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El punto de encuentro entre

UN CURSO EN MILAGROS

EL CRISTIANISMO

KENNETH WAPNICK, Ph.D.


Con amor y gratitud dedico este libro a Helen Schucman y a William
Thetford, cuya colaboración no sólo hizo realidad Un curso en milagros, sino
que ese ejemplo de verdadera dedicación y fidelidad al propósito de Dios, el
cual consideraron una "encomienda sagrada," fue la inspiración que hizo
posible este libro. Jamás podría expresar plenamente en palabras el regalo
que su ejemplo y amistad ha sido para mí en esta pasada década. El Curso lo
expresa mejor:

El amor es el camino que recorro con gratitud.


Prefacio ......................................................................................... xi

INTRODUCCION..........................................................................

PARTE I - PRINCIPIOS DE UN CURSO EN MILAGROS

Capítulo 1: LA DINAMICA DEL EGO .................................... 21

El mundo de la culpa: dos niveles ........................... 21

El pecado, la culpa y el miedo ................................ 27

La negación y la proyección ................................... 32

Relaciones de odio especial .................................... 36

Relaciones de amor especial ................................... 44

El uso que el ego hace del pasado ........................... 52

Resumen .................................................................. 58

Capítulo 2: EL SIGNIFICADO DEL PERDON.......................

El Espíritu Santo ..................................................... 61

El propósito del Espíritu Santo para las relaciones. 62

El proceso del perdón: Tres pasos ........................... 66

El falso perdón ........................................................ 74

Causa y efecto ......................................................... 76

Defensión vs. indefensión ....................................... 78


Oportunidades para el perdón ................................. 84

Capítulo 3: EL PERDON DE LA INJUSTICIA Los PROBLEMAS DE


IRA, ENFERMEDAD Y SUFRIMIENTO

La inversión de causa y efecto ................................ 91

El problema de la ira ............................................... 94

El significado de la enfermedad ............................ 100

Falsa curación vs. verdadera curación: la magia vs. el milagro


................................... 105

El significado de la injusticia y del sufrimiento....

La verdadera justicia ............................................. 119

La práctica de la verdadera justicia .......... ........ 121

El papel del Espíritu Santo .................................... 127

Capítulo 4: EL SIGNIFICADO DEL AMOR Y DE LA


SEXUALIDAD ....................................... 131

El perdón y el amor: La relación santa ................. 132

1. Padres e hijos ............................................. 133

2. El amor romántico ..................................... 137

Sexualidad y celibato ............................................ 143

1. Los dos usos de la sexualidad .................... 143

2. El celibato .................................................. 147

3. Forma vs. contenido ................................... 149


Capítulo 5: CONCLUSION: FE, ORACION Y PERDON ..... 155

La necesidad de fe ................................................. 155

La fe y la oración: El significado de la abundancia


................................................. 160

Nuestra función de perdonar ................................. 167

PARTE II LAS ENSEÑANZAS DEL NUEVO


TESTAMENTO

INTRODUCCION ...................................................................... 175

Capítulo 6: EL MUNDO DEL EGO: LA RELACION ESPECIAL


......................... 179

El tomar nuestra cruz ............................................ 180

Las enseñanzas de Jesús sobre las relaciones especiales


....................................................... 187

El amor especial por Jesús .................................... 194

La telaraña del especialismo: el odio especial por Jesús


......................................................... 201

Capítulo 7: EL PERDON: LAS ENSEÑANZAS .................... 209

La ira ..................................................................... 210

El perdón a los enemigos ...................................... 216

La cuestión del divorcio ........................................ 222

El perdón como la expresión del amor de Dios .... 227

El amor por los pecadores y los pobres ("Anawim")


................................................... 234

Capítulo 8: EL PERDON: EL EJEMPLO ............................... 243

El ministerio público: La universalidad del amor. 243

La crucifixión y la resurrección ............................ 249

1. El mensaje de la crucifixión ....................... 249

2. Los últimos días: Invulnerabilidad e indefensión


.............................................. 253

3. El perdón del especialismo ........................ 255

Capítulo 9: EL MALENTENDIDO DE LA CRUCIFIXION. 261

La distorsión del presente ..................................... 261

Expiación con sacrificio ........................................ 264

El siervo sufrido .................................................... 266

El reforzar de la culpa: Martirio y persecución..... 273

La irrealidad de la muerte ..................................... 277

Capítulo 10: LA FE EN EL DIOS DEL AMOR ....................... 281

El amor de Dios por nosotros ................................ 282

La disponibilidad del Amor de Dios ..................... 286

El confiar en Dios ................................................. 291

El confiar en lo que no se ve ................................. 299

Capítulo 11: EL PODER DE LA DECISION ........................... 305


La decisión de Jesús .............................................. 305

La urgencia de decidir ........................................... 308

El honrar el poder de nuestra mente ...................... 313

PARTE III - EL APOSTOLADO

INTRODUCCION ...................................................................... 321

Capítulo 12: LAS TRAMPAS DEL EGO ................................. 325

El rechazo y la persecución ................................... 325

"Devolved al César ................................................ 329

Capítulo 13: EL CUMPLIR CON NUESTRA FUNCION ....... 337

"El complejo de Jonás.. ......................................... 337

Humildad vs. arrogancia ....................................... 345

Capítulo 14: APOSTOLES DEL ESPIRITU SANTO Y DE JESUS


............................................................ 353

"La prueba de la verdad" ...................................... 353

Apóstoles de luz y paz .......................................... 357

PARTE IV - JESUS

INTRODUCCION ...................................................................... 373

Capítulo 15: NUESTRA RELACION ESPECIAL CON JESUS


............................................................ 375

¿Quién es Jesús? .................................................... 375


¿Por qué tenemos que perdonar a Jesús? .............. 378

Capítulo 16: ¿NECESITAMOS A JESUS? ............................... 387

¿Es El el Unico Maestro? ...................................... 388

Jesús como nuestro modelo ................................... 391

Nuestros regalos a Jesús ........................................ 397

EPILOGO

LA ENSEÑANZA DEL MENSAJE .......................................... 403

INDICES

Indice de nombres .............................................................407

Indice de ejemplos ............................................................408

Indice de materias .............................................................409

Indice bíblico ....................................................................418

Indice de referencias a Un curso en milagros ...................428

LA FUNDACION PARA UN CURSO EN MILAGROS .............433


Prefacio de la quinta edición
Para esta nueva edición, el libro se ha recompuesto nuevamente. Se le ha
añadido, además, un índice de referencias a Un curso en milagros. Aparte de
esta adición, el libro permanece virtualmente igual que la edición anterior.

En el prefacio de la cuarta edición (vea abajo) discutí la incompatibilidad


fundamental de Un curso en milagros y el cristianismo tradicional o bíblico.
A tono con esto, el lector podría estar interesado en el libro de próxima
publicación (verano de 1994) A COURSE IN MIRACLES and Christianity:
A Dialogue (UN CURSO EN MILAGROS y el cristianismo: Un diálogo) -
Kenneth Wapnick, N.D. and W. Norris Clarke, S.J. Este diálogo entre un
sacerdote jesuita y yo, discute muchas de las incongruencias entre las
enseñanzas del Curso y las de la Biblia.

Prefacio de la cuarta edición - 1992

Con motivo de esta nueva edición de Forgiveness and Jesus (El perdón y
Jesús), quisiera, en un espíritu de retrospección, discutir el libro en el
contexto global de mi obra y de mi enseñanza hasta el momento. Publicado
en 1983, Forgiveness and Jesus (El perdón y Jesús) fue realmente mi primer
libro. Le precedió un folleto, "Psicología cristiana en Un curso en milagros,"
el cual se publicó en 1978, y un libro de referencias, Glosario-Indice para UN
CURSO EN MILAGROS, el cual se completó en el 1982.

Cuando escribí "Psicología cristiana," el auditorio específico que yo tenía


en mente era un grupo de católicos romanos -monjas, sacerdotes y laicos-con
los cuales estaba bastante relacionado en esa época, aunque claramente el
folleto estaba dirigido a todos los cristianos. Yo veía el folleto como un
puente entre el cristianismo tradicional con el cual ellos estaban relacionados,
y las radicales enseñanzas de Jesús que se encuentran en Un curso en
milagros. Así que no discutí las verdaderas diferencias entre estos dos
sistemas de pensamiento, sino que sólo, me centré en las similitudes. En los
años posteriores a la publicación de "Psicología cristiana," muchos de mis
amigos judíos que estaban familiarizados con el Curso me preguntaban si
escribiría un folleto similar para ellos. Era obvio que la figura de Jesús,
central en el Curso, además de ser el autor de éste, era problemática en el
mejor de los casos, y a menudo una verdadera obstrucción para el estudio que
ellos hacían del Curso. Recuerdo un amigo, que también era rabino (aunque
uno poco convencional), quien me visitó regularmente por un tiempo
mientras trataba de re-escribir el Curso eliminándole todas las "sucias"
palabras cristianas. Pronto renunció a esta imposible tarea, y abandonó el
Curso por otros intereses espirituales.

No obstante, yo estaba intrigado por la idea de una obra así para una
lectoría judía, por lo menos al principio, y realmente escribí una pieza inédita
de cincuenta páginas titulada "Jesús y el mensaje de salvación: Una
aplicación de Un curso en milagros. " Mi propósito era resumir las
enseñanzas del Curso, y específicamente la importancia del Jesús histórico
como portador del mismo-todo esto en unos términos que los judíos y otros
lectores no cristianos encontraran aceptable. Empecé en la manera siguiente:

Este artículo está escrito para aquellas personas interesadas en leer y


estudiar Un curso en milagros, pero que encuentran problemática a la
persona de Jesús, y como resultado, encuentran que el contexto
cristiano del Curso es un obstáculo para el estudio e interés de ellos.

Este artículo es un intento por discutir a Jesús y los acontecimientos


de su vida dentro del contexto global del plan de Dios para nuestra
salvación, aparte de las cuestiones teológicas y/o sacramentales que a
menudo parecen separar a las gentes, las cuales pueden opacar el
mensaje de amor y de unidad que él vino a enseñar, a demostrar y a
efectuar.

Dos mil años de historia han ocasionado que muchos no cristianos,


así como algunos cristianos, perciban en Jesús una imagen de odio,
juicio, exclusividad, venganza y división él, cuyo mensaje fue sólo de
amor, perdón, curación, paz y unidad. Como afirma el Curso: "Se han
hecho amargos ídolos de aquel que sólo quiere ser un hermano para el
mundo" (C-5.5:7) La historia del cristianismo puede verse en parte
como la historia de un pueblo que amó mucho a Jesús, pero que a
menudo, inadvertidamente, le trajo tragedia al mundo en vez de traerle
consuelo y salvación. Este artículo intentará explicar, en parte, cómo se
desarrollaron algunas de estas tragedias.

El principal centro de interés será el mensaje de salvación de Jesús,


las buenas nuevas que constituyeron la misión que él vino a proclamar
al mundo y a poner en marcha. El principal acontecimiento en su vida
fue la crucifixión, y fue la experiencia del Jesús ascendido lo que sus
seguidores originales proclamaron al mundo, al ver esta proclamación
como la importante misión que ellos debían cumplir como testigos.

El papel central de Jesús en nuestra redención se discutirá dentro del


marco de nuestra liberación de la culpa que es la meta del Curso. Este
intenta demostrar cómo la crucifixión y resurrección proveyeron la
respuesta al problema del pecado, el sufrimiento y la maldad, que desde
la Caída de Adán, parecía no tener solución alguna. A través de su
respuesta de vida frente a la muerte, Jesús deshizo las barreras que nos
mantendrían separados de Dios. Y, una vez hubo vivido en carne propia
este mensaje para nosotros, aún lo vive en nuestras vidas cotidianas, y
nos ayuda a convertirnos en lo que él es ahora, reunido en el corazón
amoroso del Padre, reestablecida nuestra voluntad y la Suya en la
unidad que fue en nuestra creación.

Lo que seguía a esta introducción era un resumen de las enseñanzas de Un


curso en milagros, con especial énfasis en el perdón a la luz del principio de
causa y efecto tal como se ejemplificó en la vida y muerte de Jesús. Y yo
mismo me sentía algo incómodo al tratar de dirigirme a un auditorio
específico con el fin de hacer más comprensible a Jesús. Había también una
versión compendiada de lo que más tarde se convirtió en la Parte IV de este
libro. A través de toda ella, yo citaba frecuentemente el Antiguo Testamento
en un intento por atraer a los lectores judíos, pero se hizo claro para mí,
después de terminar el artículo, que no había manera alguna en que la
mayoría de los judíos encontrara algún grado de comodidad en mi profunda
discusión de Jesús. Gradualmente reconocí que de hecho la pieza era el
bosquejo para un libro, el cual también se centraría en la persona de Jesús y
en su mensaje de perdón, pero ya no tenía yo las preocupaciones que
estuvieron presentes en el escrito original. Sin embargo, sí dejé la discusión
específica de Jesús para las Partes II, III y IV, y limité mi explicación del
perdón en la Parte 1 al papel del Espíritu Santo. Este centro de interés en el
perdón y Jesús, dicho sea de paso, me condujo inevitablemente al título El
perdón y Jesús. Gran parte del artículo original desembocó en el libro,
aunque en forma más extensa en armonía con el alcance más amplio de éste.
Y así, lo que comenzó como un artículo sobre Un curso en milagros para
lectores judíos, creo que terminó más como un libro para una lectoría
cristiana (aunque en realidad no es exclusivamente) en su manera de
presentar las similitudes y diferencias entre el Curso y la tradición bíblica
cristiana.

Hoy, al releer el libro, todavía me complace su contenido, y creo aún que


es una excelente y profunda introducción al sistema de pensamiento del
Curso. Ahora, no obstante, mi enseñanza tiene un centro de interés algo
distinto al anterior. Es un énfasis que se basa en mi obra temprana, del mismo
modo que los peldaños superiores de una escalera necesariamente dependen
de los peldaños más bajos si es que se ha de lograr el propósito de alcanzar la
cima.

En mis primeros años de enseñanza del Curso-principalmente debido al


específico auditorio cristiano y judío al cual me dirigía-a menudo enseñaba
en el contexto de la Biblia, aun cuando es evidente para los estudiantes serios
de Un curso en milagros que éste y la Biblia son fundamentalmente
incompatibles. Después de terminar mis primeros libros, sentí que se había
tendido un puente entre estas dos espiritualidades, y que ahora mi enseñanza
podía seguir su curso. Además, en los años recientes, muchos estudiantes del
Curso han intentado opacar estas importantes distinciones entre las
enseñanzas de éste y la Biblia, y de este modo le han hecho un mal servicio a
ambas. Por lo tanto, he llegado a insistir más y más con los estudiantes en que
estas distinciones-1) las enseñanzas metafísicas del Curso acerca de la
fundamental naturaleza ilusoria del mundo; 2) el impresionante contraste
entre el Dios bíblico que cree en el pecado, la separación y el especialismo y
el Dios absolutamente no dualista del Curso; 3) la igualdad inherente entre
nosotros y Jesús; y 4) la muerte sin sacrificio ni sufrimiento de Jesús-hacen
imposibles cualesquiera intentos por igualar estos dos enfoques espirituales.
Mi libro, Love Does Not Condenin: The World, the Flesh, and the Devil
According to Platonism, Christianity, Gnosticism, and A COURSE IN
MIRACLES (El amor no condena: el mundo, la carne y el diablo de acuerdo
con el platonismo, el cristianismo, el gnosticismo y UN CURSO EN
MILAGROS), específicamente discute este tema (vea, por ejemplo, el
Prefacio).

Por lo tanto, debido a este cambio de contexto, ya no hago algunas de las


afirmaciones que se encuentran en El perdón y Jesús. He aquí un ejemplo: En
armonía con el lenguaje de Un curso en milagros y el de la Biblia, así como
con la forma en que Helen Schucman (escriba del Curso), William Thetford
(colega y colaborador de Helen en su labor de escriba), y yo con frecuencia
hablábamos en esos primeros años, y ocasionalmente yo me refería a que el
Espíritu Santo o Jesús "nos enviaban" gente. (Helen solía hablar a veces de
cierta gente como "asignaciones" para nosotros). No hay duda de que nuestra
experiencia a veces nos lleva a creer que las personas nos son "enviadas,"
bien sea para ayudamos o para que nosotros las ayudemos. Sin embargo,
como yo discuto en el libro que mencioné antes, Love Does Not Condemn
(El amor no condena), y en Absence froni Felicity: The Story of Helen
Schucman and Her Scribing of A COURSE IN MIRACLES (Ausencia de la
felicidad: La historia de Helen Schucinan como escriba de UN CURSO EN
MILAGROS), Jesús y el Espíritu Santo no operan en el mundo, y ciertamente
no envían gente como si estuvieran operando un tablero de damas gigante, y
moviéndonos de acuerdo con la evolución del plan de salvación. Estuve
tentado a cambiar esas referencias para esta cuarta edición, pero cambié de
opinión al respecto. Ahora creo que el libro debe permanecer tal como está
escrito, y que mi obra posterior debe servir para que los estudiantes
profundicen en la comprensión del significado subyacente de muchas de las
enseñanzas del Curso a medida que ellos ascienden la escalera del Curso,
tanto en la captación intelectual del contenido, como en las experiencias del
verdadero significado del perdón y de la presencia de Jesús y del Espíritu
Santo en sus vidas.

También, en El perdón y Jesús continuamente me refiero a las palabras de


Jesús en la Biblia como si realmente él las hubiera pronunciado. Esto es
consistente con muchos pasajes en Un curso en milagros donde él hace lo
mismo, aun en aquellos donde los eruditos de las Escrituras han reconocido
que no es posible que él haya hecho tales afirmaciones. Puesto que Helen era
una aplicada estudiosa de la Biblia (aunque ciertamente no era una creyente
de ésta), Jesús utilizaba la Biblia con frecuencia como una manera de explicar
un punto, no muy distinto a sus citas de Shakespeare y de Platón, quienes
eran grandes amores de Helen. Puesto que en el momento de escribir el libro
yo estaba pensando en aquellos estudiantes para quienes la Biblia era un
eslabón importante, seguí la práctica de Jesús. Pero repito, puesto que creo
que el puente entre la Biblia y el Curso ya se ha establecido, ahora enfatizo
típicamente la descontinuidad entre los dos. No obstante, la discusión de esto
está más allá del alcance de este prefacio.

A pesar de este cambio en la forma, el contenido básico de El perdón y


Jesús aún se conserva claro y consistente con mis enseñanzas. Y sobre todo,
espero que el libro continúe sirviendo el propósito de ayudar al estudiante de
Un curso en milagros a descubrir y recordar la importancia de Jesús como
maestro, hermano y amigo. Por esta razón, El perdón y Jesús sigue siendo
una de mis piezas literarias favoritas, y si logra este propósito de ayudar a los
estudiantes del Curso a sanar su relación con Jesús, tiene más que justificadas
sus repetidas ediciones.

Las referencias a Un curso en milagros se dan en las formas indicadas en


los ejemplos siguientes.
Quisiera agradecerle a Pamela Ross por su amable labor de reescribir a
máquina todo el manuscrito de modo que pudiera copiarse en nuestra
computadora para esta nueva edición, y a Rosemarie LoSasso, la Directora de
Publicaciones de la Fundación, por su siempre fiel pastoreo de esta cuarta
edición.

Nota a la tercera edición - 1988

Para la tercera edición, he incluido un Indice de Nombres, un Indice de


Temas, un Indice de Ejemplos y una versión ampliada y corregida del Indice
Bíblico. Le agradezco a David Meltzer por sugerirme la idea primero y por
proveerme un índice inicial, a Linda McGuffie por ayudarme con la
preparación subsiguiente de ese índice, y a Rosemarie LoSasso por
desarrollar y ampliar la idea inicial y llevar a feliz término la compleja tarea
de compilar este índice. También le estoy agradecido a Rosemarie por
supervisar la impresión de esta tercera tirada.

Nota a la segunda edición - 1985


Después de la primera publicación de este libro, Gloria y yo pudimos
finalmente localizar y ver la pintura original, cuyo dueño es Abingdon Press
y la cual está guardada en la United Methodist Publishing House en
Nashville, Tennessee. La pintura data de 1944, cerca de ocho años previos a
la muerte de Christy. Aunque no está claro si el deseo de su vida fue tener
una visión de Jesús, el recuerdo del retirado Presidente de United Methodist
fue que Christy había tenido un sueño con Jesús, el cual pintó luego. Un
piloto norteamericano que acababa de regresar de ultramar le sirvió de
modelo para el retrato.

Prefacio de la primera edición - 1983

Le agradezco a muchas personas que leyeron y comentaron sobre las


formas iniciales de este manuscrito. Estas incluyen a William Thetford, Doris
Yokelson, a las Hermanas Miriam Francis Perlewitz y Joan Metzner. Sus
comentarios y sugerencias fueron muy útiles en la evolución del libro. Le
estoy especialmente agradecido a Thomas Thompson, quien leyó fielmente
con ojo crítico el manuscrito completo; a Anita Pierleoni y Evelyn Smith
quienes amablemente lo escribieron a máquina; a Grace Longo, quien ayudó
en la lectura de las pruebas y en la compilación del Indice bíblico; y a mi
esposa Gloria, cuyas atinadas sugerencias y amorosa dedicación a que se
mantuviera la pureza del mensaje de Jesús, ayudaron a dar forma a la versión
final.

Quisiera dar testimonio de mi agradecimiento a los discernimientos de


Joaquín Jeremías, muy específicamente a los que aparecen en Las parábolas
de Jesús, SCM Press, Ltd., London. Aunque no he citado directamente la
obra del Prof. Jeremías, mucha de mi discusión en la Parte II, especialmente
la que se relaciona con las parábolas de Jesús, se basa en su extraordinaria e
inspiradora erudición. La responsabilidad por los paralelos con Un curso en
milagros, sin embargo, es sólo mía.

El retrato de "Jesús el Cristo" que aparece en la portada fue pintado por


Howard Chandier Christy, un famoso pintor retratista norteamericano a
quien, poco antes de morir, le fue concedido el deseo de su vida de tener una
visión de Jesús, la cual pintó posteriormente. Le agradezco al Dr. Michael
Marchetta y a su esposa Patience por la amabilidad de proveerme una
laminilla de una copia de la pintura original, de la cual se hizo la portada de
este libro. Hasta el momento no he podido localizar el retrato original.
Hace trece años, el que yo escribiera un libro con este título habría sido
inconcebible. Mi matrimonio de cinco años acababa de romperse, con mucha
amargura y resentimientos sin resolver. Yo era psicólogo, pero sin verdadera
fe en la psicología. No obstante, carente de fe en cosa alguna, sólo podía
continuar en mi profesión. Tenía veintiocho años y no tenía idea de hacia
donde se dirigía mi vida. Algo andaba mal, pero no sabía qué era. Si hubiera
echado una ojeada a esos veintiocho años, sin embargo, podría haber
discernido un patrón que clarificaría mi situación y el rumbo que mi vida
estaba a punto de tomar.

Crecí en un hogar judío en Brooklyn, y aunque mis padres no eran


verdaderamente religiosos había una firme conciencia de nuestra identidad
judía. No era sorprendente, pues, que me enviaran a una Yeshivah-una
escuela parroquial hebrea-a recibir mi educación elemental. No me gustaba
nada. Tenía muchos amigos y mi aprovechamiento en las materias en inglés
era bueno, pero resentía aprender hebreo. En su mayor parte, mi ejecutoria en
esa área era muy pobre. Mis padres no me forzaban a permanecer allí, pero
cuando llegué a percatarme de cuánto me disgustaba ya casi estaba al final.
Decidí terminar los ocho grados y luego asistir a una escuela superior
pública. Cuando finalmente abandoné la Yeshivah, no quería tener nada que
ver con la religión judía. A pesar de estos sentimientos negativos, sin
embargo, esos ocho años me habían dado un sólido fundamento en todos los
aspectos del judaísmo. Habíamos estudiado el Torah-los primeros cinco
libros del Antiguo Testamento-tres veces, y los libros restantes por lo menos
una vez. Estaba bien versado en todos los aspectos de la vida religiosa y
cultural de los judíos, y hasta podía pensar en hebreo, además de leerlo,
escribirlo y hablarlo con fluidez. No fue hasta después de muchos años que
pude sentirme a gusto con esta educación.

