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JAIME SALOM

HISTORIAS ÍNTIMAS DEL


PARAÍSO

“En “Casi una diosa / Historias íntimas del paraíso”; Espiral Fundamentos;
1993; p.69-143

***
A tantas Liliths que defienden la dignidad de la mujer, en esta injusta
sociedad nuestra.

J.
PRÓLOGO
por Victoria Sau (Profesora de Psicología

de la Universidad de Barcelona)

La época de los mitos no ha pasado y si alguien se atreve a afirmar lo


contrario creo que corre con ello un grave riesgo. De los muchos mitos de los
que está tejida la urdimbre del mundo (la posibilidad de que sean reductibles a
unos pocos es otro asunto) no cabe duda de que el de la creación del Universo,
así como la del hombre y la mujer, bajo una forma u otra, se repiten en todas las
culturas. En la nuestra, hoy llamada occidental, el mito nos viene servido por
tradición judeocristiana, siendo la Biblia, en este caso el Génesis, el vehículo
oficial de la información.

El mito del Paraíso según el Génesis en realidad se desdobla en dos: la


creación de la pareja humana como colofón de la del Universo primero, y la
«caída» o pérdida de la gracia, seguida del castigo pertinente: la expulsión del
recinto sagrado y la introducción de la muerte.

De todos es sabido que los libros santos —y la Biblia es uno de ellos—


son el resultado de la expurgación de una serie de textos que no convenía a la
filosofía finalista de aquéllos y que quedan fuera de los mismos en calidad de
apócrifos, leyendas, relato, folklore, etc. Así que en el Génesis, a pesar de que
contiene dos versiones de la creación de la mujer —una simultánea de la del
hombre y otra en la que es extraída de uno de sus huesos— nada se dice de
Lilith.

Y, sin embargo, Lilith es todo un personaje.

La Enciclopedia Británica la define como un demonio femenino del


folklore judío. Su nombre, que también puede ser Lilit o Lilí, significa
«monstruo de la noche ». Su peligrosa personalidad podía resultar dañina
especialmente para los niños y la forma de conjurar dicha amenaza fue rendirle
culto, cosa que algunos judíos hicieron hasta el siglo VII de n.e. Pero ésta no es
la única fuente de información sobre Lilith...

Yendo al origen, el folklore judío, resulta que Lilith es la primera


compañera de Adán. Theodor Reik, psicoanalista alemán, judío y discípulo de
Freud, dice acerca de esta saga que se encuentra en el zohar: «Según la leyenda,
la primera esposa de Adán permaneció a su lado sólo un corto tiempo y luego
lo abandonó por haber insistido en gozar de completa igualdad con su marido.
Escapó y desapareció convirtiéndose en aire tenue. Adán se quejó al Señor
diciendo que su mujer lo había abandonado: los ángeles la encontraron después
en el Mar Rojo. Lilith, sin embargo, rehusó volver junto a su esposo y quedó
viviendo como un demonio que injuriaba a los recién nacidos» (La creación de la
mujer).

Robert Graves y Raphael Pata en Hebrew Myths: The Book of Génesis dice
que según los relatos, Adán y Lilith nunca encontraron juntos la paz. Ella no
aceptaba, entre otras cosas, la postura tradicional del coito cuya finalidad
primera es la de la procreación. De ahí podría haber surgido la superstición de
su poder dañino sobre los niños. Sin embargo, el Talmud babilónico dice que de
su unión con Adán surgieron Asmodeo e innumerables demonios que todavía
atormentan a la Humanidad.

Demonio o diablesa, y sin que esas palabras tuvieran en el pasado el


mismo sentido maligno que hoy, Lilith fue o re presentó a la mujer de espíritu
independiente y con poder suficiente para sobrevivir sin el hombre. Ella
pretendía la igualdad de los sexos en un orden de cosas en el que, como escribe
el psicoanalista Horst Kurnitzky, «la existencia misma del dios creador se opone
desde el principio a dicha igualdad» (La estructura libidinal del dinero: una
contribución a la teoría de la feminidad).

Como muy bien dice Jaime Salom en su obra, los dioses (as) o héroes
(ínas) de los vencidos son representados como monstruos peligrosos por los
vencedores, de modo que Lilith, a quien los propios judíos toman de la
tradición asirio-babilica, por una especia de «masaje» cultural de cientos de
años pasa a ser, en el nuevo orden de cosas, un fantasma nocturno que puede
hacer perder en sueños su potencia viril a los hombres y/o como derivación de
los primero, ser peligrosa para los niños. Otra variante diabólica puede ser, tal y
como lo insinúa Jaime Salom, en plena coincidencia con Kurnitszky en este
sentido, la propia serpiente del Paraíso: la mujer arcaica, sabia, no domada
todavía instruye a la joven y nueva. Una especie de suegra prepatriarcal para un
hombre que luchaba por hacerse una identidad viril y un lugar en la naturaleza
a cualquier precio, aunque éste fuese el de la guerra de los sexos.

La psicoanalista francesa Sarah Kofman, en su libro El enigma de la mujer,


cita al poeta Gérard de Nerval, quien en su obra Viaje por Oriente hace referencia
a Lilith (la mujer) considerándola de una raza diferente, más elevada, que el
hombre. No estando a su altura, se le hace una a la medida: Eva. «El hombre —
dice Kofman— quiere reducir la diferencia sexual reduciendo a la mujer a una
pane de sí mismo, pero ello a su vez la vuelve irreductible, esto es, diabólica».

Representante de los derechos femeninos de la maternidad «libre y


responsable» que hoy defienden tantas mujeres, queda fijada culturalmente a su
opuesta, la maternidad en cautividad de Eva, su sucesora en el lecho adánico,
condenada a reproducirse indiscriminadamente en razón de un supuesto
destino biológico; pero culpable, además, por no haber podido evitar el
supuesto goce implícitamente previo y necesario para la fecundación. La
partición de la mujer en dos, Lilith y Eva, no da, a pesar de todo, los resultados
apetecidos. El nombre y la personalidad de Lilith no han dejado de tomar
formas y funciones diversas a través del tiempo y del espacio. Es el espíritu
femenino que mora en los lagos y estanques nórdicos ó centroeuropeos y que
seduce con su voz a enamorados que acaban ahogándose en sus aguas. Es la
Lamia griega, amante de Zeus, a la que Hera (Eva), la esposa legítima de éste,
castiga brutalmente. Las lágrimas que aparecen unas veces como bienhechoras,
otras como dañinas; son uno de los personajes más importantes de la mitología
de Euskadi y una de las variantes de Mari, la Gran Diosa Vasca como la
proclaman Ortiz-Osés y Mayr en El matriarcalismo vasco. Julio Caro Baroja
aporta pruebas de que en el siglo VI, en Galicia, las lamias era adoradas
(Algunos mitos españoles). Es la mujer que le dice a G.A. Bécquer:

Soy incorpórea, soy intangible,

no puedo amarte

Y a la que él responde, razonablemente irracional:

¡Oh, ven, ven tú!

Es una de las principales premisas del psicoanálisis que lo reprimido


siempre vuelve, aunque sea en forma de síntomas neuróticos mientras no se le
deja expresar por cauces adecuados.

Tampoco Eva es la mujer sumisa y dócil que se quiso hacer de ella,


aunque su rebeldía es de orden diferente. En un alarde de habilidad puede
conseguir hacerse el ama de su amo (una metáfora válida puede ser la película
El sirviente, de Joseph Losey, sin que importe para el caso que aquél lo
interprete un hombre, Dik Bogarde), aunque esto no sea, a pesar de sus
enemigos, lo más frecuente. Eva, a su modo, también protesta. No como Lilith,
pero protesta, creando malestar o intranquilidad a su alrededor: se deprime,
tiene padecimientos físicos, se alcoholiza, hace reproches a los hijos, gasta
demasiado o no suelta un duro, no sabe lo que pasa...

Jaime Salom, el autor de Historias íntimas del Paraíso, ha mostrado un gran


valor al acometer una obra cuya temática, como acabamos de ver, hunde sus
raíces en la noche de los tiempos y tiene, para la especie humana, una
importancia trascendental. Destacaría en este sentido —puesto que en otros
nada se puede añadir a la maestría teatral de Salom— tres aspectos:

El autor se ha atrevido con un tema que para el público español, de


tradición católica, puede resultar extraño. Por falta de información, no hay una
sensibilidad previa hacia el personaje de Lilith, poco o nada divulgado en
nuestro ambiente, yo diría que sólo al alcance de grupos minoritarios de
carácter culto y/o feminista.

En segundo lugar, es destacable la forma elegida de abordar los hechos:


el humor. La obra, como nos indica el autor, es una farsa; una manera de hacer
digerible el drama más antiguo de la historia, en realidad un plato fuerte no
apto para estómagos delicados. La gran humanidad de Jaime Salom, que se
proyecta en todos y cada uno de sus personajes, consigue la fórmula.

Por último, cabe decir que Jaime Salom. juega con ventaja, y hace
partícipe de ella al público: se remonta a los orígenes, al Paraíso, habiendo
descendido como Orfeo a los infiernos, sabedor de lo que les ha deparado el
futuro a los humanos después de la escisión de la mujer en dos personas como
resultado de la partición masculina de la humanidad en dos sexos destinados a
no entenderse: la amante y la esposa, la bruja y la santa, la suegra y la nuera;
Circe y Pénélope; el Caos (¿qué caos?) y el Orden (¿qué orden?); la feminista y
la acomodada en su segundo sexo.
CITAS

«Creo, pues, Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios le crió,


criólos varón y hembra».

Génesis I.

«Por tanto, el Señor Dios hizo caer sobre Adán un profundo sueño; y
mientras estaba dormido le quitó una de sus costillas y llenó de carne aquel
vacío. Y de la costilla aquella que había sacado de Adán, formó el Señor Dios
una mujer».

Génesis II.

«Hace ya mucho tiempo, en 1683, C. Vitringa reconoció la presencia de


un doble relato de la creación del hombre en los capítulos iniciales del Génesis.
Descubrió que el primero y el segundo capítulo ofrecen una sorprendente
discrepancia. En el primer capítulo se presenta al Señor creando todos los seres
vivientes del aire y de las aguas, formando a todos los animales terrestres.
Después, el último de todos, al sexto día, creó al hombre. El hombre y la mujer
fueron creados simultáneamente. ('Macho y hembra los creó'.) Pero cuando
pasamos al segundo capítulo se presenta un cuadro completamente distinto; en
contraste y contradicción con el primer relato nos enteramos de que Dios creó
primero al hombre, luego a los animales inferiores y al final de todos a la mujer,
a quien formó de la costilla de Adán.

»Si en una versión Dios creó al hombre macho y hembra y en la otra la


mujer fue formada de la costilla de Adán, nuestro más remoto antepasado
habría sido un hombre viudo o divorciado cuando el Señor condujo a Eva ante
él.

»Algunas leyendas hebreas nos dicen que hubo otra mujer en la vida de
Adán antes de que Eva apareciera. Su nombre era Lilith. Se supone que Lilith
haya sido la primera mujer de Adán, creada de la tierra como él y
conjuntamente. La primera esposa de Adán permaneció a su lado sólo un corto
tiempo y luego lo abandonó por haber insistido en gozar de completa igualdad
con su marido».

Theodor Reik, La creación de la mujer

«Adán y Lilith nunca encontraron juntos la paz; cuando él quería


acostarse con ella se ofendía por la postura yacente que le exigía: '¿Por qué debo
ponerme yo debajo?' —le decía—. Yo también estoy hecha de barro, de modo
que soy tu igual'. Y como Adán intentase obligarla por la fuerza, Lilith, en un
arrebato, profirió el mágico nombre de Dios, se elevó por los aires y lo plantó».

Numeri Rabba (siglo XII).


ANTECRÍTICA

Desde sus orígenes, el teatro ha estado estrechamente emparentado con


el mito. Desde los griegos, desde los primeros autos escritos en castellano. Nada
tan viejo, tan conocido, ni nada tan nuevo, tan aleccionador. El juego de
interpretar el mito como una charada, de darle la vuelta, de presentarlo bajo
una visión distinta, sorprende, demuestra, por una parte, la perennidad de
aquél, y por otra, la vitalidad, la juventud siempre renovada del arte escénico.

Para un autor de ayer o de hoy la tentación de abordarlo es demasiado


imperiosa para ser resistida. Y yo como tantos he caído en ella. Con la alegría y
la malicia de la tentación consentida y fomentada. Y la felicidad de su gozo.

Todo ha sido como un juego, un divertido y maravilloso juego de magia.


Basta observar con un poco de detenimiento y una mente sin prejuicios los
aspectos superortodoxos y anquilosados de hechos indiscutibles por real orden
para que una nueva luz de libertad nos lleve a diversos e inesperados paisajes
que llenan de estupor y de hilaridad. Como esos vetustos edificios a los que
basta una luminotecnia deslumbrante para arrancarles sus más ocultos detalles.

HISTORIAS ÍNTIMAS DEL PARAÍSO es una farsa, no podía ser de otra


manera, una obra de humor en la que se buscan las raíces de unos males
endémicos para mostrar, con la mayor claridad, sus perfiles ridículos de puro
injustos. Es una pieza testimonio, una pieza destinada no sólo a la mujer, sino
también al hombre, ya que nadie es ajeno al problema.

Una defensa firme y convencida, bajo una apariencia divertida e


intrascendente, de unas reivindicaciones de las que, por fin, se va concienciando
la humanidad. Mi mayor deseo es que se diviertan viéndola como yo me divertí
escribiéndola. Y que luego, a la salida del teatro, o ya en su casa, les haga
reflexionar como a mí me impactó a medida que iba adentrándome en el tema y
sacándole las consecuencias lógicas.

Mi visión es, creo obvio decirlo, puramente subjetiva y nada dogmática,


y por supuesto «naif», muy «naif». Pero las consecuencias a que toda persona
medianamente bien intencionada va a llegar, sí creo que son reales y clarísimas.

El paraíso sigue en pie, hoy y aquí. En su hogar. En el mío, en esta


ciudad, en este mundo...

Jaime Salom
Esta obra fue estrenada, bajo la dirección de Santio Doria, en el Teatro
Marquina de Madrid, la noche del 6 de octubre de 1978.

PERSONAJES

ÁNGEL

ADÁN

LILÍ

EVA

ESCENARIO ÚNICO: Abigarrado y frondoso rincón del Edén. Hay una


mesa de despacho, con libros y papeles, bajo un árbol, al fondo.

ACTO PRIMERO

(El ÁNGEL, vestido muy convencional, con chaqueta negra y pantalón de corte
a rayas negras y grises, con aspecto de Director de Hotel, está despidiendo a alguien que
acaba de subirse a un helicóptero, como si despegara del patio de butacas).

ÁNGEL.— Adiós, buen viaje, le felicito. Ha quedado precioso, una obra


maestra. Enhorabuena.

(El ruido del motor es cada vez más fuerte, lo que le obliga a chillar y a
gesticular.)

¡Maestra! ¡Que es una obra maestra! Lo mejor que ha creado hasta ahora,
de veras, lo mejor. ¡Digo que es lo mejoooor! Y gracias, muchas gracias por la
confianza que me demuestra al darme este cargo! ¡Gracias! ¡¡No, nada, que
muchas gracias!! Y feliz fin de semana, Señor. Se merece un buen descanso.
¡¡Feliz fin de semana!! ¡¡¡Adiós, adiós!!!

(Mucho viento, el ruido del motor se va perdiendo en el aire. ÁNGEL sigue


despidiéndose con el gesto. De pronto se hace el silencio y se queda solo y desolado.)

¿Y ahora qué? Es muy cómodo... Construir, construir... crear, crear,


¡hala!, barro, barro... Bien. Ha quedado "todo muy curioso, muy arregladito, no
lo niego, ¿pero quién va a cuidar del mantenimiento y conservación? Las cosas
se fabrican como churros pero luego ahí quedan... ¿Quién las hace marchar?
¿Quién las mantiene en orden? ¿Si hay alguna avería quién la repara? Y
mientras Él estará descansando allá arriba, tan divinamente, yo aquí
apechugando con todo. Porque cualquier sabe cómo funcionará este invento.
Por no saber, no sé ni el nombre de las cosas (Se cala unas gafas pequeñas, como de
vista cansada y coge uno de los libros.) A ver cómo se llama esto...: «palacio...»,
«paleto...», «paraíso... » Eso es. Pues ya soy Administrador General del Paraíso.
Más entretenido que estar en la Central de Estadística y Contabilidad sí será...
he aguantado allí una de tostones... Por eso solicité el puesto, pero... Eh, tú...
cómo te llamas, ¡tú! Maldita sea. (Consulta de nuevo el libro, siempre con las gafas.)
«Hinojo», «hocico», «hollín»... ¡qué nombres! A mí estos tecnicismos... Ah, aquí,
«Hombre». Que no se me olvide, «hombre». Eh, tú, hombre, ¡ven aquí!

ADÁN.— (Apareciendo. Lleva sólo unos téjanos descoloridos y una camiseta.)


¿Es a mí?

ÁNGEL.— ¿A quién va a ser? Si no hay nadie más.

ADÁN.— Como me ha llamado usted una cosa tan rara.

ÁNGEL.— Hombre. Te he llamado hombre. A ver si te lo aprendes. Hay


que ponerse al día con la nomenclatura.

ADÁN.— Sí, señor.

ÁNGEL.— Yo no soy el Señor. Llámame Ángel.

ADÁN.— Ángel, de acuerdo.

ÁNGEL.— En realidad, soy Arcángel, pero si hemos de estar aquí los dos
solos, mejor será que me apees el tratamiento.

