En El nuevo periodismo Tom Wolfe narra el recorrido que la crónica
atravesó durante la primera mitad del siglo XX hasta ser considerada un género literario, junto a la novela, el relato breve o el ensayo, de forma ecuánime. A partir de los textos teóricos del programa, la crónica puede definirse como un género de fronteras laxas, que utiliza recursos retóricos, narrativos o poéticos de múltiples tradiciones de la escritura para narrar hechos verídicos. A pesar de las distintas aproximaciones, el debate sobre concepciones de la verdad demuestra que se trata del principal problema a la hora de escribir una crónica. En Las cinco dificultades para decir la verdad Brecht distingue la verdad de la realidad en tanto no se trata de una fidelidad a las cosas como las percibimos, sino de un sentido complejo a partir del trabajo con hechos reales: ubicado en una posición concreta frente a la historia, utilizado más transparente u opacamente según requiera el escritor pero siempre para comunicar algo. La discusión decimonónica sobre la realidad no arroja una concepción de la verdad esencialmente distinta. Los novelistas del realismo, ruso, francés o inglés, necesitaban dar cuenta del mundo para demostrar su funcionamiento, no describirlo simplemente. Por las descripciones, la inmersión de los personajes en el contexto de la época, o la profundidad psicológica de autores de la segunda mitad de siglo como Dostoievski o Flaubert, el mundo en los textos no era uno caótico; aparecía como una miniatura gigante, cuidadosamente reducida. Wolfe propone que esas técnicas son inseparables de la voluntad de enfrentarse a la realidad: “Dickens, Dostoyevsky, Joyce, Mann, Faulkner (…) primero conectaron su obra al circuito principal, que es el realismo.” Sería interesante comparar la relación que la ficción y la no-ficción entablan no con la realidad, sino con la verdad. No con el concepto de verdad (como lo define Brecht, lo hubieran definido Tolstoi, Capote, o Walsh), sino lo que implica para la escritura. En un principio la cuestión no se diferencia demasiado: la ficción es posible gracias a “pactos de lectura” entre el texto y el lector que se producen dentro de un verosímil determinado. Eso implica un límite que varía según cada narración, pero que obliga al escritor a tomar ciertas decisiones. En el caso de la no-ficción la credibilidad de lo narrado también determina la forma, pero se superpone con la propia inscripción del texto dentro del género (sea en los primeros párrafos, en el título, en la contratapa que avise al lector que se trata de una crónica o un texto de no-ficción): mientras que el cuento y la novela también son géneros que vuelven previsible el funcionamiento del relato, su lectura implica poner en tensión el pacto de lectura y “olvidar” que se trata de una ficción, al menos en la concepción más clásica de la ficción, aquella que propone el realismo. En una crónica, en cambio, la lectura debe tener siempre presente que se trata de hechos “reales” para poder funcionar. En este sentido podría entenderse el énfasis que varios cronistas ponen en la necesidad de atraer al lector por sobre cualquier otra cosa, ya que hay una voluntad, implícita, de comunicar hechos concretos, que deriva en una necesidad política de persuadir. Esto no quiere decir que la crónica sea sólo dar cuenta de algo que ocurre fuera del texto. Pero, a diferencia de la ficción, donde la narración y su significado son la misma cosa, la crónica parece apuntar a un significado doble: la construcción de la escena funciona siempre dentro y fuera del texto, proyecta la imagen, como un espejo, sobre la realidad. Para la crónica comunicar, aunque se trate de la búsqueda de algo no encontrado, como señalan varios cronistas, comporta en todos los casos un valor performativo, que puede medirse en cada texto en relación con la realidad, más allá de la verdad que el texto construya. El valor performativo de la ficción, así nombrado por la teoría literaria contemporánea, pero presente, retroactivamente, en cualquier momento de la historia de la literatura, no se mide siempre en relación con la realidad, sino con la verdad, dentro de una dimensión política estética. Quizás el mejor ejemplo de esta diferencia, sean dos textos de Rodolfo Walsh. En la conferencia Tres propuestas para el próximo milenio, Piglia trabaja sobre el cuento Esa mujer, para proponer, además de “la narración del futuro”, el valor de la verdad en esa narración propuesta. La realidad se produce en el cuento, según Piglia, a partir de la omisión del nombre de Evita, nombrado sólo en la cabeza del lector que sabe perfectamente que se trata de ella. Pero Piglia superpone esa “desaparición” a la del cadáver que busca el narrador. Allí aparecería, como un enigma a reconstruir, la verdad, cuya relación con la realidad se produce, a partir de una Historia compartida por los lectores. Lo que él propone, no es otra cosa que la potencia performativa de la imaginación, en este caso, potenciada por una narración que apela a la memoria histórica colectiva, pero que es el funcionamiento ontológico de la ficción desde sus inicios clásicos. Desde este punto de vista, Operación Masacre funciona como verdad simbólica de la memoria de la sociedad por haber prefigurado los crímenes de la dictadura, pero se trata, también, de una denuncia, llevada acabo por un abogado cercano a Frondizi (según Wikipedia), que fracasó en la realidad. Por eso implica, para la realidad, otra clase de verdad a futuro: sobre estos hechos puede investigarse hoy y el texto debe leerse como el fracaso del sistema judicial que lo rechazó. Si Operación masacre es el perfecto ejemplo de la imposibilidad del siglo XX de representar el horror que menciona Piglia en el mismo texto, es porque la dificultad no es sólo la del escritor para dar cuenta de ello, sino de los lectores para interpretar, más allá de creer, lo narrado: la narración futura, propone Piglia, debe entender la escritura como medio para producir un efecto claro en todo tipo de lecturas, históricas, judiciales o utópicas. Con esto, además de señalar las distintas