Mientras cursaba el tercer año de escuela superior, ocurrieron dos


acontecimientos que definieron el curso de mi vida. El primero fue el que
descubriera a Freud. Yo había oído hablar en la escuela acerca del
psicoanálisis, y un día mientras me encontraba en la sección de psicología de
la biblioteca tomé Un primer Freudiano de Calvin Hall, una exposición clara
y sucinta de la teoría psicoanalítica. Cautivado por éste, rápidamente
comencé a devorar todo lo que podía encontrar relacionado con el tema. Leí
muchas de las principales obras de Freud, así como las obras de los neo-
Freudianos. No sé cuánto de esto entendía realmente, pero sí sabía que quería
convertirme en psicólogo. Jamás cuestioné esta decisión hasta que me
encontraba a mitad de camino en mis estudios doctorales.

El segundo acontecimiento ocurrió en un nivel diferente. Mi madre decidió


que sería una buena idea que la familia se expusiera a la música clásica, y por
consiguiente se hizo socia de uno de esos clubes de discos clásicos. La oferta
de introducción era la grabación de Toscanini de las nueve sinfonías de
Beethoven. Fue amor a primera oída para mí, y comenzó un romance que iba
a continuar por muchos, muchos años. La música clásica, y especialmente
Beethoven, abrió un mundo que yo jamás supe que existiera. No era un
mundo externo, sino un mundo interior, más allá del ámbito de mis
sentimientos y experiencias. Con el transcurso de los años me sentía cada vez
más atraído por este mundo, y la música se convirtió en la influencia más
importante en mi vida. Cuando escuchaba la música del último período de
Beethoven o del Mozart maduro, sabía que su profundidad estaba muy por
encima de mí, pero era como una guía para un desarrollo interior que yo
intuía pero que no podía comprender.

Durante mis años de universitario, estuve más claramente consciente de


esta dimensión interior y exterior. Por una parte, estaba fascinado con las
diferentes teorías psicológicas, y entendía que cada una de ellas reflejaba
algún aspecto de la conducta humana; por otra parte sabía que ninguna de
estas teorías podía aplicarse a mi experiencia de escuchar la música. Estas
teorías, de hecho, parecían no tener nada que ver con eso. En mi último año
asistí a una conferencia dictada por B.F. Skinner, el principal exponente del
behaviorismo y un hombre muy, muy respetado por mí. Al contestar una
pregunta después de su discurso formal, hizo el comentario típicamente
"skineriano" de que si le entregaban una criatura en el momento de nacer, con
el control total sobre todos los aspectos del ambiente de ese niño, él podía
hacer un Mozart. En ese punto de mi vida yo no creía en el Cielo, pero sí
sabía que la música de Mozart no era de este mundo y que la manipulación
psicológica o ambiental jamás podría producir la sublimidad de Mozart.
Además, era extraño, sin embargo, que a pesar de mi clara conciencia de la
dualidad entre estas dimensiones interna y externa, yo no experimentaba
conflicto alguno entre ellas. Me sentía bastante a gusto en mi transitar estos
dos caminos simultáneamente.

Este patrón continuó durante mi segundo año de escuela graduada cuando,


por primera vez, comencé a cuestionar lo que estaba haciendo con mi vida.
Encontraba que el estudio de la psicología era cada vez más irrelevante para
mi verdadero interés en la música. Sin embargo, no tenía habilidad musical
alguna digna de mencionarse, y ciertamente no estaba interesado en el estudio
de la música desde el punto de vista teórico. Por lo tanto, finalmente me
resigné a terminar mis estudios, pero ahora estaba dolorosamente consciente
de la tensión interna entre estos dos mundos.

El primer intento serio por integrarlos surgió en mi disertación, la cual


comenzó como un estudio de la dimensión espiritual de la música de
Beethoven. Sin embargo, no me tomó mucho tiempo comprender que ésta
jamás pasaría del comité doctoral. A medida que avanzaba, también me
percaté de que no tenía un interés verdadero en el tema real de la disertación.
Mi interés era únicamente que su idea central permaneciera; es decir, que la
psicología tendía a ignorar o a distorsionar esta dimensión interna de la
experiencia humana (esto fue en los 1960). Cómo di al fin con mi tema
último, la mística Sta. Teresa de Avila del siglo 16, tomaría otro libro. En
retrospectiva, ésta fue la más providencial elección. ¡Especialmente
interesante para mí fue mi firme identificación positiva con Teresa, en una
época en que yo no solamente no era cristiano, sino que no creía en Dios! Sin
embargo, aun cuando yo no creía en El, El ciertamente estaba en derredor.
Sin la de Dios la disertación jamás podría haberse terminado ni haber sido
aceptada. Así, a la edad de veintiséis años, ya había obtenido mi Ph.D. en
psicología clínica.

Los dos años siguientes fueron difíciles, en la medida que luchaba no muy
exitosamente por integrar estos mundos interno y externo con mi vida
personal y profesional. El que terminara la disertación había fortalecido mi fe
en este mundo interior, pero eso añadía una tensión a mi funcionamiento
externo. Seguía adelante lo mejor que podía, pero mi temor interno era
desconocido incluso para mí. Sólo sabía que "algo" dentro de mí necesitaba
protección, y que esta preocupación precedía a alguien o a algo más.
Desafortunadamente fue así. Dos años más tarde, mi esposa y yo nos
separamos (más tarde nos divorciamos), y nuestra hija de un año permaneció
con ella. Me mudé al norte de Nueva York y tomé un empleo en un hospital
mental del estado.

A pesar de este trastorno, un cambio significativo para bien comenzó a


ocurrir en mi vida. Una experiencia impresionante hizo claro que este
abstracto mundo interior era mucho más personal de lo que yo había pensado.
Repentinamente supe que había un Dios, y las cosas en torno a esta nueva
Persona en mi vida comenzaron a caer en su lugar. Jamás había conocido
semejante paz o felicidad. Hubo momentos difíciles, sin duda, pero aprendí
cómo incluso éstos podían pasar fácilmente cuando se le entregaban a Dios.
Además, esta aceptación de El también trajo consigo una aceptación del
judaísmo. Sentí que Dios trascendía las formas religiosas en sí, pero por
primera vez me sentí cómodo dentro de ellas y agradecido por la intensa
educación judía que había recibido.

Sin ningún conocimiento consciente de lo que hacía, puesto que yo estaba


ignorante de tales costumbres, mi vida se tornaba cada vez más monástica en
su forma. Vivía dentro de un ordenado itinerario que le habría parecido
ascético a un extraño, pero que para mí era pura dicha. Nada importaba
realmente excepto Dios. Aparte de mi horario en el hospital, vivía
prácticamente como un ermitaño. Al final de mi primer año, sentía que la
música, habiéndome conducido hasta Dios, me había llevado tan lejos como
pudo. Ya no era necesaria para llenar el lugar en mi vida que sólo El llenaba
ahora.

Las circunstancias comenzaron a empeorar, sin embargo, al encontrar que


cada vez me resultaba más difícil mantener mi itinerario de vida. Pensando
que era espiritualmente laxo, me apliqué más diligentemente, y por un tiempo
pude continuar con mi estilo de vida básico. Después de sufrir una fuerte
influenza, no obstante, me parecía imposible proseguir con cualquier forma
de actividad o disciplina espiritual. Este estado de inquietud interna se
prolongó por varios meses. Aun así, a través de todo, jamás perdí mi fe en
Dios. Sabía que todo lo que necesitaba era tomar Su mano y de algún modo
El me llevaría adelante. Había leído la suficiente literatura mística para
reconocer que estaba atravesando por una forma de la "Noche Obscura del
Alma," una crisis espiritual que a menudo presagia y acompaña un cambio
significativo en la vida de uno. No tenía idea de lo que eso significaba
específicamente, lo cual probablemente era bueno. Si hubiese sabido lo que
Dios tenía en mente para mí, habría corrido a esconderme debajo de la cama
y me habría quedado allí.

Finalmente, algo de luz irrumpió en mi obscuridad. Una serie de pasos me


condujeron a los libros de Tomás Merton, el monje trapense que, después de
una sorprendente conversión religiosa, ingresó en la Abadía de Getsemaní en
Kentucky. Asombrado de encontrar que había gente que realmente vivían una
vida totalmente dedicada a Dios, hice los arreglos para pasar cinco días en
este monasterio más tarde ese verano. El hecho de que estos monjes fuesen
cristianos jamás me pareció que fuese un problema. Sabía que ellos amaban a
Dios como lo amaba yo; lo demás me parecía no tener importancia.

Las cosas comenzaron a moverse rápidamente ahora. A pesar de mi falta


de interés en el cristianismo, sí pensé que sería útil tener algún conocimiento
de la Iglesia Católica antes de visitar el monasterio, especialmente debido a
que Merton había escrito tanto sobre su sacerdocio. Por lo tanto, asistí
regularmente a la temprana misa matutina durante el mes de julio. Para mi
gran sorpresa, tuve los mismos sentimientos que había experimentado una
vez mientras escuchaba a Beethoven. Sabía que estas experiencias eran de
Dios, pero ¿quién habría pensado que las experimentaría en una Iglesia
Católica?

A fines del mes, hice algo que había retrasado por algún tiempo. Regalé
todo lo que poseía y tomé una habitación amueblada en las inmediaciones del
hospital, con la esperanza de que el despojarme de mis posesiones
mágicamente me traería paz. Aunque eso no ocurriría, sí me sentí bien acerca
de mi próximo paso, y esperaba ávidamente mi viaje al monasterio trapense
de Merton a mediados de agosto.
Cuando llegué al monasterio, tuve el rarísimo sentimiento de que había
llegado a casa, algo que difícilmente esperaría sentir un muchacho judío
procedente de Brooklyn. Estaba tan entusiasmado con la vida monástica que
durante la misa de la siguiente mañana, un día especial dedicado a María,
decidí que Dios quería que me convirtiera en católico. Fuertemente asociado
con esto estaba mi deseo de convertirme en monje. No estaba preocupado por
mi falta de interés en Jesús o en la iglesia. Todo lo que importaba era mi
convencimiento de que ésta era la Voluntad de Dios. Hablé con algunos
monjes y esto reforzó mi decisión. A mi regreso al hospital, hablé con el
capellán católico y poco después me bauticé como católico.

Ahora sentía que era el momento de abandonar mi empleo y permanecer a


solas por algún tiempo. Mi plan era aguardar el año que se requería, y luego
ingresar como monje en la Abadía de Getsemaní. Todo parecía muy claro.
Sin embargo, pensé que primero debía ir a Israel, por razones que no estaban
del todo claras. Confiado en que lo que sentía era la dirección de Dios, partí y
pronto me encontré en el corazón de la Vieja Ciudad de Jerusalén
inesperadamente sintiendo que estaba en el lugar más santo de la tierra.
Aunque aún no estaba plenamente identificado como cristiano, no obstante
sentía algo muy especial acerca de los santos lugares cristianos. Muy
curiosamente, también sentía que no era menos judío. Lo más importante de
todo, estaba en paz por primera vez en muchos meses.

Aunque no estaba anticipándolo, debí haber adivinado mi siguiente


parada: el monasterio trapense de Latrún, en las afueras de Jerusalén.
Pensando que me quedaría sólo una semana, permanecí allí tres meses y
medio, un tiempo que solidificó mi deseo de convertirme en monje, y que
además me proveyó la oportunidad de consolidar todo lo que había sucedido
el año anterior. Tomó algún tiempo ponerme al día.

Después de Latrún, pasé varias semanas en una comunidad monástica más


primitiva llamada Lavra Netofa, en la cima de una montaña con vista al
extremo norte del Mar de Galilea. Satisfecho allí, aplacé mis planes
inmediatos de ingresar a los trapenses.

A principios de mayo, pensé que era tiempo de regresar a los Estados


Unidos para una visita breve, antes de establecerme en esta cima monástica.
Regresaba a reparar relaciones maltrechas, especialmente con mi familia, a
ver viejos amigos y parientes y a echarle una ojeada a cierto libro sobre
desarrollo espiritual que me habían mencionado antes de partir. Llevé a cabo
estas cosas, sin imaginar jamás las ramificaciones de las mismas en mi vida.
El verano de 1973 resultó significativo por tres razones principales.

La primera fue una corrección muy necesaria a mi propia teoría personal


sobre espiritualidad. Hasta este momento, yo creía que únicamente a solas
podría encontrar a Dios. Mi camino hacia El era a través de la vida
monástica, y mientras más solitaria mejor. Desde el momento que salí de
Israel, sin embargo, todo se puso patas arriba. De una existencia tranquila,
aislada, me encontré viajando bastante, y apenas estaba solo. Para mi gran
sorpresa, por primera vez en mi vida descubrí que Dios estaba tan presente
cuando me encontraba con otras personas, viviendo un itinerario "mundano,"
como cuando me encontraba a solas. Esto fue una revelación y me liberó de
una dependencia del régimen monástico. Me di cuenta de que podía estar en
paz dondequiera, en tanto estuviera donde Dios deseaba que estuviese.

En segundo lugar, finalmente vi el libro sobre "desarrollo espiritual," el


cual se titulaba Un curso en milagros. Era precisamente lo que yo había
estado buscando sin saberlo, puesto que éste resolvía un problema
aparentemente insoluble. Si bien jamás había estado más feliz que cuando
estuve en el monasterio, había un pensamiento que siempre me había
corroído. Sabía que el convertirme en psicólogo había sido idea de Dios y no
mía, y que había sido por medio de Su ayuda únicamente que yo había
terminado mi educación. Sabía, además, que yo valoraba mi trabajo con la
gente y que lo encontraba provechoso. Permanecer como monje, no obstante,
habría significado ignorar esta parte de mi vida. Eso no me parecía correcto,
pero tampoco veía cómo la psicología podía reconciliarse significativamente
con la espiritualidad. El Curso proveyó la respuesta, como discutiré más
adelante, y así una vez más cambié mis planes, y decidí quedarme en los
Estados Unidos. El monasterio sería un lugar agradable para visitar, pero ya
no sería mi hogar.

Finalmente llegó el suceso más importante de todos. Yo había sido un


cristiano bastante peculiar. Encontré gran nutrición y solaz en los santos
lugares cristianos, al participar en muchas de las prácticas religiosas y vivir la
norma monástica que decididamente era cristiana. A través de todo, no
obstante, Jesús era para mí una no-entidad. Conscientemente pasaba muy
poco tiempo, si alguno, pensando en él. Sin embargo, durante el pasado año
más o menos, yo estaba cada vez más consciente de una presencia aun más
personal y directa en mi vida, que me guiaba, me consolaba y me proveía
respuestas útiles para mis preguntas específicas. Yo siempre identificaba esta
presencia con Dios y no le daba mayor pensamiento a esto, aparte de
sentirme agradecido por su ternura y amor. Imaginen mi gran sorpresa, pues,
cuando durante una visita ese verano a mis amigos trapenses en Kentucky me
di cuenta por primera vez de que esta presencia tenía un nombre, y de que su
nombre era Jesús.

Ese momento de comprensión fue el más feliz y gozoso de mi vida. De


pronto supe que Jesús era más que un símbolo o una figura histórica que
vivió una vez y luego dejó de existir. El era una persona muy real, viva
dentro de mí. Sabía con una certeza que jamás he perdido, que no sólo Jesús
estaba allí, sino que siempre estaría allí. Con esa conciencia se cerró un
capítulo de treinta y un años. Había sido un período de alejarme de Jesús-sin
reconocer quién era él en mi vida-al tiempo que él me conducía hacia sí
mismo. Ahora que al fin nos habíamos encontrado, podíamos comenzar
nuestra nueva vida juntos y mi preparación para la próxima etapa de mi viaje
hacia Dios.

Esa etapa específicamente incluía a Un curso en milagros: aprender lo que


decía y, más importante aún, procurar poner en práctica sus enseñanzas
acerca del perdón en mi vida personal y profesional. El Curso es un conjunto
de tres libros, dictados por Jesús, escritos durante un período que se prolongó
por siete años el cual comenzó a mediados de los 1960. Consiste de un texto,
el cual expone los conceptos sobre los cuales se basa el sistema de
pensamiento del Curso. Estas ideas proveen el marco teórico para el libro de
ejercicios, una serie de 365 lecciones que constituyen la aplicación práctica
de los principios del Curso. El manual para maestros, escrito en forma de
preguntas y respuestas, provee las respuestas a algunas de las posibles
preguntas que un estudiante podría formular.
En nuestra era de la psicología y de un renovado interés en la
espiritualidad, el Curso provee una fusión única de ambos mundos. Integra
los discernimientos de la psicología-particularmente los del psicoanálisis-con
las verdades eternas de la espiritualidad. La enseñanza central del Curso es
que la manera de recordar a Dios es a través del deshacimiento de nuestra
culpa por medio del perdón a los demás y por lo tanto a nosotros mismos. Al
sanar nuestras relaciones, se puede sanar nuestra relación con Dios,
aparentemente rota por el pecado de la separación.

A pesar del llamamiento universal de su mensaje, las enseñanzas del Curso


se presentan dentro de un marco cristiano y una de las preguntas más
frecuentemente formuladas con relación al Curso es por qué esto es así, con
la identidad de Jesús como la fuente del material tan explícitamente
manifiesta. Esto ha planteado problemas para muchos de los estudiantes y
para posibles estudiantes del Curso. Este grupo incluye no sólo a judíos que
crecieron en medio del anti-semitismo cristiano, sino también a un grupo
numeroso de cristianos para quienes Jesús se ha convertido en un fuerte
símbolo antireligioso. La respuesta a esta pregunta se encuentra en el modus
operandi del Espíritu Santo, Quien corrige nuestros errores en la forma en
que éstos aparecen, puesto que el perdón sólo puede sanar en la forma en la
cual se expresa la falta de perdón. Al unirse con nosotros en el mundo de
nuestros errores, el Espíritu Santo corrige suavemente nuestras ilusiones y
nos conduce más allá de éstas hacia la verdad.

Aun para el observador más casual, está claro que el elemento más
dominante a través de dos mil años de historia occidental ha sido el
cristianismo, y esta influencia ha penetrado en todo aspecto primordial de
nuestra sociedad. Nuestros años se enumeran desde el presunto nacimiento de
Jesús, y ni una sola persona, sin importar su religión, se ha librado de la
influencia de Jesús y de las religiones que tomaron su nombre. También es
evidente que el cristianismo no ha sido muy cristiano. Nietzche comentó que
"en verdad, hubo un solo cristiano, y él murió en la cruz," mientras que
Chesterton señaló que el problema con el cristianismo es que "ha resultado
difícil y permaneció no probado."

Uno no necesita ser un entusiasta estudiante de historia, por lo tanto, para


percatarse de que los regalos del cristianismo al mundo han tenido dos filos.
Por una parte, el cristianismo ha preservado la memoria y el ejemplo de Jesús
durante siglos- la más pura expresión del Amor de Dios que hemos conocido
-al incluir su evangelio de perdón, así como al beneficiar a la humanidad con
sus muchas contribuciones culturales y éticas. Por otra parte, el cristianismo
ha sido una religión de sacrificio, culpa, persecución, asesinato y elitismo,
con Jesús como su símbolo primario-él cuyo evangelio era sólo amor, perdón,
paz y unidad. Como dice el Curso: "Se han hecho amargos ídolos de aquel
que sólo quiere ser un hermano para el mundo" (C-5.5:7). El desarrollo del
cristianismo puede verse en parte como la historia de un pueblo que, aunque
creía en Jesús y en su mensaje, a menudo, inadvertidamente ocasionó
tragedia en vez de consuelo y salvación para el mundo. En vez de unir a toda
la gente como una familia bajo Dios, ha dividido y subdividido esta familia.
Antes de que podamos aceptar plenamente el radical mensaje de perdón de
Jesús, el cual discutiremos en las Partes I y II de este libro, tienen que
deshacerse los errores del pasado. Dentro de este contexto, puede decirse que
una de las metas de Un curso en milagros es corregir estos errores de
separación que han penetrado en las enseñanzas cristianas tradicionales, y
que han distorsionado el mensaje del Amor de Dios para toda la humanidad,
y nuestra necesidad de que nos perdonemos unos a otros como el medio de
restituir este amor a nuestra conciencia.

Aquellos que comiéncen el Curso esperando encontrar- para bien o para


mal-el cristianismo que habían aprendido y practicado, o el cristianismo que
parecía condonar el fanatismo y la persecución, se sorprenderán mucho.
Encontrarán muchas de las palabras con las cuales estaban familiarizados -
expiación, salvación, perdón de los pecados, Cristo, Hijo de Dios, etc.-pero
con diferentes significados y connotaciones. La crucifixión permanece como
el acontecimiento central en la vida de Jesús, sin embargo la interpretación
está a 180 grados de la enseñanza tradicional de que Jesús sufrió y murió por
nuestros pecados. Las secciones iniciales de los Capítulos 3 y 6 del Curso se
refieren específicamente a este asunto, el cual se discute en los Capítulos 8 y
9 de este libro.

En el Curso, Jesús afirma:


Todo tu pasado, excepto su belleza, ha desaparecido, y no queda ni
rastro de él, salvo una bendición. He salvaguardado todas tus bondades
y cada pensamiento amoroso que jamás hayas abrigado. Los he
purificado de los errores que ocultaban su luz, y los he conservado para
ti en su perfecta luminiscencia (T-5.IV.8:2-4).

Podemos extender este mismo principio a la purificación que hace el Curso


de los errores del cristianismo al tiempo que retiene sus bondades y
pensamientos amorosos. En este sentido, podemos ver a Un curso en
milagros como un comentario extensivo del Sermón de la montaña, tal vez la
destilación más clara de lo que deben haber sido las enseñanzas de Jesús, y
cuyos principios de perdón están tan perfectamente ejemplificados en su
propia vida. El Curso nos ayuda a entender qué son estos principios, por qué
Jesús hizo de ellos la piedra angular de su evangelio, y por qué escogió la
crucifixión como la forma en la cual enseñó que nuestros pecados están
perdonados.

Antes de que podamos trascender los separatismos de la religión y conocer


nuestra unidad en Dios, las religiones del mundo tienen que purificarse de sus
errores. Un curso en milagros se le ha dado al mundo como un medio para
dicha purificación. Este libro, por lo tanto, procura elaborar sobre este
propósito del Curso por medio de la presentación de muchas de las
enseñanzas del cristianismo a la luz de los principios que plantea el Curso. El
libro consta de cuatro partes. La primera discute estos principios, y enfoca la
dinámica del ego y el deshacimiento de éste a través del perdón, e incluye
una discusión de la aplicabilidad de estos principios a problemas y asuntos
específicos. Esta presentación se hace dentro de un contexto psicológico y
espiritual, aunque no es específico para ninguna fe religiosa. La segunda
parte relaciona los principios del perdón con las enseñanzas del Nuevo
Testamento, incluyendo la importancia de la propia vida, muerte y
resurrección de Jesús y los malentendidos de su mensaje. Se espera que esta
parte del libro sea del interés tanto de los cristianos como de los no cristianos
por igual, y que sirva para hacer a la persona de Jesús y sus enseñanzas más
relevantes aún para nosotros en la era moderna en la que vivimos. La tercera
parte discute la significación del apostolado, y lo que significa estar en este
mundo pero no ser parte de él. La parte final del libro se concentra en la
persona de Jesús, y en la importancia que él tiene en nuestras vidas hoy día.
A primera vista, la psicología y la espiritualidad parecen ser aliadas
improbables. Durante los primeros cincuenta años de este siglo, desde la
época en que los escritos de Freud se publicaron por primera vez, la
psicología y la religión no han sido enemigos muy amigables. La religión, y
con razón, sospechaba de la fuerte tendencia de la psicología a reducir toda la
conducta y experiencia humana a fuerzas sexuales inconscientes
(psicoanálisis), o a descartar cualquier experiencia como fundamentalmente
irrelevante si ésta no obedecía a ciertas leyes empíricamente validadas y si no
se podía observar y medir (behaviorismo). Los fanáticos religiosos a menudo
estaban prestos a descartar una psicología que reflejaba los valores de una
cultura materialista y secular, y la veían como la obra del demonio diseñada
para desacreditar su fe y hasta destruirla.