ADÁN.— ¿Y qué quiere usted de mí, señor Ángel?

ÁNGEL.— Un poco de calma, no me apabulles a preguntas...


(Pauso. ADÁN lo mira todo con toda tranquilidad.

ÁNGEL, inquieto.)

ÁNGEL.— Tú no sabrás nada de todo esto, ¿verdad?

ADÁN.— Acabo de llegar.

ÁNGEL.-Ya, ya...

ADÁN.— Yo creí que era usted que me iba a informar más


detalladamente...

ÁNGEL.— Por supuesto, para eso estoy aquí.

ADÁN.— Ah, pues muy bien. Me alegro. Porque estoy de un pez... (Otra
pausa.) ¿Cómo se llama eso?

ÁNGEL.—¿Qué?

ADÁN.— Esos canutos largos con el popó verde encima.

ÁNGEL.— Pues... (Reaccionando.) Por favor, no se puede aprender todo a


un tiempo. Una cosa detrás de la otra. No seas impaciente. Además, ¿qué te
importará a ti el canuto y el popó?

ADÁN.— En realidad... sólo por saber. Una curiosidad.

ÁNGEL.— Pues espérate... (De nuevo hojea el libro.)

ADÁN.— Que me ha llamado la atención. Como es así, tan...

ÁNGEL.— (Que anda loco buscando.) ¿Tan qué?

ADÁN.— Tan vaporoso, tan movedizo...

ÁNGEL.— ¿Pero de qué me estás hablando?

ADÁN.— Del popó.

ÁNGEL.— ¿Pero otra vez con el dichoso popó? Eres de ideas fijas. Ya
basta de popó. Te prohíbo que vuelvas a hablarme del popó, ¿entendido?

ADÁN.— Entendido, señor Ángel.


ÁNGEL.— (Encontrando al fin lo que buscaba.) Árbol. Esa tontería se llama
Árbol. ¿Te enteras?

ADÁN.— ¿Qué tontería?

ÁNGEL.— Esa del popó...

ADÁN.— Árbol. Es bonito. (Empieza a tocar los distintos árboles.) Hola,


árbol. ¿Qué tal está usted, árbol? Buenos días, árbol. ¡Qué hermoso eres, árbol!

ÁNGEL.— Ya basta.

ADÁN.— Sí, señor.

ÁNGEL.— Encima nos ha salido fino.

ADÁN.— ¿Qué hacemos ahora?

ÁNGEL.— Lo que quieras. Te vas por ahí, vuelves... no sé, lo que se te


ocurra.

ADÁN.— Ya. (Da un cortísimo paseo.) Me aburro.

ÁNGEL.— Pues te aguantas. Si piensas que has venido al mundo a


divertirte...

ADÁN.— ¿Pues a qué he venido?

ÁNGEL.— No sé, hijo, todavía es pronto para saberlo. Ya se verá.


(Pausa.)

ÁNGEL.— ¿Usted también ha nacido hoy?

ÁNGEL.— (Superior.) ¿Yo? Por favor... Yo llevo muchas horas de vuelo,


amigo... Si te dijera los siglos que tengo...

ADÁN,— Pues está usted muy bien conservado.

ÁNGEL.— No me puedo quejar.

ADÁN.— De verdad, no le echaría más de dos o tres horas.

ÁNGEL.— Eres muy amable.

ADÁN.— ¿Siempre ha vivido usted aquí?


ÁNGEL.— ¡Qué va! Si acaban de trasladarme. Yo estaba en la Oficina
Central de Estadística y Contabilidad. Sección de Astros. Departamento de
Satélites.

ADÁN.— Debe ser un lugar muy bonito.

ÁNGEL.— Te diré...

ADÁN.— Con muchos árboles...

ÁNGEL.— A decir verdad, no había uno solo.

ADÁN,— Qué pena. Porque son hermosísimos. ¿Qué tal sigues, Árbol?
Uy qué arbolito tan chiquitín eres tú, precioso.

ÁNGEL.— Me pasaba los siglos haciendo números.

ADÁN.— ¿Por qué?

ÁNGEL.— Pues no lo sé muy bien. Allí cada uno cumple con su trabajo,
sin hacer preguntas. Calculábamos con logaritmos las rutas elípticas y las
velocidades en años luz...

ADÁN.— ¿Para qué?

ÁNGEL.— Pues para anotarlos. Luego mandábamos los datos a la


Dirección y allá películas.

ADÁN.— ¿Y qué hacían con ellos?

ÁNGEL.— Yo qué sé. Era así y se acabó. Mira, ya basta, con tanto ¿para
qué? Yo no soy un rebelde ni un contestatario, ¿te enteras? Y si quieres que
tengamos la fiesta en paz mejor te calles y obedezcas sin preguntar. Si yo te
contara lo que les ocurrió a unos compañeros que querían saberlo todo e
intentaron una especie de huelga allá arriba, no te lo ibas a creer. Conque chitón
y a otra cosa.

ADÁN.— NO parece que fuera muy divertido...

ÁNGEL.— Era un latazo...

ADÁN.— Si acabas de llegar aquí, digo yo, no sabrás mucho de esto...

ÁNGEL.— ¿Cómo te atreves, descarado? Sé todo lo que hay que saber,


todo. ¿O te figuras que me han dado el puesto por recomendación? Sólo me
falta cogerle el pulso...

ADÁN.— (Después de otra pausa.) Sigo aburriéndome.

ÁNGEL.— Pues ve a darte otra vueltecita.

ADÁN.— Ya me di una... pero continúo aburrido. ¿Por qué no se viene


usted conmigo a ver si entre los dos resulta más entretenido?

ÁNGEL.— Tengo mucho que hacer, pero en fin, por complacerte...


(Pasean los dos.) ¿Qué tal?

ADÁN.— (Desanimado.) Regular...

ÁNGEL.— Eres un inquieto. Como no cambies, con eso de la eternidad


lo vas a pasar muy mal.

(Se oyen unos balidos.)

ADÁN.— Uy, ¿qué es eso?

ÁNGEL.— ¡Qué cabeza la mía! Me había olvidado completamente.

ADÁN.— ¿De qué?

ÁNGEL.— Las encerré en un cercado para que no me ensucien. Ven,


mira. (Aparta unas ramas y le enseña a lo lejos.)

ADÁN.— ¡Ahí va! Qué árboles tan extraños.

ÁNGEL.— Son bestias, ignorante.

ADÁN.— Hasta se mueven.

ÁNGEL.— Eso es lo malo. Van de aquí para allá y lo desordenan todo, lo


rompen todo. Los satélites, por lo menos, nunca se salen de su órbita. En
cambio, éstos hacen lo que les da la gana. Como tú, por otra parte... Menuda
vida me espera.

ADÁN.— Y todos son distintos. Mira ese gracioso con las orejas, Y aquel
tan grande de la nariz tan larga y ese tan acolchadito... ¿Cómo se llaman?

ÁNGEL.— Cada uno se llama de una manera distinta. Muy complicado.


¡Como si no tuviera otra cosa que hacer que aprenderme sus nombres de
memoria! Toma el libro y entérate tú mismo, si eso te entretiene. (A los
animales.) Ya voy, ya voy. Callaos ya. Y estaos quitecitos un momento. ¡Qué
castigo!

ADÁN.— Présteme usted las gafas, sin ellas no sé leer...

ÁNGEL.— ¡No me las vayas a romper! (Se las da.) Lo van a poner todo
perdido. ¡Menudo oficio el mío!

(Ha hecho mutis el ÁNGEL. ADÁN se sienta en el suelo, se cala las gafas y
lee.)

ADÁN.— 2 Tigres... 2 Liebres... 2 Jirafas. 2 Dinosaurios. 2... (Va pasando


páginas.) Siempre son dos. (Se mira a sí mismo, único, y pega un grito.) ¡Ángel!
¡¡Ángel!!

ÁNGEL.— (Entra resoplando.) ¿Qué pasa?

ADÁN.— Nada. Que quería hacerle una pregunta.

ÁNGEL.— Menudo susto. Aquí no gana uno para sobresaltos. Si


supieras lo que están haciendo ahí abajo esa caterva de bestias... Ven, mira, ¿lo
ves? Se montan unos encima de los otros.

ADÁN.— ¡Qué estupidez! ¿Y para qué harán eso?

ÁNGEL.— Cualquiera sabe... Se habrán enredado.

ADÁN.— O para estar más alto el de arriba y ver mejor el horizonte.

ÁNGEL.— Les resultaría más cómodo subirse a la valla... He procurado


ayudarles a bajar a los pobrecillos, pero no veas cómo se han puesto de furiosos.
Daban miedo.

ADÁN.— Pues no lo entiendo... Porque lo que es sitio, hay sitio para


todos.

ÁNGEL.— Mira, ahora se han bajado. Por las buenas. ¡Qué capricho!
Mientras no les haya pasado nada grave...

ADÁN.— Pues no parece. Yo diría más bien que se han puesto la mar de
contentos.

ÁNGEL.— Qué misterios, no entiendo nada.

ADÁN.— Ni yo... (Transición.) Señor Ángel, yo quisiera preguntarle...


una curiosidad... Nada importante, cosas que se le vienen a uno a la cabeza... en
fin, una memez...

ÁNGEL.— Pues si no es más que una memez, perdóname, pero tengo


mucho trabajo...

ADÁN.— Espere... Me da cierto apuro... He estado mirando su libro... y


luego en el cercado... y me he dado cuenta de que todas las bestias están
repetidas.

ÁNGEL.— Lo has observado, ¿verdad? A mí el detalle también me ha


llamado mucho la atención. ¿Para qué dos de cada especie? Parece que con uno
debía de haber bastante.

ADÁN.— Será para mayor seguridad, digo yo... Si se estropea uno,


siempre queda otro,

ÁNGEL.— Me parece buena explicación.

ADÁN.— Oiga, y a mí... ¿por qué a mí me han creado solo? Si tuviera


compañía quizá me divertiría más.

ÁNGEL.— Hombre, muchas gracias, ¿tanto te aburre la mía?

ADÁN.— No, señor Ángel. Es usted muy ameno y muy simpático... pero
sería otra cosa, compréndalo.

ÁNGEL.— ¿Y por qué iban a hacerte a ti distinto? Qué tontería. Tú


también estás repetido.

ADÁN.— ¿Quieres decir que...?

ÁNGEL.— Pues eso, que hay otro igual, igual que tú.

ADÁN.— (Feliz.) No me diga. ¿Y dónde está?

ÁNGEL.— Pues en este momento no me acuerdo muy bien... pero ya


caeré, seguro. El Señor os hizo a la vez a los dos. Yo lo vi. De la misma arcilla.
Dos bolas de barro y en un santiamén, plam, plam, como es tan hábil, fue
estirando ahora la cabecita, luego las patas, los brazos... y ya está. Luego en
envolvió en un plástico para que os secarais al sol. Al otro no le ha
desempaquetado todavía, aún tiene el precinto. No puede estar lejos. ¿Pero
dónde diablos lo habré metido?
ADÁN.— Haga memoria, por lo que más quiera.

ÁNGEL.— No me apabulles. Eres demasiado nervioso.

ADÁN.— (Estallando.) ¡No puede olvidarse de una cosa tan importante!


Es usted un inepto.

ÁNGEL.— ES el colmo, ¿pero quién te figuras tú que eres?

ADÁN.— El dueño de todo esto, supongo.

ÁNGEL.— Oye, de dueño nada. Prestado, sólo prestado...

ADÁN.— Lo mismo da.

ÁNGEL.— ¡Que va a dar lo mismo, animal!

ADÁN.— Y usted es sólo mi Administrador, así que téngame un poco


más de respeto, haga el favor.

ÁNGEL.— (Rojo de ira.) ¡Habráse visto, el tío ese...! Da gracias a que soy
un Ángel, que si no... Pero ten cuidado conmigo, que aunque no lo parezca,
tengo un pronto muy vivo. (Transición.) Con tantas cosas, uno no puede estar en
todo... Deja que piense...

ADÁN.— ¿Y cómo es?

ÁNGEL.— Como tú, ya te lo he dicho. Igualito. Dos gotas de agua... Ah,


ya está. Ya sé dónde lo guardé.

ADÁN.— ¿Dónde? ¡Ay, tengo una curiosidad!

ÁNGEL.— Detrás de esas matas. Ayúdame a retirar las ramas.

ADÁN.— Ay, qué impaciente estoy.

ÁNGEL.— Quítate. Lo estás estropeando todo. Déjame a mí. Qué torpe


eres.

(Separa, unas ramas y envuelta en un gran globo de celofán, como un enorme


huevo de pascua transparente está la MUJER, sentada, sonriente, estática, como una
hermosa estatua. Viste igual que ADÁN.)

ADÁN.— (Cada vez más excitado.) Ay, mírelo, mírelo, mírelo...


ÁNGEL.— Sí, hijo, ya lo veo. Ayúdame.

(Lo trasladan al medio del escenario.)

ADÁN.— Pero qué cosa tan rebonita. Dios mío, qué belleza, qué
maravilla.

ÁNGEL.— Cálmate.

ADÁN.— Y no le falta de nada. Ojitos, orejitas, deditos...

ÁNGEL.— No te pongas cursi, por lo que más quieras.

ADÁN.— Oiga, que no es como yo, que hay diferencias, que eso es otra
cosa.

ÁNGEL.— ¿Tú crees?

ADÁN.— Fíjese bien. El pelo, por ejemplo. Lo lleva largo y yo corto.

ÁNGEL.— Pues es verdad.

ADÁN.— Y esos bultos que tiene por delante. Tóqueme, tóqueme. Liso,
completamente liso.

ÁNGEL.— Tienes razón. Qué curioso.

ADÁN.— Ay, cómo me gusta. ¡Ay, me gustas un montón, bellezón,


bellísima, fiesta festivalera, ¡milagro milagrero!, ¡gozada, gozosa!

ÁNGEL.— Basta. Me voy a enfadar. Es sólo una criatura. Un modelo un


poco más nuevo, de una línea algo más moderna, pero nada más. De una
categoría muy inferior a la de los querubines y los arcángeles, pongo por caso.

ADÁN.— Perdóneme, no quería ofenderle.

ÁNGEL.— Aún hay clases, caramba.

ADÁN.— ¿Pero qué quiere que le diga? Mejorando lo presente,


comparaciones aparte, y sin ánimo de ofender a nadie, yo tendré muy mal
gusto pero... a ese quisicosa la encuentro riquísima, vamos lo que se dice un
bombón.

ÁNGEL.— Bah.
ADÁN.— ¿Me la desempaqueta?

ÁNGEL.— ¿Y si empieza a darnos la tabarra o quiere subirse encima de


ti, como ésos?

ADÁN.— Paciencia, me aguantaré. Pero yo lo quiero. Ande, sea bueno,


yo lo quiero... ¡Me está apeteciendo muchísimo! ¡Lo quiero, lo quiero!

ÁNGEL.— Está bien, allá tú... Pero no me hagas responsable de las


consecuencias.

ADÁN.— Ay, sí, sí, sí, sí.

(Palmotea como un niño dando vueltas alrededor, entusiasmado. ÁNGEL abre


el huevo de celofán. Inmediatamente la MUJER se mueve con toda normalidad.)

MUJER.— Hola, buenos días. Muchas gracias por sacarme de ahí. Hacía
un terrible bochorno ahí dentro, tan cerrado. Ay, qué gusto. Le apetece a una
estirar las piernas de vez en cuando. (A ÁNGEL.) Tú eres Ángel, ¿verdad?
(Dándole la mano.) Encantada de conocerte. ¿Y tú Adán, no es cierto? (Le besa en
la mejilla.) Mucho gusto. Soy tu mujer.

ADÁN.— ¿Mi qué?

MUJER.— O tú mi marido, como prefieras. Desde luego, la situación es


de lo más grotesca. Un matrimonio así, por real orden, sin conocernos siquiera...
No me parece serio.

ADÁN.— Pero... ¿tú no eres un hombre como yo?

MUJER.— (Ríe.) Pero, hijo, ¿tengo yo cara de hombre? ¡Todo lo contrario!


Soy una hembra. O una señora, o una dama, lo que más te guste. ¡Y a mucha
honra!

ADÁN.— ¿Y cómo te llamas

MUJER.— ¿Cómo me voy a llamar? Lilí.

ÁNGEL y ADÁN.— ¿Lilí?

LILÍ.— Lilí, sí, ¿de qué os extrañáis? Ay, qué flores tan preciosas y qué
bien huelen. Me encanta la primavera, soy una romántica, no puedo negarlo.
(Se ha adornado el pelo con unas flores.) ¿Qué tal me sientan?
ADÁN.— Pero...

LILÍ.— Es una alegría ver los árboles tan floridos. Los cerezos, los
castaños, los almendros...

ADÁN.— ¿Y cómo sabes qué árboles son?

LILÍ.— Muy sencillo. Porque unos dan cerezas, otros castañas y otros
almendras.

ADÁN.— ¿Estuviste aquí alguna vez?

LILÍ.— ¡Qué cosas dices! Como si no supieras que acabo de ser creada.
Igual que tú. En el mismo momento y del mismo barro. Somos gemelos. Que
por cierto esa es otra de las cosas de nuestro matrimonio. No es que una sea una
estrecha, pero ¡vamos!, una boda entre hermanos, hijos de un mismo Padre...
Aunque a lo mejor eso sea sólo un tabú de los más absurdos. Vete tú a saber...

ÁNGEL.— ¿Quién te ha enseñado a ti todo esto?

LILÍ.— ¿A mí? Si no me he movido de ahí dentro. Pero una observa y


reflexiona. Además, soy mujer,

ÁNGEL.— ¿Y qué tiene que ver?

