en la elaboración de una teoría es, no codificar regularidades abstractas,
sino hacer posible la descripción densa, no generalizar a través de casos particu-
lares sino generalizar dentro de estos» (IC 25-6). La explicación de qué es algo
es inherente al ejercicio de las distintas interpretaciones culturales que se encuen-
tran. No existe la interpretación, del mismo modo que no existe una teoría de la
interpretación a-histórica independiente de los hechos y acciones interpretados.
Pals, sin embargo, afirma que «Geertz mantiene que el desbroze sistemático de
los sentidos locales es obligatorio para la investigación social por que hay pocos,
si los hay, universales transculturales en cualquier sociedad o individuo. Incluso
la concepción de la persona es culturalmente específica. Así que es imposible
hacer generalizaciones incluso sobre los rasgos más básicos de la aspiración y de
la autoconcepción humana». Pero cabe decir, como apunta Eickelman, que para
«Geertz el problema no está en si se generaliza —todas las ciencias generalizan—
sino en cómo se generaliza» 392.
Afirmar todo esto es poder comprender que la idea de que el actor es el
centro del modelo de Geertz no significa convertirse en un actor para saber lo
que piensan y hacen, o renunciar a la propia subjetividad. Simple e irónicamente
significa —y es posible según el planteamiento de Geertz— que «comprender
conceptos que, para otro pueblo, son de experiencia próxima, y hacerlo de un
modo lo suficientemente bueno como para colocarlos en conexión significati-
va con aquellos conceptos de experiencia distante con los que los teóricos acos-
tumbran a captar los rasgos generales de la vida social, resulta sin duda una tarea
al menos tan delicada, aunque un poco menos mágica, como ponerse en la piel
de otro» (LK 58).
392 Pals, D., Varieties of Social Explanation. An Introduction to the Philosophy of Social
Science. Westview Press, Oxford, 1991, p. 82. Eickelman, D. F., Antropología del mundo islámi-
co. Bellaterra, Barcelona, 2002, p. 56.
DEL SÍMBOLO A LA ACCIÓN SIMBÓLICA 213
393 Anta, J. L., «El contacto con el otro. Antropología y sincretismo en Atacama (Chile)»
en Gazeta de Antropología, 1997, vol. 13, www. ugr. es/~pwlac/ G13_07JoseLuis_Anta_Felez. html,
18-01-2000.
CAPÍTULO VII
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA
«Observar las dimensiones simbólicas de la acción social —arte, religión, ideología, ley,
moral, sentido común— no es apartarse de los dilemas existenciales de la vida para
ir a algún ámbito empírico de formas desprovistas de emotividad; por el contrario es
sumergirse en medio de tales dilemas» (IC 30, la cursiva es mía).
nes causales de todo lo que sucede para comprenderlo —para sustentar o afianzar
su vida— se afirma que la religión es una pseudo-ciencia de la realidad. Sin em-
bargo, para Geertz, la religión es muy consciente de que no lo explica todo.
Ello conlleva reinterpretar o canalizar correctamente la idea de «dotar de sen-
tido» o «que algo posea un sentido». Para Geertz, el sin-sentido ha de verse como
algo natural —naturalmente cultural, claro— y no como un excepción a la regla.
Pero verlo como algo natural no será verlo como algo con sentido, sino como algo
que es obvio que lo tenga. Por eso, dirá Geertz, la religión no explica todo, pero
explica por qué no se puede explicar. Explicar por qué no se puede explicar es
hacer de lo «no-explicable», algo obvio y natural.
Con otras palabras, si Geertz entiende al ser humano como un ser que dota
de sentido al mundo ¿cómo es que convive naturalmente con hechos que no lo
poseen? ¿cómo es que actúa a veces sin razones? Esto lleva a explicar que el sin-
sentido posee una naturalidad.
A esa obviedad o naturalidad de lo que no posee sentido se la ha llamado aquí
evidente invisibilidad. Esa evidencia de lo invisible es correlativa a la evidencia de
la explicación del mundo que hace cada cultura, es decir, la misma naturalidad
por la que el mundo se hace evidente mediante la dotación de sentido es por lo
que también se hace natural, dentro de esa cultura, que haya hechos que no sean
explicables. La evidencia para un hombre religioso que entiende que tal acción
o evento es así, de ese modo, es igual a la evidencia que cada cultura proporcio-
na a los individuos sobre qué es el mundo. Una cultura no es algo más allá del
mundo, es el modo en que el mundo se hace natural al hombre, es decir, la cul-
tura es lo que hace que el ser humano pueda decir: «el mundo es así, ¿cómo va a
ser de otra forma?». Esto es lo que Geertz ha puesto de relieve en el idea del «sen-
tido común como sistema cultural». Por lo tanto, la relación directa entre religión
y sentido común respecto a esa evidente naturalidad —desechando la idea de que
la religión posee una relación de contrario con el sentido común—. La misma
naturalidad que se encuentra en la explicación y el sentido de los eventos y las
acciones en el mundo por parte de una cultura particular, es la misma naturali-
dad que poseen las acciones y los eventos que se explicitan, dentro de esa cultu-
ra, como un sin-sentido, aunque de ello no se deduce que el discurso religioso
tiene como objeto central el sin-sentido. Lo que, a su vez, mostrará que los sis-
temas simbólicos son los modos de hacer natural el mundo.
Esto nos llevará en una tercer apartado —el último— que recoge, quizás,
todo lo que se ha dicho hasta ahora sobre el símbolo y la acción simbólica como
acción con sentido. Se trata de saber si la explicación de Geertz sobre cómo y por
qué el hombre dota de sentido al mundo es, en verdad, una teoría del conocimien-
to previa a toda realización simbólica concreta.
218 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
y Weber. Los cuatro capítulos que Parsons dedicaba a Weber estaban basados en
su extensa lectura de la mayoría de los escritos de Weber en alemán 394.
La estructura de la acción social era una lectura exigida para los estudiantes li-
cenciados en el Departamento de Relaciones Sociales, que Parsons fundó des-
pués de la Segunda Guerra Mundial. En las décadas de 1950 y 1960 un grupo
de antropólogos que estudiaban en Harvard en ese departamento estuvieron bajo
la influencia de Parsons 395. Aunque Geertz ha caracterizado cómo Parsons en-
señaba «con su grave y monótona voz» (IC 249), evidentemente aprendió mu-
cho de él. Geertz, junto con su compañero de graduación Robert Bellah, surgi-
ría como el magnífico intérprete de Weber 396.
No es que Geertz recoja por entero la teoría de Weber, sino que la posición de
Geertz no es comprensible sin su lectura de Weber. Según Weber «por acción ‹so-
cial› se entiende aquella conducta en la que el significado que a ella atribuye el agen-
te o agentes entraña una relación con respecto a la conducta de otra u otras perso-
nas y en la que tal relación determina el modo en que procede dicha acción» 397.
Al entender Weber que la acción debía de considerarse como acción social,
el juego de sentido de dicha acción —su finalidad, su efectividad y su comuni-
cación— recaía en un triunvirato entre lo que uno hace, lo que los demás espe-
ran que haga y lo que uno espera que los demás esperen de él, es decir: lo que
los otros hacen. En segundo lugar, dicha trama conductual era, además de ser
interpretativamente un trabalenguas en sentido literal —una ligazón de los sen-
tidos lingüísticos— aquello que permitía que la acción quedara asegurada desde
una comprensión (verstehen) y un sentido; configurando, en última instancia, una
reciprocidad ontológica entre la acción como comprensión y la comprensión de
la acción.
«Hay acción social —dice Giner— siempre que uno o varios individuos se
comparten con respecto a una situación en la que están presentes otros seres hu-
manos, y a la que atribuyen un significado subjetivo» 398. Esa interpretación de
Heilderbeg, donde, tras esa lectura intensiva de Weber, «llevó a cabo su disertación doctoral
sobre ‹El concepto de capitalismo en la literatura alemana reciente› […] Durante su estancia
en Alemania se esforzó por conocer a fondo la obra de M. Weber», Picó, J., Los años dorados
de la sociología (1945-1975). Alianza, Madrid, 2003, p. 213.
395 Geertz estudió en el departamento de Relaciones Sociales de Harvard durante los
años 1955-57.
396 Keyes, Ch. F., «Weber and Anthropology» en Annual Review of Anthropology, vol. 31,
2002, p. 237.
397 Weber, M., La acción social: ensayos metodológicos. Península, Barcelona, 1984, p. 11.
398 Giner, S., Sociología. Península, Barcelona, 2001, p. 45.
220 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
399 Eldridge, J., «Introductory essay: Max Weber—some comments, problems, and
continuities» en Eldridge, J. (ed.), The Interpretation of Social Reality. Schocken, Nueva York,
1980, pp. 9-70, esp., p. 31 y ssgg. Por eso, cuando Weber entiende que el significado de una
acción es «subjetivo» —Weber, op. cit., p. 11— no se está refiriendo a que es un proceso in-
terno y solipsista.
400 Keyes, Ch. F., «Weber and Anthropology», p. 238. Keyes cita este pasaje de Geertz:
«Nada es más necesario para comprender lo que es la interpretación antropológica, y hasta qué
punto es interpretación, que una comprensión exacta de lo que significa —y de lo que no sig-
nifica— afirmar que nuestras formulaciones sobre sistemas simbólicos de otros pueblos de-
ben orientarse en función del actor» (IC 14). Por otro lado, Pals sostiene que en Geertz «el
modelo de la acción social envuelve al individuo que lleva a cabo una secuencia de acciones
que son prescritas por una convención social y que corresponden a las necesidades humanas
de sentido». Pals, D., Varieties of Social Explanation. An Introduction to the Philosophy of Social
Science. Westview Press, Oxford, 1991, p. 77.
401 Dice Freund que para Weber «sólo hay ciencia de lo que existe. Por lo tanto, el pro-
blema es explicar lo que existe». Freund, J., Sociología de Max Weber. Península, Barcelona, 1986,
p. 46.
402 Cfr. Weber, M., La acción social: ensayos metodológicos. Península, Barcelona, 1984, pp.
41-2. Y también, cfr. Giner, S., op. cit., pp. 46-7. A partir de esa clasificación Weber hará su
composición de qué es un sociología científica y comprensiva. Geertz no sigue a Weber en ese
punto. La idea de Geertz, citada al principio del capítulo, de ver que la emotividad está den-
tro del significado de la acción es también clara influencia de Weber (IC 30).
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 221
Geertz ha leído de Weber que la acción social es tal por poseer en sí misma
un sentido, y que es tarea de la sociología recoger dicho sentido. Sin embargo, para
Weber la acción es social sólo «cuando el agente toma en consideración la dis-
posición de terceros», es decir, «cuando la conducta de una persona se relaciona
en su significado al comportamiento de los demás» 403. Y pone un ejemplo pa-
recido al del volantazo de nuestro conductor: «una colisión entre dos ciclistas es
un mero suceso, un evento natural. Pero cuando ambos intentan cederse el paso
mutuamente, o cuando se insultan, se dan puñetazos o disputan pacíficamente
tras la colisión, se trata ya de una ‹acción social›» 404.
La acción social, según Weber, no es que varias personas se comporten de
modo semejante, ni que una persona actúe condicionadamente. Como explica
Giner, lo específico es que «en la acción social entra nuestra visión de la situa-
ción, nuestra percepción e interpretación de las intenciones de los demás y de lo
que piensan, así como los valores morales y de cálculo que tengamos en el mo-
mento de su realización» 405. A esa relación la llama Weber «relación social» 406.
Geertz coge solo retazos de Weber, aunque no poco importantes 407. Para
Weber, un solo agente —un soltero en su piso, algo muy sociológico hoy en día—
no configura una acción social. Puede que tenga un significado y un sentido la
acción, por ejemplo, de cocinar, pero no es social la forma en que se configura su
sentido puesto que «la presunción fundamental de una acción social es la
relatividad significativa con respecto al comportamiento ajeno» 408. Y es ahí donde
Geertz abandona a Weber. Geertz, ciertamente, toma la relatividad intersubjetiva
como eje de la configuración del significado. Dicha relatividad excluye, como dice
Weber, que dicho significado sea siempre completo, sea siempre absoluto, y sea
configurado de forma individual. En Geertz, los significados de las acciones no
son —como las interpretaciones antropológicas— completos 409, cerrados 410 e
403 Weber, M., op. cit., p. 37. Puede verse la explicación más concreta y citada de Weber
de la acción social en Weber, M., Economía y sociedad. Esbozo de una sociología comprensiva. FCE,
Madrid, 1993, p. 20.
404 Ibid., p. 39.
405 Giner, S., op. cit., 2001, p. 46.
406 Weber, M., op. cit., p. 45: «Dícese que existe una ‹relación social› cuando varias per-
sonas ajustan recíprocamente su conducta entre sí con respecto al significado que le atribu-
yen, y cuando ese ajuste recíproco determina la forma que toma».
407 Para la relación entre Weber, Parsons y Geertz véase Peacock, J. L., «The Third
stream: Weber, Parsons and Geertz» en Journal of the Anthropological Society of Oxford, vol. 12,
n. 2, 1981, pp. 122-129.
408 Freund, J., op. cit., pp. 92-3.
409 «El análisis cultural es intrínsecamente incompleto» (IC 29).
410 «Las definiciones que los símbolos [representan] son a menudo evasivas, vagas, fluc-
individuales 411, no pueden serlo. Pero la relatividad que afirma Geertz en la ac-
ción no va referida, como en Weber, a que la acción sólo posee un sentido
socioculturalmente inteligible dentro de una relatividad de conductas, dentro de
una interacción entre el individuo y el grupo.
En Geertz, el significado de la acción es conformado, perpetuado y utiliza-
do intersubjetivamente. Pero una acción individual también posee dichas carac-
terísticas, justamente porque el significado de una acción no depende de un su-
jeto, sino que está inscrito en la conformación, la perpetuación y uso de esa
particular forma de vida. Que alguien realice no ya un guiño sino un tic es, para
Geertz, una acción sociocultural con determinado sentido inscrito en determi-
nada forma de vida social (IC 7). En Weber, no 412.
Luego, la publicidad de los significados de Geertz, constituida esencialmente
por ese juego intersubjetivo en el cual el sentido de una acción es actualizado, no
puede ser igualada a la publicidad de sentido en la acción social de Weber. La
publicidad de los significados en las acciones va referida en Geertz a que el sig-
nificado —por influencia, en parte, de Weber— se configura intersubjetivamente.
En Weber, esa publicidad necesita de la presencia de los actores —en plural—
en algún sentido —aunque sea elíptico— en la acción. Por eso, hay que poner
cierta distancia entre lo que entiende Geertz por «las dimensiones simbólicas de
la acción social» (IC 30) y la «acción social» según Weber. Una cosa es la acción
social en Weber, y otra es la «acción simbólica» en Geertz. Se puede tomar la ac-
ción social como una acción simbólica, pero, seguramente, no toda acción que
Geertz tomaría como simbólica Weber la asumiría como social. La diferencia es
que, para Geertz, toda acción simbólica está inserta en lo sociocultural 413.
Esta es la parte positiva de la negación de la privacidad de los significados
como eventos mentales. Los símbolos, los significados no son privados —son
públicos— porque su constitución y «vida» son intersubjetivos.
411 Los símbolos son «fuentes extrínsecas de información» (IC 92) y por extrínsecas se
los otros. No lo es, por ejemplo, la conducta religiosa cuando no es más que contemplación,
oración solitaria, etc. », Weber, M., Economía y sociedad. Esbozo de una sociología comprensiva.
FCE, Madrid, 1993, p. 18. En Geertz estas acciones pueden ser consideradas simbólicas: re-
zar (todo lo privadamente que se quiera) está dentro de una configuración simbólico-cultural
determinada.
413 Sigue presente, como antes ya se ha mencionado, el tema y la objeción de la distin-
también es clara.
426 Weber, M., La acción social: ensayos metodológicos. Península, Barcelona, 1984, p. 22.
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 225
427 Parsons, T., El sistema social. Alianza, Madrid, 1999, p. 45. La relación entre el siste-
queda insertada en el sujeto como tendencia, como hábito, no hace que éste se
reduzca a una mera acción: la disposición significativa no es sólo una acción, y
la acción significativa no es sólo una acción (ser diestro no es caer diestramente,
ni la destreza es un acto mental interno): la destreza sería la disposición signifi-
cativa que marca la tendencia a la acción, es decir, una conducta regulada sim-
bólicamente.
Por eso la acción simbólica es también, como motivo, no sólo la razón de la
acción —una «fuente de información» (IC 92)— sino simultáneamente «un pa-
trón o modelo en virtud del cual se puede dar una forma definida a procesos ex-
teriores» (IC 92), o, mejor, unos «esquemas culturales que suministran progra-
mas para instituir los procesos sociales y psicológicos que modelan la conducta
pública» 429 (IC 92). La acción simbólica es también lo que Wittgenstein entendía
por «acción intencional como ‹algo que obedece a una regla›» (LK 24). Ello in-
augura toda una línea nueva de reflexión en Geertz sobre la idea de que seguir
un esquema simbólico o tener una conducta guiada por esquemas significativos
es lo más parecido a lo que Wittgenstein entendía por «seguir una regla». Es,
igualmente, clarificador que Kripke 430 entendiera que la idea de Wittgenstein de
«seguir una regla» estuviese integrada dentro de la argumentación de su crítica
hacia la imposibilidad del lenguaje privado. Pero lo es, quizás más, que un teóri-
co social como Winch diga que «la cuestión: ¿qué es para una palabra tener un
significado? lleva a la cuestión: ¿qué es para alguien seguir una regla?» 431. Lo que
permite, a su vez, la pregunta de si existe un posible diálogo no manifiesto entre
Winch y Geertz. Geertz nunca cita a Winch, pero, como se verá más adelante,
converge con él de cierta forma cuando lee a Ricoeur.
Geertz (Benedict, Mead, Kluckhohn o Linton), cfr. Kuiper, Y, B., «Person, Culture and
Religion: Clifford Geertz’s Revitalization of Traditional Anthropology» en Geertz, A. W. y
Jensen, J. S., (eds.), Religion, Tradition and Renewal. Aarthus University Press, Dinamarca, 1991,
pp. 37-52. Geertz también ha subrayado cómo Benedict ha sido muy influyente en parte de
su trabajo (RH 608-9), y sus análisis sobre Bali están basados sobre las investigaciones de Mead
y Bateson. Sin embargo, mientras que estos autores centran su atención en las cualidades psi-
cológicas e individuales de los rasgos de la personalidad, Geertz sostiene que esos rasgos sólo
pueden ser estudiados como elementos de un contexto cultural que no es un subproducto del
carácter individual.
430 Cfr. Kripke, S., Wittgenstein: reglas y lenguaje privado. Universidad Nacional Autó-
noma de México, México D. F., 1989; Winch, P., The Idea of Social Science and its Relations to
Philosophy. Routledge, Londres, 1994, p. 28.
431 Winch, P., op. cit., p. 28.
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 227
Quizá esta posición de Geertz le hace legatario de las críticas recibidas por
aquellos autores que le influyen —las críticas a Ryle como conductista— pero
deslegitima muchas otras o, cuanto menos, aquellas que entendían la interpre-
tación como una suerte de operación mental o como un mero conductismo al cual
se le añadía ostensivamente un significado.
Actuar inteligentemente, dar razones, tener un motivo, o poseer un sen-
tido son sinónimos que se incluyen en la acción simbólica. No son explica-
ciones lógicas de la acción, ni mucho menos son justificaciones que el agen-
te o el observador hacen de la misma. Justificar la acción no es equiparable a
que la acción posea un sentido. En primer lugar, porque un actor puede ha-
cer algo con sentido, y a su vez intentar justificar a otro —o a él mismo— el
porqué de ese sentido. Y, en segundo lugar, la acción de justificar es secun-
daria respecto a que tenga sentido porque justificar una acción también po-
see un sentido. Tampoco se trata de dar explicaciones lógicas o silogísticas de
la acción. Cuando en un banquete ritual se prepara determinado tipo de co-
mida, la explicación de qué hacen los comensales en la preparación de la co-
mida es algo distinto a la pregunta «¿qué sentido, qué motivo o qué razones
tienen los agentes para esa preparación?». A la pregunta ¿qué hacen?, la res-
puesta puede ser una explicación lógica: «hierven un cerdo, porque la carne
se vuelve comestible cuando hierve en el agua, se visten con trajes de cáña-
mo porque el cáñamo tratado puede servir de indumentaria». Puede decirse
que este ejemplo es algo ridículo, pero no puede decirse de él que no es un
tipo de explicación. Esa grima que el lector percibe de «explicación ridícula»
es lo que hace que se crea que esa explicación carece de sentido. Pero esto se
debe a tres cosas. Primera, que el sentido también es anterior a la explicación:
puede haber explicaciones que no tengan sentido y que, a su vez, sean lógi-
cas y verdaderas (como la que se ha dado). Segunda, que la explicación que
se espera ante la pregunta «¿qué hacen?» ha de ser concordante con la pre-
gunta «¿qué sentido tiene lo que hacen?». Y, tercera, que en una de sus acep-
ciones, dar una explicación de algo es dar un sentido de algo, pero que, des-
de luego, no es un tono lógico-descriptivo.
Pese a todo, cabe preguntar qué pasa cuando el sentido o el motivo por el que
se actúa no comparece. Ya no es sólo que no sea transparente a los ojos del ob-
servador, sino que tampoco primariamente lo es a los ojos del agente. Si resulta
complicado a veces descubrir las razones de la acción, pues éstas, como las per-
228 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
432 Aunque pueda parecer algo extravagante para los estudiosos de Geertz reunir bajo
un mismo tema su concepción de la religión con la del sentido común, no ha sido la mía la
primera vez que ha puesto de relieve su parentesco, cfr. Choza, J., Antropologías positivas y an-
tropología filosófica. Cénlit, Tafalla, 1985, pp. 87-91.
433 Kuper comenta que para Geertz «los símbolos religiosos nos garantizaban el orden
del mundo y, así, satisfacían la necesidad fundamental de escapar a los azares de un universo
absurdo e irracional», lo que no le parece del todo acertado. Kuper, A., Cultura. La versión de
los antropólogos. Paidós, Barcelona, 2001, p. 122.
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 229
bólico cuyo fin sea explicarlo todo 434. Es más, la religión es explícita en este punto
por propia esencia. Los discursos religiosos saben que no pueden responder a
todas las cuestiones.
La idea de «revelación», a menudo, hace confusa esta tesis. Geertz entiende
que «la religión basa su teoría en la revelación» (LK 75). Las religiones que po-
seen una «revelación» —un discurso divino plasmado en textos sagrados o sim-
plemente orales— pueden decir que la/s divinidad/es les han conferido todos los
conocimientos que el ser humano debe saber para afrontar la vida terrena en su
camino hacia la otra. Cosa distinta a decir que la divinidad les ha conferido to-
dos los conocimientos que ella posee. Si así fuera el absurdo sería mayúsculo: si
un mortal adquiriera todo el conocimiento que posee la divinidad entonces no
habría distinción entre uno y otra. Luego la divinidad sería el hombre, bajo la
imposibilidad de un discernimiento. Pero entonces si un mortal es divino no es
una religión, a no ser que el hombre no fuese realmente mortal.
La centralidad del tema recae en que «lo importante, por lo menos para un
hombre religioso, es que sea explicado ese carácter evasivo» de esos hechos (IC 108).
Parafraseando a Jorge V. Arregui, la religión no niega que haya cosas que no se
entiendan, pero construye una interpretación de por qué no se entienden, o en pa-
labras de Marín: «la religión no disuelve los misterios como la muerte o el dolor,
sino que los profundiza» 435. A la religión le resulta inherente la idea de que hay
acontecimientos en el mundo que no pueden ser explicados 436. Y, paradójicamente,
dichos sucesos suelen ser muy visibles, contundentes y discordantes para el propio
agente. La ausencia de sentido es una evidencia palmaria en la configuración de lo
que sí tiene sentido, motivo o razón.
Es en el marco de delimitación e interacción de los significados dentro de
la actuación simbólica donde se muestra la evidencia de lo que «no está». No es
434 Puede verse una crítica a la noción de religión de Geertz en Munson, H., «Geertz
on Religion: the Theory and the Practice» en Religion, vol. 16, 1986, pp. 19-32. Sobre la reli-
gión islámica de la que Geertz se ha ocupado en profundidad, cfr. Martin, R. C., «Clifford
Geertz Observed: Understanding Islam as Cultural Symbolism» en Moore, R. L., y Reynolds,
F. E., (eds.), Anthropology and the Study of Religion. Scientific Study of Religion, Chicago, 1984,
pp. 11-30.
435 Citado por Marín, H., De dominio público. Ensayos sobre teoría social y del hombre.
Eunsa, Pamplona, 1997, p. 41. Para una excelente panorámica sobre las teorías vertidas des-
de la filosofía del lenguaje, y para las disposiciones lingüísticas propias del lenguaje religioso
véase Nubiola, J., y Conesa F., Filosofía del lenguaje. Herder, Barcelona, 1999.
436 Disiento aquí de la interpretación que Marzal hace de la religión en Geertz. Cfr.
Marzal, M., «Antropología de la religión» en Díez de Velasco, F., y García Bazán, Fco. (eds.),
Estudio de la religión. Trotta, Madrid, 2002, pp. 134-8.
230 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
una cuestión de solución negativa —no se sabe algo, no se sabe lo que se afirma
o se sabe porque no se sabe—. Más bien no se sabe por que se sabe lo que se sabe.
Se sabe el por qué no se sabe. Si la disposición de lo simbólico no es lo ya dado,
cerrado y absoluto, entonces que haya cosas sin sentido o por definir se restituye
como algo, por lo menos en algún sentido específico, natural a la vida humana.
Ello implica pensar que el agente puede actuar sin razones, sin motivos, sin
sentidos. Y aunque pareciera entonces que existen dos parcelas de la acción hu-
mana: la que goza de sentido y la que no —al más puro estilo del primer Lévi-
Bruhl: mentalidad lógica y mentalidad pre-lógica— no es así.
Habría que decir dos cosas. Primero, que uno sea inteligente (que actúe por
razones) algunas veces no quiere decir que lo sea siempre, y mucho menos, que
lo tenga siempre que ser para ser lo que es: un ser racional. De sobra existen en
el mundo ejemplos de personas que no actúan por razones. De un argumento no
se deduce el otro, ni se sigue necesariamente. Si por racionalidad se entiende la
posibilidad de una explicación omniabarcante a todas la acciones —una razón que
es tal por englobar las acciones en «principios y leyes»— entonces el ser huma-
no, tanto el trobiandés como el estadounidense, no es racional.
Y, segundo, como se puede observar, la racionalidad que desde Geertz se
postula no converge con una racionalidad basada en un modelo científico-occi-
dental del XVIII. Dotar de sentido, la regulación simbólica de la acción, actuar
con motivos o inteligentemente son acepciones que denotan lo que se ha de en-
tender cuando se habla de que el hombre es un ser que tiene razón.
La racionalidad es autointerpretación e interpretación del mundo. Y no la
consecución lógica de un óptimo ante un tipo de necesidad. Por eso no puede
entenderse la acción simbólica (un rito) distinguiendo un carácter instrumental
frente al carácter intelectivo, no existen dos tipos de «mentalidad» (PP 244-5).
Sin embargo, adviértase que de lo que aquí se está hablando no es de accio-
nes que aparentemente sean un sin sentido para un foráneo —algo así como ben-
decir canoas antes de salir a alta mar— sino de acciones que supuestamente de
suyo carecen de él.
El aprieto que se quiere mostrar no es si el hombre es un ser inteligente o
no, sino que, admitida la simbolización como la dotación de sentido del mundo,
cabe preguntarse qué sucede con los acontecimientos que son evidentemente ex-
cluidos de ese sentido.
¿Se sigue de ello un estado de irracionalidad? El tipo de preguntas «o todo
o nada» alumbran mejor las posiciones concretas de quienes, como Geertz, no se
incluyen en ninguno de los dos extremos. El que no se pueda explicar todo no
quiere decir que cualquier explicación sobre cualquier cosa ya no es válida. Que
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 231
algo no tenga sentido a veces, o que sólo pueda ser interpretado algunas veces,
no significa no que pueda serlo de ninguna de las maneras.
Pero si, además, el sin-sentido es evidente y aceptado como parte de la ar-
quitectura simbólica en el que se inscribe, entonces existe la idea de una natura-
lidad del mismo. No es que el sin-sentido sea algo normativo —como una ano-
malía sistémica— ni tampoco que se comprenda y se acepte con tranquilidad
—ante la ignorancia no surge la autolimitación sino la frustración, ante el sufri-
miento no surge la apatía sino la tristeza o la desesperación 437, ante la muerte
no surge la tranquilidad sino el horror 438 , por citar sólo algunos ejemplos
socioculturales— sino que está dentro de la naturalidad en la que el mundo en
el que se vive es como es, o es, incluso, como debería ser. «Es una cuestión de afir-
mar», hemos citado antes a Geertz, «el carácter ineludible de la ignorancia, del
sufrimiento y de la injusticia en el plano humano», a lo que cabe añadir, «y al
mismo tiempo de negar que esas irracionalidades sean características del mun-
do en general» (IC 108). Aceptar que suceden esos hechos no implica aceptar que
forman parte de la naturaleza estructural del mundo. La religión, pues, no nace
de esos hechos no explicados, ni Geertz afirma semejante idea, así la interpreta-
ción de Schwimmer sobre Geertz no parece acertada en este punto: «Geertz se-
ñala —dice Schwimmer— [que] la religión, así pues, surge cuando el individuo
aparece enfrentado con la inescrutabilidad de su destino, con el problema del
sufrimiento (¿por qué sufrimos?) y con el problema del mal (¿por qué sufrimos
aun siendo inocentes?)» 439. En palabras de Geertz:
«La respuesta que dan las religiones a esta sospecha es en cada caso la misma: la for-
mulación, mediante símbolos, de una imagen de un orden del mundo tan genuino que
explica y hasta celebra las ambigüedades percibidas, los enigmas y las paradojas de la
experiencia humana. En esta formulación no se trata de negar lo innegable —que no
haya hechos no explicados, que la vida hiera y lastime o que la lluvia caiga sobre los
justos— sino que se trata de negar que haya hechos inexplicables, que la vida sea in-
soportable y que la justicia sea un espejismo» (IC 108).
437 Cfr. Choza, J., «La variación histórica de la sensibilidad al dolor» en Anrubia, E. (ed.),
Cartografía cultural de la enfermedad. Ensayos desde las ciencias humanas y sociales. UCAM, Mur-
cia, 2003.
438 Cfr. Arregui, J. V., El horror de morir. El valor de la muerte en la vida humana. Tibidabo,
Barcelona, 1991.
439 Schwimmer, E., Religión y Cultura. Anagrama, Barcelona, 1982, pp. 10-11.
232 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
pretación que el hombre ha de hacer necesariamente del mundo sólo puede re-
solverse como una naturalidad del mundo. Algo parecido a decir «el mundo es
así, ¿cómo va a ser de otra forma?».
Es aquí donde entronca el segundo ejemplo de Geertz respecto a la eviden-
cia de la invisibilidad, que ahora denominamos naturalidad: el sentido común 440.
El sentido común es la ordenación simbólica de lo que es obvio, de lo que es evi-
dente, y, por tanto, transparente. Con ello también se implica la idea inversa, el
sentido común es la obviedad de la ordenación simbólica. De ahí que el sentido
común goce de una naturalidad que se podría llamar «primaria» en la formación
de las interpretaciones del mundo. La diferencia con la perspectiva religiosa es
que ésta «va más allá de las realidades de la vida cotidiana para moverse en rea-
lidades más amplias que corrigen y completan las primeras, no la acción sobre esas
realidades más amplias, sino la aceptación de ellas, la fe en ellas» (IC 112).
Sin embargo, Geertz parte de que el sentido común es algo cultural, y que
esa «naturalidad» de que «el mundo es así» es algo más complejo de lo que pa-
rece a primera vista.
Al caso, existen numerosos ejemplos de que lo más común entre los
antropólogos es que esa naturalidad se convierta en una ironía de mutuas per-
plejidades.
Permítaseme citar un ejemplo algo extenso de Geertz sobre este punto de lo
«pre-claro» que puede ser el sentido común:
«Cuesta cierto tiempo (en todo caso, me costó un cierto tiempo) aceptar el hecho de
que cuando toda la familia de un joven javanés me dice que la razón por la que éste
se ha caído de un árbol y se ha roto una pierna es que el espíritu de su abuelo falleci-
do le empujó, ya que el joven se había pasado por alto cierto deber ritual para con la
memoria de éste, y que, por lo que a ellos se refiere, eso constituye el principio, el
medio y el fin del asunto: es precisamente eso lo que ellos creen que ha ocurrido, todo
lo que creen que ha ocurrido, y por eso se muestran perplejos sólo ante mi perpleji-
dad por su ausencia de perplejidad. Y, cuando tras escuchar un largo y complicado
relato de una vieja campesina javanesa, analfabeta e incoherente —un tipo clásico, si
es que ha habido alguno— sobre el papel de la ‹serpiente del día› a la hora de deter-
minar la conveniencia de embarcarse en un viaje, celebrar un banquete o contraer
matrimonio (la historia consistía en un serie de narraciones verdaderamente encan-
tadoras de las terribles cosas que pasaban —carruajes que volcaban, tumores que
afloraban, fortunas que se dilapidaban— cuando se ignoraba ese papel) pregunté qué
440 El texto original del artículo de Geertz es «Common Sense as a Cultural System»
en Antioch Review, vol. 33, 1975, pp. 47-53. Geertz lo publicó posteriormente como capítulo
de LK.
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 233
aspecto tenía esa serpiente del día, me encontré con un ‹no sea idiota; no puede ver-
se el día martes, ¿o usted puede?›, por lo que empecé a darme cuenta de que también
lo evidente se halla en el ojo del observador. La afirmación de que ‹el mundo se di-
vide en hechos› puede tener sus problemas como consigna filosófica o como credo
científico; en cambio, como epítome de la ‹transparencia› —‹simplicidad›,
‹literalidad›— que el sentido común imprime en la experiencia, es gráficamente exac-
to» (LK 111-2).
441 Pueden verse ejemplos muchos más chocantes a ojos occidentales en Lévi-Bruhl, L.,
plemente ahí, donde se hallan las piedras, las manos, los canallas y los triángu-
los eróticos, invisibles sólo para las mentes más preclaras» (LK 89).
4.—La asistematicidad: esta característica se observa en el «descaro» mismo de
la sabiduría que imprime el sentido común. Ésta «se nos presenta en formas de
epigramas, proverbios, obiter dicta, chanzas, anécdotas, contes morals» (LK 90), etc.
5.—La accesibilidad: esta característica se desprende de las demás. Es «la su-
posición de que cualquier persona con sus facultades razonablemente intactas
puede llegar a conclusiones de sentido común y que, una vez las enuncia de for-
ma equívoca, las acepta sin reservas» (LK 91). Lo «común» es lo que de accesi-
bilidad tiene el sentido, es decir, que es común. El tono de quien propugna esas
conclusiones es, además de «anti-experto», «anti-intelectual» (LK 91).
García Canclini afirma que, desde esas características, Geertz sostiene un
«sentido común intercultural transhistórico» 442, entendiendo que serían difíci-
les de «verificar» en todas las sociedades. Si efectivamente Geertz está enunciando
las características de un «sentido común intercultural transhistórico», la crítica de
Canclini podría ser recogida, en el caso de que Canclini se tome a sí mismo, que
lo dudo, por un «verificacionista» y siempre que uno esté de acuerdo en que hay
elementos «transhistóricos». Pero no parece que Geertz esté dando las caracte-
rísticas «transhistóricas» y formales del sentido común; ni que hayan de ser for-
males en tanto que son «transhistóricas». La generalización, según Geertz, no es
la postulación de elementos transhistóricos que se cumplen fácticamente en toda
cultura. Para Geertz, la generalización que se hace del «sentido común» —algo
así como su propio texto, y no la idea de que todos los hombres poseen una u otra
forma de «sentido común» (más de uno no lo tiene, ni aún en su cultura)— es la
forma en que nos contamos lo que los otros —los «extraños» de toda historia que
no es la nuestra— hacen, que es válida en tanto que ante un hecho sorprenden-
te —cosas parecidas a desollar hígados humanos o convertirse en león— a uno
se le hace más comprensible algo que no lo era. La pretensión de «universalidad»
no es la pretensión del modelo objetivista científico de una ley que se cumple
fácticamente en todos los casos, sino que la universalidad de un enunciado —tan-
to de un enunciado que empieza por «los hombres son…» como de otro que
arranca con «el texto particular (muy particular) de Geertz es…»— va referido a
la verdad del enunciado como acceso de comprensión a la realidad, tanto de lo
que los hombres son como de lo que el texto de Geertz es. La validez de la frase
442 García Canclini, N., «De cómo Clifford Geertz y Pierre Bourdieu llegaron al exi-
lio» en Antropología. Revista de pensamiento antropológico y estudios etnográficos, vol. 14, octu-
bre 1997, p. 8.
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 235
hipotética de Geertz de «el sentido común de los seres humanos —de todos—
es X, Y y Z» no se ratifica porque se cumpla fácticamente en toda cultura, sino
que se ratifica si aquello que dice Geertz sobre lo que es el sentido común per-
mite comprender a un tercero —a mí, a Canclini o a una comunidad occiden-
tal— la realidad de la que habla —los seres humanos que hacen «cosas extra-
ñas»—. Es una abducción y no una deducción la operación que Geertz hace. Por
eso, en cierto sentido —obviando el «transhistórico»— se puede hablar de que
Geertz da unas características formales del sentido común en tanto que son un
texto que narra mejor lo que puede ser el mundo cultural de los navajo, los pokot
o los estadounidenses 443.
En un primer momento da la sensación de que el sentido común, según
Geertz, se ajusta perfectamente a la visión del hombre como ser que ha de
autointerpretarse e interpretar al mundo. Pero no con la idea de que es posible
la convivencia antropológica entre esa naturaleza interpretativa y, en palabras de
Geertz, «hechos inexplicables» que se incardinan en el mundo interpretado pri-
mariamente por el sentido común.
La pregunta sencilla es ¿existe una frontera que determine hasta dónde se
debe conocer para que el mundo posea el orden que le confiere su interpretación?
Aparentemente el sentido común es la forma más básica que Geertz rastrea
sobre la necesidad que el ser humano tiene de dar cuenta del mundo que habita,
pues el sentido común es una de las formas humanas que hacen del espacio se-
mántica y operativamente baldío un «lugar ordenado» (LK 75). Pudiera ser la
manera más elemental de entender que la vida del ser humano consiste en dotar
de sentido —un ser cuya acción es regulada simbólicamente— y que dicho sen-
tido ha de posibilitar una elemental forma de vida en la que el hombre se insta-
la. Lo que es tanto como decir que la forma de vida en la que se instala en el
mundo es la manera en que dota de sentido al mundo. No existen dos pasos. Una
simbolización que proverbialmente responde a un «natural como la vida misma».
Lo que no tiene sentido parece ser dejado fuera.
Pero no es esa la postura de Geertz. No es que Geertz no afirme eso, sino
que es incompleto. La idea de «el sentido común como sistema cultural» comienza
para Geertz en una sugerencia de un parágrafo de Wittgenstein donde se com-
para el lenguaje a una ciudad:
443 Cfr. Sánchez Durá, N., «El desafiador desafiado: ¿es sensato el relativismo cultu-
ral?» en Arenas, L., Muñoz, J. y Perona, A. (eds.) El desafío del relativismo. Trotta, Madrid.
1997, p. 159.
236 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
«No te preocupes por el hecho de que [algunos pocos lenguajes que él ha inventa-
do con propósitos didácticos 444] consistan únicamente en órdenes. Si lo que se
quiere decir es que son por ello incompletos, pregúntese si nuestro lenguaje es com-
pleto —si lo era antes de incorporarle el simbolismo de la química o las formas del
cálculo infinitesimal, pues estos son, por así decirlo, suburbios de nuestro lenguaje.
(¿Y con cuántas casas o calles comienza una ciudad a ser ciudad?). Nuestro lenguaje
puede verse como una vieja ciudad: una maraña de callejas y plazas, de viejas y nue-
vas casas, y de casas con anexos de diversos períodos; y todo esto rodeado de un
conjunto de barrios nuevos con calles rectas y regulares y con casas uniformes» 445.
Lo que Geertz viene a decir es que esas calles y casas nuevas, rectas, regula-
res y uniformes son conocimientos que por su explícita incorporación —y su in-
corporación puede venir de la mano de «la ciencia, el arte, la ideología, el dere-
cho, la religión, la tecnología, las matemáticas, incluso la ética y la epistemología»
(LK 92)— hacen que cuanto menos puedan ser vistos como novedades que se
añaden o reestructuran conocimientos ya dados —barriadas más antiguas—. No
es que sean ascendentemente progresivos —y todos los conocimientos sean «rec-
tos, regulares y uniformes»— sino que son cambiantes. Por usar la metáfora de
Wittgenstein, a los barrios de la «ciencia, el arte, la ideología, etc. », tiene senti-
do que se les añadan casas, nuevas formas de interpretación, de sentido. Esas casas
se montan sobre otras viejas, o colindantes a ellas.
Sin embargo, habitualmente, dice Geertz, el «barrio del sentido común» se
ha tomado como «lo que subsiste [como suburbio viejo] cuando todos esos sis-
temas simbólicos más articulados han agotado sus cometidos» (LK 92). Nadie,
dice Geertz, parece haber dudado nunca que alguien, incluso el pueblo más per-
dido de todos los pueblos escondidos, no tuviera sentido común; suponiéndolo
como algo universal que mostraba la estupefacción cuando alguien hacía algo
fuera de lo habitual.
Pero Geertz no rubrica esa posición exactamente. Si no, ¿por qué empieza
Geertz diciendo —tan en el inicio como es el título del capítulo— que el «sen-
tido común es un sistema cultural»? Como dice Herzfeld, «una malévola pero útil
definición de la antropología social y cultural es ‹el estudio del sentido común›.
Pero el sentido común está, antropológicamente hablando, mal llamado: no es ni
común a todas las culturas ni ninguna de sus versiones es particularmente sen-
444 La frase «algunos pocos lenguajes que él ha inventado con propósitos didácticos» es
un añadido explicativo de Geertz. «Él», obviamente, es Wittgenstein, y los «lenguajes que in-
venta con fines didácticos» pueden ser vistos en los parágrafos 2 y 8 de las Investigaciones fi-
losóficas.
445 Wittgenstein, L., Investigaciones filosóficas, parág. 18, LK 73.
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 237
446 Herzfeld, M., «La antropología: práctica de una teoría» en International Social Science
Journal, Antropología — Temas y perspectivas, vol. 153, septiembre 1997, 13-07-2001, http://
www. unesco. org/issj/rics153/herzfeldspa. html#mhart.
238 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
miten la base de una comunicación entre sujetos donde no se tenga que estar jus-
tificando siempre todo aquello que se dice —«es obvio que uno se resguarde de
la lluvia»—. Como dice Choza, siguiendo a Geertz, «la comunicación entre los
individuos de distintos grupos se establece en base al conjunto de conocimien-
tos que se denomina sentido común» 447.
Pero la cuestión que Geertz recoge de Wittgenstein es «¿con cuántas casas
o calles comienza una ciudad a ser ciudad?». La construcción del sentido, y por
ende de la comunicación entre sujetos de un mismo sistema cultural, es per se
inacabada. No existe un límite que propugne un «sentido común» ya hecho y
concluido, de la misma forma que no existe un criterio por el que se diga —por
pseudoparafrasear ahora un ejemplo bien conocido por Wittgenstein— ¿cuán-
tos pelos ha de tener el rey de Francia en su cabeza para que se le llame calvo?
Pueden quizás existir síntomas de cuántas casas nos dicen si es un ciudad o no;
síntomas que, además, pueden ser regulativos para saber si el sentido común se
ha quedado, como el barrio, demasiado vetusto: cuando quiebra la propia comu-
nicación, la configuración de la subjetividad inserta en el marco sociocultural —
una idea de orden o de concepción del mundo— y la «intercomprensión
intraurbana». Así, tampoco existe un criterio de ¿cuántos sentidos y cuántas ac-
ciones debe englobar el sentido común para poder decir que es ya un verdadero
sentido común? El sentido común es variable incluso dentro del propio sistema
cultural en el que está inscrito. De ahí que quepa decir que incluso el sentido
común, aparentemente el más arraigado e invariable modo de conocimiento y
comunicación de una cultura, es también «una tópica sometida a una creciente
velocidad de cambio» 448. Geertz apuesta por este tipo de interpretación del sen-
tido común:
«Para vivir en esos suburbios llamados física o Islam, o derecho, o música o socialis-
mo, uno debe cumplir ciertos requisitos específicos, pues no todas las viviendas tie-
nen la misma majestuosidad. Pero para vivir en ese suburbio llamado sentido común,
donde las cosas están sans façon, uno sólo necesita poseer una conciencia lógica y prác-
tica, como dice la vieja frase, a pesar de que esas respetables virtudes queden defini-
das en la ciudad particular del pensamiento y el lenguaje de la que uno es ciudada-
no» (LK 91-2) 449.