Esta relación recelosa y hostil comenzó a cambiar dramáticamente durante


los años 1960, de parte de ambos lados. En la psicología, las semillas del
cambio que se sembraron en muchos escritores de la post-guerra comenzaron
a dar fruto en el surgimiento de lo que Maslow llamó la "Tercera Fuerza"
(para distinguirla del psicoanálisis y del behaviorismo). Esta agrupación
incluía teóricos como Jung, Rogers y los psicólogos existenciales y
humanísticos. El centro de interés cambió hacia una visión más respetuosa de
nuestros esfuerzos creativos y espirituales, y se puso mayor énfasis en el
momento presente y en el futuro cambiante en contraste con el ver a la gente
aprisionada por las cadenas de su pasado. De hecho, una "cuarta fuerza" se ha
descrito recientemente-la psicología transpersonal-la cual procura explorar el
Ser que está más allá de nuestro yo personal a través de la meditación,
adiestramiento en biorealimentación, experimentación con drogas, etc. Como
resultado, los psicólogos humanísticos y transpersonales han buscado cada
vez más la espiritualidad como una fuerza orientadora para sus
investigaciones. Interesante por demás, en buena medida estos esfuerzos se
han concentrado más en el oriente que en occidente, y han utilizado técnicas
y maestros (gurús) con orientaciones predominantemente hindúes o budistas,
sin mencionar las seculares, en oposición a las de nuestra propia herencia
judeo-cristiana.
Acompañando este notable cambio de la actitud psicológica hacia la
experiencia religiosa ha habido un cambio similar de parte de las
instituciones religiosas, como se ha visto particularmente en la Iglesia
Católica desde el Vaticano II. En el increíble corto período de tiempo que
siguió a este gran Concilio, las puertas que habían estado cerradas al cambio
se abrieron de par en par. A medida que las nuevas formas de la psicología
ganaban popularidad, el deseo de la iglesia de hacerse más accesible al
mundo secular y más receptiva a las necesidades de sus miembros la
encaminaron hacia su anterior adversario. Esto se vio más especialmente en
el área de las relaciones interpersonales, donde los discernimientos y las
técnicas psicológicas fueron de gran valor.

A pesar de este acercamiento, sin embargo, permanece el hecho de que la


psicología y la espiritualidad son diferentes. Enfatizan diferentes niveles de
experiencia porque sus cimientos descansan sobre premisas que se excluyen
mutuamente. Sin embargo, es en esa diferencia donde radica el valor de la
psicología para la espiritualidad. La psicología no puede enseñarnos nada
sobre la vida espiritual, pero sí puede enseñarnos mucho sobre nuestro yo
personal, lo que llamamos el "ego,` el cual interfiere con nuestra relación con
Dios.

Es irónico que el brillante análisis de Freud sobre el funcionamiento de la


psiquis pueda utilizarse para intensificar el crecimiento espiritual de uno. A
través de su vida, Freud siguió implacablemente la idea de que todas las
experiencias y creencias religiosas en el mejor de los casos eran neuróticas y
en el peor de los casos eran psicóticas, por ser nada más que proyecciones de
conflictos infantiles reprimidos. Su propia teoría, no obstante, nos enseñaría
que uno jamás lucha tanto en contra de algo a menos que se sienta
correspondientemente atraído por ello, aun cuando esa atracción esté fuera de
la conciencia. Uno podría concluir que todo el sistema teórico de Freud fue
diseñado, en un nivel, para defenderse en contra de la "amenaza" que él
sentía de su poderosa espiritualidad. Así pues, se esforzó por creer que el
mundo material era la única realidad, por lo que su sistema de pensamiento se
convirtió en el velo detrás del cual permanecía escondida la vida del espíritu.
Al darle un propósito diferente, sin embargo, la descripción sistematizada de
la dinámica del ego puede servir como un poderoso instrumento que nos
libere del aprisionamiento de la culpa y del miedo, las más poderosas armas
del ego en su guerra contra Dios. Además, es justo decir que sin Freud no
habría habido Un curso en milagros. Por lo tanto, aunque incapaz de
ayudarnos a entender al Dios que buscamos, la psicología puede ser
extremadamente importante en la remoción de las barreras que interfieren con
nuestro movimiento hacia El. Puede convertirse en un medio importante que
Dios utilice para acercarnos a la verdad última sobre quiénes somos
verdaderamente y quién es El, nuestro Creador.
El mundo de la culpa: dos niveles

Aunque los psicólogos pueden diferir en su interpretación de la etiología,


dinámica o términos descriptivos, prácticamente todos estarían de acuerdo en
que el asunto vital más importante que confronta la gente es el problema de la
culpa. Asociado con la experiencia de nosotros mismos como seres físicos y
psicológicos, la culpa puede diversamente describirse como odio a sí mismo,
duda de sí mismo, una torturante conciencia de inferioridad e inseguridad,
sentimientos de que estamos incompletos, insatisfacción, carencia y una
creencia en el fracaso personal de uno ante sí mismo, ante los demás y ante
Dios.

Cada uno de nosotros está más que familiarizado con los sentimientos de
culpa relacionados con cosas de nuestro pasado. La historia de nuestras vidas
individuales puede verse, desde este punto de vista, como una letanía de
nuestra culpa por lo que hemos hecho o no hemos hecho, dicho o no dicho,
pensado o no pensado. Nos sentimos culpables porque fastidiamos a un
hermano menor, nos sorprendieron robando dulces en la tienda del
vecindario, cortamos clases para irnos de pesca o para ver un partido de
béisbol, o nos castigó la maestra por hablar en la clase o por no hacer la tarea.
Como adultos nos sentimos culpables por haber sido crueles con algún
necesitado, por haber perdido la paciencia, por haber cometido fraude en el
informe de contribución sobre ingresos, por no haber sido fieles a los
mandamientos, por no llevar a cabo los ritos religiosos prescritos o por
abrigar sentimientos sexuales hacia personas prohibidas por las normas de
moralidad.

La lista es interminable; mas a pesar del dolor que tales recuerdos y


experiencias dejan como secuela, éstos son meramente la punta del témpano.
Estas instancias específicas por las cuales nos sentimos culpables, reflejan
una experiencia mucho más profunda y generalizada de minusvalía e
insuficiencia. Así como el mayor bulto del témpano yace debajo de la
superficie del mar, así también esta experiencia de culpa se encuentra bajo la
línea de la superficie que divide nuestra mente consciente de nuestra mente
inconsciente. Es un sentimiento tan profundamente arraigado que creemos
que no hay manera de liberarnos del mismo; ni siquiera Dios mismo tendría
el poder o el deseo de redimirnos de esta carga permanente de culpa.

¿De donde proviene la culpa? La explicación del Curso para el origen


último de nuestra culpa provee un contexto metafísico más amplio para los
principios psicológicos que estamos discutiendo, sin los cuales el significado
básico de la culpa y de su deshacimiento a través del perdón no se podrían
entender. Por lo tanto, esto amerita una discusión antes de que prosigamos.'

La culpa surge del pecado, el cual el Curso define en un punto como falta
de amor (T-1.IV.3:l), la condición de la post-separación. El pecado es la
creencia de que podemos y de hecho nos hemos separado de nuestro Creador,
Quien es Amor. En este sentido la opinión del Curso sería equivalente a la
interpretación judeo-cristiana del pecado original, cuando el pensamiento de
separación entró furtivamente en la mente del Hijo de Dios. Es la aparente
realidad de la separación la que fabrica al ego, o falso yo, que surge en
oposición al Ser que Dios creó uno con El. La culpa nos dice que hemos
pecado, y por lo tanto establece la realidad del pecado. El ego, que es esta
creencia en un Ser separado, ahora se protege proyectando este pensamiento
original de separación, del cual surge un mundo de forma que parece existir
separado de la mente dividida que lo pensó. Como dice el Curso:

No te das cuenta de la magnitud de ese único error [de separación].


Fue tan inmenso y tan absolutamente increíble que de él no pudo sino
surgir un mundo totalmente irreal. ¿Qué otra cosa sino podía haber
surgido de él?... [el mundol fue la primera proyección del error al
exterior. El mundo surgió para ocultarlo [el error de la separación], y
se convirtió en la pantalla sobre la que se proyectó, la cual se
interpuso entre la verdad y tú (T-18.I.5:2-4; 6:1-2).

Este mundo de separación es un mundo de cuerpos, los cuales literalmente


se convierten en encarnaciones del ego, y simbolizan el pecado de la
separación o el ataque a Dios por el cual nos sentimos culpables. Por esta
razón el Curso afirma que "el mundo se fabricó como un acto de agresión
contra Dios" (L-pII.3.2:1). En realidad, por lo tanto, el mundo material es tan
inherentemente ilusorio como el pensamiento de separación que le dio origen.
El Curso enseña que las ideas no abandonan su fuente. Contrario a nuestra
experiencia, el mundo existe únicamente como una idea en nuestra mente
dividida, la cual no es la mente que Dios creó. Por consiguiente, el mundo
separado, a su vez, no pudo haber sido creado por Dios y verdaderamente no
existe.

Además, el mundo de la separación es un mundo de escasez, conflicto,


sufrimiento y muerte, en marcado contraste con el mundo de Dios de
abundancia, paz y vida eterna. El nuestro es un inundo de opuestos,
contrastes y cambio; el Cielo es unificado e inmutable. El Curso elabora esto:

El mundo que ves es el sistema ilusorio de aquellos a quienes la


culpabilidad ha enloquecido. Contempla detenidamente este mundo y
te darás cuenta de que así es. Pues este mundo es el símbolo del
castigo, y todas las leyes que parecen regirlo son las leyes de la
muerte. Los niños vienen al mundo con dolor y a través del dolor. Su
crecimiento va acompañado de sufrimiento y muy pronto aprenden lo
que son las penas, la separación y la muerte. Sus mentes parecen estar
atrapadas en sus cerebros, y sus fuerzas parecen decaer cuando sus
cuerpos se lastiman. Parecen amar, sin embargo, abandonan y son
abandonados. Parecen perder aquello que aman, la cual es quizá la
más descabellada de todas las creencias. Y sus cuerpos se marchitan,
exhalan el último suspiro, se les da sepultura y dejan de existir. Ni
uno solo de ellos ha podido dejar de creer que Dios es cruel (T-13.
in.2:2- l l).

Aun lo que nos produce placer en este mundo no es lo que parece: "Y
mientras creas que [el cuerpo] puede darte placer, creerás también que puede
causarte dolor" (T-19.IV-A. 17:11). Los objetos de placer también nos
causarán dolor por dos razones principales: su ausencia, una vez nos hemos
hecho dependientes de ellos, se experimentará como una carencia y
privación, y por lo tanto será dolorosa; en segundo lugar, cuando
experimentamos algo en el mundo material como una fuente de placer, y
creemos que su presencia es esencial para nuestro bienestar, le estamos dando
un poder y una realidad que verdaderamente no tiene, y estamos negando el
poder y la realidad que Dios o el espíritu sí tiene. Al utilizar el mundo como
substituto del papel que sólo Dios debe tener en nuestras vidas, nuestra
creencia en la separación de Dios se refuerza, y es esto lo que dio origen al
mundo del sufrimiento y del dolor en primer lugar. Como dice el Curso:
"Todo placer real procede de hacer la Voluntad de Dios" (T-1.VII.1:4).
Volveremos a este asunto cuando discutamos las relaciones especiales.

Podemos observar este mismo principio del placer equiparado con el dolor
en el mundo de la naturaleza. Lo que vemos y admiramos como belleza
también puede dar rienda suelta a la destrucción y a la catástrofe. El cálido
sol que sustenta la vida puede producir calor tan abrasador que mate. La
suave lluvia que nutre nuestro suelo, cuando es excesiva, ocasiona
inundaciones que destruyen pueblos y villas. La prolongada ausencia de
lluvia, por otra parte, causa sequías que nos privan del sustento que su
presencia nos ha provisto.

Admiramos las bellezas y maravillosas exquisiteces de la naturaleza. Más


dentro de ese mismo mundo percibimos la competencia y la destructividad.
Arboles majestuosos son derribados por enjambres de hormigas y de
comején. Al mismo tiempo que sus ramas se arquean hacia el cielo en florido
verdor, las raíces del árbol estrangulan a otras raíces vecinas en busca de su
legítimo suelo. Los animales se rapiñan unos a otros, y acechan en la selva
para aprovecharse de la vulnerabilidad o el descuido de los otros. Tennessee
Williams nos ha dado un crudo retrato de este lado inferior de la naturaleza
en su drama, De repente, el verano pasado. Es una descripción de una playa
en las Islas Galápagos donde:

las grandes tortugas marinas se arrastran fuera del mar para su postura
anual de huevos... Una vez al año la tortuga marina hembra se arrastra
fuera del mar ecuatorial hacia la llameante arena de la playa de una
isla volcánica para cavar un hoyo en la arena y depositar sus huevos
allí. Es una lucha larga y espantosa, el depositar los huevos en los
hoyos en la arena, y cuando termina, la hembra exhausta se arrastra
hacia el mar medio muerta. Ella jamás ve a su prole.... [Mientras
tanto] el cielo también [está] en movimiento... ¡Repleto de pájaros
devoradores de carne y el ruido de los pájaros, los horribles gritos
salvajes de loscarnívoros pájaros ... a medida que las tortugas marinas
acabadas de empollar luchaban por salir de los hoyos en la arena e
iniciaban su carrera al mar... para escapar de los pájaros devoradores
de carne que ennegrecían el cielo casi tanto como la playa! Y la arena
toda viva, según las tortugas empolladas gateaban presurosas para
llegar al mar, mientras los pájaros revoloteaban y bajaban en picada
para atacar y revoloteaban y-revoloteaban para atacar! Se lanzaban
sobre las tortugas marinas empolladas, las volteaban para exponer sus
suaves barrigas, desgarraban sus barrigas para abrirlas y desgarrar su
carne y comérsela... sólo una centésima del uno por ciento del total
podía escapar hacia el mar.'

Esta ambivalencia en el mundo de la naturaleza refleja nuestra experiencia de


este mundo, lo cual lleva al Curso a afirmar que "no hay amor en este mundo
que esté exento de esta ambivalencia" (T-4.III.4:6).

El Curso, por lo tanto, puede entenderse en dos niveles, cada uno de los
cuales refleja un énfasis diferente en cómo enfocamos el mundo y el cuerpo.4
El primer nivel abarca este contexto metafísico mayor que hemos estado
describiendo. Aquí, el mundo se ve como una ilusión, sin existencia alguna
más allá de la mente que lo pensó. La culpa que surge de esta creencia
errónea es compartida por toda la humanidad y es inherente a la vida en un
cuerpo, el símbolo de esta creencia del ego. Todas nuestras experiencias
personales de pecado, culpa y miedo encuentran su raíz en esta capa más
profunda de nuestro inconsciente, sepultada bajo las capas de defensas que el
ego ha utilizado para protegerse.

El segundo nivel se relaciona con este mundo donde creemos que estamos.
Aquí, el mundo y el cuerpo, aunque ilusorios, son neutrales. ("Mi cuerpo es
algo completamente neutro" (L-pII.294), y puede servir lo mismo el
propósito del ego que el propósito de Dios. Este nivel es el foco central de
este libro, puesto que es aquí donde el perdón es directamente aplicable. Al
perdonar las capas de culpa en nuestras vidas personales, finalmente somos
capaces de deshacer el error original de la culpa sobre la cual descansa no
sólo nuestro mundo personal de dolor y sufrimiento, sino también el mundo
fenomenal completo.

El pecado, la culpa y el miedo

Regresamos ahora al mundo de la culpa el cual es parte de nuestra


experiencia personal. Como compañeros de estos sentimientos abyectos de
fracaso y desaprobación de sí mismo están aquellos de sentirse totalmente
desamparado en un mundo que amenaza esta debilitada y deteriorada imagen
de nuestro yo. Podemos apreciar esta experiencia al examinar los comienzos
de la vida humana. Freud y los psicoanalistas han contribuido grandemente a
nuestra interpretación de cuán lejos en nuestras vidas se remontan estos
sentimientos de privación, mutilación corporal y falta de mérito. De hecho, el
analista Otto Rank puso gran énfasis en su obra inicial en la significación del
trauma del nacimiento en la etiología de todas las neurosis.

Hasta el momento de nacer, el feto tiene poca o ninguna conciencia de sí


mismo como un ser separado. Carece de deseos, puesto que sus necesidades
fisiológicas básicas se satisfacen instantáneamente. En muchos respectos, la
vida en la matriz es similar al estado del paraíso descrito en el segundo
capítulo del Génesis donde Adán no carecía de nada, puesto que Dios se lo
había dado todo, lo cual refleja lo que el Curso llama el principio de
abundancia. En un estado libre de carencia no puede haber sentido separación
o de "ser otra cosa". La Escritura dice sobre Adán y Eva antes de la Caída
que ellos estaban desnudos pero que "no se avergonzaban uno del otro" (Gn
2:25).5 No había vergüenza (o culpa) pues aún ellos no habían cometido el
acto de la separación. Este estado preseparación puede de algún modo
equipararse con la vida del feto, uno con su madre y uno con el mundo.

Al nacer todo esto cambia. En una acción análoga a la expulsión del Jardín
del Edén, repentinamente el infante es arrojado de su paraíso hacia un mundo
de separación. Por primera vez, se hace dolorosamente consciente de que
tiene unas necesidades que no se satisfacen inmediatamente, y a veces no se
satisfacen en modo alguno. Esta traumática experiencia de separación, la cual
rodea la culpa, nos deja sintiéndonos vulnerables e incapacitados para
satisfacer nuestras necesidades. El terror que esto produce permanece con
nosotros, en algún nivel, a través de nuestra vida. La verdadera fuente del
"trauma del nacimiento," sin embargo, radica en el recordatorio de la
separación original, que es la raíz de toda la culpa y de todo el miedo.

Nuestros cuerpos, los cuales vienen a simbolizar este estado de separación,


simbolizan asimismo la culpa de nuestro carácter pecaminoso, y esto tiene
como resultado la vergüenza que asociamos con nuestra persona y con ciertas
funciones corporales. Uno ve en nuestra cultura las fuertes reacciones en
contra de esta vergüenza en los intentos por negar la aversión de sí mismo al
hacer el cuerpo atractivo. El enorme éxito de la industria cosmética es el
resultado de esto. Cuando nos identificamos con nuestras personalidades
físicas, el dolor que inevitablemente experimentamos en nuestros cuerpos se
convierte así inconscientemente en el castigo que creemos merecer por
nuestra maldad. Se establece un círculo vicioso: la fragilidad del cuerpo da
testimonio de nuestro carácter pecaminoso, el cual causa que nos
identifiquemos más fuertemente aún con el cuerpo en la medida que sentimos
la necesidad de protegerlo y de hacerlo atractivo.

El proceso de desarrollo normal, desde el nacimiento hasta la muerte,


consiste en aprender a salir adelante de las duras realidades de una vida
separada en un mundo que se experimenta como hostil y amenazante. Todos
nos ajustamos a esto en mayor o menor grado, pero es un ajuste a una
situación que en su centro es de terror por miedo a que nuestras defensas se
derrumben, y nos arrojen de nuevo hacia nuestros sentimientos de inútil
insuficiencia.

Todos desarrollamos nuestra propia forma particular de adaptación


defensiva al mundo, y aprendemos a sobrevivir y a tomar varios pasos
precautorios que garanticen nuestra seguridad y nuestro bienestar físico y
psicológico. Esas preocupaciones por nuestra supervivencia son inevitables
una vez nos identificamos con este yo separado que es el ego, y forman el
tema central del mundo del ego.

La culpa, pues, es un todo-penetrante sentido de enajenación, aislamiento


y desamparo que permanece con nosotros desde el momento en que nacemos
hasta nuestra muerte. Nos recuerda que somos criaturas indefensas y
vulnerables que caminamos aterradas a merced de un mundo que amenaza
con atacarnos y hasta aniquilarnos en cualquier momento. La culpa, por lo
tanto, incluye no sólo aquellas cosas que hemos dicho o hecho y que creemos
que eran incorrectas ("Me siento culpable porque hice esto y aquello"), sino
un sentido todopenetrante de ser incorrecto. De ese modo, la condición
antecedente de la culpa es la creencia de que hay algo inherentemente
inadecuado o pecaminoso acerca de nosotros, un estado por el cual debemos
sentirnos culpables siempre y el cual el ego nos dice que jamás se puede
deshacer.

Una vez nos sentimos culpables, es igualmente imposible no sentir que


merecemos un castigo por lo que hemos hecho incorrectamente, y temerle a
la forma que tomará este castigo. Todo miedo tiene su origen en la culpa por
la separación. Al creer que hemos atacado a nuestro Creador oponiéndonos a
El, también tenemos que creer que El está justificado al atacarnos a cambio.
La culpa demanda nada menos que este castigo de manos de un Padre
vengativo. La dinámica se resume de este modo en el Curso:

[El pensamiento de] separación entre Dios y nosotros ... afirma, de la


forma más clara posible, que la mente que cree tener una voluntad
separada y capaz de oponerse a la Voluntad de Dios, cree también que
puede triunfar en su empeño. Es obvio que esto no es cierto. Sin
embargo, es igualmente obvio que se puede creer que lo es. Y ahí es
donde la culpabilidad tiene su origen. Aquel que usurpa el lugar de
Dios y se lo queda para sí mismo tiene ahora un "enemigo" mortal. Y
ahora él mismo tiene que encargarse de su propia protección y
construir un escudo con que mantenerse a salvo de una furia tenaz y
de una venganza insaciable (M- 17.5:3-9).

La clave para entender este pasaje de otro modo inexplicable radica en el


concepto del inconsciente el cual lleva una vida horripilante, al parecer
independiente de nuestra experiencia consciente. Nuestro miedo, por lo tanto,
sin considerar su aparente origen en el mundo, comienza con esta creencia
inconsciente en el pecado la cual exige el castigo venidero porque nosotros lo
merecemos, no importa que el agente punitivo se experimente como un
padre, maestro, superior o hasta Dios Mismo. En el nivel más impersonal, el
agente punitivo puede ser el gobierno, instituciones religiosas o condiciones
mundiales en general. Ninguno de éstos tiene que ver con la realidad externa
tal como es sino con nuestra percepción de la misma, y puede o no puede ser
reforzada por otras personas o circunstancias. No hay manera de evitar este
miedo una vez hemos aceptado la culpa en nuestras mentes. La creencia en la
culpa nos conduce inconscientemente a esperar represalia, y por eso
transitamos esta tierra en constante miedo, y creemos que la tragedia o la
catástrofe nos acecha a cada paso.

En resumen, podemos entender esta dinámica de pecado, miedo y culpa


como una unidad. La creencia en nuestra inherente maldad o naturaleza
pecaminosa nos conduce a la experiencia de la culpa sobre quiénes somos; y
esto nos lleva a temerle al castigo que creemos que merecemos y que
recibiremos. Esta trinidad impía es verdaderamente un infierno psicológico y
constituye el ego. Es el yo separado con el cual nos identificamos y
consecuentemente en el cual basamos nuestras creencias, juicios y
percepciones. El mundo que surge de este ser es un mundo de terror del cual
no parece haber escape.

Esta relación entre el pecado, la culpa y el miedo está claramente descrita


en el tercer capítulo del Génesis. Ya hemos discutido la existencia paradisíaca
en el Jardín antes de la Caída, donde no había experiencia de separación entre
la creación y el Creador. No existían necesidades y sólo había la paz y el
gozo de estar en el Reino de Dios, unido con toda la creación.

En la Caída, Adán y Eva pecaron contra Dios al desobedecer Su mandato


de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Inmediatamente
después de haber comido la fruta del árbol prohibido, "se les abrieron a
entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo
hojas de higuera se hicieron unos ceñidores" (Gn 3:7). Se dieron cuenta de
que habían hecho algo indebido y se avergonzaron. Después de esto, "se
ocultaron de ... Dios por entre los árboles del jardín" (Gn 3:8) pues temían lo
que El podría hacer en represalia por el pecado de ellos.

Así, nuestra respuesta a la unidad de la creación es el nacimiento del ego


separado, el sueño de pecado y culpa que culmina con el miedo a lo que Dios
podría hacer como castigo por nuestro pecado. Y de hecho, el relato del
Génesis mantiene el sueño del ego al describir el castigo que Dios sí le inflige
a Adán y a Eva, quienes mediante su desobediencia al comer del árbol
prohibido y afirmar una voluntad separada de la de su Creador, reciben como
herencia una vida de sufrimiento, dolor y muerte:

Por haber hecho esto... con dolor parirás los hijos... Por haber...
comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el
suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días
de tu vida... Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que
vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al
polvo tornarás (Gn 3:14, 16, 17, 19).

Por medio de la acción de su voluntad separada-el ego- la criatura a quien


Dios creó a Su imagen y semejanza (Gn 1:26), cuyo ser espiritual jamás
podría perecer (Sb 2:23), pareció perder su semejanza con el Creador y
perdió su inmortalidad. Nuestra verdadera vida en Dios-aquel original y
eterno estado de unidad con El y con toda la creación- desapareció de nuestra
experiencia. Su lugar fue tomado por el mundo del ego-el símbolo de la
separación-y sus características de culpa, miedo, ataque y dolor. Este es el
mundo que fabricamos, y se pone de manifiesto en el mismo primer incidente
descrito en el Génesis después de la expulsión del Jardín. La historia de Caín
y Abel (Capítulo 4) es una tragedia de privación, celos, ira y finalmente de
asesinato; el opuesto exacto del mundo de abundancia, amor y vida eterna
que Dios creó, nuestra verdadera herencia como hijos del Cielo.

