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Roma: una gramática cinematográfica de la identidad latinoamericana

Alfonso Cuarón ha logrado, con su película Roma, una aproximación precisa


y, a la vez, poética, a la forma de vida de una nación latinoamericana de la segunda
mitad del siglo veinte. Se trata de Roma, una colonia —lo que en Bogotá se denomina
localidad o en Medellín comuna— enquistada en la pantagruélica mole de la ciudad
de México. El año: 1970. Es México, pero igual puede ser Colombia o cualquiera otra
de las naciones andinas.
Observar y deleitarse con Roma es recordar, para los que vivieron una época
—y para los que no, imaginarla, entenderla—, en toda su complejidad: países que
pasan de ser rurales a urbanos; familias que, dentro de una larguísima tradición
católica, comienzan a resquebrajarse; políticos que, como siempre, cantan sus
promesas vacías en busca de votos y en medio de la miseria de sus electores. Eso, en
un contexto general, pero, más allá de este amplio plano, el drama de una mujer,
indígena, de la etnia mixteca, la cuarta minoría mexicana después de los nahuas, los
mayas y los zapotecos, que vive y trabaja en la casa de una familia de clase media
alta. Una familia presidida por un padre lejano y despótico, una madre profesora en
la “prepa” (o bachillerato); la madre de esta última, y tres pequeños hijos del
matrimonio. Dos empleadas domésticas que hablan en lengua mixteca entre ellas,
una de ella Cleo, la protagonista, magistralmente interpretada por una actriz no
profesional, Yalitza Aparicio. Dos dramas. De una parte, Sofía, la madre de los niños
es abandonada por su esposo; de la otra, Cleo, es embarazada y luego rechazada por
su novio, un practicante de las artes marciales que luego deviene paramilitar.
Historias sencillas, típicas de una nación latinoamericana de los años setenta, que
son presentadas por el arte de Cuarón de manera estremecedora.
La elección del blanco y negro no solo es acertada sino sublime; cada escena,
cada imagen gana en dramatismo, en intensidad, en realce gracias a los claroscuros,
las sombras y los mil matices del gris. Los encuadres, bien sea de los paisajes urbanos
o rurales, así como los primeros planos, en especial, los de Cleo en su exquisita
gestualidad, son de una puntualidad que bordea la perfección.
Cualquier ataque o juicio que se haga a la película en términos de lenta, larga
o aburrida son muestra, seguramente, de la pobreza conceptual que aflige a algunos
o muchos espectadores modernos, anestesiados por un cine que no permite la activa
participación del espectador en la construcción de la lectura de la película. Todo lo
contrario, Roma es de una intensidad pocas veces lograda en la cinematografía
moderna. Y, paradoja de paradojas, quien produce esta obra maestra es Netflix, una
empresa asociada al “streaming” y —en cierto sentido— a la comercialización
exacerbada y a la banalización del cine. Sorprende gratamente que de los mismos
toldos de Netflix —en su batalla de destronar a Hollywood—, surja una propuesta
como Roma que invita a degustar el buen cine, el cine de autor, el cine riguroso, que
no suele conmueve y apela a las emociones básicas del espectador moderno (las artes
siempre deben conmover, de lo contrario no serían artes), sino que también propone
verlo como se concibió desde un principio: más allá de contar historias bien
contadas, es hacerlo con arte a través de la fuerza de la imagen, del dramatismo de
la iluminación, del discurso de lo gestual, de la poética del ritmo y de la cadencia que
seducen e hipnotizan al espectador desde la primera escena.
Cuartón domina el lenguaje cinematográfico y sus reglas: la sintaxis, la
gramática, la morfología y la narrativa visual. Es un observador, igual que un gran
novelista —a la manera de un Dostoievski, un Dickens o un Tolstoi—, de la condición
humana y de las dinámicas sociales. Parecería que la memoria de su niñez, en esa
casa, en esa colonia, raya en lo obsesivo. De ello da cuenta, una tras otra escena: la
forma como Cleo es integrada, y al mismo tiempo, segregada de la familia; las
protestas estudiantiles reprimidas violentamente; los temblores que sacuden la
ciudad; las ventas ambulantes a la salida de los cines, las desafinadas bandas de
guerra escolares que desfilan frente a la casa, los aviones que cruzan sin cesar el cielo
citadino; los campos de verano; el mar, siempre el mar, que seduce y castiga a quien
lo irrespeta; las cosquillas y los canticos para despertar o dormir a los niños, el acceso
vedado a la sala de televisión para las empleadas; el acto de Cleo de limpiar la bocina
del teléfono después de levantarla y hablar en ella (como si fuera un acto impuro);
las explosiones emocionales de los patrones frente a las empleadas de la casa por
hechos no atribuibles a ellas… las imágenes son hilvanadas una tras de otra para
reconstruir una identidad latinoamericana de la segunda mitad del siglo veinte, con
sus contradicciones y matices, sus verdades y sus mentiras, sus gritos y sus silencios.
Al escribir estas líneas se desconocen los reconocimientos que tendrá la
película en los mediáticos premios Oscar. Ese resultado poco importa; con seguridad
Roma es un hueso demasiado duro de roer para la academia hollywoodense y para
un público norteamericano que no sabe seguir subtítulos —bien sea por pereza o por
falta de práctica, o por las dos—. Lo que finalmente queda es una obra intensa, bella
y demoledora en su denuncia social, de una época y de una sociedad burguesa: el
retrato, seguramente incompleto e imperfecto; aun así, un retrato, de una identidad
latinoamericana. Lo demás es inocuo.

Philip Potdevin

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