447Choza, J., Antropología filosófica. Las representaciones del sí mismo. Biblioteca Nueva,
Madrid, 2002, p. 177.
448 Choza, J., op. cit., p. 177.
449 Choza cita también este pasaje y se hace eco de la influencia del pasaje de
Cierto es que Choza hace uso de Geertz en este tema del sentido común para
mostrar la idea de cambio: el interrogante ya no es si es una ciudad o no, sino qué
ciudad es (de qué tipo, con qué forma y cómo se llama) en la que uno está. Pero
ello muestra simultáneamente que los barrios viejos, el sentido común, no son
explicaciones totales. Que, incluso en lo más obvio y evidente, existe la eviden-
cia de que no todo tiene que tener sentido.
Sin la necesidad de que exista o se dé una quiebra de ese orden de sentido
—de ese plan urbanístico— en el mundo que se habita, hay que decir que al sen-
tido común, la explicación simbólica más preclara del ser humano, le es inherente
la convivencia con acciones o hechos sin sentido.
La naturalidad más natural como el «sentido común» también permite encua-
drar hechos no explicados. La relación entre religión y sentido común no es indi-
recta según Geertz: «La religión presta apoyo a la conducta apropiada al pintar un
mundo en el cual dicha conducta es sólo producto del sentido común» (IC 129).
La pregunta entonces es ¿impide esto que exista una naturalidad convergente
a la simbolización y a la actuación del mundo que se habita? O, dicho de otra
manera: ¿qué significa simbolizar entonces?
dida, no es tanto lo dado al principio cuanto el fin de la propia dinámica natural» 450.
Y el fin de la dinámica natural es el símbolo concreto, el mundo configurado
culturalmente. Es decir, resulta más propio hablar del mundo cultural como na-
tural que hablar de una operación natural —preestablecida y común a los hom-
bres— de simbolizar el mundo. Por eso, simbolizar en tanto que naturalizar el
mundo no es entender la idea de «simbolizar» como una facultad «natural» ya
conformada desde el origen. En ese sentido, para saber qué es lo natural —lo
cultural— no es necesario poseer un conocimiento de una teoría gnoseológica de
las «formas simbólicas» previa a los símbolos concretos 451.
Lo que desvela Geertz es que la naturalidad del mundo simbolizado, dota-
do de sentido, no es la de un mundo con sentido totalizado. De donde se puede
entender que existe una reciprocidad de autosuperación de sentido entre el hom-
bre y la realidad. La realidad nunca queda agotada por lo simbólico, pero lo sim-
bólico no es nunca estático y cerrado. Existe siempre una plusvalía de lo real ha-
cia lo simbólico y de lo simbólico hacia lo real. La traba puede estar en que como
le es connatural al ser humano interpretar, actuar con motivos, razones y signi-
ficados, desde la perspectiva de Geertz, se puede creer equivocadamente que el
orden de ese mundo ha de ser el de un orden inalterable y clausurado; dando por
hecho que su mismo ordenamiento es lo que le hace ser natural. Pero como mues-
tra Geertz, con el caso de la religión, incluso en el ámbito que por definición
siempre se ha entendido que «todo lo explica», esto es falso.
La connaturalidad de la simbolización crea una naturalización del mundo.
«Es obvio que el mundo es así», y, además, es obvio, que existen casos y cosas
imposibles de interpretar. O, como parafrasea Geertz de un verso de Butler, «todo
es lo que es y no otra cosa» (LK 89). No es una contradicción afirmar esto den-
tro de una fórmula de pensamiento como la de Geertz que afirma que el hom-
bre es un ser cuyo apremio esencial es el de interpretar y dotar de sentido al mun-
do y a sí mismo. Pues la realización cultural concreta es constitutiva de la realidad
humana.
Para hacerse cargo de esa naturalidad primero conviene hacerse cargo de que
el juego entre lo simbolizado y lo real no equivale, en Geertz, al juego entre la
simbolización y lo real; tomando la simbolización como un acto gnoseológico
kantiano, o como parte de una teoría del conocimiento. Es decir, que Geertz no
toma como modelo a Cassirer.
450 Arregui, J. V., «El valor del multiculturalismo en educación», p. 67. La cursiva es mía.
451 No cabe hacer, como sostiene Arregui, «una interpretación naturalista de la natura-
leza», ibid., p. 67.
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 241
Sin embargo, San Martín plantea que Geertz realiza la misma operación teó-
rica que Cassirer. Consiste en postular que la crítica de la razón se ha de con-
vertir en una crítica de la cultura. Si en Kant se trataba de entender las condi-
ciones de posibilidad del conocer, de primar la función sobre el objeto, en Cassirer
«se debe procurar la función no sólo del conocimiento sino del lenguaje, de la
intuición estética y del pensamiento mítico religioso [en tanto que] el conteni-
do de lo cultural no se deja separar de su producción» 452. Por tanto, las realida-
des culturales concretas quedan definidas bajo «casos» manifestativos que cum-
plen y ratifican las condiciones «transcendentales» de la producción cultural. «En
esa medida el nuevo objetivo estará en recorrer los diversos productos de la acti-
vidad de cara a comprender como momentos de una tarea unitaria de la vida hu-
mana» 453.
En la Antropología filosófica, según San Martín, Cassirer da primero su teo-
ría sistemática sobre el hombre y luego aborda casos concretos. Al igual que en
su Filosofía de las formas simbólicas. Por eso, «tiene que justificar por qué el estu-
dio sigue con la investigación de las obras de los hombres, lo que quiere decir que
la primera parte es un modelo de antropología filosófica ejecutada antes de es-
tudiar las formas culturales, exactamente lo mismo le pasa a Geertz, aunque éste
no considera salirse de la reflexión científica» 454. Pero Geertz no dice —ni hace—
esa operación.
Existe, en algún sentido, un ansia de filtrar toda acción cultural a través de
quehaceres gnoseológicos. Se reclama una ratificación de la gnoseología para el
ámbito cultural, lebenswelt. Desde esta perspectiva, la pregunta resulta semejan-
te a aquella que se le plantea a Cassirer en boca de García Amilburu: «¿qué es
más ‹real› el universo físico o el mundo cultural?» 455. Cuando en verdad, desde
el punto de vista de una «hermenéutica cultural» (LK 151), de una teoría de la
simbolización cultural, la pregunta tiene otra acepción: «¿dónde vive el hombre
en el universo físico o en el mundo cultural?» 456. Independientemente de cuál
de las dos opciones sea la respuesta, lo que desde Geertz cabe decir es que nin-
guna de las dos supone que tenga que existir, afirmado que el hombre «vive», algo
así como «la realidad».
452 San Martín, J., Teoría de la cultura. Síntesis, Madrid, 1999, p. 120.
453 Ibid., pp. 120-1.
454 Ibid., p. 121.
455 García Amilburu, M., «La cultura como universo simbólico en la antropología de E.
Cassirer», p. 237.
456 Ibid., p. 237.
242 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
puede vivir en un mundo que no puede comprender. Si los símbolos son, para em-
plear una frase adaptada de Kenneth Burke, estrategias para captar situaciones, en-
tonces necesitamos prestar mayor atención a la manera en que las personas definen
las situaciones y a la manera en que llegan a arreglos con ellas» (IC 140).
Esto sugiere que, en cierto sentido, lo que Geertz hace cuando está explican-
do la forma en que el hombre dota de sentido a la realidad no es explicitar —tal
como lo hizo Dilthey en clave psicologista 458— las estructuras comunes de co-
458 «Como el sentido —tanto de las proposiciones como de las acciones— y, en gene-
ral, lo específicamente humano queda determinado para el psicologismo desde eventos psi-
cológicos o experiencias mentales, la psicología adquiere un carácter fundante respecto de las
demás ciencias humanas. La posición de Dilthey antes de la crítica husserliana es
paradigmática», Arregui, J. V., «La contribución del análisis del lenguaje a la antropología fi-
losófica», en Pensar lo humano. Actas del II Congreso Nacional de Antropología Filosófica. Ibero-
americana, Madrid, 1998, p. 23.
Sin embargo, Geertz rescata la noción diltheyana del ser humano como ser histórico.
Se ha sugerido alguna vez que Geertz posee una notable influencia no sólo de Dilthey
—la influencia de Dilthey en Geertz ya viene desde su inclusión dentro de la estela de Boas,
cfr. Duch., Ll., «Antropología del hecho religioso», en Fraijo, M., Filosofía del hecho religioso.
Trotta, Madrid, 1994, pp. 89-115— pero también de Herder —Barfield, Th., (ed.), Dicciona-
rio de antropología. Bellaterra, Barcelona 2000, p. 308. También Ortner sitúa a Geertz en la
estela de Herder; cfr. Ortner, S., «Introduction», en Ortner, S., (ed.), The Fate of «Culture».
Geertz and Beyond. University of California Press, Representation Books, Berkeley, 1999, p. 3—
. De hecho el mismo Geertz reconoce la deuda contraída con la tradición del historicismo ale-
mán: Herder, Dilthey, Humboldt (RH 609). —«en aspectos importantes, comenta Biersack,
la ‹interpretación› de Geertz es heredera de las Geisteswissenschaften de Wilhelm Dilthey, el
cual toma todo hecho histórico como ‹objetivaciones› de la ‹experiencia vivida› de los actores
del pasado». Biersack, A., «Local Knowledge, Local History: Geertz and Beyond», en Hunt,
L. (ed.), The New Cultural History. University of California Press, Berkeley, 1989, p. 75— Po-
siblemente, en el caso de Herder, su noción de cultura como despliegue de la historia de los
pueblos, como historia de la humanidad, y como conformación de los usos y costumbres de
un pueblo concreto —un estudio introductorio que muestra los distintos usos de cultura en
Herder puede verse Llinares, J. B., «El concepto de ‹cultura› en el joven Herder», en Llinares,
J. B., y Sánchez Durá, N., Ensayos de filosofía de la cultura. Biblioteca Nueva, Madrid, 2002, pp.
219-38—, hayan dejado poso en Geertz. La diversidad cultural —como aculturación, señala
Llinares— es una fuente constitutiva de la misma cultura de un pueblo. Su particularidad no
es ajena a interculturalidad.
Geertz ha influido notablemente dentro del trabajo de algunos historiadores, así Beeman
recuerda que «el trabajo de Geertz ofrece el punto de partida más plausible […] para el des-
cubrimiento del carácter tanto de los ‹valores› de una comunidad como de su estructura» —
Beeman, R., «The New Social History and the Search for ‹Community› in Colonial America»,
en American Quaterly, vol. 29, otoño 1977, p. 433—. Otro historiador influenciado por Geertz
es Darnton, R., «Workers Revolt: Great Cat Massacre of the Rue Saint-Séverin», en The Great
Cat Massacre and Other Episodes in French Cultural History. Nueva York, 1984, pp. 75-106.
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 245
nocimiento de lo real, sino, a lo sumo, el porqué de lo real. Y ese por qué sólo es
comprensible desde la formalización concreta del «sentido», del «símbolo». Lo
que Geertz hace no es una gnoseología, sino una filosofía de la cultura sumamen-
te histórica 459. En cada estudio concreto de cada sistema simbólico éste lleva al
meollo mismo de la simbolización, en cada explicación sobre una cultura con-
creta nos lleva a saber qué es la cultura, por eso «una buena interpretación de cual-
quier cosa —de un poema, de una persona, de una historia, de un ritual, de una
institución, de una sociedad— nos lleva a la médula misma de lo que es la in-
terpretación» (IC 18). Pero no porque la «simbolización» sea ahora el conjunto
de sistemas simbólicos dados a lo largo de la historia, ya que no es algo antes, es
la suma de todo lo que hay después. No se trata de reemplazar la gnoseología por
una filosofía de la cultura descriptiva de los modos de conocimiento, sino de en-
tender que la filosofía de la cultura no necesita como paso previo una gnoseolo-
gía que la valide.
Si tal como sugiere Choza, siguiendo a Marín —y éste lo recoge de Geertz—
«las definiciones de lo humano no son sólo actos intelectuales de concepción, sino
también, y antes, producciones sociales de estados y funciones, poíesis cultura-
les» 460, entonces la gnoseología no es un paso previo para comprender el mun-
do, sino que es un modo de comprender el mundo. No se está diciendo que es
También Geertz ha tenido sus críticos dentro de su influencia en la historia como disci-
plina, Levi, G., «Il pericolo del geertzsismo», en Quaderni storici, vol. 58 (nueva serie), XX, n.
1, abril 1985, pp. 269-77.
459 No obstante, hay autores como Sewell o Roseberry que entienden que el modelo
falsa por ser una producción cultural, sino que no es algo más allá de ella, y, como
tal, su explicación no puede ser considerada como un paso antes del estudio de
la cultura. Más bien, hacerse cargo de la tesis de Geertz consiste en entender que
«el hombre no puede ser definido solamente por sus aptitudes innatas, como pre-
tendía hacerlo la Ilustración, ni solamente por sus modos de conducta efectivos,
como tratan de hacer en buena parte las ciencias sociales contemporáneas, sino
que ha de definirse por el vínculo entre ambas esferas, por la manera en que la
primera se transforma en la segunda, por la manera en que las potencialidades
genéricas del hombre se concentran en sus acciones específicas» (IC 52).
El problema es ver la cuestión como un tema temporal o lineal, cuando, en
verdad, para Geertz, la pregunta por el sentido y la comprensión ha desplazado
esa linealidad. Para saber qué es un símbolo no hace falta saber qué es previamen-
te simbolizar, sino que, más bien, la explicación de un símbolo ha de llevar, si se
hace bien, a la explicación misma de qué es una explicación. Pero no como
autojustificacón o validación previa —al estilo de una gnoseología de corte ilus-
trado— sino como explicación de por qué se explica: la explicación de la expli-
cación de qué es el mundo no conduce a la explicación de las categorías trascen-
dentales del explicar —«formas simbólicas»— sino al por qué se explica, y no al
cómo. Decir que el símbolo sagrado del círculo de los oglala —ejemplo de
Geertz— es un modo de dar sentido a lo real —configurador de la misma— no
lleva a decir que «dotar de sentido» es una estructura cognoscitiva previa —todo
lo no formalizada que se quiera— de la cual el círculo de los oglala es un caso
entre otros muchos posibles. Por el contrario, lo que lleva más bien es a explicar
qué significa lo real. Por eso, decir que el círculo de los oglala es un símbolo sa-
grado no lleva a entender que «lo sagrado» es una categoría trascendental del
hombre de la cual «el círculo» es un caso —erróneo o no— sino que, más bien,
lleva a explicar que la realidad del hombre se entiende también como sagrada: lo
sagrado no es una estructura del conocimiento, lo sagrado es el círculo.
Así, Geertz entiende que lo que hay que ver son los distintos modos en que
los hombres se han apropiado «simbólicamente» de la realidad, pues si se entiende
que la interpretación que los hombres hacen de lo real es constitutiva de la mis-
ma, lo que es «humano» sólo es posible verlo a través de lo que los hombres ha-
cen. Ante esto, una filosofía de los sistemas simbólicos como la que esgrime
Geertz se correlaciona casi gratuitamente con una filosofía de la historia 461, que
sólo puede ser mostrada —o esa es la forma sui generis de Geertz: la etnografía—
mediante los relatos de las particularidades de cada cultura. De hecho, la no
absolutización del sentido en las acciones simbólicas —y en las que no lo tienen—
es la no absolutización de la historia vivida, de la Humanidad. Historia y cultu-
ra no son dos eventos separables, la primera no es la esfera o la entidad en la que
se desenvuelve la segunda. Geertz tiene un artículo sobre las relaciones entre la
Historia y la Antropología como disciplinas (AL 82-102). Este artículo ha sido
criticado por Renato Rosaldo aduciendo que el juego entre lo diacrónico y lo sin-
crónico que propugna Geertz es un tipo de mezcolanza no verosímil. Cabe sólo
matizar que para Geertz no es que haya una «interacción» —ése es el termino
de Rosaldo— entre lo diacrónico y lo sincrónico, porque esto da a entender que
es lícito también que ambas posturas puedan separarse, o que se trate de dos en-
foques distintos que se juntan eclécticamente. Para Geertz lo diacrónico no es sin
lo sincrónico, ni lo sincrónico sin lo diacrónico: «Al final, quizás el progreso ra-
dique más en una comprensión más profunda del ‹y› del accouplement ‹historia y
antropología›. Cuidad de las conjunciones y los nombres cuidarán de sí mismos»
(AL 118) 462.
En la esquina contraria a esta interpretación de Geertz, Renner —ampara-
do en que es algo común desde una visión mentalista de la cultura, aunque ex-
plica que Geertz no es un «mentalista» al uso— dice que Geertz hace una mez-
cla de todo con todo. La definición de cultura que Renner toma de Geertz es
aquella que dice que «la cultura denota un esquema históricamente transmitido
de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones here-
dadas y expresadas en símbolos por medio de los cuales los hombres comunican,
perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida» (IC 89).
Según Renner «al decir que la cultura es un ‹sistema de concepciones heredadas›,
Geertz también parece incluir el aspecto histórico en su posición». Sin embar-
go, los que han tenido un punto de vista «mentalista» de la cultura —como
Goodenough— se han cuidado de distinguir entre «un orden ideacional» y un
«orden fenoménico»: mientras que el primero es el orden propiamente de la cul-
tura el segundo es el de los artefactos culturales. «Desde un punto de vista de
esencia del hombre es creada en el tiempo, que el hombre es por tanto inherentemente his-
tórico, un ser que llega a ser, Geertz afirma que ‹el hombre es un animal suspendido en redes
de significado que él mismo ha tejido (IC 5)›. Las redes, no el hilar; la cultura, no la historia;
el texto, no el proceso de textualización— eso es lo que atrae la atención de Geertz». Biersack,
A., «Local Knowledge, Local History: Geertz and Beyond», p. 80.
462 Cfr. Rosaldo, R., «Response to Geertz» en New Literary History, vol. 21, n. 2, 1990,
pp. 337-341.
248 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
463 Renner, E., «On Geertz’s Interpretative Theorical Program» en Current Anthropology,
— «Aunque Ud. diga que ‹yo no hago sistemas› 466, entiende el arte, la ideología, el senti-
do común, y la religión como sistemas. ¿Cómo debe ser entendido esto?
— Bien, aunque su pregunta resulta oportuna, pienso que no hago sistemas. Las pa-
labras eran solamente títulos. Cuando usted lee mi análisis sobre el arte, la religión,
etc., no es que sea sistemático. Solamente dije que hay alguna coherencia interna en
ellos, y que hay que mirarlos de un modo contextual. Eso es lo máximo que se puede
464 Parsons, T., El Sistema Social. Alianza, Madrid, 1999, p. 19. IC 144. Para la discusión
acerca de lo social y lo cultural en Geertz, cfr. Kuper, A., «Culture, Identity and the Project of a
Cosmopolitan Anthropology» en Man. The Journal of the Royal Anthropological Institute, vol. 29,
n. 3, septiembre 1994, p. 540; Asad, T., «Anthropological Conceptions of Religion: Reflections
on Geertz», Man, vol. 18, 1983, p. 252 y ssgg.; Austin, D. «Symbols and Culture: some
Philosophical Assumptions in the Work of Clifford Geertz» en Social Analysis, vol. 3, 1979; y
Hofstee, W., «The Interpretation of Religion: Some Remarks on the Work of Clifford Geertz»
en Neue Zeitschrift für systematische Theologie und Religionsphilosophie, vol. 27, 1985, p. 154.
465 Walters, R. G., «Signs of Times: Clifford Geertz and Historians» en Social Research,
Es evidente en qué sentido específico se refiere Geertz a «hacer una teoría ge-
neral». Poder construir una teoría que se autoexplique como anterior a la realidad
en la que se vive —sea norteamericana o javanesa— exige la perentoria pregunta
de ¿cómo se puede sustraer uno al mundo en el que vive postulando principios apli-
cables a, como diría Rousseau, todo el mundo existente, existido y por existir? La
imposibilidad de ello —la particularidad de las afirmaciones de un antropólogo
como Geertz— no tienen por qué negar su falsedad. «Si no es universal es falso»,
es algo que no se sostiene argumentativamente. «Cualesquiera —dice Geertz—
similitudes que se encuentren [entre distintas culturas], incluso si toman la forma
de contrastes […] o de elementos incomparables […] son también genuinas, y no
categorías abstractas sobreimpuestas sobre ‹datos› pasivos, conducidos a la mente
por ‹Dios›, la ‹realidad› o la ‹naturaleza› […] puede que Dios no se encuentre en
los detalles, pero no hay duda de que ‹el mundo› —‹todo lo que es el caso›— sí»
(AL 138).
Por eso, explicada la postura del ser humano como ser que se autointerpreta
e interpreta la realidad, la mejor manera de entender qué es el ser humano es
observar la vida misma de los hombres particulares. «Somos animales incompletos
o inconclusos —dice Geertz— que nos completamos o terminamos por obra de
la cultura, y no por obra de la cultura en general sino por formas en alto grado
particulares de ella: la forma dobuana y la forma javanesa, la forma hopi y la forma
italiana, la forma de las clases superiores y la de las clases inferiores, la forma aca-
démica y la comercial» (IC 49).
Retomando un ejemplo antes expuesto, para saber qué significa ser persona
o el self, la cuestión no es entender que existe una realidad inmutable y previa lla-
mada «yo» que se desglosa en distintas culturas, y que entre ellas se traducen to-
mando como base esa realidad universal llamada «yo». Sin ser una pérdida de
«realidad», sino más bien una ganancia para entenderla, lo mejor es hacerse car-
go de la configuración socio-histórica —configuración ella misma histórica— de
los distintos y particulares sentidos y valores que en cada cultura han dado a su
propia vivencia interpretativa. Tal y como recoge Bruner de Geertz, el self es pri-
mariamente un tipo de texto que nos sitúa ante el mundo y los demás, y no un
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 251
presupuesto previo 467. Ello no implica negar que haya un «yo» —la lluvia sigue
mojando, y el fuego sigue quemando— sino que más bien se le sitúa dentro de
un marco de comprensión. Lo que implica es que si el significado no está más
allá de la acción concreta—obviando el obstáculo ya salvado del idealismo que
se le presuponía a Geertz— entonces el significado es la manera de inventar de
lo humano. Por eso Marcus y Fischer comentan respecto a la idea de «persona»
en la narración de la concepción balinesa de Geertz: «El aspecto más atractivo y
eficaz del artículo de Geertz radica en que no recurre a una discusión de psico-
logía, aun cuando sin duda habla de la ‹mente balinesa›. Antes bien, trae a cola-
ción distintas observaciones sobre los sistemas balineses de denominación, for-
mas de calcular el tiempo y prácticas rituales, en una discusión central sobre el
ciclo vital, no concebido literalmente en términos de individuos, sino como una
concepción autóctona sistemática —una teoría, si se quiere— acerca de la natu-
raleza de la persona que constituye al mismo tiempo una concepción sistemáti-
ca de la experiencia» 468. El significado no está solamente inserto en las formas
de vida, sino que es la configuración misma de esas formas 469.
Por eso para Geertz «el pensamiento ha […] de entenderse ‹etnográfi-
camente›, esto es, mediante la descripción del mundo en el que adquiere senti-
do, sea éste como fuere» (LK 152). En un pasaje de IC Geertz afirma: «En an-
tropología o, en todo caso, en antropología social, lo que hacen los que la practican
es etnografía. Y es al tratar de entender lo que es hacer etnografía cuando em-
pezamos a captar lo que representa el análisis antropológico como forma de co-
nocimiento» (IC 5-6). También en AA señala: «el término ‹antropología› es usado
en [El antropólogo como autor] principalmente como un sinónimo de ‹etnografía›
o ‹estudio con base etnográfica›» (AA V). No obstante, Geertz no está reduciendo
la antropología a la etnografía. Lo que está diciendo es que no existe una teoría
antropológica al margen de la realidad cultural, que hacer reflexiones generales
sobre el ser humano —lo cual Geertz admite y hace— no es lo mismo que fijar-
se exclusivamente en «lo general». Por eso, Geertz no pone el «énfasis en redu-
467 Cfr. Bruner, J., Realidad mental y mundos posibles. Los actos de la imaginación que dan
cultura implica explicación teórica, A., González Echevarría. Crítica de la singularidad cultu-
ral. Anthropos, Barcelona, 2003, pp. 332-44.
472 «Experiencias como cuentos, fiestas, potteries, ritos, dramas, imágenes, memorias,
etnografías, y maquinarias alegóricas, son construcciones; y son tal y como las hacemos. La
‹antropología de la experiencia›, como la antropología de cualquier cosa, es un estudio del ar-
tificio y de su infinitud» (AE 380).
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 253
y Ariès —casos que son personas en el mundo— son «artefactos culturales» (IC
51) 473, resulta casi imposible negar que la ideación del propio Turner, Holton,
Ariès y Geertz no lo es. La explicación antropológica no es pues una descripción
de leyes atemporales que cae sobre las realidades que describe, la teoría es, en pri-
mer lugar, un «artificio erudito» (IC 16). Lo que no comporta proclamar su fal-
sedad, sino su no-verdad absoluta desde el punto de vista del ojo divino.
Parafraseando a Nubiola 474, nuestras teorías, como los artefactos que construi-
mos, son fabricados por nosotros, pero de ello no se deduce que sean arbitrarias
o que puedan ser mejores o peores. Más bien, que sean «nuestras» significa que
pueden ser reemplazadas, corregidas y mejoradas conforme se descubren ver-
siones mejores o más refinadas: «las generalidades a las que logra llegar [la teoría
antropológica] se deben a la delicadeza de sus distinciones, no a la fuerza de
sus abstracciones» (IC 25). «Contemplamos [los distintos pueblos] desde nues-
tra posición particular dentro de ese orden. Hacemos de ellos lo que podemos,
desde lo que somos o hemos devenido. No hay nada fatal para la verdad o la
honestidad en todo ello. Pero es inevitable y absurdo pretender algo distinto»
(AL 105).
Por eso si la interpretación de los distintos sistemas simbólicos es «una em-
presa histórica, sociológica, comparativa, interpretativa y de alguna manera opor-
tunista» (LK 152), la teoría de la interpretación que a ella va añadida —a la de
Geertz, Turner, Holton y compañía— también es «histórica, sociológica, compa-
rativa, interpretativa y de alguna manera oportunista» (LK 152).
Ninguna de las dos cuestiones menoscaba en nada la falsedad de lo que afir-
man sus tesis, sino que las sitúa. De no ser así, entonces es cuando se puede em-
pezar a pensar literalmente cosas tan disparatadas como que realmente los nuer
hacen metafísica, los aborígenes ciencia experimental, o, por qué no, los escolás-
ticos brujería. Y es entonces cuando quiebra la comprensión de lo que hacen unos
y otros.
La naturalidad de la cultura es la naturalidad de la realidad. Resulta suma-
mente significativo que, a pesar de que los antropólogos pueden tener el proble-
ma de ser idealistas, conductistas, materialistas, e, incluso, relativistas, no tienen
el problema del escepticismo radical. Pueden tener la dificultad de cierto escep-
ticismo gnoseológico —dudar de si lo que se dice del «otro» es verdad o no— pero
473 La frase completa es: «Y con los hombres ocurre lo mismo: desde el primero al úl-
timo también ellos son artefactos culturales» (IC 51).
474 Cfr. Nubiola, J., «Pragmatismo y relativismo: una defensa del pluralismo» en Thémata.
475 Keyes, Ch. F., «Weber and Anthropology» en Annual Review of Anthropology, vol. 31,
del mismo. También los dos, Geertz y Ricoeur, conocen la obra de Lévi-Strauss,
y ambos han llegado a conclusiones semejantes sin haberse leído. Las ideas de
Wittgenstein o de John L. Austin parecen ser buenos interlocutores para decir
lo que ambos quieren decir. Pero sobretodo, los dos habían estudiado y redescu-
bierto a Dilthey.
Si como Ricoeur escribió, el tiempo solo deviene tiempo humano en tanto
que es narrado, la narración de ambos, y entre ambos, se inaugura no sólo en las
lecturas que Geertz ha hecho de la obra de Ricoeur y viceversa, sino en las me-
diaciones de libros afines que han tenido. Los tertium no son aquí filtros
excluyentes, sino parte de esas condiciones materiales del encuentro que antes
mencionábamos. La afinidad no es un don gratuito, ni una comparación de un
tercer hombre, si no, como la idea de Hermenéutica de aquellos años, un «aire
de familia» wittgensteniano.
Lo que Geertz descubre en Ricoeur no es solamente algo nuevo, sino una
mejor forma de expresar lo que él quiere expresar. No son desde luego las ideas
de Ricoeur inmutables, del mismo modo que Geertz no posee una facultad
reminiscente de la idea de hermenéutica, sino que ambos ejercitan lo que para-
dójicamente la misma hermenéutica propugna: interpretaciones de otras lectu-
ras… interpretaciones de interpretaciones, diría Geertz; sin más: una fusión de
horizontes en toda regla.
De tal manera que la correspondencia entre ambos autores no puede enten-
derse aquí como término comparativo, sino como invención o redefinición lin-
güística, esto es, como metáfora. Tal es así, que tampoco puede afirmarse que lo
que Geertz postula es idéntico e hierático a los escritos de Ricoeur. Y del mis-
mo modo puede atribuirse a ambos una «línea de ascendencia teórica» diferen-
te. Desde ese aire de familia, ni los padres son los mismos, ni los hijos iguales.
La primera constancia de la lectura de Ricoeur por parte de Geertz, y segu-
ramente la más importante, la hace éste en «Deep play: Notes on Balinese
Cockfight» 476. El artículo en cuestión será considerado por los comentaristas de
Geertz, y por el propio autor (AF 184-5 n114), como parte de la columna ver-
tebral de su juego hermenéutico. En dicho artículo Geertz cita la traducción in-
glesa de New Heaven Freud and Philosophy (1970), que Ricoeur publicó original-
mente en 1965 con el título De l’interprétation: essai sur Freud 477. Por otro lado,
en su célebre ensayo introductorio «Thick Description: Toward an Interpretative
476 Geertz, C., «Deep play: Notes on Balinese Cockfight» en Daedalus, 1972, vol. 101,
pp. 1-37.
477 Ricoeur, P., De l’interprétation: essai sur Freud. Seuil, París, 1965.
256 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
478 Ricoeur, P., «The Model of the Text. Meaningful Action Considered as a Text» en
Social Research, vol. 38, 1971. Este artículo esta recogido también en Rabinow, P., y Sullivan,
William M. (eds). Interpretative Social Science: a Reader. University of California Press, Berkeley,
1979, pp. 73-101.
479 Al parecer, dicho encargo conllevó no poca polémica dentro de otras ramas del propio
Princeton. Existen varias publicaciones al respecto, e incluso Geertz ha hecho referencia a di-
chas desavenencias con algunos de sus colegas en Reflexiones Antropológicas. Al caso véase,
Jones, L., «Bad Boys on Mt. Olympus» en Atlantic, febrero 1974, pp. 37-53.
480 Geertz, C., y Geertz H., Kinship in Bali. The University Chicago Press, Chicago,
1975.
EL ESTATUTO DE LA ACCIÓN SIMBÓLICA 257
él rumiaba durante esos años 481. La tesis sobre la acción social, sobre la inscrip-
ción y la lectura, son tomadas tan literalmente por Geertz que dos de las más fa-
mosas frases atribuidas al antropólogo californiano por sus comentaristas pos-
teriores son una reutilización —«debida» y casi literal, esta vez— del título del
artículo de Ricoeur. Las frases de «Deep Play» son: «the culture of a people is an
ensemble of texts» (IC 452), y « treat of a cockfight as a text» (IC 449) 482. Lo que
opera Ricoeur en Geertz no es ni una copia, ni una aplicación de una idea ori-
ginal, sino un encuentro al más puro estilo de un rompecabezas. Como tal, la pie-
za faltante que Ricoeur le ofrece a Geertz es, como decía Tolkien de la esencia
de The Lord of the Rings, humus lingüístico: nuevas posibilidades metafóricas.
El caso de Ricoeur sobre Geertz resulta parecido. En 1975, con La Interpre-
tación de las Culturas ya publicado, Ricoeur vuelve a la universidad de Chicago a
dar una serie de conferencias que verán la luz bajo el título de Lectures on
Ideolology and Utopia 483. La última conferencia del apartado sobre la ideología
es relativa al ensayo de Geertz «Ideology as a cultural system» 484. Y aunque éste
es del año 64, Ricoeur lo cita desde La Interpretación (1973).
Sin embargo, el filósofo francés no menta al antropólogo estadounidense con
la misma asiduidad que éste solía. Será el artículo de «The Model of the Text.
Meaningful Action Considered as a Text», el que, paradójicamente, los vuelva a unir,
dando el paso clave para unir, por las veredas de la estética, la teoría de la cultu-
ra de Geertz a la de la acción simbólica.
En 1986, Ricoeur compila una serie de textos bajo el título Du texte a l’action.
Essais d’herméneutique II, que engloba dicho artículo. En el prefacio del libro,
Ricoeur, y a colación de una breve presentación al lector sobre lo que se va a en-
contrar, menciona a Geertz. Curiosamente afirma que la lectura de «The Model
of the Text. Meaningful Action Considered as a Text» es semejante a lo que
Geertz dice sobre los «modelos de» y los «modelos para» cuando habla de los sím-
Geertz Neghara (1980) cite a Ricoeur sólo una vez pero como nota de encabezado del capí-
tulo principal. La cita, muy al caso que nos trae, es: «Es esta una extraña especie de imitación
que comprende y construye la cosa misma que imita» (NG 121).
482 En IC 449 dice una fórmula parecida: «cultural forms can be treated as text».
483 El original en inglés es Ricoeur, P., Lectures on Ideology and Utopias. Columbia
University Press, Nueva York, 1996. La traducción francesa es L’idéologie et l’utopie (La couleur
des idées). Seuil, París, 1997; y la castellana Ideología y Utopía. Gedisa, Barcelona, 2001.
484 Geertz, C., The Interpretation of Cultures. Basic Books, Nueva York, 1973, pp. 193-
233. La primera publicación del artículo fue en Apter, D. (ed.), Ideology and Discontent. The
Free Press of Glencoe, 1964, pp. 47-56.
258 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
bolos. Los dos términos son usados por Geertz en «The religion as a cultural
system», un capítulo de La Interpretación de las Culturas publicado por pri-
mera vez en el año 63. Curiosamente también, en dicho artículo Geertz no
menciona a Ricoeur para nada, y, es más, posiblemente en esos años aún no lo
habría leído 485. De tal manera que lo que Ricoeur viene a expresar con dicha
alusión es que parte de lo que él quiere decir en ese artículo ya lo intuía y lo
expresó Geertz anteriormente. Y no sólo eso, sino que además lo hizo de for-
ma certera 486.
De modo que cabe establecer: Geertz entiende la acción simbólica como una
cuestión estética, y eso no se lo proporciona Weber o Wittgenstein, sino también,
y primeramente, la idea de «modelo de» «modelo para»; Ricoeur entiende la ac-
ción significativa como un texto; Geertz recoge la idea del texto de Ricoeur para
su concepción de cultura, y de ahí que su concepción de cultura sea una cuestión
afín a la literatura y a lo estético; Ricoeur dice que la acción significativa consi-
derada como un texto es como el «modelo de» y el «modelo para» de Geertz;
Geertz entiende que el «modelo para» y el «modelo de» son la base de la acción
simbólica.
Luego Geertz entiende que el paso crucial para entender la acción simbóli-
ca dentro de su idea de cultura es la cuestión estética: el texto 487 que para Ricoeur
es como la relación entre el «modelo de»/«modelo para». Y es que, a su vez, Geertz
la toma como la base de la acción simbólica.
O, lo que es lo mismo, Geertz entiende que la diatriba que esclarezca la cues-
tión estética de su concepción de cultura es la misma que ilumina su versión es-
tética de la acción simbólica: ese carácter ficticio de la simbolización.
Recordando que la frase de Geertz era «tomar la cultura como un texto», y
la de Ricoeur «la acción significativa tomada como un texto», cabe señalar aho-
ra que la manera en que la acción significativa para Ricoeur era como la
interrelación entre el «modelo de» y el «modelo para» es también la misma ma-
nera en que Geertz entiende que la acción simbólica es considerada una cues-
tión literario-estética. Pero si, además, Geertz dice que «es la cultura la que es
485 Le conflit des interprétations. Essais de Hermeneutique, es la obra anterior que Ricoeur
considera precursora de artículos como «The Model of the Text». Le Conflit fue publicado en
el 69, posteriormente a «Religion as a Cultural System» de Geertz. Así, Geertz no es tanto
un futurólogo de las ideas de Ricoeur, sino un hermeneuta de la antropología que converge
con él más tarde.
486 La última referencia de Ricoeur a Geertz la ha hecho en La memoria, la historia, el
487 Geertz entiende que «dichos textos […] incorporan actividades sociales cotidianas
490 Hay que decir, con Inglis, que Geertz, pese a ser tachado de postmoderno por la
mayoría de autores (cfr. Reynoso, C., «Presentación», en Reynoso, C., (comp.), El surgimiento
de la antropología postmoderna. Gedisa, Barcelona, 1998. O También Castilla, F., «Las bases fi-
losóficas de la antropología postmoderna», en Antropología. Revista de pensamiento antropológico
y estudios etnográficos, vol. 12, octubre 1996, pp. 110-1 y 117) no descalifica el término «cien-
cia» —sin ser una ciencia al modo de la física, dice Geertz, «no veo el motivo para no llamar-
la ciencia» a la antropología interpretativa (VA 128)—, sino que lo redefine. Posiblemente, el
problema sea, como dice Inglis, que a Geertz, cuando en 1973 publica La Interpretación de las
Culturas, se le asoció con una serie de autores (uno de ellos era Kuhn) que aparentemente
desprestigiaban el término en cuestión, o su validez, y que, a su vez, parecían formar parte de
una nueva corriente teórica en distintas disciplinas. Cfr. Inglis, F., Clifford Geertz. Culture,
Custom and ethics. Polity Press, Cambridge, 2000, p. 112. Obviamente si, como Pals dice, «son
las leyes teóricas, después de todo, de lo que la ciencia trata […] Geertz, el intérprete de los
significados, no está recomendando hacer ciencia; recomienda el fin de la ciencia, al menos
en antropología». Si la ciencia social es «hacer leyes predictivas fuertes sobre el comportamiento
humano del mismo modo que los físicos hablan de la ley de la gravedad», entonces no hay cien-
cia en antropología. Pero Pals añade que Geertz está diciendo que existe otra forma de hacer
ciencia: como en la historia, los procedimientos que realiza la antropología son «racionales,
críticos y buscan evidencias». Así, desde Geertz —y según Pals— «comprendiendo que pue-
den existir dos tipos de ciencia, entonces se aclara alguna confusión». A pesar de todo, añade
Pals, la antropología como disciplina interpretativa no acaba de satisfacer a los propios
antropólogos.
Sin embargo, es muy dudoso que Geertz esté planteando que existen dos formas de ha-
cer ciencia, pues también las ciencias naturales son formas de interpretación (AL 143-59). Ni
las leyes naturales son tan naturales, ni las interpretaciones conducen a un caos de conocimien-
tos que impida negar la ley de la gravedad. Las citas están en Pals, D., Seven Theories of religion.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 263
Oxford University Press, Oxford, 1997, p. 260. Véase también la discusión entre Geertz y
Charles Taylor sobre la distinción entre «ciencias del espíritu» y «ciencias de la naturaleza»,
«El extraño extrañamiento: Charles Taylor y las ciencias naturales» en AL 143-59, y Taylor,
Ch., «Reply and re-articulation. III Natural and human sciences», en Tully, J. (ed.), Philosophy
in a Age of Pluralism, Cambridge University Press, Cambridge, 1995, pp. 233-6.
491 Kluckhohn, C., Antropología. FCE, Madrid, 1974.
264 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
492 Kuper también señala como un dato importante, de cara a esa reformulación que hizo
del campo de la antropología, el hecho de que Geertz viniera del ámbito de las Ciencias Hu-
manas; cfr. Gibb, R. y Mills, D., «An interview with Adam Kuper» en Social Anthropology, vol.
9, n. 2, 2001, p. 209.
493 Su tesis doctoral, reducida y plasmada en su primer libro, fue The Religion of Java.
University Chicago Press, Chicago, 1960. La tesis la dirigió Cora Dubois, catedrática en el
departamento de Relaciones Sociales de Harvard y especialista en el sudeste asiático: «redac-
té una tesis de setecientas páginas (la catedrática Dubois estaba horrorizada)» (AL 15). La
publicación sólo tiene 386.
494 Como señala Duch, la misma definición «semiótica» de cultura en Geertz, también
puede ser aplicable en gran medida a la noción de «religión». Duch., Ll., Armes espirituls i
materials: religió. Publicacions de l’Abadia de Montserrat, Montserrat, 2001, pp. 157-8.
495 La edición original es Kroeber A. L. y Kluckhohn, C., Culture: A Critical Review of
Concepts and Definitions. Pap. Peabody Mus. Archaeol. Ethnol., Harvard Univ., Cambridge,
MA, vol. 57, n. 1, 1952. También se puede ver en Kroeber, A. L. y Clyde Kluckhohn, Culture:
A Critical Review of Concepts and Definitions. Vintage Books, Nueva York, 1963.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 265
dado al término «cultura» desde que se inauguró la veda con Tylor y Arnold. Para
entonces se habían brindado alrededor de ciento setenta definiciones bajo trece
categorías distintas 496. Este hecho puntual influyó decisivamente en Geertz. El
trabajo de Kroeber y Kluckhohn de recoger todas la definiciones de cultura —
¡171 definiciones!— lo leyó íntegramente Geertz con el fin de «sugerir cambios,
clarificaciones, reconsideraciones, etc.,» (AL 12), otra forma de decir que, ade-
más de aprender leyendo en primicia el libro, fue el vigilante de las erratas de los
catedráticos 497. Este «ejercicio», como Geertz lo llama, «me zambulló brutalmen-
te sin previo aviso o guía en el corazón de lo que más tarde aprendí a llamar la
problemática de mi campo» (AL 12).
«En los años cincuenta, la elocuencia, la energía, la amplitud del interés y la pura bri-
llantez de [numerosos] autores […] hicieron que la idea antropológica de cultura es-
tuviera al alcance de, bueno… la cultura misma, a la vez que se convertía en una idea
tan difusa y amplia que bien parecía una explicación ‹multiusos› para cualquier cosa que
los humanos puedan idear, hacer, imaginar, decir, ser o creer. Todos sabían que los
kwakiutl eran megalómanos, los dobu paranoicos, los zuñi serenos, los alemanes auto-
ritarios […] porque su cultura (cada uno tenía la suya y ninguno tenía más de una) lo
había hecho así. Estábamos condenados, al parecer, a trabajar con una lógica y un len-
guaje en los que concepto, causa y resultado tenían el mismo nombre» (AL 12-3).
Pero tomarse la cultura como tema central de lo que ha sido su vida de es-
tudio no es simplemente un hecho fortuito. Hecho que algunos estudiosos son
capaces de ver como algo irremediable si hacen una lectura de los escritos de
Geertz con un amplio calado biográfico.
«Cultura» fue un concepto enmarañado —éste sí estaba en la botella de
Wittgenstein— con el que Geertz se tenía que encontrar. Cierto es que «[cul-
tura] es un término fugitivo, inestable, enciclopédico y cargado de normatividad
y hay quienes, especialmente aquellos para quienes sólo lo realmente real es real-
mente real, lo ven como algo vacuo, incluso peligroso, y lo desterrarían del orto-
496 Cfr. Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos. Paidós, Barcelona, 2001, p. 74.
Kuper habla de 164 definiciones y también habla de 164 definiciones Gómez Pérez; cfr.
Gómez Pérez, R., Iguales y distintos. Introducción a la antropología cultural. EIUNSA, Ansoáin,
2001, p. 34.
497 El texto así lo sugiere: «y yo, supuestamente en casa entre elevados conceptos, fui
reclutado para leer todo lo que habían hecho y sugerir cambios, clarificaciones,
reconsideraciones, etc. » (AL 12). Geertz entró en el departamento de Relaciones Sociales
de Harvard gracias al contacto que Georg Geiger —antiguo alumno de Dewey y profesor
de filosofía en el Antioch de Geertz— tenía con Clyde Kluckhohn (AL 7).
266 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
doxo discurso de las personas serias» (AL 11). Pero igual de cierto es que Geertz
encontró en numerosos autores ideas que le sirvieron para esclarecerlo en la mis-
ma medida en que él mismo se esclarecía sobre lo que pensaba. «Geertz dio —
comenta Ortner— al hasta entonces volátil concepto de cultura un locus relati-
vamente fijo, un grado de objetividad que no había tenido anteriormente» 498.
