Acerca de la evolución
Néstor Martínez
Profesor de Filosofía
Esto no deja de tener importancia, como se verá, porque “evolución” dice más
que “descendencia”, es decir, agrega la idea de un cambio de las especies que
de algún modo se “transforman” en otras especies. Gilson señala en De
Aristóteles a Darwin (y vuelta)1, que Darwin al principio hablaba de
“descendencia”, y que fue por influjo de Huxley, uno de sus defensores, que
empezó a usar, luego de publicado su libro, el término “evolución”.
Los hechos que Darwin y toda su época buscaban explicar eran, entre otros, la
existencia de restos fósiles de especies actualmente extinguidas, las semejanzas
obvias entre las diversas especies naturales, así como sus diferencias, y en
general, hacer justicia al carácter “histórico” de la naturaleza que se estaba
descubriendo entonces, por ejemplo, gracias a las nuevas teorías geológicas de
Lyell.
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Obviamente que el tema tal vez más candente en tiempos de Darwin y que aún
hoy motiva confrontaciones respecto de ciertas formas de fundamentalismo
bíblico es la relación del ser humano y de su origen con el proceso evolutivo. En
el Magisterio católico, se admite el origen del cuerpo del hombre a partir de
organismos anteriores, pero se exige reconocer una intervención directa de Dios
para la creación-infusión del alma espiritual, que no puede proceder de la
evolución de la materia. En relación con este tema diremos algo más adelante
sobre el “emergentismo”, es decir, una tesis que de un modo u otro quiere
asignar un origen evolutivo también al alma humana.
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Ya Darwin decía que “especie” es lo que un taxonomista declara como tal, y que
había tantas clasificaciones distintas de las “especies” naturales como
clasificadores. Aludía con esto a la dificultad de decidir en los casos concretos si
una diferencia dada era diferencia entre especies o entre razas o variedades de
una especie. Al límite, su postura es que las “especies” no existen, sólo los
individuos. Gilson comenta que es una curiosa forma de explicar la “evolución
de las especies”.
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supone precisamente que las partes del todo han podido ser eficaces y de
utilidad antes de la conformación del todo mismo.
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Por nuestra parte, esperamos que las razones de nuestra opción por el realismo
de las esencias y la inmutabilidad interna absoluta de éstas se aclaren, en parte
al menos, en el desarrollo del trabajo mismo. Ya la paradoja a que apunta
Gilson de una evolución de especies que no existen apunta en ese sentido. Por
supuesto que no proponemos un realismo exagerado de tipo platónico, con
especies subsistentes en sí mismas, aparte de los individuos concretos, sino un
realismo moderado aristotélico, con individuos reales que tienen realmente
unas naturalezas o esencias que sin embargo no existen fuera de los individuos
mismos.
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En realidad, ésta es la única forma en que han podido ocurrir las cosas, pues las
“especies” no existen fuera de los individuos, y por lógica ha de haber habido
un primer individuo o unos primeros individuos de cada especie. No se trata,
por tanto, de que unas “especies” se “transformen” directamente en otras
“especies”. Sin embargo, muchos autores de procedencia filosófica realista que
han querido hacer un lugar a la evolución de las especies se han visto llevados a
“flexibilizar” el concepto de “esencia” en la creencia de que era la única forma
de hacer posible filosóficamente la evolución.
Ahora bien, dicen Aristóteles y Santo Tomás: lo mismo sucede con las esencias
de las cosas. Veamos porqué. Un mago muy poderoso podría tal vez
transformar a un perro en un gato. Pero ningún mago puede hacer que “ser
perro” pase a ser “ser gato”, porque no tiene sentido, simplemente. Ningún
mago puede hacer que el perro deje de ser mamífero o carnívoro y siga siendo
perro. Este mago tan poderoso puede hacer que los individuos se desplacen,
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por así decir, de un casillero ontológico a otro, de una esencia a otra. Pero no
tiene ningún poder sobre el casillero mismo, no puede hacer avanzar o
retroceder los cuadros del tablero del mismo modo que hace avanzar o
retroceder a los peones.
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Llegamos así a una consecuencia extraña: que el paso de una especie a otra,
caso de haberse dado, ha tenido que ser instantáneo. Esto choca fuertemente
con la imagen de un cambio progresivo y gradual con que usualmente se asocia
a la evolución.
La razón es clara: entre “lo que algo es”, que es la esencia de ese algo, y lo que
ese algo no es, que son todas las otras esencias, no hay nada, no hay tercera
posibilidad, no hay término medio. O es eso, o no lo es. Pero todo proceso
gradual supone una buena cantidad de términos medios. Luego, el pasaje de
una esencia a otra, que es pasaje de lo que algo es, a otra cosa, o sea, a lo que no
es en tanto no ha pasado aún a ello, no ha podido ser gradual, y ha debido ser
entonces instantáneo.