La negación y la proyección

La existencia del ego está basada en la culpa y el miedo puesto que éstos
refuerzan el pecado de la separación, y el ego tiene que mantenerlas si su
existencia ha de continuar. Por lo tanto, debe asegurarse de que no nos
acerquemos demasiado a la culpa, pues entonces comenzaríamos a cuestionar
la realidad última de nuestra separación de Dios. El ego enseña que la culpa
nos aterraría y, de hecho, mientras más nos acercamos a la culpa en nosotros
mismos, mayor es nuestro miedo. El ego interpreta esto para nosotros como
el miedo a Dios: que Dios nos dará muerte debido a nuestra naturaleza
pecaminosa. En Exodo, Dios le dice a Su siervo Moisés que no puede
contemplar Su rostro, "porque no puede verme el hombre y seguir viviendo"
(Ex 33:20), lo cual refleja el miedo del ego. Podemos hablar de igual manera
sobre nuestra culpa, la cual es tan horripilante que creemos que nos daría
muerte si alguna vez la mirásemos. Siempre confundiendo la voz de Dios con
la suya, el ego quiere que creamos que tal evasión es un mandato divino el
cual debemos obedecer, de lo contrario Dios Mismo nos castigaría o que,
privados de ese sino, desapareceríamos en el olvido de nuestra nada.

Por lo tanto, de acuerdo con el ego, es mejor que mantengamos nuestra


distancia y que jamás nos acerquemos a esta culpa básica siempre necesitados
de defendemos contra la misma. Lo que el ego no nos dice es que el miedo es
de sí mismo. Al acercarnos a la culpa, nos aproximamos también a Aquel
Que permanece detrás de ella, y es a esta Divina Presencia que le teme el ego.
Como afirma el Curso: "Los Pensamientos de Dios son inaceptables para el
ego porque apuntan claramente al hecho de que él no existe" (T-4.V.2:2). Sin
embargo, tiene que haber alguna solución a este problema de culpa, de lo
contrario el miedo y la ansiedad que éste genera sería demasiado abrumador
para que lo soportemos. Y el ego sí nos provee una respuesta. A pesar de que
depende de la culpa para su existencia, el ego nos ofrece el medio a través del
cual parece que nos liberamos de ella y nos protegemos del terror que nos
produce. Si el ego no nos proveyera esta seguridad, jamás le daríamos nuestra
fidelidad. Como describe el Curso las tácticas del ego:

El ego siempre intenta perpetuar el conflicto [culpa]. Es sumamente


ingenioso en encontrar soluciones que parecen mitigar el conflicto, ya
que no quiere que el conflicto te resulte tan intolerable que decidas
renunciar a él. Por lo tanto, trata a toda costa de persuadirte de que él
puede librarte del conflicto, no sea que lo abandones y te liberes a ti
mismo (T-7.VIII.2:2-4).

En medio del terror a la esperada represalia por nuestros pecados,


reforzada por la culpa abrumadora, el ego llama y nos dice: "Acude a mí y te
liberaré de esta terrible carga de tu yo culpable. Tu miedo desaparecerá y
encontrarás seguridad y paz." Como el ego ya ha excluido a Dios del papel de
salvador por virtud de nuestro miedo a El, en desesperación no tenemos
recurso excepto acudir al ego por ayuda y aceptar su idea de la salvación.

Para ayudamos a abordar la abrumadora experiencia de nuestra culpa, el


ego emplea dos dinámicas básicas: la negación o represión,6 y la proyección.
Estas dinámicas son lo que Freud llamó mecanismos de defensa-los recursos
psicológicos que utilizamos para defendernos de los peligros que percibimos-
y quizás sea el área donde él hizo su mayor contribución.

La primera respuesta del ego a nuestra culpa es negar que siquiera esté ahí.
"Sácala de tu conciencia," nos dice, "y entonces no te molestará." Nuestra
culpa es tan horripilante, por consiguiente, que simplemente tratamos de
borrarla de nuestra conciencia, fingiendo que no existe. El refrán popular
"barrer algo debajo de la alfombra" expresa este principio de negación. Si
algo es perturbador y no elegimos ocuparnos de ello en una forma que pueda
resolver el problema efectivamente, disponemos de ello a la manera del
avestruz al simular que no está ahí. La naturaleza inadecuada de esta manera
de ocuparnos de los problemas está bien clara, puesto que el problema no
desaparece por arte de magia sencillamente porque hemos elegido no mirarlo.

Jamás podemos subestimar el poder de la negación, sin embargo, pues éste


nos puede ocasionar que pasemos por alto lo que es muy obvio. Una mujer
que se siente culpable por cierto gasto puede buscar incesantemente la factura
que está debajo de su nariz; un hombre que ejerce su carrera fervorosamente
puede pasar por alto totalmente el efecto que su ausencia psicológica y física
ejerce sobre su esposa e hijos a quienes ama; los fanáticos religiosos a
menudo han fracasado en reconocer la notoria inconsistencia de perseguir o
de librar "guerras santas" en contra de aquellos que difieren de ellos, todo
hecho en nombre de un Dios de amor y de paz.

A pesar de este poder, la negación no bastará como defensa puesto que en


algún lugar estamos dolorosamente conscientes de que el problema aún
permanece con nosotros. Nuevamente el ego viene a nuestro rescate, y esta
vez con una solución que desde su punto de vista funciona
extraordinariamente bien. Esta táctica, conocida como proyección, constituye
el arma más poderosa en el arsenal del ego. Si la negación no dispone de la
culpa, nos aconseja el ego, nuestro próximo paso está claro. Vamos a
libramos totalmente de la culpa tomando el problema nuestro y depositándolo
en alguien o en algo más. Literalmente, pues, echamos fuera el problema. De
esta manera, no sólo sacamos la culpa fuera de nuestra conciencia, sino que la
ubicamos fuera de nosotros también. Y así, nos convence el ego, nos hemos
ocupado del problema satisfactoriamente. Ya no experimentamos la culpa
como nuestra sino que la hemos proyectado sobre agentes fuera de nosotros,
quienes se convierten así en los bandos culpables. Ellos son ahora los
responsables de todas las cosas terribles que nos suceden, por lo cual ellos
tienen que ser castigados. Todo ese tiempo, nos escabullimos inocentemente
por la puerta trasera, libres de todo sentido consciente de culpa o de maldad.

De ese modo, la defensa del ego en contra de la culpa que no deseamos,


una vez él la ha hecho real en nuestras mentes, es un proceso en dos pasos:
negamos el problema y luego lo proyectamos sobre los demás, por lo cual lo
vemos allá en lugar de verlo en nosotros mismos. En tres pasajes distintos, el
Curso describe el proceso de esta manera:

Las defensas no son involuntarias ni se forjan inconscientemente.


Son como varitas mágicas secretas que utilizas cuando la verdad
parece amenazar lo que prefieres creer. Parecen ser algo inconsciente
debido únicamente a la rapidez con que decides emplearlas. En ese
segundo, o fracción de segundo en que decides emplearlas, reconoces
exactamente lo que te propones hacer, y luego lo das por hecho...
[Este] plan requiere que te olvides de que fuiste tú quien lo hizo, de
manera que parezca ser algo ajeno a tu propia intención; un
acontecimiento que no guarda relación alguna con tu estado mental ...
(L-pI.136.3; 4:3).

[De esta manera] el ego trata de "resolver" sus problemas, no en su


punto de origen, sino donde no fueron concebidos. Y así es como trata
de garantizar que no tengan solución (T- 17.111.61-2).

Al hacer esto de manera inconsciente, tratas de mantener fuera de tu


conciencia el hecho de que te has atacado a ti mismo [al identificarte
con el ego], y así te imaginas que te has puesto a salvo (T-6.II.2:4).
Para el ego, el objeto específico o la forma de la proyección es irrelevante.
Su único interés es que la persona o situación elegida sirva el propósito de ser
el recipiente de la culpa proyectada. Este permanecerá siempre como el único
propósito del ego: convencernos de que se ha librado de la culpa, mientras
que en realidad sólo la ha empujado bajo tierra donde está "seguramente"
protegida por la negación y la proyección, jamás accesible a la amenaza de
ser cuestionada y que de ese modo sea deshecha.

La proyección de culpa del ego tiene dos formas primordiales: relaciones


de odio especial y relaciones de amor especial. La dinámica básica
permanece igual en ambas relaciones, más las formas de expresión son bien
distintas. Debe advertirse que aunque podemos y a menudo formamos
relaciones especiales con objetos o situaciones-e.g., de trabajo, religiosas,
instituciones sociales o políticas, diversas formas de adición -las más
importantes proyecciones del ego envuelven a las personas, y éste será el
centro de nuestra discusión aquí.

Relaciones de odio especial

En la relación de odio especial, la responsabilidad de la miseria e


infelicidad de uno se transfiere a otra persona. Bajo la orientación del ego se
nos aconseja que digamos: "Yo no soy el culpable o la causa de mi situación
desdichada, sino tú que me has hecho estas cosas terribles." Se establece así
una orientación "si sólo": si sólo mis padres hubiesen sido diferentes, si sólo
mi cónyuge fuese más comprensivo, si sólo el gobierno o la iglesia fuese más
liberal (o conservadora)-si sólo algo ajeno a mí cambiara, entonces yo sería
feliz. Esta táctica del ego sirve muy bien su propósito de trasladar el
problema adonde jamás puede resolverse: fuera de nosotros. Como afirma el
libro de ejercicios:

El plan del ego para la salvación se basa en abrigar resentimientos.


Mantiene que, si tal persona actuara o hablara de otra manera, o si tal
o cual acontecimiento o circunstancia externa cambiase, tú te
salvarías. De este modo, la fuente de la salvación se percibe
constantemente como algo externo a ti. Cada resentimiento que
abrigas es una declaración y una aseveración en la que crees, que reza
así: "Si esto fuese diferente, yo me salvaría" (L-pI.71.2:1-4).

Una vez se ha seleccionado la persona o situación que llena los requisitos


para la proyección, se hace imperativo que nos mostremos a nosotros mismos
y a los demás que "ésta es la culpable." Esto se hace a través de nuestra ira la
cual es un intento de justificar la proyección de nuestra culpa.

La ira siempre entraña la proyección de la separación, lo cual tenemos


que aceptar, en última instancia, como nuestra propia responsabilidad,
en vez de culpar a otros por ello. No te puedes enfadar a no ser que
creas que has sido atacado, que está justificado contraatacar y que no
eres responsable de ello en absoluto (T-6.in.1:2-3).

Puesto que el plan del ego es mantener nuestra creencia en la proyección


para estar "libre" de culpa, no se detendrá ante nada para reforzar la elección
de la facción culpable. Toda clase de evidencia-real o imaginada-se reune con
este propósito. Nuestra ira-totalmente justificada en nuestra mente -le dice a
la persona: "Mira las cosas terribles que me has hecho, cómo he sufrido por
tus acciones. Mira tus pecados y siéntete culpable ... pues así es cómo yo me
libero de los míos."

El Capítulo 16 de Levítico presenta una descripción casi literal de la


proyección de la culpa, un proceso que incorporó el término "chivo
expiatorio" a nuestro vocabulario. El Día de la Expiación (Yom Kippur), la
purificación de los hijos de Israel debía lograrse por medio de dos actos
ceremoniales. Estos son la intercesión del sumo sacerdote quien realizaba
ciertos sacrificios ritualistas en el santuario, seguidos por la selección de un
chivo, sobre el cual Aarón [el sacerdote] "imponiendo ambas manos sobre la
cabeza del macho cabrío vivo hará confesión sobre él de todas las iniquidades
de los israelitas ... y cargándolas sobre la cabeza del macho cabrío, lo enviará
al desierto" (Lv 16:21). Los pecados de la gente se han transferido así (se han
proyectado) al chivo el cual es alejado, y representa simbólicamente el
método inadecuado del ego de absolvernos de nuestros pecados.

Los ejemplos familiares de este proceso abundan en nuestra experiencia


cotidiana: la persona a quien el jefe reprende severamente y hace sentir
inferior y deficiente regresa a su casa por la noche y le grita a sus hijos
acusándolos de las mismas faltas que encontraron en él; la gran estrella del
béisbol que no responde a tres lanzamientos en un momento crítico y de
regreso al banco patea la fuente de agua porque está avergonzado de sí
mismo; el estudiante perezoso que no estudia y fracasa en el examen e insulta
a la maestra por dar injustamente un examen. En el relato familiar, cuando
Dios confronta a Adán y Eva con lo que habían hecho, Adán le echa la culpa
a Eva, quien a su vez le transfiere la culpa a la serpiente (Gn 3:12-13).

Históricamente, vemos la misma dinámica en las vidas de los dictadores y


opresores, quienes procuran compensar las deficiencias e inferioridades que
perciben en sí mismos persiguiendo y hasta tratando de destruir a aquellos
que consideran inferiores. Las personas que inconscientemente creen que
están malditas a menudo han tratado de maldecir a otras, aun en el nombre de
Dios. Finalmente, muchos países que practican políticas imperialistas
justificarán sus propias acciones al acusar a otras naciones de hacer
exactamente la misma cosa, y hasta forman alianzas con otros países
imperialistas para fortalecer su presunta posición anti-imperialista.

Sin embargo, si bien el ego nos dice que la ira y el ataque nos liberarán de
nuestra culpa, silenciosamente él se ríe último. La proyección, mientras
aparenta librarnos de la culpa, en realidad la refuerza. Echarle la culpa a
otros, en cualquier forma que sea, siempre conlleva ataque. En algún lugar
dentro de nosotros, contrario a la palabra del ego, sabemos que estamos
atacando falsamente, pues el verdadero problema no radica en los demás sino
únicamente en nosotros mismos.

La proyección, sin embargo, siempre te hará daño. La proyección


refuerza tu creencia de que tu propia mente está dividida, creencia
ésta cuyo único propósito es mantener vigente la separación. La
proyección no es más que un mecanismo del ego para hacerte sentir
diferente de tus hermanos y separado de ellos (T-6.II.3:1-3).

Si bien en un nivel es cierto que a todos nos afecta el mundo que nos
rodea, también es cierto que nosotros somos responsables de nuestra propias
reacciones hacia el mundo y lo que nos sucede. Como nos pide el Curso que
nos digamos a nosotros mismos:

Nuestra culpa, en vez de transferirse a alguna otra persona, simplemente se


refuerza debido a nuestros ataques injustos a otro. Esto pone en marcha el
muy vicioso ciclo de culpa-ataque. Mientras más culpables nos sintamos,
mayor será nuestra necesidad de negarlo y de proyectarlo por medio del
ataque; mientras más ataquemos, más culpables nos sentiremos. Y el ciclo
continúa. Este proceso aparentemente interminable es antitético al dicho
popular: No es el amor lo que hace girar el mundo, sino la culpa.

Este ciclo de culpa y ataque pone al descubierto el propósito del ego, el


cual éste siempre procura esconder de nosotros. El plan del ego para nuestra
"salvación" es convencernos primero de nuestra culpa, y luego proveemos un
medio para escapar de ésta. Su verdadera meta, sin embargo, es retener la
culpa, pues eso solo mantiene nuestra creencia en el ego, el símbolo de que
nos hemos separado de Dios y que es el fundamento de la existencia misma
del ego.

El "plan secreto" del ego es el responsable del fenómeno casi universal que
encontramos a través de la historia, sin mencionar las vidas personales de
prácticamente todo el mundo: la tremenda inversión en la ira, que conduce a
la necesidad de una orientación nosotros-ellos en la que debe encontrarse a
alguien que se ajuste al papel de "villano," lo cual justificamos luego con
nuestras variables normas de moralidad. Es en esto en lo que radica la gran
atracción del prejuicio y la discriminación. Esta es la razón por la cual nos
unimos a las grandes protestas públicas que condenan a quienes cometen
ciertos crímenes o que juzgan a funcionarios públicos a quienes sorprenden
en actividades ilegales o poco éticas. En todos estos ejemplos, realmente
estamos escogiendo ver y atacar nuestros pecados inconscientes en estos
chivos expiatorios.

Esta misma necesidad de dividir el mundo entre negro y blanco es lo que


se oculta bajo el sentido de alivio, júbilo y triunfo cuando vemos una película
donde al final los "chicos buenos" ganan y los "chicos malos" pierden.
También está presente detrás de la tremenda sobre-identificación que
sentimos con los héroes deportivos, estrellas de cine o líderes mundiales y
espirituales, al ponerlos frente a sus correspondientes villanos. Debe
mencionarse que si bien la gente obviamente no siempre hace lo que debe, y
que otros justificadamente merecen nuestra atención, el centro de interés aquí
radica en nuestra necesidad de verlos de ese modo, y no ver a las personas en
sí y por sí mismas. Las Olimpíadas invernales de 1980 le proveyeron a los
norteamericanos un ejemplo claro de este proceso de identificación. Personas
que no tenían interés alguno en el hockey, y que probablemente no podían
distinguir un disco de hockey sobre hielo de un canasto de baloncesto, una
línea azul de una línea roja, se convirtieron en entusiastas a medida que los
periódicos informaban que los desvalidos norteamericanos derrotaban al
fuertemente favorecido equipo de hockey ruso. Estuvieran conscientes de
esto o no, muchos norteamericanos experimentaban esto como el triunfo del
bien sobre el mal.

En 1938, los norteamericanos tuvieron una experiencia similar, con


algunas interesantes peculiaridades. La discriminación racial se toleraba
legalmente en este país, y el prejuicio en contra de los negros era claramente
obvio. Sin embargo, todos los norteamericanos, blancos y negros, norteños y
sureños, se reunían en torno al boxeador negro Joe Louis (apodado el
"Bombardero Marrón")-¡diecisiete años antes de la histórica decisión del
Tribunal Supremo sobre la desegregación!- al éste darle una paliza al alemán
Max Schmeling en un combate que se tituló "Joe Louis noquea a Hitler." Así,
un blanco racista paradójicamente procede a abrazar al odiado negro en
contra del alemán a quien odiaba aún más. El prejuicio produce extraños
aliados, en efecto. Una peculiaridad más interesante aún era que la filosofía
Nazi estaba de acuerdo con la posición racista de que los negros eran
inferiores. Aquí, no obstante, los prejuicios políticos pesaban más que los
raciales, de ese modo el racista norteamericano terminó identificándose con
el negro norteamericano en contra del racista alemán. Irónicamente, el mismo
Schmeling jamás se identificó verdaderamente con el nazismo de Hitler, y
tanto él como su esposa continuamente tuvieron que referirse a este asunto
después de la guerra. Al ego, sin embargo, jamás le importan los hechos, sino
meramente la interpretación de los hechos que se ajuste a su propósito.

La necesidad de nuestro ego de tener un enemigo se ve claramente en


tiempos de guerra, cuando nos deleitamos y nos sentimos justificados en
odiar a este enemigo. Los países se unen entre sí, como si fueran uno solo en
contra de esta común oposición. Un relato de ciencia ficción cuyo título he
olvidado, ilustra este proceso:

Los Estados Unidos y Rusia están a un pelo de distancia de una guerra


nuclear, y no parece haber esperanza de prevenir la catástrofe que destruirá al
mundo. De pronto, surge una amenaza mayor aún: una invasión que proviene
del espacio externo parece inminente. A menos que la tierra actúe
inmediatamente, su destrucción es segura. Los dos super poderes no tienen
otro recurso que unirse, pues sólo en su común esfuerzo radica la posibilidad
de vencer a los invasores. Finalmente tienen éxito y se salva el planeta. El
relato tiene un final sorpresivo, no obstante, pues en realidad no había
invasión alguna. Un Poder Mayor, al ver la catástrofe que estaba a punto de
acontecer en la tierra, creó la ilusión del ataque procedente del espacio
externo para unir a los dos enemigos. Planeó que, por medio de su
cooperación, aprendieran respeto mutuo y llegaran a conocerse como amigos.

La historia de la India del siglo 20 refleja el mismo principio del ego de


unirse en contra de un enemigo común, aunque desgraciadamente, con un
desenlace distinto. Por décadas, los hindúes y los musulmanes lucharon
hombro con hombro en contra de un enemigo mutuo, la Gran Bretaña.
Cuando, bajo el liderazgo de Ghandi, finalmente triunfaron en lograr que los
británicos se marcharan en 1947, casi inmediatamente los hindúes y los
musulmanes comenzaron a pelear unos con otros. Sus egos requerían un
enemigo, y como ya no podían ser los británicos cada cual servía muy bien a
las necesidades del otro. Como sucede siempre dentro del sistema del ego,
nada había cambiado excepto los rostros.

La percepción de un mundo nosotros-ellos refleja nuestra propia división


interna, del mismo modo que el ego se mide con nuestro Ser espiritual y con
Dios. Esta división se proyecta sobre el mundo donde atacamos al "enemigo"
externo en vez de verlo en nosotros mismos. Aunque emboscado a veces en
formas socialmente aceptables, nuestra necesidad de hallar chivos expiatorios
a quienes odiar es abrumadora. Es aterrador observar nuestras
racionalizaciones de la ira. La historia de la persecución religiosa y política
ha provisto amplio testimonio del odio escondido que se ha ocultado tras el
lenguaje del amor y de la paz. La explicación para ese comportamiento tan
aparentemente incomprensible no radica en la inherente maldad o en la
pecaminosidad de esta gente, sino en la ignorancia de la culpa que tan
exitosamente se había negado y se había proyectado. Nosotros que vivimos
en una era más psicológicamente sofisticada no debemos sentirnos tentados a
mirar con aire satisfecho hacia esos períodos de horror con una actitud de
"más papista que el papa," sino que debemos examinar nuestra propia lista de
horrores-la carrera de las armas atómicas, el Holocausto, el conflicto de los
super poderes, la discriminación, las persecuciones políticas y la tortura -y
perdonarnos a nosotros mismos por nuestras ilusiones y errores.

Como secuencia lógica del ciclo culpa-ataque, y no menos vicioso en su


resultado, está la culminación de la mentalidad nosotros-ellos: el ciclo
ataque-defensa. Este le sirve admirablemente a los propósitos del ego al
mantener la culpa seguramente intacta debajo del campo de batalla. Hemos
visto cómo el miedo necesariamente tiene que ser la consecuencia lógica de
la culpa, en la medida en que nosotros inconscientemente creemos que nos
van a castigar por nuestros pecados. Puesto que hemos proyectado nuestra
culpa sobre otros al atacarlos y hacer el error real, creemos que ellos nos
harán lo mismo, e inconscientemente consideramos que su ataque está
plenamente justificado por nuestras acciones injustas. Esperando que ellos
nos ataquen de la misma manera, construimos defensas en contra de lo que
tratamos de convencernos de que es un atentado injusto a nuestra inocencia.
Mientras más defendemos nuestra inocencia, al creer en otro nivel que somos
culpables, más reforzamos nuestra culpa, y avivamos la llama de este círculo.
Cuando encontramos un socio en esta demencia del ego, entonces nuestra
culpa y miedo se refuerzan mutuamente, y continuamente atacamos en
defensa propia. No importa si la otra parte ataca o no. Inconscientemente
creemos que lo hará porque nuestra culpa nos ha tornado vulnerables y
temerosos de la venganza. Así pues, permanecemos en guardia por temor a
que el enemigo, que vemos afuera, nos ataque.

Es como si estuviera encerrada dentro de un círculo, dentro del cual


otro círculo la atenaza, y dentro de ése, otro más, hasta que finalmente
pierde toda esperanza de poder escapar. Los ciclos de ataque y
defensa, y de defensa y ataque, convierten las horas y los días en los
círculos que atenazan a la mente como gruesos anillos de acero
reforzado, los cuales retornan, mas sólo para iniciar el proceso de
nuevo. No parece haber respiro ni final para este aprisionamiento que
atenaza cada vez más a la mente (L-pI.153.3).

Mientras tanto el verdadero enemigo permanece a salvo escondido adentro.


Como uno de los personajes en la tirilla cómica de Walt Kelly, "Pogo,"
exclama: "Hemos conocido al enemigo, y éste somos nosotros."

El actual aumento en las armas nucleares presenta un cuadro evidente de


cuán lejos puede llevarnos esta forma de locura. Las naciones involucradas
continuamente construyen sistemas defensivos, más allá del ámbito de la
razón, por miedo a lo que otras naciones podrían hacer. Las amenazas de
ataque refuerzan los temores de otras naciones que entonces tienen que
defenderse a sí mismas, con el mismo efecto. El resultado es una espiral de
miedo que no parece tener resolución humana alguna que no sea la
destrucción global.