LILÍ.— Las mujeres sabemos muchas cosas. Y las que no, las adivinamos.
A propósito, Ángel, guapo, ¿dónde puedo encontrar al Señor?

ÁNGEL.— ¿Para qué?

LILÍ.— Me gustaría decirle cuatro cosillas.

ÁNGEL.— Imposible. Está descansando. Tú sabes el esfuerzo que se


requiere para crear todas estas maravillas... Nadie puede molestarle. Para eso
estoy yo aquí. ¿Qué quieres?

LILÍ.— De momento, el libro de reclamaciones.

ÁNGEL.— ¿Y qué tienes tú que reclamar, insensata?

LILÍ.— Una lista de cosas así de larga. Para empezar, a mí me han casado
a dedo, lo que se dice a dedo. Éste y se acabó. ¿Es que alguien me ha
preguntado, Lilí, preciosa, cómo desearías que fuera tu marido? ¿Alto, bajo,
gordo, flaco, calvo, peludo, blanco o negro? ¿Y si a mí me hubiera gustado un
piel roja, pongo por caso? Pues a fastidiarse, Lilí, y apechuga con lo que te toca
(A ADÁN.) Perdona, Adán. No es nada personal.

ADÁN.— ¿Es que no te gusto?

LILÍ.— Eso no tiene nada que ver. ¿A ti no te revienta que dispongan de


tus cosas para toda la vida sin consultarte siquiera? A mí, sí. ¿Lili? Pues toma
Lilí porque a mí me da la gana.

ÁNGEL.— Vamos a ver. Yo voy a volverme loco. ¿Cómo iba a escoger a


otra mujer si no la hay? ¿O tú a otro hombre si él es el único?

LILÍ.— Pero nos han hecho de artesanía, ¿no? Pues por lo menos tener el
detalle de interesarse por nuestras preferencias.

ÁNGEL.— ¿Cómo te atreves?

LILÍ.— Supongo que cuanto tú te casaste...

ÁNGEL.— (Rojo de ira.) Yo no me he casado nunca. ¡Yo soy un ángel! Me


basto y me sobro.

LILÍ.— Perdona, no quise ofenderte.

ÁNGEL.— Estoy muy orgulloso de ser como soy.

LILÍ.— No, si eres un ángel majísimo, pero... ¿no te cansas, siempre solo?

ÁNGEL.— Jamás. Tengo un carácter seráfico y me lo paso divinamente.

LILÍ.— Pues, mira, ya que hablamos de esto... ¿qué me dices del asunto
del sexo?

ADÁN y ÁNGEL.— ¿El qué?

LILÍ.— ¡Ni sabéis lo que es!

ADÁN.— Ni idea.

LILÍ.— Pues, mira, para que lo entiendas... sexo es... lo que hay debajo de
la cremallera. ¿No has sentido la curiosidad de bajártela alguna vez?

ADÁN.— ¿Ah, pero... esto se sube y se baja?

LILÍ.— Sí, hijo, se sube y se baja... según las ocasiones. (Se pone de espaldas
al público.) ¿Ves? Así... (se baja y se sube la cremallera.)

ADÁN.— (dando botes como enfebrecido.) Dios mío, ¡lo que he visto!

ÁNGEL.— Nada de particular.

ADÁN.— Pero bueno, tú estás loco.

ÁNGEL.— De lo más normal.

LILÍ.— (A ADÁN.) Ahora haz el favor de mirarte tú.

ADÁN.— ¿Yo? No me atrevo.

LILÍ.— No te va a morder. Anda.

ADÁN.— (con mucho miedo y con mucho pudor, de espaldas a todos.) Ay, mi
madre, lo que hay aquí. Cuántas cosas y qué feas son. Se ha equivocado, Ángel.
El Señor estaría cansado de tanto trabajar, aquí hay un error...

ÁNGEL.— No será tanto.

ADÁN.— Si vieras todo lo que me cuelga. ¡Qué vergüenza!

LILÍ.— Es lo natural, Adán. Hay diferencias.

ADÁN.— ¡Qué fantasías!

LILÍ.— Por cierto, que o mucho me equivoco o con el tiempo eso va a


traer unos líos gordísimos.

ÁNGEL.— NO veo la razón.

LILÍ.—¡A ti, Adán, te han preguntado por un casual qué sexo querías?

ADÁN.— A mí no.

LILÍ.— Pues a mí tampoco. No digo que no me guste el que me ha


tocado en suerte, pero más de uno preferiría cambiarlo, digo yo. Como ves, ni
siquiera nos han consultado sobre lo más elemental. Es indignante.

ÁNGEL.— (Harto.) Se acabó, ea. ¡Esto ya pasa de castaño oscuro! De


ahora en adelante, que cada palo aguante su vela y al que Dios se la dé, San
Pedro se la bendiga.
LILÍ.—¡Esto es una dictadura!

ÁNGEL.— No sé lo que es una dictadura, pero algo así. (Pausa.)

ADÁN.— ¿A ti... no te cuelga nada?

ÁNGEL.— Tengo demasiadas cosas en qué pensar para ocuparme de esa


tontería.

ADÁN.— ¿Y no te gustaría averiguarlo?

ÁNGEL.— ¡No!

ADÁN.— Yo estoy muy inquieto. Esto mío no puede ser normal. ¿Te
molestaría mucho echarte una ojeada?

ÁNGEL.— A condición de que terminéis de una vez con este dichoso


tema. ¿De acuerdo?

ADÁN.— De acuerdo.

(Se vuelve de espaldas al público y se baja la cremallera.)

ÁNGEL.— ¿Visto?

ADÁN.— Visto.

ÁNGEL.— Pues asunto terminado.

ADÁN.— ¡Pero si no hay nada!

LILÍ.— Claro, como es un ángel.

ÁNGEL.— Estoy encantado de que no haya nada. ¡Encantando y feliz!


Además, si quieres mi opinión, lo encuentro mucho más elegante. Bueno, ya
basta, ¿no?

ADÁN.— Ya basta.

ÁNGEL.— Pues muy bien.

(ADÁN se ríe.)

¿Y ahora de qué te ríes?


ADÁN.— De nada. Que me ha hecho gracia, perdona... Estaba pensando
que somos tres y en este detalle... de lo más desavenidos. (Ríe.)

ÁNGEL.— Me voy a enfadar en serio. ¿Es que no hay otro tema de


conversación? El Señor ha creado montañas altísimas, miles de kilómetros de
selva, millones de especies de todas clases, nieves, volcanes... ah, pero de todas
estas maravillas, ni se habla. Por lo visto, lo único que os importa es una cosita
insignificante, así de pequeña, que en las oficinas de allí arriba, que todo lo
tienen calculado y previsto, ni siquiera oí mencionar una sola vez, en los
muchos siglos que trabajé allí. Me dais pena. ¡Ignorantes!

LILÍ.— Pues vaya profesor que nos han enviado. Todo un experto.

ÁNGEL.— ¿Qué quieres decir?

LILÍ.— Pues que una, a pesar de las apariencias —casi me da vergüenza


confesarlo—, una... es virgen. Y ese tampoco parece que sepa gran cosa.

ADÁN.— ¿Yo? ¿De qué?

LILÍ.— Y si tú no has oído hablar siquiera... ya me contarás qué


educación sexual vamos a tener. ¡Un desastre!

ÁNGEL.— Hay asuntos mucho más urgentes de qué ocuparse. Además,


tengo aquí unos prospectos explicativos. (Va a la mesa a buscarlos.) Éste es el
Jardín del Edén, la más reciente creación del Sumo Hacedor. Una de sus más
logradas realizaciones y en un tiempo récord de seis días. Como se sabe, el
Hacedor es autor de conocidas obras maestras tales como el Sol, la Luna y la Vía
Láctea.

ADÁN.— (Dando vueltas alrededor de LILÍ.) Guapa, guapa, guapa, ¡guapa!

ÁNGEL.— ¿Pero qué le pasa a ese?

LILÍ.— Será que le gusto.

ADÁN.— Muchísimo.

ÁNGEL. (Que no entiende nada.) Pero bueno, ¿qué tonterías son éstas?
Qué conversación más estúpida. Si tanto os aburrís, tú te vas a dar una vuelta
por eso lado, tú por el otro y en paz.

ADÁN.— ¿Yo aburrirme? ¡Qué va!


LILÍ.— Ni yo.

ÁNGEL.— Pues hace un rato me decías que...

ADÁN.— Todo lo contrario. Me lo estoy pasando bomba.

LILÍ.— Se está muy bien aquí, ¿verdad?

ADÁN.— Fenómeno.

ÁNGEL.— (Nervioso.) Claro que está bien aquí, como que es el Paraíso.
(Sigue leyendo el prospecto.) Abajo, esto que están pisando, la tierra, arriba, el
cielo, también llamado por los científicos firmamento...

LILÍ.— Oye, qué hambre me ha entrado de pronto. (A ADÁN.) ¿A ti no?

ADÁN.— No sé lo que es eso.

LILÍ.— Ganas de comer. Ñam, nam... (cogiendo una manzana.) ¿Puedo


coger una fruta?

ÁNGEL.— Podéis disponer de todo. Pero, ¿para qué estropearla, con lo


bonita que es?

LILÍ.— (Que la ha mordido.) Está riquísima. (A ADÁN.) ¿Quieres darle un


mordisco?

ADÁN.— (Receloso.) ¿Y qué hago luego con eso?

LILÍ.— Pues te lo tragas. Así. Mmmm... Prueba.

ADÁN.— (Muerde.) ¿Sin más?

LILÍ.— Ahora cierra los dientes. ¿Qué tal?

ADÁN.— (Escupiéndola ostensiblemente.) Uf, qué asco. Está frío y ácido.


No me gusta nada, me da repeluzno. La piel de gallina se me ha puesto.

LILÍ.— No eres tú poco delicado. Delicioso. (A ÁNGEL.) ¿Cómo se llama


esta maravilla?

ÁNGEL.— Pues lo sé, lo sé, lo tengo en la punta de la lengua, pero en


este momento... (Coge un libro.) «Melón», «melocotón»... ¡Manzana! Eso...

LILÍ.— Oye, pues me encantan las manzanas. (A ÁNGEL.) ¿Quieres un


poco?

ÁNGEL.— Yo no necesito esas porquerías. Ni como, ni bebo. Soy un


espíritu purísimo, no lo olvides. Manzana... ¿De qué me suena a mí esa
palabreja?

LILÍ.—¿Me alcanzas otra?

(ÁNGEL se la da.)

ADÁN.— (Que ha arrancado una zanahoria y se la está comiendo.) Esto sí


está bueno, ¿ves?

ÁNGEL.— ¡Qué cabeza la mía! Ahora lo recuerdo. Si hasta lo pone el


prospecto. Lilí, lo siento, pero no puedes comer manzanas.

LILÍ.— ¿Por qué?

ÁNGEL.— No lo sé, pero no se puede. Está prohibidísimo. Según parece,


es un árbol maldito. Del bien y del mal.

LILÍ.— ¿Del mal? ¿Pero no lo ha creado el Señor, como lo demás? Esa


será otra de tus confusiones.

ÁNGEL.— (Dándole el prospecto y las gafas.) Mira, lee tú misma.

LILÍ.— (Poniéndose las gafas, lee.) «Los habitantes podrán gozar de todos
los servicios e instalaciones, comer y beber lo que deseen. Excepto manzanas».
No lo puedo creer.

ÁNGEL.— Ahí lo tienes. No me lo invento.

LILÍ.— Será una errata de imprenta. Ah, pues como no me lo aclaren.

ÁNGEL.—Pero, Lilí...

LILÍ.— Mira por dónde, ahora me apetecen más que nunca y fíjate bien
en lo que hago yo con la manzana. (Come.)

ÁNGEL.— Por lo que más quieras, que me buscas la ruina, que


sintiéndolo mucho tendré que castigarte.

LILÍ.— Anda, castígame, si te atreves.

ADÁN.— Lilí, come otra cosa, ¿a ti qué más te da? Esto está delicioso.
LILÍ.— Que no quiero.

ÁNGEL.— Hazlo por mí. Que como se enteren allá arriba me pueden
relevar del cargo.

ADÁN.— ¡No te tolero caprichos! (Le coge la manzana.)

LILÍ.— (Cogiéndola otra vez,) Oye, ¿pero qué te has creído? Que queda
claro que no me como la fruta por capricho, sino por principios. Hace unas
horas, ¿qué era yo? Nada, lo que se dice nada. De pronto, al Señor le da la
ventolera de crearme y aquí estoy. Sin consultarme, por supuesto. Bien, ya soy
Lilí, la primera mujer del mundo. Con mi sexo, mi marido y todo lo demás... así,
a barullo, a lo que toque. Luego me ponen, como una gran cosa, en esta especie
de Jauja, llamada Paraíso, para pasarlo fenómeno. Pero enseguida me salen con
que de eso puedes comer, de eso no, por aquí sí, por aquí no... ¿Queréis decirme
qué clase de broma pesada es ésta de la vida?

ÁNGEL.— Siempre habrá prohibiciones y mandatos.

LILÍ .— ¿Por qué? Sólo quiero ser dueña de mí misma, y de todo lo que
he recibido. No creo que sea pedir demasiado.

ÁNGEL,— ¿Sabes lo que eres tú, Lilí? Una ingrata.

LILÍ.—. No, Ángel, no lo soy. Creo que me gustará mucho vivir y


respirar este aire tan puro y ver el horizonte y oír los pájaros... y lo de arriba...
¿Cómo se llama?

ÁNGEL.— Cielo.

LILÍ.— Eso. Y también lo de abajo, la tierra. Creo que voy a ser una
entusiasta de todo... pero también he de ser una entusiasta de Lilí. Si no lo
fuera, entonces sí que podrías llamarme ingrata a la generosidad del Señor.
(Transición.) Y ahora, con vuestro permiso, me voy a ver el lago. (A ÁNGEL.)
¿Tienes sales de baño?

ÁNGEL.— Me temo que todavía no se han inventado.

LILÍ.— Está bien. Me pasaré sin ellas.

ADÁN.— Ten cuidado, hay mucha agua, no vayas a ahogarte.

LILÍ.— Por cierto, también soy una entusiasta de Adán. No digo que sea
guapo, pero es resultón. (Mutis.)
ADÁN.— (Muy excitado,) ¿Has oído? Le gusto, le gusto... (Le besa en
ambas mejillas.) ¡Oh, Ángel, cómo te quiero! (Y hace mutis, corriendo detrás de
LILÍ.)

ÁNGEL.— (Limpiándose las mejillas). ¡Uhaf! Este tío está majara. Y la otra
igual. ¡Qué par! Ay, Ángel, como Dios no lo remedie, te veo otra vez en
estadística y contabilidad.

OSCURO. MÚSICA.
II

(Al hacerse la luz, es de noche, LlLÍ comiendo una manzana está leyendo los
libros, como una loca, a la luz de una vela. Con gafas, como siempre que alguien lee
estos libros. Poco después, entra ADÁN.)

ADÁN.— ¿Aún sigues estudiando?

LILÍ.— Qué remedio. Porque el pobre Ángel es buenísimo, pero no se


aclara. Por cierto, ¿dónde anda ahora?

ADÁN.— Luchando con las bestias. Intentando mantenerlas en fila y que


vayan donde él quiera, como si fueran satélites de su oficina. Te he traído unas
flores.

LILÍ.— Gracias. Yo te he arrancado esta zanahoria.

ADÁN.— Es preciosa. (Por los libros.) ¿Has sacado algo en limpio?

LILÍ.— Uf, un montón de cosas. Ahora comprendo por qué Dios es tan
famoso. ¡Qué talento! Cómo está todo de bien combinado. ¡Qué tío!

ADÁN.— Eres una intelectual.

LILÍ.— Si hemos de vivir aquí toda la vida, me gusta enterarme, ¿a ti no


te interesa?

ADÁN.— A mí eso de leer me cansa muchísimo.

LILÍ.— Este invento de los hombres y las mujeres, puede funcionar de


maravilla, ¿sabes?, pero como uno de los dos tire de la cuerda más de lo debido
se puede ir al traste en un momento.

ADÁN.— Ya.

LILÍ.— Y sería una pena porque todos saldríamos perdiendo.


Afortunadamente, Dios ha creado esa maravilla que se llama amor.

ADÁN.— Qué bonita palabra. «Buenas noches, amor». «¿Quieres


bañarte conmigo, amor?» «¿Tienes hambre, amor?» ¿Y qué significa?

LILÍ.— Sería largo de explicar: darse, recibir, ofrecer, respetar...


¿entiendes?
ADÁN.— No mucho.

LILÍ.— El macho ama a la hembra y la hembra al macho. Aunque eso no


está muy claro. Hay excepciones.

ADÁN.— ¿Y en qué se nota eso del amor?

LILÍ.— Pues según parece, los enamorados se dan la mano, suspiran, se


miran a los ojos, a la luz de la luna, y otras cosas más complicadas que ya te
contaré.

ADÁN.— (Cogiéndola de la mano.) Oye, ¿sabes que eso de mirarte a los


ojos a la luz de la luna, da un no sé qué de lo más tonto?

LILÍ.— Sí, Adán, da un no sé qué de lo más tonto.

ADÁN.— ¡Ay!

LILÍ.- ¡Ay!

ADÁN.— (Rompiendo la situación, muy eufórico.) ¡Bordado! Hay que


reconocer que al Señor eso del amor le ha salido bordado.

LILÍ.— Ojalá no se lo estropeemos entre todos.

ADÁN.— Por cierto, ¿qué hay de las otras cosas?

LILÍ.— Sabía que tarde o temprano acabarías por preguntarlo, pillín.