De esos autores recogió Geertz frases y estructuras argumentativas que le
eran válidas para la antropología que él quería hacer. Posiblemente, la más famosa
de esas frases fue aquella en la que Geertz parafraseó a Ricoeur: «la cultura de
la gente es como un conjunto de textos» (IC 452). Geertz la recoge en el último
artículo que escribió y que colocó en La Interpretación: «Juego Profundo: Notas
sobre la riña de gallos en Bali».
En «Juego profundo» —el artículo que junto «Descripción densa», más de-
nota la influencia de Ricoeur en La interpretación 499— Geertz realiza la exposi-
ción más conocida sobre cómo opera un símbolo (la riña de gallos), en tanto que
éste es el encauzador semántico de la vida de los individuos, en este caso, los
balineses.
Para Geertz, «buena parte del espíritu de Bali se manifiesta en un reñidero
de gallos» 500 (IC 417). Hay una relación directa entre las connotaciones mascu-
linas que se dan a los gallos y la representación del self entre los balineses. Hay
un juego de lenguaje inscrito en la forma de vida balinesa basado en la relación
entre los varones y los gallos. Por ejemplo, la misma palabra que se usa para de-
entienden por etnografía, «si la etnografía está para ser la forma típica del trabajo de campo
en los Estudios Culturales, entonces el ensayo [de Geertz] sobre la riña balinesa de gallos es
nuestro modelo». Inglis, F., Cultural Studies. Blackwell, Publishers, Oxford, 1993, p. 165.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 267
con agua tibia, hierbas y flores de la misma forma que a un bebé antes de iniciar
una ceremonia. «Se les recortan las crestas, se les encrespa el plumaje, se afilan
los espolones, se aplican masajes a las patas y se los observa en sus defectos con
la enorme concentración de un mercader de diamantes» (IC 419). Suele ser co-
mún que un propietario de un gallo pase la mayor parte del tiempo con él: «‹me
enloquecen los gallos› solía decir mi aposentador, un aficionado corriente en Bali»
(IC 419).
Sin embargo, el gallo no es sólo expresión de una masculinidad superlativa,
de una imagen idealizada y potencialmente poderosa de lo varonil, sino que, ade-
más, muestra también el profundo desprecio por lo que se toma por defectuoso.
De hecho, en Bali, «la animalidad» es considerada como uno de los valores más
negativos y profundamente despectivos y odiados. «En la mayor parte de las es-
culturas, las danzas, en los ritos y en el mito, la mayor parte de los demonios es-
tán representados en alguna forma de animal real o fantástico» (IC 420) 503. Tam-
bién, por ejemplo, en lo ritos de pubertad se les lima los dientes a los niños afín
de que no parezcan colmillos. Incluso comer —como acto que también hace el
animal— es considerado como algo que no se debe hacer en público. Esta dis-
paridad contrapuesta de significados 504 se evidencia en que la riña de gallos tam-
bién tiene la posibilidad de leerse como una forma de apaciguamiento de los de-
monios, una suerte de sacrificio que aplaca a los diablos. Por eso, en Bali, es una
costumbre que antes de un día de fiesta o de ceremonias se realicen peleas de
gallos: «en la riña de gallos, el hombre y la bestia, el bien y el mal, el yo y el ello,
la fuerza creadora de la masculinidad excitada y la fuerza destructora de la
animalidad desencadenada, se funden en un sangriento drama de odio, crueldad
violencia y muerte» (IC 420-1). Acto seguido Geertz relata cómo se desarrolla
una riña de gallos normalmente —los árbitros, los jueces, cómo se colocan los
espolones, la reglamentación del público, de los dueños, etc. — y todo el com-
plejo de apuestas que hay alrededor, distinguiendo tres tipos de peleas de gallos
en las que se busca más o menos la paridad en la calidad de los gallos contrin-
cantes, según la importancia de la pelea y de la suma de dinero que se juegue 505.
506 Bentham, J., The Theory of Legislation, aunque Geertz saca la frase de International
Lybrary of Psichology, 1931, nota de la pagina 106.
507 Cfr. Chick, G. y Donlon, J., «Going out on a Limn: Geertz’s Deep Play, Notes on
the Balinese Cockfight, and the Anthropological Study of Play» en Play & Culture, vol. 5, 1992,
pp. 243-245.
508 Este aspecto de la riña de gallos es lo que Roseberry acentúa en su versión de Geertz;
cfr. Roseberry., W., «Balinese Cockfight and the Seduction of ‹Anthropology›» en Social Science,
vol. 49, 1982, p. 1018.
270 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
509 Como dice Ruano de Geertz, en el momento en que se entiende que la cultura es
como un texto «vivimos a través de [la experiencia] que se constituye como autorreferencia
cuando es narrada». Ruano, L., «De la construcción de los otros por nosotros a la construc-
ción del nos-otros» en Educar. Revista De Educación, Nueva Época, vol. 12, Enero-Marzo 2000,
http://www. jalisco. gob. mx/srias/educacion/consulta/educar/12/12Letic. html, 27-02-01.
510 Aristóteles, Peri Hermeneias, capítulo 5, 17a.
511 Por eso, no creo que Geertz esté manteniendo que la riña —y en otro orden el en-
sayo— sea una manifestación de las creencias «escondidas» de los balineses tal y como sos-
tiene Jones; cfr. Jones, T., «FIC Descriptions and Interpretative Social Science: Should
Philosophers Roll their Eyes» en Journal for the Theory of Social Behaviour, vol. 29, n. 4, diciem-
bre 1999, pp. 354-6.
512 Cfr. Guggenheim, S., «Cock or Bull: Cockfighting, Social Structure, and Political
Commentary in the Phillipines», pp. 161 y ssgg., en Dundes, A. (ed.), The Cockfight: A Case-
book. Univ. Wis. Press, Madison, 1994.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 271
plo sobre las peleas de gallos en Filipinas, aduce que la pelea, lejos de iluminar
los principios de la estructura social balinesa, los oculta. De ahí que Guggenheim
no pueda aducir su ejemplo —como intenta hacerlo— como negación de la te-
sis de Geertz de que los símbolos son maneras de contarnos lo que somos.
La pelea de gallos le sugiere a Geertz la idea de «tomar la cultura como un
texto». El símbolo es una forma de «decir algo de algo» en tanto que es la forma
en que el sujeto configura la realidad, y a la vez, el símbolo como tal canaliza y
focaliza la actitud y la acción del sujeto en cuanto que es interpretativa. Decir algo
de algo no es sólo «dotar de sentido a», sino «hacer la lectura de». La cultura plas-
ma esos significados en símbolos donde el juego de interpretación, de configu-
ración de la realidad, se vuelve juego de lectura. El símbolo no es sólo lo que for-
maliza la realidad, sino que es la manera en que el sujeto puede canalizar sus
expresiones, sentimientos, afectos, sensaciones, las formas de entendimiento y ac-
ción, etc., en resumen, la manera en que puede vehicularse la acción.
La cultura como conjunto de símbolos es el marco de acción y comprensión
de los individuos. La cultura es por eso un «documento activo» (IC 10) en su
doble vertiente: como configuración e interpretación de la realidad, y como lec-
tura y reinterpretación continua por parte del individuo. Los balineses dicen qué
es el «salvajismo animal, el narcisismo masculino, el juego por dinero, la rivali-
dad de estatus, la excitación de las masas, el sacrificio cruento» (IC 449) a través
de la riña de gallos, y es, a la vez, ese mismo símbolo el que enseña al balinés
«cómo se manifiestan el ethos de su cultura y de su sensibilidad (o, en todo caso,
ciertos aspectos del ethos y de su sensibilidad)» (IC 449). El símbolo es un acto
hermenéutico porque es una manera de escribir la realidad y porque a la vez ofrece
el modo de leerla. O porque el único modo de poder leerla es escribirla. Puede
ser cierto que un balinés vaya a la pelea de gallos sólo por apostar o ganar dine-
ro, pero igual de innegable es apreciar que allí aprende qué significa el furor, el
temor, la lucha. La riña de gallos contiene las reglas de comprensión de ese ethos,
a la vez que permite desplegar al individuo su actuación en tanto que el símbolo
es inteligible, comprendido. La riña crea estructuras simbólicas cuyos significa-
dos pueden apreciarse como inteligibles 513.
513 La versión de Kuper va más allá: «Las interpretaciones balinesas, como las asocia-
ciones del que sueña, sólo pueden guiar al lector de textos durante una parte del camino.
Al final, debe apelar a las percepciones extranjeras del psicoanalista. Y lo que revela esa lec-
tura no es simplemente el poder de la cultura para desbordar y anular la racionalidad eco-
nómica, sino las fuerzas oscuras de la naturaleza humana que acechan bajo la superficie, y
que pueden debilitar los valores de una cultura». Kuper, A., Cultura. La versión de los
antropólogos, p. 131.
272 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Así pues, la manera en que el sujeto actúa no es debida a un código que des-
cifra, sino a un significado que comprende. La riña de gallos no actúa como sím-
bolo porque los balineses, en su participación en la misma, se comportan de for-
ma causal respecto a qué es lo que significa la masculinidad, el estatus, etc. Dicha
posición cree entender que la sensibilidad —o la afectividad— es una facultad
ya formalizada que espera el contenido significativo del símbolo, en tanto que esos
símbolos son reflejos de una sensibilidad ya preexistente 514. Pero para Geertz la
riña de gallos no es la respuesta causal de dicha configuración «esencial», pues
como hemos dicho anteriormente, la relación entre el símbolo y la estructura
mental del hombre no se cifra en base a la acción accidental del símbolo en una
mente ya constituida. La riña de gallos desarrolla una aspecto de la subjetividad
del balinés en tanto que «esa subjetividad no existe propiamente hasta estar así
organizada» (IC 451). El símbolo, la riña de gallos, es lectura y escritura a la vez,
o como dice Geertz, «creación» y «mantenimiento».
Desde esta perspectiva, la cultura como configuración significativa de la rea-
lidad en tanto que complejo simbólico se entiende mejor dentro de una estética.
El hombre entiende qué es el temor, el odio, la muerte, cuando se le dice lo que
son: cuando hay un modelo que explica. Ese modelo es un texto literario como
Macbeth, o una riña de gallos en Bali: un símbolo. Existe la posibilidad de que
se crea que la subjetividad es necesariamente tal y como un balinés cualquiera la
interpreta en la riña (que nuestro modelo se crea universal), pero Geertz diría que
eso sería porque se va demasiado a las peleas de gallos, de la misma forma que si
uno lee a Dickens y acaba creyéndose que es una especie de hato de Micawber,
eso es porque uno lee demasiado a Dickens. El margen de explicación de qué es
una cultura determinada está, no dentro de una mecánica social significativa, sino
de una semántica social 515.
El dinamismo estético de la cultura es visto por Geertz desde una dimen-
sión poiética y desde una situación interpretativa. La riña de gallos, Macbeth, o
el traje de un payaso, tienen la acepción de crear y construir los significados so-
bre la masculinidad, la risa o el cómo uno se comporta cuando «gana un reino y
pierde su alma». A la vez, esos símbolos permiten la interpretación y lectura de
los sujetos de ese grupo social. Los símbolos no actúan como causas sino como
configuraciones significativas de la realidad en tanto que modelan la conducta,
enseñan cómo actuar, sentir, pensar, etc. «Clifford Geertz otorga un papel fun-
damental a la experiencia artística y estética. En ese sentido, compara los ritua-
les de culturas alejadas con las obras de arte occidentales. No hay, según él, mu-
chas diferencias entre una obra de teatro de Shakespeare, una narración de
Dostoyevski, un ritual de Bali o una poesía islámica. El significado común con-
siste en que una cultura busca expresar, interpretar, ciertas experiencias vitales y
hacerlas comprensibles» 516.
La operación teórica de Geertz consiste en descubrir que el arte ya no es una
acepción museística o patrimonial, sino que es una noción aplicable a la dinámica
social de la vida. El matrimonio, el derecho, la religión, e incluso la racionalidad,
son vistos como productos estéticos que «colorean con luz la experiencia» 517, en
tanto que son frutos poiéticos de la práctica social. Lo que el concepto artístico
de la cultura ofrece es la posibilidad de comprender lo que a uno le pasa y le su-
cede en base a los sentidos que explican y hacen comprensible la acción concre-
ta. Sentidos que la misma dimensión cultural del hombre ha creado. Sentidos que,
de suyo, ofrecen un marco de inteligibilidad, de relectura y de reinterpretación
continua en tanto que lo que el ser humano necesita primariamente es un siste-
ma de símbolos que diga qué es el mundo en el que se inserta, y cómo está in-
sertado él allí. O lo que es lo mismo, concebir la acción humana y sus productos
como un «decir algo de algo». Reyna realiza una crítica a Geertz sobre el térmi-
no «lectura» algo descontextualizada: «Consideren, por ejemplo, el término ‹lec-
tura›. Geertz nunca divulga lo que entiende por lectura» 518. Obviamente lectu-
ra es igual a comprensión de una interpretación, que en la antropología lleva a
una interpretación de una interpretación. La cuestión es si la traducción de una
interpretación implica construcción y si construcción implica falsación. Y si tam-
bién construcción implica pérdida de conocimiento, de comprensión. Como se-
ñala Malighetti, «comprender un texto significa —hermenéuticamente— elaborar
una llave de lectura (‹construir una lectura de›) para hacer emerger el significa-
do que posee implícito. Se trata de una empresa constructiva y abierta en cuan-
to que comporta que la acción puede ser leída de muchos modos: como el juego,
el drama o el texto, también es polisémica» 519.
La cultura es, pues, vista por Geertz como la posibilidad de interpretar la rea-
lidad, crearla poiéticamente y plasmarla en un sistema de símbolos que conten-
gan dicha interpretación según la cual el sujeto puede interpretar su propia ex-
516 Arriarán, S., La fábula de la identidad perdida. Una crítica a la hermenéutica contem-
periencia. La cultura es un continuo decir algo de algo 520, a la par que es un con-
tinuo leer qué se dice de ese algo. O como dice Geertz: «la cultura de un pueblo
es un conjunto de textos, que son ellos mismos conjuntos y que los antropólogos
se esfuerzan por leer por encima del hombro de aquellos a quienes dichos textos
pertenecen propiamente» (IC 452).
Y ello implica que la posición interpretativa se hace cargo del cambio
sociocultural. La idea de la posesión de la realidad como posesión de sentido,
no conlleva que el sentido sea lo ya finiquitado, sino más bien al contrario. En
contra de la idea de Geertz, Mary Margaret Steedly dice en un artículo sobre
el estado actual de la cultura en el sudeste asiático, donde Geertz realizó la
mayor parte de su trabajo de campo: «Para muchos de los que hemos mante-
nido continuos contactos con una o más partes del sudeste de Asia, ésta es una
época incierta. Existe una sensación creciente de confusión, como si de algún
modo hubiéramos perdido el equilibrio etnográfico. El enfoque interpretativo
desarrollado para permitirnos leer textos culturales ‹por encima del hombro de
aquellos a quienes dichos textos pertenecen propiamente› (IC 452) parece in-
capaz de explicar aquellas cosas que la mayoría de nosotros desea entender. No
es sólo debido al torrente de crisis políticas y económicas que han seguido al
colapso de 1997 del Thaibant. Incluso antes, el motivo etnográfico había cam-
biado en las maneras de desestabilizar la sensibilidad cultural de la antropolo-
gía» 521. Más bien, es al revés de lo que dice Steedly. La postura de Geertz
comprehende esas continuas reinterpretaciones de lo cultural.
520 Para Augé, sin embargo, esta afirmación —la cultura es un conjunto de textos que
dicen algo de algo— es «exponerse al riesgo de hacerla decir lo que sea, especialmente
perogulladas». Augé, M., El sentido de los otros. Paidós, Barcelona, 1996, p. 55. Pero su crítica
es, en cierto orden, inoperante, porque es tanto como decir que no merece la pena intentar
explicar «qué es el lenguaje» por la cantidad de insensateces que se pueden decir desde él.
521 Steedly, M., «The State of Culture Theory in the Anthropology of Southeast Asia»
to de la antropología postmoderna. Gedisa, Barcelona, 1998, p. 156. Barnett Pearce y Chen han
puesto de relieve que la noción de «texto» en su relación con la cultura y la etnografía no es
usada de la misma manera en Geertz y en James Clifford; cfr. Barnett Pearce, W. y Chen, V.,
«Ethnography as Sermonic: The Rhetorics of Clifford Geertz and James Clifford» en Simons,
H. W. (ed.), Rethorics in Human Sciences. Sage Publications, Londres, 1989, pp. 125-8. Por otro
lado, la idea de tomar la cultura como un texto —en el caso concreto de la riña de gallos— ha
sido recogida por los Cultural Studies de forma muy peculiar respecto a cómo la planteaba
Geertz; cfr. Werbner, P., «‹The Lion of Lahore›: Anthropology, Cultural Performance and
Imran Khan» en Nugent, S. y Shore, C. (eds.), Anthropology and Cultural Studies. Pluto Press,
Chicago, 1997, especialmente pp. 55 y ssgg.
523 Una crítica de la validación de la interpretación de Geertz en el caso concreto de la
riña de gallos puede verse en Martin, M., «Geertz and the Interpretative Approach» en
Synthese., vol. 97, n. 2, 1993, pp. 278-83.
524 Ricoeur, P., Del texto a la acción. FCE, México DF, 2001, p. 176.
525 Ibid., p. 169.
276 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
grado de proximidad entre ambas ciencias que permite decir de las ciencias hu-
manas que son hermenéuticas.
2.—Las ciencias humanas en «su metodología desarrollan la misma clase de
procedimientos que la Auslegung o interpretación de texto» 526.
Lo primero que acomete Ricoeur es ¿qué se ha de entender por texto? Dice
Ricoeur que para entender un texto, hay que fijarse primero en la distinción en-
tre el lenguaje hablado y el lenguaje escrito. Una buena forma de observar las se-
mejanzas y diferencias entre ambos es la idea de discurso, entendiendo éste como
«acontecimiento en forma de lenguaje» 527. Existen cuatro rasgos característicos
del discurso que permiten observar esas distinciones y similitudes en el paso del
discurso hablado al texto:
1.- La temporalidad: En el habla «la instancia de discurso posee el carácter
de un acontecimiento fugaz. El acontecimiento aparece y desaparece […] hay un
problema de fijación, de inscripción. Lo que queremos fijar desaparece», en cam-
bio en el discurso escrito, en el texto, comparece «no el acto del hablar, sino lo
‹dicho› del habla, que entendemos como esa exteriorización intencional consti-
tutiva de la finalidad del discurso en virtud del cual el Sagen —el decir— quiere
convertirse en Aus-sage —lo enunciado. En síntesis, lo que escribimos, lo que ins-
cribimos, es el noema del decir. Es el significado del acontecimiento como habla,
no del acontecimiento de hablar como tal» 528. Este pasaje lo recoge Geertz (IC
19) para mostrar que también la antropología, como disciplina que registra lo que
se dice y hace, inscribe y escribe el contenido de los acontecimientos del habla.
Algo que es obvio, por ende: la escritura fija el lenguaje hablado.
Lo que dice Ricoeur es que tal acontecimiento del habla «se sobrepasa a sí
mismo en la significación» 529 puesto que se presta a dicha fijación. Pero, enton-
ces, ¿qué se fija?, ¿qué se dice? Ricoeur entiende que no sólo se inscribe mera-
mente «lo que se dice», la locución del acto de habla, sino que, siguiendo a Austin
y Searle —y Geertz, recordemos, también los sigue, (LK 153 y AL 17)— tam-
short, what we write, what we inscribe, is the noema of the speaking», Geertz amplía con un
«in short, what we write, what we inscribe, is the noema [‹thought›, ‹content›, ‹gist›] of the
speaking». La traducción de este pasaje es propia. Ricoeur, P., «The Model of the Text.
Meaningful Action Considered as a Text» en Rabinow, P., y Sullivan, William M. (eds).
Interpretative Social Science: a Reader, p. 76. En la edición de FCE se usa un juego de diferen-
ciaciones entre el «decir» y el «hablar» que en ningún momento de este pasaje Ricoeur pare-
ce traslucir.
529 Ricoeur, P., Del texto a la acción, p. 171.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 277
bién es la perlocución y la ilocución del acto de habla, esto es, lo que hacemos
por el hecho de decir y aquello que hacemos al hablar. «Doy pues —dice
Ricoeur— aquí al término ‹significación› una acepción muy amplia que abarca
todos los aspectos y niveles de la exteriorización intencional que hace posible la
inscripción del discurso» 530.
2.- El sujeto: «La intención subjetiva del sujeto que habla y la significación
de su discurso se superponen, de tal modo que resulta lo mismo entender lo que
quiere decir el locutor y lo que significa su discurso […]. Con el discurso escri-
to, la intención del autor y la del texto dejan de coincidir» 531. El agente en el dis-
curso hablado está totalmente vinculado a aquello que dice, pero no así el autor
y el texto. «Lo que dice el texto importa más que lo que el autor quería decir» 532.
Sólo la interpretación puede rescatar la significación perdida en tanto que dicha
significación del discurso hablado es convertida en texto escrito.
3.- La referencialidad: En el discurso hablado la referencia es ostensiva ya
que «significa que aquello a lo cual se refiere en última instancia es a la situación
común a los interlocutores» 533. El texto, en tanto que discurso, es un acontecimien-
to, y como tal se refiere al mundo, al mismo tiempo que no puede evitar relacio-
narse con algo. Pero ¿de qué habla el texto entonces? «Lejos de afirmar que […]
el texto carece de mundo, sostendré que sólo el hombre tiene mundo y no sim-
plemente una situación» 534. Lo que libera el texto respecto del habla es la refe-
rencia hacia la situación particular. El mundo del texto es el conjunto de referen-
cias abiertas por los textos, de tal manera que se direcciona «hacia las referencias
no situacionales que sobreviven a la desaparición de esas situaciones y que, en lo
sucesivo, se ofrecen como modos posibles de ser, como dimensiones simbólicas
de nuestro ser-en-el-mundo» 535. Comprender un texto es entendernos como más
allá de nuestra situación presencial en el habla. Y eso es poder hablar de la Gre-
cia clásica, o de Papúa Nueva Guinea. Por eso, primariamente, comprender un
texto no es comprender a un «alguien» sino un «proyecto», un modo de ser. La
referencia del texto es una «proyección del mundo» 536.
La referencia del texto es la posibilidad del mundo desde un ser-en-el-mundo. «Si se supri-
me esta función referencial, sólo queda un absurdo juego de significantes errabundos». Ibid.,
p. 175.
278 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Sin embargo, hay que señalar que Ricoeur no hace una confrontación entre
«discurso» y «texto» —ni en Geertz existe ningún pasaje que haga esa distin-
ción— sino entre dos tipos de discursos, el «acto de habla» como tal y el «texto
escrito»: ambos son dos tipos de discurso. «Para justificar —dice Ricoeur— la
distinción entre lenguaje hablado y escrito, es necesario introducir un concepto
preliminar, el del discurso. En su carácter de discurso es el lenguaje hablado, o bien
escrito» 539. Es más, Ricoeur distingue en su obra entre «discurso escrito» y «dis-
curso hablado», algo crucial para entender su paso del símbolo al texto.
Pero lo que Clifford sugiere que sostiene Geertz desde Ricoeur es importante
para saber qué quiere decir Geertz con «como un texto». Lo que para Ricoeur es
«como un texto» es «la acción significativa», luego lo que Geertz toma como «ras-
gos constitutivos de la cultura» es la «acción significativa en tanto que sus seme-
janzas con el texto» que entiende Ricoeur. Y es ello lo que posibilita una analo-
gía de la acción con la interpretación textual, pues ésta, la acción, posee
características semejantes a la textualización del acto de habla. En palabras de
Geertz: «La clave para la transición del texto al análogo del texto, de la escritura
como discurso a la acción como discurso es, como señaló Paul Ricoeur, el con-
cepto de inscripción: la fijación del significado» (LK 31).
Luego lo que quiere decir Geertz por «cultura como un texto» es lo que quie-
re decir Ricoeur por «acción como un texto».
Las peculiaridades de la acción significativa como texto son las peculiarida-
des de la cultura. Por eso, en un más que coloquial sentido, Geertz puede decir:
«¡lo que yo entiendo por cultura es lo que Ricoeur entiende por acción como tex-
to!» (LK 31); y, del mismo modo, Ricoeur puede afirmar varios años después
cuando habla de la acción: lo que yo entiendo por «acción como texto» no es sólo
lo que Geertz entiende por cultura, sino lo que Geertz dice del «modelo de» y
el «modelo para». El paso de la acción significativa a la acción como texto, es
como el paso del «modelo de» al «modelo para»: una explicación comprensiva y
una comprensión explicativa, una acción con sentido y el sentido de la acción 540.
Si la «acción simbólica» de Geertz es para Ricoeur como la «acción como tex-
to», entonces, la cultura sólo se debe comprender en Geertz desde la acción sim-
bólica entendida como la acción como texto. Lo que lleva al paso fronterizo y
clave: afirmar que las notas hermenéuticas que Ricoeur otorga a la acción —la
acción como texto— son aquellas notas 541 y particularidades que Geertz recoge
539 Ricoeur, P., Del texto a la acción, p. 170. Esta cuestión no es ajena a la interpretación
que Clifford hace de la interpretación de Geertz sobre Ricoeur y sus conclusiones sobre la
«autoridad etnográfica». Cfr. Calvo, T., «Del símbolo al texto» en Calvo, T. y Ávila, R. (eds.),
Paul Ricoeur: los caminos de la interpretación. Symposium internacional sobre el pensamiento filo-
sófico de Paul Ricoeur. Anthropos, Barcelona, 1991, pp. 117-44.
540 Ricoeur, P., Del texto a la acción, p. 12.
541 En las cuestiones más analíticas Ricoeur echa mano, citándolos, de dos consumados
wittgenstenianos: Anscombe y Kenny; cfr. Ricoeur, P., pp. 171-2. De ahí que, en la lectura de
Geertz de Wittgenstein, quepa incluir en cierto sentido la interpretación de Kenny y
Anscombe sobre Wittgenstein.
280 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
para la noción de cultura. No parece ser exactamente que lo que existe en Geertz
sea una suma de «lo que él dice» más «lo que dice Ricoeur», sino un encuentro
semántico, auspiciado por lecturas afines, tesis hermenéuticas presentes por aque-
llos años, etc. De ahí que la noción de cultura no ha de entenderse como una
adición 542.
Esas notas son aquellas que permiten una transcripción de la acción, una fi-
jación que, al igual que un texto, hace que pueda ser interpretada. Y son (o de-
ben ser) las que permiten decir a Geertz lo que dice en el análisis de la pelea de
gallos como símbolo de los balineses… el modo por el que los balineses se di-
cen de sí mismos lo que son.
2. 2.1. La cultura como conjunto de textos implica que la cultura es cierto tipo de «mo-
delo ideal»
542Cfr. Anrubia, E., «Entre Clifford Geertz y Paul Ricoeur: tiempo y lugar de la an-
tropología y su verdad» en AIBR. Revista de Antropología Iberomericana, Mayo-Junio, 2003, n.
30, www. aibr. org.
543 Ricoeur, P., Del texto a la acción. FCE, México DF, 2001, p. 177.
544 Ibid., pp. 177-8.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 281
una visión muy parcial y cientificista del ser humano. El tiempo no es una mera
sucesión de eventos —ríos que ya no vuelven, aguas perdidas— respecto al
hombre, porque es él el que es capaz, precisamente mediante el relato, de
reapropiárselo de muy diversas formas. Para Ricoeur, en contra de lo que sostie-
ne Reynoso, el tiempo del relato no es una pseudoderivación mal pergeñada del
tiempo procesual, más bien, es una de las condiciones esenciales de la
fomalización del tiempo. No sólo hay un tiempo en el relato, sino que el relato
es un tipo de tiempo. De hecho, la prueba más clara en contra de la versión de
Reynoso es que para Ricoeur también hay un «discurso de la acción» 548. Olivia
Harris también ha criticado esa «ahistoricidad» de Geertz pero desde otra ver-
tiente. Harris piensa que Geertz ha puesto como criterio corrector de toda cul-
tura el tiempo occidental. Ello implica, en palabras de Harris, una especie de
«destemporalización del tiempo» 549, pues el tiempo es visto en Geertz desde un
particular y sesgado punto de vista. Sin embargo, en el texto criticado Geertz pre-
tende explicar una de las maneras —la balinesa— en que los hombres «adquie-
ren conciencia o se dan cuentan del paso del tiempo» (IC 389). Aunque no es el
momento de reproducir aquí la discusión concreta sobre el tiempo entre los
balineses, cabe señalar que la configuración temporal de los balineses es, de todo,
menos occidental (IC 389-98), y que la explicación de Geertz sobre la configu-
ración temporal de los balineses es de todo, menos balinesa; lo cual no resulta un
problema si de lo que se trata es de explicar las categorías balinesas del tiempo,
y no la explicación balinesa de las categorías balinesas del tiempo. Dentro de la
cuestión temática, sólo apuntar que el tiempo, como en Ricoeur, es configurado
simbólica e intersubjetivamente, porque el tiempo es un tipo de orden, de reunión,
de encuentro.
De ahí que la cultura, como modelo temporal, también sea simultáneamen-
te el modelo ideal de lo que ocurre, ocurrió y podría ocurrir. Así, la cultura no es
lo meramente empírico porque es la dimensión regulativa de lo que acontece. Y
en ese sentido «transciende» lo empírico sin ser un «más allá» o un «previo a».
Que la cultura no sea los hechos concretos significa que es el modo en que
esos hechos pueden acontecer y que, simultáneamente, es aquello por lo que los
hechos acontecen, no en tanto que causa eficiente sino formal. Geertz no está
queriendo decir que la riña de gallos causa violencia, sino que la riña de gallos
es un modo de comprender el modo en que queda constituida la violencia entre
los balineses: «Que lo que la riña de gallos tiene que decir sobre Bali no carece
de cierta profundidad y que lo inquietante que ella expresa sobre la estructura
general de la vida balinesa no carece de fundamento está atestiguado por la cir-
cunstancia de que en dos semanas de diciembre de 1965, durante las conmocio-
nes que siguieron al infructuoso golpe de estado de Jakarta, fueron muertos en-
tre cuarenta mil y ochenta mil balineses (con una población de dos millones de
almas) quienes murieron en gran parte unos a manos de otros en la peor turbu-
lencia que vivió el país […] Esto naturalmente no quiere decir que las matanzas
fueron causadas por la riña de gallos, que podrían haber sido predichas sobre la
base de ésta o que fueran una especie de versión magnificada de la lucha con
persona reales en lugar de gallos… todo lo cual es un disparate. Significa mera-
mente que si uno mira a Bali no sólo a través del medio de sus danzas, de sus re-
presentaciones de sombras, de su escultura y de sus muchachas, sino —como ha-
cen los propios balineses— también a través del medio de su riña de gallos, el
hecho de que las matanzas se produjeran parece, si no menos espantoso, menos
en contradicción con la leyes de la naturaleza. Como más de un Gloucester real
lo ha descubierto, a veces una persona obtiene la vida precisamente cuando me-
nos lo desea» (IC 452). Sobre este texto (la nota 43 de «Juego profundo») se pre-
gunta críticamente Pecora: «¿Qué es lo que realmente está intentado decir en un
parágrafo cuya primera oración refleja sintácticamente la torturada concepción
que la forma? Si es simplemente una tontería reemplazar los gallos de la pelea
por personas, ¿por qué Geertz deliberadamente hace la substitución por nosotros?
Si las masacres, vistas a la luz de lo que los antropólogos pueden contarnos so-
bre la riña de gallos, parecen ‹en menor contradicción con la ley natural›, ¿cómo
debería percibir Occidente la verdadera naturaleza de los ‹patrones generales de
la vida balinesa›? ¿Como un reino de violencia, reprimido y resguardado, espe-
rando a irrumpir?» 550. A lo que cabe responder, primero, que es cierto que la pri-
mera proposición de Geertz resulta gramaticalmente compleja, e incluso, si se
quiere, «torturada»; segundo, que si Geertz hace y deshace esa substitución ob-
via entre gallos y hombres no creo que sea porque trate al lector de «tonto» —
550 Pecora, V. P., «The Limits of Local Knowledge» en Verseen, H. Aran (ed.), The New
¿qué sentido tendría entonces la primera pregunta de Pecora?— sino por otra
cosa: quiere dejar bien claro que un «modelo cultural» no viene avalado única-
mente por lo que pasa, sino por lo que puede pasar y por lo que ha pasado o no.
El modelo cultural es un modelo regulativo. La violencia inserta en una riña de
gallos no significa que la violencia sea un ente empírico llamado «riña de gallos»,
la riña de gallos es un evento que permite ser un modelo de compresión para lo
que es la violencia para los balineses: esa es su «ley natural», cómo suceden, de-
ben suceder sucederán o no las cosas. Ante la tercera cuestión de Pecora, si ello
implica interpretar a Bali como un «reino de violencia, reprimido y resguardado,
esperando a irrumpir», habría que señalar, en primer lugar, que literalmente —y
no sólo por la cita de Geertz sino porque está en la misma página que ha leído
Pecora— «la riña de gallos no es la clave de la vida de Bali, así como las corridas
de toros no lo son de España. Lo que la riña dice sobre esa vida no está en con-
tradicción con lo que dicen de ella otros testimonios igualmente elocuentes. Pero
en esto no hay nada sorprendente, como no lo hay en el hecho de que Racine y
Molière fueran contemporáneos o que la misma gente que cultiva crisantemos
forje espadas» (IC 452). Esto es, que en ningún momento Geertz dice que Bali
sea, por su riña de gallos, un reino de violencia reprimida, sino que, y este es un
segundo punto, de la misma manera que, quizás, las esculturas muestren lo que
para los balineses es el cauce de comprensión y explicación de lo que es la
corporalidad, la riña de gallos es el cauce de comprensión y explicación de lo
que es la violencia, y que, en este caso, resulta un tipo de violencia muy dra-
mática —en el sentido teatral del término: para ser tal tiene que ser represen-
tada y, sobre todo, exhibida— y expresiva.
Y es que como le dice Ricoeur a Geertz «el acontecimiento se ve superado por
la significación» 551, siendo el discurso «acontecimiento en forma de lenguaje» 552.
La idea de entender la cultura como un texto sobre el que se interpreta im-
plica entender la metáfora del «texto» como algo que está no más allá de la ac-
ción, sino más allá de la acción particular en su dotación de sentido y en su po-
sibilidad de lectura. Dicho de otra forma: que lo que hace a la riña de gallos un
modelo de sentido y lectura de la violencia para los balineses no deviene única-
mente por esa riña de gallos que Geertz contempla. La razón de ello es que de
hacer factible ese únicamente empírico, entonces la cultura sería igual a «cultura
material». De ahí que la interpretación de Sahlins ratifique «la observación de
2.2.2. La cultura como conjunto de textos implica que la cultura es como seguir unas
reglas
Ahora bien, la versión geertziana de los tipos ideales de Weber contiene una
peculiaridad esencial: no es ni un acto psicológico ni un ideal más allá de la ac-
ción. El modelo ideal hay que entenderlo según la idea wittgensteniana de Searle
de «reglas constitutivas». O como dice Arregui, hacerse cargo de que «lo
específicamente humano es en el planteamiento clásico —como en el actual de
Geertz— la existencia de mores, de pautas de comportamiento heredadas de la
tradición, es decir, de regulaciones simbólicas de la conducta transmitidas
culturalmente» 554. Para Geertz, la intencionalidad de la acción es, como sugiere
Wittgenstein, «la noción de acción intencional como ‹algo que obedece una re-
gla›» 555 (LK 24).
Seguir una regla no consiste en una suma resultante de la recreación de una
misma acción hecha muchas veces por múltiples individuos, como entender que
553 Sahlins, M., Islas de la historia. La muerte del capitán Cook. Metáfora, antropología e
historia. Gedisa, Barcelona, 1988, p. 9. Y más adelante vuelve a ratificar: «para parafrasear a
Clifford Geertz, el acontecimiento es una realización única de un fenómeno general», Ibid.,
p. 108. Esta idea, aunque sacada a la luz de la influencia de Ricoeur en Geertz, es una idea
inserta en el propio Geertz. De hecho, Sahlins, se está refiriendo a The Social History of an
Indonesian Town, p. 153-4, publicado en 1965, y, por tanto, antes de la publicación del artícu-
lo de Ricoeur. Ello también es una prueba de que Geertz no copia las ideas de Ricoeur, sino
que las incorpora, estiliza y adecúa a lo que él quiere decir.
554 Vicente Arregui, J., «Prólogo» en Kenny, A., La metafísica de la mente. Filosofía, Psi-
a lo que está queriendo decir Geertz, de la misma manera que poder no seguirla no implica
hacer un «revolución sociocultural» o una «rebelión». Esta, en parte, es la versión que hacen
de Geertz Hudgins y Richards, en Hudgins, C., y Richards, M. G., Individual, Family, And
Community: An Interdisciplinary Approach To the Study of Contemporary Life, Copyright San
Antonio College, 2000, http://www. accd. edu/sac/interdis/2370/casest. html, 30-01-01.
286 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
«La propuesta de [Wittgenstein de] ‹formas de vida› como (por citar un comenta-
rista) el ‹complejo de circunstancias naturales y culturales que son presupuestas en […]
cualquier comprensión particular del mundo› parecía hecha a medida para facilitar
el tipo de estudio antropológico que yo, y otros como yo, practicamos. Es cierto que
no estaban diseñados para eso, ni tampoco otras ideas contiguas y sus corolarios —
‹seguir una regla› […] sino que era parte de una despiadada y demoledora crítica de
la filosofía» (AL XII).
556 Según Luque esto también es un clara referencia de Geertz para desvincularse del
estructuralismo, pues esta idea implica que «las estructuras profundas no determinan las expre-
siones culturales y simbólicas», Luque, E., Del conocimiento antropológico, p. 170. ·
LA CULTURA COMO UN TEXTO 287
como «una entidad, algo a lo que puedan atribuirse de manera causal aconteci-
mientos sociales, modos de conducta, instituciones o procesos sociales» (IC 14).
Cada sustantivo de esta oración posiblemente tenía un rostro concreto dentro de
esa crítica a la antropología: en los años 50, se entendía la cultura como «con-
ducta aprendida, que es superorgánica, que moldea nuestras vidas como un molde
da forma a un pastel o la gravedad a nuestros movimientos, que se despliega como
lo hace el Absoluto de Hegel bajo la dirección de leyes ingeneradas hacia una
integridad perfecta» (AL 13).
En el primer caso, la cultura como «entidad», Geertz se refiere, sin duda, a
Kroeber. Kroeber entendía que la cultura no se fundamentaba en fenómenos bio-
lógicos, ni en las estructuras psicológicas de los individuos, sino que era algo
«superorgánico» para caracterizar los fenómenos culturales 557. «Superorgánico»
se entiende no sólo como metaindividual, sino también como metabiológico y
metapsicológico.
Los factores culturales, al ser irreductibles al comportamiento auspiciado por
los componentes psicológicos y a la herencia biológica, presuponen lo social. Y
son ellos los que moldean y forman al individuo propiamente. La cultura son los
patrones o conjuntos de prácticas que actúan «sobre el hombre que son más que
meramente biológicas u orgánicas, y también más que meramente psicológicas.
Presupone los cuerpos y las personalidades, como presupone a los hombres aso-
ciados en grupos y descansa sobre ellos; pero la cultura es más que una suma de
cualidades y acciones psicosomáticas. Es más que ellas en tanto que sus fenóme-
nos no pueden comprenderse cabalmente en términos de biología y psicología.
Ninguna de estas ciencias pretende ser capaz de explicar por qué hay hachas y
leyes de propiedad, y etiquetas y oraciones en el mundo, por qué funcionan y se
perpetúan como lo hacen y, lo que es menos importante, por qué esas cosas cul-
turales adquieren las formas o expresiones particulares y muy variables bajo las
que aparecen. La cultura es así a la vez la totalidad de los productos de los hom-
bres en sociedad y una tremenda fuerza que afecta a todos los seres humanos,
social e individualmente» 558.
557 Cfr. Kroeber, A. L., Anthropology. Culture Patterns and Processes. Harcourt Brace
Jovanovich, Nueva York, 1963, pp. 7-10; y Kroeber, A., «The Superorganic» en American
Anthropologist, n. 19, 1917, pp. 163-213. Cfr. también «El concepto de cultura en la ciencia»
en Bohannan, P., y Glazer, M., (eds.), Antropología. Lecturas, McGraw Hill, Madrid, 1997, pp.
104-22.
558 A. Kroeber, Anthropology. Cultural Patterns and Processes, pp. 8-9.
288 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
No es sólo que la cultura sea algo más que lo biológico y lo psicológico, sino
que lo radicalmente propio de la vida humana es ese algo más que preexiste al
individuo moldeándolo.
Según Kroeber, como señala Arregui, la cultura es superorgánica y
superindividual porque pervive variando lentamente por «encima» de la sociedad
particular que la soporta en cuanto que puede transmitirse a otras sociedades 559.
En un segundo caso, la crítica de Geertz apunta a Durkheim, que toma la
entidad de la cultura como «acontecimientos sociales, modos de conducta, ins-
tituciones o procesos sociales». Para Durkheim las categorías que representan lo
social «cumplen un papel preponderante en el conocimiento» 560. Cuando se pre-
gunta el porqué de esto la respuesta se encuentra en la afirmación de que son cla-
ves para el conocimiento de lo social porque es de lo social de donde provienen.
Ello le incita a afirmar que «lo social» es una categoría que está más allá, tal cual
una metafísica ilustrada, de lo individual. La categorías lógicas «son sociales en
segundo grado… No sólo las ha instituido la sociedad, sino que son aspectos di-
ferentes del ser social que les sirve de contenido […] el ritmo de la vida social
es la base de la categoría del tiempo; el espacio ocupado por la sociedad ha pro-
porcionado la materia de la categoría del espacio; la fuerza colectiva ha creado
el prototipo del concepto de fuerza eficaz, el elemento esencial de la categoría de
causalidad» 561.
El hecho social está más allá de cualquier individuo, pues toda idea es «ela-
borada por una inteligencia única en la que todas las otras confluyen» 562.
No es que exista una entidad llamada «hecho social total» al estilo de Kroeber,
sino que la idea misma de «totalidad», pese a ser parcial en cuanto que es una idea
más entre otras, sólo puede dar cuenta de sí al aunar una realidad que supera a
cualquier individuo. Por eso, dirá Durkheim, el concepto de totalidad es sólo la
forma abstracta del concepto de sociedad 563.
Lo que viene a decir Durkheim es que, la condición esencial del pensamiento
—las clasificaciones y categorías— existe en tanto en cuanto dichas clasificacio-
nes, pese a ser pensadas por los individuos, contienen y son en sí mismas un
559 Cfr. Arregui, J. V., «La contribución del análisis del lenguaje a la antropología filo-
sófica» en Pensar lo humano. Actas del II Congreso Nacional de Antropología Filosófica. Iberoame-
ricana, Madrid, 1998, pp. 27-8.
560 Durkheim, E., Las formas elementales de la vida religiosa. Akal, Madrid, 1992, p. 408.
561 Ibid., p. 408.
562 Ibid., p. 403.
563 Cfr. Ibid., p. 409.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 289
estatus más allá de toda mente particular. Y lo son no tanto porque están en el
discurrir de la vida social, sino porque son la base en la cual ésta se canaliza. La
posibilidad de esto último viene dada por la contemplación de un todo social más
allá de todo individuo.
Lo social es la ratio essendi del conocimiento por ser su origen y destino. La
cuestión es que Durkheim trata lo social, o lo que de total posee lo social, no
como una causa incausada, sino como una causa sui: es el contenido de lo que se
conoce, y es lo que genera lo que se conoce.
Geertz, respecto a ambas posturas, estaría de acuerdo en una cosa 564: todo
fenómeno sociocultural —cognoscitivo, moral, estético, religioso, etc. — no con-
siste en la suma de lo que de particular tiene cada individuo implicado en dicho
fenómeno. Lo que «Novillas» —pueblo de Zaragoza— es en cuanto símbolo, no
es la suma de cada una de las ideas que los novillenses piensan —y de todos aque-
llos que no lo sean pero posean una idea sobre «Novillas»— acerca de «qué es
Novillas» 565. Pero, no obstante, la solución para quien comprende que la cultura
no es la suma de las prácticas individuales no es postular una «entidad» más allá
de ellos. La influencia de Weber aquí es notable. Para Weber, como para Geertz,
Durkheim tiene razón cuando expone que los hechos sociales no pueden expli-
carse por hechos psicológicos individuales —o por la suma de los mismos— pero
el peligro que se corre en esta posición durkheimiana, es la de direccionar el tema
hacia una reificación de lo sociocultural. «Weber, sin embargo, no aboga por que
lo social sea sólo la suma de acciones individuales, [sino que, más bien] el signi-
ficado de las acciones debe ser entendido por la colocación del acto en un con-
texto inteligible y más amplío de significación» 566. Como explica Micheelsen,
564 Cantón sugiere que Geertz posee cierta influencia de Durkheim, aunque no recoge
gran parte de sus tesis. Esta influencia puede observarse, dice Cantón, como cierto tipo de
contramedida a Weber. Durkheim es un bálsamo que impide reducir las tramas socioculturales
a fundamentos individualistas, es decir, en la idea de que los «sistemas de símbolos» no pue-
den «entenderse de espaldas a la comunidad que los comparte[n]», Cantón, M., La razón he-
chizada. Teorías antropológicas de la religión. Ariel, Barcelona, 2001, p. 159.