Relaciones de amor especial

Probablemente no hay un mecanismo más insidioso en el plan del ego para


salvamos de nuestra culpa que el amor especial, pues éste astutamente parece
ser algo que no es, al ocultar lo que verdaderamente ofrece. Generalmente no
hay equivocación posible con las relaciones de odio especial, pero el odio
oculto en el amor especial no se ve con facilidad, de modo que la culpa
debajo del odio tiene una doble protección. El Curso afirma:

La relación [de amor] especial te ofrece el marco más imponente y


falaz de todas las defensas de las que el ego se vale. Su sistema de
pensamiento se ofrece aquí, rodeado por un marco tan recargado y
elaborado, que el cuadro casi desaparece debido a la imponente
estructura del marco (T- 17.IV.8:1-2).

Hemos visto que algunas de las características de la culpa incluyen la


creencia de que hay algo carente en nosotros que jamás podrá satisfacerse, un
estar incompleto que permanecerá para siempre más allá de toda esperanza de
plenitud. A esto es que se refiere el Curso como el principio de escasez. La
culpa nos dice que nuestra justificada suerte es permanecer vacíos y
vulnerables, a merced de un mundo hostil y amenazador. Como resultado,
llegamos a decirnos: "Ya no puedo tolerar por más tiempo cuán indigno me
siento. El dolor de enfrentarme al total fracaso de mi vida es abrumador, y la
ansiedad y el terror que me produce es demasiado grande para que yo pueda
soportarlo."

Este es el momento que el ego ha estado esperando. Habiéndonos


convencido primero de la verdad de nuestra culpa, ahora está en la posición
de salvarnos de ésta. Desesperados por el terror, nos aferramos ávidamente a
las delgadas pajas que el ego nos ofrece, y estas pajas inevitablemente llegan
en forma de relaciones. El ego dice: "Si es así de terrible como te sientes en
tu interior, sin esperanza de que esa culpa se deshaga jamás, busquemos la
respuesta en el exterior." El Curso lo expone de esta manera: "No hay nadie
que venga aquí que no abrigue alguna esperanza, alguna ilusión persistente o
algún sueño de que hay algo fuera de sí mismo que le puede brindar paz y
felicidad" (T-29.VII.2: l).

Siguiendo la dirección del ego, pues, nos embarcamos en una búsqueda


interminable de plenitud y satisfacción externas a nosotros. El solaz que no
podemos encontrar en el embrollo interno de nuestro pecado, culpa y miedo,
lo encontraremos en otras personas. El proceso sigue esta fórmula básica:
"Hay ciertas necesidades especiales o carencias que tengo que no pueden
satisfacerse dentro de mí mismo ni por Dios, y sin las cuales no puedo
encontrar paz o felicidad. Pero tú, una persona especial con características y
cualidades especiales, puedes satisfacer mis necesidades. En ti encuentro mi
compleción, y tu amor, apoyo y aprobación me prueban que soy valioso y no
la criatura despreciable que creo ser."

Al ego no le importa quién específicamente llena este lugar en la fórmula.


Aquellos que llenan esta función de completarnos son los que amamos. Y
cuando somos capaces de reciprocar, y llenamos necesidades insatisfechas en
ellos, tenemos la versión del ego de "un matrimonio hecho en el Cielo," el
mutuo compartir de necesidades que a menudo el mundo confunde con el
verdadero amor. Como se describe en el Curso:

Ese otro yo "mejor" que el ego busca es siempre uno que es más
especial. Y quienquiera que parezca poseer un yo especial es "amado"
por lo que se puede sacar de él. Cuando ambos miembros de la
relación especial ven en el otro ese yo especial, el ego ve "una unión
bendecida en el Cielo" (T- 16.V.8:1-3).

Una ojeada más cercana a estas asociaciones, no obstante, las muestra como
verdaderamente son: relaciones hechas en el infierno. No están basadas en el
amor y en un genuino compartir sino en el pecado y la culpa, con el miedo
como su motivación primaria. Son un contrato sellado con sangre, no importa
cuán inconscientemente se haya hecho el trato: "Mientras tú, mi amor
especial, te comportes de tal manera que se llenen mis necesidades y que yo
pueda evitar mi propia culpa, te amaré y te corresponderé, ayudándote a
evitar tu dolor al llenar tus necesidades especiales. Pero que el Cielo te ayude
si cambiases, o si no cumplieses tu parte del acuerdo." Esta última oración es
la que desmiente al "amor", y revela el odio que se esconde debajo del amor,
una proyección del odio que sentimos por nosotros mismos.

Si, desde el punto de vista del ego, el valor que le hemos adjudicado a
otros es la capacidad para escudamos de nuestra culpa, se torna imperativo
para nuestra paz mental que ellos continúen desempeñando su papel. La
menor desviación del arreglo nos amenaza con una penetración del terror que
hemos procurado esconder. Tenemos que hacer todo lo que esté a nuestro
alcance para que ellos vuelvan a su posición original como protectores de
nuestro miedo. Esto lo realiza el arma por excelencia del ego: la
manipulación a través de la culpa. Intentamos lograr que nuestros
compañeros de amor especial se sientan culpables de no preocuparse más por
nosotros de modo que cesen sus acciones pecaminosas, como las hemos
juzgado y que vuelvan a cumplir con sus papeles de salvarnos de nuestra
culpa. Ahora ellos tienen la culpa de que nos sintamos tan mal y de que
estemos aterrados ante esta imagen de nosotros mismos.

Esta es la base de los celos y de la naturaleza posesiva que caracteriza las


relaciones de amor especial, y del significado del muy conocido refrán: "Dos
es compañía, tres es multitud." Debido a que hemos puesto nuestras
esperanzas de salvación en esta persona especial, la atención que se dedique a
otra parte nos la quitan a nosotros. Si se comparte el amor tenemos menos, de
modo que tenemos que vigilar este amor celosamente y protegerlo por temor
a que la ganancia de alguien se torne en la pérdida nuestra. La naturaleza
exclusiva del amor especial contrasta con el compartir del verdadero amor,
que es global y no necesita protección.

Así pues, vemos la relación de odio especial bajo la fachada de amor; la


familiar proyección de la culpa. Este cambio del amor al odio por medio de la
manipulación de la culpa es muy bien conocido como "el síndrome de la
madre judía," aunque su presencia no se limita a aquellos de extracción judía
o a las madres.

Al sentirse inadecuados en sí mismos, y al no recibir uno del otro el apoyo


y el amor que una vez disfrutaron, los padres a menudo se vuelven hacia sus
hijos para satisfacer su necesidades especiales, para dar a sus vidas el
significado y propósito que sienten que les falta. De ese modo, invierten
excesivamente en sus hijos a quienes convierten, por así decirlo, en
extensiones de sí mismos, y de quienes dependen para su valor y estima. Si
los hijos se apartan de las expectativas paternas, las insuficiencias de los
padres se ponen de manifiesto, lo cual éstos tienen que defender a cualquier
costo. El precio inevitable que hay que pagar es la imposición de la culpa
sobre los hijos, en la cual se encuentra la notoriedad del síndrome de los
padres posesivos. "¿Cómo pudiste hacernos esto? ¿Es esta la forma de
pagarnos por todo el amor que te hemos dado y los sacrificios que hemos
hecho por ti? ¿Por qué no puedes ser como eras una vez- bondadoso,
considerado, desinteresado, sensible, amoroso, atento y bueno?"

Si los hijos vuelven al "arreglo" original de satisfacer las necesidades de


sus padres, entonces el odio vuelve a ser "amor" y todo sigue como antes. Si
la pausa se prolonga, sin embargo, el vínculo continuará, pero la fuerza que
lo cimenta habrá cambiado de amor a odio, y el centro de la vida de los
padres será la ingratitud de sus hijos. De igual modo, la insensibilidad y falta
de comprensión de los padres se convierte en el substituto de los hijos por el
amor especial que una vez recibían como recompensa por ser "buenos."
Desde el punto de vista del ego, pues, nada ha cambiado realmente y éste
bendice ambas formas de especialismo. Los símbolos del amor se truecan con
los el odio, mientras que la culpa subyacente permanece a salvo de la
exposición. Cuando la imposición no funciona-¡.e., la persona no cambia-
entonces el ego no tiene más recurso que tirar a la persona por la borda y
buscar otra. "Siempre es posible encontrar otra" (L-pI.170.8:7), nos enseña el
Curso, a medida que el ego "se embarca en una interminable e insatisfactoria
cadena de relaciones especiales" (T-15.VII.4:6). La rapidez con que el amor
se toma en odio cuando el período de luna de miel termina puede entenderse
más claramente aún con dos factores adicionales de cómo el amor especial
refuerza la culpa.

Si el significado de la otra persona en una relación de amor especial es


protegemos de nuestra culpa, entonces esa persona se convertirá
inevitablemente en un símbolo de este odio a uno mismo. Sin este
significado, el ego no tendría propósito alguno para la relación, por lo cual ni
siquiera podríamos pensar en esta persona sin asociarla inconscientemente
con nuestra propia insuficiencia, nuestra sensación de estar incompletos, y
nuestra necesidad especial. Al mismo tiempo que nuestras mentes
conscientes le dan gracias a Dios por enviarnos este maravilloso regalo que
significa la salvación para nosotros, y nos sentimos llenos de pensamientos
de paz, amor y bienestar cuando estamos con esta persona especial o cuando
pensamos en ella siquiera, nuestras mentes inconscientes nos recuerdan en
silencio la culpa que estableció la necesidad de esta relación. Así pues, vemos
la corroboración del conocido principio psicológico de que la dependencia
engendra desprecio. Terminamos atacando y odiando precisamente a aquellos
de quienes dependemos para que nos ayuden, pues es el desprecio que
sentimos por nosotros mismos lo que nos recuerda el otro. Además, nuestra
necesidad de amor especial requiere que mantengamos vigilancia constante
por miedo a que el otro se desvíe del camino "recto y angosto", en cuyo punto
nuestro amor, como hemos visto, rápidamente se convierte en odio. Nuestro
"bienamado", entonces, termina únicamente como un refuerzo adicional de
nuestra culpa, en vez de ser quien nos libere de ésta. Esto ilustra el importante
principio presentado en el Curso: "Todas las defensas dan lugar a lo que
quieren defender" (T-17.IV.7:1). Diseñadas para protegernos de nuestra culpa
y de nuestro miedo, las defensas simplemente los refuerzan, y traen como
secuela justo aquello de lo cual el ego nos dice que nos protege.

Finalmente, está la que quizás sea la más fundamental fuente de culpa en


estas relaciones especiales: utilizar a otros para que satisfagan nuestras
necesidades. El ego es totalmente indistinto y brutalmente insensible al
bienestar de aquellos a quienes utiliza para que le sirvan sus propósitos.
Desde el punto de vista del ego, nuestro único interés en la gente es cómo
ésta cumple con el propósito oculto de perpetuar la culpa a través de la
proyección. Nuestro interés y envolvimiento con los demás no se debe a una
preocupación genuina por ellos como personas, atraídos por la luz del Cielo
que emana de ellos, sino más bien por sus cualidades especiales que se
ajustan muy bien a nuestra propias necesidades especiales. Una vez estas
cualidades desaparecen y encontramos, como dice la frase de Hamlet, "metal
más atractivo," las tiramos por la borda y vamos en pos de prados más
verdes. Este abuso de los demás como simples instrumentos para la
satisfacción de nuestras propias necesidades no puede sino ayudar a
incrementar nuestra culpa, lo cual nos obliga aún más a "protegernos" por
medio de relaciones especiales adicionales. Es por esto por lo que el Curso
describe la relación especial como el hogar de la culpa.

Es esta cualidad "impersonal" lo que hace posible que los símbolos de odio
especial y de amor especial se alternen con esa rapidez tan asombrosa, como
se vio, por ejemplo, al final de la Segunda Guerra Mundial. La aliada de los
norteamericanos, la Unión Soviética, se convirtió en el enemigo durante la
Guerra Fría que tuvo lugar casi inmediatamente, mientras que el enemigo,
Japón, se tomó en el aliado de confianza, lo mismo que la Alemania
Occidental. Soldados enemigos han experimentado esta dinámica cuando las
circunstancias los han llevado repentinamente a estar juntos. Al abandonar su
papel de tratar de destruirse unos a otros, dos hombres pueden darse cuenta
de pronto de que tienen más cosas en común que las que los separan. Ambos
tienen miedo, sienten ira, se sienten solos y resentidos y en su situación
compartida encuentran que su enemigo se ha convertido en su hermano.
Cuando "en caso de sentir la tentación de atacar a un hermano y de percibir
en él el símbolo de tu miedo," el Curso nos exhorta a que recordemos el
regalo que se nos ofrece, "y lo verás cambiar súbitamente de enemigo a
salvador; de demonio al Cristo" (L-pI. 161.12:6).

Este súbito cambio se observó de manera inusitada en los viejos fanáticos


del equipo Brooklyn Dodgers. Para muchos residentes de Brooklyn, el centro
de su mundo eran los Dodgers, y esta relación de amor especial se
intensificaba con el odio que sentían por sus rivales del otro lado del río, los
New York Giants. Estos sentimientos estaban muy arraigados, tanto era así
que una vez una discusión en una cantina acerca de los respectivos méritos de
los dos equipos terminó con la muerte a tiros de un hombre a manos de otro.
En los 1950, los Giants tenían un lanzador, Sal Maglie, quien era un
verdadero némesis para los Dodgers. No sólo parecía estar siempre en su
mejor disposición en contra de ellos, sino que les lanzaba con verdadera
venganza. Lo apodaban el "Barbero" debido al escape por un pelo que les
daba a los bateadores oponentes cuando les lanzaba la pelota peligrosamente
cerca de sus cabezas. Su nombre en Brooklyn era anatema. Imaginen el
estado de incredulidad y de confusión, entonces, cuando le vendieron a
Maglie a los Dodgers. El problema para el fanático seguidor de los Dodgers
era obvio. Sin embargo, debido a la inherente falta de interés del ego en la
persona, los seguidores del Brooklyn pudieron hacer el cambio del amor al
odio con asombrosa facilidad. Después de unos días era como si Maglie
siempre hubiera sido un Dodger. Más adelante cuando en la carrera por el
banderín lanzó un juego sin batazos, prácticamente lo canonizaron como un
santo de Brooklyn.

Podemos resumir el significado de la relación especial si pensamos en un


tarro de cristal lleno de café al instante granulado. El tarro representa nuestro
concepto del yo, o de cómo el ego nos ve, mientras que el café simboliza
nuestra culpa, de la cual el ego nos ha convencido que es nuestra realidad
fundamental.

El ego nos enseña a evitar esta culpa a toda costa, de lo contrario nos
sentiremos abrumados y seremos destruidos. De ese modo, negamos o
reprimimos el odio a nosotros mismos, que es como empujar el café hacia el
fondo del tarro que representa nuestro inconsciente. Una vez hemos aceptado
las ideas del ego como verdaderas, nos hemos comprometido a mantener esa
culpa negada y en el fondo del tarro. Lo que mantiene el éxito de nuestra
negación es una tapa segura, lo cual será ahora la función de nuestras
relaciones especiales. Mientras permanezcamos en el especialismo, la culpa
que proyectamos sobre los demás está "a salvo" enterrada en nuestras mentes.
Las parejas especiales-bien sean de odio o de amor- permanecen como
nuestra tapa en tanto juegan el juego de la culpa. Cuando no lo hacen, la tapa
de nuestro tarro comienza a aflojarse. La culpa surge a nuestra conciencia y
nos aterramos como nos ha enseñado el ego. Como aún estamos en el sistema
del ego, no nos queda otro recurso que no sea que la tapa se apriete
nuevamente, al manipular a la pareja a través de la culpa. Si esto fracasa,
debemos tirar la tapa, y encontrar a otra persona que pueda ahora cumplir esa
función para nosotros.

El uso que el ego hace del pasado

El ego intenta justificar sus proyecciones en las relaciones especiales por


medio de la distorsión de la percepción, y de ver a las personas únicamente
en términos del pasado y convertirlas en lo que él quiere que sean. Contrario
a nuestra experiencia, la percepción es un fenómeno relativo. No refleja un
cuadro constante o absoluto del mundo que nos rodea-los aparentes hechos
del universo material-sino que más bien el percibir es una interpretación del
mundo en que vivimos, el cual se toma, en efecto, en un mundo irreal. Por
eso el Curso afirma: "La percepción siempre entraña algún uso inadecuado de
la mente, puesto que la lleva a áreas de incertidumbre" (T-3.IV.5:l). Además,
la percepción "es un proceso continuo de aceptación y rechazo, de
organización y reorganización, de substitución y cambio" (T-3.V.7:7).
Los psicólogos fisiológicos han demostrado cómo nuestras percepciones
son distorsionadas y limitadas por la estructura misma de nuestro aparato
sensorio. Los perros, por ejemplo, pueden escuchar sonidos que permanecen
inaudibles para nosotros. Nuestro sentido del olfato apenas está tan
desarrollado como en otros animales que tienen que depender de este sentido
para su supervivencia. Con la vista, las líneas paralelas parecerán encontrarse
en algún punto distante, como el mar y el cielo se unen en el horizonte, a
pesar de los principios básicos de la geometría; y muy temprano en nuestras
vidas, todos aprendemos a corregir la literalmente invertida imagen del
mundo externo que se abalanza sobre nuestras retinas. Más importantes para
nuestros propósitos, sin embargo, son las distorsiones psicológicas que
introducimos en nuestras percepciones. En esta área, Freud fue el primero en
demostrar sistemáticamente que el mundo que experimentamos no es como
parece ser; que nuestras percepciones y comprensión teórica de la realidad
son afectadas y hasta drásticamente distorsionadas por problemas sin resolver
que ni siquiera están dentro de nuestra conciencia. Estos complejos ocultos se
proyectan sobre el mundo, y actúan como un filtro a través del cual miramos.
De este modo, nuestras percepciones a menudo pueden reflejar nuestras
necesidades y miedos inconscientes.

Por ejemplo, las personas que se pierden en el desierto, debido a su


necesidad de agua, imaginan ver un oasis y hasta pueden creer que escuchan
el sonido de agua que fluye. Un niño asustado en la obscuridad puede "ver"
fantasmas y dragones que lo atacan. Finalmente, la presencia de una culpa
interna realmente puede persuadir a la gente que sufre para que crean que hay
voces susurrantes en torno a ellas hablándoles, o que alguien que camina
detrás de ellas las espía.

Este proceso básico de nuestras necesidades afectar nuestras percepciones


está en función todo el tiempo, tanto en situaciones cotidianas normales como
en situaciones anormales. Continuamente interpretamos la información que
nos llega por medio de nuestros órganos sensorios y estas interpretaciones
por necesidad se basan en experiencias pasadas. Sin el pasado, de hecho, no
podríamos percibir, pues no tendríamos base alguna para organizar y
entender el sinnúmero de estímulos sensorios que recibimos. Sin mi pasada
experiencia de una taza, por ejemplo, yo no sabría que ésta puede servir de
continente para mi té, y mucho menos saber qué es. Además, mi necesidad de
beber tiende a limitar mi percepción a la función utilitaria de la taza; un
ceramista miraría el mismo objeto en forma distinta. De igual modo, una
escudilla de frutas le parecería de una manera a una persona hambrienta, y de
otra muy diferente a un Cezanne, en cuya visión ésta se transforma en una
creativa mezcla de color, forma y relación. La película japonesa clásica
Rashomon exploró esta área de las distorsiones perceptuales, donde una
violación y la muerte del marido se presentan desde los puntos de vista
discordantes del violador, de la esposa, del marido (a través de una médium)
y de un leñador. Era como si uno estuviera observando un suceso distinto en
cada caso.

El proceso de la proyección hacer la percepción es una ley básica de la


mente: lo que vemos adentro determina lo que vemos afuera. Este proceso
determina cómo percibimos el mundo y cómo reaccionamos al mismo.
Primero miramos hacia adentro y luego proyectamos sobre el mundo lo que
hemos visto. Si bien no podemos evitar la proyección, los resultados
dependerán en buena medida del uso que queramos hacer de ella. Así pues, el
Curso distingue entre dos clases de "proyección": Una se llama "extensión," y
se refiere a extender el Amor de Dios que se acepta internamente. La otra es
un "uso inadecuado de la extensión-o la proyección-[la cual] tiene lugar
cuando crees que existe en ti alguna carencia o vacuidad, y que puedes
suplirla con tus propias ideas, en lugar de con la verdad" (T-2.I. L7). El
propósito del ego es distorsionar siempre la presente realidad de una situación
para así proyectar la culpa o la carencia, y justificar su ataque. Como su
objetivo es mantener la culpa, la cual sólo tiene significación en términos de
lo que ha pasado, nos enseña a pasar por alto el presente al enfocar todas las
situaciones desde la perspectiva del pasado, el cual contiene nuestros
pecados. El ego utiliza estos pecados en contra de nosotros a través de la
culpa, y de este modo se protege de las correcciones que sólo pueden tener
lugar en el presente.

Podernos ver cómo opera esto en las relaciones especiales. En las


relaciones de odio especial, los errores pasados de las personas odiadas se
utilizan para justificar nuestro ataque. Todos los errores, no importa cuán
leves sean, se colocan en lugar preeminente para fundamentar el caso en
contra de ellas. Ni una sola triza de evidencia es ignorada por el ego para
apoyar el veredicto de culpabilidad que ya ha emitido. En estas relaciones, se
escoge inconscientemente a la gente por sus vulnerabilidades de modo que se
pueda utilizar su pasado para justificar la proyección, sin considerar cualquier
realidad presente que pudiera existir para cambiar el veredicto a no culpable.
El Curso se refiere a estos compañeros de odio especial como "sombras del
pasado," que:

representan el mal que crees que se te infligió. Las traes contigo sólo
para poder devolver mal por mal, con la esperanza de que su
testimonio te permita pensar que otro es culpable sin que ello te afecte
a ti. ... Estas tenebrosas figuras siempre hablan de venganza, ... y por
eso es por lo que cualquier cosa que te recuerde tus resentimienos
pasados te atrae y te parece que es amor, independientemente de cuán
distorsionadas sean las asociaciones que te llevan a hacer esa
conexión (T-17.III.1:9-10; 2:2,5).

En las relaciones de amor especial, son nuestros propios pecados del


pasado los que más se recuerdan, a fin de que éstos encuentren absolución en
alguien más santo que nosotros. Necesidades que no se satisficieron en el
pasado y a las cuales nos aferramos aún ahora pueden realizarse en el amor o
interés de otra persona. Así pues, un hombre que todavía quiere el amor y
protección de una madre posiblemente se sienta atraído por una mujer que
necesita amamantar y proteger a un hombre.

La intensa necesidad del ego de aferrarse a la culpa, y de reforzarla


continuamente, es muy bien servida por el principio conocido como "la
profecía cumplida por esfuerzo propio." Aquí nuestros peores miedos,
procedentes de nuestra culpa, la cual "merecidamente" requiere ataque y
castigo, a menudo se realizan y son causados por el miedo, aunque nosotros
no estamos conscientes del papel que hemos jugado en el desastroso
resultado. El ego ha "diseñado" el desenlace con mucho éxito, mientras
nosotros creemos que éste ha sido causado por fuerzas más allá de nuestro
control. Por ejemplo, un rumor infundado de que cierto banco ya no es
solvente comienza a difundirse. Como resultado, los depositantes comienzan
a retirar su dinero, lo cual eventualmente ocasiona el verdadero fracaso del
banco. Un padre convencido de que un niño no podrá desempeñarse con éxito
en el mundo podría continuamente protegerlo y mimarlo hasta tal grado, que
el hijo crece para ser un "nene de mamá," completamente temeroso de ser
independiente, y con muy poca confianza en su capacidad para vivir como un
"hombre."