ADÁN.— Deben de ser estupendas.

LILÍ.— Sí, deben de serlo.

ADÁN.— YO, de momento, me estoy notando unos movimientos


rarísimos.

LILÍ.— Yo también, a mi manera.

ADÁN.— ¿Y has conseguido averiguar cómo se combina todo esto?

LILÍ.— He tomado incluso unos apuntes para que no se nos olvide.

ADÁN.— ¡De lo que se entera uno en los libros!

LILÍ.— Adán, bésame.


ADÁN.— Besar... otra hermosa palabra.

(LILÍ lo besa.)

LILÍ.— El primer beso del mundo, ¿no es emocionante?

ADÁN.— (Besándola repetidamente, como un loco.) ¡El segundo, el tercero,


el cuarto, el quinto beso del mundo!

LILÍ.— Somos la pareja más afortunada de la Historia, porque no


copiamos a nadie, lo inventamos todo: el beso, el amor...

ADÁN.— El baño, los movimientos... Soy feliz, ¡feliz!

LILÍ.— Y por primera vez vamos a copular.

ADÁN.— ¿A qué?

LILÍ.— A eso...

ADÁN.— Ah, claro... eso.

LILÍ.— Oye, si no te apetece...

ADÁN.— Claro que me apetece, ya lo creo, pero... ¿me prestas tus


apuntes?

LILÍ.— Y las gafas para que lo veas mejor.

(Él lo mira.)

ADÁN.— ¡Qué barbaridad!

LILÍ.— Así, de pronto, choca... pero en seguida te haces a la idea.

ADÁN.— ¡Y qué idea, válgame Dios! No se me hubiera ocurrido ni en


cien años. (Entusiasmándose poco a poco.) Es fascinante, es excitante, ¡es colosal!
Anda, échate, guapa, que allá voy.

LILÍ.— ¿Cómo que me eche?

ADÁN.— Bájate la cremallera y quédate quietecita en el suelo a ver si


acierto a la primera.

LILÍ.— ¿Y tú dónde vas a ponerte?


ADÁN.— Pues encima, claro, encima de ti.

LILÍ.—¿Y yo debajo?

ADÁN.— Natural.

LILÍ.— Oye, que de natural, nada; que hay muchas maneras.

ADÁN.— Tú déjame a mí que soy el hombre.

LILÍ.—¿Y eso qué tiene que ver? ¿A santo de qué he de aguantar yo tu


peso?

ADÁN.— Uno de los dos tiene que estar arriba.

LILÍ.— ¿Y por qué tú?

ADÁN.—¿Y por qué no? Mira, tengamos la fiesta en paz. Si hay dos
cosas superpuestas, una de ellas tiene que estar abajo. Por lógica.

LILÍ.— ¿Y bien?

ADÁN.— Conque calla y haz lo que te mando.

LILÍ.—Jajay, jajarajay.

ADÁN.— ¿Cómo?

LILÍ.— O, si lo prefieres: dupidupy, dupidupy... (Y hace una pedorreta.)

ADÁN.— Dímelo en cristiano, que yo no hablo idiomas.

LILÍ.— Pues que en eso del amor no hay generales ni soldados. Los dos
tenemos la misma graduación. Somos iguales...

ADÁN.— Mira, no me líes. Tú y yo nunca seremos iguales. Yo soy más


fuerte y más alto que tú.

LILÍ.— Ah, si es cuestión de tamaño... Pero yo soy más culta.

ADÁN.— Yo peso más.

LILÍ.— Yo soy más graciosa.

ADÁN.— YO soy más macho.


LILÍ.— Pues yo más hembra.

ADÁN.— Yo jugaré al fútbol, en cuanto se invente la pelota.

LILÍ.— Yo coseré los botones, en cuanto se invente el hilo.

ADÁN.— Contigo no se puede razonar.

LILÍ.— Pero, tonto, dejémonos de campeonatos y seamos felices.

ADÁN,— (Reaccionando luego de una corta pausa.) Te crees muy lista,


¿verdad? Cuatro palabritas, una sonrisa y lo arreglas todo a tu manera...

LILÍ.— Pero, Adán...

ADÁN.— Conmigo te has equivocado de número, rica. A mí no me


tomas el pelo.

LILÍ.— Pero si viene escrito en los libros...

ADÁN.— Estoy hasta el moño de tus dichosos libros. Has leído cuatro
cosas, se te han indigestado y ya te crees poco menos que la reina del Universo.

LILÍ.— Pero si eres tú el que...

ADÁN.— Esto se acabó, Lilí. Ahora mismo vas a ver lo que hago yo con
tus libros. Así que tráemelos inmediatamente. ¡Todos!

LÍLÍ.— No soy tu criada.

ADÁN. — Muy bien. Iré yo a buscarlos. Y fíjate bien lo que voy a hacer
con toda esa basura de literatura barata.

LILÍ.— Pero, ¿qué te propones?

ADÁN.— Romperlos en añicos así de pequeños.

LILÍ.— Pero no seas loco. Que los ha escrito el Señor. ¡Ángel! ¡Ángel!

ADÁN.— (Con un libro en la mano.) «Planificación de la pareja humana».


Mira lo que me importa a mí la planificación. ¡Toma pareja! (Lo rompe.)

LILÍ.— No, por Dios, no. ¡Ángel! ¡Ángel!

(ÁNGEL entra corriendo.)


ÁNGEL.— ¿Qué pasa?

LILÍ.— Mira.

ADÁN.— «Guía práctica de justicia sexual». Ve a dónde va a parar esta


guía práctica. (La rompe también.)

ÁNGEL.— ¿Pero qué haces, insensato?

ADÁN.— «La mujer», «Derechos femeninos», «Equilibro macho-


hembra». (Los va rompiendo.)

ÁNGEL.— ¿Pero has perdido el juicio? (Impidiéndole a la fuerza que siga


rompiendo libros.) ¡Ya basta! ¡Le mato! ¡Le mato! Se aprovecha de que no tengo
licencia para liquidar a nadie, pero ahora mismo llamo por teléfono y me
mandan dos agentes especiales.

ADÁN.— Y ahora las gafas, ¿dónde están las malditas gafas?

ÁNGEL.— (Cogiéndolas y defendiéndolas a capa y espada.) No, ¡las gafas, no!

LILÍ.— Anda, Adán, termina de una vez. Ya has hecho bastante niñerías.

ADÁN.— ¿Niño, yo? Ni lo soy, ni lo he sido nunca, para que te enteres.Y


cuando necesite libros sobre la mujer, el sexo u otras zarandajas, yo mismo los
escribiré.

ÁNGEL.— Ay, Dios, ¿cómo voy a arreglármelas ahora para hacer


funcionar todo esto? Me van a degradar, me enviarán a una sección de castigo,
a Política astral, a Asuntos eclesiásticos, qué sé yo...

LILÍ.— (A ADÁN.) ¿Qué? ¿Contento? ¡La de estupideces que llegan a


cometer los hombres para hacerse los hombres!

ADÁN.— Cállate. Ya has enredado bastante las cosas.

LILÍ.—¿Yo?

ADÁN.— Con tu actitud rebelde y presuntuosa.

LILÍ.—¡Qué injusto eres!

ADÁN.— Con lo fácil que te resultaría decirme amén a todo. Y cómodo,


te lo aseguro. Yo te traería la comida, sin tener que moverte de casa, te cedería el
paso en las puertas, te escribiría versos... y te colocaría en un altar,
LILÍ.— Muchas gracias. Pero prefiero mil veces la igualdad al altar.

ÁNGEL.— Ay, Dios. (Intenta reconstruir los pedazos.)

LILÍ.— Ni uno ha quedado entero. (Ríe.) ¡Qué bruto eres!

ADÁN.— (También riendo.) Bueno, creo que me he puesto un poco


nervioso...

LILÍ.— Pero, tonto... ¿por qué seréis los hombres tan tontos?

ADÁN.— Testaruda... ¿Por qué seréis las mujeres tan testarudas? (Se la
queda mirando.)

LILÍ.— No me mires así. Debo estar hecha una facha.

ADÁN—. Oh, no. Estás muy bonita, palabra.

LILÍ.— No te puedo creer.

(Se dan la mano.)

ADÁN.— Y hablando de todo, ¿cómo es esa palabreja? Copu... ¿qué?

LILÍ.— Copular. Por cierto, no habrás roto también mis apuntes...

ADÁN.— Me los guardé en el bolsillo... por si acaso.

LILÍ.— ¿Sabes cómo se le llama a esto? Reconciliación.

ADÁN.— Otra hermosa palabra. Reconciliación.

(Se van lentamente, cogidos del talle.)

ÁNGEL.— ¿Dónde van? Como los deje solos se van a matar. (Les sigue.)
¡Pero qué cosas! hace un momento estaban riñendo como perro y gato y ahora
haciendo el amor. Y de qué manera, y qué variado... A los humanos no hay
quién les entienda... Bueno, menos mal. Oye, que os estáis pasando. ¡Que esto
ya es demasiado! Ay, Dios, ¡qué gente!

OSCURO. MÚSICA.
III

(Pocos días después. Es de día. ADÁN en un rincón, pensativo, está


fabricándose, con una caña y una navaja, una flauta. ÁNGEL, entrando, saluda a
invisibles animales que pasan.)

ÁNGEL.— Buenos días, señora gallina, ¿cómo van esos huevos? Ya


pasaré a visitarla cuando sea el gran acontecimiento. Buenos días, señor
cordero, ¿cómo sigue la señora oveja de su estado? Pues que sea enhorabuena y
que dé a luz los corderitos más ricos del jardín. Hola, señora mosca, ¿para
cuándo? Ya estoy deseando ver revolotear a toda una nube de mosquitas... ¡Ay,
qué hermoso día!

ADÁN.— Me alegra verte tan contento.

ÁNGEL.— Esto marcha, amigo Adán. Seguro que arriba van a estar
satisfechos de mi trabajo. A lo mejor hasta me suben de categoría en el
escalafón.

ADÁN.— Felicidades.

ÁNGEL.— Al principio, uno es nuevo en el cargo y todo le viene


grande... Pero la máquina se ha puesto en movimiento. Esto empieza a hervir.
Los árboles dan retoños, los animales se multiplican, las plantas florecen... Estoy
seguro de que al regreso del Señor el balance será de lo más positivo.

ADÁN.— Estupendo.

ÁNGEL.— Te veo a ti un poco desinflado.

ADÁN.— No, qué va...

ÁNGEL.— ¿Y Lilí, por dónde anda?

ADÁN.— Por ahí, con los caballos. Le encantan los caballos.

ÁNGEL.— ¿Os habéis peleado otra vez?

ADÁN.— Bah.

ÁNGEL.— Adán. Yo no quiero meterme en tu vida, pero creo que


deberías hacer un esfuerzo, Lilí es una gran persona.
ADÁN.— ¿Pero no te das cuenta de que siempre quiere salirse con la
suya?

ÁNGEL.— Anda, y tú.

ADÁN.— Uno de los dos tiene que mandar.

ÁNGEL.— ¿Por qué?

ADÁN.— Porque en este mundo siempre manda alguien. El Señor nos


da el ejemplo. Él manda y todo funciona.

ÁNGEL.— Pero tú no eres el Señor.

ADÁN.— Estoy seguro de que Él quiere que sea así.

ÁNGEL.— Si no hubieras roto esos libros, nos hubiéramos enterado de


su voluntad.

ADÁN.— ¿Y por qué los rompí, dime? Porque me sacó de quicio su


petulancia.

ÁNGEL.— ¿Te digo por qué los rompiste? Porque lo que allí venía
escrito no te gustaba nada.

ADÁN.— Eso es mentira. Yo sé que es así.

ÁNGEL.— ¿Cómo lo sabes?

ADÁN.— Lo sé y basta.

ÁNGEL.— Lo dijo Blas, punto redondo.

ADÁN.— Vete a paseo.

ÁNGEL.— ¿Qué estás haciendo?

ADÁN.— Una flauta. Soplas por la punta y salen ruidos por los agujeros,
como cantos de pájaros. La voy a dejar con la boca abierta. Las mujeres no saben
inventar. No sirven para estas cosas.

ÁNGEL.— A propósito, hay una cuestión que me preocupa... Arriba lo


que más les interesa de aquí sois vosotros, los humanos. Está bien que todo
marche bien, pero si no marcháis vosotros, pueden ponerme pegas, ¿entiendes?
Hay allí una de celos y rivalidades... En otras palabras, que a mí me gustaría
mucho, por el bien de todos, que aumentarais pronto la familia.

ADÁN.— Toma, y a mí.

ÁNGEL.— Sería como hacerle abuelo al Señor, ¿sabes? Entonces sí que


nadie se atrevería a ponerme el menor reparo. Por ahora... ¿nada?

ADÁN.— ¿De qué?

ÁNGEL.— (Gesto de embarazo.) Hombres, pues de...

ADÁN.— Ah, no. Nada.

ÁNGEL.— Pero bueno, tú y ella, ¿no? (Gesto juntando los dedos índice de
acoplamiento.)

ADÁN.— ¿Quieres decir si ella y yo...? (Gesto de acoplamiento.) Ah, sí,


continuamente.

ÁNGEL.— Entonces ¿por qué no...? (Gesto de embrazo.)

ADÁN.— Eso pregúntaselo a ella.

ÁNGEL.— ¿Qué pasa? ¿Es que a ella no le gusta el...? (Gesto de


acoplamiento.)

ADÁN.— ¿A esa? Más que el comer. Como a mí. En eso no hay nunca la
menor discusión. Es un ejercicio muy divertido, ¿sabes? ¿Tú no lo has probado
nunca?

ÁNGEL.— ¿Te olvidas de quién soy?

ADÁN.— ¡Ay, perdona...! Pues no sabes lo que te pierdes. (Por la flauta.)


Vamos a probar cómo funciona esto. (Sopla y salen una tímidas notas de flauta.)
¿Has oído? Acabo de componer. Soy músico, Ángel. ¡Músico! (Vuelve a tocar.)
¿Qué tal?

ÁNGEL.— (Aplaude.) Bravo,

ADÁN.— (Saludando como un concertista.) Gracias, gracias. A ver si se


convence de una vez de quién es aquí el superior.

(Se oye la misma música.)

¿Cómo?
ÁNGEL.— Habrá sido el eco.

ADÁN.— Ah, claro.

(Toca de nuevo y esta vez la repetición es mucho más complicada y armoniosa.)

ADÁN.— NO entiendo nada.

(Precedida de ruido de cascos de caballos, llega LILÍ, que viene tocando su


flauta, como una virtuosa, saltando y bailando.)

LILÍ.— (Feliz.) ¿Has oído? Acabo de componer. Soy música, Ángel.


¡Música!

ADÁN.— ¿De dónde ha salido esta flauta?

LILÍ.— La he fabricado yo. Soplas por la punta y salen ruidos por los
agujeros, Pero si tú también tienes una. ¡Qué maravilla!

ADÁN.— ¿Cómo se te ha ocurrido?

LILÍ.— Yo te di la idea. ¿No lo recuerdas?

ADÁN.— Lilí, ¡dame tu flauta!

LILÍ.— ¿Para qué la quieres?

ADÁN.— En este Paraíso no toleraré más flauta que la mía.

LILÍ.— Podemos tocar los dos juntos, tonto, será delicioso.

ADÁN.— Yo soy el solista. ¿Dónde se ha visto una mujer que componga


música? (Se dispone a recogerla.) Y que sea la última vez.

LILÍ.— No hagas eso, Adán, o te arrepentirás toda la vida.

ADÁN.— Hago lo que quiero. (Rompe la flauta.).

LILÍ.— (Llorosa.) ¡No! ¡Oh, no!

ADÁN.— (Echando al suelo los pedazos.) Para que sepas de una vez por
todas quién manda aquí.

LILÍ.— ¿Por qué lo has hecho? ¡Bestia, energúmeno! ¿Has visto, Ángel?
ÁNGEL.— Claro que lo he visto, Lilí. ¡Una salvajada!

LILÍ.— Con lo contenta que venía yo con mi música.

ÁNGEL.— (A Lilí.) Cuando pongáis al mundo unos cuantos hijos todo


cambiará. Ya verás. ¿No te gustaría tener hijos?

LILÍ.— Claro.

ÁNGEL.— Pues ánimo y adelante, A ver si por fin dais en la diana.

LILÍ.— No es tan sencillo.

ADÁN.— ¿Cómo que no? Ras-ras... y a esperar lo que venga.

LILÍ.— Un hijo es una cosa demasiado importante para encargarlo a


tontas y a locas.

ADÁN.— (A ÁNGEL.) ¿Sabes lo que hace? Se baña después de hacer el


amor para que no le quede ni rastro.

ÁNGEL.— (A LILÍ.) ¿Por qué haces eso, insensata?

LILÍ.— Cuando le demos a la diana, no ha de ser porque no hayamos


podido evitarlo, sino porque lo deseemos los dos.

ADÁN.— (A ÁNGEL.) ¿Tú la oyes?

LILÍ.— ¿Quién sino yo va a cargar aquí con la peor parte? Si hubierais


visto lo que venía dibujado en los libros.

ADÁN.— Vaya, ¿otra vez?

LILÍ.— Cuando una mujer va a tener cachorros, se pone gorda, tonta,


mareada y hecha una birria.

ÁNGEL.— Pero merece la pena...

LILÍ.— Claro que la merece. ¡Si estoy deseando hincharme como un


globo!

ÁNGEL.— Entonces...

LILÍ.— Pero se trata de mi cuerpo y soy yo la que tiene que decidir, no


sólo él. Porque ese, en cuento termine de subirse la cremallera, ya le tienes
zascandileando por ahí, mientras yo me quedaré nueve meses con el paquete
puesto.