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A esto se pueden plantear dos objeciones: una filosófica, que consiste en decir
que en los accidentes sí aceptamos la gradualidad, por ejemplo, una luz es más
potente que otra, o aumenta de intensidad, un movimiento es más veloz que
otro, o se acelera, etc., y otra, científica, a saber, que hay documentados muchos
casos de transformación gradual entre las diversas especies.
De más está decir que el carácter metafísico de dicho cambio sustancial hace
que no se puedan exigir huellas del mismo a nivel empírico descriptivo.
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Pero entonces, tenemos que ha ocurrido algún tipo de cambio sustancial cada
vez que ha habido el pasaje evolutivo de una especie a otra. El cambio
sustancial, pieza fundamental de la filosofía de Aristóteles y Santo Tomás, no va
contra la inmutabilidad de las esencias, afirmada también en esa filosofía. La
materia prima pierde la forma A porque adquiere la forma B. El que cambia es
el individuo, el compuesto de materia y forma, no la forma A ni la forma B ni la
esencia que en general ellas determinan al unirse a una materia. La forma A y
la forma B no cambian, en el sentido de que, si bien A deja de existir, y B
comienza a existir, ni A deja de ser A, ni B comienza a ser B (lo cual no tendría
sentido). El cambio ocurre en el plano existencial, individual y concreto, no en
el esencial, universal y abstracto.
Es lógico que nos preguntemos entonces por la causa de ese cambio sustancial.
La filosofía aristotélico tomista aporta aquí el principio clave: “omne quod
movetur, ab alio movetur”, todo lo que se mueve o cambia, se mueve o cambia
por obra de otro, de una causa.
“para mostrar que los órdenes superiores del ser no son meras
resultancias de lo que ocurrió antes…así, tenemos que lo superior no es
una mera complicación modificación de lo inferior, sino algo genuina y
cualitativamente nuevo, que ha de ser explicado, no reduciéndolo a
términos de lo inferior donde salió, sino de acuerdo con sus propios
principios” (p. 121).
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Pero esta forma de ver choca con la misma dificultad que ya hemos señalado: el
pasaje de la potencia al acto no puede hacerse sin una causa que esté ya en acto,
de tal manera que iguale, por lo menos, el grado de actualidad y perfección del
efecto que se ha de producir. Nada de eso hay en una pluralidad de partes que
se une en forma cooperativa.
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Pero por eso mismo, no son verdaderas esencias, porque son agregados
accidentales, contingentes. Es un error pensar que con esto se “actualiza” el
discurso tradicional acerca de las esencias. Falta, en definitiva, el auténtico
concepto de “forma sustancial”.
Otra cosa es que se diga que alguna causa eficiente utiliza el progresivo
agrupamiento de las “partes” para actualizar alguna esencia eterna. Es decir,
que el proceso “autoorganizativo”, esencialmente accidental, no se vea como
causa principal, sino instrumental, del nuevo ser. Pero de nuevo, aquí lo
esencial sería una actualización instantánea de la nueva forma sustancial,
formalmente independiente del proceso anterior, pues su actualidad no le
vendría de él, sino de la causa eficiente.
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Obviamente, la causa a la que hay que recurrir es, en última instancia, Dios
Creador. Lo que sin duda es imposible es lo que sin embargo está más
difundido, tal vez, en nuestra cultura por lo que toca a este tema: la evolución
materialista y atea. Si no se da lo que no se tiene, si lo superior no procede de lo
inferior, entonces no es posible que la vida proceda de la materia sin vida, y que
las formas superiores de la vida procedan sin más de las inferiores, sin una
Causa superior que disipe la contradicción inherente a ese proceso. En todo
caso, la evolución exige a Dios.
Pero aquí llegamos a uno de los puntos más difíciles de esta explicación de la
evolución, que sin embargo se impone necesariamente: la evolución así
concebida no es un proceso natural.
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A esta pregunta es posible responder desde los principios del tomismo, que
sostiene que el alma espiritual es la única forma sustancial del cuerpo humano,
y profesa, por otra parte, con toda la Iglesia, el rechazo de la preexistencia del
alma humana.
En efecto, si el alma es la forma sustancial del cuerpo, el ser mismo del cuerpo
cambia, al cambiar su forma sustancial, es decir, al serle creada-infundida por
Dios el alma espiritual. La continuidad con el “homínido” anterior se mantiene
por el lado de la materia primera, pero la nueva forma sustancial está
determinando un nuevo ser del cuerpo mismo. Recordemos la escena genial de
Miguel Ángel: Adán que abre los ojos al contacto del dedo de Dios. Adán acaba
de comenzar verdaderamente a existir, porque acaba de recibir la nueva forma
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sustancial espiritual que lo hace ser hombre y tener un cuerpo humano, y abrir
asombrado los ojos por primera vez, en forma humana, sobre el mundo.
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