565 A este respecto dice Rodrigo Alsina, conocedor de la obra de Geertz —lo usa va-
rias veces en el libro— que «en cierta ocasión le preguntaron al escritor británico Chesterton
que opinaba de los franceses. Se cuenta que Chesterton contestó simplemente: ‹No los conozco
a todos›», Rodrigo Alsina, M., Comunicación intercultural. Anthropos, Barcelona, 1999, p. 164.
Aunque Rodrigo Alsina, esboza esta anécdota como ejemplo de que tiene que haber siempre
una puesta en duda de los estereotipos para poder enjuiciar en algún sentido una cultura aje-
na, cabe plantear la pregunta al revés —y por tanto, la respuesta de Chesterton— en el senti-
do de si es necesario conocer a todos los franceses para poder decir algo acerca de ellos.
566 Cfr. Keyes, Ch. F., «Weber and Anthropology» en Annual Review of Anthropology, vol.
«Geertz tiene una perspectiva que puede clarificar los mecanismos fundamentales de
la creación y la comunicación de significado dentro de una cultura. El símbolo es así
una entidad emparentada dentro de la cual el significado, entendido como un fenó-
meno público, está suspendido. Está suspendido en el sentido de que el símbolo es
comprendido bajo tres elementos: el significante (el lado tangible del símbolo), el
objeto (a lo que el que el símbolo se refiere), y la significación (que es la relación en-
tre la significante y el objeto). Esto quiere decir que el significado no es ‹recolecta-
do› en símbolos o fuera de nuestras culturas, como un fenómeno que flota sobre nues-
tras cabezas. Desde esta perspectiva los significados son asunto de la relación entre
seres humanos, su ambiente natural y cultural, y la ‹referencialidad› de los símbo-
los» 567.
Pero, tampoco la solución consiste, como sugiere Durkheim 568, en que esa
interacción —lo social desde lo social— sea un fenómeno causal que, a la pos-
tre, nadie sabe muy bien donde está. Y es que lo que une a Durkheim y Kroeber
—y con lo que Geertz está en desacuerdo— es entender que lo sociocultural —
sea una «entidad» al estilo del Kosmos noetós o no— comparece en la realidad bajo
el ejercicio de una casuística sobre los individuos concretos. Dicho de otra ma-
nera, que la cultura no pueda ser explicada, ni comprendida bajo una suma de
voluntades particulares no conduce a dictaminar una entidad «más allá de» 569,
ni un todo social autorreferente que causa —se causa, sería mejor decir— la ac-
tuación de los individuos que forman parte de dicha cultura.
Si la cultura es como seguir una regla, lo que Geertz hace es combinar la idea
de que la regla no es algo que está más allá del uso de los individuos concretos,
ni tampoco se reduce a la suma de las voluntades particulares. Como dice García
Amilburu, tres son las posturas teóricas que Geertz cree inadecuadas para la de-
finición de cultura: «imaginar que la cultura es una realidad superorgánica,
567 Micheelsen, A., «Closing Comments»-«‹I don’t do systems›. An Interview with Clifford
Geertz (with Arun Micheelsen)» en Method & Theory in the Study of Religion. Journal of the North
American Association for the Study of Religion, vol. 14, n. 1, 1 de marzo de 2002, p. 15.
568 En The Religion of Java se observa, aunque no lo cite, una notable lectura de
Durkheim (RJ 355-87). Uno de los pocos estudios sobre este libro de Geertz puede verse en
De Huub, J. «Western and Indonesian Views on the Abangan-Santri Division in Javanese: the
Reception of Geertz’s ‹The Religion of Java›» en Driessen, H. (ed.), The Politics of Ethnographic
Reading and Writing: Confrontations of Western Andindigenous Views. Verlag Breitenbach,
Saarbrücken, 1993, pp. 101-123.
569 Por eso no parece adecuada la idea de Paley cuando dice que una de las caracterís-
conclusa en sí misma, con fuerzas y fines propios, porque sería reificar la cultura
(idealismo). Tampoco es correcta la identificación de la cultura con el esquema
de conducta que observamos en los individuos de una comunidad determinada,
porque equivaldría a reducirla (conductismo). Y no es menos demoledora para
su uso efectivo, la tercera falacia, que sostiene que la cultura consiste en fenóme-
nos mentales que deberían ser analizados mediante métodos formales semejan-
tes a los de la matemática y la lógica (cognitivismo)» 570. «La cultura [para Geertz]
no puede entenderse como un fenómeno o una entidad ‹psicológica›, es tan pú-
blica como el significado de la conducta, pero tampoco cabe describirla —ahora
contra Kroeber— como una entidad suprapsicológica» 571. Pero, sobre todo, la
regla no es un enunciación elíptica que cause nada 572. Las formas culturales no
son causas. Que la riña de gallos proporcione formas de interpretar la conducta
a los balineses no es equiparable a decir que cause la conducta de lo balineses.
Una regla es, como dice Ricoeur, una «regla constitutiva» 573, donde lo que
se dice —el noema— viene determinado por el qué se hace en el mundo cuan-
do se dice (la fuerza ilocucionaria). De lo que forma parte la regla —si se puede
decir realmente que «forma parte» de algo— es del mundo que ella misma cons-
tituye. De lo que forma parte la cultura es del mundo que ella misma configura:
en lo que dice y en aquello que hace cuando se dice. Del mismo modo que en el
lenguaje las reglas articulan signos generando la significación, la cultura es la in-
terconexión de varios tipos de estructuras simbólicas que generan las formas de
experimentar sentimientos, emociones y valores 574.
De esta manera dice Ricoeur a propósito de Searle:
«Podemos decir ahora que una acción, a la manera de un acto de habla puede ser iden-
tificado no sólo según su contenido, sino también con su fuerza ilocucionaria. Am-
bos constituyen su contenido de sentido. Como el acto de habla, el acontecimiento
570 Cfr. García Amilburu, M., «La filosofía de la cultura en la antropología de Clifford
Geertz» en Llinares, J. B. y Sánchez Durá, N., (eds.), Filosofía de la cultura. SHAF, Valencia,
2001, p. 165.
571 Arregui, J. V., «La contribución del análisis del lenguaje a la antropología filosófi-
ca» en Pensar lo humano. Actas del II Congreso Nacional de Antropología Filosófica. Iberoameri-
cana, Madrid, 1998, p. 31.
572 Por eso la duda planteada por Martin sobre los «efectos psicológicos en el individuo»
producidos por los fenómenos culturales no es del todo comprensible. Cfr. Martin, M., «Geertz
and the Interpretative Approach» en Synthese, vol. 97, n. 2, 1993, pp. 275-8.
573 Ricoeur, Del texto a la acción, p. 178.
574 Cfr. Rodríguez Campos, J., «Clifford Geertz: la cultura como drama» en Ágora, vol.
en forma de acción (si podemos acuñar esta expresión analógica) desarrolla una dia-
léctica similar entre su estatuto temporal, como acontecimiento que aparece y des-
aparece, y su estatuto lógico, por tener tales y cuales significados identificables o con-
tenido de sentido» 575.
tos correlativos; hay interpretación allí donde existe sentido múltiple y es en la interpretación
que la pluralidad de sentidos se hace manifiesta». Ricoeur, P., El conflicto de las interpretacio-
nes. Megápolis, Buenos Aires, 1975, p. 17.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 293
«Si […] tomamos un cuarteto de Beethoven como un ejemplo de cultura muy espe-
cial […] nadie lo identificará, creo con su partitura, con la destreza y conocimientos
necesarios para tocarlo, con la comprensión que tienen de él sus ejecutantes o el pú-
blico, ni (poner atención, en passant, a los reduccionistas y reificadores) con una de-
terminada ejecución del cuarteto o con alguna misteriosa entidad que trasciende la
existencia material. ‹Ninguna de estas cosas› tal vez sea una expresión demasiado fuer-
te, pues siempre hay espíritus incorregibles. Pero que un cuarteto de Beethoven es una
estructura tonal desarrollada en el tiempo, una secuencia coherente de sonidos mo-
dulados —en una palabra, música— y no el conocimiento de alguien o la creencia de
alguien sobre algo, incluso sobre la manera de ejecutarlo, es una proposición que pro-
bablemente se acepte después de cierta reflexión.
Para tocar el violín es necesario poseer cierta información, cierta destreza, conocimien-
tos y talento, hallarse en disposición de tocar y (como reza la vieja broma) tener un
violín. Pero tocar el violín no es ni la inclinación, ni la destreza, ni el conocimiento,
ni el estado anímico, ni (idea que aparentemente abrazan los que creen en la ‹cultura
material›) el violín» (IC 11-2).
578 Obviamente, como se verá, la idea de programa no es la de una causa teórica previa
que actúa mecánicamente.
579 Llobera, J. R., «El concepto de cultura en la antropología social y cultural» en
Llinares, J. B. y Sánchez Durá, N., Ensayos de filosofía de la cultura. Biblioteca Nueva, Madrid,
2002, p. 116.
294 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
símbolos públicos; símbolos desde los cuales los miembros de una sociedad co-
munican su cosmovisión, valoraciones, ethos y todo lo demás a otras personas, a
las generaciones futuras —y a los antropólogos—» 580. Y esta es la gran diferen-
cia de Geertz con Goodenough o Tyler. Geertz advierte que el planteamiento de
Goodenough puede parecer similar al suyo, pero que en ningún caso lo es 581:
580 Ortner, S., «Theory in Anthropology since the Sixties», p. 129. A este respecto, Boon
comenta que «para Geertz la psicología no puede explicar la cultura […]; más bien, la psico-
logía está entre el conjunto de propiedades que constituyen los sistemas culturales». Boon, J.,
Other Tribes, Other Scribes. Symbolic Anthropology in the Comparative Study of Cultures, Histo-
ries, Religions and Texts, p. 141.
581 Repárese en la versión de Cohen sobre la noción de cultura de Geertz, diciendo que
«la cultura puede ser considerada como estado en la mente del contemplador. Pero eso tam-
bién impone limitaciones interpretativas sobre sus portadores». Cohen, A. P., Self Consciouness.
An Alternative Anthropology of Identity. Routledge, Londres, 2000, p. 134; también Reynoso,
C., Teoría, historia y crítica de la Antropología Cognitiva. Una propuesta sistemática. Búsqueda,
Buenos Aires, 1986, p. 112. y Reynoso, C., Corrientes en antropología contemporánea, p. 32-3.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 295
la interpreta igual, apuesta en ella, es capaz de decir lo que pautan dichas reglas 582.
El sentido es lo que las reglas culturales contenidas en las prácticas de los agen-
tes poseen, de modo que no han de ser vistas desde la dicotomía entre lo verda-
dero y lo falso, sino entre su poder tener sentido o no. Y una «regla constitutiva»
tiene sentido cuando dota de sentido, esto es, cuando tiene un uso 583. «La cul-
tura, [para Geertz] no es un sistema ordenado abstractamente, cuya lógica se de-
riva de principios estructurales, o desde símbolos especiales que proveen las ‹cla-
ves› de su coherencia. Su lógica —los principios de las relaciones que se obtienen
entre sus elementos— deriva sobre todo de la lógica u organización de la acción,
desde el funcionamiento de la gente dentro de los órdenes institucionales, la in-
terpretación de sus situaciones con el fin de actuar coherentemente dentro de
ellos» 584. Para algunos balineses, la interpretación de Geertz de la relación en-
tre apuesta y estatus no les parece falso, sino nada. La interpretación de Geertz
no es la ratio cognoscendi de la pelea de gallos como regla cultural. Pero tampoco
todo balinés que participa en ella la posee; de hecho, ninguno tomado de forma
única. Uno, como en el lenguaje, puede seguir una gramática correctamente sin
tener por ello que conocerla.
Por eso, cuando Micheelsen le preguntó a Geertz «¿Se debe entonces, des-
pués del análisis, volver a los habitantes del país y mostrarles los resultados?» 585,
éste le respondió:
582 Por eso, el objeto de la antropología no es el estudio de una «gramática» que, de ser
seguida fielmente (e igualando «regla» a «gramática» y «gramática» a «estructura mental»),
permite la incorporación plena del antropólogo a la cultura a la que pertenece dicha gramá-
tica. Para un estudio analítico de las tesis de Goodenough véase Reynoso, C., Teoría, historia
y crítica de la Antropología Cognitiva. Una propuesta sistemática, pp. 21-30.
583 Renner ha criticado a Geertz en este punto al atribuirle cierto platonismo. Sin em-
bargo, cuando Geertz crítica el mentalismo cultural de Goodenough no está suponiendo que
la solución sea un mundo platónico de significados culturales. Que el significado cultural no
dependa de la privacidad mental de cada individuo, quiere decir que es constituido en las prác-
ticas intersubjetivas, y no que esté más allá de ellas. Cfr. Renner, E., «On Geertz’s Interpretative
Theorical Program» en Current Anthropology, vol. 25, n. 4, agosto-octubre, 1984, p. 539.
584 Ortner, S., «Theory in Anthropology since the Sixties», p. 130. La misma idea la re-
pite Parkin —posiblemente en una reinscripción desde Ortner de manera elíptica— cuando dice
que «los símbolos son generados por actores sociales que ‹hacen› la cultura; no forman una es-
tructura preconcebida que es relativamente inmutable y dependiente de un mecanismo cognitivo
subconsciente —la idea binaria— como en la teoría estructuralista». Parkin, R., op. cit., p. 145.
585 Se equivoca pues Pecora, cuando sostiene que se trata de «un procedimiento que en
«¡Normalmente no! Cuando, además, se trata de la pelea de gallos, resulta aún más
difícil. Yo intenté hacerlo, pero la pelea de gallos estaba basada en una ilusión [de ga-
nar], así que no quieren comprender el análisis. Si de hecho lo hicieran, no se escri-
biría sobre la pelea de gallos. Algunas veces la gente tiene una resistencia natural a
entender lo que hace. Por otra parte, volví y hablé con ellos sobre lo que estaban ha-
ciendo, pero no estaban interesados en la ciencia social o en la alternativa entendi-
miento /interpretaciones de cara a lo que hacían. No están interesados en la herme-
néutica de la pelea de gallos. Ellos ya saben lo que significa para ellos 586. Lo que yo
quiero hacer es contar a alguien, a alguien que todavía no sabe lo que significa la pe-
lea de gallos, lo que quiere decir» (AM 10).
Y es que las reglas culturales no son causas teóricas previas 587 que obran
mecánicamente: se pueden violar sin que ello implique una clara insatisfacción
de las necesidades culturales, se puede ser incapaz de explicitarlas y a la vez de
cumplirlas y reconocerlas 588, se redefinen y cambian (las reglas del fútbol cam-
explicación de ella y de su por qué cada vez que es exigido, en tanto que articula o no una com-
prensión de la misma. Como explica Taylor, «Wittgenstein enfatiza el talante inarticulado del
carácter —y en algunos casos inarticulable— de esta comprensión: ‹‘seguir una regla’ es una
práctica› (p. 202). Dar razones de la propia práctica al seguir una regla debe tener un fin. ‹Las
razones pronto se me agotan. Y entonces actuaré sin razones› (p. 211). O más tarde: ‹Si he
agotado los fundamentos, he llegado a roca dura y mi pala se tuerce. Estoy entonces inclina-
do a decir: ‘Así simplemente es como actúo’› (p. 217)», Taylor, Ch. Argumentos filosóficos. En-
sayos sobre el conocimiento, el lenguaje y la modernidad. Paidós, Barcelona, 1997, p. 223 (los
parágrafos de Wittgenstein son de las Investigaciones filosóficas). Desde aquí existen dos escue-
las: aquellos que entienden que actuar sin razones es debido a que el trasfondo sobre el que
se actúa es un factum: «son simplemente impuestas por nuestra sociedad; estamos condicio-
nados a hacerlas» (ibid., p. 224), y que es la sociedad la que marca estos límites; y aquellos que
entienden que el «trasfondo incorpora verdaderamente una comprensión». Descartando la
radicalización de la primera opción —«sigo la regla ciegamente»— Taylor explica, en un tono
LA CULTURA COMO UN TEXTO 297
bian sin que nadie piense que exista un evento «reglas del fútbol 1» que muere y
desaparece, para que a continuación surja «reglas del fútbol 2»), etc. 589
Como dice Ricoeur la «regla no está superpuesta; es la significación tal como
se articula desde el interior de esas obras sedimentadas e instituidas» 590. Su
facticidad y comprensión son la facticidad y comprensión que poseen los fenó-
menos simbólicos 591.
dentro de lo que hace Geertz, que lo «que necesitamos es hacer seguir una sugerencia de
Wittgenstein y tratar de dar cuenta del trasfondo como comprensión, de modo que lo sitúe tam-
bién en el espacio social» (Ibid., p. 225, la cursiva es mía). Esta operación también la descubre
Taylor en la noción de habitus de Bourdieu en tanto que seguir una regla es una comprensión
encarnada. Esta triple conexión —no del todo descabellada— llevaría replantearse si, al me-
nos en la relación que existe en el «seguir una regla» de Geertz y la noción de habitus de Bourdieu,
Geertz y Bourdieu tiene aquí un punto en común. A este respecto Menéndez, tras hablar de la
noción de habitus de Bourdieu, opina que «la mayoría de las propuestas teórico/metodológicas
[de Bourdieu o Geertz] no sólo son diferenciales, sino antagónicas». Si Geertz entiende que la
cultura es como seguir un conjunto de reglas, y Taylor ve que Bourdieu tiene puntos de conexión
con la propuesta wittgensteniana en su vertiente sociocultural, ¿por qué no averiguar si este punto
—y sólo en este, como dice Menéndez, «para evitar malentendidos»— es cierto tipo de encru-
cijada entre los dos?, Menéndez, E., La parte negada de la cultura. Relativismo, diferencias y ra-
cismo. Bellaterra, Barcelona, 2002, p. 271.
589 Geertz comenta que junto al texto y al drama, el «juego» es otra de las analogías que puede
servir para entender qué es la cultura. La analogía entre el juego y la cultura es simple, consiste en
«entender cualquier tipo de comportamiento social como una u otra suerte de juego» (LK 24). Los
autores que Geertz considera más representativos de esta analogía son Goffman, Huizinga y
Wittgenstein. Para Goffman, explica Geertz, todo fenómeno social puede ser interpretado como
un juego de «estructuras laberínticas de jugadores, equipos, movimientos, posiciones, señales, es-
tados de información, jugadas y consecuencias, en las que sólo prosperan los ‹buenos jugadores›,
los deseosos y capaces de ‹disimular en todas las ocasiones›» (LK 25).
590 Ricoeur, P., Del texto a la acción, p. 180.
591 Repárese en la crítica que le hace Hollis a Winch cuando éste entiende los fenómenos
sociales dentro de la afirmación wittgensteniana de «seguir una regla»: «Todo esto constituye un
material muy fuerte. Parecería no dar cabida a apelaciones que rebasen las formas de vida, ni a la
realidad externa de la que algunas, o todas las formas de vida buscan entender, ni a los criterios in-
dependientes de lo que es, o no es, racional creer. Eso lo hace rígidamente idealista [a Winch]: sólo
existen ‹juegos› expresando ideas, y nítidamente relativista, pues la diversas formas de vida son au-
tónomas y están cerradas a la crítica externa», Hollis, M., La filosofía de las ciencias sociales. Ariel,
Barcelona, 1998, p. 172. Desde Geertz, cabe decir que, como se ha visto, «seguir una regla» no es
un fenómeno «idealista» «más allá» de la «realidad externa». Hollis posee una visión muy reduci-
da del planteamiento de Wittgenstein en las ciencias sociales. En segundo lugar, cabe adelantar
dos tesis que se verán más adelante, que la particularidad de las formas de vida —e incluso su
inconmensurabilidad— no implica un relativismo ni conduce a entender que dicha particularidad
hace de las formas de vida algo «cerrado». Creo que una buena aproximación crítica al texto de
Hollis puede ser la de Arnau, P., «Martin Hollis. The Philosophy of Social Science. An Introduction»,
en Dilema. Revista de filosofía, año 1, n. 2, diciembre 1997, pp. 78-80.
298 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Es ahí donde convergen Peter Winch y Geertz, pues sí existe una sinonimía
entre la antropología como estudio de lo simbólico y el pretender que «el objeto
de las ciencias sociales es ‹un comportamiento regido por reglas›» 592.
Hay una clara conexión entre la concepción del lenguaje —y, por tanto, del
símbolo— como público y este entender la cultura como seguir unas reglas. Ha
sido Kripke quien ha puesto de manifiesto que la concepción de Wittgenstein
de seguir una regla es a su vez una crítica a la idea de que es posible hablar con
propiedad de un lenguaje privado 593, cuestión ya tratada. Kripke ha mostrado que,
en contra de la posibilidad de un lenguaje privado, no existe un hecho —tal y
como sugiere el dualismo cartesiano— que determine que yo quiero decir algo.
Toma como ejemplo la función matemática de «más». Su argumento reside en
tres pasos. Primero, Kripke se cuestiona si existe un hecho que determine que yo
en este instante me esté refiriendo con «más» a la misma función matemática
(suma) que antes, y no, más bien, esté hablando de «tas». Segundo, Kripke muestra
que no hay hecho alguno que manifieste mi querer decir la adición y no la
tadición. Tercero, ya que no se ha podido encontrar un hecho en los usos preté-
ritos de la regla, tampoco puede haber un hecho tal en el presente cuando sigo
la regla, ni se ha de suponer o recurrir a un hecho mental para atribuir a los de-
más la aprehensión de un concepto. De ahí que seguir una regla no obedece a
fenómenos mentales que determinen qué se está queriendo decir 594.
No obstante, como sostiene Rodríguez Lluesma, Kripke infiere de ello que
«deberíamos deshacernos de la noción de condiciones de verdad, y hablar de con-
592 Ricoeur, P., Del texto a la acción, p. 180. La cita de Winch tomada por Ricoeur es de
The Idea of Social Science. En un ejercicio algo atrevido nótese la familiaridad del tipo de críti-
ca que le hace Hollis a Winch: «recientemente la creencia en la ‹Caridad interpretativa› ha
encontrado el favor general. Si la caridad interpretativa significa simplemente hacer a la so-
ciedad nativa tan racional como sea posible, no tengo ninguna objeción. Pero si significa ha-
cer las nociones de Realidad y Racionalidad relativas al esquema conceptual nativo, entonces
mantengo que la antropología es en consecuencia imposible. Sin asunciones sobre la realidad
no podemos traducir nada y ninguna traducción podría mostrar que las asunciones son erró-
neas», Hollis, M., «Reason and Ritual», en Wilson, B., Rationality. Blackwell, Oxford, 1970,
p. 235. También puede verse en Hollis, M., La filosofía de las ciencias sociales. Ariel, Barcelona,
1998, p. 265 y ssgg.
593 «Por tanto ‹seguir una regla› es una práctica. Y creer seguir una regla no es seguir la
regla. Y por tanto no se puede seguir privadamente la regla, porque de lo contrario creer se-
guir la regla sería lo mismo que seguir la regla». Wittgenstein, L., Investigaciones Filosóficas,
parágrafo 202.
594 Cfr. Kripke, S., Wittgenstein: reglas y lenguaje privado. Universidad Nacional Autó-
diciones de aserción» 595, entendiendo que seguir una regla como tal no implica
ningún tipo de conocimiento. De tal manera que se estaría desplazando la pre-
gunta por las condiciones para que una proposición sea verdadera —la noción de
sentido tractariana— por la pregunta acerca de la manera apropiada en que se
puede afirmar o negar esa proposición, que a su vez se mostraría por el papel en
que dichas condiciones quedan conformadas en una determinada forma de vida.
Algo parecido se le puede plantear a Geertz, pues si éste afirma que las proposi-
ciones cobran sentido dentro de las formas de vida en las que se inscriben, ¿quiere
decir con ello que la antropología sólo ha de rastrear las condiciones de aserción
de dichos enunciados? Es cierto que las nociones de verdad y falsedad pertene-
cen a un juego de lenguaje —a una cultura— pero el hecho de que pertenezcan
no lleva a rechazar por completo «la vieja idea de que el sentido de una proposi-
ción está determinado por sus condiciones de verdad» 596, pues de la afirmación
de las primeras no se infiere la negación de las segundas. Dicho al modo clásico,
¿escrutar la conciencia de la adecuación de una proposición omite y desaloja la
tesis según la cual es importante saber si la enunciación se adecua o no a la rea-
lidad? Algo equivalente parece entender Menéndez de Geertz: «Los antropólogos
como Geertz proponen una actitud similar para la antropología en relación con
la verdad/falsedad, pero sin incluir lo que tempranamente planteó Dilthey y lle-
vó a sus últimas (?) consecuencias una parte del historicismo alemán, para quien
la decisión respecto de lo falso/verdadero ‹está en la facticidad irracional. La úl-
tima razón del mundo es… la facticidad pura. La negación de una razón universal
y, sobre todo, el relativismo cultural gnoseológico, será ‹superado› a través de la
facticidad, pero la facticidad no en abstracto y no reducida a los textos construi-
dos por la antropología —o por historiadores, filósofos o sociólogos— sino por
una facticidad generada en las relaciones y voluntades de poder, que refieren a los
sujetos y grupos que pueden imponer el poder, es decir, su verdad. Será en las
prácticas donde se defina la relación verdadero/falso, de tal manera que la elimi-
nación de la relación verdad/falsedad en la interpretación antropológica no eli-
mina la relación falso/verdadero en la realidad social, dado que ésta será impuesta
en la práctica de los hechos, aun cuando sea negada en la realidad de los tex-
tos» 597. Dan igual las condiciones de verdad de un enunciado, sólo son relevan-
595 Rodríguez Lluesma, C., «Seguir una regla y conocimiento práctico» en Anuario Fi-
losófico, vol. XXVIII, n. 2, 1995, p. 399.
596 Ibid., p. 400.
597 Menéndez, E. L., La parte negada de la cultura. Relativismo, diferencias y racismo.
598 Rodríguez Lluesma, C., «Seguir una regla y conocimiento práctico», p. 402; el artí-
culo de Geach está en Geach, P., «Verdad o aserción justificada» en Anuario Filosófico, vol. XV,
n. 2, pp. 77-87.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 301
Para Lluesma, como para Geertz, hay que partir de la base de que el cono-
cimiento que se muestra en el seguimiento de una regla no es un conocimiento
teórico, sino práctico. Como bien ha leído Geertz de Ryle, existe una diferencia
entre «saber qué» y «saber cómo» 599. Mientras que «saber qué» es un conocimien-
to teórico, «saber cómo» implica un conocimiento práctico. Existen actividades
en que es posible separar uno del otro, pues uno puede conocer las leyes de trá-
fico —saber qué— y no por ello saber conducir —saber cómo. Así, el «conoci-
miento implicado en las capacidades prácticas, en el seguimiento de reglas, es un
‹saber cómo› y no un ‹saber qué›: el conocimiento teórico puede ponerse en pro-
posiciones; pero el práctico, por el contrario, no puede reducirse a tal, porque no
resulta suficiente saber teóricamente unas reglas a fin de saber cómo usarlas. ‹El
conocimiento práctico no es meramente el conocimiento de las reglas que guían
una actividad. Lo que distingue el conocimiento teórico del práctico no es que
en el primero el objeto sean oraciones teóricas, mientras que en el segundo lo sean
proposiciones o reglas prácticas: no basta conocer las leyes de tráfico para saber
conducir; a fin de cuentas, el conocimiento de las reglas es un ‹saber qué› y no
un ‹saber cómo›. Se puede aprobar el examen teórico y suspender el práctico» 600,
o como dice Geertz, «¿quién conoce mejor el río […]: el hidrólogo o el nadador?
Formulado así, la respuesta depende de lo que se entienda por ‹conocer› y […]
de lo que se espera conseguir» (AL 140).
Seguir una regla implica un tipo de conocimiento implícito y práctico. El caso
es que el conocimiento práctico, saber cómo, implica una «verdad que depende
de nuestra actividad» 601, que «el conocimiento es resultado de la acción» 602 o,
como sostiene Geertz, que «el pensamiento es conducta» (AL 21) 603. Cuando
Wittgenstein en las Investigaciones Filosóficas enuncia que la regla sólo se justi-
fica en tanto que se sigue 604, según Kripke, cada vez que se sigue un regla se está
599 La idea de «saber qué» y «saber cómo» la recoge Geertz de Ryle y de Ricoeur. Cfr. Ricoeur,
P., «The Model of the Text. Meaningful Action Considered as a Text» en Rabinow, P. y Sullivan,
W. M. (eds). Interpretative Social Science: a Reader, pp. 73-101 y Ryle, G., op. cit., p. 28 y ssgg.
600 Rodríguez Lluesma, C., «Seguir una regla y conocimiento práctico», p. 407.
601 Arregui, J. V., «Sobre el gusto y la verdad práctica», Anuario Filosófico, vol. 23, n. 1,
según Kuper —dentro del ejemplo de los símbolos sagrados— diciendo que primero hay unos
símbolos que «construían un mundo que tenía sentido, y al entender ese mundo, aprendíamos
a conducirnos nosotros mismos», Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos, p. 122.
604 «‹¿Cómo puedo seguir una regla?› —si ésta no es un pregunta por las causas, entonces
610 Weber, M. The Methodology of the Social Sciences. Free Press, New York, 1949, p. 105.
611 Ibid., p. 90.
612 Cfr. Timassheff, N. S., La teoría sociológica. FCE, México D. F., 1963, pp. 225-9.
Schneider llega a decir que incluso la idea como tal de «significación» en Weber —como
304 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
un enfoque interpretivo, del cual Geertz es el principal exponente, entienden que la «investi-
gación debería ser reducida a la interpretación de los significados». Cfr. Morrow, R., y Brown,
D., Critical Theory and Methodology. Contemporary Social Theory, p. 58. Su fuente es la explica-
ción de Little, op. cit., p. 69.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 305
para el ser humano. Los símbolos no son reducciones del mundo en Geertz, son
la manera concreta en que se nos presenta la realidad. Desde la pregunta sobre
qué tipo de inscripción es la riña y qué quiere decir que se inscribe en la reali-
dad, cabe plantear a Geertz la crítica de Pecora:
«Geertz, de hecho, utiliza equívocos sobre el estatus ontológico del sistema simbóli-
co aquí en juego: por un lado, ‹en la pelea de gallos lo ‹realmente real› son los gallos…›
(IC 443); por otra parte, a la vez, ‹…es sólo aparentemente el que los gallos luchen
allí. Realmente son hombres› (IC 417). El propósito explícito de esta última frase es
destapar el evidente juego de palabras sobre ‹cock› bastante más obvio para los
balineses que para los lectores americanos 619. Pero quisiera sugerir que algo más está
en marcha: que, como pasa en otros pasajes de sus escritos, Geertz está deseoso de
mostrar un proceso de semiosis cultural para ser comprendido, no como una proyec-
ción, o un juego, a través del cual la experiencia social humana se observa tanto re-
flexionando como modelándose, sino como un sustituto metodológico oportuno para
su propia interacción. Eso es —la descripción densa de la pelea de gallos, al igual que
su precoz análisis ‹instantáneo› de los ‹nuevos estados›— favorecer el tipo más inme-
diato de representación; mientras el cuidadoso ‹hilvanado› de un círculo hermenéutico
está supuesto, apenas es visible en el autoanálisis que ellos hacen de sí mismos. En
cambio, hay una refundición de los órdenes de la experiencia que, de hecho, hace de
la extensa elaboración de Geertz de los ‹sistemas simbólicos de significación› un gesto
bastante vacío, ya que cuando se termina de leer ‹Juego Profundo›, es casi imposible
decidir qué tipo de experiencia no constituiría una semiosis cultural» 620.
619 Crapanzano alude al juego que existe en la palabra «cock», que significa tanto pene
como gallo. Cfr. Crapanzano, V., «El dilema de Hermes: las máscara de la subversión en las
descripciones etnográficas» en Marcus, G., y Clifford, J., Retóricas de la Antropología. Júcar,
Madrid, 1991, p. 112.
620 Pecora, V. P., «The Limits of Local Knowledge», p. 261-2.
306 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
621 En antropología social el término epistemología tiene notas distintas. Toda cuestión
teórica que esté más allá de la práctica de campo puede ser llamada «epistemológica». Su re-
lación con la teoría del conocimiento o como sabiduría —usos propios de la filosofía y de la
tradición griega— es posible pero no necesaria. Cfr. por ejemplo Thomas, N., «Epistemologías
de la antropología» en Antropología - Temas y perspectivas: más allá de las lindes tradicionales.
International Social Science Journal, vol. 153, sept. 1997, www. unesco. org /issj/rics153/
thomaspa. html.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 307
néutica de Geertz muestra que habla de algún modo de los individuos o de sus
vidas «reales») como puede serlo un partida de bridge retransmitida en la televi-
sión, es decir, es tan autointerpretativa como cualquier otra cosa (luego habría que
añadir que también falla la teoría hermenéutica de Geertz por motivos de im-
posibilidad de discernimiento 622). La crítica sobre si habla de individuos o no es
algo visto ya: si está más acá o más allá de ellos. La cuestión es saber por qué ra-
zones la riña es un modelo de autointerpretación más preclaro que otros (como
una partida de bridge retransmitida por la televisión balinesa).
La crítica de Pecora no demanda exactamente una cuestión, por ende, compa-
rativa, como podría ser que en Bali la riña es un modelo de autointerpretación
más preclaro que la partida de bridge, pero menos que un ritual islámico. Lo que
se quiere mostrar son las razones de por qué algo es un modelo objetivado y no
lo es cualquier otro evento dentro de esa cultura. O dicho con Ricoeur, las razo-
nes de por qué se puede decir de un evento que es una referencia social
interpretativa: que queda inscrito. Y eso es contestar a Pecora cuando, medio pre-
gunta, medio afirma, que «es casi imposible decidir qué tipo de experiencia no
constituiría una semiosis cultural». Para Geertz existen muchos modelos
interpretativos o inscripciones en una misma cultura, y ninguna es excluyente de
otras con las que convive: la corrida de toros no es lo que es España (IC 452),
pero la corrida de toros es un modelo vigente de interpretación que no excluye
el fútbol (lo cual no quiere decir que todos los que participan y comulguen con el
mundo taurino lo hacen también del futbolístico). La objetivación que permite
la cultura no es, para Geertz, una cuestión de adición. La cultura no consiste en
una suma de elementos distintivos respecto de las otras. Suponer tal cosa, sería
afirmar que algo está inscrito, está formalizado y es formalizador de esa cultura,
en tanto que si no existiera quebraría la identidad de dicha cultura. Algo así como
decir que si no existiese la riña de gallos en Bali, los balineses ya no serían
balineses. Obviando lo obvio (que en cierto modo los balineses ya no serían de
esa forma), lo que se quiere mostrar es que esta idea, dicha tal cual, permite una
interpretación que Geertz no comparte, a saber, que la cultura se compone de ele-
mentos sumados entre sí desde los que se puede decir cuáles son esenciales para
la identidad de esa cultura y cuáles no.
622 Esta es también una de las críticas de Levi, el cual comenta que la hermenéutica de
Geertz impide aclarar cuáles son los elementos de relevancia en los sucesos históricos que
permiten una interpretación más o menos válida, «la pérdida del sentido de la relevancia». Cfr.
Levi, G., «Il pericolo del geertzsismo» en Quaderni storici, vol. 58 (nueva serie), XX, n. 1, abril
1985, p. 275.
308 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
623 Malighetti, R., Il filosofo e il confesore. Antropologia e ermeneutica in Clifford Geertz, p. 47.
624 También lo son los «símbolos sagrados» (que se verán más adelante como fusión de
un ethos y una cosmovisión).
625 Una crítica y una aceptación de cómo Geertz entiende que el ritual es una
formalización temporal (la crítica versa sobre los usos de los términos de los nativos que em-
plea Geertz en un caso etnográfico) se puede ver en Rappaport, R. A., Ritual y religión en la
formación de la humanidad. Cambridge University Press, Madrid, 2001, pp. 260-3.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 309
626 Cfr. Delgado, M., Luces Iconoclastas. Anticlericalismo, espacio y ritual en la España con-
temporánea. Ariel, Barcelona, 2001, pp. 169-70.
627 Por eso, y en relación con el esquema filosófico con el que Geertz entiende al ser
humano, «[Geertz] retoma la visión de que el ritual era una de las matrices primarias para la
reproducción de la conciencia», Ortner, S., «Theory in Anthropology since the Sixties», p. 154.
628 Choza, J., Antropología filosófica. Las representaciones del sí mismo, p. 141.
629 El golf debe de ser el deporte que más cita Geertz en la IC: 57, 98, 417.
630 Maurer comenta «que las críticas a Geertz se han centrado en la cuestión del juicio
y de la evaluación o replicabilidad del trabajo etnográfico, pues si bien Geertz hizo énfasis en
310 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Por eso, Ricoeur afirma que «el tiempo social no es sólo fugaz; es también
el lugar de efectos duraderos, de pautas persistentes. Una acción deja una huella,
pone su marca, cuando contribuye a la aparición de pautas que se convierten en
los documentos de la acción humana» 632.
Pero si esas formalizaciones culturales pautan el modo de ser y estar en el
mundo del hombre, entonces quiere decir que no son constituidas por la unici-
dad del individuo. Existe en ellas un grado de objetivación —grado al cual se aco-
gen Geertz y Ricoeur para poder leerlas— cuya constitución no depende de so-
liloquios solipsistas de solistas voces sociales. Esta objetivación tiene una
implicación clara en la idea de «empatía», pues como dice Ortner, «definir la cul-
tura como un sistema de significados encarnados en símbolos es decir no sólo que
es, como la antropología ya antes había afirmado, un sistema de cosmovisiones,
valores, y cosas por el estilo (‹significados›), sino también que aumenta su acce-
so no por algún acto de empatía mística con los informantes, sino a través de (la
inscripción y) la interpretación de las formas públicamente disponibles por las
cuales se objetiva (los ‹símbolos›)» 633.
Una acción significativa, dice Ricoeur, «es una acción cuya importancia va
más allá de su pertinencia a su situación inicial» 634, o como dice Geertz: «las ac-
ciones sociales son comentarios sobre algo más que ellas mismas, y […] la pro-
cedencia de una interpretación no determina hacia dónde va a ser luego impul-
sada» (IC 23). La manera en que se entiende la cultura como una formalización
objetivada de lo real, es, también, la manera en que se entiende que su confor-
mación es intersubjetiva.
la importancia de los signos públicos, nunca delineó claramente en cuáles de estos símbolos
debía centrarse el trabajo del antropólogo». Maurer, W, «Antropología» en Taylor, V. E. y
Winquist, Ch. E. (eds.), Enciclopedia del posmodernismo. Síntesis, Barcelona, 2002, p. 26. Sin
embargo, Geertz si da, como hemos visto, referentes suficientes como para poder direccionar
la tarea interpretativa.
631 Para una exposición filosófica de la variabilidad y contingencia de los modos de
formalización de la cultura —desde el ritual religioso hasta modos contemporáneos más frag-
mentados— puede verse Choza, J., Antropología filosófica. Las representaciones del sí mismo.
632 Ricoeur, P., op. cit., p. 179.
633 Ortner, S., «Introduction» en Ortner, S., The fate of «culture». Geertz and beyondp. 6.
634 Ricoeur, P., op. cit., p. 180. «El significado de un acontecimiento importante exce-
de, sobrepasa, trasciende las condiciones sociales de su producción y puede ser re-presentado
de nuevo en nuevos contextos sociales», p. 181.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 311
Ya antes se había dicho que Geertz entiende al ser humano «en el mundo
intersubjetivo de común compresión en el que nacen todos sus individuos humanos,
en el que desarrollan sus diferentes trayectorias y al que dejan tras de sí al mo-
rir» (IC 92, la cursiva es mía).
En verdad, la configuración intersubjetiva de la formalización que es la cultu-
ra se observa a la vez en las notas características de esas objetivaciones regladas.
Para Ricoeur, existe ese «documento» o esa «marca» desde la cual leer el
mundo cuando se contempla que esa inscripción posee «una distancia […] en-
tre la intención del hablante y el significado verbal del texto» 635. Así, «en la misma
forma en que un texto se desprende de su autor, una acción se desprende de su
agente y desarrolla sus propias consecuencias. Esta autonomización de la acción
humana constituye la dimensión social de la acción» 636.
Eso quiere decir que la pregunta central cuando uno está delante de un tex-
to no es «¿qué intención tiene el autor»? sino «¿qué dice el texto?». Del mismo
modo, ante un fenómeno cultural, la tarea central no es «qué causa dicho acon-
tecimiento», sino «qué significa». Puede ser, comenta Ricoeur, que, en el momento
de su creación, la intención del autor (lo que quiere decir) y lo que dice el texto,
coincidan. Pero su viabilidad para convertirse en un evento social, es que esté
abierto a ese conjunto de interpretaciones.
Entre la intención del autor (o del agente) y el texto (una formalización cul-
tural reglada) puede existir todo un abanico de significaciones. Abanico en el que
la interpretación del autor de su propio texto, la interpretación de los críticos li-
terarios, o la de cualquier lector, conforman la significación social de «lo que el
texto dice» 637 a partir del texto mismo. Por eso, comenta Malighetti sobre Geertz,
«comprender un texto no significa referirse a la intención del autor, por medio
de empáticos rapports o identificaciones emotivas, entrando dentro de ‹su cabe-
za› […] la intención del autor reside en el mismo texto o la acción misma» 638.
38. Respecto a la intención del autor dentro de la antropología interpretativa, Delgado hace
una comparación demasiado amplia, pues equipara a Dilthey, Ricoeur, Schleiermacher y Boas.
Qué es la «intención de un autor» respecto a la comprensión de un texto no es lo mismo —y
312 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Todo ello implica una autonomía del evento cultural respecto de sus parti-
cipantes. Pero dicha autonomía no es afirmada con el fin de negar su participa-
ción activa, o el inmovilismo temporal del propio evento, sino que apunta a la
posibilidad de una interacción constitutiva en la propia sociabilidad del evento.
Echando mano de Langer, dice Geertz respecto a cómo la riña de gallos permi-
te interpretar la realidad de lo que les pasa a los propios balineses: «En años re-
cientes ha llegado a ser el centro mismo de la teoría estética la cuestión de saber
cómo percibimos cualidades en las cosas: en pinturas, libros, melodías, piezas de
teatro; cualidades de las que sentimos que no podemos afirmar literalmente que
están en las cosas. Ni los sentimientos del artista, que son suyos, ni los senti-
mientos del público, que también son del público, pueden explicar la agitación
de una pintura o la serenidad de otra» (IC 444). La significación que otorga la
cultura no viene dada por un sujeto (sea social —un público— o individual).
Ello también implica que, aun posibilitando la fraguación del significado
intersubjetivamente, una cultura no es meramente el conjunto de interpretacio-
nes sociohistóricas que se hacen de ella. La manera en que se constituye el sen-
tido de un fenómeno cultural viene dada por el uso y las prácticas que se hacen
del mismo. Pero también por el uso y las prácticas que son brindadas desde el
mismo. La posibilidad de escritura o re-escritura de la cultura no la convierte en
un acontecimiento que se define únicamente por la suma de reconfiguraciones
históricas que de ella se hacen. Ya que la posibilidad de su re-escritura es tam-
bién la posibilidad de su lectura, esto es, de su consistencia íntegra. En otra ter-
minología antes vista, puede decirse que si la cultura no causa nada, tampoco es
causada. Que la cultura no sea una entidad que causa no quiere decir que no po-
sea, en un sentido amplio, entereza. Solamente quiere decir que no es una enti-
dad separada del mundo. Su vínculo con los sujetos que la poseen no es la de un
objeto usado, sino la de la forma en que los seres humanos usan objetos, esto es,
moldean la realidad. Por eso, una riña de gallos, para ser símbolo, no tiene por
qué tener «consecuencias prácticas» (IC 444). De la misma forma que un balinés
puede entender que se juega mucho —aparte de su dinero— sin que ello cam-
bie ni un ápice su estatus. La riña de gallos es un modelo expresivo que refleja
imaginariamente qué estatus tiene cada apostante y jugador, cómo podría variar
si gana o pierde, cómo afectaría a su masculinidad, etc., sin que se den esos cam-
bios. Ello hace que la riña sea una interpretación de qué estatus real tiene cada
a veces implica presupuestos totalmente dispares— en Dilthey y en Ricoeur; cfr. Delgado, M.,
«Antropología interpretativa» en Ortiz-Osés, A., y Lanceros, P., (eds.), Diccionario de herme-
néutica. Universidad de Deusto, Bilbao, 1997, p. 61.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 313
jugador y apostante, justamente, porque muestra «qué pasaría si». Por eso la riña
no es exactamente una «imitación» de la vida de los balineses (IC 446). Y también
por eso el símbolo no es estrictamente una descripción pictórica del mundo.