ÁNGEL.— Quizá, si hicierais el trabajo entre los dos. Una vez el paquete
tú y otra él...

ADÁN.— ¿Yo? ¡Tú estás loco!

LILÍ.— La verdad que no renunciaría tener hijos, por todo el oro del
mundo. Y eso que luego termina en una cosa gordísima que la llaman parto.

ÁNGEL.— Cuéntame.

LILÍ.— Mejor no te lo cuento porque se te pondrían los pelos de punta.


Pero cuando salga la criatura no permitiré que haga con ella lo que ha hecho
con la flauta.

ADÁN.— Recuérdale que soy tu marido y que todo lo suyo es mío. (A


Lilí.) ¡La flauta, los hijos y la familia!

LILÍ.— (Haciéndole un gesto feo.) ¡Anda ahí!

ADÁN.— Yo soy la semilla. Tú no eres más que el tiesto.

LILÍ.— (A ÁNGEL.) ¿Le oyes?

ÁNGEL.— (A LILÍ.) Mujer, es una forma de hablar... (Ahora a ADÁN.)


Bastante idiota, por cierto.

LILÍ.— ¿Pero qué participación tiene él en el asunto, dime? ¿Aquí te


pillo, aquí te cojo y luego a correr que hace fresco? ¡Vamos, hombre! Yo diré
cuándo, cómo y de qué manera.

ÁNGEL.— Pero así no vais a multiplicaros nunca.

LILÍ.— ¿Y por qué ha de manejar él solo la máquina multiplicadora?

ADÁN.— Porque yo...

LILÍ.— Y esto puede ser el cuento de nunca acabar. Porque al hombre le


encanta la media horita de diversión.

ADÁN.— ¿Y a ti no?

LILÍ.— A mí también. Pero, luego, me dejas, con el regalito y así una y


otra vez. Con los años, el tío se pondría cada vez más fuerte y yo más débil, él
más engallado y yo más pachucha. Él por ahí y yo en casa cuidándole la
carnada. ¿No comprendes que acabaríamos separándonos?

ADÁN.— Di mejor que no me quieres.

LILÍ.— Yo te quiero, Adán. Mucho. Y querré a mis hijos. Pero también


has de quererme a mí. Otra cosa sería un desastre para todos.

ADÁN.— Contigo es imposible razonar.

LILÍ.— Y, antes de sentirme tan poco comprendida, prefiero separarme.

ÁNGEL.— ¿Cómo?

LILÍ.— Con todo el dolor de mi corazón, porque le adoro, pero


dejaremos de ser una pareja. Nos divorciaremos.

ÁNGEL.— Pero eso sería una catástrofe, un cataclismo. ¿Qué iba a ser de
la raza humana?

ADÁN.— Te advierto que no encontrarás sustituto. ¿No ves que soy el


único?

LILÍ.— También yo soy la única mujer.

ÁNGEL.— ¿Y vas a quedarte sola por un puntillo?

LILÍ.— Ya viste lo que hizo con la flauta. Me pasé la mañana tallándola.

ADÁN.— Menuda hazaña...

ÁNGEL.— Esto lo arreglo yo en un santiamén. Anda. Ven aquí. Dame tu


flauta. (Se la da a LILÍ.) Toma, para ti. Y ahora (A ADÁN.), pídele perdón.
Vamos, vamos.

ADÁN.— (Después de un titubeo.) Mira, Ángel, yo no me meto en tus


asuntos, así que deja que yo arregle los míos.

ÁNGEL.— Pero, escucha, pedazo de animal. ¡A medias, todo a medias!


Tampoco es pedir demasiado.

ADÁN.— Tú eres un pobre tonto que se deja engatusar por la primera


vampiresa del tres al cuarto que conoces.
LILÍ.— No tolero tus insultos.

ADÁN.— A mí no me engañas, rica. Tú lo que quieres es irte por ahí a


vivir tu vida con tus caballos en vez de cuidar de tu esposo y de tu familia como
una mujer decente.

LILÍ.— Esto se acabó. Me marcho.

ADÁN.— De acuerdo, vete. Pero a casita. Luego hablaremos tú y yo.

LILÍ.— No, Adán. Nunca volveré a casa.

ADÁN.— Como quieras. Por mí...

ÁNGEL.— ¿Pero qué locura es ésta? Por favor, Adán, repórtate...

ADÁN.— Te advierto que no eres la última hembra de este lugar. Hay


cabras, vacas y hasta jirafas con menos humos y mejor carácter que tú...

ÁNGEL.— ¿Has perdido el juicio? Ay, Dios mío, a mí me va a dar algo...

LILÍ.— ¿Sabes lo que ocurre, Adán? ¿Sabes por qué quieres marcarme a
fuego, como a una res de tu propiedad? Porque aquí (Por su vientre.) están todos
los humanos... Aquí está toda la historia del mundo. Y en el fondo te sientes
envidioso.

ADÁN.— Tú eres la que tienes envidia de mi sexo por ser mucho más
grande que el tuyo. Algún día lo dirá algún sabio, ya verás.

LILÍ.— ¿De esa cosa fea que te cuelga y te asustó a ti mismo la primera
vez que la viste? Esa payasada no te la crees ni tú. Adiós, Adán.

ADÁN.— Adiós, Lilí. Vete cuanto antes, vete al cuerno. ¡No quiero verte
nunca más!

(LILÍ hace mutis.)

ÁNGEL.— ¿Pero qué has hecho?

ADÁN.— NO te preocupes. Ya volverá.

ÁNGEL.— Estúpido. No volverá nunca. (Pausa.) Bueno. Yo también


tendré que marcharme.

ADÁN.- ¿Tú?
ÁNGEL.— Comprenderás que si no os reproducís, esto se acabó.

ADÁN.— Márchate, marchaos todos. Pájaros, reptiles, peces, árboles,


luna. ¡Dejadme solo! Por lo visto, ella era lo único que os importaba.

ÁNGEL.— ¡Serás cabezota! Anda que lo que van a decirme cuando


llegue arriba, no quiero ni pensarlo... (Pausa.) Se me esta ocurriendo una idea.
¿Por qué no corres a buscarla?

ADÁN.— ¿Qué pretendes? ¿Que me baje los pantalones para que me


mande toda la vida? Eso nunca. Pero tengo otra idea mejor, ¿por qué no le
pedimos al Señor que nos cree otra mujer más sencillita, con menos humos?

ÁNGEL.— Ni lo sueñes. Cómo se iba a poner.

ADÁN.— Pues anda que cuando sepa que aquí no va a haber


descendencia...

ÁNGEL.— Calla, no me lo recuerdes.

ADÁN.— Entre tú y yo... no creo que la cosa resultara muy complicada.


Él lo hizo con mucha facilidad.

ÁNGEL.— ¿Y cómo?

ADÁN.— Tú sabrás. Tú estuviste presente en la creación. Una mujer


distinta, dulce, sumisa, sacrificada, siempre en casa... un hijo detrás de otro... no
muy lista...

ÁNGEL.— ¿Y si se entera?

ADÁN.— Se sentirá feliz al ver el mundo poblado de hombrecitos y


mujercitas. Y la recompensa por tu iniciativa será todavía mayor...

ÁNGEL.— No me atrevo.

ADÁN.— Podríamos llamarla Ave, como un pájaro.

ÁNGEL.— No puedes repetir el nombre. Menudo lío. Si acaso ponlo al


revés. Eva. !No, no, qué disparate!

ADÁN.— Hola, Eva. Vete a hacer la comida. Eva, échate en la cama. Eva,
tráeme un whisky, Eva... No suena mal... ¿Eh? Anda, Ángel, guapito, sé bueno
como un favor personal, ¿quieres tener la amabilidad de crearme a Eva?
TELÓN
ACTO SEGUNDO

(En escena ÁNGEL y ADÁN. ÁNGEL con un saco de tierra y un cubo de


agua.)

ADÁN.— ¿Pero qué traes aquí?

ÁNGEL.— ¿Qué voy a traer? Tierra del barranco. Y un cubo de agua del
lago para amasar el barro.

ADÁN.— ¿Ah, pero piensas hacerla también de barro?

ÁNGEL.— ¿Cómo sino? El Señor os hizo así.

ADÁN.— Pues no le salió muy bien que digamos. Ya has visto el


resultado.

ÁNGEL.— Como critiques al Señor me voy a enfadar y te vas a crear a la


mujer tú sólito. ¡Caray!, pues no parecía que disgustara tanto. No la dejabas ni a
sol ni a sombra y nada más verla dabas alaridos de satisfacción.

ADÁN.— Si de su aspecto no tengo ninguna queja. Al contrario. Es muy


aparente, pero deberíamos usar otro material si queremos mejorar el producto.

ÁNGEL.— El barro sólo se puede hacer con tierra. Y ésta es de la mejor


calidad, de la misma que te crearon a tí,

ADÁN.— Pues ahí está la cosa. Que como sea la misma, ya la hemos
armado. También ésa querrá ser igual que yo y empezará a darme el rollo.

ÁNGEL.— Pero, vamos a ver si nos aclaramos... ¿Tú no quieres que Eva
sea como tú? ADÁN.— Más o menos. Pero distinta.

ÁNGEL.— ¿Cómo exactamente?

ADÁN.— Pues lo típico, con el pelo largo y las ideas cortas. ¿Me
entiendes?

ÁNGEL.— No.

ADÁN.— Con un buen cuerpo, unas buenas piernas, un buen sexo y a


otra cosa. Que sepa echarse para hacer el amor, cuidar hijos y preparar comidas.
Y rezar, rezarle mucho al Señor para tenerle contento. ¿Para qué más? Si quiere
saber algo yo se lo explico y si necesita cualquier memez yo se la doy. Una vida
envidiable, no se quejará.

ÁNGEL.— A primera vista no parece mala... Pero no sé, igual le resulta


monótona.

ADÁN.— Ya la divertiré yo con mi conversación, no te preocupes.

ÁNGEL.— Veremos lo que sale. Si por lo menos no hubieras roto los


libros.

ADÁN.— Alguno queda. Mira, aquí tienes un «Tratado de cirugía» con


unas ilustraciones preciosas.

ÁNGEL.— Para lo que nos va a servir... Faltan un montón de siglos para


que haya quirófanos.

ADÁN.— (Por otro libro.) «Partos». Mira por dónde éste es el único
asunto que me inquieta. Porque si es ella la que pare los hijos, un día u otro
pretenderá subirse a la parra, como la otra.

ÁNGEL.— ¿Y qué quieres?

ADÁN.— Y luego empezará con las monsergas de siempre. Que si soy la


madre de tus hijos, que sin mí se acabaría la especie...

ÁNGEL.— ¿Y no es así?

ADÁN.— Pues por eso precisamente, hay que evitarlo.

ÁNGEL.— ¿De qué manera?

ADÁN.— Igual que yo vengo del Señor, ella tiene que venir de mí.

ÁNGEL.— ¿Pero qué te figuras, descarado? ¿Que tú eres Dios?

ADÁN.— Para ella tengo que serlo o no saldremos de líos. Cabeza de


familia y cabeza de todo. Dueño y señor , por voluntad divina. Amén.

ÁNGEL.— Pero eso es mentira.

ADÁN.— Tú no te chives y verás como no se entera nunca.

ÁNGEL.— ¡Qué inmoralidad!


ADÁN.— Pero bueno, ¿quieres o no quieres que se pueble la tierra?

ÁNGEL.— Pero...

ADÁN.— Te cuento mi idea. Tú me cortas un pedacito de mi cuerpo.


Pequeño. Y que no duela. Lo mezclas con el barro, y la creas a tu aire tan
ricamente. Siempre constará que ella ha salido de mí. Ya puede parir luego
tantos hijos como quiera, ¿quién habrá sido el primero, la fuente de todo? Yo.

ÁNGEL.— Oye. Ahora me doy cuenta. Tú eres un sinvergüenza. ADÁN.


— Y tú un Arcángel de lo más tiquismiquis.

ÁNGEL.— Bueno, vamos a probar.

(Coge unas tijeras y haciéndolas sonar como un esquilador va dando vueltas


alrededor de ADÁN.)

¡Pues vamos a ver qué cortamos! Tiene que ser una costilla que te sobre,
que no sirva para gran cosa, que te cuelgue...

ADÁN.— (Llevándose las manos al sexo.) ¡No! Eso no...

ÁNGEL.— ¡Pues ya me dirás tú qué te corto!

ADÁN.— Mejor algo que tenga repetido, para que no se note...

ÁNGEL.— ¿Un dedo?

ADÁN.— NO. Si un día vuelvo a tocar la flauta lo puedo necesitar... Ya


está. Una costilla. Tengo un montón. Ven. Toca.

ÁNGEL.— ¡Ah, no! Eso es dificilísimo de sacar.

ADÁN.— En el libro de cirugía vendrá detallado. Tú espera a que yo me


duerma y en cuanto esté en pleno sueño, ¡zas! (Se echa sobre la mesa y se pone el
libro encima para que lo vea.) ¿Vale?

ÁNGEL.— Vale.

ADÁN.— Una sola costilla. La más pequeña, esa que sobra. Y sin dolor,
que no se te olvide.

ÁNGEL.— Lo procuraré. (Se ha puesto las gafas y lee.) «Se coge el bisturí
con la mano derecha y se separa la epidermis de la zona esternal con la
izquierda.» Yo no entiendo nada. Ay, Dios, qué trajines...
(Y mientras se queda muy preocupado y atolondrado, como un cirujano en su
quirófano, con las tijeras. Se hace oscuro y suena fuerte música. Poco después se hace de
nuevo la luz. Es el atardecer. ÁNGEL y ADÁN están dándole a la comba mientras
EVA salta como una niña. Es una hermosa muñeca. Viste falda tejana y camiseta,
ribeteadas ambas prendas con femeninos y cursis volantes.)

EVA.— (Cantando y saltando.)

«Soy la reina de los mares

Y ustedes lo van a ver

Tiro mi pañuelo al suelo

Y lo vuelvo a recoger».

ÁNGEL y ADÁN.— Muy bien, muy bien

EVA.— (Palmoteando.) Otra vez, otra vez.

ÁNGEL.— Eva, que llevamos toda la tarde dándole a la comba. Desde


que has nacido no has hecho otra cosa que saltar.

EVA.— Es que me gusta muchísimo. Sí, por favor, por favor...

ADÁN.— Anda, Eva, no molestes a Ángel. Ya seguiremos mañana.

EVA.— Como tú digas, Adán. Tú sabes mejor que nadie lo que me


conviene.

ADÁN.— Por supuesto. Dame un beso.

EVA.— De mil amores. (Le besa la mano con gran respeto.) ¿Tienes sed? ¿Te
traigo agua fría del manantial o prefieres unas frutas?

ADÁN.— Agua.

EVA.— Enseguidita. (Le limpia un poco la camiseta con los dedos.) Te habían
caído unas hojas. Quiero llevarte siempre limpio y arreglado como un milord.

(Le echa un beso y hace mutis.)

ÁNGEL.— No nos ha salido del todo mal, ¿verdad?

ADÁN.— NO, no está mal.


ÁNGEL.— Bonita, sumisa... Como tú la querías. No tendrás queja,
supongo.

ADÁN.— Está más gordita que la otra, más desarrollada, sobre todo por
delante. Quizá debiste ponerle menos tierra a la mezcla.

ÁNGEL.— ¿No te gusta?

ADÁN.— Sí, por supuesto. Cuanto más, mejor... ¿no crees?

ÁNGEL.— Hijo, eso tú sabrás.

ADÁN.— Además, ésta es mucho más femenina. ¡Vas a comparar! Una


figurilla de porcelana. Un bibelot.

ÁNGEL.— No sé lo que es un bibelot, pero si tú lo dices...

ADÁN.— Tan dulce, tan delicada, tan obediente. Porque ya has visto,
hasta me besa cuando se lo pido. ¿Tú sabes qué gozada es que la mujer de uno
le obedezca a uno? (Chasqueando los dedos.) Eh, tú, pequeña... y hecho. Es la paz
del hogar.

ÁNGEL.— Claro.

ADÁN.— A esa le podían poner en la mano todos los libros del mundo;
seguro que no abriría uno solo. No como la otra que se las daba de sabihonda.
¡Me revientan las intelectuales!

ÁNGEL.— Aunque ésta quizá se pasa. Me duele la mano de darle a


Incomba.

ADÁN.— Lilí me ponía nervioso con sus aires de superioridad y de estar


de vuelta de todo. Hacía siempre lo que se daba la real gana, sin el menor
respeto. Ya viste lo de las manzanas.

ÁNGEL .— No me lo recuerdes.

ADÁN.— (Furioso.) Estoy encantado con Eva. Es el ideal, la maravilla.


¡Encantado! ¿Te enteras?

ÁNGEL.— ¿Cómo no me voy a enterar si me lo estás diciendo a gritos?

ADÁN.— ¡LO digo como quiero!

ÁNGEL.— Eres muy dueño.


ADÁN.— Pues muy bien.

ÁNGEL.— Muy bien.

(Pausa.)

ADÁN.— ¿Por dónde andará?

ÁNGEL.— Ha ido a buscar agua...

ADÁN.— Me refiero a Lilí.

ÁNGEL.— Ah, no sé, por ahí...

ADÁN.— Mientras no le haya ocurrido nada.

ÁNGEL.— Pierde cuidado. Es muy lista.

ADÁN.— Ése es su peor defecto. No me gustan las mujeres listas. Y


menos aún las que se las dan de listas. No me gusta su manera de ser. ¡Lilí no
me gusta ni pizca! ¿Te enteras?