Un proceso muy parecido ocurre cuando percibimos el presente en


términos del pasado. Porque las personas hayan respondido antes en formas
peculiares, o porque las situaciones se hayan desarrollado de acuerdo con
cierto patrón bien definido, esperamos que suceda lo mismo en el presente.
De hecho, nuestras expectativas pueden llevamos a un comportamiento de
parte nuestro que haga posible que esto suceda. Esto lo ilustra muy bien un
relato del popular comediante, Danny Thomas:

Al automóvil de un hombre que manejaba por un camino rural desierto


tarde en la noche se le desinfla un neumático, y dicho hombre descubre que
no tiene un gato mecánico. Perdido en medio de la nada se siente fuera de sí
hasta que recuerda haber pasado frente a una granja varias millas atrás. No
tiene más alternativa que caminar a pie para pedirle un gato prestado al
granjero. A medida que avanza, sin siquiera estar seguro de cuán lejos tiene
que caminar, se repite mentalmente una y otra vez lo que podía suceder: tal
vez no haya nadie en la casa; el granjero no tiene un gato mecánico; o peor
aún, podría enfadarse tanto porque lo hayan despertado a él y a su familia a
medianoche que le tirará la puerta en la cara. Es a esta última posibilidad que
se cierra el hombre. Al aproximarse más a la casa, se ha convencido de la
renuencia del granjero a ayudarle. A su vez, se siente indignado por la falta
de decencia y de amabilidad humana, y para cuando llega a la puerta se siente
justificadamente furioso por lo que cree ahora que será la respuesta del
granjero. Toca a la puerta, y después de unos pocos minutos aparece el
granjero. Antes de siquiera tener una oportunidad de hablar, el hombre le
grita al granjero en su cara: "¡Guárdese su asqueroso gato!" Y se marcha
furioso.

En el cuento, el hombre ha proyectado sobre el granjero sus propios


miedos a la situación, y los ha hecho reales en su mente. Al reaccionar a sus
proyecciones como si fueran reales, éstas se tornaron reales y provocaron
justo lo más que él temía: no conseguir un gato mecánico. Esta es una
dinámica común, mediante la cual a menudo causamos las mismas
situaciones que nos hacen sentir miserables e infelices pero no estamos
conscientes de nuestra parte en el proceso.

Si bien algunos patrones habituales son obviamente necesarios para


nuestra adaptación al universo físico-imaginen, por ejemplo, tener que
controlar cada paso que damos al descender un tramo de escalera-se vuelven
inoperantes cuando, al relacionarlos con el mundo en un nivel psicológico,
nos tornamos rígidos, temerosos y satisfechos de permanecer con "las cosas
como fueron siempre," renuentes a efectuar cambios en nosotros mismos o a
estar receptivos a la posibilidad del cambio en otros. Por medio de esta
renuencia a considerar un cambio en nuestras percepciones, el pasado se
proyecta hacia el futuro y se niega el presente. Es así como nuestras
proyecciones nos presentan una visión distorsionada de la realidad, y hacen
imposible que nos veamos a nosotros mismos o a los demás como
verdaderamente somos. Percibimos, pues, a través del filtro de nuestras
propias necesidades y deseos, y hacemos a los demás a las imágenes y
semejanzas que queremos que sean.

Que las personas asignadas a los papeles de odio especial (el enemigo) o
de amor especial (el ídolo salvador) no son lo que parecen ser, se describe
deliciosamente en la famosa película El mago de Oz. La odiada Bruja
Malvada del Oeste que llena a Dorothy y a sus amigos de tanto pavor no es
más que una barra de jabón verde, la cual se derrite cuando le echan agua
caliente por encima. El grande y maravilloso Mago, objeto de temor
reverente y de veneración, resulta ser un dócil hombrecito frente a un sistema
de amplificación, rodeado por toda clase de efectos sobrenaturales. Los
personajes de Oz, por supuesto, son parte del sueño de Dorothy. Pero lo
mismo son nuestros personajes en nuestro sueño del ego. Lo poblamos con
imágenes proyectadas de nuestra propia culpa y miedo, y luego olvidamos
que nosotros las fabricamos. Así, los objetos de nuestras relaciones especiales
asumen una proporción que verdaderamente no tienen. Cuando estamos en el
sueño, no obstante, creemos que son reales y actuamos
correspondientemente, al mover las figuras de un lugar a otro como piezas de
ajedrez para que satisfagan nuestras necesidades en un momento particular.
Una vez vertemos las aguas de la verdad sobre su aparente realidad, la
imagen ilusoria o ídolo desaparece "en la nada de donde provino" (M-13.1:2).

Resumen

El fundamento del ego se basa en el pecado, la culpa y el miedo. Nuestra


creencia de que somos inherentemente pecaminosos, un estado de separación
y de enajenación que parece estar más allá de corrección en el Cielo o en la
tierra, nos causa que experimentemos culpa por lo que creemos haber hecho y
aún más profundamente, por quienes creemos ser. Debido a este sentido de
maldad y delito, le tememos al castigo que estamos seguros que se aproxima
como nuestro justo merecido. Estamos aparentemente indefensos frente a la
ansiedad básica y al terror que inevitablemente acompañan la creencia en
nuestra propia culpa.

El ego nos ofrece una salida de nuestro dilema al mismo tiempo que lo
refuerza. Nos convence de que la forma de liberarnos de nuestra culpa es
proyectándola sobre los demás. Hacemos esto de dos maneras principales:
bien sea haciendo a los demás culpables de nuestra maldad, una proyección
justificada por nuestra ira (relaciones de odio especial), o negando nuestro
sentido de estar incompletos a través de encontrar la compleción en alguien
más, arreglo que mantenemos mediante la manipulación de la culpa
(relaciones de amor especial). Ambas formas, no obstante, dan lugar a lo que
quieren defender. Ostensiblemente consideradas como formas de evitar el
miedo o de deshacernos de nuestra culpa, estas relaciones especiales en
verdad la refuerzan, y el miedo resultante continúa para alejar todo el proceso
aún más de nuestra conciencia y tornarlo imposible de deshacer. De esta
manera el ego mantiene su dominio sobre nosotros.
El Espíritu Santo

La red defensiva que el ego ha tejido alrededor de sí mismo, con el miedo


reforzando al miedo, parece por siempre poner a la culpa a salvo de la
curación. Está tan profundamente oculta detrás de los mecanismos
protectores del ego, de los cuales la relación especial es el más altamente
desarrollado, que es virtualmente imposible tratar directamente con nuestra
propia culpa. Puesto que fuimos nosotros quienes la fabricamos, y luego
hicimos un mundo que la protege por medio de nuestra identificación con
éste, no podemos ser nosotros los que la erradiquemos. Necesitamos ayuda
desde fuera del sistema del ego, del mismo modo que un hombre que se
hunde en arena movediza necesita que alguien en tierra firme, fuera de la
arena movediza, lo alcance y lo hale hacia afuera. Esta ayuda es Dios, Quien
nos envía Su Espíritu Santo a nuestro mundo para que nos conduzca fuera del
mismo.

En el instante en que la separación pareció ocurrir, Dios creó al Espíritu


Santo, a Quien se describe como "el vínculo de comunicación entre Dios el
Padre y Sus Hijos separados" (T-6.I.19:1). El Espíritu Santo representa el
principio de Expiación, el cual deshace al ego al sanar la creencia en la
realidad de la separación. Este es el error llamado pecado, pero el cual Dios
sabe que jamás ocurrió. "Las ideas no abandonan su fuente" (T-26.VII.4:7):
Somos una idea en la mente de Dios, y lo que procede de Dios jamás Lo
puede abandonar. Por medio del Espíritu Santo, ubicado por Dios en nuestras
mentes separadas, la conexión con nuestro Creador permanece inviolada. Si
permanecemos unidos con Dios a través del Espíritu Santo, no podemos estar
separados de El. De este modo se deshizo la separación en el mismo instante
en que pareció ocurrir:

Sin embargo, la separación no es más que un espacio vacío, que no


contiene nada ni hace nada, y que es tan insubstancial como la estela
que los barcos dejan entre las olas al pasar. Dicho espacio vacío se
llena con la misma rapidez con la que el agua se abalanza a cerrar la
estela según las olas se unen. ¿Dónde está la estela que había entre las
olas una vez que éstas se han unido y han llenado el espacio que por
un momento parecía separarlas?" (T-28.III.5:2-4)

Por lo tanto, el Espíritu Santo, la Voz por Dios, es la parte de Dios que se
extiende hasta el mundo del ego. Al unirse con nosotros ahí, nos ayuda a
olvidar las lecciones del ego y a recordar la verdad única de Dios de que
permanecemos tal como El nos creó: uno con El y con toda la creación. El
perdón es el gran instrumento de enseñanza del Espíritu Santo para hacer
posible este deshacimiento, y es lo que substituye el uso que el ego hace de
las relaciones. "La crucifixión se abandona en la redención" (T-26.VII.17:l),
afirma el Curso, pues en el lugar preciso de nuestra enfermedad-la
destructividad de nuestras relaciones especiales-Dios ha ubicado la curación.
Esta semilla es el perdón, consagrado por las aguas del amor que el Espíritu
Santo nos trae desde Dios.

El propósito del Espíritu Santo para las relaciones

La culpa que proyectamos sobre los demás es la misma que nutrimos en


nuestro interior. Si nos imaginamos a nosotros mismos como un proyector de
película, nuestra culpa es la película que corre continuamente a través de la
maquinaria de nuestra mente. La gente que se mueve de un lado a otro en esta
pantalla frente a nosotros la vemos filtrada a través de esta culpa que
proyectamos. Aquellos atributos personales que consideramos más
desagradables los veremos en otra parte y los atacaremos, en vez de admitir
los verdaderos sentimientos acerca de nosotros mismos. Por ejemplo, una
persona con sobrepeso puede considerar la obesidad en otros como una
fuente de verdadera repugnancia; o un padre irascible puede ponerse furioso
con los informes sobre el abuso contra los niños. Sin embargo, no siempre es
la forma específica de la conducta de otro con lo que nos identificamos, sino
con el significado subyacente de ésta. De ese modo, una mujer enfurecida por
el hábito de la bebida de su marido no necesariamente está reaccionando a
una tendencia latente al alcoholismo en ella misma, sino más bien a los
intentos de su cónyuge de evadir ciertos problemas personales a través de la
bebida, lo cual refleja la defensa de ella de escapar de los problemas, aunque
en formas diferentes. Las personas posesivas, centradas en sí mismas en sus
relaciones pueden convertirse en censuradores de aquellos que abogan por un
gobierno más liberal en el uso de fondos para beneficiar a los pobres, y ven
en la posición de ellos una condenación de su propia mezquindad emocional.

El perdón a los demás, por lo tanto, realmente constituye el perdón a


nosotros mismos, pues es nuestra propia culpa la que vemos en ellos.
Verdaderamente, no perdonamos a los demás por lo que han pensado o han
hecho; nos perdonamos a nosotros mismos por lo que nosotros hemos
pensado o hemos hecho. Este proceso constituye un trastrocamiento de la
proyección y el deshacimiento del error de culpar a otros por nuestras
equivocaciones de pensamiento o de hecho. Así pues, si nosotros no
hubiésemos proyectado primero nuestra culpa por medio del juicio y del
ataque, no habría razón alguna para perdonar. Puesto que la proyección
siempre tiene que proceder de la culpa, los inocentes no tienen nada que
perdonar puesto que no ven culpa o pecado alguno proyectado a su alrededor.
El perdón de Dios es verdaderamente otra manera de expresar Su
interminable Amor y piedad; un Amor que, como señala el Curso, no perdona
porque jamás ha condenado (L-pI.46.1:1). Nuestra plegaria a Dios pidiéndole
que nos perdone es pues una oración porque nosotros perdonemos; que
estemos abiertos a aceptar el amor de Dios el cual nuestra culpa obstruye, y
que nos liberemos para amar a los demás como El nos ha amado a nosotros.

Típicamente, toda relación humana es una relación especial en su origen,


pues el ego siempre habla primero y habla de separación. Su único propósito
para todas las relaciones, sin considerar la forma de éstas, es proyectar la
culpa. Pero lo que hemos proyectado sobre los demás permanece dentro de
nosotros: "Las ideas no abandonan su fuente." Contrario a las cosas
materiales de este mundo, los pensamientos no disminuyen al compartirlos.
Esto es válido tanto para los pensamientos de Dios como para los del ego. El
Curso enseña: "Si compartes una posesión física, ciertamente divides su
propiedad. Mas si compartes una idea, no la debilitas. Toda ella te sigue
perteneciendo aunque la hayas dado completamente" (T-5.I.1:10-12).
Mientras más amor extendemos hacia los demás, más recibimos a cambio,
pues la Fuente del amor jamás nos ha abandonado. "Las ideas no abandonan
su fuente." Al dar amor lo hacemos real para nosotros, y de este modo
recordamos que está en nuestro interior. El mismo principio es válido para la
culpa y el miedo. Mientras más "la transferimos a otros" más reforzamos su
presencia en nosotros. Así pues, la culpa que hemos proyectado sobre los
demás no nos abandona. Mientras mantengamos la proyección, al creer que
ésta es real, estamos manteniendo su dominio sobre nosotros.

Hemos visto que no podemos deshacernos de nuestra culpa a través de


lidiar con ella directamente o de querer prescindir de ella, sin embargo, por
medio de las oportunidades de perdonar que se nos presentan en nuestras
relaciones podemos deshacerla. Debido a su asociación directa con el ego,
uno se inclina a pensar en las relaciones especiales de una manera peyorativa.
Sin embargo, estas relaciones se tornan santas cuando el propósito original de
las mismas de preservar la culpa se cambia por el perdón-cuando una persona
que odiábamos o en contra de la cual anidábamos resentimientos se convierte
en alguien a quien perdonamos y amamos. Como dice el Curso, en lo que
podría aceptarse como una definición del milagro: "El más santo de todos los
lugares de la tierra es aquel donde un viejo odio se ha convertido en un amor
presente" (T-26.IX.6:1). La compleción de este proceso del perdón es el
propósito de nuestra función especial:

Esta es la percepción benévola que el Espíritu Santo tiene del deseo


de ser especial: valerse de lo que tú hiciste para sanar en vez de para
hacer daño. A cada cual El le asigna una función especial en la
salvación que sólo él puede desempeñar, un papel exclusivamente
para él.... Y por este acto de lealtad especial hacia uno que percibe
como diferente de sí mismo, se da cuenta de que el regalo se le otorgó
a él mismo y, por lo tanto, de que ambos tienen que ser
necesariamente uno. ... Dios dispuso que el especialismo que Su Hijo
eligió para hacerse daño a sí mismo fuese igualmente el medio para su
salvación desde el preciso instante en que tomó esa decisión. Su
pecado especial pasó a ser su gracia especial. Su odio especial se
convirtió en su amor especial (T-25.VI.4:1-2; 5:2; 6:6-8).

"En la salvación no hay coincidencias" (M-3.1:6), y todas las personas que


atraemos a nuestras vidas-las más íntimas y las más casuales-son parte del
currículo que se planeó para deshacer nuestra culpa. Cada uno de nosotros es
maestro y discípulo a la vez, pues todos hemos venido a aprender la lección
de perdón del Espíritu Santo. Estas lecciones se nos enseñan en el salón de
clases de nuestras relaciones, las cuales son reinterpretadas para nosotros por
nuestro Maestro. De este modo, "el alumno [y el maestro] llega en el
momento oportuno al lugar oportuno" (M-2.4:4). Todas y cada una de las
personas con quienes nos encontramos nos ofrecen la oportunidad de elegir
entre la proyección o el perdón, entre la separación o la unión. "Cuando te
encuentras con alguien, recuerda que se trata de un encuentro santo.... Cada
vez que dos Hijos de Dios se encuentran, se les proporciona una nueva
oportunidad para salvarse" (T-8.III.4:1,6). Hallamos personas que vienen a
nuestras vidas y nos proveen la más fuerte tentación de proyectar nuestras
propias necesidades, de formar bien sea relaciones de odio especial o de amor
especial. En el preciso momento en que el ego ve su oportunidad de
proyectar, el Espíritu Santo nos habla también, exhortándonos amorosamente
a que miremos a esta persona a través de Sus ojos. Se nos pide que
cambiemos nuestra percepción de proyectar los dictados del ego-culpa y
miedo-por la extensión del Amor y la paz de Dios. Al escoger contemplar a
esta persona de manera diferente, al perdonar lo que hemos condenado e ir
más allá de las apariencias hacia "la luz que brilla con perfecta constancia"
(T-31 .VIII.11: 1), hacemos la misma elección para nosotros mismos. De esta
manera, la impiedad de la relación especial es transformada por el Espíritu
Santo en una relación santa, y llevamos a cabo nuestra función de perdonar la
cual nos liberará de nuestra culpa.

El proceso del perdón: Tres pasos

El proceso del perdón consiste esencialmente de tres pasos que nos


conducen desde nuestros egos de regreso a Dios.

1) El primero implica el reconocimiento de que aquello que hemos atacado


y juzgado en contra de otra persona es en efecto lo que hemos condenado en
nosotros mismos. Este es el primer paso en la reversión del proceso de
proyección y en el deshacimiento de sus efectos. Mientras afirmemos que el
problema no radica en nosotros sino en alguien más, nuestra atención se
habrá desviado exitosamente de la fuente del problema. El ego fija nuestra
atención lejos de la culpa y, al convencemos de que la misma no está dentro
de nosotros, dedicamos nuestro empeño a corregir el problema donde no está.
Toda proyección tiene esto como propósito: ser una distracción o una cortina
de humo de modo que jamás miremos interiormente donde verdaderamente
radica el problema. Así pues el Curso nos señala que el dictamen del ego es:
"Busca, pero no halles" (T-12.IV.1:4).

Si pensamos que los gránulos de café en el tarro de la relación especial


representan la creencia en nuestra naturaleza pecaminosa o nuestra culpa, el
propósito del ego es evitar a toda costa que nos acerquemos a ellos. O
confrontamos, como hemos visto, el terror del olvido y de la nada, o de lo
contrario nos enfrentaremos al espectro de un Dios iracundo que nos espera
para aniquilarnos. Así, al negar la culpa, esperamos escapar mágicamente de
la ansiedad que engendra. Lo que el ego no nos revela, por supuesto, es que
más allá de la culpa permanece el Dios que siempre está con nosotros, y cuya
amorosa Presencia desvanece al mundo de terror del ego el cual se
fundamenta en la separación de Dios. Este Amor es la prueba de que las
premisas del ego están equivocadas.

El ego, por consiguiente, siempre procura evitar que nos acerquemos a


nuestra culpa, y ofrece muchas tentaciones, tanto en formas positivas como
negativas, para distraemos de modo que no nos acerquemos mucho. Al seguir
la orientación del ego, continuamente buscamos tapas para el tarro, y estas
búsquedas constituyen los distintos problemas y compromisos-tanto grandes
como pequeños-que sirven para apartarnos del problema fundamental de
deshacer la separación y retornar a Dios. El Curso explica en detalles esta
táctica del ego:

En este mundo cada cual parece tener sus propios problemas. Mas
todos ellos son el mismo problema, y se tiene que reconocer que son
el mismo si es que se ha de aceptar la única solución que los resuelve
a todos. Ahora bien, ¿quién puede darse cuenta de que un problema se
ha resuelto si piensa que el problema es otra cosa? ... Esta es la
situación en la que te encuentras ahora.... La tentación de considerar
que los problemas son múltiples es la tentación de dejar el problema
de la separación sin resolver. El mundo parece presentarte una
multitud de problemas, y cada uno parece requerir una solución
distinta.... [Mas] toda esta complejidad no es más que un intento
desesperado de no reconocer el problema y, por lo tanto, de no
permitir que se resuelva (L-pI.79.2:1-3; 3:1; 4:1-2; 6:1).

Como un aspecto prominente de los intentos de distracción del ego surge


el pasado, por lo cual un elemento esencial del perdón tiene que ser el
desprenderse del pasado: perdonar y olvidar. El ego se aferra tenazmente a
los errores del pasado, y los utiliza en contra de la persona atacada al tiempo
que le dice, "Jamás te permitiré olvidar lo que me hiciste. Que tu pecado
permanezca para siempre ante tus ojos como un testigo maldito de tu culpa."

Al ver únicamente los pecados del pasado el ego ignora la realidad


presente de la persona donde Dios se manifiesta. Es imposible perdonar y no
olvidar. Así como la luz y la obscuridad no pueden coexistir, tampoco pueden
coexistir el perdón y la culpa. Si el perdón ha de ser real, el pasado del otro
debe olvidarse. Son hacer caso a las aparentes justificaciones para ello, el
aferrarse a lo que ha pasado sólo puede ser una defensa que está en función
ahora en contra de la paz y del amor, pero que tiene que permanecer oculta en
las obscuras sombras del pasado.

El primer paso, por lo tanto, cuestiona la realidad de la cortina de humo de


modo que nos demos cuenta de que el problema no está en otro lugar. La
culpa es nuestra. Reconocemos que no es el otro quien necesita cambiar, sino
nosotros. En este paso decimos: "El problema que veo, yo lo fabriqué. No
tiene más realidad que mi creencia en él. Es mi interpretación lo que ha
causado la pérdida de mi paz, por lo que es mi interpretación lo que tiene que
cambiar."

Si bien este paso no resuelve el problema de nuestra culpa, al menos nos


acerca más a su solución. Al insistir en que el problema radica en el exterior,
así como su solución, cumplimos el propósito del ego de separar el problema
de la Respuesta de Dios, el Espíritu Santo a Quien El ubicó en nuestra mente
para que corrija el pensamiento erróneo de la separación. Al revocar nuestra
creencia en la proyección, hemos dado el primer paso hacia el consentimiento
de que Dios nos hable desde nuestro interior donde El habita. A veces vemos
funcionar este proceso en nuestros sueños, como en el ejemplo siguiente
donde un sueño del ego ocultaba el mensaje del Espíritu Santo:

Un hombre soñó que había vuelto a la universidad, y que tomaba un curso


en el cual estaba a punto de fracasar. El sueño concluyó cuando una señora
mayor muy severa le informaba que él estaba demasiado retrasado en su
trabajo. No le quedaba otro recurso sino que se diera de baja de la escuela. El
sueño no le ofrecía solución alguna y el hombre despertó paralizado por el
terror. Se sugirió que tal vez hubiese una salida del problema del sueño; de
hecho, tal vez hubiese otro sueño después de éste que le mostrase una
solución. A pesar de su miedo y del avasallador sentido de fracaso, le prestó
atención a la idea y comenzó a meditar, y a tratar de dejar a un lado la manera
de su ego mirar la situación. Al poco rato, cayó en un sueño crepuscular en el
cual soñó con una segunda mujer, más bondadosa y comprensiva que la
primera, quien le presentó una forma viable para que él cumpliese con los
requisitos del curso y que procediera a terminar su educación. Al retirar la
inversión en el sueño del ego, se abrió a la posibilidad de recibir el sueño del
Espíritu Santo. Esta vez despertó sintiéndose en paz, confiado en sí mismo
una vez más.

Otro ejemplo del uso de la distracción del ego se relaciona con un hombre
que estaba a punto de entrar a la oficina de su analista. Por razones que él
desconocía totalmente, se quitó los zapatos. Puesto que los pies a menudo se
consideran en el psicoanálisis como símbolos sexuales importantes, él y su
analista pasaron mucho rato tratando de entender el significado de su acción.
Parecía no haber explicación para ello, y no fue hasta mucho más tarde que la
analista se dio cuenta de que su paciente se había valido inconscientemente
del incidente de los zapatos para distraer la atención de ambos de un
problema que él estaba renuente a discutir.

Traer el problema a la respuesta es pues la carga de este primer paso. Es


reconocer que nuestra proyectada ira es una decisión que hemos tomado para
evadir nuestra culpa al verla en alguien más, y ahora esta es una decisión que
debemos cambiar.

2) el segundo paso conlleva nuestro entendimiento de que la culpa,


también, representa una decisión, y una que ahora se puede cambiar. El
cambio no es algo que nosotros podemos hacer por nuestra propia cuenta,
sino que tiene que ser algo que nosotros queramos. Esta puede ser nuestra
elección.

Nuestra culpa no es un regalo que Dios nos hace. Procede de una creencia
errónea acerca de quiénes somos y de Quién es nuestro Creador. La
corrección de esta creencia es el paso clave en nuestra curación, y finalmente
descansa en cómo experimentamos a Dios y nuestra relación con El. La
culpa, como hemos visto, no puede separarse de la creencia de que hay algo
inherentemente malo en nosotros y de que nada excepto el castigo es lo que
merecemos debido a nuestra naturaleza reprensible. Desde esta constelación
de pecado, culpa y miedo, es psicológicamente imposible experimentar a
Dios como un Padre amoroso e indulgente. No hay manera de que podamos
aferramos a esta visión que tiene el ego de nosotros y que al mismo tiempo
nos sintamos seguros de la amorosa Presencia de Dios en nosotros. El amor
tiene que esperar detrás de los velos de la culpa y del odio, del mismo modo
que la paz no puede experimentarse donde hay miedo y conflicto.

En este segundo paso, tenemos que comenzar a mirar esta relación de


manera distinta. El examinar las premisas subyacentes del sistema de
pensamiento del ego nos permite ver cuán imposibles son éstas si Dios es
verdaderamente un Dios de Amor. Las premisas que se excluyen mutuamente
no pueden mantenerse sin que haya un conflicto perpetuo. Si creemos que
nuestra identidad es el ego, también tenemos que creer que Dios no es Amor
puesto que tiene que castigarnos por nuestro ataque a El. El amor y el perdón
no tienen lugar en el mundo del ego.