Es decir, el evento cultural es tal en tanto que es conformado intersubje-
tivamente, y lo es en tanto que dicha formalización brinda siempre una multi-
plicidad de lecturas. «Nosotros creamos los textos junto con otros, el texto nun-
ca es creado por una sola persona, es intersubjetivo, siempre es creado en el
contexto con otra gente» (NP 427). Así, señala Farías, «para hablar en los términos
de Geertz habría que señalar que la cultura no es tanto un conjunto de textos que
están ahí para ser leídos, sino el conjunto de lecturas de unos determinados tex-
tos» 639. Lo cual quiere decir que
639 Farías Hurtado, I., «Elementos para el Estudio de la Cultura» en Revista Mad, De-
2.2.5. La cultura como conjunto de textos implica que la cultura no es nunca def ini-
tiva, sino abierta
640 «Me separo de toda ideología de un texto absoluto», dice Ricoeur, op. cit., p. 174.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 315
fiere a sí mismo, para transformar nuestro sentido de qué significa para un ser
humano […] creer, valorar, hacer» (AL 75).
La cultura es abierta respecto de las demás culturas. Esto no sólo implica que
puede ser híbrida e influenciable respecto a otras. Sino que su afirmación como
modo de ser posible frente a otras la hace por necesidad redefinible. Nunca es
un todo cerrado; su significado, dice Ricoeur, siempre está en suspenso 641. Pero
no en el sentido de que la cultura es un modo de ser accidental y precario del ser
humano, sino en el sentido de que ningún ser humano, ni ninguna cultura, po-
seen un significado absoluto. Afirmar que el análisis cultural es intrínsecamente
incompleto (IC 29), y que el ser humano es un ser incompleto (IC 218) es afir-
mar que la cultura es de suyo incompleta. Pero no porque sea deficitaria respec-
to del modo de vida que configura, sino respecto de su autoafirmación como in-
mutable, invariable y a-histórica. La contingencia de su ordenación del mundo
no niega su propia homeostasis. Y eso se contempla en la misma diversidad cul-
tural 642.
Pero eso también implica que es abierta respecto de sí. Es dinámica, his-
tórica e inventiva no sólo por las influencias de otras culturas, sino por la in-
herente novedad de sus propios practicantes. «El significado de la acción hu-
mana —señala Ricoeur— es también algo que se dirige a una serie indefinida
de lectores» 643.
La cultura es un elemento vivo, un proceso, y en ese sentido la redefinición
de uno de sus elementos es la redefinición, al menos en algún sentido, de ella
misma. De ahí que Geertz afirme la tarea etnográfica como un tarea hermenéu-
tica al estilo diltheyano. Donde el «todo» no es que sólo es interdependiente de
las partes, sino que no es nunca un «todo» cerrado (LK 69).
Si la cultura es la configuración de lo espacio-temporal, negar su condición
futurible es ponerla en entredicho. Por eso, Ricoeur se atreve a afirmar que tam-
bién el «significado de un acontecimiento es el sentido de sus próximas interpre-
taciones, la interpretación [hecha] por los contemporáneos no tiene un privile-
gio especial en este proceso» 644. Mejor dicho, no tiene por qué tenerlo.
Ninguna interpretación etnográfica está cerrada. La cultura, por eso, no sólo
hace inteligible, cuenta, lo que pasa —tal y como relata Geertz respecto de los
sentimientos y los balineses— sino lo que puede pasar: cómo hacer frente a lo
que aún no tiene por qué haberme pasado.
Eso también quiere decir que la cultura, en algún sentido, siempre es amplia-
ción de sí misma. La cultura, como texto abierto y activo, ensancha el discurso y
la acción del hombre. No es que contenga en sí el germen de aquello que toda-
vía no es, o que contenga en sí el despliegue de aquello que puede ser, sino que
contiene en sí la propia posibilidad de configurar humanamente más mundo. No
tiene fronteras.
2.2.6. La cultura como conjunto de textos es siempre un texto que remite a otro texto:
un contexto
La cultura como texto es, pues, una realidad activa. Es un «documento ac-
tivo» (IC 10) 645. Sin embargo, su ser esencialmente abierta no la redime de la
dificultad de que pueda ser entendida como una reducción a un texto; es decir,
que la totalidad de lo real sea el texto como tal.
Tal y como dice Menéndez, la diatriba de una teoría discursiva de la cultura
se encuentra en que «la realidad es reducida o convertida en un discurso que niega
o reduce la significación de todo o casi todo lo que esté fuera del texto; o mejor
dicho, para esta tendencia todo contexto está en el texto. Las características del
discurso son las que constituyen la realidad y desde esta perspectiva toda una serie
de autores cuestiona establecer criterios de verdad o falsedad fuera del texto. La
realidad es entendida como lenguaje, como escritura, como texto, y es del texto
que surgen las reglas, que no deben ser buscadas en escrituras previas, sino en el
texto actualizado» 646. Lo que termina, según Menéndez, en la negación misma
del contexto. Aunque Menéndez no se refiere sólo a Geertz en este pasaje sino
a los postmodernos en general, su crítica también le apela.
Evidentemente Geertz entiende la cultura como un texto, como un fenómeno
hermenéutico, pero también concibe que «la cultura es un contexto dentro del cual
pueden describirse todos esos fenómenos [acontecimientos sociales, modos de
645Pocos autores se han tomado en serio esta diminuta definición de cultura de Geertz:
«documento activo». Entre los que sí, cfr. Malighetti, R., Il filosofo e il confesore. Antropologia e
ermeneutica in Clifford Geertz.
646 Menéndez, E. L., La parte negada de la cultura. Relativismo, diferencias y racismo, p.
139. Los autores a los que se refiere Menéndez son aquellos que han sido influenciados por
una lectura de Ricoeur. Lo que sí comparte Menéndez con ellos es su «cuestionamiento a las
propuestas que redujeran su descripción y análisis al contexto eliminando el texto o reducién-
dolo a mera consecuencia mecánica del contexto», p. 139.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 317
647 Respecto al modo de hacer antropología cabe mantener que «una descripción exi-
gua (thin) simplemente recoge hechos, independientemente de intenciones o circunstancias.
Una descripción densa, por contra, da un contexto, expone las intenciones y significados que
organizaron la experiencia, y muestra la experiencia como un proceso», Denzin, N., «The Art
and Politics of Interpretation» en Denzin, N. y Lincoln, Y. S. (eds.), Collecting and Interpreting
Qualitative Materials, p. 324.
648 Kuper, sin embargo, la plantea; cfr. Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos.,
p. 136.
318 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
los textos sobre la cultura que por comprender la cultura como texto» 649. Geertz
está hablando de tomar la cultura como un texto. Y tomar la cultura como un
texto es entender la cultura como la dotación de sentido del mundo. Geertz no
dice que la cultura «sea igual a un texto», ni que «sea un texto», sino que es
«como un texto». Es más, Geertz hace hincapié en este punto del «como» pues
en su compresión se juega el lector bastante (LK 30). Geertz ironiza que él dijo
que la cultura era «como» un texto, y no un texto. Además usa la idea del «como
si» wittgensteniano para darle su toque personal en su teoría de la cultura. Así
escribe, cuando estaba en Bali «intenté mostrar que el parentesco, la forma de
los pueblos, el estado tradicional, los calendarios, la ley y, más infamemente, la
pelea de gallos podían ser leídos como textos o, para apaciguar a los que pien-
san en sentido literal, ‹análogos de textos› —enunciados escenificados de, siguien-
do otra formulación reveladora, maneras particulares de estar en el mundo» (AL
17, la cursiva es mía).
Lo que responde a la primera pregunta. La existencia de «hechos» considera-
dos aparte del significado humano, es algo que, si se quiere, uno se puede plantear.
Pero ¿qué ser humano puede hablar de hechos no configurados significativamente
por el ser humano? Entender que toda realidad que comparece humanamente, se
manifiesta bajo el sentido que el ser humano actualiza en ella, no es negar la reali-
dad, es negar que se pueda hablar en sentido humano de una realidad no actuali-
zada humanamente, a no ser, claro está, que quien realice la crítica no sea huma-
no. «Como un texto» es sinónimo de «dotar de sentido».
Por eso «el contexto» no es los hechos que están más allá del texto. El con-
texto es otro texto: se «interpreta un texto a partir de otro texto» (LK 32). Eso
no quiere decir que se pierda todo sentido sobre la verdad una vez se abandona
la búsqueda de una realidad universal o transhistórica. Quiere decir que la ver-
dad, además de ser vista como un adecuación, es también una conformación de
lo real.
¿Es eso un idealismo textualista? Según Menéndez, «la propuesta de
Geertz, y de toda una serie de antropólogos incluidos dentro del denominado
postmodernismo […] fue que la realidad existiera o no independientemente de
los sujetos; remite a las interpretaciones que los sujetos desarrollan respecto de
649 García Amilburu, M., «La antropología contemporánea como una forma narrativa»,
p. 116. Algo más radical es Fardon, para quien la obra de los postmodernos —Clifford y de-
más, dice Fardon— se centra en la idea de que los textos antropológicos han de ser produci-
dos a través de otros textos, en lugar de basarse en el trabajo de campo. Cfr. Fardon, R., (comp.)
Localising Strategies. Scottish Academic Press, Edimburgo, 1990, p. 5.
LA CULTURA COMO UN TEXTO 319
2.2.7. La cultura como conjunto de textos es siempre una f iccionalización, una in-
vención: hace mundo
Reynoso comenta que «se han llevado hasta las últimas consecuencias las
insinuaciones de Geertz respecto de que la antropología es un género de ficción,
y se ha hecho a la ciencia, que se manifiesta por escrito, partícipe de los límites
que esa ficcionalización presupone» 651. Independientemente de cuáles son esas
últimas consecuencias, es cierto que Geertz reabre la idea de que todo juego de
significación es siempre un juego de ficción.
652 Choza recoge todos estos sentidos. Choza, J., Antropología Filosófica. Las representa-
sobre fictio: «significa acción de formar, de hacer, de figurar; formación, composición, creación.
Y sólo en sentido figurado significa: ficción, fingimiento […] Según esta significación, la voz
‹ficción› no alude directamente a la falsedad o la mentira».
LA CULTURA COMO UN TEXTO 321
—cuya igualación puede ya ser discutida— «desafían los principios del realismo
filosófico» 654 habría que aclarar, cuanto menos, qué se está entendiendo por «rea-
lismo filosófico». Geertz no desbanca el realismo, tan sólo deslegitima el «rea-
lismo científico» que se basa en un objetivismo, a la par que ensancha la idea de
un realismo moderado —cuya correspondencia con Aristóteles ha sido puesta de
relieve por Marín— con las nociones estéticas de fictio e invención. De ahí que
Marín pueda decir que inventar no es otra cosa que poner y encontrar, esto es,
interpretar 655, y de ahí que Geertz pueda afirmar que «no había niebla en Lon-
dres hasta que Whistler la pintó» (LK 87). «Ver la niebla» se sustenta en carac-
terizaciones obvias de la realidad, de la misma forma que Marín explica cómo Van
Gogh inventó un nuevo modo de ser del amarillo. «Todo eso [los sistemas sim-
bólico-culturales específicos] —dice Geertz— no hace desaparecer el mundo; al
contrario, lo pone a la vista» (LK 183). La existencia de esa niebla o de ese ama-
rillo sólo es generada en tanto que se desvela como naturalidad en la misma po-
tencialidad —lo que el mundo permite— y actualización del mundo —lo que nos
permitimos de él—.
Por eso, el significado genera mundo, o como dice Choza citando a Geertz,
que «en esos universos creados por el lenguaje donde se pone de manifiesto que
la persona física es un ente artificial, también se pone de manifiesto que la reali-
dad es ficción» 656.
Esa naturalidad es aquella que «tal como señala Geertz, si bien es cierto que
los escritos antropológicos son ficciones de la sociedad, en el sentido de que son
algo ‹hecho›, algo ‹formado›, algo ‹compuesto› por los antropólogos, lo que no
implica que tales ficciones sean necesariamente falsas. De hecho, insiste Geertz,
‹la línea que separa la cultura (marroquí) como hecho natural y la cultura (ma-
rroquí) como entidad teórica tiende a borrarse; y tanto más si esta última es pre-
sentada como una descripción› (IC 15)» 657.
La misma ficcionalización es una forma de entender la constitución misma
de lo real basada en la interpretación. Por eso, la riña «lo que dice es, no mera-
654 Thomas, H., «Dancing: Representation and Difference» en McGuigan, J., Cultural
Methodologies. Sage Publications, Londres, 1997, p. 143. También Greenblatt ha atribuido a
Geertz, a raíz de la idea de fictio y literatura, el problema del realismo. Greenblatt, S., «The
Touch of Real» en Ortner, S. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz and Beyond, pp. 14-29.
655 Cfr. Marín, H., De dominio público. Ensayos sobre teoría social y del hombre. Eunsa,
mente que el riesgo sea excitante, que perder sea deprimente y que triunfar sea
gratificante (banales tautologías de afecto), sino que de esas emociones así
ejemplificadas está constituida la sociedad y que son ellas las que unen a los in-
dividuos» (IC 449).
Observar la cultura como constitutiva de lo real es lo mismo que decir que
es la forma en que los «hombres dan sentido a sus vidas» (LK 22), de tal manera
que el ‹como si›, la ficción, ya no es falsación de lo real —un evento mental ilu-
sorio— sino el modo en que el ser humano hace que comparezca lo real.
La cultura es aquello por lo que «el hombre encuentra sentido a los hechos
en medios de los cuales vive por obra de esquemas culturales, de racimos orde-
nados de símbolos significativos. El estudio de la cultura (la totalidad de tales
esquemas) es pues el estudio del mecanismo que emplean los individuos y los
grupos de individuos para orientarse en un mundo que de otra manera sería os-
curo» (IC 363) 658.
Pero entonces la cultura también es actualización de lo humano 659. La cul-
tura es causa formal extrínseca, tal y como interpreta aristotélicamente Marín
a Geertz, bajo la acepción de que no hay hombres sin cultura, ni cultura sin
hombres.
Si la vida humana es, como modo de ser en el mundo, como modo de
habitarlo, un producto, tal producto es artístico, una ficción. Si por ficción se
entiende la configuración de un mundo posible en base a la dotación de senti-
do —posible como posibilidad de habitar y posible como contingente frente a
los demás— la acción del hombre que queda instaurada en ese mundo es tam-
bién una cuestión de estética. Por eso, la cultura puede ser vista como un «es-
tilo» 660. No es sólo que el hombre crea algo así como el arte, sino que la rela-
ción primordial de la constitución «ficticia» del mundo queda como una
analogía de la propia estética.
Hay que ensanchar la idea de «literatura» o «estética» que usa Geertz para
interpretarlo atinadamente, porque si no el juego que a uno le sale es el de la an-
tropología como disciplina y Geertz no se refiere sólo a eso. La mayoría de las
658 De forma muy preclara por la influencia geertziana, Azurmendi dice casi lo mismo.
Cfr. Azurmendi, M., La herida patriótica. Taurus, Madrid, 1998, p. 122.
659 Y ello ampara también la idea de Sanmartín de que el objeto de la antropología es
«la interpretación y comprensión de los diferentes modos de ser hombre» en Sanmartín, R.,
Identidad y creación. Horizontes culturales e interpretación antropológica. Humanidades, Barce-
lona, 1993, p. 251.
660 Cfr. Lanceros, P., «Antropología Hermenéutica» en Ortiz-Osés, A., y Lanceros, P.,
Greenblatt, S., «The Touch of Real» en Ortner, S. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz and
Beyond, pp. 14-29.
663 Esto se puede ver en «El arte como sistema cultural» en LK 94-120, artículo poco
tratado en el estudio de Geertz; para una reflexión sobre él, cfr. Langdale, A., «Aspects of the
Critical Reception and Intellectual History of Bandaxall’s concept of Period Eye» en Art
History, vol. 21, n. 4, diciembre 1998, pp. 479-497, y también Gunn, G. The Culture of Criticism
and Criticism of Culture, p. 104 y ssgg.
CAPÍTULO IX
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS
664 Cfr. Rice, K. A., Geertz and Culture. Univ. Michigan Press, Ann Arbor, 1980. La ven-
taja de Geertz es, según Rice, el enorme aporte etnográfico que poseen sus textos.
326 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
su vez permite entender que la metafísica es un producto tan cultural —se pue-
de decir «tan real», e incluso decir que habla de lo real— como el potlach.
De ahí, que la definición de cultura, en sentido estricto, sólo se muestre en
las culturas. De la misma manera que no existe la cultura, no existe la definición
de cultura 667. La explicación de qué es la cultura en Geertz ni es normativa ni
es regulativa, en el sentido kantiano del término.
Si alguien desea saber lo que la cultura es, diría Geertz, que rebusque entre
las distintas formas que los hombres tienen de solventar sus vidas, ordenar la rea-
lidad y habitar el mundo. Dichos actos son tan particulares y concretos como
concretos y particulares pueden ser los hombres 668. Pero su «particularidad» no
ratifica su falsedad, sino la idiosincrasia de la naturaleza humana: «la cultura […]
no es sólo un ornamento de la existencia humana sino que es una condición esen-
cial de ella —la procedencia crucial de su especificidad» (IC 46).
Tampoco se está afirmando que lo único real sea el comportamiento efectivo,
o que la cultura sea dicho comportamiento empírico 669. Más bien lo que dice
Geertz es que «el hombre no puede ser definido solamente por sus aptitudes in-
natas, como pretendía hacerlo la Ilustración, ni solamente por sus modos de con-
ducta efectivos, como tratan de hacer en buena parte las ciencias sociales contem-
poráneas, sino que ha de definirse por el vínculo entre ambas esferas, por la manera
en que la primera se transforma en la segunda, por la manera en que las potencia-
lidades genéricas del hombre se concentran en sus acciones específicas» (IC 52).
Y eso implica también entender la particularidad como algo revelador para
la naturaleza humana, y por ende, para la noción de cultura. Así «el comentario
de que Cromwell era el inglés más típico de su tiempo precisamente porque era
el más estrambótico, puede resultar pertinente también aquí; bien pudiera ser que
en las particularidades culturales de un pueblo —en sus rarezas— pueden encon-
trarse algunas de las más instructivas revelaciones sobre lo que sea genéricamente
humano» (IC 43). Como dice Geertz, «la idea de que la esencia de lo que signi-
fica ser humano se revela más claramente en aquellos rasgos de la cultura humana
que son universales, y no en aquellos que son distintivos de este o aquel pueblo,
es un prejuicio que no estamos necesariamente obligados a compartir» (IC 43).
Del mismo modo que el que la hepatitis sea algo particular, en el sentido de que
667Kuper ve en dichas definiciones —versus Rice— cierto orden y coherencia; cfr. Kuper,
A., Cultura. La versión de los antropólogos, p. 119.
668 «Los esquemas culturales no son generales sino específicos» (IC 52).
669 Como señala Gunn, en Geertz «el hombre nunca es definido en términos de sus
capacidades aisladas, ni en términos de sus acciones», Gunn, G., op. cit., p. 101.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 329
670 Lo que muestra que su etnografía es simultáneamente una filosofía de la cultura. Por
eso, sólo se aporta teóricamente a través de casos etnográficos: «las grandes contribuciones
teóricas están no sólo en estudios específicos —y esto es cierto en casi todos los campos—
sino que son difíciles de separar de tales estudios para integrarlas en algo que pudiera lla-
marse ‹teoría de la cultura› como tal» (IC 25). San Martín también ha entendido que Geertz
hace cierta filosofía de la cultura, pero sólo en tanto que génesis de la cultura o «una espe-
cie de estudio del lugar de la cultura en la vida humana», aunque «no se plantea explícita y
metodológicamente llevar a cabo una filosofía de la cultura», San Martín, J., Teoría de la cul-
tura. Síntesis, Madrid, 1999, p. 119 y 124. Pero habría que añadir que para Geertz sólo es com-
prensible hacer dicha filosofía dentro de los mismos casos etnográficos.
330 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
671 Ha sido Shaw quien ha mostrado que, por lo menos respecto a la investigación
etnográfica, la «coherencia» que rechaza Geertz sobre los testimonios de los informantes es
correlativa a aquella «coherencia» que suele ser entendida meramente como «razones» o «pura
retórica»; o dicho de otra forma, que la «pura coherencia interna» del discurso de un infor-
mante no es un testimonio suficiente sobre la validez del mismo para la finalidad de la inves-
tigación. Cfr. Shaw, I. F., La evaluación cualitativa. Introducción a los métodos cualitativos. Paidós,
Barcelona, 2003, p. 32.
672 Sobre la discusión acerca de la coherencia como criterio de validez de la interpreta-
ción en el caso de la descripción densa geertziana, cfr. Pals, D., Varieties of Social Explanation.
An Introduction to the Philosophy of Social Science, pp. 72-3; y Walters, R. G., «Signs of Times:
Clifford Geertz and Historians» en Social Research, An International Quaterly of the Social
Sciences, vol. 47, n. 3, 1980, p. 544.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 331
Micheelsen cuando habla de «sistema cultural»: un nombre que «puede ser visto
como una influencia de Parsons», que no quiere decir «que sea sistemático», esto
es, como «formulando antes de la vía del análisis una filosofía o una teoría ge-
neral». Y tercero, cuando se habla de «sistema cultural» quiere decir que «hay al-
guna coherencia interna en ellos, y que hay que mirarlos de un modo contextual»,
ya que «las relaciones sistemáticas deben ser encontradas dentro de lo que uno
estudia» (AM 9) 673.
Explicada la cuestión de en qué sentido Geertz no da una definición de cul-
tura, cabe ahora hacerse cargo de aquella en la que Geertz habla de un sentido
«semiótico» de la cultura, pues el sentido de «semiótico» está relacionado con la
no sistematicidad de la cultura y la propia tarea antropológica: «el concepto de
cultura que propugno […] es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con
Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que
él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre» (IC 5).
Reynoso le ha criticado a Geertz el uso de «semiótica» tanto en la tarea
antropológica como en su noción de cultura. «Ya es embarazoso, señala Reynoso,
que Geertz llame ‹semiótica› a una perspectiva que se ocupa de los significados,
cuando el concepto, alrededor del cual ya se han establecido antes disciplinas cen-
tenarias, se refiere más bien a ‹signos› no siempre significadores. Pero la inten-
ción a que se apunta es más digna de desconfianza que la información académi-
ca en que se apoya» 674. Reynoso tilda a Geertz de un desconocimiento de qué
quiere decir «semiótica» 675. La cuestión no es baladí, pues Geertz está realizan-
do una analogía continua entre lo que entiende por cultura y lo que entiende por
antropología. La tarea antropológica, como la cultura, es también una tarea se-
miótica. Sabiendo la caracterización obvia que todo estudiante sabe de la «semió-
tica» como disciplina acerca de los signos, apunta Geertz:
«La semiótica no tiene, obviamente, un solo sentido, pero estoy de acuerdo con us-
ted en que me interesan los significados y los símbolos, y en ese sentido se puede com-
prender mi trabajo como semiótico, aunque sin una teoría general del significado.
Ferdinand de Saussure y el estructuralismo que le siguió los pasos no es el enfoque
que yo sigo. Por supuesto, he aprendido de Saussure —nadie puede ignorarle— pero
como ya he dicho: del mismo modo que no estoy interesado en una separación de la
676Todas las citas son de Nubiola, J., y Conesa F., Filosofía del lenguaje. Herder, Barce-
lona, 1999, pp. 67-8.
677 Cfr. Eco, U., Semiótica y Filosofía del lenguaje. Lumen, Barcelona, 1990, pp. 73-4.
— «Pregunta: Sin embargo, ¿qué sucede con los presupuestos filosóficos que están antes de
comenzar el estudio de la cultura?
— Bien, lo primero de todo, previo no es la palabra correcta. Mejor decir «siempre
presente» (always already). Uno siempre tiene una perspectiva cuando comienza. En
680 Friedman, J., Cultural Identity and Global Process. Sage Publications, Londres, 1994,
pp. 72-73.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 335
gioso 681, aunque también admite esta distinción en otras esferas de la vida hu-
mana. Los tres textos donde quizás más desarrolla este aspecto de la cultura hu-
mana son referidos al terreno de la religión 682, pero, justamente, por tener dicho
marco analítico la posibilidad de ser más amplio, es por lo que Geertz asume la
pareja de términos como abarcante a todos los ámbitos. Como Morris dice,
«Geertz es consciente de que la elaboración y sistematización de dichas estruc-
turas simbólicas no es uniforme; además de la perspectiva religiosa hay otras pers-
pectivas que la gente usa para construir el mundo, como la del sentido común,
la científica y la estética» 683.
La justificación de relacionar acción, pensamiento y símbolos con el ethos y
la cosmovisión la da el mismo Geertz, ya que «si los símbolos, para emplear un
frase de Kenneth Burke, son estrategias para captar situaciones, entonces nece-
sitamos prestar mayor atención a la manera en que las personas definen esas si-
tuaciones y a la manera en que llegan a arreglos con ellas» (IC 141). Y eso es lo
que, en términos genéricos entiende Geertz por ethos y cosmovisión: decir qué
es algo y actuar con respecto a ello, y al revés, un actuar que muestra qué es ese a
algo. Los dos serían, por un lado, el carácter de la creencia y el pensamiento, y
por otro, el problema de la acción 684.
Para Geertz, los símbolos sintetizan el ethos y la cosmovisión de un pueblo.
La cosmovisión es el «retrato de la manera en que las cosas son en su pura efec-
tividad; es su concepción de la naturaleza, de la persona, de la sociedad. La
cosmovisión contiene las ideas más generales de orden de ese pueblo» (IC 127).
Dicho más genéricamente las «nociones que la gente tiene acerca de la vincula-
ción de la realidad con su concepción del mundo» (OI 97). Los modelos religiosos
—y recordemos que para Geertz el símbolo es un «modelo»— son los parámetros
de explicación de la realidad, «marcos de percepción, retículas simbólicas mediante
la que es interpretada la experiencia» (OI 98). Uno ve y percibe lo que la con-
cepción del mundo que «vive» le interpreta. La necesidad de dar una interpreta-
ción de la realidad va pareja al carácter esencial del hombre como ser incomple-
to, por eso, con respecto a la noción de ethos y cosmovisión Geertz vuelve a decir
que «el impulso a dar un sentido a la experiencia, a darle forma y orden es evi-
681 «La idea central de Geertz: la religión siempre es a la vez un ethos y una cosmovisión»,
Pals, D., Seven Theories of Religion. Oxford University Press, Oxford, 1997, p. 261.
682 «La religion como sistema cultural» y «Ethos, cosmovisión y análisis de los símbo-
dentemente tan real y apremiante como las más familiares necesidades biológi-
cas» (IC 140). La cosmovisión es un orden general que Geertz sintoniza con la
idea de metafísica occidental, pero no tanto como desconectada del mundo, sino
como el marco de «orden cósmico» que el hombre tiene para hacerse cargo de la
realidad.
El ethos de un pueblo es «el tono, el carácter y la calidad de su vida, su esti-
lo moral y estético, la disposición de su ánimo; se trata de la actitud subyacente
que un pueblo tiene ante sí mismo y ante el mundo que la vida refleja» (IC 127).
Es el marco de actuación y la conducta que un pueblo tiene, dándole un carác-
ter poiético: «los aspectos morales (y estéticos) de una determinada cultura» (IC
126). O también «su estilo de vida general, la manera que tienen de hacer las cosas
y cómo las conciben una vez hechas» (OI 97). No se puede decir más claro que
el ethos es el marco de actuación significativa donde se encuadra la acción del
individuo: «son guías para la acción, anteproyectos de la conducta» dice Geertz
de los modelos simbólicos religiosos (OI 98).
La cuestión es ahora entender que no son dos esferas separadas sino que están
fusionadas en la misma significación. El símbolo para Geertz surge de la unión
de un ethos y una cosmovisión, el símbolo no es mero pensamiento, ni es un mero
objeto material: es la fusión de una acción significativa, por que, y he aquí algo
importante, lo que Geertz está mostrando durante gran parte de su obra es que
sigue los planteamientos de Dewey de que el pensamiento es acción, pero tam-
bién al revés, la acción humana es pensamiento 685.
Tanto el ethos como la cosmovisión «se confirman recíprocamente; el ethos
se hace intelectualmente razonable al mostrarse que representa un estilo de vida
implícito por el estado de cosas que la cosmovisión describe; y la cosmovisión se
hace emocionalmente aceptable al ser presentada como una imagen del estado
real de cosas del cual aquel estilo de vida es un auténtica expresión» (IC 127).
Aquello que se dice sobre un objeto permite que la actuación sobre dicho objeto
sea adecuada, «natural», de tal forma que la misma actuación es expresiva de la
misma noción teórica sobre aquél. Ahora bien, la cosmovisión no es tanto una
axiomatización explícita de principios concretos definidos estrictamente, cuan-
to la concepción del mundo sobre la que se articulan las realizaciones y las ideas
concretas. De la misma forma, el ethos no es tanto la acción particular cuanto la
permisibilidad de sentido para realizar una acción. En el caso de las acciones, esa
permisibilidad de sentido —que la gente actúe dentro de unos parámetros sig-
nificativos, unas reglas— la relata Geertz con respecto a los javaneses: «los indi-
viduos que ignoran las normas morales y estéticas que formulan los símbolos, que
siguen un estilo de vida discordante, son considerados no tanto malos como es-
túpidos, insensibles, faltos de ilustración o, en el caso de extremo desamparo, de-
mentes. En Java donde realicé trabajo de campo, los niños pequeños, los simples,
los patanes, los locos y los francamente inmorales se consideran ‹todavía no
javaneses› y no ser todavía javanés significa no ser todavía humano» (IC 129), es
decir, ser cualquier cosa menos alguien que actúa con sentido. Algo así también
relata irónicamente respecto a los turistas extranjeros cuando habla de cuándo se
debe o no reír uno en Bali: «la sonrisa sardónica y el ceño burlesco son con se-
guridad predominantemente culturales, como está quizás demostrado por la de-
finición que dan los naturales de Bali de un loco, el cual es alguien que, lo mis-
mo que un norteamericano, sonríe cuando no hay nada de qué reír» (IC 50).
Desde este punto de vista, la «efectividad de lo real» que presenta la
cosmovisión no tiene que ser considerada como la facticidad que intenta mos-
trar la ciencia moderna occidental, sino que es la idea de un orden con sentido,
o mejor, del sentido de orden, no de un hecho bruto del que se abstrae un orden.
El hecho acontece en tanto que tiene sentido, no es que acontezca y se le encuen-
tre «su» sentido, sino que la configuración de sentido muestra por qué los hechos
son como son, y acontecen como acontecen. Ante esa facticidad significativa el
individuo obra respecto a ella. No obstante, no se trata de un modo de operar
mecánico, como si la acción fuese un efecto secundario respecto de la ideación
de los hechos; más bien la acción del individuo es la expresión del sentido en tanto
que es la interacción con ese cosmos ordenado: la forma en que la cosmovisión
se ordena es ordenándola, a saber, actuando, no con respecto a ella, sino en ella.
Obviamente, «fusionar ethos y cosmovisión, confiere a una serie de valores
sociales lo que quizás estos más necesitan para ser obligatorios: una apariencia
de objetividad» (IC 131). Pero la noción de apariencia no es aquí la idea de co-
pia, falsedad o representación de un factum, sino de modelación significativa de
la realidad, —a una enorme distancia de la mediación gnoseológica que imposi-
bilita el conocimiento de lo «realmente real»— porque para Geertz la relación
entre ethos y cosmovisión es la de hacer significativamente vivible al mundo,
hacer comprensible el modo de vida y que el modo de vida en su expresión sea
la interiorización —no en un sentido cartesiano sino desde las nociones de sím-
bolo, pensamiento y acción que hemos visto— de un significado de la realidad,
de tal forma que esa «unión» entre ethos y cosmovisión cobre, en el más estricto
sentido de la palabra, vitalidad. Por eso, «esa fuerza [la que proviene de la unión
entre ethos y cosmovisión] representa el poder de la imaginación humana para
formar una imagen de la realidad en la cual, para citar a Max Weber, ‹los hechos
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 339
no están sencillamente presentes y ocurren sino que tienen una significación›» (IC
131). La teoría de Geertz del ethos y la cosmovisión es «un intento de conser-
var el caudal de significaciones generales en virtud de las cuales cada individuo
interpreta su experiencia y organiza su conducta» (IC 127).
En ese sentido, la relación que hay entre el ethos y la cosmovisión no es causal
o mecánica sino semántica, «una relación significativa entre los valores que un
pueblo sustenta y el orden general de existencia» (IC 127). A lo que se está refi-
riendo Geertz es a la dicotomía clásica entre el ser y el deber ser, entre los he-
chos y los valores, dentro de una visión hermenéutica.
Pals critica la idea de Geertz de que la religión se compone de un ethos y
una cosmovisión: «… tengamos en mente la idea central de Geertz: la religión
es siempre tanto una visión sobre el mundo como un ethos. Consiste en ideas y
pensamientos sobre el mundo y una inclinación a sentir y a comportarse conforme
a esas ideas. […] aunque Geertz a lo largo de sus discusiones nos recuerda a me-
nudo este punto, no está muy claro, de cara a esto, por qué una afirmación tal
debería considerarse particularmente nueva, original o iluminadora. Parece no
sólo ser verdad sino casi demasiado obviamente verdad. Es una especie de truismo.
Uno tiende a preguntarse qué puede ser la religión sino un conjunto de pensa-
mientos y conductas que se relacionan entre sí» 686. Sin embargo, no debe ser tan
evidente lo que Geertz afirma cuando hay multitud de posturas antitéticas a la
suya entre filósofos y antropólogos. La crítica de Pals sería válida si lo que quie-
re decir Geertz es algo así como que meramente «el pensamiento es pensamien-
to», «la acción es acción» y «la acción se relaciona con el pensamiento» en la re-
ligión. También la lectura y la escritura sobre Geertz son un «conjunto de
pensamientos y conductas que se relacionan entre sí» y no por eso son religiosos
ni se componen de un ethos y una cosmovisión.
Los símbolos en general, pero sobre todo un sistema cultural como la reli-
gión, «refieren pues a una ontología y una cosmología, a una estética y a una
moral: su fuerza peculiar procede de su presunta capacidad para identificar he-
cho con valor en el plano más fundamental, su capacidad de dar a lo que de otra
manera sería meramente efectivo una dimensión normativa general» (IC 127).
Si la relación entre lo que hay y lo que uno hace con respecto a eso que hay, en
tanto que legitimado por esa idea de orden, es significativa, semántica, de adqui-
sición de sentido y de acción enmarcada dentro de él, entonces la actuación in-
sertada en un orden no está separada por una esfera que es lo que «debe ser»,
puesto que todo valor está incardinado dentro de la misma noción de actuación.
Como dice Geertz: «lo mismo que las abejas vuelan a pesar de teorías aeronáu-
ticas que les niegan el derecho de volar como lo hacen, probablemente la gran
mayoría de la humanidad está extrayendo conclusiones normativas de premisas
de hecho (y conclusiones de hecho de premisas normativas, pues la relación en-
tre ethos y cosmovisión es circular) a pesar de las refinadas y, desde su propio
punto de vista impecables reflexiones que hacen los filósofos profesionales so-
bre la ‹falacia naturalista›» (IC 141).
Efectivamente, todo ello gira entorno a la relación sustancial y recíproca que
hay entre ethos y cosmovisión y su relación semántico-pragmática, porque «en-
tre ethos y cosmovisión, entre el estilo vida aprobado y la supuesta estructura de
la realidad, hay una simple y fundamental congruencia, de suerte que ambos
ámbitos se complementan recíprocamente el uno al otro» (IC 129). Dicho con
otras palabras, es una «fusión entre lo existencial y lo normativo» (IC 127). Ahora
bien, si hay esa continuidad entre valor y hecho, entre pensamiento y conducta,
asentada ésta en la acción simbólica y en los sistemas de símbolos, hay que en-
tender que no existe una fundamentación de aprioridad ontológica de la meta-
física sobre la ética 687.
Cierto es que «no hay un pueblo capaz de construir un sistema de valores
independientemente de toda referencia metafísica, es decir, una ética sin onto-
logía» (IC 127), pero de ello no se sigue que la relación entre ethos y cosmovisión
sea la de una teoría y una práctica, tomando a la primera como fundamento de
la segunda. Para Geertz «la tendencia a sintetizar ethos y cosmovisión en algún
plano, si no es lógicamente necesaria, es por lo menos empíricamente coercitiva;
si no está filosóficamente justificada, es por lo menos pragmáticamente univer-
sal» (IC 127). La relación sintética entre el ethos y la cosmovisión tiene una jus-
tificación semántica en base a su uso, es decir, a su carácter eminentemente
encauzador para la vida misma. La relación es pues semántico-poiética 688. Pero
eso implica que Geertz no se está refiriendo a la metafísica en un sentido mo-
687 La fusión de Geertz entre los valores y la estructura de la realidad, entre ethos y
cosmovisión, es para Pagden otra forma de definir lo que Santo Tomás entendía por «ley na-
tural». Cfr. Pagden, A., La caída del hombre. El indio americano y los orígenes de la etnología com-
parativa. Alianza, Madrid, 1988, pp. 96-7.
688 Respecto a esta idea Geertz, alumno y deudor de Parsons, recoge la concepción se-
miótica de la cultura siguiendo a éste, a Weber, y a la tradición que el mismo enuncia desde
Vico, es decir, el pensador que antepone la relación poietico-estética del hombre con la reali-
dad versus la contemplativa. Cfr. IC 250. Schneider sitúa, por ejemplo, la idea de fictio de
Geertz bajo el auspicio de la influencia de Vico; cfr. Schneider, M., «Culture-as-text in the
Work of Clifford Geertz», p. 830.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 341
689 Pals aduce que Geertz es oscuro en su explicación de la conexión entre el ethos y la
cosmovisión, tal vez por ser algo demasiado obvio. Según Pals, Geertz explica detalladamen-
te sólo uno de los dos elementos, el ethos, pero no la cosmovisión. Pero Pals está entiendo una
dicotomía que Geertz no presupone: la de la acción respecto al significado, pues, para Pals,
Geertz «a menudo parece estar sorprendentemente desinteresado en estos significados. En la
práctica, parece mucho más excitado en las acciones y los sentimientos». Pals, D., Seven Theories
of Religion, p. 261-3.
342 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
111). Por «ámbito» Geertz entiende el alcance de los contextos sociales a los que
llega dicho sistema simbólico (en el ejemplo de Geertz, el religioso) 690. Este sen-
timiento y esta mayor o menor asimilación individual y contextual no impide
afirmar el carácter de formalización del individuo a través del símbolo que fu-
siona la idea de un ethos y una cosmovisión (un «modelo de» y «modelo para» 691):
así «esos símbolos religiosos, dramatizados en ritos o en mitos conexos, son sen-
tidos por aquellos para quienes tienen resonancias como una síntesis de lo que
se conoce sobre el modo de ser del mundo, sobre la cualidad de la vida emocio-
nal y sobre la manera en que uno debería comportarse mientras está en el mun-
do» (IC 127).
Ahora bien, no se entiende que Geertz crea que dicho «sentimiento» es una
facultad innata y universal, pues para Geertz también la afectividad está me-
diada culturalmente 692. Lo que muestra más bien es que la dimensión teórica
—o más metafísica— tiene que ver más con la lebenswelt que con la vita
contemplativa, que la dimensión humana se cifra en un actuar con sentido que
desde luego no es actuar «racionalmente» en sentido ilustrado. Ortner señala que
«sobre la cultura, el corazón de Geertz siempre ha estado más con la parte del
‹ethos› que con la de la ‹cosmovisión›, con la dimensión afectiva y estilística que
con la cognitiva. Aunque, por supuesto, es muy difícil separar demasiado brus-
camente las dos dimensiones (por no decir improductivo y en última instancia
un error mental), es, sin embargo, posible distinguir la una de la otra. Para Geertz,
entonces, hasta los sistemas culturales más cognitivos o intelectuales —véase los
calendarios balineses— son analizados no (sólo) para desvelar un grupo de prin-
cipios mentales ordenados, sino (especialmente) para comprender cómo la ma-
nera balinesa de desmenuzar el tiempo imprime, con un idiosincrásico gusto cul-
tural, su sentido del ‹yo›, sus relaciones sociales, y su conducta, esto es, con un
ethos» 693.
La realidad no es realidad construida, ni realidad idealizada, es realidad sim-
bólica: una acción y un pensamiento entrelazados —fusionados— en una acti-
vidad configuradora del mundo como mundo humano. El ethos y la cosmovisión,
fusionados en los símbolos sagrados en el caso de la religión, marcan pues los
contextos significativos de pensamiento y acción en el hombre. La conformación
690Cfr. OI 112.
691También Inglis cree que Geertz está proponiendo este paralelismo entre modelos de/
modelos para y cosmovisión/ethos. Inglis, F., Clifford Geertz. Culture, Custom and Ethics. Polity
Press, Cambridge, 2000, p. 119.
692 Cfr. IC 79-82.
693 Ortner, S., «Theory in Anthropology since the Sixties», p. 129.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 343
3. CULTURA Y AFECTIVIDAD
En algunos pasajes Geertz parece dar a entender que la fusión entre el ethos
y la cosmovisión es aprehendida en el ser humano vía afectiva. Para Geertz esto
se observa claramente en los símbolos sagrados. También en el caso del círculo
de los oglala. Cuando dicho símbolo muestra la interrelación entre un ethos y una
cosmovisión, Geertz explica que es un «símbolo luminoso no examinado cuya
significación es intuitivamente sentida, pero no conscientemente interpretada»
(IC 128).
Ante ello cabe preguntar si la interpretación y ordenación que ofrece todo
símbolo se fragua de forma emotiva. Parkin, siguiendo a Ortner, dice que los sím-
bolos en Geertz «evocan más emociones que conocimiento y son por consiguiente
afectivos más que cognitivos» 694.
También en el caso de la riña de gallos Geertz mantiene que todo símbolo
posee, en cierta medida, una función educativa de los afectos. Para Manuel Del-
gado, Geertz recoge también esta función en los ritos. «Tenemos —dice Delga-
do— entonces que esa función educativa que cumplen los ritos no es sólo
posicional —esto es, relativa a cuál es el lugar estructural de cada uno en rela-
ción con los demás— ni sólo conductual —cuál es el comportamiento adecuado
para cada eventualidad— sino también es emocional, es decir, relativa a cuáles son
los sentimientos que debe albergar cada sujeto en relación con los distintos ava-
tares de su existencia social. Esa es la tesis central de un célebre artículo de Geertz
sobe las peleas de gallos en Bali, en el que se resaltaba cómo los rituales no sólo
utilizan el miedo, excitación, estremecimiento, placer…, sino que sirven para re-
cordar que esas emociones que se ejemplifican son aquello de lo que la sociedad
está hecha, y que son lo que permite mantener unidos a sus miembros. Los sím-
bolos religiosos serían, en este caso, una forma radical de lo que Edward Sapir
llama símbolos de condensación, símbolos saturados de unas cualidades afectivas
que impregnan de emoción gran cantidad de conductas y situaciones. He ahí
cómo los ritos acaban funcionando como recursos culturales al servicio de lo que
Geertz llama, evocando a Flaubert, la ‹educación sentimental› de los indivi-
duos» 695.
En cierto sentido, que la afectividad sea configuradora de lo que un símbo-
lo es —en tanto que el símbolo es un esquema de interpretación de los afectos
mismos— puede ser un eco en Geertz de la expresividad de los símbolos que
postula Parsons 696. Todo símbolo es, en algún sentido, símbolo expresivo, esto es,
un encauzamiento de la propia afectividad. Los símbolos son «los vehículos ma-
teriales de la percepción, de la emoción y de la comprensión» (IC 408).
Ahora bien, ¿significa eso que la afectividad es un elemento que interpreta,
desde un más allá innato y pre-cognitivo, aquello que se da en la realidad?, ¿hay
una diferencia entre comprender al símbolo como encauzador de la afectividad
y comprenderlo como preformado desde la afectividad?
Ésta postura es, sin embargo, una de las críticas que Pecora hace a Geertz
cuando habla de la riña de gallos como cierto tipo de educación sentimental:
«Cerca del final del ensayo, Geertz proporciona una aditamento más de lo que sig-
nifica la riña de gallos: es un paradigma de la experiencia balinesa, escribe, ‹que nos
cuenta, al menos, qué sucede o qué cosa sucedería si, como no es el caso, la vida fue-
ra arte y pudiera ser modelada libremente por los estilos de afectividad al modo de
Macbeth y David Copperfield› (IC 450). Pero, ¿qué está diciendo realmente aquí?