ÁNGEL.— Me entero, sí.

ADÁN.— Mira todo lo que me dijo... ¡A mí, a su marido! Eso no se


puede tolerar. Me alegro de que se fuera. ¡Me alegro muchísimo!

ÁNGEL.— Por supuesto.

ADÁN.— No te figures que la añoro. Sería natural, al fin y al cabo ha


sido mi primera mujer... ¡No me digas que no sería natural que la añorara!

ÁNGEL.— NO, no te lo digo.

ADÁN.— Pues ya ves, ni tanto así. Aunque esa, con lo testaruda que es...
la veo muy capaz de volver por aquí el día menos pensado... ¿no te parece?

ÁNGEL.— YO qué sé.

ADÁN.— ¿Te gustaría a ti que volviera alguna vez?

ÁNGEL.—Pues...

ADÁN.— Sólo para verla. ¿Es algún mal ver a una persona...?
ÁNGEL.— NO, en realidad, no.

ADÁN.— Lilí será como sea, pero he de reconocer, amigo, ¡que tenía una
manera especial de hacer el amor... de lo más personal!

ÁNGEL.— Bueno, ya está bien.

ADÁN.— Pero, Ángel...

ÁNGEL.— ¡Basta! Termina ya de una vez... No te lo tolero.

ADÁN.— ¿Eh, pero qué estás pensado?

ÁNGEL.— Adán, que tu mujer es Eva.

ADÁN.— Naturalmente.

ÁNGEL.— Te la he hecho a medida, como un traje.

ADÁN.— Desde luego... ¿Adonde vas a parar?

ÁNGEL.— Mira, yo seré tan ingenuo y tan angelical como quieras y


procuro complacerte... pero de eso a confidente de tus devaneos... ¡Nunca! Yo
no soy una Celestina. ¿Me oyes bien? ¡Nunca!

ADÁN.— ¡Alto! Estás ofendiendo a mi esposa Eva.

ÁNGEL.— ¿Yo?

ADÁN.— La madre de mis hijos, el reposo de mis fatigas, la reina del


hogar. ¡Lo más sagrado para mí!

ÁNGEL,— Bravo.

ADÁN.— Ni así voy a consentirte, de esa santa. ¡Granuja!

ÁNGEL.— Un momento, que yo...

ADÁN.— Ni hay, ni habrá jamás para mí otra mujer como Eva. ¡No lo
olvides nunca!

ÁNGEL.— NO lo olvidaré, te lo juro. Espero que tú hagas lo mismo.

(Entra EVA con un corderito en brazos.)


EVA.— Mira, Adán, qué amor de corderito. ¿No es lo más pocholísimo
que has visto en tu vida?

ADÁN.— Pocholísimo... ¡qué palabra tan estúpida!

EVA.— No la diré más si te desagrada. Perdona.

ADÁN.— ¿Y mi agua?

EVA.— Ay, me olvidé. Vi a los hijitos de la oveja y como a mí las


criaturitas me vuelven loca...

ADÁN.— Eres una calamidad que te entretienes con cualquier excusa sin
acordarte de que tu marido tiene sed.

EVA.— Voy a buscarla en seguida.

ADÁN.— Yo iré. No me fío. Porque mi mujer es tan inútil que ni siquiera


sirve para traerme un poco de agua.

EVA.— No, por favor, déjame que vaya...

ADÁN.— Ya es tarde. Y te prohíbo que, de ahora en adelante, te pases


las horas charlando con tus amigas y desatiendas los deberes familiares. ¿Sabes
cuál es el lugar de una esposa decente? ¡La cocina!

(Hace mutis.)

EVA.— Pero si no tenemos cocina... si lo comemos todo crudo, sin


guisar... Pero tiene toda la razón al enfadarse. Soy una mala esposa, soy una
mala ama de casa. Me siento culpable.

ÁNGEL.— Mujer, ya se le pasará...

EVA.— ¡ES tan bueno! ¿Qué sería de mí sin él? (Transición.) ¿Sabes
cuántos ha tenido? Siete. A mí también me gustaría tener siete hijos de golpe,
como la oveja.

ÁNGEL.— Aunque sea uno después de otro...

EVA.— ¿Qué es una mujer si no es madre? ¡Nada!

ÁNGEL.— Yo no diría tanto...

EVA.— Yo quiero un bebé, Angel, un bebé como éste, ¿verdad,


precioso?, peludito él, calentito él... y que diga: bebé...

ÁNGEL.— Primero hay que encargarlo a París.

EVA.— ¿Y dónde está eso?

ÁNGEL.— TÚ no sabes nada, ¿verdad?

EVA.— ¿Yo? ¿De qué?

ÁNGEL.— En realidad, quizá debería explicarte alguna cosa para que no


te pille de sorpresa. Ese Adán es tan bruto...

EVA.— ¿ES un cuento? Adoro los cuentos...

ÁNGEL.— Mira, Eva, tú eres muy inocente y muy niña, pero la vida
tiene sus secretos... ¡Terribles secretos!

EVA.— ¿De veras?

ÁNGEL.— ¿Cómo te lo contaría yo? Las mariposas, por ejemplo. El


mariposón se acerca volando, a la mariposa... la besa...

EVA.— (Palmoteando.) Y nacen maripositas.

ÁNGEL.— Exacto.

EVA.— Ah, bueno. Casi me habías preocupado, Yo también he besado a


Adán. En la mano.

ÁNGEL.— No está mal para empezar...

EVA.— ¿No basta?

ÁNGEL.— No, hija, no basta. (Explota.) ¡Que un Arcángel de mi categoría


tenga que encargarse también de eso ya es demasiado! ¿Qué se han creído?
¡Uno está aquí de criada para todo!

EVA.— No te entiendo.

ÁNGEL.— Pues, en pocas palabras... Tú estate quietecita, sin moverte y


deja que Adán haga todo lo demás, sea lo que sea.

EVA.— Me asustas.
ÁNGEL.— Tú, mientras, piensa en otra cosa. No olvides que toda casada
decente ha de pasar ese mal trago. ¡Y si no es un mal trago, es que no es
decente!

EVA.— Estoy temblando de miedo.

ÁNGEL.— Ánimo, mujer. Quien algo quiere, algo le cuesta.

(Entra ADÁN.)

ÁNGEL.— Pero ¿aún seguís hablando? Lo que os gusta darle a la lengua


a las mujeres.

ÁNGEL.— Era yo, que le estaba explicando...

EVA.— Eso. Me lo explicaba... Bastante mal, por cierto.

ÁNGEL.— Ya que hoy es vuestra boda, vuestra luna de miel..., ¿por qué
no la llevas por ahí de viaje de novios?

EVA.— ¿Para qué se va a molestar? Otro día..

ADÁN.— Pues no es mala idea. (Le da una. palmada, en la nalga.) ¿Verdad,


muñeca?

EVA.— Ay, no, no, no...

ADÁN.— ¿Qué te pasa?

EVA.— No sé, tengo miedo...

ADÁN.— Anda, no seas tonta. Yo te enseño. Tengo experiencia.

ÁNGEL.— (Cogiendo el corderito.) Piensa en el corderito. Es sólo cuestión


de unos momentos... Cierras los ojos el tiempo de rezar tres Credos, como los
huevos pasados por agua, y ya está. Espera. (Le pone el velo de novia a EVA.) Así.
Estás preciosa. Ahora, un poco de arroz. (Se lo echa.) Felicidades, felicidades, y
que seáis muy, muy, muy prolíficos... Hoy, como dirían los periódicos es una
fecha histórica. Los hijos de Eva van a ser muy famosos... Anda, tú, cógela en
brazos, no seas soso, y llévala así a la suite nupcial... Tum tum—tum—tumm,
Tum Tum Tum Tum...

(ADÁN con EVA en brazos inicia el mutis; cuando se oye la marcha nupcial por
el sonido de la flauta, se detiene como electrizado.)
ADÁN.— ¿Has oído, Ángel?

ÁNGEL.— No soy sordo.

EVA.— Qué sonido tan dulce. Esto no es un pájaro.

ÁNGEL.— No, Eva, no es un pájaro.

EVA.— ¿Pues qué es? ¿Cómo se llama?

ADÁN.— Se llama flauta. Pero si se figura que va a estropearme la


velada, está muy equivocada. ¿Qué? ¿Satisfecha tu curiosidad? Pues, andando.
(Mutis.)

ÁNGEL.— ESO. Vosotros a lo vuestro... Y tú, Lilí, a ver si te callas con tu


dichosa flauta. ¡Que te calles! (De pronto sale corriendo.) ¡La mato, la mato!

(El sonido de la flauta desafina al cabo de unos momentos, luego calla y se oye el
galopar de un caballo que se aleja. Cambio de luz. Luz de día. En el árbol del bien y del
mal, LILÍ, con las piernas colgando, está sentada en una rama mientras come una
manzana. Poco después entra ADÁN aburridísimo. Lleva un palo de golf y una
naranja en la mano. Coloca la naranja en el suelo y va a jugar cuando véala mujer.)

ADÁN.— ¡Lilí! ¿Pero qué haces aquí?

LILÍ.— Ya ves, comiéndome una manzana. No hay otras tan grandes y


tan ricas en todo el Paraíso. ¿Quieres un mordisco?

ADÁN.— Ya sabes que no me gustan.

LILÍ.— ¿Qué tal tu matrimonio?

ADÁN.— Muy bien. Soy muy feliz, y vamos a tener un hijo. Muchos
hijos. Rebaños de hijos.

LILÍ.— Me alegro por ti.

ADÁN.— Gracias. ¿Y tú? ¿Qué tal tu vida?

LILÍ.— También muy bien.

ADÁN.— Lo celebro.

LILÍ.— Monto a caballo, descubro sus costumbres, los domo, examino


los pastos... Y mil cosas más.
ADÁN.— ¿No te aburre?

LILÍ.— ¡Qué va! Desde que me separé de ti no tengo un minuto. La vida


de este mundo es apasionante. También estudio música.

ADÁN.— Me di cuenta en mi noche de bodas.

LILÍ.— Has de reconocer que fue un detalle.

ADÁN.— Del peor gusto.

LILÍ.— No tardaste mucho en sustituirme...

ADÁN.— ¿Pues qué te figurabas? Que iba a quedarme solo y


desconsolado toda la vida. La raza tiene que multiplicarse. Yo estoy por el
progreso, por la técnica y por el desarrollo.

LILÍ.— Desde luego. (Transición.) Hola, Adán.

ADÁN.— Hola, Lilí. Y adiós.

LILÍ.—¿Te vas?

ADÁN.— Yo no. ¡Tú! Eva puede presentarse aquí de un momento a


otro...

LILÍ.— Soy una mujer libre, puedo estar donde me dé la gana.

ADÁN.— Si te viera, sería espantoso.

LILÍ.— ¿Por qué? ¡Ah, comprendo! No sabe que existo. Aún no te has
atrevido a decirle que es tu segunda mujer y que se ha casado con un
divorciado. Adán, a veces me das pena.

ADÁN.— ¡Ya basta de meterte conmigo! ¿No te parece?

LILÍ.— Te lo digo con el mayor afecto... También me da ternura esa pobre


muchacha.

(Transición.)

Arreglé tu flauta. ¿Ves? Le ensanché los agujeros y suena mucho mejor.


¿Tú no tocas ahora?

ADÁN.— Ni siquiera me he construido otra...


LILÍ.— (Riendo.) Cómo te enfadaste y con qué rabia rompiste la mía, ¿te
acuerdas?

ADÁN.— (Riendo también.) Pues anda que tú también te pusiste buena...


¿Sabes que te encuentro muy guapa esta mañana?

LILÍ.— Gracias, hombre.

ADÁN.— Eva también es muy guapa, por supuesto.

LILÍ.— Por supuesto.

ADÁN.— LO pasábamos bien tú y yo, ¿verdad?

LILÍ.— Bueno, a ratos,

ADÁN.— Con Eva también lo paso estupendamente, por supuesto.

LILÍ.— Por supuesto.

ADÁN.— Fuimos una pareja afortunada, inventamos el beso, el amor, la


reconciliación...

LILÍ.— Tú te empeñaste en estropearlo todo.

(ADÁN toma un palo y una naranja y juega como al golf con ella.)

¿Qué es eso?

ADÁN.— Bah, una tontería que se me ha ocurrido para matar el


tiempo... Aunque no me hace falta... porque me divierto muchísimo.

LILÍ.— Claro que sí.

ADÁN.— Le doy a la naranja con el palo.

LILÍ.— ¿Me dejas probar? (Coge el palo.) ¿Y a dónde hay que lanzarla?

ADÁN.— No sé, donde quieras...

LILÍ.— ¿Ves aquel hoyo? Pues allá va. (Echa la naranja con el palo.)

ADÁN.— Bravo. Muy bien. La has metido dentro... (Coge el palo.) Lilí...
Desde que te fuiste me aburro como un enano. No hago más que darme paseos
con palo y sin palo. Tengo los pies doloridos de tanto pasear.
LILÍ.— No digas eso.

ADÁN.— ES la pura verdad.

LILÍ.— ¿Pero y tú mujer?

ADÁN.— Si la pobre no sabe de qué hablar. Sólo le gusta saltar a la


comba y acariciar las crías de los animales... ¡Hacer el amor con ella es como
hacerlo solo!

LILÍ.— Basta. Me voy a enfadar.

ADÁN.— Cuando pienso en los apuntes que tomaste para nuestro uso...
Mira, aún los guardo.

LILÍ.— NO quiero verlos. (Coge otra manzana y la muerde.)

ADÁN.— ¿Cómo se llamará lo que sentimos en este momento? Es la


primera vez.

LILÍ.— Siempre nos ocurre lo mismo. Siempre es la primera vez...

ADÁN.— Habrá que encontrar un nombre.

LILÍ.— Nostalgia, añoranza, tristeza... puedes elegir.

ADÁN.— O puede que ya esté inventado... Amor.

(Le coge la manzana de la mano, la echa al suelo y se besan. Les sorprende


ÁNGEL.)

ÁNGEL.— ¡Ah, no! Os lo prohíbo. Indecentes, sinvergüenzas, ¡adúlteros!


¡Adán, que es la mujer de tu prójimo!

ADÁN.— ¿Pero qué prójimo?

ÁNGEL.— Mira, no me enredes. Sabes muy bien a lo que me refiero.

LILÍ.— Pero Ángel...

ÁNGEL.— ¡Ni Ángel ni porras! ¿Pero qué porquería de Paraíso va a ser


éste si todo el mundo anda besándose con quien le da la gana?

LILÍ.— Yo soy una mujer liberada, así que te guste o no te guste haré
siempre lo que me pase por las narices por no decir otra cosa peor. Hasta la
vista. (Mutis.)

ÁNGEL.— Y tú... ¡Qué vergüenza! Con una bendita esperándote en casa,


bendita esposa y bendita madre. ¿Qué más se puede desear? ¡Ah, pues al
hombre no le basta...! Además desea a Lilí... Por Dios, ponte de acuerdo contigo
mismo.

ADÁN.— La quiero.

ÁNGEL.— Pues, te aguantas. Haberlo pensado antes. ¿No te la hice


como me pedías, con costillita y todo, que ya es pedir? Pues tienes la obligación
de quererla, aunque sea a la fuerza.

ADÁN.— Si también la quiero.

ÁNGEL.— ¿Cómo?

ADÁN.— En realidad, quiero a las dos. Una para que me cuide la casa...
y la otra para que me cuide a mí.

ÁNGEL.— ¿Y tú, rico, a quién cuidas? Eres un cínico. No sé cómo te


hablo.

(Entra EVA. Lleva puesto un mandil y con un plumerito va limpiando las hojas
de los árboles.)

EVA.— (Canturreando.) «Soy la reina de los mares...» Te estoy dejando el


paraíso como los chorros del oro. Ni una mota de polvo, ni una rama fuera de
su sitio. Soy muy hacendosa. Yo, con mi jardincito y mi niño (Se toca la barriga.),
la más feliz del mundo.

ADÁN.— Me voy a dar un paseo.

EVA.— ¿Otra vez?

ADÁN.— Así se me abre el apetito para comer.

EVA.— Hoy te pondré lechuga, rábanos, ciruela y melón, como a ti te


gusta. ¡Y como postre una sorpresa!

ADÁN.— Muy bien.

EVA.— Adán, tú ya no me quieres como antes.

ADÁN.— ¿A qué viene esa tontería?


EVA.— NO me has preguntado en qué consistía la sorpresa.

ADÁN.— ES que si me lo dices, ya no será una sorpresa. Además, ya sé


lo que es: un plátano.

EVA.— ¿Cómo lo has adivinado?

ADÁN.— Porque todos los días me pones plátano de postre. ¡Y estoy de


plátano hasta aquí!

EVA.— Pues son muy alimenticios y muy sanos.

ADÁN.— Adiós. (Inicia el mutis por donde se fue LILÍ.)

ÁNGEL.— (Señalándole el lado contrario.) Por ahí.

ADÁN.— ¿Cómo?

ÁNGEL.— Que tú vas a darte todos los paseos que quieras, pero por el
otro lado, ¿estamos? Mira, mejor te acompaño por si acaso.

(Se van los dos.)

