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Durante millones de años, el impacto de la vida en la Tierra fue neutral desde el

punto de vista energético: animales y plantas coexistían en un ciclo continuo.


Cuando el hombre primitivo descubrió el fuego, el balance de la naturaleza empezó
a cambiar irreversiblemente. Con el fuego fue posible cocer carne, evitar a los
depredadores, fundir metales para hacer utensilios y armas, y prolongar la jornada
laboral. En las dos últimas centurias, el género humano ha descubierto cómo
convertir el calor en electricidad, la forma de energía más versátil y conveniente. La
electricidad ha permitido avances impresionantes en la ciencia y la ingeniería, lo que
ha transformado la civilización y nos ha hecho la vida mucho más confortable.

Pese a ello, en el proceso se ha creado una sociedad de consumo que trata la


electricidad y otras formas de energía como artículos de los que hay que disponer
según demanda. En el periodo relativamente corto que empieza con la revolución
industrial (segunda mitad de XVIII) y hasta hoy, una parte significativa de las
reservas fósiles del planeta, que tardaron millones de años en formarse, se han
agotado significativamente. La emisión de dióxido de carbono y otros productos de
la combustión tienen ahora un impacto notorio en el clima global.

EL MUNDO desarrollado, empujado por la economía de mercado, ha hecho un uso


excesivamente banal de la energía. En esta economía, los precios reflejan el valor
del producto, y son proporcionales a la cantidad que puede haber. Así, en los últimos
decenios se ha dispuesto del petróleo en cantidad abundante, tanto, que nadie ha
podido aplicar a su precio la prima de bien escaso. Ha tenido que ser la entrada de
nuevos consumidores importantes como la India y China lo que haya desequilibrado
rápida y definitivamente su precio. Ahora podemos ver cómo hemos malgastado un
recurso básico. Energía es trabajo, potencial, ambición, ilusión. En definitiva, la
energía aporta productividad a la especie humana, que a la vez ha posibilitado lograr
el bienestar del que disfrutamos ahora.

Para ver el valor que tiene la energía, revisaremos un par de ejemplos. Veamos
cuánta energía se necesita para subir un peso de 20 kilos a una altura de 500 metros.
Sabemos que un hombre entrenado lo puede hacer en una hora. Si ponemos un
artefacto que funcione con un motor eléctrico, la energía consumida será
aproximadamente de 39 vatios por hora (Wh). Si no tenemos electricidad y lo
subimos con un motor de gasolina, la energía consumida será de 156 Wh.
Pongámosle ahora coste económico. Ese hombre que subía el peso, si contamos a
precio de salario mínimo, tendrá un coste de 4,8 euros por hacer ese trabajo; la
energía eléctrica consumida costará 0,004 euros, y la gasolina, 0,02. Usando
electricidad, obtenemos una productividad 1.140 veces superior, y empleando
gasolina, 237 veces superior.

Veamos otro ejemplo. Mucha gente tiene el lugar de trabajo lejos de su domicilio.
Es el resultado de una sociedad en la que la pareja trabaja: no siempre es posible
tener el mejor trabajo cerca de casa. Supongamos que trabajamos a una distancia de
40 kilómetros, 80 en total. Si estamos entrenados, podemos hacer esta distancia
corriendo en 10 horas, lo que tiene un coste económico de 48 euros (salario
mínimo). Con un coche que consuma 5,7 litros cada 100 kilómetros, el coste
energético será de 5,9 euros, 8,1 veces menos.

Estos ejemplos son los más sencillos, pero hay que pensar que la energía ha
permitido adelantos como la luz artificial, la electrónica, las ondas de radio, los
aparatos médicos... con infinitas ganancias de productividad. Es evidente, pues, la
relación entre nuestra vida moderna y la energía.

Pese a la evidencia de esta correlación entre bienestar y energía, nos hemos


acostumbrado a no darle el valor adecuado. A base de ver la energía como si fuera
un artículo cualquiera, la hemos despreciado. En los ejemplos anteriores vemos que
la energía debe ser, como mínimo, 8, 10 o 20 veces más cara de lo que es. Nos
hemos acostumbrado a pagar un euro por un café, o 1,40 por una lata de Coca-Cola
y, cuando tenemos que pagar 1,30 euros por un litro de gasolina, nos quejamos de
que es cara, aunque nos permite una ganancia notable en bienestar. En cambio, no
nos quejamos del precio del café o de la Coca-Cola que no nos aportan
absolutamente nada. Nos hemos acostumbrado a valorar cosas banales y a
desvalorar cosas importantes, echándolo todo al mismo saco. Es hora de deshacer
tanto lío y de rehacer el valor de las cosas. Ha hecho falta que se agote la fuente
principal de energía, el petróleo, para que el mercado empiece a cambiar su orden de
valores.

LA NUEVA sociedad será la de la inteligencia. Inteligencia entendida como lo que


permitirá dar el valor que corresponde a cada cosa, el justo. La sociedad de la
abundancia frugal. Por ejemplo, la que nos llevará a no comer más calorías que las
que necesitamos a diario, la que evitará coger el coche (con un consumo que va de
0,63 kilovatios hora por kilómetro (kWh/km) a 1,30 kWh/km) cuando podemos ir en
bicicleta (con un gasto de 0,02 kWh/km), a pie (0,04 kWh/ km), en tren (0,10
kWh/km) o en autobús (0,16 kWh/km). El bienestar no es proporcional a la
condición de tener. Las relaciones humanas son una reserva de gozo infinitamente
más importante. El camino que se divisa a partir de la crisis de las materias primas y
de energía es un camino de moderación, que devuelve el equilibrio a la naturaleza.

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