Geertz parece decir que la riña de gallos en verdad no es una simple plantilla cultu-
ral, creada por los balineses fuera de su compartida vida social, y sobre el que, uno por
uno, el comportamiento puede ser modelado. Más bien, Geertz da a entender algo
de una naturaleza de mayor alcance: eso que tan profundamente dentro del alma
balinesa son los ‹estilos de la afectividad› se expresarían ‹libremente› si… ¿si qué? ¿si
se deja? ¿Si no está suficientemente controlada para ser apropiada, es decir, si la vida
tuviera una relación tan inmediata hacia el sentimiento del mismo modo, según la
opinión de Geertz, que hace el arte? Lo que es más, los lectores de Geertz ya cono-
cen que esos ‹estilos de afectividad› balinesa no tratan sobre reyes depuestos y huér-
fanos prematuros —tratan sobre violencia, sobre la animalidad dionisíaca que es más
o menos representativa en el día a día de la vida balinesa. La semiosis cultural de
Geertz resulta ser francamente freudiana, una fantasía de la civilización balinesa y sus
descontentos» 697.
Culture. Yale University Press, New Haven, 1999, p. 114. La cita la recoge Geertz en AL 208.
346 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Parece pues que a Geertz se le ha achacado, a raíz de esa afectividad que está
inserta en la cultura, cierto tipo de mentalismo emotivo. Un símbolo sería el efecto
de un sentir previo sobre lo que sucede en el mundo.
Así, por ejemplo, lo que se está diciendo es que para Geertz el sentimiento de
miedo sería la causa de la contracción de los músculos, la subida de adrenalina, la
sudoración, la respiración acelerada, de tal forma que habría un ente llamado «sen-
timiento del miedo» que cuando se posee produce toda una serie de reacciones fi-
siológicas y psíquicas. Sin embargo, Geertz parece apostar por la vía contraria. Más
bien sentir miedo significa contraer los músculos, respirar aceleradamente, sudar
desmesuradamente, palidecer, etc. Asimismo la causa del miedo no es el sentimiento
del miedo sino aquello que da miedo: un precipicio, una sombra, etc. «Las palabras,
imágenes, gestos, marcas corporales y terminologías, las historias, los ritos, costum-
bres, arengas, melodías y conversaciones no son meros vehículos de los sentimien-
tos alojados en otra parte, al igual que reflejos, síntomas y sudoraciones. Son el lu-
gar y el mecanismo de la cosa misma» (AL 208). El símbolo, en contra de la
interpretación de Pecora, no es una representación que ata un mecanismo psico-
lógico emotivo, sino la forma misma en la que se conforma la emotividad.
La afectividad en Geertz también está mediada culturalmente. «Consideran-
do la tremenda capacidad emocional intrínseca del hombre» —su ineficiencia
afectiva— el hombre necesita de una «regulación simbólica» de la afectividad
«para evitar una continua inestabilidad afectiva» (IC 80).
Luego los sistemas culturales no son la manifestación de un sentir previo de
tono psicoanalítico, sino que son la configuración y regulación de esa emotivi-
dad; no es que Geertz diga que no son «meros vehículos de los sentimientos alo-
jados en otra parte, igual que reflejos, síntomas y sudoraciones. Son el lugar y el
mecanismo de la cosa misma» (AL 208), sino que afirma claramente que «las
pasiones son tan culturales como los inventos» (NG 124).
No es pues lo simbólico-cultural en Geertz, tal y como sostiene Parkin, más
emotivo que cognoscitivo. Más bien el hombre necesita de la regulación simbó-
lica de la afectividad tanto como de la regulación simbólica de su conducta y de
su pensamiento, o como dice Zubieta en referencia a Geertz, «no sólo las ideas
sino también las emociones son artefactos culturales» 701, pues uno también «hace
cosas con palabras de emociones» (AL 212). De hecho, la regulación de la afec-
tividad requiere cierto orden, cierta determinación interpretativa de la realidad,
pues «la realización de un vida emocional claramente articulada, bien ordenada,
701 Zubieta, A. M., et al., Cultura popular y cultura de masas. Conceptos recorridos y polé-
efectiva […] es una cuestión de dar forma determinada, explícita y específica al flujo
general y difuso de las sensaciones del organismo, es cuestión de imponer a los con-
tinuos desplazamientos de la sensibilidad a que estamos inherentemente sujetos un
orden reconocible y significativo, de suerte que podamos, no sólo sentir, sino sa-
ber lo que sentimos y obrar en consecuencia» (IC 80).
Otra cosa distinta es afirmar que la cultura quede recogida por el individuo,
en algunas ocasiones, vía emocional. De hecho, respecto a los símbolos sagrados
Geertz señala que «esos símbolos religiosos, dramatizados en ritos o en mitos
conexos, son sentidos por aquellos para quienes tienen resonancias como una sín-
tesis de lo que se conoce sobre el modo de ser del mundo, sobre la cualidad de la
vida emocional y sobre la manera que uno debería comportarse mientras está en
el mundo» (IC 127). Lo que no implica que la cultura sea algo, una entidad psi-
cológica, que se presiente en tanto que es algo que permanece en estado
semioculto en el inconsciente. Lo que se quiere decir, más bien, es que la sensa-
ción que se recoge desde un símbolo sagrado es aquella que se da cuando se mues-
tra que el mundo es de una determinada manera, que permite actuar en él de tal
otra; pudiendo ser dicha reacción emotiva y sentida, de sumisión, de admiración,
de culpa, etc. Ahora bien, no se entiende que Geertz crea que dicho «sentimien-
to» es una facultad innata y universal, pues para Geertz también la afectividad
está mediada culturalmente 702. Lo que muestra Geertz cuando habla de un sentir
respecto de los símbolos culturales es que el símbolo, la cultura como sistema sim-
bólico, no constituye al ser humano por «vía lógico-deductiva». Que la cultura sea
sentida quiere decir en Geertz que su asunción no se articula por medio de un
aparato lógico-racional acrítico que filtra qué posturas del ethos y la cosmovisión
pueden ser aceptadas y cuáles no, sino que muestra que el ethos y la cosmovisión
manifiestan qué posturas y qué tesis configuran el mundo ante las que la afecti-
vidad del individuo queda constituida.
Lo afectivo no ha de entenderse en Geertz como un mundo intracerebral psi-
cológico que permite explicar el porqué las cosas suceden como suceden. Más bien,
las cosas al suceder como suceden por determinada configuración simbólica nos
hacen sentir de una singular manera, y entonces se llora en los entierros en algu-
nos sitios, y en otros se cree que llorar en público es algo de mal gusto 703. No es la
afectividad la que causa el símbolo, es el símbolo el que configura la afectividad.
704 Rodríguez Campos, J., «Clifford Geertz: la cultura como drama» en Ágora, vol. 8,
1989, p. 156.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 349
te la conclusión según la cual, por dondequiera y cuando sea, los hombres somos se-
res dramáticos, que protagonizamos una existencia dramática justamente porque tan
sólo disponemos de cierta cantidad de espacio y de tiempo, lo que significa que el
enigma de la muerte y de todas las formas de negatividad, antes o después, se nos
harán presentes. Y allí donde hay muerte, mal, trayecto biográfico, secuencia tempo-
ral, deseo de salvación, fugacidad, también hay, ciertamente, drama» 705.
Por eso, para Geertz el uso del término drama respecto de la cultura —como
el de «texto»— no es una mera «metáfora accidental» (LK 27), sino una «analo-
gía» que conforma y revela el talante de visibilidad de la poiesis cultural: la cul-
tura como drama muestra que ésta es la exhibición de la realidad configurada
significativamente. La cultura es también su propia exhibición.
Dicha exhibición configuradora del sentido de lo real tiene, según Geertz,
dos posibles enfoques.
En primer lugar, la «teoría ritual del drama» (LK 27), cuyo principal defen-
sor es Victor Turner. Según Geertz, la perspectiva de Turner entiende que todo
tipo de conflicto —en todos los niveles de la organización social— puede ser visto,
resuelto e interpretado como «drama social». En tanto que el conflicto se agudiza,
«se invocan las formas ritualizadas de la autoridad —el litigio, la disputa, el sa-
crificio, la oración— para contener el conflicto y para reproducirlo de forma pa-
cífica» (LK 28). Existe pues cierto esquema que es: conflicto/recurso a la autori-
dad social/solución (o no) del conflicto mediante su propia reproducción
dramatúrgica y simbólica. La fuerza de esta representación no es estrictamente
su capacidad de seducción o de raciocinio ante los litigantes, sino su capacidad
de ser «envolvente» (LK 28), esto es, de crear —que es lo mismo que «re-
crear» 706— una realidad transformadora de la misma realidad: hacer de lo real
un drama que sea real —por eso todo rito evoca las «dimensiones repetitivas de
la acción social» (LK 28)—. Este esquema es aplicable a innumerables casos. De
hecho, «esta ductilidad ante los casos es, al mismo tiempo, la fuerza mayor de la
versión de la teoría ritual de la analogía del drama y su debilidad más notoria.
Puede exponer algunos de los rasgos más profundos del proceso social, pero a
costa de hacer que los asuntos más vívidamente dispares resulten homogéneos»
(LK 28).
recogida y re-presentada tantas veces como sea necesario —y entonces se vuelve ritual—. La
cultura como drama es también la cultura como memoria de lo que se es y de dónde se es;
porque toda re-presentación es también una forma de recuerdo.
350 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
707Tanto Negara como el artículo donde habla de la analogía cultural del texto, del dra-
ma y del juego son de 1980. Negara: The Theatre State in Nineteenth Century Bali. Princeton
University Press, Princeton, 1980; y «Blurred Genres: The Refiguration of Social Thought»
en The American Scholar, vol. 49, n. 2, 1980, pp. 165-79.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 351
708 Puede verse una reseña sobre el tema del poder en Negara y su diferencia con occi-
dente, en Renó Machado, I. J. de, «Negara e Geertz: transformações estruturais?» en Temáti-
cas, vol. 7, n. 13/14, 1999.
709 Elorza, A., «El estado-teatro en Bali» en ABC Cultural, 8/4/2000.
710 Cfr. Delgado, M., «Poética del poder» en El País, 15/4/2000.
352 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
711 Por eso la crítica de Dirks falla cuando dice «como Geertz insiste correctamente, los
aspectos simbólicos del poder no son, como se suele decir, ‹meramente› simbólicos. Sin em-
bargo, Geertz algunas veces parece estar sugiriendo que el poder, el poder estatal ciertamen-
te, es ‹sólo› simbólico», citado por Quigley, D., The Interpretation of Caste. Clarendon Press,
Oxford, 1993, p. 157-8. Geertz no está diciendo que hay dos órdenes: el poder como coerción
y el poder simbólico, sino que el modo de comprender determinadas formas de poder —el de
Bali del XIX— no puede basarse meramente en las estructuras de «dominación», pues deja
en la oscuridad determinadas realidades culturales no occidentales.
712 Ortner, S., «Thick Resistence: Death and the Cultural Construction of Agency in
Himalayan Mountaineering» en Ortner, S. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz and Beyond,
p. 138.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 353
abierto al espectador es ser rey en Bali. Y es desde ahí desde donde se puede man-
tener un poder en el s. XIX en Bali 713.
Así, el poder como significación en Bali implica que dicho poder sólo es tal en
tanto que es representado, exhibido, dramatizado. Pero dicho drama —preformado
tanto por su talante de ritual como por ser expresivo— es configurador del poder mis-
mo, esto es, de la realidad vivida, de la forma de vida.
Por ello, siendo el poder un sistema cultural, se puede entender que la cul-
tura es también, en cierto sentido, su propia exhibición. Donde la exhibición de
ella misma es la formalización esencial de aquello que es.
5. CULTURA Y PODER
713 Shankman piensa, por el contrario, que la descripción del Negara en Geertz, pese a
ser evocativa, peca de simplicidad teórica al desechar otros planteamientos sin ningún tipo de
criterio. Cfr. «The Thick and the Thin: On the Interpretative Theoretical Program of Clifford
Geertz», pp. 267-9.
714 Para un planteamiento de esta cuestión véase Davis, R. C., y Schleifer, R., Criticism
and Culture: the Role of Critique in Modern Literary. Longman, Burnt Mill, Harlow, 1991, pp.
233-5.
354 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
715 Eagleton también parece componer ese prolongamiento natural entre la noción de
cultura de Williams y la de Geertz. Cfr. Eagleton, T., La idea de cultura. Una mirada política
sobre los conflictos culturales. Paidós, Barcelona, 2001, p. 57.
716 Davis, R. C., y Schleifer, R., op. cit., p. 234.
717 El primer intento explícito de mostrar una correspondencia directa entre ambas no-
ciones desde las tesis de Geertz es el de Marcus, G., y Fischer, M., La antropología como críti-
ca cultural. Un momento experimental en las ciencias humanas. Amorrortu, Buenos Aires, 2000,
p. 169 y ssgg. El original es de 1986. En él también se hace eco de las nociones de Raymond
Williams. Añadido a ello, se ve el Negara de Geertz como un tipo de crítica cultural fallida o
incompleta, pp. 213-5.
718 En un tono menos combativo, y en clara referencia a Williams y a los Estudios Cul-
turales, Bennet escribe que lo que realmente se necesita es «una cartografía más rica y com-
pleta de los espacios entre los consensos totales y la resistencia, que permita, previniéndose de
un funcionamiento de oposiciones bipolares y en términos de Geertz, una descripción más
densa de los complejos flujos de la cultura que nacen de su inscripción en las diferenciadas y
accidentadas relaciones de poder». Bennet, T., Culture. A Reformer’s Science. Sage Publicactions,
Londres, 1998, p. 169.
719 También Ariño le hace esta crítica a Geertz, cfr. Ariño, A., Sociología de la cultura.
«Los procesos políticos de todas las naciones son más amplios y más profundos que
las instituciones formales destinadas a regularlos; algunas de las decisiones más crí-
ticas relativas a la dirección de la vida pública no se toman en los parlamentos ni en
los comités gubernamentales; se las toma en las esferas no formalizadas de lo que
Durkheim llamó la ‹conciencia colectiva›. Pero en Indonesia la configuración de la
vida oficial y la esfera de los sentimientos populares se han disociado tanto que las
actividades del gobierno, aunque centralmente importantes, parecen ello no obstan-
te casi fuera de lugar, meras rutinas convulsionadas una y otra vez por súbitas irrup-
ciones del filtrado (casi diría reprimido) curso político en el que realmente se mueve
el país» (IC 316).
723 Roseberry, W., «Balinese Cockfights and the Seduction of Anthropology», Social
Research, vol. 49, 1982, p. 1021.
724 Sewell, W., «Geertz, Cultural System and Histor y: From Synchrony to
Transformation» en Ortner, S. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz and Beyond, p. 36.
725 Según Biersack, para Geertz, el que el análisis interpretativo busque el aspecto más
simbólico de la cultura no implica que se oponga a lo «real». Eso es, según dice Biersack que
dice Geertz, un prejuicio. Y en ese sentido acierta, aunque Geertz nunca dice que sea un pre-
juicio sino una posición epistemológica. Pero la conclusión que Biersack imputa a Geertz en
una escueta frase final lanza a éste de la garras del idealismo extremo a las fauces de no sé sabe
qué mundo que Geertz en realidad no afirma. «Para construir las expresiones del Estado-teatro,
para aprehenderlas como teoría, este prejuicio, junto con el aliado de que la dramaturgia del
poder es algo externo a su propio funcionamiento, debe ser desechado. Lo real es tan imagi-
nado como lo imaginario». Biersack, A., «Local Knowledge, Local History: Geertz and
Beyond» en Hunt, L. (ed.), The New Cultural History. University of California Press, Berkeley,
1989, p. 78.
726 Biersack, A., op. cit., p. 82.
727 Pecora, V., op. cit., pp. 257-8.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 357
Himalayan Mountaineering» en Ortner, S. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz and Beyond, p. 139.
358 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
«Asad es una figura más representativa, y creo que con él sí tengo un verdadero des-
acuerdo. Pienso que he usado un contexto histórico-constitucional en mi trabajo, que
él dice que no poseo. Para ser honestos, creo que él es un reduccionista del poder. Cree
que es el poder, y no las creencias, lo que realmente importa. Su noción de «defini-
Canton apunta que Asad sólo recoge una parte muy cercenada de los estudios sobre religión
de Geertz, como se señala en Morris, B., Introducción al estudio antropológico de la religión.
Paidós, Barcelona, 1995, p. 380.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 359
ción» y su consiguiente crítica ignora lo que yo hago. Sospecho que Asad es un mar-
xista que no puede recaer en un reduccionismo material, así que en lugar de eso es
un reduccionismo hacia el poder» (AM 8-9).
Existe otra forma de decir esto. Si la crítica de Asad es que Geertz no tiene
en cuenta los procesos socioeconómicos y de poder en la configuración del sig-
nificado, cabe preguntar no sólo qué son las condiciones socioeconómicas y de
poder de la configuración del significado, sino dónde se dan éstas. Geertz tam-
bién ha profundizado en la idiosincrasia de lo económico: por ejemplo, en AI 52-
82, Geertz contempla las relaciones entre sistema cultural y economía en
Indonesia. Por otro lado, Asad parece decir que Geertz atribuye sólo a la religión
la potestad de crear significados frente a la ciencia, el sentido común y la estéti-
ca, como desembarazando la religión del discurrir de la vida cotidiana. No obs-
tante, como dice Marzal, «para Geertz hay diferentes perspectivas (del sentido
común, científica, estética y religiosa), que no son contradictorias, sino comple-
mentarias, y que pueden utilizarse simultáneamente para enfocar un mismo su-
ceso, pues cada una de ellas explica una cara de la realidad» 736. Además, Asad tie-
ne una concepción muy reducida de la relación entre ciencia y religión: si Geertz,
comenta Asad, ha dicho que una de la funciones de la ciencia es la de ser una
comprensión y crítica de la ideología, ¿por qué no de la religión? ¿es que acaso
la religión no puede ser un tipo de ideología? En primer lugar, la religión no es
una ideología, pues la primera posee rasgos esenciales que la segunda no tiene,
como se verá más adelante. Y, en segundo lugar, la idea de que una de las fun-
ciones de la ciencia es la crítica de la religión es una visión muy parcial, no de la
religión sino de la ciencia. Resulta curioso que Asad también critique a Geertz
por poseer un modelo «cristiano» de lo que es la religión y él no sea más cons-
ciente de su propio «modelo ilustrado-occiental» de lo que es la ciencia.
Geertz continúa ante otra pregunta de Micheelsen:
736 Marzal, M., Tierra Encantada. Tratado de antropología religiosa en América Latina.
Trotta, Madrid, 2002, pp. 379-80. Cfr. también Asad, «Anthropological Conceptions of
Religion: Reflections on Geertz», op. cit., p. 232. Puede verse casi el mismo discurso de Asad
contra Geertz en Asad, T., «The Construction of Religion as an Anthropological Category»
en Asad, T., Genealogies on Religion: Discipline and Reasons of Power in Christianity and Islam,
Baltimore, John Hopkins University Press, 1993, pp. 27-54.
360 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
que vislumbra el fenómeno humano como una lucha de poderes. Desde esa perspec-
tiva, cualquier tipo de significado resulta ser un envoltorio para la lucha de poderes.
Sin embargo, decir que el significado es algo previo al poder 737 haría de mí un rea-
lista y un idealista, lo que en verdad no soy 738. Solamente me niego a pensar que todo
significado viene de una distribución del poder» 739 (AM 9).
737 Para ver cómo desde la aceptación de las tesis de Asad uno se dirige a estas afirma-
ciones, cfr. Bauman, G., El enigma multicultural. Paidós, Barcelona, 2001, pp. 31-42.
738 Esta es la crítica que también le hace Kuper: «el hecho es que Geertz se ha conver-
tido en un idealista extremo y, por consiguiente, resulta vulnerable a la crítica familiar de las
teorías ideológicas de la historia». Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos, p. 143.
739 Realmente, la postura concreta de Geertz sobre el Bali del XIX puede ser revocada,
mejorada, discutida, asumida, pero su interpretación sobre por qué lo puede ser, parte justa-
mente que no hay una univocidad. Es ahí desde donde se puede criticar a Geertz. El último
artículo crítico con la interpretación de Geertz del negara es Hauser-Schäublin, B., «The
Precolonial Balinese State Reconsidered. A Critical Evaluation of Theory Construction on the
Relationship between Irrigation, the State, and Ritual», en Current Anthropology, vol. 44, n. 2,
Abril 2003. En este artículo Hauser-Schäublin critica que tanto Geertz —con su modelo de
estado-teatral de Bali— como Lansing —con su modelo de irrigación democrático— han
hecho una lectura selectiva de las fuentes y un empleo parcial de los datos etnográficos que
han permitido su construcción teórica. La cuestión es entender que, independientemente de
si la crítica etnográfica de Hauser-Schäublin es cierta, para Geertz dicha crítica sólo es váli-
da en tanto que la interpretación marxista puede ser un modelo interpretativo más entre otros
que, dado determinado fenómeno cultural, ayude a comprender mejor dicho fenómenos en un
momento dado. Es decir, la crítica puede ser válida sólo asumiendo sus propios presupuestos.
Geertz no critica el modelo marxista, sino su absolutización teórica. Incluso, algunos estudiosos,
desde una posición algo arriesgada, han visto que algunas tesis de Geertz —en este caso de
Agricultural Involution, the Processes of Ecological Change in Indonesia— pueden confluir con una
interpretación marxista; puede verse una reseña de este tema en Diesing, P., How does social
science work? Reflections on practice. University of Pittsburg Press, Pittsburg, 1992, pp. 176-7.
Sin embargo, Studdert-Kennedy ha hecho una exposición comparativa entre los estudios de
antropología económica de Geertz —Agricultural Involution y Peddlers and Princes, ambos de
1963— distinguiéndolos claramente de interpretaciones marxistas como la de Alavi. Cabe
decir que aunque en algunos estudios de antropología económica se cita a Geertz como
«sustantivista» —frente a los «formalistas»— su referencia en este campo siempre ha sido
menor. Por eso, el libro de Studdert-Kennedy tiene un valor notable por ser uno de los pocos
trabajos donde se ha estudiado con cierta profundidad facetas de Geertz anteriores a la IC.
Cfr. Studdert-Kennedy, G., Evidence and Explanation in Social Science. An Interdisciplinary
Approach. Routledge & Kegan Paul, Londres, 1975, esp. pp. 166-73 y 193-6. También puede
verse un enfoque sobre casi todas las referencias que Geertz ha hecho en el marco de la an-
tropología económica en Davis, N. Z., «Religion and Capitalism Once Again? Jewish
Merchant Culture in the Seventeenth Century», en Ortner, S., The Fate of «Culture». Geertz
and Beyond. University of California Press, Representation Books, Berkeley, 1999, especial-
mente pp. 76-9. Para una explicación breve pero certera de Agricultural Involution y de
Peddlers and Princes, cfr., Kuper, A., Cultura. La versión de los antropólogos. Paidós, Barcelo-
na, 2001, pp. 106-9.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 361
740 Parsons, T., El Sistema Social. Alianza, Madrid, 1999, p. 329; IC 251.
741 Para una breve explicación de las diferencias entre Parsons y Geertz, cfr. Ariño, A.,
Sociología de la cultura. La constitución simbólica de la sociedad. Ariel, Barcelona, 2000, p. 34.
364 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
742 Cfr. Bosco Díaz-Urmentea Muñoz, J., «Voces mezcladas: una reflexión sobre tradi-
743 Como explica Menéndez, el artículo sobre la ideología de Geertz fue muy celebra-
do y bien acogido en casi toda Sudamérica. Cfr. Menéndez, E. L., La parte negada de la cultu-
ra. Relativismo, diferencias y racismo, pp. 270-1.
744 Keesing, R. M., «Anthropology as Interpretative Quest» en Current Anthropology, vol.
a través de formas simbólicas, por ejemplo, la religión 746, ocultando las realida-
des económicas de dichas relaciones. Cierto es que la cuestión simbólica es un
paso más dentro de la «elaboración cultural», pero quien se queda solamente en
ese paso olvida cuestiones más hondas que ocultan la «aparente coherencia» de
los sistemas de significado culturales. Por eso, «la visión [de Geertz] de la cultu-
ra como texto disfraza problemas más sutiles, como he sugerido: la distribución
y los usos del conocimiento, la reificación supuesta en la descripción de ‹una cul-
tura› como un sistema coherente, la traducción…» 747. Así, si la antropología sim-
bólica no se sitúa como un paso o una fase más de desvelamiento de esas tramas,
su tarea queda menguada. Keesing no descalifica la antropología simbólica de
Geertz, sino que la encuentra profundamente insuficiente para conocer la vida
real de los «individuos reales» 748.
Para ser certeros Keesing no acusa exactamente a Geertz de haber olvidado
la cuestión ideológica, sino de entreverla como un factor secundario posterior
dentro la formación y la armonización de los sistemas simbólicos culturales. Para
Keesing el orden es al revés: primero es el factor ideológico como control y dis-
tribución del conocimiento y luego, en un lugar más alejado, está el factor sim-
bólico. Esa «armónica coherencia» que enseña Geertz muestra falacias en la in-
terpretación ideológica.
Respecto a esta cuestión, ¿cómo se debe entonces tratar la ideología? es una
pregunta convergente con ¿qué es la ideología en Geertz? La interpretación de
Eagleton de qué entiende Geertz por «ideología» dice así:
«Geertz afirma que las ideologías surgen únicamente tan pronto se han quebrado los
fundamentos tradicionales y prerreflexivos de la forma de vida, quizá bajo la presión
de la fragmentación política. Al no ser ya capaces de sentir espontáneamente la rea-
lidad social, las personas en esta nueva situación necesitan un ‹mapa simbólico› o un
746 Asad achaca a Geertz, en el campo de la religión, la crítica que Keesing le hace en
el campo de la ideología: Geertz omite los procesos de creación ideológicos de significación
en la religión. Cfr. Asad, T., «Anthropological Conceptions of Religion: Reflections on Geertz»,
pp. 237-259.
747 Ibid., p. 169.
748 Reynoso recoge la crítica de Keesing haciéndola suya. Además de lo ya dicho,
«Keesing -comenta Reynoso- afirma que la antropología simbólica, como la crítica literaria y
otras empresas hermenéuticas, depende de dones interpretativos, arrebatos de intuición y vir-
tuosismo para entrever significados ocultos cifrados como figuras del lenguaje. Pero ‹las cul-
turas como textos› tanto se pueden interpretar brillantemente como con torpeza. Las indica-
ciones metodológicas de la antropología simbólica son a su gusto demasiado escuetas. La magia
verbal de un Geertz, puede sonar pretenciosa y oscurecedora cuando la emula un escritor me-
nor». Cfr. Reynoso, C., «El lado oscuro de la descripción densa».
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 367
«[La ideología] es enajenante por cuanto desconfía, de las instituciones políticas es-
tablecidas y trabaja para minarlas. Es doctrinaria puesto que pretende la posesión com-
pleta y exclusiva de la verdad política y rechaza todo compromiso de conciliación. Es
total por cuanto aspira a ordenar toda la vida cultural y social de conformidad con las
imágenes de sus ideales; es futurista pues pugna por alcanzar una utópica culmina-
ción de la historia en la cual estará realizado el orden» (IC 198).
Ése es el fenómeno que Keesing dice que no tiene en cuenta Geertz. Pero
Geertz cree que existen otras formas de entender la ideología como concepto no
evaluativo, pues las ciencias sociales en Keesing se dedicarían a la criba de lo ideo-
lógico frente al conocimiento adecuado. Ese concepto de ideología que propug-
na Keesing suele estar sustentado, según Geertz, por dos teorías: la del interés y
la de la tensión.
La del interés —dentro de la tradición marxista— fluctúa entre «un estre-
cho y superficial utilitarismo que ve a los hombres impulsados por cálculos ra-
cionales en procura de ventajas personales, por un lado, y un historicismo más
amplio, pero no menos superficial, que habla con estudiada vaguedad de las ideas
de los hombres como elementos que ‹reflejan›, ‹expresan› sus posiciones sociales
o ‹corresponden› a ellas, que ‹surgen de ellas›, o que ‹están condicionadas› por
ellas» (IC 202). El concepto de interés es a la vez psicológico y sociológico. No
obstante, hay grupos sociales cuyo único fin es el de moverse dentro de su ám-
bito de acción —los militares— pero —no se sabe por qué entidad gnoseológica
misteriosa— «los empresarios petroleros norteamericanos ‹no pueden ser pura y
749 Eagleton, T., Ideología. Una introducción. Paidós, Barcelona, 1997, pp. 194-5.
368 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
simplemente hombres del petróleo›» (IC 202). La acción social es reducida a una
cuestión de estrategias y tácticas.
Por otro lado, en la idea de tensión se proclama que «ninguna disposición
social puede tener éxito completo en resolver los problemas funcionales que ine-
vitablemente ella afronta» (IC 203). Esta tensión social se manifiesta en la per-
sonalidad individual, pues «lo que se ve colectivamente como incongruencia es-
tructural se siente individualmente como inseguridad personal» (IC 204). De tal
manera que el pensamiento ideológico surge como respuesta a esa desesperación.
En ambas posiciones «el problema de saber cómo, después de todo, las ideo-
logías transforman el sentimiento en significación y lo hacen así socialmente ac-
cesible queda eliminado por el tosco expediente de colocar símbolos particulares
y tensiones (o intereses) particulares unos junto a los otros de manera tal que el
hecho de que los primeros deriven de las segundas parece cosa de mero sentido
común, o por lo menos, de sentido común posfreudiano, posmarxista» (IC 207).
No obstante, la manera no reduccionista de ver que los significados encar-
nados en instituciones conforman la vida de los individuos implica comprender,
dice Geertz, que la cultura son «sistemas de símbolos en interacción» (IC 207).
Simultáneamente, esto supone la reformulación del concepto de ideología, am-
pliándolo a algo más que a un fenómeno de deformación intelectual. Si la ideo-
logía es originariamente un fenómeno «intelectual», no es una locura empezar por
averiguar cómo opera lo semántico dentro del ámbito sociocultural 750. Es ahí
donde Geertz explica cómo los símbolos son fuentes extrínsecas de información,
esto es, la acción simbólica. Creo que el asunto no se debe interpretar como un
añadido de un nuevo uso —el de Geertz— en la noción de ideología. Recogiendo
un juego de Ricoeur, la ideología como deformación social no explica la función
integradora de lo ideológico, pero la versión semántico-cultural de lo ideológico
permite explicar el juego poder-autoridad, de la deformación, de la legitimación,
de la integración-reformulación, etc. No es un «uso» más lo que estrictamente se
plantea. «Podemos decir que Geertz no se propone tanto eliminar las teorías co-
rrientes sobre ideología —la ideología como expresión de intereses o tensiones—
como fundarlas en un plano más profundo» 751.
750 «Geertz sostiene que la mayor parte de los sociólogos dan por descontado lo que sig-
nifica decir que un interés está ‹expresado› por algo diferente. Pero ¿cómo llegan a expresarse
los intereses? Geertz declara que podemos dar una respuesta a esto sólo analizando ‹cómo los
símbolos simbolizan, cómo funcionan para expresar significaciones›», Ricoeur, P., Ideología y
utopía. Gedisa, Barcelona, 2001, p. 278.
751 Ricoeur, P., op. cit., p. 281.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 369
«Cualquier cosa que además puedan ser las ideologías —proyecciones de te-
mores no reconocidos, disfraces de ulteriores motivos, expresiones de solidaridad
grupal— son, de manera sumamente clara, mapas de una realidad social proble-
mática y matrices para crear una conciencia colectiva» (IC 220). Por eso, ya no
es que el orden de Keesing deba ser a la inversa —si su orden era la explicitación
ideológica para entender la significación, Geertz no está diciendo que ahora hay
que explicitar la significación cultural para ver lo ideológico— siendo la ideolo-
gía un agente distinto a la significación cultural que, en palabras del propio
Keesing, «crea y define los significados culturales». Pues eso implica una concep-
ción de la relación entre la significación y la cultura donde la primera es algo dis-
tinta de la segunda, o donde la primera se interrelaciona con la segunda de for-
ma causal por un tercer elemento —interés o tensión— siendo el problema el
correlato de este tercer elemento tanto en la significación —que queda conver-
tida en «otra cosa que»— como en el dinamismo social —que queda reducido a
una entidad reificada. Más bien, hay que entender que la ideología es ya una for-
ma de significación cultural sui generis que choca diametralmente con otras for-
mas de significación establecidas. Y es por ello por lo que puede ser, en cierto
sentido, una forma de reformulación.
La función semántico-literaria de la ideología —tomar algo por otro, defor-
mando al primero— no tiene por qué ser falaz, tal y como no lo son las metáfo-
ras, pues su validez reside no en que no sean metáforas —aquellas que decían de
la ley Talft-Hartley que era «ley de trabajo de esclavos» (el ejemplo es de
Geertz)— sino en que, precisamente, lo sean.
Ricoeur enfatiza tres puntos sobre la noción de ideología de Geertz: «Pri-
mero, al transformar la manera en que se construye el concepto de ideología, su-
brayamos la mediación simbólica de la acción, el hecho de que no hay ninguna
acción social que no esté ya simbólicamente determinada. En consecuencia, ya
no podemos decir que la ideología es tan sólo una clase de superestructura» 752,
esto es, un factor o elemento «intelectual» aparte de la «realidad» cultural —las
condiciones materiales de vida—. Segundo, una relación clara entre «retórica» e
«ideología». Y tercero, Ricoeur se pregunta a colación de Geertz, «¿hay ideolo-
gía cuando no hay conflicto de ideologías? Si consideramos sólo la función
integradora en una cultura y si esta función no se ve desafiada por otra forma
capaz de dar integración, ¿podemos hablar de ideologías?» 753. El tema remite a
la apelación de que, como dice Geertz, «la función de la ideología consiste en
hacer posible una política autónoma al proveer conceptos llenos de autoridad que
le den sentido, al suministrar imágenes persuasivas por medio de las cuales pue-
da captársela sensatamente» (IC 218). La cuestión es que «cuando la integración
llega al problema de la función de los modelos de autoridad, la política se con-
vierte en lo central y la cuestión de la identidad se convierte en el marco. Lo que
en definitiva […] es la manera en que podemos pasar de la idea general de una
relación social a la idea de gobernantes y gobernados» 754. Pero para Geertz la
ideología no se refiere a lo «exclusivamente político». Es el tema de la religión.
Cierto es que la religión puede entenderse desde su función ideológica, pero
para Geertz ésta no puede ser categorizable siempre desde ese prisma. De hecho,
una de las diferencias claras entre la ideología y la religión es que la segunda ar-
ticula y muestra la relación entre un ethos y una cosmovisión, la ideología, por
ejemplo, no. Lo que lleva a entender que el sistema religioso puede entrar en con-
frontación con el ideológico, mostrando ambos como una pugna de re-signifi-
caciones de la cultura. Pero eso, Geertz, para explicar dichos conflictos —y por
inclusión el asunto de la legitimación de la autoridad y de la estructura social—
vuelve a insistir en que esta cuestión sólo puede verse haciéndose realmente cargo
de la noción de cultura como «sistemas de símbolos en interacción» (IC 207).
Pero quizás quede aún sin explicar del todo cómo interactúa lo social y lo
individual, y cómo lo cultural influye, y de qué forma, en lo social. Para ello qui-
zás habría que acudir al mismo punto donde Geertz lo deja: el ser humano como
ser que interpreta el mundo.
En un principio, el cambio social parece una suerte de disfunción entre es-
tructura y cultura. Ahora bien, retomando el caso del nacionalismo y la ideolo-
gía, Geertz cree que la significación de la ideología (la forma de interpretar el
modo en que estamos ahora a partir de momentos ulteriores o posteriores) no es
algo distinto al cambio social, sino que es el mismo proceso. Efectivamente, de
modo conceptual uno puede entender la postura de un cambio social según esa
contraposición no dialéctica sino interactiva entre estructura y cultura. Así pues,
cabría ver a la cultura como un «momento» o una «fase», a saber, la de los signi-
ficados y los símbolos.
Pero no parece ser esa la postura de Geertz. Para Geertz la base del cambio
es la confusión de interpretaciones de los agentes sociales 755, o como se decía en
el ejemplo del judío Cohen, la confusión de lenguas. Aquí, entender el cambio
como disparidad significativa ya no es verlo como «contrapuesto a», sino enten-
der el cambio como una necesidad de atribuir un sentido a algo que no lo posee,
que no le viene dado. Lo que surge de un conflicto no es solamente un desajus-
te entre la acción y el contexto simbólico de la misma, sino una reestructuración
significativa de dicho desajuste (SH 115). Si efectivamente cultura y estructura
se pueden contraponer en un primer nivel, hay que entender que, para Geertz,
la misma estructura social viene motivada, enraizada, por la necesidad cultural del
hombre, es decir, por la necesidad de dotar de significado al mundo, a los demás
y a uno mismo. La estructura social no es tal si no es significativa ella misma o
está dentro de un marco de significación: «cultura y estructura social no son sino
diferentes abstracciones de los mismos fenómenos» (IC 145). Por eso, para
Geertz, «las fuerzas motoras del cambio social sólo pueden ser formuladas cla-
ramente por una forma de teoría funcional más dinámica, una forma que tenga
en cuenta la circunstancia de que la necesidad que experimenta el hombre de vivir
en el mundo al que le pueda atribuir algún sentido, sentido que él siente que pue-
de aprehender, a menudo se opone a su concurrente necesidad de mantener en
marcha el organismo social» (IC 169).
El punto de partida de lo social, y también de lo cultural, viene marcado por
la intrínseca naturaleza del hombre que dota de significado la experiencia. Así,
uno puede ver a Geertz como culturalista —tal y como lo sitúa Bonte e
Izard 756— en tanto que su definición de cultura como sistema de símbolos pre-
valece, de cierta manera, sobre las nociones sociales. Pero posiblemente sea una
visión errónea, pues Geertz no niega el factor social, esa «organización social» 757.
Lo que afirma Geertz es la postura de entender al hombre como ser que necesi-
ta de la significación para hacer vivible el mundo, esto es, entender la cultura como
necesidad de interpretación variable, y, por tanto, no dada e intrínseca a la natu-
raleza del hombre.
ral Analysis, donde Geertz escribe un capítulo sobre el zoco (MO 123-312), González Turmo
comenta que tanto Clifford y Hildred Geertz como Rosen parten de que los sistemas sim-
bólicos ordenan las relaciones sociales; cfr. González Turmo, I., La antropología social de los
pueblos del Mediterráneo, Comares, Granada, 2001, p. 138.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 373
de posesión sobre ellos. En ese sentido los significados son «tan públicos como
el matrimonio y la agricultura» (IC 91), puesto que no son sino los significados
que existen en la práctica social concreta, de manera que se enraízan en las ins-
tituciones, o son capaces de operar en la estructura y de configurarla, porque son
por naturaleza sociales.
De esta forma, los significados pueden plasmarse en significados que ya no
dependen de los usos, por eso pueden quedar desfasados o chocar con otros nue-
vos; es más, como bien dice Putnam, Wittgenstein no dijo que todos los signifi-
cados dependían del uso, sino que «para una gran clase de casos de la utilización
de la palabra ‹significado› —aunque no para todos los casos de su utilización—
puede explicarse esta palabra así: el significado de una palabra es su uso en el len-
guaje» 762. Muchos estudiosos, según Putnam, han omitido ese «aunque no para
no todos los casos», cosa que impide la correcta comprensión del pensador
austriaco 763.
Desde luego, no se trata ahora de discutir la postura de que la interpretación
de Putnam sea más atinada o no que la de otros autores respecto a Wittgenstein,
sino de que si efectivamente Geertz sigue la interpretación wittgensteniana de
qué es un significado, como hemos visto, entonces no atribuye de manera abso-
luta la formalización del mismo desde su uso, por lo menos bajo un aspecto: cuan-
do el uso, el significado, queda institucionalizado. O dicho con un ejemplo: cuan-
do se crea un diccionario o una Real Academia de la Lengua. Claro que eso no
implica que el significado sea lo que institucional y, en términos de una antro-
pología social, socialmente se marca, sino que justamente porque se marca
institucionalmente es por lo que el uso cultural puede chocar y hacer cambiar —
o no— el significado impuesto en la Real Academia de la Lengua.
Efectivamente Geertz manifiesta que es en el uso intersubjetivo de la comu-
nicación donde los significados cobran vida y son operantes. Las relaciones
intersubjetivas hacen que los significados usados en ellas no se agoten en nin-
guna relación particular, de tal forma que en verdad pueden haber significados
plasmados en forma de institución, de rol o de estatus, es decir, de estructura social
como tal. Ahí, el significado no depende meramente de su uso, sino que es parte
del contexto en donde los usos cobran vigencia, en tanto que se está, desde la es-
tructura social, justificando qué usos son socialmente «legítimos» y qué usos no.
Pero esto es así, precisamente, porque la estructura misma se puede entender
762 Wittgenstein, L., Investigaciones filosóficas, parágrafo 43. Crítica, Barcelona, 1988, p.
764 Como comenta Malighetti, «aceptada la distinción, puramente analítica, entre es-
tructura social y cultura, Clifford Geertz las considera interconectadas, no de una manera cau-
sal». Malighetti, R., Il filosofo e il confesore. Antropologia e ermeneutica in Clifford Geertz, p. 40.
765 La apertura de significado puede verse en la idea de cultura bajo la metáfora de un
pulpo que se mueve «no en armoniosa sinergia concertada de las partes como un todo, sino
con movimientos inconexos de una parte ahora que, luego de esta otra y más delante de otra
parte cuyo efecto acumulado de alguna manera determina un cambio de dirección» (IC 408).
766 Ricoeur, P., Ideología y Utopía, p. 281.
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 377
767 Robertson, R., «Social Theory, Cultural Relativity» en King, A. (ed.), Culture,
«La coexistencia, en muchas partes del mundo, virtualmente en todas, de grandes tra-
diciones culturales, ricas, distintas e históricamente profundas (civilizaciones en el sen-
tido propio y no polémico del término) con una ilimitada progresión de diferencias
dentro de diferencias, de divisiones dentro de divisiones, de confusión en la confu-
sión, ha suscitado una pregunta que no puede descartarse por más tiempo por ocio-
sa o inconsecuente: ¿cómo se consolida en un mundo de tantos pliegues la yoidad
política, social o cultural? Si la identidad sin armonía es de hecho la regla, […], ese
supuesto modelo que exhibe una igualdad inmanente en la manera de pensar y una
unicidad esencializada ¿en qué se basa?» (AL 224-5).
LA CULTURA COMO CONJUNTO DE SÍMBOLOS 381
No es que no se sepa en qué mundo estamos porque hay una razón descar-
nada o un desencantamiento terrenal, es que el mundo, por decirlo de alguna for-
ma, se ha enamorado demasiado de sí mismo, y hasta sus últimas partículas po-
seen un valor de suyo. Hoy el mundo se ha levantado con sabor cubista 771.
En lo que respecta a la noción de cultura, Geertz traza tres momentos sobre
su definición: desde el XIX y principios del XX, «la cultura fue vista como pro-
piedad universal de la vida social humana, las técnicas, costumbres, tradiciones
y tecnologías […] que se contrapone a la existencia del animal» (AL 248); des-
pués de la Primera Guerra Mundial, se ideó una «concepción configuracional»:
«en vez de cultura, como tal, hubo culturas, con límites, coherentes, cohesivas y
perdurables […] cultura era lo que los pueblos tenían y mantenían en común»
(AL 248-9), y la cultura mostraba una unidad integral; pero, tras la Segunda
Guerra Mundial, la concepción configuracional se mostró inoperante e impre-
cisa: «todo era heterogéneo, poroso, entrelazado, disperso; la búsqueda de la to-
talidad una guía incierta, inalcanzable un sentimiento de clausura» (AL 249).
Por eso «la visión de la cultura, una cultura, esta cultura, como un consenso
sobre lo fundamental —concepciones, sentimientos, valores compartidos— ape-
nas parece viable a la vista de tanta dispersión y desmembramiento: son los errores
y las fisuras lo que jalonarían el paisaje del yo colectivo» (AL 250). La identidad
cultural se construye siempre en un contraste con lo que está a su alrededor y «ar-
ticular esa anatomía espiritual, determinar cómo se une en términos de identi-
dad […] es una tarea virtualmente imposible» (AL 253). En cierto sentido, todo
aquello era comprensible, al menos en sus orígenes, desde la noción de «senti-
mientos primordiales» —«la fuerza de estos hechos ‹dados› forja la idea que un
individuo tiene de quién es y con quiénes está indisolublemente ligado» 772— que
Geertz recogía de Shils (IC 234-310), pero quizás no tanto actualmente 773.