EVA.— (Hablando con su barriga.) Como siga paseando así, hijo mío, tu
padre llegará a campeón de carreras de fondo. (Sigue limpiando mientras
canturrea.) «Soy la reina...» (Coge algo del suelo: la manzana mordida.) «de los
mares y ustedes...» (La observa con atención.) ¡Válgame Dios, pero si es una
manzana del árbol prohibido! ¡Y está mordida! Adán, ¿pero qué has hecho? (La
observa mejor.) Pero este mordisco no es de Adán. Él tiene la boca mucho más
grande. ¡Qué alivio! Perdóname, querido mío, por haber dudado de ti. Qué
mala soy. (Deja la manzana sobre la mesa y sigue limpiando muy tranquila.) «Tiro mi
pañuelo al suelo...» Pero ¿si no es de Adán...? Porque Ángel como es un espíritu
purísimo ni come ni bebe... Ay, lo que estoy pensando. Ay, lo que se me está
ocurriendo. Líbrame, Señor, de los malos pensamientos y de los falsos
testimonios, Amén... ¡Pero si hasta tiene huellas de lápiz de labios! ¡En este
jardín hay otra mujer! (Dándole un ataque de histeria.) Ay, a mí me va a dar algo.
¡Ay, ay, ay...! ¡Ayyy!

(Entran corriendo ADÁN y ÁNGEL)

ADÁN.— ¿Qué te pasa?

EVA.— No te acerques. No me roces siquiera.


ADÁN.— Pero, Eva...

EVA.— Mira. (Le da la manzana a ADÁN.)

ADÁN.— Vaya. (Se la pasa a ÁNGEL.)

ÁNGEL.— Me lo has quitado de la boca: vaya.

EVA.— Y esto es lápiz de labios. Soy una esposa engañada, Ángel. ¡Soy
la primera esposa engañada de la humanidad! Ay, ay, ay... ¡ayyy!

ADÁN.— NO des esos chillidos, por lo que más quieras.

EVA.— Me siento mal, muy mal, y quisiera morirme. Si no fuera por


esta criaturíta que llevo en mis entrañas y que no tiene ninguna culpa, me
echaría ahora mismo debajo de un tren. Ay, ay, ay, ¡ayyyy!

ADÁN.— ¿Pero qué tren? Mira, como no te calles, te pego.

EVA.— ¿Serías capaz de pegarme encima?

ÁNGEL.— Sería capaz. Mejor que cierres la boca. Créeme.

EVA.— Pues, si me pega, me voy.

ÁNGEL.— ¿Pero hasta esta mosca muerta se quiere ir? Esto ya es una
epidemia. ¿Y a dónde irías tú, desgraciada?

EVA.— Donde toda mujer honesta. A casa de mamá.

ADÁN.— En primer lugar, tú no tienes mamá. Y en segundo lugar que si


la tuvieras, yo sería tu papá y tu mamá, porque como sabe muy bien aquí el
Ángel, no eres más que carne de mí carne. Así que pase lo que pase no te queda
otro remedio que quedarte conmigo, aguantarte y apechugar. ¡Estaría bueno!

EVA.— (A ÁNGEL.) ¿Pero a ti te parece justo?

ÁNGEL.—No...

ADÁN.— Le parece justísimo. Y a todos los jueces del mundo les


parecerá lo mismo.

EVA.— Porque serán todos hombres, mira ése.

ADÁN.— Eva..., un hombre es-un hombre y una mujer, una mujer. Los
hombres tienen cosas de hombres y las mujeres cosas de mujeres. Supongo que
estarás de acuerdo.

EVA.— ¿Pero qué me dices de la manzana?

ADÁN.— ¿Qué manzana? Ah, bueno, te refieres a... Si tiene una


explicación muy sencilla... la más sencilla del mundo... Anda, cuéntasela tú,
Ángel, así se quedará tranquila.

ÁNGEL.— Seguro que tú lo harás muchísimo mejor.

ADÁN.— Me halagas.

ÁNGEL.— Como que estoy deseando oírte. No te digo más.

ADÁN.— (De pronto furioso.) ¡No tengo por qué dar explicaciones a
nadie! ¿Estamos! Y si cuidaras de tu familia, de tu cocina y de tus rezos como es
tu obligación, nunca te hubieras preocupado de esa tontería... ¡Así que ésta va a
ser la última vez que sales de casa sin mi permiso! ¡Además, es hora de
almorzar y ya sabes que soy muy puntual en mis comidas!

EVA.— ¡Dios mío, qué desgraciada soy!

ADÁN.— ¡Ofenderme a mí con tus infundadas sospechas! ¡A mí, a quien


se lo debes todo! ¡A mí, que te he hecho madre, y madre nada más que hay una!
A mí que estoy en contra del divorcio, del aborto, de las relaciones
prematrimoniales y de todas esas libertades con las que quieres destruir el
sagrado vínculo de la familia, ¡familia que reza unida, permanece unida!

EVA.— Todo esto está muy bien, pero, ¿quién es esa que come
manzanas, y qué tiene que ver contigo?

ADÁN.— (A ÁNGEL.) ¿Te das cuenta? Con ella, es imposible razonar...

ÁNGEL.- Pero, Adán...

ADÁN.— (Superior.) Tienes razón, querido amigo. Hay que serenarse.


(Mira su reloj,) Dispongámonos a comer con la alegría cristiana y la felicidad del
hogar, dulce hogar. (Ofreciendo su brazo.) Eva...

(EVA se coge del brazo de ADÁN y de ÁNGEL, quienes disimulando se ponen a


cantar y bailar al compás, muy alegres.)

ADÁN y ÁNGEL.—
ES la reina de los mares

y ustedes lo van a ver

tira su pañuelo al suelo

y lo vuelve a recoger.

ADÁN.— ¿A qué te sientes mucho mejor?

ÁNGEL.— ¡A qué sí!

EVA.— (Saltando.) ¡A que no! Sois tal para cual. Pero yo lo descubriré
todo. ¡Granujas! (Mutis corriendo.)

ADÁN.— ¡Eva!

ÁNGEL.— ¡Eva...! ¡Ay, Dios!

(Y la siguen los dos haciendo mutis también.) (Música. En el manzano, sentada


en una rama, está LILÍ, leyendo un libro y comiendo una manzana. Aparece EVA; su
embarazo está bastante adelantado y con cierto aire de misterio se dirige al árbol
buscando en el suelo alguna manzana mordida. LILÍ echa los restos de la suya
distraídamente, cayendo junto a EVA. Ésta levanta los ojos y la ve.)

EVA.— Al fin Ja he descubierto. Sabía que un día u otro vendría a por


sus manzanas.

LILÍ.— Hola, Eva.

EVA.— ¿Quién es usted? ¿De dónde ha salido usted, que pretende


usted?

LILÍ.— Menos aire de marquesa, usted. Yo estaba aquí mucho antes que
tú. Soy, ¿cómo te lo diría yo?, tu antecesora.

EVA.— Eso es mentira. Adán me lo hubiera dicho.

LILÍ.— ¿Oye, rica, lo tuyo es de nacimiento o te haces la tonta porque te


conviene? ¿Desde cuándo los hombres le cuentan su vida a su mujer?

EVA.— NO debería hablar con usted.

LILÍ.— Desde luego. Tendrías que huir de mí como de la peste. Zona de


peligro, prohibido acercarse sin casco protector. ¡Peligrosísima!
EVA.— ¿Y no le ocurre nada por comer manzanas?

LILÍ.— Ya lo ves. Estoy sola. Cuando alguien no se les rinde sin


condiciones, se le separa, se le aisla. A ti, en cambio, te quieren mucho, ¿verdad?

EVA.— ¡Oh, sí! Muchísimo.

LILÍ.— Pero líbrete Dios de no obedecer sus órdenes.

EVA.— ¿Por qué no voy a obedecerles si sólo pretenden mi bien?

LILÍ.— ¿Cómo lo sabes?

EVA.— Adán me lo ha dicho.

LILÍ.— ¿Y Eva...? ¿Qué dice Eva de su bien?

EVA.— ¿Qué voy a decir? En un matrimonio bien avenido con uno que
hable basta.

LILÍ.— Él, claro.

EVA.— Claro. Voy a tener un hombrecito pequeño. Está aquí, ¿sabe? (Se
acaricia la barriga.)

LILÍ.— ¿Lo sientes moverse?

EVA.— Da patadas.

LILÍ.— ¿Me dejas que lo toque? Pierde cuidado, no voy a hacerle daño.
(Ha descendido y le toca el vientre.) Qué dulce es... Esto es lo que más me indigna...
que quieran convertir a ese hijo en una trampa para tenerte cada vez más sujeta.

EVA.— Miente, Será mío. Sólo mío.

LILÍ.— Será de Adán, llevará su nombre, le harán trabajar para él, le


mandarán a la guerra. Tú habrás servido sólo para criarlo.

EVA.— No.

LILÍ.—¿Gozaste mucho al concebirlo?

EVA.— ¿Yo? Eso es cosa de hombres.

LILÍ.—¿También Adán te dice si debes o no debes gozar?


EVA.— ¿Cómo se llama usted?

LILÍ.—¿Qué importa mi nombre? Siento por ti una gran simpatía, Eva.


Hemos de ser amigas.

EVA.— No quiero.

LILÍ.—¿Te doy miedo? Toma. Te regalo el libro y la flauta.

EVA.— Gracias. No tengo tiempo.

LILÍ.— ¿Quieres montar a caballo?

EVA.— A Adán no le gusta que vaya de paseo.

LILÍ.— Me llamo Lilí, la malvada, la inmoral, la peligrosa Lilí.

EVA.— Yo no creo que sea usted tan mala.

LILÍ.— Llegarás a creerlo. Aunque en el fondo, me envidiarás siempre un


poco.

EVA.— Dice unas cosas muy extrañas.

LILÍ.— Nadie te ha prohibido que huelas.

EVA.— Huele muy bien.

LILÍ.— A Libertad, a verdad, a voluntad propia. Huele a NO, una de las


más hermosas palabras que se han inventado.

EVA.— A mí me han enseñado a decir sí. Sí, sí, sí, siempre sí. ¡Estoy más
harta!

LILÍ.— Pobrecilla. Y lo más injusto es que cuando consigas repetirlo por


fin como un papagayo, te encontrará tonta y sosa y se buscará otra
completamente distinta.

EVA.— Otra como usted.

LILÍ.— Es posible. Casi todos los matrimonios se mantienen de pie


gracias al sacrificio de dos mujeres desgraciadas.

EVA.— Pero eso es monstruoso.


LILÍ.— Para una, las fiestas de cumpleaños de los hijos, las Navidades,
los fines de semana... Para la otra, las noches locas, las tardes de siete a diez, los
viajes de negocios... Y para él todo.

EVA.— (Después de una pausa.) ¿Es usted la amante de mi marido?

LILÍ.— Niña, esas cosas no se preguntan. Además, puedo mentirte.

EVA.— Yo sé que usted no me mentirá.

LILÍ.— Fui su mujer en otro tiempo...

EVA.— Y hacían el amor y todo eso... claro.

LILÍ.— Claro. No pretenderás haber sido la primera. ¿No sabes que la


mujer ha de ser virgen, para no herir su dignidad; y el hombre para ser hombre,
ha de tener experiencia y dominar la situación desde un principio? Mi caso fue
una excepción. Por falta de oportunidad, no por otra cosa.

EVA.— Y luego, ¿ha seguido viéndole?

LILÍ.— Bueno, esto no es muy grande...

EVA.— ¿Y siguen haciendo el amor?

LILÍ.— Mucho menos de lo que él pretende, por supuesto.

EVA.— Por supuesto.

LILÍ.— Sólo cuando hay... ¿cómo te diría...? coincidencia de pareceres.

EVA.— Déme una manzana.

LILÍ.— ¿Para qué?

EVA.— Me la voy a comer ahora mismo. Voy a comerme todas las del
árbol. ¡Yo también quiero ser libre y darle una lección a ese sinvergüenza!

LILÍ.— No, Eva, por despecho, no.

EVA.— Démela.

LILÍ.— No por comer manzanas vas a ser más libre, tonta. Si acaso lo
contrarío. Si llegas a ser libre, entonces ya comerás manzanas.
EVA.— ¿Qué puedo hacer?

LILÍ.— Eso no puede decidirlo nadie más que tú.

EVA.— Si tuviera valor, yo también me separaría de él... Pero el tío se


hará crear otra mujer y se quedará tan ancho.

LILÍ.— Le quieres mucho, ¿verdad?

EVA.— (Indignada.) ¿A ese monstruo?

LILÍ.— El amor nos pierde siempre a las mujeres.

EVA.— Pues ya verá la vida que le voy a dar de ahora en adelante. A ése
se le ha caído el pelo, se lo aseguro.

LILÍ.— No lo dudo.

EVA.— En cuanto a usted con sus aires de protectora... es sólo una


hipócrita como él, más que él. Una envidiosa y una cualquiera que se acuesta
sin el menor escrúpulo con el marido de las además... ¡Frustrada, resentida!

LILÍ.— ¿Te sientes mejor después de haberme insultado?

EVA.— Mucho mejor, gracias.

LILÍ.— Entonces..., ¿ya podemos ser amigas?

EVA.— ¿Yo amiga suya? ¿Pero qué se ha creído? yo soy una mujer
honesta.

LILÍ.— ¿Tú crees que esto es honestidad?

EVA.— Oh, cómo la odio.

LILÍ.— (consolándola.) Mi pobre Eva...

EVA.— Soy muy desgraciada, Lilí, muy desgraciada.

(Se le abraza llorosa, entra ADÁN.)

ADÁN.— ¿Pero esto qué es?

EVA.— Adán, te presente a Lilí, mi mejor amiga. En realidad, la única


que tengo. Ay, pero qué cabeza la mía, si ya os conocíais de antes...
ADÁN.— Aquí se conoce todo el mundo...

EVA.— A mi marido ya le recuerdas, ¿verdad, Lilí? La he invitado a


cenar con nosotros, ¿no te parece una gran idea?

ADÁN.— Lilí tendrá otros planes, otros compromisos,..

EVA.— Estoy segura de que nada le agradará tanto como compartir la


cena en un hogar feliz como el nuestro.

ADÁN.— NO quisiera importunarla. Otro día...

EVA.— Te había preparado fresas, lechuga y zanahorias. Y para postre


una sorpresa. A Lilí le encantará.

ADÁN.—Pero no...

EVA.— Pero sí.

LILÍ.— ¿Quieres dejar de una vez de hacer el gilipollas?

ADÁN.— Lilí, ¿qué modales son esos?

LILÍ.— Está al cabo de la calle. Lo sabe todo. Los tres estamos al cabo de
la calle.

ADÁN.— Quieres decir que...

LILÍ.— Yo misma se lo he contado de pe a pa.

ADÁN.— Pero qué desvergüenza.

LILÍ.— Aclaradas las cosas, si sigue en pie la invitación, me quedaré a


cenar con mucho gusto. Adoro las fresas.

EVA.— Yo las preparo como nadie. Verás cómo te gustan. ¿Y si


cenáramos aquí? Esto es tan agradable. Podríamos organizar un pequeño
picnic.

LILÍ.— Yo te ayudo.

EVA.— NO hace falta. Voy a buscarlo todo.

ADÁN.— Eva, quiero explicarte...


EVA.— Por favor, Adán, tenemos invitados. Luego hablamos. Ofrécele
una copa. Tenemos unas uvas machacadas buenísimas.

(Hace mutis.)

ADÁN.— ¿Pero te has vuelto loca?

LILÍ.— No tengo nada que ocultar.

ADÁN.— (Le ofrece una copa.) Ya has visto a la pobre. No te he exagerado:


aburrida, burguesa...

LILÍ.— Lo que tú has querido que fuera, ni más ni menos.

ADÁN.— NO puedo abandonarla, por el momento, como desearía. Está


embarazada, se siente mal, me da mucha pena... Mi vida a su lado es un
infierno.

LILÍ.— Si añades una sola palabra más te rompo la copa en las narices.

(Pausa.)

ADÁN.— ¿NOS veremos luego donde siempre?

LILÍ.— No creo.

ADÁN.— Si supieras, mi amor, cómo te deseo.

LILÍ.— Pues mira lo que son las cosas. Yo creo que no voy a desearte en
mi vida. ¡Puerco!

(Entra EVA con una bandeja llena de suculentos manjares.)

EVA.— A la mesa, todos a la mesa.

LILÍ.— Muy bien.

(Se sientan en el suelo alrededor de la bandeja.)

ADÁN.— Bendecid, Señor, los alimentos que vamos a tomar y líbranos


de todo pecado, Amén.

EVA.— Amén.

(Ambos se santiguan.)
LILÍ.— Qué apetitoso parece todo. ¡Ay, la familia! Nada tan edificante
como una ejemplar familia. ¡Enhorabuena!

ÁNGEL,— (Entrando.) ¡Ahí va! ¿Pero qué significa esto?

LILÍ.— La civilización, Ángel. Acabamos de inventar, como quien no


quiere la cosa, la maravillosa civilización. A tu salud. (Bebe.)

ÁNGEL.— ¡Basta! No os aguanto más. Ahora mismo telefoneo al Señor y


que venga personalmente a arreglarlo todo. A ver si pone aquí un poco de
orden. Es muy cómodo eso de quedarse allá arriba, descansando, sin ocuparse
de nada, tomando el sol y durmiendo la siesta. No puedo más. Ya estoy harto.

(Marca un número de teléfono que hay sobre la mesa.)

Oiga, aquí el Ángel de Servicios Extracelestes. Ponme con el Señor, es


urgente. No me vengas con excusas, necesito hablarle ahora mismo y contarle
cuatro verdades. Esté donde esté. ¿Cómo? ¿Qué dices? ¿El qué...? ¿El limbo?
¿Ay, pero esto no es el cielo? Perdón, me habré equivocado de número.
(Cuelga.) Ya no sé dónde tengo la cabeza.

LILÍ.— No te molestes en llamar, Ángel. Me voy.

ÁNGEL.— ¿Cómo?

LILÍ.— Pero esta vez me voy del Paraíso. No quiero ver a nadie nunca
más.