El sistema del ego está firmemente asegurado por esta creencia en la ira de
Dios, que en cualquier momento puede descender sobre nuestras culpables
cabezas. De hecho, nada resulta más amenazante para el ego que la idea de
que Dios no nos condena, de que El nos ama con un Amor interminable.
Creer que un Dios de Amor puede convertirse en un Dios de odio, y por
consiguiente de miedo, es atribuirle a El el uso de la proyección y el ataque
del ego. Esta idea descabellada constituye la tercera ley de caos, la cual se
describe en el Curso de la manera siguiente:
Dios... tiene entonces que aceptar la creencia que Su Hijo tiene de sí
mismo y odiarlo por ello.

Observa cómo se refuerza el temor a Dios por medio de este tercer


principio. Ahora se hace imposible recurrir a El en momentos de
tribulación, pues El se ha convertido en el "enemigo' que la causó y
no sirve de nada recurrir a El.... La Expiación se convierte en un mito,
y lo que la Voluntad de Dios dispone es la venganza, no el perdón (T-
23.II.6:6-7:3; 8:2).

Dios, por mediación de Su Espíritu Santo, desciende hasta nosotros en


nuestro mundo, pero difícilmente adopta nuestras premisas descabelladas en
el proceso. De modo, que el sistema de pensamiento del ego exige que Dios
sea este Padre vengativo y demente, y jamás puede perdonar que El no lo sea.
"[Aquellos que se involucran en relaciones especiales] odian la llamada que
los puede despertar y maldicen a Dios porque no convirtió su sueño en
realidad" (T-24.III.7:5). No es, por lo tanto, el perdón de Dios lo que
necesitamos sino que nosotros lo perdonemos a El. Tenemos que perdonarle
a El que no procurase castigarnos por nuestros pecados en contra Suya. Si
Dios fuese en realidad un Padre punitivo, las premisas de nuestro ego serían
ciertas y su sistema de pensamiento estaría validado. El hecho de que Dios no
es así, socava al ego completamente, y es por esto por lo que nuestro ego no
puede perdonarlo jamás. La creencia del ego en la culpa es reemplazada por
la realidad del Amor de Dios, y no quiere parte alguna en este Amor si es que
puede evitarlo. El Curso afirma que nosotros tenemos que perdonar "a
[nuestro] Padre el que no fuese Su Voluntad que [fuésemos] crucificados" (T-
24.III.8:13). Nuestros egos tienen que perdonar a Dios por amarnos en vez de
vengativamente procurar castigarnos.

El compositor del siglo 19, Wagner, nos ha presentado una poderosa


descripción de la dificultad del ego con la clemencia de Dios. En la última
ópera de Wagner, Parsifal, la pecadora penitente Kundry, describe su propia
odisea infernal la cual comenzó con una vida de inmoralidad sexual durante
la época de Jesús. De pie debajo de él en la cruz, ella alzó los ojos, se mofó
de él despreciativamente y se rió. Jesús la contempló piadosamente y sus ojos
clementes brillaron a través de la culpa de ella, pero la incapacidad de ella
para aceptar el perdón la enloqueció. Como consecuencia, vagó a través de
los siglos, interminablemente obligada a repetir su vida de pecado, mientras
que al mismo tiempo ansiaba el arrepentimiento que le llega al fin a través de
Parsifal, la figura crística que no es tentada por la seducción de ella y que más
allá del ego, ve quién es ella verdaderamente.

Este segundo paso cuestiona nuestra decisión de ser culpables, ahora que
lo hemos traído a nuestra conciencia. Ahora decidimos abandonar nuestra
inversión en el ego como nuestro yo y como nuestro creador, y en su lugar
elegimos identificamos con nuestro verdadero Ser, y reconocer que Dios es
nuestro Padre amoroso. Aquí decimos: "He elegido equivocadamente acerca
de mí mismo y ahora quiero elegir de nuevo. Esta vez elijo con el Espíritu
Santo y Le permito que tome la decisión de la inocencia por mí."

3) Esto le abre el camino al tercer paso, que es la obra del Espíritu Santo.
Si pudiéramos deshacer la culpa por nuestra cuenta no habríamos necesitado
la salvación, en primer lugar. Es precisamente debido a que estamos tan
enredados con nuestro ego que el Espíritu Santo entra en nuestro mundo de
miedo y de culpa. Es un mecanismo del ego particularmente tentador, el
convencernos de que podemos deshacer nuestra culpa solos, sin la ayuda de
Dios. El Curso nos exhorta:

Preparas tu mente para él [el deshacimiento de nuestra culpa a través


del instante santo] en la medida en que reconoces que lo deseas por
encima de todas las cosas. No es necesario que hagas nada más; de
hecho, es necesario que comprendas que no puedes hacer nada más.
No te empeñes en darle al Espíritu Santo lo que El no te pide, o, de lo
contrario, creerás que el ego forma parte de El y confundirás a uno
con el otro (T-18.IV.1:4-6).

El Espíritu Santo sólo pide nuestra pequeña dosis de buena voluntad, para
unirla con el inmenso poder de la Voluntad de Dios.

No usurpes Su función. Dale sólo lo que El te pide, para que puedas


aprender cuán ínfimo es tu papel, y cuán grande el Suyo.... Nunca
intentes pasar por alto tu culpabilidad antes de pedirle ayuda al
Espíritu Santo. Esa es Su función. Tu papel consiste únicamente en
estar dispuesto, aunque sea mínimamente, a que El elimine todo
vestigio de odio y de temor y a ser perdonado (T-18.IV.6:7-8; T- 1
8.V.23-5).

Así que, los primeros dos pasos del perdón representan nuestra decisión de
permitir que el Espíritu Santo lleve a cabo Su obra de curación en nosotros.
El tercer paso es Suyo. Hay una plegaria que el Espíritu Santo nos exhorta a
que utilicemos cuando no nos sintamos dichosos, la misma contiene en sí los
tres pasos del perdón que hemos descrito:

Debo haber decidido equivocadamente porque no estoy en paz.

Yo mismo tomé esa decisión, por lo tanto, puedo tomar otra.

Quiero tomar otra decisión porque deseo estar en paz.

No me siento culpable porque el Espíritu Santo, si se lo permito,


anulará todas las consecuencias de mi decisión equivocada.

Elijo permitírselo, al dejar que El decida en favor de Dios por mí.

(T-5.VII.6:7-11; bastardillas suprimidas)

Nuestra única responsabilidad es decidir que es Su vida la que deseamos y


no la del ego; puesto que el Espíritu Santo puede apartar nuestra culpa
únicamente cuando hayamos retirado nuestra inversión en la misma. Es por
eso por lo que el Curso afirma que "la única responsabilidad del obrador de
milagros es aceptar la Expiación para sí mismo" (T-2.V.5: l), lo cual significa
aceptar la irrealidad de nuestra culpa a través del perdón.

En resumen, pues, la decisión por Dios es una decisión de mirar nuestras


relaciones especiales, de perdonar en vez de condenar y de ver que no nos
han hecho nada porque nosotros, de hecho, nos hemos hecho esto a nosotros
mismos. "El secreto de la salvación no es sino éste: que eres tú el que se está
haciendo todo esto a sí mismo" (T-27.VIII.10:1). Nos damos cuenta de que
no somos las víctimas del mundo que vemos (L-pI.31), sino más bien de
nosotros mismos, y de que ahora podemos mirarlo de manera distinta. El
primer paso perdona a otros; el segundo a nosotros mismos. Así, nuestra
inversión en la ira y la culpa se deshace y es reemplazada por el Amor de
Dios, el paso final en nuestra curación. Como lo resume el Curso:

No estás atrapado en el mundo que ves porque su causa se puede


cambiar. Este cambio requiere, en primer lugar, que se identifique la
causa y luego [segundo] que se abandone, de modo [tercero] que
pueda ser reemplazada. Los primeros dos pasos de este proceso
requieren tu cooperación. El paso final, no (L-pI.23.5:1-4).

El falso perdón

El perdón se basa en la indefensión, la conciencia de que por ser Dios


nuestra roca somos invulnerables a las cosas del mundo y por lo tanto no
necesitamos defensas en contra de ellas. De hecho, sin esa conciencia el
verdadero perdón es imposible.

Psicológicamente hablando, no somos capaces de perdonar mientras


creamos que nos han hecho algo para herirnos (o para herir a los seres
amados con quienes nos identificamos). Esta creencia inevitablemente
procede de nuestra identificación con el cuerpo, puesto que sólo un cuerpo
puede ser herido. "El espíritu no tiene ninguna necesidad de que ni tú ni yo lo
protejamos" (T-4.I.13:8), recalca el Curso. El perdón que procede de una
percepción de ataque no puede perdonar verdaderamente, puesto que trata de
perdonar donde ha visto maldad o pecado. El perdón en sí, pues, se convierte
en una forma sutil de ataque bajo el disfraz de una actitud de "Soy más santo
que tú," que adquiere esta forma: "Eres una persona terrible por lo que has
hecho para herirme a mí, víctima inocente de tu injustificado ataque. Pero,
con la bondad de mi corazón te perdonaré de cualquier modo, y le ruego a
Dios que tenga piedad de tu alma pecadora." Obviamente no hay amor en tal
afirmación.

El Curso da esta descripción del falso perdón:

¿Quién que haya sido herido por su hermano podría amarlo aún y
confiar en él? Pues su hermano lo atacó y lo volverá a hacer. No lo
protejas, ya que tu cuerpo lesionado demuestra que es a ti a quien se
debe proteger de él. Tal vez perdonarlo sea un acto de caridad, pero
no es algo que él se merezca. Se le puede compadecer por su
culpabilidad, pero no puede ser eximido.... El perdón no es piedad, la
cual no hace sino tratar de perdonar lo que cree que es verdad. No se
puede devolver bondad por maldad, pues el perdón no establece
primero que el pecado sea real para luego perdonarlo. Nadie que esté
hablando en serio diría: "Hermano, me has herido. Sin embargo,
puesto que de los dos yo soy el mejor, te perdono por el dolor que me
has ocasionado". Perdonarle y seguir sintiendo dolor es imposible,
pues ambas cosas no pueden coexistir. Una niega a la otra y hace que
sea falsa.

Ser testigo del pecado y, al mismo tiempo, perdonarlo es una


paradoja ... (T-27.II.1:5-9; 2:6-3:1).

Tal perdón excluye al que perdona del poder sanador del perdón, puesto
que el objeto es el pecado del otro, no el de uno. Este es un ejemplo más del
engaño del ego, que nos lleva a centrarnos en los pecados de afuera, de modo
que no nos enfrentemos a los pecados que creemos están adentro:

De este modo, el perdón es básicamente algo falso.... El pecado que


perdonas no es tu pecado. Alguien que se encuentra separado de ti lo
cometió. Y si tú entonces eres magnánimo con él y le concedes lo que
no se merece, la dádiva es algo tan ajeno a ti como lo fue su pecado
(L-pl. 126.4:1,33).

El perdón no puede ser para uno y no para el otro.... [Este] no es real a


menos que os brinde curación a tu hermano y a ti (T-27.II.3:9; 4:1).

Causa y efecto

El poder sanador del perdón se entiende mejor en el contexto de causa y


efecto. Esta ley es fundamental para el funcionamiento del mundo, y tiene
dos principios básicos:
1) La relación entre causa y efecto es indivisible así como
interdependiente. Una causa sin efecto es una imposibilidad, por definición,
como lo es su inverso: no puede haber efecto sin causa. Parafraseando el
Curso, vemos que una causa se hace causa por su efecto (T-28.II.1:2); si no
hay efecto no puede haber causa y viceversa.

2) Si algo existe tiene que ser una causa, puesto que todo ser afecta el
universo en algún nivel. En física, este principio se expresa como: toda
acción tiene que tener una reacción. Nuestros pensamientos, también, tienen
efectos. Como enseña el Curso: "No tengo pensamientos neutros" (L-pl.16).

Para resumir estos principios, pues, concluimos que si se demuestra que


algo no tiene efectos no puede ser una causa, y por lo tanto no existe. La ley
de causa y efecto opera en el Cielo así como en el mundo, como vemos en la
Tabla 1.

En el Cielo, Dios es la Primera Causa, y la creación, Su Hijo, es Su Efecto.


Aunque Dios no depende de Su Creación para Su propia existencia, depende
de ésta para Su papel de Creador o Padre. Lo que establece la paternidad
(causa) de un hombre son sus hijos (efecto)-"... El Padre es Padre por razón
de Su Hijo" (T-28.II.1:2)-tal como un niño se convierte en niño debido a sus
padres.

TABLA 1
En el mundo de separación del ego observamos la misma relación, aunque
su contenido es exactamente lo opuesto. Hemos visto como "Dios" infligió
Su castigo de sufrimiento y muerte sobre Adán y Eva como consecuencia
(efecto) del pecado de ellos (causa) en contra de El. El pecado de Adán, por
lo tanto, fue la causa de este sufrimiento, el cual es la suerte de cada persona
que nace en este mundo.

Puesto que el pecado es la causa del sufrimiento, que es su efecto, sólo


puede deshacerse (o perdonarse) al demostrar que no hay sufrimiento. Si el
pecado no tiene efecto no puede ser una causa (principio l), y si no es una
causa, no existe (principio 2). Como dice el Curso:

Lo que no tiene efectos no existe, y para el Espíritu Santo los efectos


del error son inexistentes. Mediante la cancelación progresiva y
sistemática de los efectos de todos los errores, en todas partes y con
respecto a todo, el Espíritu Santo enseña que el ego no existe y lo
demuestra (T-9.IV.5:5-6).

Por otra parte, probamos la realidad del pecado al dar testimonio de la


realidad de su efecto. Si yo sufro, estoy apuntando un dedo acusador hacia
aquel que creo que ha causado mi sufrimiento.

Nadie sobre quien el verdadero perdón descanse puede sufrir, pues ya


no exhibe la prueba del pecado ante los ojos de su hermano.... Debes
dar testimonio de que sus pecados no tienen efecto alguno sobre ti, y
demostrar así que no son reales. ¿De qué otra manera podría ser él
inocente? ¿Y cómo podría estar justificada su inocencia a menos que
sus pecados careciesen de los efectos que confirmarían su
culpabilidad? (T-27.II.3:6-7; 4:2-4)

Defensión vs. indefensión

Examinemos un ejemplo práctico de este principio de causa y efecto.


Imagine que usted me habla ásperamente. Hay dos maneras en que puedo
reaccionar: de acuerdo con el ego o de acuerdo con el Espíritu Santo. En el
sistema del ego, creo que yo soy hecho por mí mismo en vez de ser creado
por Dios. Así que, tengo que creer en el total sistema de pensamiento
esbozado en el capítulo anterior. Una de las características del ego es que su
sistema de pensamiento es cohesivo y consistente. Cada principio procede
lógicamente del que lo precede, y por lo tanto cada doctrina del ego depende
de todas las otras. Si se prueba que una es falsa, todo el sistema tiene que
desmoronarse. Cualquier estudiante de lógica sabe que un sistema de
pensamiento puede ser totalmente lógico y aun así estar totalmente
equivocado. Si usted parte de una premisa falsa, entonces todo el sistema será
falso, aun cuando lógicamente puede mantenerse unido. Así sucede con el
ego. Comienza con la premisa de que la separación de Dios realmente ha
ocurrido, y que el ego mismo ha tenido éxito en usurpar el lugar de Dios
como Creador. De esta sóla creencia, nace todo un sistema de pensamiento el
cual incluye la realidad del pecado, la culpa, el miedo, el ataque, el dolor y la
muerte.

Por lo tanto, en el momento que me insultan y creo que soy un ego,


separado de mi Creador, también tengo que creer que soy culpable y que soy
vulnerable por lo que merezco el castigo que mi culpa me ha enseñado que se
avecina. Esté o no consciente de esta expectativa, la misma permanece dentro
de mí. Mi ego vigilará constantemente, y procurará probar cuán culpable soy
al interpretar los sucesos como amenazantes. Así pues, cuando usted me
insulta, mi ego entiende esto como un ataque que merezco,
independientemente de su justificación a los ojos del mundo. Por
consiguiente, me sentiré ofendido por sus comentarios y los tomaré como
personales. El ataque habrá reforzado mi culpa, al reforzar la creencia de que
soy un ego.

Mi ego, sin embargo, no se detiene ahí. Ahora que se ha reforzado la


culpa, el próximo paso es que yo niegue mi responsabilidad por la misma y
que la proyecte. Mi pensamiento consciente es que no merezco el ataque que
mi yo inconsciente sabe que sí merezco. Al proyectar la culpa de nuevo sobre
usted, ahora parece que usted me ha tratado injustamente, la víctima inocente
de su injusto ataque: "Yo soy la cosa que tú has hecho de mí, y al
contemplarme, quedas condenado por causa de lo que soy" (T-31.V.5:3). Una
vez percibo ataque, estoy obligado por las leyes del ego a responder de
manera defensiva, y a sentirme perfectamente justificado por estar furioso.
Esta ira se puede expresar bien sea nutriendo mis heridas con un resentido
silencio y decir, como una paráfrasis del Curso: "Mírame hermano, por tu
culpa muero" (T-27.I.4:6); o de lo contrario puedo atacar directamente, y
acusarlo a usted de tratarme injustamente.

Cualquiera de los dos tipos de respuestas defensivas logra dos cosas,


ambas muy atractivas para el ego. Al decirle cómo me ha ofendido, le
demuestro que su pecado contra mí ha tenido un efecto, y por ello usted debe
sentirse pecaminoso. Puesto que usted ya habrá sentido la culpa por atacarme
(el ataque siempre conduce a una incrementada culpa), mi defensión refuerza
esto. Pero lo mismo sucede conmigo. Mi necesidad de atacarlo a usted sólo
pudo resultar de mi creencia en que soy un ego (puesto que sólo un ego se
defiende y ataca). La necesidad misma de defenderme confirma mi
vulnerabilidad y mi culpa; de lo contrario no habría necesidad de ser
defensivo. Además, el que yo ataque en respuesta, independientemente de los
intentos por justificarlo ante mí o ante los demás-al tratar de herirlo a usted
por lo que inconscientemente creo que me he hecho a mí mismo-me hará más
culpable aún. Así, mi ataque fortalece la creencia compartida en la realidad
de que somos pecaminosos como hijos del ego. Su llamado desde el miedo se
encuentra con el mío, y perpetúa este error y mantiene el poder del ego sobre
nosotros dos. El pecado ha probado una vez más que es real, puesto que sus
efectos han tenido el testimonio suyo y el mío.

El problema no radica en lo que usted me ha dicho, sino en lo que yo me


he dicho previo a los comentarios suyos. Pues de yo no haber estado de
acuerdo con su juicio negativo acerca de mí, sus rudas palabras no habrían
tenido efecto. Si estoy usando un traje azul, por ejemplo, y me critican por
usar un color que me sienta tan mal como el marrón, el comentario no me
molestaría puesto que sé lo que estoy usando. Si estuviese usando el color
marrón, sin embargo, y me sintiera inseguro de que me sienta bien, mi
reacción podría ser muy diferente, y defendería mi preferencia por ese color o
lo atacaría a usted por su falta de gusto.

Pero hay otra posibilidad que se abre para mí. Puedo partir de la premisa
del Espíritu Santo de que soy una criatura de Dios, amado por mi Creador y
seguro en Su Amor y en Su protección. De ese modo, yo sé, en las palabras
de dos lecciones del libro de ejercicios que "no hay nada que temer" puesto
que "el Amor de Dios es mi sustento" (L-pI.48,50). Al identificarme con el
sistema de pensamiento del Espíritu Santo más bien que con el del ego, no
tendré culpa alguna que proyectar sobre usted, ni culpa alguna que requiera
castigo hacia mí. De ese modo soy libre de compartir la percepción que tiene
el Espíritu Santo de la situación, en vez de compartir la de mi ego.

Para el Espíritu Santo, "sólo hay una forma sensata de interpretar


motivos.... Todo pensamiento amoroso es verdadero. Todo lo demás es una
petición de ayuda y de curación, sea cual sea la forma que adopte" (T-
1213:1,34). El no ve nada más en todo el universo. El fundamento para esta
percepción es la afirmación Juanina tan frecuentemente citada en el Curso:
"El perfecto amor hecha fuera el temor" (1 Juan 4:18).' Si las personas
estuvieran llenas con la paz de Dios, conscientes de que el Amor de Dios
siempre está con ellos, no sólo no sentirían miedo, sino que no habría culpa
ni necesidad de atacar. Sería imposible tratar de herir a alguien. San Agustín
enseñó: "Ama y haz lo que quieras." Cuando hay amor en nuestros corazones,
todo lo que hacemos irradia este amor, y nuestra voluntad y la de Dios se
experimentan como una. De modo que, los que atacan no pueden estar llenos
con la paz de Dios. Puesto que creen que el ego y no Dios es su Padre, estas
personas se experimentan a sí mismas como enajenadas de El y de toda la
gente. Su ataque, pues, se origina en esta creencia, y representa el intento
mágico de negar su propia culpa y terror proyectándolos sobre los demás. En
esta demente manera de pensar, creen que su protección radica en el ataque.
El Curso lo resume de esta manera:

[El Espíritu Santo nos ha enseñado cómo] ... percibir el ataque como
una petición de amor. Ya hemos aprendido que el miedo y el ataque
están inevitablemente interrelacionados. Si el ataque es lo único que
da miedo, y si consideras al ataque como la petición de ayuda que
realmente es, te darás cuenta de la irrealidad del miedo. Pues el miedo
es una súplica de amor, en la que se reconoce inconscientemente lo
que ha sido negado J- 1218:10-13).

De este modo, siguiendo el juicio del Espíritu Santo, soy guiado a ver el
aparente ataque de usted como una petición del amor que no cree merecer.
Este es el verdadero perdón, el cual refleja el cambio de percepción del
milagro, una manera distinta de mirar lo que ha sucedido. Este no niega que
en el nivel del ego una persona ha procurado herir a otra, sino que enseña que
hay otra manera de percibir la acción. Miramos más allá de la conducta
externa hacia la verdadera motivación de ésta. Mi verdadero perdón,
transmitido a través de mi indefensión, demuestra que usted está perdonado
por lo que no me ha hecho. En el nivel más profundo, nada se ha hecho. Mi
invulnerabilidad da testimonio de su inocencia, del mismo modo que mi
vulnerabilidad daba fe de su culpa. Así pues, deshace la causa que era su
pecado, pues le he demostrado que éste no ha tenido efectos.

Shakespeare nos ha dado un conmovedor ejemplo de este principio en el


Rey Lear (IV, vii). Ciertamente, pocos personajes literarios habrían estado
más justificados de sentirse heridos y enojados que Cordelia, a quien Lear
rechazaba; mas ella era la única de sus tres hijas que lo amaba. Su sencilla
honradez le ganó la violenta ira y venganza de Lear, la cual condujo a la
tragedia de ambos. No es hasta el final del drama que Lear reconoce su error,
y le habla humildemente a su hija:

Cordelia responde suavemente: "No tengo motivo, no tengo," diciéndole a su


padre que no necesita pedirle perdón. Su amor por él ha permanecido
inquebrantado por las acciones de él en contra de ella. Desde su inocencia e
indefensión, ella le extiende el amor que se refleja en el verdadero perdón. En
ese perdón, ofrecido y aceptado, padre e hija se reconcilian y al fin
encuentran la paz antes de morir.

Al seguir el juicio del Espíritu Santo, también soy libre ahora para
escuchar Su Voz decirme que la petición de usted es por el mismo amor que
yo busco, y que al perdonarlo por lo que no me ha hecho, me perdono a mí
mismo por los pecados que tampoco he cometido en verdad. Quiero escuchar
a mi Maestro recordarme que la manera de recordar a Dios es "percibir la
curación de tu hermano como tu propia curación" (T- 12.11.19).

De modo que si usted me ataca y yo respondo sin ataque, estoy reforzando


una lección distinta para ambos. Al demostrarle que su ataque hacia mí no
tiene efecto-¡.e., no estoy enojado, ni herido, ni defensivo-demuestro que
usted no tiene que sentirse culpable por lo que ha hecho. Su insulto no ha
causado que yo sufra dolor (lo cual mi contraataque afirmaría), sino que más
bien es una petición de ayuda a la cual estoy respondiendo. Negar la misma
necesidad en mí sería excluirme de la curación, y vernos a usted y a mí
separados. Esto refuerza el error mismo de la separación que mi ofrecimiento
de perdón estaría sanando. "La santidad de tu relación os perdona a ti y a tu
hermano, y cancela los efectos de lo que ambos creísteis y visteis. Y al
desaparecer dichos efectos, desaparece también la necesidad del pecado" (T-
22.in.1:7-8).