Entonces ¿«la cultura [no] denota un esquema históricamente transmitido
de significaciones encarnadas en símbolos, un sistema de concepciones hereda-
das y expresadas en símbolos por medio de los cuales los hombres comunican,
perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida» (IC 89)?
Sí; lo que dice Geertz es que ello no se deriva de entender que el gran basamen-
771 Cfr. Innerarity, D., Ética de la hospitalidad. Barcelona, Península, 2001, p. 146.
772 Beriain, J., La lucha de los dioses en la modernidad. Del monoteísmo religioso al politeís-
mo cultural. Anthropos, Barcelona, 2000, p. 157.
773 Como bien apuntan Eller y Coughlan, «las evidencias sugieren concluyentemente
774 Arregui, J. V., «La contribución del análisis del lenguaje a la antropología filosófi-
ca» en Pensar lo humano. Actas del II Congreso Nacional de Antropología Filosófica. Iberoameri-
cana, Madrid, 1998, p. 31.
CAPÍTULO X
ETNOCENTRISMO
Y RELATIVISMO CULTURAL
Sobre el relativismo cultural hay pocas cosas ya que no se hayan dicho. So-
bre el relativismo ético que, se dice, implica el relativismo cultural hay pocas vo-
ces que sean capaces de guardar cierto reposo.
Habitualmente, cuando se afirma —como se ha hecho en la primera parte
de este libro— que el hombre es un ser «naturalmente cultural» —y que incluso
la divergencia entre «naturaleza» y «cultura» como distinción negativa de un tér-
mino respecto a otro es aporética— la infinidad de culturas que de ello resulta
parece ser un síntoma de que no hay ningún tipo de criterio para saber qué pue-
de ser lo moralmente correcto.
Ante la multiplicidad de culturas parece necesitarse un criterio transcultural
que gobierne, lejos de toda variabilidad, el dictamen sobre lo que debe o no debe
permitirse éticamente.
Quisiera adelantar algo de lo que vamos a ver ahora. Cuando se lee a Geertz
se tiene la sensación de que éste posee la misma necesidad: la posibilidad de eva-
luar a las demás culturas, pero no menos que la suya propia. Todo el mundo ne-
cesita de un criterio para evaluar lo moralmente correcto e incorrecto.
Para este tema, aclarar ciertos puntos de Geertz desde un principio posi-
blemente despeje incógnitas que de otra forma sólo se resuelven a medias. Ante
la pregunta ¿es Geertz un relativista? La respuesta es diáfana, concisa y
cartesianamente distinta: depende 775.
775 Barnard comenta que, aunque son los postmodernos los que mantienen las posiciones
más radicales en torno al relativismo, Geertz es mucho más conocido como el «defensor» —
dice literalmente— del mismo. Cfr. Barnard, A. History and Theory in Anthropology. Cambridge
University Press, Cambridge, 2001, p. 100.
384 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
I. J. Jarvie, Paul Johnson, G. W. Stocking, Lionel Tiger, Mary Midgeley, Stephen Salkever,
Melford Spiro, Martin Hollis, Steven Lukes, Ernest Gellner, Lévi-Strauss, Sperber… De
ellos se puede extraer, cada uno con sus matices propios, un ataque al relativismo como fuen-
te de peligro para las afirmaciones sistemáticas que pretenden dar de la naturaleza huma-
na. Pero todos parecen compartir que el relativismo, tomado como una cierta idea de «todo
vale» es el enemigo a batir. Por ello, metodológicamente, tomaré genéricamente la noción
de «antirrelativismo» o «antirrelativistas» tal y como lo entiende Geertz, más que un autor
concreto.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 385
777 Hollis, M., La filosofía de las ciencias sociales. Ariel, Barcelona, 1998, p. 268.
778 Ibid., p. 268.
386 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
779 Bilbeny, dentro del tema del relativismo, ha sido el último en ofrecer una versión
—en algunos puntos quizás precisable— de este punto. Cfr. Bilbeny, N., Ética intercultural.
Ariel, Barcelona, 2004, p. 110.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 387
780 Sanmartín, R., «La razón antropológica» en Lisón Tolosana, C. (ed.), Antropología:
Horizontes teóricos. Comares, Granada, 1998, pp. 170-1.
781 Incluso Kuper, de una manera casi cotidiana —como dando por supuesto que es algo
al exponer los sistemas simbólicos que explican tales diferencias, el entender las
culturas como ‹modos de vida› o ‹comunidades de sentido› autónomas (estricto
sensu, es decir, con su propia ley) se privaría de la posibilidad de una compara-
ción evaluativa y normalizadora que distinguiera culturas sanas y virtuosas de las
perversas. La insistencia en la comprensión conduciría inevitablemente al temi-
do (y, sin duda, temible) todo vale. El reproche resulta conocido: Clifford Geertz,
por poner un ejemplo, en el ámbito de la antropología ha sido una víctima del
mismo» 782
La verdad es una cuestión enraizada en la más pura subjetividad. No es po-
sible emitir juicios de valor cuya validez haga referencia a un campo cultural ajeno
a la propia subjetividad. Así, cuando Alsina explica la postura de la epistemolo-
gía multicultural desde Semprini, incluye a Geertz dentro de este paradigma: «los
valores, dice, son relativos. Por todo esto, la verdad no puede ser más que relati-
va, enraizada en la historia personal o en conversaciones colectivas. Esto obliga
a relativizar todo juicio de valor. Se hace una defensa implacable del relativismo
(Geertz)» 783.
Y es que las culturas son cápsulas selladas, preformadas por los criterios in-
ternos que ellas mismas poseen. Uno no puede emitir interpretaciones válidas
sobre la moralidad o inmoralidad de ciertas prácticas culturales porque no es ca-
paz de llegar cognoscitivamente a ellas. Por eso, según Dascal, el relativismo
mantenido por Geertz afirma «una pluralidad de mundos […]. Estos mundos
están separados por barreras casi insuperables, son mundos extranjeros» 784.
Pero quizás, quien ha intentado mostrar la cara más descarnada del
relativismo de Geertz ha sido Ernest Gellner. Para Gellner —que comenta di-
rectamente el artículo de Geertz de «Anti-antirrelativismo»— siguiendo a Jarvie,
si todos los criterios para juzgar una cultura son culturales «entonces no puede
atribuirse ningún sentido a la crítica general de las culturas», del mismo modo
que «si los criterios son ineludiblemente expresiones de la cultura, ¿cómo podría
juzgarse una cultura? Geertz parece extrañamente ciego a este miedo genuino y
completamente justificado» 785. Y es que, según Gellner, Geertz sigue, en el fondo
782 Lanceros, P., «Antropología Hermenéutica» en Ortiz-Osés, A., y Lanceros, P., (eds.),
and Philosophy. North and Latin American Perspectives. E. J. Brill, Londres, 1991, p. 287.
785 Gellner, E., Posmodernismo, razón y religión. Paidós, Barcelona, 1994, p. 67.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 389
tras vidas. No estoy diciendo que sea bueno; pero estoy absolutamente seguro de
que es un hecho» 788.
Esta postura la define Gellner como fundamentalismo racionalista ilustra-
do. Se compromete a rechazar firmemente el relativismo, «se declara a favor de
la idea de que hay un conocimiento externo, objetivo y transcultural: que hay, en
efecto, ‹conocimiento más allá de la cultura›»; pero, paradójicamente, aun creyendo
en «un conocimiento que trasciende a la cultura […] también se declara a favor
del origen mundano del conocimiento y de su estatus falible» 789.
La gran prueba de que existe un conocimiento que es externo, transcultural
y objetivo respecto a la cultura, es un hecho que muestra de suyo la existencia de
algo más allá de toda cultura en la estructura de conocimiento.
Gellner hace para ello una especie de epoché o duda metódica.
Gellner se imagina que está fuera de la tierra sin ningún tipo de conocimien-
to sobre ella. Sólo posee sus capacidades de conocimiento. Imagínense que algún
«relativista hermenéutico moderado» —también así llama Gómez Pérez a
Geertz 790— le cuenta su versión de lo que hay en la tierra.
«Una vez se me hubiera dicho que hay una diversidad cultural sobre la tierra, aven-
turaría la conjetura de tratar de clasificar las cosas, que cada una tiene sus propias
normas de propiedad cognitiva y moral, que cada cultura es internamente un siste-
ma más o menos coherente, pero que, si bien la comunicación parcial entre ellas es
posible si la realizaran por antropólogos poetas (no se conciben otro tipo) sensibles
y hábiles, sencillamente no tiene sentido preguntarse cuál de los distintos enfoques
conceptuales es el ‹correcto›, y que juzgar cualquiera de ellos en función del otro se-
ría un solecismo que toda persona civilizada y sofisticada debería evitar. Ésta sería mi
conjetura, y no creo que […] fuera demasiado desacertada» 791.
788Ibid., p. 73.
789Ibid., p. 96. Cuando habla del origen mundano se refiere a que no existe el conoci-
miento por revelación.
790 Gómez Pérez, R., Iguales y distintos. Introducción a la antropología cultural, EIUNSA,
793Cfr. Geertz, C., «Reason, Religion, and Professor Gellner» en Hoetink, H. R. (ed.),
The Limits of Pluralism: Neo-Absolutism and Relativism. Praemium Erasmanium Foundation,
Amsterdam, 1995, pp. 167-172.
794 Arregui, J, V., «Inconmensurabilidad y relativismo: el reconocimiento de lo huma-
cios morales lo primero que se da, a saber, es el modo y el tiempo en el que ha-
cemos juicios morales. Por eso, la separación entre hecho y valor, entre ser y de-
ber ser, no es de suyo válida. Los símbolos a los que el hombre se acoge para in-
terpretar el mundo son símbolos que muestran palmariamente la intrínseca
relación entre hecho y valor. Decir que hay relativismo cultural o que hay diver-
sidad de culturas no es un problema para hacer juicios morales es por lo que ha-
cemos juicios morales. Por eso, como dice Spaemann, el relativismo cultural no
es la causa de que no pueda haber verdad, sino, al contrario, es la causa de por
qué ésta es hallable. Si cada cultura tuviese su verdad ¿qué disputa habría? Si cada
cultura fuera un compartimento naturalmente estanco ¿qué disputa tendría lu-
gar? 795. El relativismo como variabilidad cultural es algo ya conocido por ancianos
venerables como Heródoto, Aristóteles, o Sócrates.
Geertz ironiza: «La idea de que Boas, Benedict y Melville Herskovits, con
la ayuda de Westermark desde Europa, infectaron nuestra disciplina con el vi-
rus relativista, mientras que Kroeber, Kluckhohn y Redfield, con la colaboración
igualmente europea de Lévi-Strauss, lucharon para librarnos de él no es sino otro
de los mitos que vienen a complicar el análisis. Después de todo, también
Montaigne pudo sacar conclusiones relativistas, o, que podían ser tomadas como
tales, del hecho de que los indios caribes no llevasen calzones; para ello no tuvo
que leer Patterns of Culture. E incluso, muchos antes que él, Heródoto, como era
de prever, llegó a similares conclusiones de ‹ciertos indios de la raza de los
calacios› de quienes se decía comían a sus padres» (AL 44). Y no parece que su
solución fuese «encontrar esas costumbres como sencillamente absurdas, despre-
ciables o primitivas» 796. En el plano cognoscitivo y ontológico a lo «absurdo, des-
preciable o primitivo» se le llama «accidental», «insustancial» o «contingente».
Pero la solución de los griegos fue buscar una «medida o regla con la que medir
las distintas maneras de vivir y los diversos comportamientos. Quizás con el re-
sultado de encontrar unas mejores que otras. A esa norma o reglas la llamaron
‹physis›, naturaleza» 797.
La cuestión es ¿se busca la naturaleza? Sí, pero no como un ideal variable y
contingente proyectado en el futuro. La búsqueda de la naturaleza no es debido
a que hay una «naturaleza perdida», sino a que el modo en que se presenta la na-
turaleza es buscándola 798. Y a eso se le llama cultura: al modo en que se busca o
795 Cfr. Spaemann, R., Ética: cuestiones fundamentales. Eunsa, Pamplona, 1998, pp. 29-30.
796 Spaemann, R., op. cit., p. 22.
797 Ibid., p. 22.
798 A lo que cabe añadir con Arregui, que «la cultura es, como la propia existencia humana,
un constitutivo todavía no». Arregui, J. V., «El valor del multiculturalismo en educación», p. 72.
394 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
799 O como dicen Arregui y Rodríguez Lluesma: «lo natural no es lo común, es lo me-
no», p. 49.
803 Spaemann, R., op. cit., p. 31.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 395
Lieberson 804. Dicho pluralismo conlleva dos características que se afincan den-
tro de la relación con la «alteridad». En primer lugar, un pluralismo, dentro de la
tradición pragmatista a la que ya se ha hecho referencia, que, como señala García
Canclini de Geertz, hace un «esfuerzo de construcción de cierta objetividad a partir
de la sistematización de lo intersubjetivo» 805, esto es, «el pensar humano es un acto
primariamente público desarrollado con referencia a los materiales objetivos de la
cultura común y que sólo secundariamente es una cuestión íntima, privada» (IC 83).
Es en la comunidad, en lo público y en lo intersubjetivo donde la verdad compa-
rece. En segundo lugar, se trata de un pluralismo dentro de la apertura antropológica
del ser humano, donde la alteridad es vista siempre como ganancia. Así, «si el
relativismo encierra al ser humano en su forma de vida y en sus criterios de racio-
nalidad, el pluralismo lo abre a la comprensión de otras posibilidades que él no de-
sarrolla, pero que podía haber desarrollado. El pluralismo permite la fusión de ho-
rizontes. Por eso, si al final el relativismo seca y agosta tanto como el más estrecho
de los objetivismos, el pluralismo abre y enriquece. Cabe vivir muchas vidas que no
son la nuestra y que, sin embargo, podían haberlo sido» 806.
Antes se ha comparado a Winch y a Geertz, entendiendo que poseen una
postura similar. Ha sido Jacinto Choza quien ha reparado en que las mismas crí-
ticas que realiza Gellner a Geertz son semejantes a las que realiza Giner a Winch.
Para Giner, «según la corriente que tan bien representa Winch, entender una
cultura diferente de la nuestra, o comprender un universo de discurso ajeno al de
nuestra comunidad simbólica o lingüística, no es solamente comprender su len-
guaje sino penetrar en sus supuestos, por así decirlos, cósmicos. Hay que enten-
der sus conceptos, explícitos e implícitos. Mas ello, según él, es tarea imposible
si se intenta realizar desde nuestro propio idioma. Su actitud, por lo tanto, con-
duce a un agnosticismo epistemológico extraordinario y, tal vez, y por una senda
inesperada, a justificar posiciones existencialistas.
Por fortuna, su argumento, que merece la mayor atención, carece en última
instancia de la necesaria solidez» 807. Como comenta Choza, «la posición de Giner
804 Cfr. Lieberson, J., «Interpreting the Interpreter» en New York Review of Books, vol.
lio» en Antropología. Revista de pensamiento antropológico y estudios etnográficos, vol. 14, octu-
bre 1997, p. 17.
806 Arregui, J, V., «Inconmensurabilidad y relativismo: el reconocimiento de lo huma-
no», p. 48. También véase Nubiola, J., «Pragmatismo y relativismo: Una defensa del pluralis-
mo» en Thémata. Revista de filosofía, vol. 27, 2001, pp. 49-57.
807 Giner, S., «Introducción» en Winch, P., Comprender una sociedad primitiva. Paidós,
808 Choza, J., «Cristianismo, estilos y universos culturales» en Nueva Revista, vol. 52,
julio-agosto 1997, pp. 31-2. Puede verse una revisión e incorporación de este artículo en Choza,
J., Metamorfosis del cristianismo. Biblioteca Nueva, Madrid, 2003.
809 Menéndez interpreta que Geertz está en la posición contraria, siendo en verdad un
811 Sánchez Durá, N., «El desafiador desafiado: ¿es sensato el relativismo cultural?», p. 160.
812 Choza, J., «Cristianismo, estilos y universos culturales», p. 32.
813 Suele pasar desapercibido el hecho de que Geertz, cuando comenta qué es la reli-
gión, siendo ésta una construcción cultural, explica que es perfectamente viable —normal,
posible— preguntarse por su «verdad». Es posible examinar, dentro del modelo geertziano, la
«verdad» de los fenómenos culturales. La cuestión es, como señala Geertz, que la «verdad» en
la religión no puede plantearse bajo las limitaciones de un modelo cientificista (IC 123).
398 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Pero cabe añadir un punto subsidiario de éste. Para Gellner sólo afirmando
un hecho que esté más allá de toda particularidad cultural, de toda valoración
moral, se puede tener estatus de juicio verdadero. El postulado que subyace a esta
postura es la «dicotomía entre lo objetivo y lo subjetivo, lo que algo es en sí y el
significado que adquiere para mí» 815. Sólo si se deja fuera todo subjetivismo es
posible afirmar la verdad. La objetividad depende de la no-subjetividad. En el
momento que se afirma la subjetividad —valores, creencias y demás mercachifles
culturales— se está permitiendo la entrada a un relativismo del todo vale.
Sin embargo, en el momento en que quiebra la postura del Ojo divino, de
un espectador neutro y aséptico, cuando se abandona «la pretensión de observar
el mundo directamente, como a través de una pantalla orientada en un único sen-
tido, viendo a los otros tal como son cuando sólo Dios los ve» (AA 141), se en-
tra en una segunda postura que radicaliza la subjetividad. La operación que se
sigue no es ya la de «abandonar los prejuicios de la cultura» 816 —ese fue el in-
tento de la antropología cultural clásica: asemejarse al modelo de las ciencias na-
turales— sino, más bien, de radicalizarlos. No es negar la subjetividad, sino mos-
trar que de lo que en el fondo se trata —y se trata de muchas cosas— es de que
todo está mediado por la subjetividad.
Es de común acuerdo que esta operación fue hecha por los discípulos de
Geertz —Rabinow, Clifford, Crapanzano, Dwyer, etc. — pero es sólo casi de co-
mún acuerdo que Geertz puede ser pesado en la misma balanza. «Cualesquiera
—dice Gellner— que sean los logros de Geertz en antropología, su pro-
relativismo aprueba y garantiza los excesos de los que irán ‹más allá de él› en el
camino por él indicado» 817.
818 Lindholm, Ch., «Logical and Moral Dilemmas of Postmodernism» en The Journal
of the Royal Anthropological Institute, vol. 3, n. 4, diciembre 1997, p. 749. El artículo de Geertz
al que se refiere es «Anti anti-universalismo», y la obra de Marcus G. y Clifford J. es Retóri-
cas de la antropología.
819 Lindholm, Ch., ibid., p. 749.
820 Shweder, R., «Anthropology’s Romantic Rebellion against the Enlightenment, or
There’s More to Thinking than Reason and Evidence» en Shweder, R., y Levine, R., (eds.),
Culture Theory: Essays on Mid, Self and Emotion. Cambridge University Press, Cambridge,
1984, p. 41.
821 Shweder, R. y Miller, J., «The Social Construction on Person: How is it Possible?»
pología. Revista de pensamiento antropológico y estudios etnográficos, vol. 12, octubre 1996, p. 112.
823 Clifford, J., «Introducción: verdades parciales» en Marcus, G., y Clifford, J., Retóri-
la misma mediación —la cual es imposible evitar— que es fomentada por dichos
sistemas «académicos» de poder 824.
Para Friedman, «la ‹interpretación en categorías de otro› puede suprimir lo
que es interpretado. Al menos, eso es de lo que trata el problema. Geertz sim-
plemente reprime esto, como si no fuera un inconveniente» y a lo máximo que
alude es a apelar a la autoridad del autor de la etnografía, «pero sin argumentar-
lo» 825. En ese sentido, continúa Friedman, «tanto Geertz como sus hijos delin-
cuentes están reconocidos como la amenazante desarticulación de la identidad
de la antropología. La defensiva de Geertz es reminiscente a la de Clifford» 826.
En 1980 Marcus demandaba una revisión de la antropología según las con-
diciones epistemológicas que la literatura y la retórica desvelaban 827. Así, «la tarea
de proporcionar esta perspectiva general sobre el desarrollo del pasado y el pre-
sente del género etnográfico espera un trabajo más ambicioso, incluyendo un es-
tudio de los textos representativos» 828.
En abril de 1984 se congregó en la School of American Research lo que se
denominó como el acto inaugural del postmodernismo en antropología
sociocultural: el seminario de Santa Fe. Entre los asistentes se encontraban va-
rios allegados a Geertz durante su época en Chicago y su trabajo de campo en
Marruecos —entonces doctorandos, hoy insignes profesores— y, por supues-
to, otros tantos asiduos lectores de su obra. En 1985 Marcus y Clifford publi-
caban un resumen de lo que aconteció en aquel seminario 829. Y ya, por fin, en
824 «El interés, dice James Clifford, en los aspectos discursivos de la representación cul-
tural centra la atención no en la interpretación de los ‹textos› culturales, sino en sus relacio-
nes de producción», ibid., p. 42.
825 Friedman, J., «Further Notes on the Adventures of Phallus in Blunderland» en
Nencel, L., y Pels, P., Constructing Knowledge. Authority and Critique in Social Science. Sage
Publications, Londres, 1991, p. 101.
826 Ibid., p. 102.
827 Incluso hay escritos sobre la influencia de los recursos literarios de la obra de Geertz;
cfr. Hammer, M., «Review of Clifford Geertz’s works» en Textual Practice, vol. 3, n. 3, 1989,
pp. 456-9. También el texto de Renato Rosaldo, aunque en un tono más crítico; cfr. Rosaldo,
R., «A Note on Geertz as a Cultural Essayist» en Ortner, S. (ed.), The Fate of «Culture». Geertz
and Beyond, pp. 30-4.
828 Marcus, G., «Rethoric and Ethnographics Genre in Anthropological Research» en
Report» en Current Anthropology, vol. 26, n. 2, abril 1985, pp. 267-71. Para un recorrido con-
ciso de la historia de la disciplina que incluye el «giro postmoderno», cfr. Stocking, G. W. Jr.,
«Delimiting Anthropology: Historical Reflections on the Boundaries of a Boundless Disci-
pline» en Social Research, vol. 62, n. 4, invierno 1995, pp. 933-63.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 401
Una de las críticas a Geertz, desde esa perspectiva, más conocidas en Retó-
ricas es la de Crapanzano. Para éste, Geertz, en su descripción de la riña de ga-
llos, «en un primer nivel, puramente descriptivo, demuestra su propia subjetivi-
dad —su experiencia de los primeros tiempos entre los balineses—que entra en
conflicto con la que es propia a los habitantes del poblado. (La experiencia de su
esposa, por otra parte, presenta un problema distinto, más bien conceptual: ella
queda ‹despedida›, al margen de este cuento de hombres y gallos… Ya de entra-
da, su marido habla del ‹hombre invisible›)» 833. Geertz usa recursos estilísticos
para mostrar no la palmaria subjetividad del intérprete y la interpretación, sino
para enganchar al lector dentro de un «realismo etnográfico» falso: el de que la
interpretación de la pelea es tal y como es la pelea 834. Los recursos que utiliza
Geertz son varios: la desaparición de su mujer del relato una vez que se ha esta-
blecido el rapport, el uso del «tú» y del «yo», etc. El problema es, según Rabinow,
que se «cae en el uso de lo autorreferencial como intento de algo más que esta-
blecer su autoridad» 835, y éste sólo es superado en parte por el concepto
«dialógico» de James Clifford. ¿Y qué es dialógico? Textos a dos voces —dos sub-
jetividades, antropólogo e informante— polifónicos, etc.
Siguiendo esta estela de afirmaciones, hay una concienciación de la expre-
sión literaria misma. García Amilburu, señala respecto al mismo tema: «Así, el
centrarse en el ‹estudio de los textos sobre la cultura› y no tanto en la ‹cultura
como texto›, la Antropología Postmoderna acaba convirtiéndose en una especie
de meta-etnografía, como una versión antropológica de la crítica literaria» 836. La
impersonalidad o los sujetos neutros de los escritos antropológicos clásicos de-
ben desaparecer. La cercanía con el otro antropológico sólo es viable si, por un
lado, el otro —el informante— tiene rostro, nombre y apellidos —mostrando la
falibilidad y contingencia epistemológica de su misma versión debido a su «vida
diaria»— y, por otro lado, se muestra al antropólogo en la redacción del escrito
final más que como un científico social como un hombre normal y corriente al
833 Crapanzano, V., «El dilema de Hermes: las máscara de la subversión en las descrip-
ción balinesa en la pelea de gallos no es hacer otra cosa que la ‹modelización› de sí mismo
mediante autorrepresentaciones culturales». Pecora, V. P., «The Limits of Local Knowledge»
en Verseen, H. Aran (ed.), The New Historicism. Routledge, Nueva York, 1989, p. 267.
835 Rabinow, P., «Las representaciones son hechos sociales: Modernidad y
que le pasan cosas cotidianas durante su vida con los nativos: tiene un resfriado,
se levanta con la pierna izquierda, no sabe cocinar 837. Ya no es la antropología
una descripción sino una narración, un género literario. Como señala Swearingen,
«no hay realidades etnográficas independientes de las versiones literarias cons-
truidas por el etnógrafo» 838. Por eso, en el fondo la presunta «desaparición de
Geertz» en el texto de la riña queda en que «en su descripción e interpretación
de la riña de gallos en Bali, Geertz muestra claramente que la identidad del
etnógrafo era muy visible entre los nativos, y su experiencia ciertamente medía
la descripción y la interpretación de la actividad cultural» 839.
El juego del etnocentrismo y de la subjetividad se encarrilaba dentro del juego
de la representación, y, por extensión, de lo literario. «Poner de manifiesto lo que
el antropólogo siente y asumir que no es un observador ajeno a los sujetos ob-
servados, es parte de una estrategia que tiene como central la validez de la repre-
sentación. Un supuesto implícito en la antropología postmoderna es que la an-
tropología modernista se ha comprometido con un realismo que no es veraz o que
simplifica en exceso» 840.
Sin embargo, lo que interesa mostrar ahora no es la postura de gente como
Rabinow, Clifford y demás, sino más bien, dadas las críticas que le hacen a Geertz,
ver si éste aboga por esa explicitación palmaria de la subjetividad ante el proble-
ma de la textualidad, haciendo válido, por tanto, el relativismo que surge de la
imposibilidad de la objetividad.
Reynoso sugiere que Geertz se sumó al carro de la literatura etnográfica
postmoderna, quizás amparándose en la idea de Rabinow de que Geertz era por
aquel entonces una figura de capa caída. Geertz hizo, continúa Reynoso, un in-
tento por subirse al tren del «último grito» en antropología 841 publicando la obra
837 Dwyer comenta que Geertz acertó al explicar que la narración antropológica es una
Geertz and James Clifford» en Simons, H. W. (ed.), Rethorics in Human Sciences. Sage
Publications, Londres, 1989, p. 124.
840 Castilla, F., «Las bases filosóficas de la antropología postmoderna» en Antropología.
Revista de pensamiento antropológico y estudios etnográficos, vol. 12, octubre 1996, p. 113.
841 Cfr. Reynoso, C., «Presentación», op. cit., p. 28.
404 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
El antropólogo como autor en 1988 842 —dos años más tarde que Retóricas de la
antropología—. En dicho libro, publicado posteriormente tanto al Seminario de
Santa Fe (1984) como a la aparición de Writing Culture (1986), se dice que
Geertz emplea el juego postmoderno de analizar los textos antropológicos como
punto crucial, usando, pues, la metáfora postmoderna de la literatura
antropológica ya «inventada». Parece como si la vieja estrella de cine se negara a
quedar relegada a actor de reparto o a ser etiquetada bajo el nombre de clásico, y
ante ello intentase, mediante liftings teóricos y cirugías remendables, parecerse
a las nuevas generaciones.
Pero entiéndase bien, lo que queremos averiguar no es si Geertz juega con las
mismas reglas que los llamados postmodernos, pues no interesa saber cuáles son
las tesis teóricas propuestas por Rabinow o Clifford —cosa que sería exigible si los
comparásemos—. Lo que interesa ver es si, desmontado el antirrelativismo, Geertz
está propugnando una posición de subjetivismo extremo —un etnocentrismo irre-
nunciable— que es semejante a aquella que los críticos de la antropología
postmoderna han atribuido a los postmodernos. Pues, de lo que se trata, al fin y al
cabo, es de saber lo que dice o no dice Geertz. En ese sentido, las tesis de los
postmodernos han de ser vistas desde lo que Geertz dice de ellos, del mismo modo
que las tesis de lo que he dicho de ellos más arriba no es un análisis profundo sino
la noción generalizada de lo que, gente como Gellner, suele decir de ellos en lo que
comulgan con Geertz. Así, Llobera comenta:
«¿Y qué nos ofrece la élite internacional de la antropología como alimento espiritual
para estos tiempos de cambio y de crisis de valores, de desmoralización y de confu-
sión? Un anodino postmodernismo pasado por agua y vinagre, en el que el relativismo
cultural es llevado a extremos demenciales, y en el que reinan un anarquismo
epistemológico total y un exhibicionismo casi pornográfico de primera magnitud; en
una palabra, un intento de reconstituir la etnografía (ya que no la antropología) como
género literario a caballo entre la novela, el libro de viajes y la autobiografía» 843.
¿Y quiénes son los postmodernos? «Geertz, Clifford, Marcus y Tyler, por citar
las vedettes posmodernas» 844.
Ahora bien, antes de saber si realmente el juego teórico de El Antropólogo
como autor es morfológicamente el mismo que el de Writing Culture —o no— o
842Geertz, C., Works and Lives: The Anthropologist as Author. Stanford University Press,
Stanford, 1988.
843 Llobera, J. R., La identidad de la antropología. Anagrama, Barcelona, 1999, p. 15.
844 Ibid., p. 104.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 405
por lo menos tan semejante como para aducirle un relativismo a ultranza, cabe
decir que el simple argumento cronológico hace falsas las afirmaciones de
Reynoso o Llobera de que Geertz se había sumado tardíamente a la vanguardia
de los postmodernos.
Ya en 1983, es decir, un año antes de la realización del Seminario de Santa
Fe, y tres antes de la aparición en prensa de sus ponencias, Geertz publica «Slide
Show: Evans-Pritchard’s African Transparencies», que es un capítulo íntegro de
El antropólogo como autor, pero es más, también en la primavera de 1983 Geertz
había impartido las Lectures en la Universidad de Stanford 845, dando como tex-
to lo que, efectivamente, será Works and Lives: The Anthropologist as Author. El úni-
co revuelo fue que Geertz lo publicó como libro en 1988, ocasionando lecturas
erróneas de su persona como pensador sin luz, o lo que es peor, imitador de teo-
rías postmodernas. Todo lo demás se puede rebatir con un almanaque 846.
De forma muy general, El antropólogo como autor suele ser presentado como
un análisis de crítica literaria antropológica 847. En él se ven cuatro autores y cinco
textos: El crisantemo y la espada y El hombre y la cultura de Ruth Benedict, Tristes
trópicos de Lévi-Strauss, Diario de campo en Melanesia de Malinowski y
«Operations on the Akobo and Gila Rivers, 1940-1941» de Evans-Pritchard 848.
845 Geertz, C. Works and Lives: The Anthropologist as Author. Lectures delivered at Stanford
University, Primavera, 1983.
846 Fue María García Amilburu quien, en una entrevista a Geertz y con una certera y
que ponen de relieve la relación entre literatura y antropología. Véase, por ejemplo, estos tres
casos: Poyatos, F. (ed.), Literary Anthropology. A New Interdisciplinary Approach to People, Signs
and Literature. John Benjamins Publishing Company, Amsterdam, 1988. Cardona, G. R., An-
tropología de la escritura. Gedisa, Barcelona, 1999. Girard, R., Literatura, mímesis y antropolo-
gía. Gedisa, Barcelona, 1997.
848 Algunos autores, entre ellos Llobera, han criticado a Geertz por usar un texto se-
849 Puede verse una explicación sobre qué implica el «estar allí» en el trabajo de campo
en Sanmartín, R., Observar, escuchar, comparar, escribir. La práctica de la investigación cualitati-
va. Ariel, Barcelona, 2003, pp. 55-7.
850 Es posible que Geertz recogiera dicha terminología —«estar allí» y «estar aquí»—
de que por su propia naturaleza exige que hablemos de ella sin vaguedades —lo que es, es; una
rosa es una rosa— ilusión, engaño o autoembobamiento conduce a la aún más curiosa idea de
que, perdido el literalismo, el hecho también desaparece» (AA 140).
853 Cfr. Bauman, Z., Intimations of Postmodernity. Routledge, Londres, 1992, p. 106. En otro
todos ellos en sus propios mundos similarmente contingentes. No hay un punto de observación
supracultural [como no lo había en Ricoeur] y suprahistórico (luego, libre de toda contingen-
cia), desde el cual se pueda otear y retratar subsecuentemente el significado verdadero y univer-
sal; ninguna de las partes del mencionado encuentro ocupa semejante lugar. La traducción es un
proceso continuo, un diálogo inacabado e inconcluyente, destinado a permanecer así. El encuentro
de dos contingencias es una contingencia en sí mismo y ningún esfuerzo hará que deje de serlo.
El acto de la traducción nunca es un evento singular que hace innecesario cualquier otro inten-
to de la misma naturaleza […]. La traducción transcultural es un proceso continuo que sirve a
la cohabitación tanto como la constituye, de gentes que no se pueden permitir ocupar el mismo
espacio ni cartografiar ese espacio común, cada uno a su manera». Bauman, Z., La cultura como
praxis. Paidós, Barcelona, 2002, pp. 85-6.
854 Ricoeur, P., «El paradigma de la traducción» en Revista de Occidente, n. 241, mayo
ducción no tiene que haber entre el mundo y el lenguaje ningún tipo de distan-
cia. Una, para intentar un objetivismo aséptico, la otra, caída la primera, para afir-
mar un subjetivismo extremo que a la postre es un tipo de nominalismo babeliano:
se trata de la idea «traducible versus intraducible» 856. Por eso, Geertz ya enten-
día, incluso antes del Antropólogo como autor, que el problema del relativismo que
surge del subjetivismo viene de las tesis del mismo objetivismo. En el momento
en que se cree que hay una transparencia directa entre antropólogo y realidad,
entre afirmaciones objetivamente universales y objetos que caen dentro de esas
afirmaciones, la quiebra de los mismos modos de representación —ese «saber
cómo se sabe»— lleva a un subjetivismo relativista. Pero el subjetivismo está acep-
tando como válidos los mismos presupuestos, presupuestos que Geertz critica. El
objetivismo que postulan las teorías antropológicas respecto a la cultura —por
ejemplo aquellas que hablan del consensus gentium— llevan, ante el fracaso de sus
investigaciones, a la afirmación de su negación: lo que no es objetivo es subjeti-
vo, y, por lo tanto, a ese relativismo subjetivista. Como sostiene Luque, «a las más
antiguas polémicas entre relativistas y propugnadores del consensus gentium
subyacía, en definitiva, una misma concepción de las relaciones entre cultura y
naturaleza» 857. Geertz es consciente de ello, pues escribe que:
«Lo que quiero decir es que [las afirmaciones generales sobre el hombre] no habrán
de descubrirse mediante la búsqueda baconiana de universales culturales, una espe-
cie de escrutinio de la opinión pública de los pueblos del mundo en busca de un
consensus gentium, que en realidad no existe; y quiero decir además que el intento de
hacerlo conduce precisamente al género de relativismo que toda esta posición se ha-
bía propuesto expresamente evitar» (IC 40).
La cuestión es, dice Ricoeur, «¿por qué ese deseo de traducir debe pagarse
al precio de un dilema, el dilema fidelidad/traición? Porque no existe un criterio
absoluto de qué es una buena traducción; para poder disponer de tal criterio, ha-
bría que comparar el texto de partida y el de llegada con un tercer texto que se-
ría portador de un significado idéntico al que se supone que circula del primero
al segundo. La misma cosa dicha de una parte y de otra. Igual que para el Platón
de Parménides no hay un tercer hombre entre la idea del hombre y tal hombre
concreto —Sócrates, no hay necesidad de nombrarlo— tampoco existe un ter-
cer texto entre el texto de origen y el texto de llegada. De donde surge la para-
doja, y no el dilema: una buena traducción no puede tener otro objetivo que una
mi propia tesis (de hecho el meollo de la misma) que la relación entre ars intelligendi, arte de
la comprensión, y ars explicandi, arte de la presentación, es, en antropología, tan íntima que
ambas partes resultan básicamente inseparables. Esta es la razón de que considerar Tristes Tró-
picos como una imagen de su propia tesis suponga revisar nuestra idea de lo que una tesis pueda
ser» (AA 46 n18).
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 411
861 Y, obviamente, ese sentido puede ser negativo o no estar de acuerdo con él —tal y
como Geertz critica a Lévi-Strauss, por ejemplo—. Repárese que sus críticas no son «críticas
peyorativamente literarias». Lo que le aplaude Geertz justamente es su uso «retórico»: «lo más
asombroso de todo esto es que, usando la palabra en su sentido no peyorativo, se trata de un
logro básicamente retórico. No es que los hechos curiosos o las aún más curiosas explicacio-
nes de Lévi-Strauss lo convirtieran […] en un héroe intelectual. Fue sobre todo el tipo de dis-
curso que inventó para exhibir estos hechos y enmarcar tales explicaciones» (AA 26).
412 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
862 Arriarán, S., La fábula de la identidad perdida. Una crítica a la hermenéutica contem-
ción del nativo y hacerlos el objeto de estudio eliminando todo oscurantismo con
un sesgo crítico de la propia subjetividad del antropólogo: «una sombra del ‹Allí›
en la realidad del ‹Aquí› (AA 145). Para Morley, «el problema consiste en que,
como indica Geertz, las descripciones son aún las descripciones del que descri-
be y el etnógrafo todavía edita, construye y presenta el diálogo; la carga o respon-
sabilidad crítica es, en este sentido ineludible, tanto si el material finalmente se
presenta en una forma monológica o dialógica. Recurrir a una polifonía de re-
tórica, textos descentrados y la fragmentación de principios de toda metanarrativa,
no tiene necesariamente ninguna de las consecuencias progresistas o políticas que
con frecuencia se suponen que se derivan de ello» 863.
En un sentido semejante, Bohman compara el interpretativismo de Geertz
y el talante dialógico de Clifford. Para Bohman, la aparición de esa polifonía de
voces en los escritos que proclama Clifford no lleva a una proliferación de in-
terpretaciones diversas que entran en contacto; en la realidad, dice Bohman, ha
sucedido más bien al contrario. Si toda interpretación es asimétrica respecto al
contexto en el que se inscribe —y ese es uno de los problemas que, según
Bohman, Clifford le atribuye a Geertz— la solución al problema del «diálogo
intercultural» no es la aparición en el texto de «voces» distintas a las del autor que
frenan la subjetividad de la interpretación 864. La posibilidad de una mejor com-
prensión entre distintas culturas no se deduce de la comparecencia de todas las
interpretaciones culturales, algo así como afirmar que el «nativo» debe de vali-
dar y poner freno de alguna forma a la interpretación del antropólogo 865 y, por
eso, el antropólogo ha de dejar un espacio privilegiado a esa «voz». Lo que se de-
duce de esa aparición múltiple de interpretaciones es que hay disimilitudes, no
que su aparición sea garantía de conocimiento certero. En contra de esto, la po-
sición de Geertz, según Bohman, resulta bastante más coherente. Pues, para
Geertz, la interpretación no ha de ser autorizada por el nativo, ya que de lo que
se trata, al fin y al cabo, es que la interpretación de los balineses de Geertz sea
porque seguía recayendo el peso en el criterio del autor. Había en todo ello una difuminada
presencia del voluntarismo; cfr. Maurer, W, «Antropología» en Taylor, V. E., y Winquist, Ch.
E., Enciclopedia del posmodernismo. Síntesis, Barcelona, 2002, p. 26.
865 Cfr. Gottowik, V., Konstruktionen des Anderen: Clifford Geertz und die Krise der
atendiendo a valores que imaginamos que bereberes, judíos o franceses asignan a las cosas,
atendiendo a las fórmulas que ellos usan para definir lo que sucede. Lo que no significa que
tales descripciones sean ellas mismas bereberes, judías o francesas, es decir, parte de la reali-
dad que están describiendo; son antropológicas pues son parte de un sistema en desarrollo de
análisis científico» (IC 15).
867 Cfr. Bohman, J., New Philosophy of Social Science. Problems of Indeterminacy. Polity
Gentille, Ch., (eds.), Culture and Power. Poblagrafic, Lleida, 1995, pp. 56-7 y 61-2. Como ejem-
plo, también puede leerse la voz «autoridad» en Taylor, V. E., y Winquist, Ch. E., Enciclope-
dia del posmodernismo. Síntesis, Barcelona, 2002, pp. 37-8.
869 Pues se entiende, como apunta Gottowik, «al antropólogo como la expresión de una
praxis cultural específica, cuya compresión se ha convertido en su tarea más urgente». Gottowik,
V., Konstruktionen des Anderen: Clifford Geertz und die Krise der ethnographischen Repräsentation.
Reimer Verlag, Berlin, 1997, p. 15.
870 «La hipocondría se ha entendido como un autoexamen y el ‹¡abajo con nosotros!›
como crítica (pues, a la postre, los descontentadizos son también burgueses)» (AL 96).
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 415
871 Grimsan comenta que «Geertz fija la atención en la inusual calidad de cierto tipo
de etnografía en la que el elemento subjetivo es una parte integral del mundo que es descri-
to», Grimshan, A., The Ethnographer’s Eye. Ways of Seeing in Modern Anthropology. Cambridge
University Press, 2001, pp. 53-4.
416 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
«Para el antropólogo, cuya profesión es estudiar otras culturas, el enigma está siempre
presente. Su relación personal con su objeto de estudio es, quizás más que para cual-
quier otro científico, inevitablemente problemática. Si uno sabe lo que el antropólogo
piensa acerca de qué es un salvaje, entonces ya tiene la clave de su obra. Si uno sabe lo
que el antropólogo piensa acerca de sí mismo, entonces uno conoce de forma general
el tipo de cosas que dirá sobre la tribu que está estudiando. Toda etnografía es en parte
filosofía, y una buena dosis del resto es confesión» (IC 345-6).
Lluís Duch, recoge esta misma idea de Geertz para incorporarle un añadi-
do. Para Duch, la «confesión» de la que Geertz habla, es la manifestación teóri-
ca de la tesis que muestra la necesidad de autointerpretación del ser humano a
través de la exégesis del mundo, ya que «en toda definición de un objeto, de un
acontecimiento o de una acción que hasta ahora nos había sido ajena, de hecho
y primordialmente, nos definimos» 872, es decir, la construcción y fusión herme-
néutica de la autobiografía y del objeto de estudio 873. Esto implica una suerte de
reconstrucción —con la autocensura incluida— de aquello que nos contamos que
somos, de tal forma que la necesidad de representar simbólicamente la realidad
implica que «no es suficiente que un individuo o una sociedad entera, desde el
exterior, retóricamente, argumentativamente, rechacen una determinada forma
expresiva (por ejemplo, mítica)» 874. La necesidad hermenéutica del ser humano
implica que las afirmaciones sobre algo o sobre alguien no se resuelven nunca en
base a conjeturas del estilo «desde fuera se ve», «la mayoría piensa», etc., o, por
lo menos, no parece que esa sea la mejor forma de compresión posible de, como
dice Geertz o Duch, otra cultura u otro antropólogo. «Sea cual sea la posición
elegida, es evidente que lo universal sólo es accesible desde lo concreto perso-
nal» 875. Lo universal quiere decir lo no intercambiable. Ahora bien, de la idea de
que uno sigue siendo uno tanto cuando está entrevistando a un informante como
cuando está escribiendo a su mujer, no se deduce que la explicación de lo que el
antropólogo hace de su informante haya de ser vista desde la carta que le escri-
be a su mujer, sino más bien que ambos textos han de ser comprendidos por sus
872 Duch, Ll., Mito, interpretación y cultura. Herder, Barcelona, 1998, p. 26.
873 Véase también Duch., Ll., Antropologia de la religió. Publicacions de l’Abadia de
Montserrat, Montserrat, p. 60.
874 Duch, Ll., Mito, interpretación y cultura, p. 26.
875 Duch., Ll., «Antropología del hecho religioso» en Fraijo, M., Filosofía del hecho reli-
géneros, por sus contextos, a no ser que uno se atreva a decir que son lo mismo
«te quiero, mi amor» y «amo a mis antepasados». Entendiendo la manera en que
Geertz explica que uno no deja de ser uno —y que justamente ése es el quid— en
aquello que hace y escribe, se puede afirmar que de la mediación (inter)subjetiva
de lo real no se deduce que todo texto sea subjetivo en el uso más cotidianamente
peyorativo del término 876 (que no hable de lo real, que no se pueda decir nin-
guna verdad). Rabinow y Sullivan defienden la posición ricoeuriana de Geertz
respecto a la cultura y al texto, pues «la esencia de esta posición no es negar el
papel del compromiso humano, la subjetividad y la intención en el fenómeno de
la comprensión humana, sino sólo clarificarlo y hacerlo accesible a un discurso
público» 877. Dicho menos literariamente:
«La mayor parte de la investigación social científica implica encuentros directos, es-
trechos y más o menos molestos con los inmediatos detalles de la vida contemporá-
nea, encuentros de una clase que difícilmente ayuda, sino más bien afecta a las sen-
sibilidades de los hombres que la practican. Y, como quiera que cualquier disciplina
es lo que los hombres que la practican hacen de ella, estas sensibilidades resultan tan
dependientes de su constitución, como las sensibilidades de una época lo son de su
cultura» (AL 22-3).
lo aquí expuesto. Pecora, V. P., «The Limits of Local Knowledge», pp. 264-5.