ADÁN.— ¿Y a dónde vas a ir?

LILÍ.— Montaré mi potro y recorreremos valles y praderas,


chapotearemos en las olas del mar... o nos perderemos por el firmamento.

ÁNGEL.— Esto está prohibida por las leyes. Incluida la de la gravedad.

LILÍ.— Ya sabes que a mí las leyes...

ÁNGEL.— ¡Si sales de este recinto te vas a morir!

LILÍ.— Galoparemos también hacia ese abismo oscuro de la muerte...


Adiós, Ángel, he tenido mucho gusto en conocerte.

ÁNGEL.— Me vas a poner en un aprieto...

LILÍ.— Desengáñate. Estás ya en un aprieto. Adiós, Eva, y no olvides


nunca, te digan lo que te digan, que eres un ser humano... Adiós, Adán.

ADÁN.— Por favor, no te vayas.

LILÍ.— Cuídala mucho. Y, sobre todo, respétala mucho. O algún día no


podrá soportar tu esclavitud... y aunque la obligues a permanecer a tu lado...
estaré en realidad tan lejos de ti como yo.

ÁNGEL.— Estás llorando.

LILÍ.— ¡Claro que estoy llorando! ¿Pero qué te figuras? ¿Que soy de
piedra? Lloro de decepción, de tristeza, de rabia... pero sobre todo lloro de asco.

(Hace mutis corriendo. Todos se la quedan mirando. Se oye el ruido de los cascos
de caballos que se pierden a lo lejos.)

ADÁN.— Pues yo también me voy del Paraíso.

ÁNGEL.— (Furioso.) De aquí no se mueve nadie.

ADÁN.— Pero, Ángel...

ÁNGEL.— Arcángel, si no te importa. Y de ahora en adelante se van a


cumplir las leyes a rajatabla, sin contemplaciones. Por lo visto, sólo se os puede
tratar con mano dura. ¡Y voy a ser durísimo!

ADÁN.— Muy bien. ¿Cuál es la pena prevista por comer manzanas del
árbol prohibido?

ÁNGEL.— El exilio.

ADÁN.— Eva. Tráeme inmediatamente una manzana. La más gorda.


ÁNGEL.— ¿Qué vas a hacer? ADÁN.— ¡Comérmela! EVA.— ¡Para irte detrás
de ella! ¿Pretendes abandonarme

aquí, sinvergüenza, sola, desamparada, embarazada? Ni

lo sueñes. No vas a librarte de mí tan fácilmente. Yo

también muerdo. ¡Ahm!

(Lo hace aparatosamente y le pasa a ADÁN la manzana que muerde a su vez. A


mbos mastican como dos conejos.)

ÁNGEL.— Están completamente chiflados. Esto no puede ser verdad. Yo


estoy soñando.

ADÁN.— (Escupiendo ruidosamente.) ¡Uuuufff! ¡Qué acida es!

ÁNGEL.— Se juega la eternidad por comerlas... y encima no le gustan...


¡Es el colmo!

ADÁN.— Estamos a tu disposición. Y ahora, cumple con tu deber,


Arcángel.

ÁNGEL.— Pero... (Después de un momento de duda, en un chillido de lo más


severo, señalando la salida.) ¡¡Fuera!!

(Música y oscuro. Durante él boy relámpagos y truenos. Al hacerse la luz todo


está de mudanza. Paquetes, libros, la mesa y demás enseres embalados y atados. El
teléfono en el suelo. La tarde es gris, hace frío. ÁNGEL está terminando de amontonar
sus cosas. Entra EVA. Lleva un chal encima de su ropa habitual.)

EVA.— ¿Tienes una cuerda?

ÁNGEL.— Ahí debe haber unos cabos. Coge los que quieras.

EVA.— ¿NO te sobrará por casualidad un saco o una bolsa?

ÁNGEL.— No, lo siento, ya está todo embalado.

EVA.— Quiero llevarme unos melocotones, unos tomates y unos


plátanos. Son tan hermosos.

ÁNGEL.— No encontrarás otros como los de esta zona, te lo digo yo.


Esto es un paraíso.

EVA.— Estoy asustada, Ángel. Hace frío por primera vez y amenaza
tormenta. ¿Qué suerte nos espera a nosotros y a nuestros hijos? ¿Qué hay fuera
de aquí?

ÁNGEL.— No lo sé. Nunca he pasado la empalizada que cerca el jardín.


A primera vista parece muy grande... No será esto, por supuesto, aquí el Señor
se esmeró, pero puede que no esté tan mal.

EVA.— ¿Él sigue descansando?

ÁNGEL.— Se ha ido a pasar unos días a no sé qué playa y nadie se


atreve a importunarle. No olvides que es, nada menos, que el número uno.
EVA.— Estoy segura de que si lo supiera no permitiría ciertas cosas...

ÁNGEL.— Tiene infinitos asuntos en qué pensar.

EVA.— Lilí dijo un día que nuestros hijos harían guerras, se matarían
entre sí... ¿Crees que para entonces habrá terminado sus vacaciones?

ÁNGEL.— NO lo va a tolerar, pierde cuidado. ¡Si es infinitamente bueno!

EVA.— A lo mejor ni se entera... ¡está tan arriba!

ÁNGEL.— Eva... Yo os he ayudado cuanto he podido, mucho más de lo


que debía... pero no soy más que un funcionario, un mandado.

EVA.— Y te lo agradezco mucho.

ÁNGEL.— Y pensar que si Adán no hubiera sido tan tarugo... ¡Él lo ha


estropeado todo, desde un principio! A mí que no vuelva a dirigirme la palabra
porque no pienso hablarle en toda la eternidad.

EVA.— ¿A dónde te destinan?

ÁNGEL.— De momento, me reintegran a mi antiguo puesto.

EVA.— Menos mal.

ÁNGEL.— Bah, no es ningún chollo. Allí los siglos pasan tan despacio...

EVA.— Cuando veamos una estrella fugaz, pensaremos en ti, en que tú


habrás calculado, milímetro a milímetro, el trayecto de su ruta.

ÁNGEL.— ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué mordiste la manzana? Lilí tiene
razón, debiste ser más independiente. Dejar que comiera solo.

EVA.— ¿Y qué iba a ser de mí, sin un hombre? Le necesito. Al fin y al


cabo no soy otra cosa que una de sus costillas venida a más...

ÁNGEL.— Eva, si me das tu palabra de no contárselo a nadie, te revelaré


un secreto. Pero ha de quedar entre tú y yo.

EVA.— Palabra.

ÁNGEL.— No le quité la costilla a Adán.

EVA.— ¿Cómo?
ÁNGEL.— Lo intenté, te lo aseguro, pero no pude. Ese libro de cirugía es
un galimatías que no hay quien entienda. ¡Yo soy sólo un Arcángel, no el doctor
Barnard!

EVA.— No te creo.

ÁNGEL.— Si un día se inventan los rayos X lo comprobarás. Que le


hagan una radiografía y le cuentas las costillas. Verás que hay el mismo número
en los dos lados. Si se la hubiera quitado..., faltaría una.

EVA.—Así que...

ÁNGEL.— Estás hecha del mismo barro. Nada más que de barro. Como
Lilí, como todos los humanos, sea cual sea su raza, su sexo o el color de su piel...

EVA.— ¿Por qué no se lo dices a él?

ÁNGEL.— ¡No me atrevo! Con el genio que gasta... Además, a estas


alturas tampoco serviría de nada.

(Entra ADÁN. Lleva una. bufanda,)

ADÁN.— ¿Qué pasa con esa cuerda?

EVA.— Aquí la tengo.

ADÁN.— ES que no sirves para nada, qué calamidad. Yo he de hacer


todo el trabajo mientras tú te andas por ahí, sin dar golpe.

EVA.— Eso no es cierto. Plancho, lavo, friego y encima estoy


embarazada.

ADÁN.— ¿A eso le llamas tú trabajo?

EVA.— Sí, señor. A eso le llamo yo trabajo. Sin sueldo. Pero trabajo.

ADÁN.— No me levantes la voz o te doy, respondona.

ÁNGEL.— (A EVA.) Eva, advierte a ese individuo de aspecto


desagradable que tienes a tu lado que como se atreva a tocarte un hilo de la
ropa, me olvidaré de mi dignidad de Arcángel y le atizaré un mamporro de tal
calibre, que tendrá que recoger sus dientes uno a uno, en la orilla del lago.

ADÁN.— Eva, adviértele a ese Espíritu Purísimo de vía estrecha que


anda rondando por aquí, que no se meta en mis asuntos. Que eres mi mujer,
que hago contigo lo que me da la gana y que ya me ha estropeado bastantes
cosas con sus torpezas.

ÁNGEL.— ¡Me he jugado muchas veces el puesto por él y así me lo paga!


Anda, recuérdaselo.

ADÁN.— Contéstale que mejor nos hubiera ido a todos si nos hubiera
dejado en paz.

ÁNGEL.— ¡Es el colmo!

ADÁN.— ¿Qué dices?

EVA.— Dice que es el colmo.

ÁNGEL.— (Ya directamente a ADÁN.) La culpa es mía por no haberte


hecho caso en todo. ¡Ingrato! ¡Hasta la mujer a medida...!

ADÁN.— Pues te luciste.

ÁNGEL.— Como tú me la pedías.

ADÁN.— A las cosas hay que echarles un poco de salero, ¡desaborido!

ÁNGEL.— (Amenazante.) ¡Si no fuera un Ángel me darían ganas de


estrangularte!

ADÁN.— Anda ya... (Sacándose dos papeles del bolsillo.) Éste es el


inventario de todo lo que nos llevamos de aquí.

ÁNGEL.— ¡Bah!

ADÁN.— (A EVA..) Dásela. Y que me firme un duplicado. No vaya a


tener luego reclamaciones.

EVA.— (Dándosela a ÁNGEL .) Toma.

(ÁNGEL coge un papel, se lo queda y le firma el otro que devuelve. ADÁN


comprueba la firma y se lo guarda.)

ÁNGEL.— (Apuntando en el libro mayor.) Menos mal. Por lo menos me


cuadran las cifras. El Mayor, el libro de Caja y la Contabilidad. Saldo y
finiquito, (los cierra y los guarda.) ¡Listo!

ADÁN.— Ya no falta más que el Diario.


ÁNGEL.—¿Cómo?

ADÁN.— Supongo que tendrás que dar cuenta detallada de todo lo


ocurrido aquí durante tu administración.

ÁNGEL.— Pues no había caído en eso. Sí. Aquí está el libro de Actas.
Con letra del Señor... (Aterrado.) ¡Ay, Dios!

ADÁN.— No te preocupes. Yo te ayudo a recordarlo todo.

ÁNGEL.— No te necesito para nada.

ADÁN.— Anda, Eva, ve a terminar de empaquetar los bultos... ¡Que te


largues!

EVA.— No me da la gana. Quiero saber lo que escribís en ese libro. Que


luego la gente lo lee y se entera de todo.

ADÁN.— ¿Pues qué vamos a escribir? La verdad, sólo la verdad. ¡Es un


Arcángel!

EVA.— ¿Y de Lilí? ¿Qué vais a decir de Lilí?

ÁNGEL.— (Que lee el libro con las gafas puestas, como siempre.) Aquí no se
la nombra para nada. El Señor sólo escribió que os creó macho y hembra.

ADÁN.— Somos macho y hembra, ¿no? Adán y Eva. ¿Para qué


complicarse la vida con más detalles? Ni una palabra de ella. Pasa directamente
al asunto de la costilla.

EVA.— Pero...

ADÁN.— Hay que poner la verdad, ¿no?

EVA.— Claro. La verdad ante todo, ¿no es así, Arcángel?

ÁNGEL.— Mira, entre los dos me estáis armando un lío.

ADÁN.— Y que quede muy claro que fue Eva quien me indujo a comer
la manzana.

EVA.— No es cierto. Lo hiciste para correr detrás de esa mujer que te ha


sorbido el seso.

ADÁN.— Pero me la diste tú.


EVA.— Porque tú me la habías pedido, mira ése.

ADÁN.— Haberte negado.

EVA.— Oh, qué injusto eres.

ADÁN.— Y deja ya de estorbar, que tenemos prisa.

ÁNGEL.— (Consultando su reloj.) Uy, sí. Es tardísimo.

EVA.— (Llorosa, haciendo mutis.) Escribid lo que queráis, ¡para lo que


importa!

ÁNGEL.— Eva tiene razón. Lo hiciste por Lilí.

ADÁN.— Pero no te olvides de que antes, Lilí había tentado a Eva con
sus ideas revolucionarias.

ÁNGEL.— ¿Pero no hemos quedado en que no íbamos a nombrarla?

ADÁN.— No me cortes el hilo. Lilí, en ese momento, encarnaba la


tentación, el mal. Lo mismo pudo hablar ella que una serpiente, pongo por caso,
que estuviera enroscada en el árbol.

ÁNGEL.— ¿Pero cómo va a hablar una serpiente? ¡Esa tontería no se la


creería nadie! Si las serpientes no dicen ni pío... Me niego a escribir eso.

ADÁN.— (Cogiéndole el libro.) Pues lo haré yo.

ÁNGEL.— ¡El Diario! ¡Devuélvemelo inmediatamente! ¡Qué van a


decirme arriba si llego sin el libro!

ADÁN.— Que lo has perdido o que te lo han robado. O que yo me lo he


llevado como recuerdo para mi descendencia.

ÁNGEL.— ¡Eres un sinvergüenza!

(Suena el teléfono.)

¿Diga? Sí, podéis pasar a buscarme cuando queráis. Esto quedará


desocupado en unos minutos. Chao.

(Cuelga. Entra EVA empujando un carrito, lleno de enseres.)

EVA.— Ya está todo listo.


ADÁN.— ¿No te habrás olvidado de nada? (Revisa las cosas.)

ÁNGEL.— Eva, no me guardes rencor.

EVA.— Ángel... (Echándose en sus brazos.) Te echaré de menos.

ÁNGEL.— Yo también. Siento no poder ver a tu hijo cuando nazca. Será


un pequeñajo de lo más hermosote, seguro.

EVA.— Gracias.

ÁNGEL.— ¿Qué prefieres un niño o una niña?

ADÁN.— ¡Será un varón! Faltaría otra cosa.

ÁNGEL.— ¿Y cómo le vais a llamar?

EVA.— A mí me gustaría Abel. Suena tan dulce.

ADÁN.— ¡Caín! Mi primer hijo se llamará Caín. Es un nombre mucho


más hombruno.

(Se oyen unos cascos de caballo y el sonido dulce de la flauta.)

EVA.— ¿No oyes?

ADÁN.— No oigo nada. No hay nada que oír.

EVA.- (A ÁNGEL.) ¿Y tú?

ÁNGEL.— No soy sordo, lo siento.

ADÁN.— Andando, tú.

EVA.— Cuando quieras.

ADÁN.— Buena suerte, Ángel.

ÁNGEL.— Pedazo de estúpido, orgulloso y mentecato, ¿es que ni


siquiera vas a darme un abrazo de despedida?

ADÁN.— (Abrazándole.) ¡Ángel!

ÁNGEL.— Eres el tipo más cabezota y egoísta conozco.


ADÁN.— Te echaré de menos, viejo.

ÁNGEL.— Y yo a ti, malcriado y tirano.

EVA.— ¿Cerramos la puerta al salir?

ÁNGEL.— ¿Para qué? Con el tiempo se caerá la empalizada y nadie


podrá saber por mucho que lo busque en qué lugar del mundo ha habido
alguna vez un paraíso. (A ADÁN.) Ayúdala a empujar del carro, hombre, ¿no
ves que casi no puede?

EVA.— Adán. Tengo miedo.

ADÁN.— No seas tonta. Saldremos adelante.

AEVA.— ¿Sigues enamorado de la otra?

ADÁN.— ¿Otra vez con lo mismo? Es que no puedes dejarme tranquilo


un momento.

EVA.— A mí tienes que quererme a la fuerza, ¿sabes? Nunca vas a


librarte de mí. Porque soy y seré siempre tu costilla. Te lo juro.

ÁNGEL.— (Indignado.) ¡Pues yo os juro a los dos que...! Anda, marchaos


ya. Es muy tarde.

(Van a hacer mutis ya ADÁN y EVA empujando el carro.)

Pero, acércate más a ella, hombre, salid por lo menos del Paraíso cogidos
de la mano...

(Mutis de los dos.)

Se mienten unos a otros, se quieren y se detestan, se hieren y se


consuelan... ¡no hay quien entienda a esa pandilla de golfos! No quiero saber
nada de ellos, nunca más, se acabó. Fuera. Cruz y raya. Y esos sin venir a
buscarme. ¡Maldita sea! (Coge el teléfono.) ¡Pero bueno, tú, es que vais a tenerme
esperando toda la eternidad! ¡Estoy harto! ¡De todo! ¡De esos, de vosotros, hasta
de mí mismo! Oye, por cierto... me han dicho que estáis organizando un cuerpo
especial de Ángeles de la Guarda... Nada, sólo que, si aún no está cubierto, me
gustaría apuntarme como voluntario.

(Arranca el teléfono y lo pone con los demás paquetes que boy que llevarse.
Empieza a caer una lluvia fina, pero persistente. Cuelga un cartel en el árbol que pone:
“Se traspasa”.)

Y ahora se pone a llover. Lo que faltaba. Y esas pobres criaturas por esos
mundos de Dios... ¿Pero, bueno, a mí qué me importa que se mojen? ¡Pues a
ver! (Se sube el cuello de la chaqueta, se sienta sobre sus enseres y espera.)

(Arrecia la lluvia.)

TELÓN

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