relaciones que entablan la ficción y la no-ficción con la realidad y la verdad, quiero retomar una cuestión que me parece central, para pensar no ya una lectura decimonónica, sino una que nace en el siglo XX. Piglia propone, en el mismo texto, la distancia y el desplazamiento como ejes de la narración futura. La distancia que el siglo XX propuso para la ficción, fue aquella que se produce cuando el narrador manifiesta explícitamente el carácter ficticio del texto. De Borges a Saer o Aira, por citar ejemplos locales, el pacto de lectura empieza a violentarse. El problema es que la ficción anula el efecto rupturista –y por lo tanto, crítico– de cualquier metadiscurso, ya que si bien pone en tensión la “verdad” que produce el verosímil, jamás pone en tensión la realidad: sigue funcionando según el valor performativo del texto en una dimensión estética. Me interesa pensar, entonces, como podría funcionar esa clase de distancia en la crónica. En principio, diría que la crónica funciona así por defecto, ya que, al señalar siempre a un afuera del texto, se propone a sí misma al margen de ese espacio (el desplazamiento que propone Piglia). La narración manifiesta de un hecho real podría considerarse, en este sentido, como un metadiscurso de la realidad. Así se llegaría al mismo tipo de anulación, pero invertida, que sucede en la ficción: como siempre se sabe que los hechos son reales, lo importante no sería eso, sino la verdad que surja del sentido en lo narrado, y por lo tanto la distancia estaría siempre implicada, y no serviría para romper con nada. Pero, la inversión del funcionamiento metadiscursivo en la no-ficción respecto del de la ficción, implica que el recurso no deba romper, sino sostener el texto. Más que asimilar técnicas de la narración, la mejor crónica contemporánea parece subsistir abrazando su carácter metadiscursivo. Es decir, asumiendo formas que en vez de construir la verdad a partir de un realismo, trabajan las escenas, imágenes, etcétera, como materiales puestos en relación en busca de otro sentido (otra forma de la verdad) que no se desprende de sus rasgos compartidos con la realidad. Repito: frente al cine o la fotografía en tanto documento, o muestra de la realidad, cualquier escritura perdió valor. Pero sigue siendo la única fuente directa de sentido (verdad): las películas y las fotos son legibles a través del lenguaje, y así como el cine se beneficia cuando funciona menos como medio de comunicación y más como medio de enunciación poética, un texto no-ficticio del hoy puede preocuparse menos por construir imágenes “creíbles” –ya que su adscripción al género cierra ese pacto y los medios audiovisuales reducen su valor–, y más por poner esas imágenes en relación de manera que se produzcan relaciones de sentido más complejas. No propongo que la crónica se preocupe menos por las imágenes, sino que en vez de construirlas subordinando su escritura a la búsqueda de un realismo conmovedor, trate de “montarlas” en el texto de forma que aparezcan sentidos (conmovedores, por qué no) en la mente del lector. No es inventar algo nuevo, sino enfatizar un aspecto de la escritura que la crónica podría trabajar libremente ya que cuenta con la ventaja de la realidad: el montaje Hay otro aspecto relacionado al concepto de metadiscurso: la intertextualidad. Mientras que en la ficción la intertextualidad aparece siempre como un quiebre (limitado) del pacto de lectura, la posición del narrador en la crónica le da la libertad de desplazarse a otros textos sin romper nada. En esta dirección, intuyo, marchan los cornistas contemporáneos: Juan Villoro y Leila Guerrero hablan de la relación de sus textos con otras disciplinas como algo dado, pero sería interesante pensar también que implica el pasaje en una crónica, de la no-ficción a ficciones literarias o cinematográficas. El texto de Tom Wolfe, es un ejemplo interesante, porque presenta este carácter doble: Es una crónica sobre “La Crónica” por lo tanto un doble metadiscurso que debe referir a otros textos de no-ficción para narrar. Y sin embargo, Wolfe acude también a ejemplos de ficción literaria. Pero en vez de producir una puesta en abismo como suele ocurrir con la metaficción, en este caso aparece la representación tridimensional de un campo, según la definición de Bourdeau, de la no ficción, en un tiempo determinado. Se logran representaciones igual de compleja en campos ajenos a la literatura de no-ficción, a los que la crónica, en tanto metadiscurso, quizás siempre haya tenido la puerta abierta: Baroni, de Sergio Chejfec, podría pensarse como un ejemplo de esta nueva escritura sobre el campo de la escultura y, en el futuro, ser menos una desviación genial que el germen de un nuevo paradigma. Baroni, de Sergio Chejfec podría pensarse como un paso en esa dirección a partir de las artes visuales, donde las imágenes no están para ser leídas desde el “realismo” decimonónico a pesar ser descritas con precisión, sino que adquieren un valor casi poético, una transparencia que no reduce el sentido como un tema explícito, sino que funciona como una especie de luz que revaloriza la mirada. Al mismo tiempo el montaje de las imágenes tampoco está puesto al servicio de un sentido monofónico, que sintetice ideas claras, sinoque propone la búsqueda de un sentido entre las escenas, que la lectura no puede reconstruir siempre de la misma manera, y entonces que obliga la participación activa del lector. Es una forma, quizás más parecida a la de la ficción, de causar una acción en la realidad, pero si una crónica lograra unir ese tipo de intensidad intelectual, con la conmoción emocional de una escena real, quizás pueda causar un efecto más profundo.
Un cuento de Mariana Enríquez, por citar un ejemplo reciente, es una acción
política dentro de una dimensión estética o cultural, que bien puede ser el germen de acciones en la realidad (por ejemplo, su lectura en talleres de género), pero no conlleva el mismo efecto sobre la realidad – aunque ejemplos como Madame Bovary, sirvan de contraargumento – que una investigación periodística donde se denuncia un crimen.