877 Rabinow, P., y Sullivan, W. M., «The Interpretative Turn» en Rabinow, P., y Sullivan,
W. M., (eds.), The Interpretative Social Science. A Second Look. University California Press, Los
Ángeles, 1987, p. 14.
878 Cfr. Reynoso, C., «El lado oscuro de la descripción densa».
418 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
objetivismo, la verdad —la Verdad si se quiere, otra vez con mayúsculas— es una
falsa esperanza más propia de pelucas empolvadas anacrónicas que de peircings
y tatuajes vanguardistas:
«Mi propia posición en el medio de todo esto fue siempre tratar de resistirme al
subjetivismo, por un lado, y al cabalismo mágico, por otro; tratar de mantener el aná-
lisis de las formas simbólicas lo más estrechamente ligado a los hechos sociales con-
cretos, al mundo público de la vida común y tratar de organizar el análisis de manera
tal que las conexiones entre formulaciones teóricas e interpretaciones no quedaran
oscurecidas con apelaciones a ciencias oscuras. Nunca me impresionó el argumento
de que como la objetividad completa es imposible en estas materias (como en efecto
lo es) uno podría dar rienda suelta a sus sentimientos. Pero esto es, como observó
Robert Solow, lo mismo que decir que, como es imposible un ambiente perfectamente
aséptico, bien podrían practicarse operaciones quirúrgicas en una cloaca» (IC 29-30).
879 Existe una desfiguración y devaluación del término «verdad» en el momento en que
se habla de interpretación. Parece como si, parafraseando a Nubiola, hablar de la verdad fue-
se visto como una ingenuidad. Como ejemplo de esa elipsis de la verdad y esa desfiguración
puede verse Delgado, M., «Antropología interpretativa» en Ortiz-Osés, A. y Lanceros, P. (eds.),
Diccionario de hermenéutica. Universidad de Deusto, Bilbao, 1997, pp. 59-2. Delgado tiene un
epígrafe titulado «La verdad en la antropología» y lo curioso es que Delgado habla de todo
menos de la verdad, aun cuando dicho epígrafe es de suyo valioso.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 419
880 Cuando se trata de hablar de relativismo hay que ver «qué es aquello que se relativiza»,
«respecto a qué marco o contexto de referencia» y «la fuerza o radicalidad con la que se relativiza
algo respecto de un marco o contexto de referencia». Sánchez Durá, N., «El desafiador desa-
fiado: ¿es sensato el relativismo cultural?», p. 146.
420 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
decir que fue por ser el estudio de lo diverso y lo diferente lo que obligó a
decantarse por un tipo de acercamiento a esa diversidad cultural.
El uniformismo natural entendía que, o bien por que existían universales
culturales o bien porque subyacía un elemento metacultural común, la cultura era
agente accidental respecto a la naturaleza. La esencia del ser humano era lo co-
mún, y aquello que le distinguía era un elemento contingente o estaba en un plano
subsidiario respecto de la naturaleza.
Pero quebrado este punto se ha intentado una defensa de la diferencia que
contiene la misma estructuración lógica que el uniformismo. En términos
aristotélicos, si la diferencia específica —en este caso, la cultura— es aquello que
le hace ser al ser humano lo que es, entonces la naturaleza es, sobre todo, distin-
ción. Lo que a una forma de vida concreta y particular le hace ser lo que es, es lo
que de concreto y particular posee. De tal manera que la manera de ser lo que se
es —la identidad— es a su vez la manera en que se es distinto o diferente. La
pregunta es ¿cuando Geertz afirma la diversidad cultural como natural está ha-
blando desde esta perspectiva?
Geertz relata al caso el planteamiento de Lévi-Strauss en una conferencia
que impartió en la UNESCO 881. Cuando en 1971 la UNESCO invitó al
antropólogo francés a impartir una conferencia en la inauguración del «Año In-
ternacional de la Lucha contra el racismo y la discriminación racial», éste pro-
puso contundentemente la incomunicabilidad de las culturas con el fin de evitar
los desajustes que ya entonces se empezaban a manifestar:
«Si […] las sociedades humanas exhiben una cierta diversidad óptima más allá de la
cual no pueden ir, pero también por debajo de la cual no pueden descender sin peli-
gro, entonces debemos reconocer que, en gran medida, esta diversidad resulta del deseo
de cada cultura de resistirse a las culturas que la rodean, de distinguirse de ellas —
dicho brevemente, de ser ellas mismas—. Las culturas no se ignoran las unas a las
otras, incluso toman préstamos unas de otras de vez en cuando; pero, para no pere-
cer, en algunos aspectos deben permanecer de alguna manera impermeables unas res-
pecto de otras» (citado por Geertz, AL 70).
881 Es más que probable que la interpretación que Geertz hace de este texto de Lévi-
Strauss en este punto no sea del todo acertada, en el sentido de que Geertz muestra solamente
una parte muy concreta de la posición de Lévi-Strauss en el conjunto de su obra.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 421
«las grandes épocas creadoras fueron aquellas en las que la comunicación logró ser la
adecuada para la mutua estimulación entre interlocutores alejados, pero donde aún no
era tan frecuente o tan rápida como para hacer peligrar los obstáculos indispensables
entre individuos y grupos, o como para reducirlos hasta el punto de que una excesiva
accesibilidad en los intercambios pudiera igualar y anular su diversidad» (AL 71-2).
882 Said —Cfr. Said, E., Orientalismo. Madrid, Debate, 2002— puso de manifiesto que
cierto discurso de la diferencia acababa siendo un discurso segregado por una identidad cul-
tural superior.
422 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
Una de las consecuencias más visibles de esta posición —que ya no tiene por
qué estar encarnada en Lévi-Strauss— es la defensa del multiculturalismo. Es lo
distinto aquello que hay que preservar. Lo diferente no es sólo un valor, sino el
derecho primordial que todos los pueblos y culturas deben poseer por ser nece-
sariamente aquello que les hace ser los pueblos y las culturas que son 883. La de-
fensa de unos valores o creencias culturales respectos a otros es comprensible
desde la diferenciación —no se puede llamar a todo «racismo»— pero no lo es
de ninguna de las maneras desde la superioridad de una cultura respecto a la
otra. Por eso, la identidad del diferente es fundamentalmente entendida como
sincrónica, presencial. Los criterios culturales que son vinculantes lo son res-
pecto de la propia cultura, y no respecto de otras. El único valor general
compartible entre las distintas culturas es el de su misma distinción, esto es, el
del multiculturalismo. Cada cultura tiene derecho a ser diferente —a no solaparse
respecto a otra— y no tener por qué adoptar resoluciones de otras culturas, ni
tampoco a ser juez. Se trata, por tanto, de un valor formal.
Sin embargo, Geertz no está de acuerdo con esta postura. No es sólo el he-
cho sintomático de que Geertz no use nunca el término «multiculturalismo», sino
que la relación entre la identidad cultural y la diferencia no la entiende igual.
Lévi-Strauss está esgrimiendo que «las comunidades humanas son, o debie-
ran ser, mónadas semánticas, casi casi sin ventanas» (AL 76). Ello implica una
cerrazón en la comprensión entre las culturas. Si ser cultural es ser diferentemente
cultural, entonces cada cultura vive como tal en vasos incomunicados respecto a
la comprensión foránea. La relación entre culturas es en verdad una relación de
aculturación o de anulación cultural de una respecto a la otra. En el momento
en que una cultura entra dentro de una forma de vida distinta, lo que se crea no
es una relación, sino un desplazamiento —de una de las dos o de ambas— que
implica la conformación de una nueva distinción: otra cultura ha nacido. Por eso,
todo contacto innecesario proporciona siempre una pérdida de diversidad y de
diferencia. Y, de ahí, el valor de lo multicultural.
Si en el bando del uniformismo lo distinto era un satélite accidental, que al
caso es como decir que los accidentes culturales eran como satélites alrededor de
la sustancia, roto dicho argumento por la ausencia de tales pautas comunes o enti-
dades inmutables, la permuta consiste en afirmar que la esencia o la naturaleza
es propiamente lo que aparentemente antes era accidental, a saber, la diferencia.
883 Leonard malinterpreta a Geertz cuando lo ancla en este punto. Cfr. Leonard, P.,
884 Dice Geertz respecto a Gadamer: «Creo que Ricoeur ha tenido mucha influencia no
sólo en mí sino en muchos otros, y también Gadamer», «otra gente, y yo también, empeza-
mos a hacer que se leyera a Weber, Langer y ahora a Gadamer» (BP 123).
424 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
del sujeto dentro de una determinada tradición 885. El sujeto no se añade a una
cultura, sino que está en una cultura. No obstante, como la cultura no es una causa
mecánica, los modos de interpretación de la realidad que proporciona dicha cul-
tura no agotan la capacidad de la persona de asumir libremente e integrar
críticamente dichos supuestos. Geertz no es un «antietnocentrista» al estilo ilus-
trado, donde se intenta, a fuerza de un punto de vista no situado, la exención de
los presupuestos culturales del antropólogo 886: «Contemplamos [los distintos
pueblos] desde nuestra posición —dice Geertz— particular dentro de ese orden.
Hacemos de ellos lo que podemos, desde lo que somos o hemos devenido. No
hay nada fatal para la verdad o la honestidad en todo ello. Pero es inevitable y
absurdo pretender algo distinto» (AL 105). Como ha puesto de relieve Marín,
«el antietnocentrismo metodológico de la antropología resulta ser un segregado
etnocéntrico porque mantiene la pretensión de alcanzar un mirador no ubica-
do» 887. No hay nada más etnocéntrico, esto es, dentro de los presupuestos de una
determinada tradición sociocultural, que la idea de ser un antietnocéntrico.
Geertz ha explicado ese «etnocentrismo» desde la idea de Wittgenstein de
que las formas (juegos) de lenguaje —de sentido, de actualización simbólica—
son formas de vida, como vimos en la exposición acerca del símbolo. La identi-
dad —ser lo que se es— parte de la constitución narrativa de la realidad, donde
la interpretación no es ni un evento mental ni una entidad supraorgánica. Los
modos en que nos contamos los hombres que somos, son los modos por los que
habitamos el mundo desde nuestros discursos y nuestras aciones. Ahora hace falta
sólo seguir el argumento: «lo que [Wittgenstein] dijo fue, por supuesto, que los
límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, lo cual no implica que el al-
cance de nuestras mentes, de lo que podemos decir, apreciar y juzgar, esté preso
885 No creo pues que la mejor forma de encarar el «etnocentrismo» de Geertz sea la de
San Román: «Estoy de acuerdo con Geertz, dice San Román, en que convendría distinguir
entre un etnocentrismo activo, intencionado, agresivo, propio de situaciones de conflicto ra-
cista o de fundamentalismos de dominación, y un etnocentrismo común que existe siempre,
que sepamos y que, por tanto, se da entre buena gente». San Román, T., Los muros de la sepa-
ración. Ensayos sobre la alterofobia y la filantropía. Tecnos, Madrid, 1996, p. 108 y p. 110. Por
otro lado, Geertz tampoco está postulando un «relativismo» en pos de olvidar el etnocentrismo,
tal y como sugiere Gómez Pérez; cfr. Gómez Pérez, R., Iguales y distintos. Introducción a la an-
tropología cultural, EIUNSA, Ansoáin, 2001, p. 225.
886 San Martín realiza una descripción de cómo se ha entendido normalmente desde la
antropología esta exención. San Martín, J., La antropología. Ciencia humana, ciencia crítica.
Montesinos, Madrid, 2000, pp. 120-1.
887 Marín, H., «Etnocentrismos pluralistas» en Thémata. Revista de filosofía, vol. 27, 2001,
p. 41.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 425
dentro de los márgenes de nuestra sociedad, nuestro país, nuestra clase o nues-
tro tiempo, sino más bien que el alcance de nuestras mentes, el rango de signos
que de alguna manera podemos tratar de interpretar, es lo que define el espacio
intelectual, emocional y moral en el que vivimos» (AL 77) 888.
La realidad humana —por no volver a distinguir entre naturaleza y cultu-
ra— es pública, es accesible a la comprensión —a la verdad— y esa publicidad
se realiza justamente en la intersubjetividad, como verdad. Que uno sea lo que
uno es no es decir que uno sea una mónada leibniziana, pues, para Geertz, para
que uno sea se necesita de la alteridad. También Scannone afirma que «la cultu-
ra humana en general y cada cultura en particular consisten en comunicación de
sentido e (ilocucionariamente) de ethos: estos se expresan ‹sintácticamente› en
ordenamientos, estructuras e instituciones, como lenguaje, entendido no sólo en
cuanto hablado o escrito, sino en toda su amplitud antropológica y simbólica. Así
es como para Clifford Geertz la cultura está constituida por una estructura sig-
nificativa simbólica […]. Por lo tanto la cultura, en cuanto implica configuracio-
nes de sentido, de ethos y de orden, es esencialmente comunicativa» 889. Del mis-
mo modo, comenta Arregui sobre este punto, «pocas personas han insistido tanto
como Wittgenstein en que cada forma de vida y cada juego de lenguaje tiene sus
propios estándares de racionalidad y sus específicos criterios de verdad. Y él mis-
mo afirmó rotundamente que, si un león pudiera hablar, no podríamos entenderle,
pues no compartimos su forma de vida. Sin embargo, […] Wittgenstein nunca
mantuvo que los juegos de lenguaje fueran totalidades cerradas y excluyentes, que
fueran mónadas sin ventanas. Sostuvo tenazmente la tesis opuesta. No sólo por-
que negar nuestra comunidad de vida con un león supone —y éste su más pro-
fundo sentido— afirmar nuestra comunidad con todos los humanos: ‹mi actitud
hacia él es una actitud hacia un alma. No tengo la opinión de que tiene un alma›,
dice uno de los pasajes más importantes para comprender la ética wittgensteniana.
También porque explícitamente comparó los juegos de lenguaje con los diversos
barrios de una ciudad. Retomando la metáfora de la ciudad, un barrio no es otro
barrio, sus criterios pueden ser distintos y, sin embargo, no son incomunicables.
Son inconmensurables, pero no incomunicables. No hay una unidad común de
medida entre un casco histórico y una moderna urbanización. Los criterios que
888 «A este propósito parece importante subrayar que para Wittgenstein los juegos de len-
guaje, siendo completos en sí mismos no son algo aislado. La idea de que un juego de lenguaje o
forma de vida pudiera estar completamente aislada de los demás no tiene sentido en su pen-
samiento». Nubiola, J., y Conesa F., Filosofía del lenguaje. Herder, Barcelona, 1999, p. 131.
889 Scannone, J. C., «Normas éticas en la relación entre culturas» en Sobrevilla, D. (ed.),
imperan en uno y en otra son diversos y no tienen medida común. Pero esa
inconmensurabilidad no implica un aislacionismo: en una ciudad cabe ir siem-
pre de un sitio a otro por un recorrido más o menos largo y con más o menos atas-
cos. La comunicación no resulta fácil, pero no es imposible» 890. El modo de es-
tar en el mundo —un barrio, un zoológico, una tesis doctoral— es público,
intersubjetivo y activo. Ya no es que uno sea uno en tanto que diferente del otro,
donde se cosifica y esencializa la diferencia como algo excluyente, sino que uno
es «gracias» al otro.
Aunque esto requiere mayor explicación, ésta ha de venir desde las divergen-
cias entre Geertz y Rorty. De manera aparentemente paradójica, Rorty le hace
más o menos a Geertz la pega que yo acabo de atribuirle a Geertz como tesis pro-
pia. Baste observar cómo de coincidente es la posición de Rorty sobre el
relativismo con la de Geertz: «sin duda, el relativismo se refuta a sí mismo, pero
hay una diferencia entre decir que cada comunidad es tan buena como cualquier
otra y decir que tenemos que actuar a partir de las redes que somos, de las co-
munidades con las que nos identificamos actualmente. El posmodernismo no es
más relativista que la sugerencia de Hilary Putnam de que dejemos de intentar
una ‹perspectiva divina› y constatemos que ‹sólo podemos esperar crear una con-
cepción más racional de la racionalidad o una mejor concepción de la moralidad
si operamos desde dentro de nuestra tradición» 891. Incluso comulgan Geertz y
Rorty en la crítica a la posición ilustrada que «sugiere que existe un punto de vista
que va más allá de cualquier comunidad histórica y asigna los derechos de las
comunidades con respecto a los de las personas» 892, haciendo de la práctica cul-
tural un accesorio respecto a la configuración de la identidad. Es más, si Geertz
se siente disciplinariamente afín a Lévi-Strauss —especialistas en la diversidad—
respecto a Rorty, se siente dentro de su misma tradición (AL 74).
No obstante, en el mismo artículo que Geertz critica el texto de Lévi-Strauss,
también acusa a Rorty de afirmar que la asunción de dichos supuestos —ser
etnocéntrico es algo tan normal como ser lo que se es— resulta ser una base su-
ficiente para la actuación respecto a la diversidad diciendo que«no se puede ser
irresponsable hacia una comunidad de la que uno no se considera miembro» 893.
Si se pensase lo contrario se estaría afirmando que existiría una supracomunidad
a la cual todo individuo estaría sujeto que sería la Humanidad. Pero dicha acep-
ción estaría negando, bajo el amparo del kantismo, la diversidad que resulta propia
del ser humano. Todas las particularidades culturales son cifradas desde algo «su-
perior a aquéllas» 894.
Rorty se sitúa dentro de lo que él llama un «neoliberalismo burgués
postmoderno» que intenta mostrar «que la lealtad a [nuestras sociedad] es suficiente
moralidad, y que semejante lealtad no necesita ya un respaldo ahistórico. […] nues-
tra sociedad […] sólo tiene que ser responsable ante sus propias tradiciones, y no
también ante una ley moral» 895… de inspiración kantiana, cabe añadir.
Para Rorty —y es citado por Geertz— «no existe más ‹fundamento› para
[nuestras] lealtades y convicciones salvo el hecho de que las creencias, deseos y
emociones que las apoyan se solapen con las creencias, deseos y emociones de
otros muchos miembros del grupo con lo que nos identificamos en lo que con-
cierne a la deliberación moral y política» 896 (AL 73). Se es responsable respecto
de otros individuos o comunidades distintas a la nuestra sólo en tanto que «for-
ma parte de nuestra comunidad el que un ser humano extraño al que se ha des-
pojado de toda dignidad ha de ser integrado con, o revestido de, dignidad» 897.
Ese ser «despojado de toda dignidad» es la de un niño desamparado cuya comu-
nidad ha sido arrasada y masacrada.
Geertz pone otro ejemplo. En el sudoeste estadounidense se creó un progra-
ma médico para solucionar las largas listas de espera para máquinas de
hemodiálisis. El tratamiento imponía al enfermo ciertos esfuerzos en la dieta y
en la bebida. Los enfermos accedían según la urgencia y el estado avanzado de
la enfermedad. A dicho programa cayó un indio alcohólico, el cual tuvo acceso a
una de las máquinas. Los médicos le prescribieron el abandono automático de la
bebida, pero el indio desobedeció conscientemente. La ingerencia de alcohol por
parte del indio hacía del tratamiento mucho menos efectivo. Los médicos, ante
esa negativa, consideraban que el indio bloqueaba la máquina a pacientes que la
necesitaban, pues la esperanza de vida que computaba si seguía bebiendo era
mucho menor. Estaban profundamente contrariados y se plantearon desplazar al
indio en la lista de espera. Desengancharlo de la máquina hubiese sido su fin. Sin
embargo, esto no ocurrió. El indio estuvo enganchado a la máquina durante va-
rios años, hasta que murió.
898 Una reseña crítica de la disputa entre Rorty y Geertz sobre este caso puede verse en
Gunn, G., Thinking Across the American Grain. Ideology, Intellect and the New Pragmatism.
Routledge, Londres, 1992, pp. 106-9.
899 García Canclini ha interpretado que la noción de collage en Geertz posee una den-
sidad teórica notable; sobre todo de cara a su valoración de la realidad cultural actual. García
Canclini, N., «De cómo Clifford Geertz y Pierre Bourdieu llegaron al exilio», p. 8.
Sin embargo, Reynoso, critica duramente ese artículo concreto de García Canclini: por
la falta de rigurosidad cronológica en los textos de Geertz que ha usado —cosa que es cier-
ta— y por la idea de que Geertz carga teóricamente la noción de collage cultural. Cfr. Reynoso,
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 429
Rorty contestó las críticas de Geertz 900, dentro de lo que el primero deno-
minó un «anti-antietnocentrismo»
En primer lugar, dice Rorty, algunas sociedades puede que sean mónadas
semánticas, casi sin ventanas, pero otras no. «Nuestra cultural liberal burguesa no
lo es. Por el contrario, es una cultura que se enorgullece de agregar constantemen-
te nuevas ventanas […] Su sentido de la propia moral se funda en su tolerancia
a la diversidad» 901. El anti-antietnocentrismo no busca sellar la relación entre
culturas, «no dice que estemos atrapados en nuestra mónada o nuestro lenguaje,
sino meramente que la mónada con ventanas en la que vivimos no está vincula-
da más estrechamente a la naturaleza de la humanidad que las mónadas carentes
de ventanas que nos rodean» 902.
En segundo lugar, el caso del indio alcohólico. Para Rorty es «expresión de
júbilo» el caso y el desenlace que Geertz comenta. Por un lado, como dice Geertz,
a los médicos seguramente no se les habría permitido desengancharle de la
maquina de diálisis, y esto es por lo que Rorty se congratula. Si lo hubiesen he-
cho todo el aparato democrático se les habría echado encima: la prensa, la jus-
ticia, etc. Rorty está de acuerdo con Geertz con el hecho de que ninguna es-
trategia filosófica podría haber mejorado la cosa —«no puede ver que más
etnocentrismo, más relativismo o una mayor neutralidad hubieran mejorado las
cosas (aunque quizá más imaginación sí lo hubiera hecho)»— pero tampoco en-
tiende por qué «más imaginación» sí. Lo que parece decir Geertz que él tiene, y
los médicos no, «es el conocimiento de qué significaba ser miembro de esa tribu
india antes, durante y después de la conquista de esa tribu por los blancos» 903.
Lo que conlleva dos críticas según Rorty.
C., Apogeo y decadencia de los estudios culturales. Gedisa, Barcelona, 2000, pp. 235-6. Geertz ape-
nas usa el término collage un par de veces y no lo incluye en el índice analítico (AL 266). Creo
que la crítica de Reynoso es válida en un sentido muy concreto: collage cultural no es una de-
finición del estilo —dentro de Geertz— de «descripción densa» o «religión». Pero no creo que
ello invalide el acento que García Canclini le atribuye a Geertz, pues si collage es un término
descriptivo, y sabiendo que Geertz —como Reynoso sabe y le critica continuamente— es un
autor de descripciones literarias, afirmar que la tesis de Geertz es la de ver un mundo actual
como una suerte de collage cultural parece bastante acertado.
900 Las contestaciones se encuentran en el mismo libro. Rorty, R., «Sobre el
En primer lugar, para Rorty lo que se espera de aquellos que ocupan cargos
en un estado democrático liberal no es que conozcan aquello que les hace dife-
rentes respecto de los demás, sino que sean eficientes en sus cometidos. Mien-
tras que para Geertz «todo aquello sucedió en la más completa oscuridad», para
Rorty, la «médicos, abogados y maestros […] tienen suficiente luz como para
hacer su trabajo, y para hacerlo bien» 904. Lo que se pide de un buen médico es
que sea buen médico, no que conozca todos las diferencias de la historia cultu-
ral de la etnia del paciente; y, del mismo modo, en un juicio a un asesino no se
pide al juez que conozca toda la vida del asesino desde que nace hasta el momento
del crimen, lo que se le pide es que sea justo. En segundo lugar, otra de las cla-
ves positivas de la sociedad liberal es que «otorga poder a personas como Geertz
y a sus colegas antropólogos, así como a personas como los doctores» 905. Son la
gente como Geertz los que tienen el deber profesional de ampliar la imaginación
de la sociedad, abriendo la justicia procesal a personas que antes la tenían veda-
da. ¿Por qué existen indios ebrios en la sociedad norteamericana?, se pregunta
Rorty, pues porque los antropólogos los han mostrado, han dado noticia de ellos.
Y esa es su función, mostrar a los vigilantes de la justicia que existen nuevas for-
mas de vida que no han sido «descubiertas» por la sociedad liberal, y que deben
ser incorporadas para tratarlas como iguales. Pero esto es lo que promueve la
misma sociedad liberal, burguesa y postmoderna, es decir, una afirmación del anti-
antietnocentrismo.
Sintetizando lo que dice Rorty en palabras de Marín: «desde luego que con
frecuencia dichos supuestos serán etnocéntricos, es decir, situarán al sujeto en una
determinada genealogía cultural, pero Rorty no cree que eso suponga un sesgo
insuperable sino más bien la única forma honesta de ejercer el pensamiento, sin
pretender que el ejercicio de la razón se hace con el crédito incontestable de quien
no habla desde ningún lugar localizable en el mapa de las genealogías y tradi-
ciones culturales de los hombres. De ahí que habitualmente para la demarcación
de nuestra posición central respecto de otras localizaciones de nuestro yo menos
definitivas; ‹normalmente los términos a los que recurriremos serán consciente-
mente etnocéntricos: ser cristiano, o norteamericano, o marxista, o filósofo, o
antropólogo, o liberal burgués postmoderno. Al adoptar esas caracterizaciones
anunciamos a nuestro auditorio ‘de dónde procedemos’, nuestras afiliaciones es-
pacio temporales contingentes›» 906.
sito de ese pasaje de Geertz, el modo en que Dewey quería que concibiésemos el pragmatismo:
no como el resultado de una comprensión más profunda de la verdad o del conocimiento, sino
como la visión de la verdad y el conocimiento que uno probablemente adoptará si, como re-
sultado de su propia experiencia con varias alternativas sociopolíticas, llegara a considerar como
esperanza suprema la creación de la utopía liberal».
432 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
la cultura conlleva la «intersubjetividad» 910. Con estas preguntas hay dos cosas
a las que seguro no me refiero. La primera, a exigir a Rorty el que si no hay una
base inamovible objetivista no tiene sentido la comprensión intercultural. La se-
gunda, exigir que toda toma de posición necesita de un fundamento ahistórico
previo sobre el que descanse.
Lo que se le exige a Rorty, y Rorty no puede ir más allá en su argumento, es
explicitar —no más interiormente sino más realmente— qué significa diferen-
cia, diversidad y cultura, tanto respecto a la sociedad liberal postmoderna como
a cualquier otra sociedad no-liberal, no-burguesa y no-postmoderna 911. Obvia-
mente se puede decir —y Geertz lo asume— que toda explicación parte de al-
gún sitio, lo que ya no es tanto «explicitar», sino saber que el ser humano es un
ser culturalmente situado. Y en ese sentido, las explicaciones de Geertz son «cul-
turales». Pero en el momento en que se cifra la diversidad como naturaleza, la
comunicación y comprensión intercultural no es un «paso más» dentro de las ex-
plicaciones que da una «sociedad liberal posmoderna» sobre lo que es «la comu-
nicación y comprensión intercultural» o las explicaciones que da la sociedad li-
beral postmoderna sobre «por qué se da la comunicación intercultural». Tampoco
es un fundamento psicometafísico de algo, sino, más bien, el porqué hay socie-
dades que son liberales, burguesas y postmodernas y otras que no lo son 912. No
se trata de entrar en el juego de un fundacionalismo ni tampoco en la legitima-
ción de los modos de conocimiento, sino de adentrarse en la diferencia misma
respecto de lo que uno es.
En cierto sentido, la pregunta no es qué es la diversidad desde el etnocentrismo
—entendido éste dentro del acuerdo que, creo, comparten y contemplan tanto
Geertz como Rorty— sino ¿por qué la diversidad si hay etnocentrismo? El juego
910 San Román también recoge el ejemplo de Geertz —aunque no se hace eco de las
la que no lo es. Y ese punto implica un juego de «imaginación», como señala Innerarity de
Geertz, en Innerarity, D., Ética de la hospitalidad. Barcelona, Península, 2001, p. 154. Cabe se-
ñalar que Geertz se sitúa dentro de un «liberalismo social» (AL 257).
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 433
4. RELACIÓN E IDENTIDAD
914 Osorio, aunque se cuida muy honradamente de decir que no es una interpretación
de lo que Geertz dice, realiza una interpretación que tiende una continuidad desde la idea se-
miótica de cultura en Geertz hasta la noción de diferencia en Deleuze. Aunque su versión es
sumamente sugerente en algunos puntos, no creo que este juego sea viable desde el punto de
vista geertziano; cfr. Osorio, F., «El sentido y el otro. Un ensayo desde Clifford Geertz, Gilles
Deleuze y Jean Baudrillard» en Cinta de Moebio. Revista Electrónica de Epistemología de Cien-
cias Sociales, vol. 4, diciembre 1998, http://rehue. csociales. uchile. cl/publicaciones/ moebio/
04/frames03. htm, 07-09-2000.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 435
no hay una unidad común de medida y, por consiguiente, que no hay un supermarco
conceptual dentro del que ambos puedan amoldarse o un superlenguaje en el que
quepan todos los lenguajes. Decir que el cateto y la hipotenusa son inconmen-
surables no impide sostener que la hipotenusa es más larga que el cateto; y que
tal afirmación es verdadera.
La ausencia de una unidad común de medida no implica la imposibilidad de
toda comunicación, la imposibilidad de hacerse cargo más o menos de cómo se
ven las cosas desde otras perspectivas y —en este sentido— de compararlas. Por
inconmensurables que sean un hacha de sílex y una cubertería Luís XVI, cabe
mantener que una paleta corta mejor el pescado que un hacha. La tesis de la
inconmensurabilidad ni pretende negar eso ni decreta imposible toda comuni-
cación. Más bien define cómo no tiene lugar la comunicación intercultural. Y,
desde luego, la comunicación y la comparación entre concepciones del mundo
diferentes no tiene lugar a través de una medida común, de la descripción abso-
luta y neutral de las cosas» 915. Incluso en explicaciones del «anti-antirrelativismo»
de Geertz más o menos «moderadas», como la de Gómez Pérez, parece que en
último término sólo se puede escapar del relativismo cuando se apela a la digni-
dad humana dentro de una «semejanza básica en todos los hombres» 916.
También yerra Windschultte en su interpretación del etnocentrismo de
Geertz, puesto que para Windschultte Geertz es un etnocentrista en tanto que
su crítica a los anti-relativistas es tan etnocéntrica y occidental como la de aque-
llos. Según Windschultte, Geertz no puede ir más allá de criticar la posición de
los otros, pues ha negado todo espacio común para poder conversar con los demás.
Cuando uno está dentro del paradigma geertziano, dice Windschultte, no puede
ir más allá de su propia posición: el anti-antirrelativismo lleva a un etnocentrismo
cerrado. Pero Windschultte no entiende que, para Geertz, la posibilidad de con-
versación con lo distinto —otra cultura, otra teoría antropológica— no viene
posibilitada por un espacio común o compartido. Ser etnocentrista no es no po-
der mirar lo distinto, no poder conversar con ello, del mismo modo, que poder
conversar con lo extraño no viene dado porque uno comparte algo en común o
un marco de interpretación similar con lo extraño. Ser etnocéntrico es hacer de
la cultura de uno no un elemento periférico de lo que uno es, del mismo modo
que cabe subrayar, otra vez, que lo inconmensurable no es igual a lo incompren-
917 Cfr., Windschultte, K., «The ethnocentrism of Clifford Geertz», en The New
Criterion, vol. 21, septiembre 2002 / junio 2003, http://www.newcriterion.com/archive/21/
oct02/geertz.htm, 11-04-03. La idea de que para Windschultte se necesita de un marco
cognitivo común para la comprensión puede verse mejor en la repuesta que da al prof. Brown,
«Keith Windschuttle replies».
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 437
logo racional sea posible. Como no necesitamos una lengua universal para que
el género humano pueda comunicarse: basta con que algunos miembros en cada
sociedad sean bilingües para que puedan realizarse transmisiones en cadena» 918.
Como dice Barnard, «Geertz no presenta el método comparativo como algo im-
posible» 919.
Desde esa posición se puede ver más claramente a Geertz: la singularidad
cultural es constitutiva de la realidad, incluso de la realidad de la persona. Uno
siempre es, en algún orden, otro que sí, pues la «extranjería no comienza en los
márgenes de los ríos, sino en los de la piel» (AL 76), o «en el seno de una socie-
dad se reconocen también las diferencias» (IC 53). Por eso, el «otro» no es algo
exactamente propio de un ámbito mal llamado «cultura», sino de la realidad hu-
mana que es realidad cultural. En ese sentido, sí es cierto que las diferencias no
son nunca imperturbables. La misma diferencia es variable. Pero lo que no es
variable es lo «otro que yo», la alteridad, el «otro», la diversidad.
La cultura es intersubjetiva, sostiene Geertz. La relación que existe con la
alteridad no se configura exclusivamente desde la lealtad a la propia configura-
ción cultural, sino porque la lealtad que el otro posee respecto a la suya es cons-
titutiva para la lealtad que uno posee. Las alternativas a nosotros no son
inconmensurablemente opuestas para nosotros (AL 75), pero no porque toda al-
ternativa goza de la misma validez —creo, parafraseando a Marín, que hasta ahí
llega mi acuerdo con Rorty o Geertz— sino porque toda validez —que no debe
confundirse con un «todo es válido»— implica estar y ser esencialmente abierto
a la otro: una fusión de horizontes. En una entrevista a Geertz en 1993, Wright
y Hirsch le preguntaban:
—«Siguiendo con Gadamer, ¿qué le parece a usted la idea de Gadamer de la fusión de ho-
rizontes, cree que es útil para la etnografía como analogía o método?
—Sí, me parece que lo es. Sí, creo que lo que estamos tratando de hacer es fusionar
nuestros horizontes actuales con los horizontes actuales de otros. No los horizontes
pasados, como menciona ( Johannes) Fabian correctamente. Pero estamos tratando de
mediar entre nuestro sentido de cómo son las cosas y cómo al menos imaginamos,
pensamos, lo que dicen nuestros informantes. Nunca utilicé esta noción explícitamen-
te, pero considero que la idea de horizontes que se fusionan es lo que estamos tra-
tando de hacer» (BP 123).
Por eso, «lo enojoso del etnocentrismo [el que Geertz acepta] no es que nos
compromete con nuestros propios compromisos. Estamos, por definición, tan
comprometidos como acostumbrados a nuestros propios dolores de cabeza. Lo
enojoso del etnocentrismo [el que Geertz no acepta] es que nos impide descu-
brir qué tipo de punto de vista […] mantenemos respecto del mundo» (AL 75).
Lo mismo que se ha repetido antes: «Contemplamos [los distintos pueblos] desde
nuestra posición particular dentro de ese orden. Hacemos de ellos lo que pode-
mos, desde lo que somos o hemos devenido. No hay nada fatal para la verdad o
la honestidad en todo ello. Pero es inevitable y absurdo pretender algo distinto»
(AL 105).
La alteridad, el otro, —la constitución de la identidad de la diferencia— se
manifiesta, no en la identidad de la diferencia —un no-yo— sino en la identi-
dad que constituye la diferencia. Es en nos-otros 920 (siendo todo lo etnocéntricos
y subjetivistas como sujetos que somos) donde existe la diferencia. Del mismo
modo que somos diferencia constitutiva del otro. El ser humano, justamente por
ser cultural, es diverso y uno a la vez 921. Estamos y somos «bregando con esa
dilemática condición humana de tener que ser siendo persona igual que los de-
más pero diferente» 922.
La diferencia, lingüística o cultural, se reafirma —evitando la dialéctica ex-
cluyente multicultural— cuando se entiende que la constitución del otro es
intersubjetiva, que si la diferencia del otro se direcciona no es hacia su propia
identidad (cultural o individual del «otro» para mí) sino hacia la identidad de
uno 923. De esa manera, «la diferencia debe ser vista no como la negación de si-
militud, su opuesta, su contraria y su contradicción. Debe verse como abarcán-
dola: localizándola, concretándola, dándole forma» (AL 226-7). La explicación
de esa relación clave se hace desde la misma genealogía de la cultura y la diver-
sidad: la libertad. Si la libertad es la manera por la que el ser humano viste el
Delgado. Ni se puede interpretar el «estar allí» y el «estar aquí» como una especie de desarraigo
existencial, sino como explicación de la esencia que es el otro conmigo. Delgado, M., «Antro-
pología interpretativa» en Ortiz-Osés, A. y Lanceros, P. (eds.), Diccionario de hermenéutica.
Universidad de Deusto, Bilbao, 1997, p. 64.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 439
924 Como bien analiza Gunn, la posición de Geertz sobre cómo comprender a través de
(AL 22).
926 Marín, H., La invención de lo humano. La construcción sociohistórica del sujeto, p. 262.
927 Pues ya tiene sentido hacer la distinción kantiana entre lo que el hombre ha hecho
riormente realizó dos breves estancias en abril de 1984, marzo-agosto de 1986 y en noviem-
bre-diciembre de 1999. Posiblemente, por la temática que trata con el informante, sería en la
primera de ellas. Para la trayectoria curricular de Geertz véase el capítulo «Disciplinas» en Tras
los Hechos, pp. 96-136, y también «An Interview with Clifford Geertz» de Richard Handler.
440 LA VERSIÓN DE NOSOTROS MISMOS
hablaba sobre temas de mitos, leyendas, etc. Dicho informante, a la vez, redac-
taba una especie de obras de teatro basadas en tramas tradicionales pero en con-
textos actuales. Para dicha tarea, el informante usaba con harta frecuencia la má-
quina de escribir de Geertz. Por lo visto, casi cada tarde, dicho informante enviaba
a su hermano pequeño a pedir la misma, hasta el punto de estar en sus manos la
mayor parte del tiempo. Geertz sólo disponía de una máquina, así que una de esas
tardes, al parecer bajo un estado de ánimo un tanto colérico, cuando el hermano
pequeño se presentó le dijo que no se la podía prestar puesto que la necesitaba
para su propio trabajo. Al rato volvió el hermano del informante con una nota
que, sin hacer ninguna mención a la máquina de escribir, explicaba que no po-
dría asistir a su cita de mañana y que intentaría verle en los próximos días. Geertz,
en vez de dejar correr el asunto, le envió otra nota junto con la máquina dicién-
dole que esperaba no haberle ofendido y que podía prescindir de ella pues se iba
a los arrozales. A las tres horas el hermano hizo otra vez su aparición delante de
Geertz con una nota perfectamente mecanografiada en la que el informante le
decía que por supuesto no se había ofendido, que, por supuesto también, era su
máquina, y que, lamentándolo mucho, debido a su intensa labor literaria, no sólo
no podría acudir a la cita de mañana sino que tampoco dispondría de tiempo para
quedar otros días.
Geertz encontró su propio comportamiento como una acción muestra de una
soberana estupidez. Dejar la máquina era mostrar que el informante entraba den-
tro de un círculo de amistad, además de tomar en serio, por lo menos tan en se-
rio como lo hacía el informante respecto a Geertz, el trabajo de escritor y su obra.
La cuestión descansa en que las raíces de la comprensión de la alteridad —
la tarea antropológica— no se apoyan únicamente en concepciones neutrales,
fundamentos de una ciencia 930, sino en implicaciones morales que uno «compar-
te» con sus informantes (entre otros). Obviamente, uno no «comparte» —o si
acaso no tiene por qué compartir— las normas morales del informante —ni una
naturaleza psicobiológica que fundamenta una ética— lo que comparte es la re-
lación de que el otro es algo en mí. Efectivamente hay un ficcionalización en las
relaciones entre antropólogo e informantes, pero ella misma queda rota y
desestructurada en el momento en que florece el aspecto moral de dicha relación.
930 Hay que decir, que por esas fechas, Geertz se creía parte de un grupo de pensado-
res que iban a revolucionar y asentar las bases de una nueva visión de las ciencias sociales: «todo
lo que se necesitaba era sistematizar, conseguir dinero y perfeccionar el método. Con esto y
resolución tendríamos razonablemente pronto algo de valor, comparable sino a la física, al
menos a la fisiología» (AF 104).
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 441
931 De hecho el mismo Geertz cuenta como, tanto para ir a Indonesia como cuando fue
a Marruecos, se pasó un año entero estudiando el idioma a fondo con javaneses o marroquíes
que estudiaban allí, sumergiéndose todo lo que pudo en la cultura a la que iba. Cfr. RH 610.
932 Sanmartín, R., «Valer y conocer» en Lisón Tolosana, C. (ed.), Antropología: horizontes
del otro 934: si uno capta las problemáticas morales es porque «comprende» más
al «otro» (evitando ser un huraño en su máquina de escribir). Pero entonces «com-
prender» no es un acto instrumental, ni se recoge mejor adscribiéndolo a una
gnoseología que purifique lo que «de verdad» hay en la comprensión y explica-
ción del «otro».
Dentro del «posicionamiento occidental» de Geertz se muestra que la cul-
tura es «relación», es decir, la posibilidad de comprensión de la propia
intersubjetividad, que a su vez es la forma por la que el hombre configura
culturalmente el mundo. La moral no es algo más allá del mundo, sino la propia
configuración del mismo: la primigenia forma de habitar el mundo bajo la liber-
tad. Por eso, si esa configuración es intersubjetiva, el otro —y por extensión la
relación— no es lo «distinto a mí», sino aquello que posibilita que yo sea yo —
lo que implica que el «yo» no se configura como un ente cogitando trascenden-
talmente, sino culturalmente—. Son inválidas en ese sentido las metanarrativas
del ojo divino, pues la explicación de la naturalidad cultural del hombre es con-
vergente con la moral, esto es, con la libertad, y, desde este punto de vista, la di-
versidad es comprensible desde ella y no al revés. No está la diversidad y luego
se le agrega lo moral —o se afirma la moral como ley ilustradamente natural para
funcionar «dentro» de la diversidad— sino que el modo en que se constituye la
primera es el modo en que se presupone la segunda. No hay moral sin cultura,
ni alteridad sin moral, ni cultura —incluso la propia— sin alteridad.
Cabe preguntar, si la cultura es relación ¿son entonces todas las configura-
ciones culturales válidas? No. Precisamente por que la relación es constitutiva del
ser humano, hay mejores y peores; lo que no hay es, como tal, «otros» negativos.
No estamos hablando de si hay una normatividad ética que impere a todas las
culturas desde la vigencia de las tesis del fundacionalismo ilustrado, sino de en-
tender que la moral comparece en el momento en que entra en escena la liber-
tad humana: en el mundo cultural. Y el mundo cultural se realiza desde la
intersubjetividad. De ahí que la moral sea norma, búsqueda y tarea, en el mismo
sentido que apela todo ser humano como ser cultural. También así hay interpre-
taciones antropológicas mejores y peores. Existen posiciones mejores o peores que
otras que permiten interpretaciones mejores o peores, pero en ambos casos la
posibilidad de la comprensión y de la mejora se cifra en que se comprende a al-
guien, de la misma manera que se le habla a alguien.
934 Cfr. Inglis, F., Clifford Geertz. Culture, Custom and ethics. Polity Press, Cambridge,
2000, p. 109-10.
ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL 443
935 Arregui, J. V., «La actitud ante la muerte» en Anrubia, E. (ed.), Cartografía cultural
de la enfermedad. Ensayos desde las ciencias humanas y sociales. UCAM, Murcia, 2003, p. 49.
936 Esta idea también la recoge Geertz de Percy, pues éste escribe: «Yo no soy sólo cons-
ciente de algo; yo soy consciente de ese algo como aquello que es en tanto que es para mí y
para ti. Si hay algo de verdad en algunas etimologías, la palabra ‹conciencia› está seguramen-
te en ese grupo; por ‹conciencia›, uno de repente se da cuenta, se está significando ‹conocer-
con›». Percy, W., op. cit., p. 639. Puede completarse esta visión con el artículo de Nubiola, J.,
«Pragmatismo y relativismo: Una defensa del pluralismo» en Thémata. Revista de filosofía, vol.
27, 2001, pp. 49-57, donde afirma desde Cavell —tal y como hace Geertz— que hay diversas
maneras de acercarse a la realidad, y que unas son mejores que otras. O como dice Geertz, «la
idea de que el significado se construye socialmente» (AL 76).
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Entrevistas:
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