Por lo tanto, mi indefensión no sólo prueba tu inocencia sino que refuerza


la creencia en la mía. Si no necesito defensa, es porque no hay culpa. El amor
que le extiendo sólo proviene de un lugar de amor dentro de mí. Al dárselo-y
contestar su pedido de amor extendiendo el amor-estoy también contestando
mi propia petición y recibo el amor que creo me hace falta. En esa forma el
propósito del Espíritu Santo para el encuentro-nuestra mutua curación-se
cumple a través de mi perdón.

Oportunidades para el perdón

El Curso afirma: "Es cierto que no parece que todo pesar no sea más que
una falta de perdón" (L-pI.193.4:1), puesto que es nuestra culpa la que evita
que el Amor de Dios sane nuestras percibidas ofensas y heridas. La solución
a los problemas debe radicar, por lo tanto, en el perdón que deshace la culpa.
Siempre que estemos deprimidos o perturbados y oremos por la ayuda del
Espíritu Santo, Su respuesta a nuestra oración llegará a través de una relación
que necesite sanarse. La manera en que se experimenta nuestra culpa
corresponderá a la oportunidad para perdonar que se nos ofrece. En todos y
cada uno de los encuentros, el Espíritu Santo nos habla suavemente en
nuestra necesidad y nos dice:
Escoge otra vez. En esta persona se te ofrece que veas tu santidad o tu
maldad, pues lo que ves en el otro refleja lo que ves en ti. Juntos
permanecen prisioneros del miedo, o juntos abandonan su casa de
tinieblas y caminan de la mano hacia la luz que el perdón les ofrece.
Vuélvete hacia Mí, Quien me he unido a ti, y permíteme ayudarte a
hacer la única elección que te traerá paz.

Vemos tal oportunidad en el siguiente ejemplo: Frank se sentía culpable


toda su vida por una insensibilidad hacia los demás la cual estaba oculta
detrás de una orientación superficial de amistad e interés. En el fondo, sin
embargo, encontraba que la gente era un fastidio y una molestia, y sólo
deseaba que se apartaran de su camino. Un día, mientras esperaba en una
estación del tren subterráneo, observó que un hombre se abría paso entre la
multitud y que empujó hacia la vía a una niña que estaba en su camino. Por
muchos meses, Frank estuvo furioso y lleno de un odio violento hacia el
hombre, un odio que iba más allá de la reacción natural de una persona que es
testigo de un incidente como ese. Cuando al fin pudo establecer la conexión
entre las acciones del hombre y sus propios deseos inconscientes, pudo
perdonar tanto al hombre como a sí mismo, y volver a una visión más
balanceada del incidente. No importaba que la forma del "pecado" fuera
distinta: Frank jamás habría expresado el pensamiento inconsciente en una
forma tan violenta. El significado subyacente del pensamiento -sacar a la
gente del camino de uno-lo compartían ambos hombres. Así pues, Frank
llegó a entender que el Espíritu Santo había provisto esta oportunidad para
ayudarlo a perdonar un aspecto de sí mismo que jamás pudo encarar antes.
No fue accidente que él estuviera en la estación en ese momento.

Al unirnos con otro en perdón, nos unimos con el Espíritu Santo, cuyo
propósito en las relaciones es el perdón. En nuestra unión, se deshace la
creencia del ego en la separación. La culpa desaparece puesto que sus raíces
radican en el ataque que engendra nuestra separación de los demás y de Dios.
El perdón que le ofrecemos a otro y que nos ofrecemos a nosotros mismos
también será la respuesta a la oración de aquellos a quienes perdonamos,
puesto que la curación es recíproca. Si honradamente buscamos la meta de la
verdad del Espíritu Santo, también tenemos que aceptar Su propósito de
perdón para las relaciones malsanas en nuestras vidas que deben sanarse para
que encontremos esta verdad.

El Curso nos pide:

Reconoces que deseas alcanzar el objetivo. ¿Cómo no ibas a estar


entonces igualmente dispuesto a aceptar los medios?...Todo objetivo
se logra a través de ciertos medios, y si deseas lograr un objetivo
tienes que estar igualmente dispuesto a desear los medios. ¿Cómo
podría uno ser sincero y decir: "Deseo esto por encima de todo lo
demás, pero no quiero aprender cuáles son los medios necesarios para
lograrlo?" (T-20.VII.2:3-4,6-7)

La aceptación de los medios para el perdón asegura que el Amor de Dios se


extenderá a través de nosotros, y que nos traerá la paz que deseamos sobre
todo lo demás.

En otro ejemplo, vemos cómo una situación llena de agravio y de ira se


convirtió en el medio para traerle paz a las dos personas envueltas: Una de las
principales lecciones de perdón que Cecilia tuvo que aprender en su vida fue
que ella no era la víctima de otros, aun en situaciones donde el mundo habría
sustentado tal creencia. El incidente que relatamos a continuación, se aplica
muy específicamente a este asunto en favor de ella.

Cecilia había tenido un largo y molesto día en su trabajo de maestra, y al


salir de la escuela se olvidó de dejar el plan para la lección del día siguiente
en el escritorio del jefe de su departamento, como se requería a todos los
maestros. Una inesperada enfermedad en la familia la obligó a quedarse en
casa y a ausentarse de la escuela al día siguiente, y a su regreso encontró en
su buzón una severísima carta de su jefe, en la cual la acusaba de perturbar el
departamento, por no decir la escuela, debido a la negligencia relacionada
con el plan de su lección. No sólo eso, sino que el jefe puso una copia de la
carta en el archivo permanente de ella, el cual siempre se consulta para
ascensos, etc.

Cecilia se sintió muy herida, pues la carta reforzaba un largo historial de


tentaciones de verse victimada y tratada injustamente. Había enseñado por
más de quince años, siempre había sido cuidadosa en su trabajo y generosa
con su tiempo al serle útil a su departamento. Las relaciones con su jefe,
además, siempre habían sido buenas. No podía entender la carta en absoluto,
y estuvo muy tentada a irrumpir en la oficina de éste y mostrarle una parte de
su enojo. Todo lo que podría hacer para protestar de la injusticia llenaba sus
pensamientos, hasta que de pronto recordó que había otra manera de mirar
esto. Capaz de permanecer a solas consigo misma por unos breves instantes
antes de su primera clase, invocó la ayuda de Dios, y entendió muy
claramente que debía acudir ante su jefe y presentarle sus excusas. Su
reacción inmediata fue una de mayor ira, al sentir que le correspondía a él
darle excusas a ella, y no lo contrario. Sin embargo, no pudo negar al Espíritu
Santo, y antes de que pudiera darse cuenta, se encontró ante su jefe, y, se
escuchó a sí misma decir cuánto lamentaba cualquier problema e
inconveniencia que hubiese causado.

Su jefe, el muy fuerte tipo "macho," enrojeció y casi le dio excusas a


Cecilia humildemente por haber escrito la carta. Le explicó que había tenido
una mañana muy mala el día anterior, acosado por muchos problemas
personales y problemas relacionados con la escuela, y que sin darse cuenta se
había desquitado con ella. Iba a sacar la carta del archivo inmediatamente, y
ahora consideraba todo el asunto cerrado y olvidado.

Tentada de primera intención a verse como la víctima y a ver a su jefe


como el victimario, y tentada a reforzar el ciclo ataque-defensa que se había
iniciado entre ambos, Cecilia pudo al fin cambiar de pensamiento. A través
de su indefensión, hizo posible que su jefe se perdonara a sí mismo por
"victimaria," al tiempo que ella podía perdonarse a sí misma por ser la
víctima una vez más. La relación de odio especial de ellos se había tomado
santa, y Cecilia había dado un paso significativo hacia adelante en liberarse a
sí misma de este problema.

"El amores el camino que recorro con gratitud" (L-pl. 195), enseña el
Curso, pues se nos pide que demos gracias por cada oportunidad que se nos
brinda de escoger de nuevo. La misma gente que nos ocasiona los mayores
problemas, los "chinches" más grandes de nuestras vidas, son la misma gente
a quien le debemos estar más agradecidos. Mientras mayor sea la reacción de
nuestro ego-ira, dolor, miedo-mientras más profundamente se haya reprimido
la culpa proyectada, más grande ha sido el trozo de témpano que ha salido a
la superficie. Sin estas oportunidades, esta culpa yacería desconocida y así no
se corregiría.

Es absurdo dar gracias por el sufrimiento. Mas es igualmente


absurdo no estarle agradecido a Uno que te ofrece los medios por los
cuales todo dolor se cura y todo sufrimiento queda reemplazado por la
risa y la felicidad.... Le damos las gracias a nuestro Padre sólo por una
cosa: que no estamos separados de ninguna cosa viviente, y, por lo
tanto, somos uno con El (L-pl. 195.11-2; 6:1).

Tentados a percibir la separación por medio de uno a quien llamábamos


enemigo, ahora lo vemos en forma diferente como nuestro hermano,
temeroso tal como nosotros estamos temerosos, solo tal como nosotros
estamos solos, suplicando ayuda tal como nosotros suplicamos ayuda. Unidos
ahora con amor y gratitud, recorremos juntos el camino del perdón que nos
conduce hasta Dios.

Por lo tanto, en cualquier situación en que el ataque parezca estar


ocurriendo, se nos ofrece una de dos alternativas perceptuales. O vemos a la
persona como pecaminosa, malvada y merecedora de castigo, o vemos al
atacante pidiendo ayuda desesperadamente: la llamada de uno que cree en un
Dios vengativo, y cuyo ataque es en realidad una súplica por la piedad y el
amor que él o ella siente que no merece.

No hay ninguna otra alternativa perceptual abierta ante nosotros, y nuestra


respuesta emanará directamente de cómo hayamos visto la acción. Si
percibimos ataque, no tenemos otro recurso sino defendernos de alguna
manera. Si, por el contrario, percibimos la misma acción como una petición
de amor, ¿qué respuesta podríamos dar sino amor? "Allí donde hay amor, tu
hermano no puede sino ofrecértelo por razón de lo que el amor es. Pero
donde lo que hay es una petición de amor, tú tienes que dar amor por razón
de lo que eres" (T-14.X.12:2-3).

Es aquí donde vemos la importancia del concepto discutido en el primer


capítulo: la proyección hace la percepción. Cómo percibimos esta situación
de ataque y de daño dependerá de cómo nos veamos a nosotros mismos. Si
creemos que estamos separados de Dios y que Su Amor y fortaleza no nos
protegen, nosotros, también, nos sentiremos vulnerables y temerosos y
compartiremos la creencia del atacante. Nuestra propia identificación con el
ego y con el cuerpo nos lleva a una percepción del mundo como un lugar
amenazante y hostil, y el proyectado miedo del mundo-sus expresiones de ira
y de ataque-refuerza nuestra creencia de que seamos justamente castigados
por nuestros pecados.

Si, no obstante, nos identificamos con nuestro Ser espiritual, con la


fortaleza y la protección de Dios que es nuestra verdadera realidad y
fundamento, sabemos que somos invulnerables. Reconoceremos que no
tenemos necesidades que Dios no haya satisfecho ya y por lo tanto no
buscamos nada fuera de nosotros mismos. Este principio de abundancia
contrasta con el principio de escasez del ego, de que lo que nos falta puede
encontrarse en otro. Al creer en nuestra abundancia, sabemos que nada en el
mundo puede robarnos la paz, el gozo y la felicidad que provienen de
conocer que Dios está con nosotros. Muchas personas a través de la historia
pudieron someterse a muertes aparentemente crueles, totalmente en paz con
sus asesinos, porque sabían que Dios no los había dejado sin consuelo, aun
cuando les arrebataban sus vidas físicas. Sabían que su Identidad real no era
este yo físico, sino el Ser que descansa indestructiblemente en Dios por toda
la eternidad. De esa conciencia y certidumbre, sólo la paz es posible. Al saber
que el amor está en nosotros, miramos hacia afuera y vemos el amor en los
demás o la petición del mismo. Es desde esta percepción que el perdón se
convierte en la viva expresión del Amor de Dios en la tierra.
La inversión de causa y efecto

Ahora que hemos establecido los principios del ego-la proyección de la


culpa en las relaciones especiales-y su corrección a través del perdón,
podemos volver nuestra atención a las expresiones específicas de estos
principios en lo que el mundo considera sus principales problemas.

La quinta lección en el libro de ejercicios afirma: "Nunca estoy disgustado


por la razón que creo" (L-pI.5). Por medio de la dinámica de la proyección, el
ego trata continuamente de hacernos creer que nuestros problemas están fuera
de nosotros en el mundo del cuerpo-el nuestro o el de otros. De este modo
creemos que lo que nos disgusta son los problemas que percibimos como
externos a nosotros, más allá de nuestro control, para los cuales tenemos que
hallar soluciones. Mientras creamos en las seductoras cortinas de humo del
ego, la verdadera fuente del problema-nuestros pensamientos
erróneospermanece sin que la reconozcamos y por consiguiente sin
corrección. Como hemos visto, este es el propósito fundamental del ego en
todas las situaciones: nublar la creencia en la realidad de la separación que es
lo único que nos disgusta.

La creencia en la separación constituye una decisión que tomamos de


escuchar la voz del ego en lugar de escuchar la Voz por Dios. De esta
decisión surgen dos formas distintas de mirar el mundo. Los ojos del ego ven
problemas, formas distintas de la relación especial. Central a esta percepción
es la creencia en la injusticia, ver el mundo dividido en víctimas y
victimarios, donde los primeros son los objetos inocentes de las acciones
pecaminosas o de los pensamientos de los segundos. Todas las creencias en la
ira, la enfermedad y el sufrimiento son creencias que justifican esta
percepción.
La visión del Espíritu Santo, por otra parte, transforma nuestros problemas
en oportunidades de aprendizaje, las funciones especiales a través de las
cuales practicamos nuestras lecciones de perdón. Las expresiones de ira-hacia
los otros o hacia nosotros mismos-se transforman, a través de Su percepción
amorosa, en peticiones de ayuda a las que Su Amor responde suavemente por
medio de nuestro perdón, el cual sana la injusticia que una vez parecía real.
De ese modo, las relaciones especiales o profanas se toman santas. La Tabla
2 resume estas dos formas de ver.

TABLA 2

Así pues, nuestro verdadero problema es que hemos elegido ver un


problema puesto que esto es un asunto de percepción, no de la situación en sí.
Lo que vemos y experimentamos refleja lo que hemos elegido ver y
experimentar. Esta elección, como hemos visto, se limita al amor o al miedo.
Como explica el Curso, primero elegimos los mensajes que deseamos recibir,
y luego enviamos mensajeros de miedo o de amor, del Espíritu Santo o del
ego para que nos traigan lo que hemos pedido. "Las relaciones que se
entablan en este mundo son el resultado de cómo se ve el mundo. Y esto
depende de la emoción a la que se pidió que enviara sus mensajeros para que
lo contemplasen y regresasen trayendo noticias de lo que vieron" J- 1 9.1V-
A. 111-2).

Los problemas surgen en este mundo debido al éxito del ego en invertir
causa y efecto, una dinámica que exploraremos ahora. La única causa
verdadera en este mundo es la mente, como discutimos en el Capítulo 1, y
todos los aspectos del mundo material son el efecto de la mente. No puede
haber excepciones a este principio, pues la mente es el único agente creativo.
Esto es así aun cuando está "malcreando," o fabricando ilusiones. La
malcreación, o la distorsión del poder creativo de Dios, es análoga a la
ubicación de un prisma frente a la luz. La luz que ha pasado a través del
prisma se ha roto y ha cambiado, mas todavía se deriva de la luz pura que es
la única fuente. Así pues, el mundo fenomenal no es más que la
manifestación de estos quebrados rayos de luz de nuestra mente, que se nos
aparecen en una forma física. La física moderna nos dice que estas formas de
materia son sólo expresiones de energía o pensamiento, pues los físicos han
reconocido que no hay una verdadera distinción entre sujeto y objeto, entre
nuestros pensamientos y lo que percibimos fuera de nosotros. Todos son uno:
"Las ideas no abandonan su fuente."

Ya hemos examinado la táctica básica del ego de fabricar cortinas de


humo para esconder la fuente real del problema en la mente. El proceso opera
de esta manera: el ego comienza por negar la conexión causal entre la mente
y el cuerpo, por lo tanto niega que la causa de toda aflicción está en la mente
que cree en la separación. Todas las defensas, para citar la Lección 136 una
vez más, "parecen ser algo inconsciente debido únicamente a la rapidez con
que decides emplearlas" (L-pI.136.3:3). Una vez esta conexión entre causa y
efecto, se niega o se olvida, el ego las invierte, y proyecta el papel de la causa
sobre su efecto. Así pues, parece que el efecto es ahora la causa, mientras que
la causa ahora parece ser el efecto: "Primero se separan efecto y causa
[negación], y luego se invierten, de forma que el efecto se convierte en causa
y la causa en efecto" (T-28.II.8:8).

El mundo de la separación se ha convertido en la causa del sufrimiento de


la mente. Un agente externo se experimenta como "un acontecimiento que no
guarda relación alguna con tu estado mental; un desenlace que produce un
efecto real en ti, en vez de uno que tú mismo has causado" (L-pI.136.4:3).
Ahora, por supuesto, ningún problema puede resolverse o sanarse jamás, pues
los remedios mágicos se buscan fuera de ti mismo. En efecto, jamás debemos
"subestimar el poder de la negación." Este mundo entero descansa sobre la
idea de que hemos olvidado que lo hicimos. Todos somos extremadamente
capaces, a un nivel de ego individual así como del ego colectivo mayor que
todos compartimos, de no reconocer lo más obvio, por no mencionar las
causas sutiles de nuestra aflicción. Como vemos en la Tabla 2, la causa sólo
radica en la mente, mientras que los efectos están en el mundo.

Entre los más tentadores problemas del mundo que el ego quiere hacer
reales están tres formas específicas de injusticia: la ira, la enfermedad y el
sufrimiento. Estos serán el centro de interés de este capítulo. Otros problemas
principales-sexo y dinero-se discutirán en los capítulos 4 y 5 respectivamente.

El problema de la ira

Como cualquier psicoterapeuta sabe, la ira, o la relación de odio especial,


es uno de los problemas centrales que la mayoría de la gente confronta. Su
propagado interés hoy día, no sólo en los círculos psicológicos sino en los
círculos religiosos por igual, merece especial discusión como una de la más
importantes armas del ego en su guerra contra Dios.

Durante los primeros cincuenta años de este siglo, el enfoque psicológico a


los sentimientos o a las emociones estuvo mayormente dominado por Freud y
los psicoanalistas, quienes recalcaban el análisis y la sublimación, más bien
que la expresión, como la forma de solucionar el problema. Es útil recordar
que el terreno que dio origen al psicoanálisis fue la Viena victoriana de fines
del siglo 19, y que el enfoque teórico de Freud estaba muy en armonía con las
costumbres de su época las cuales miraban negativamente la expresión de los
sentimientos. Por lo tanto, aunque Freud hubiese alentado el análisis de los
sentimientos en vez de la represión de los mismos, con frecuencia el
resultado habría sido esto último.

Parte de la reacción de la Tercera Fuerza en contra del psicoanálisis,


discutida en la introducción a la Parte I, incluía el interés en los Grupos-T,
grupos de encuentro, adiestramiento de sensibilidad, experiencias maratón,
etc. Esto puso patas arriba el conservadurismo de Freud, y lanzó el péndulo
de tratar con las emociones hacia el otro extremo. No obligados ya a reprimir
o a sublimar sus sentimientos, a los seguidores de este movimiento se les
exhortaba a expresar lo que sentían, y a abrirse paso por entre la represiva
influencia de la sociedad. A las parejas que tenían problemas maritales, por
ejemplo, se les exhortaba a que "pelearan para resolverlos" y, en efecto,
expresar los sentimientos de uno se convirtió en la panacea para casi todos
los males, incluso para la prevención de los desórdenes psicosomáticos.

Un patrón similar ocurrió dentro de muchos círculos religiosos. Durante


siglos, a manera de ejemplo, a los cristianos se les exhortaba a "poner la otra
mejilla" cuando se enfrentaban a una situación que indujera a la ira, y casi
literalmente a que se sentaran sobre sus sentimientos más bien que cometer el
"pecado" de manifestar su personalidad. Pero las significativas innovaciones
de la Iglesia Católica del post-Vaticano II así como otras iglesias cristianas,
incluso la Pentecostal y los movimientos Carismáticos, crearon una atmósfera
de liberación similar a la de la psicología. Para deshacer varios siglos de
represión, a los miembros de la iglesia se les exhortaba ahora a que se
pusieran más en contacto con sus sentimientos y a que los expresaran.

Desde el punto de vista del ego, la situación no pudo haber funcionado


más a su favor, pues dadas las dos alternativas- represión o expresión-éste no
podía perder. De cualquier manera, la ira se ha convertido en un problema
que hay que resolver, y el verdadero problema-la culpa subyacente-se
esconde efectivamente detrás de la cortina de humo del ego. Basada en esto
se ve a la ira como si fuera una masa cuantificable de energía, una emoción
humana básica que requiere una salida bien sea a través de la sublimación (el
ideal Freudiano) o de la expresión directa. Sin embargo, la ira no es una
emoción humana básica en lo absoluto. El Curso enseña que "sólo puedes
experimentar dos emociones. Una la inventaste y la otra se te dio" (T-
13.V.10:1-2): el amor, dado a nosotros por Dios; y el miedo, el substituto del
ego para el Amor de Dios. Las emociones tales como el gozo, la felicidad, la
paz y la alegría son expresiones de amor; mientras que los sentimientos de
desilusión, frustración, ansiedad, celos, desesperación, depresión e ira se
derivan del miedo. Ya hemos visto cómo la ira emana de la proyección de la
culpa, puesta en marcha por el miedo a ésta. Por lo tanto, el problema básico
no es la ira sino la culpa que esconde. Mientras se le da atención primaria a la
ira, la culpa pasa desapercibida y las tácticas de distracción del ego de "busca
pero no halles" han tenido éxito. Como se muestra en el diagrama, la ira
corresponde al lado derecho de la Tabla 2, el efecto del verdadero problema:
nuestra decisión de ser culpables.

Una pregunta práctica está vigente ahora: ¿Qué hacemos con nuestros
sentimientos de ira si no los reprimimos o los expresamos? Las personas que
abrazan la "causa" de expresar la ira frecuentemente citan la experiencia
positiva de "sacarla de mi sistema": "Me sentí tan bien al expresar mi ira," o
"Me sentí tan liberado de mis inhibiciones." La fuente real del sentirse bien,
sin embargo, es la creencia mágica de que al fin uno se ha liberado de la
terrible carga de la culpa al transferírsela a otro. Es por eso que el Curso
pregunta: "Honestamente, ¿no te es más difícil decir `te quiero' que `te odio'
T' (T-13.III.3:1).

Mientras estas experiencias de ira parezcan ser positivas, su verdadera


naturaleza destructiva permanecerá escondida. No pasa mucho tiempo
después de una explosión de ira sin que una persona se sienta abrumada por
la culpa de su ataque, y que la depresión o la "resaca psicológica" se torne
inevitable. La depresión se describe con frecuencia como rabia inexpresada,
pero más pertinente aún es la culpa que se protege, puesto que es esta culpa
lo que la depresión enmascara. Exhortar a que se exprese la ira simplemente
refuerza la oculta acumulación de culpa y, de ese modo, ésta actúa a expensas
de nosotros, sin mencionar las expensas de aquellos a quienes hemos atacado.
El siguiente ejemplo pone de relieve esta dinámica:

John estaba muy enojado con su amigo Bob, miembros ambos de una
comunidad religiosa. Un día, Bob le preguntó a John si tendría inconveniente
en quedarse en casa y atender a un amigo mientras él, Bob, cumplía con un
compromiso que tenía en otra parte. Ordinariamente John se habría sentido
satisfecho de ayudar, pero en esta ocasión resintió la percibida intromisión en
su tiempo y vio una maravillosa oportunidad de "desquitarse" de su amigo.
Le dijo a Bob que no podía ayudarle porque estaba enfermo y debía guardar
cama. De hecho, se quedó en casa ese día y faltó a la escuela para recalcar
esto, aun cuando se sentía bien. Bob sospechó algo, y muy disgustado esa
noche acusó a John de fingir una enfermedad. John, a su vez,
santurronamente defendió su inocencia, y se enfureció aún más porque su
amigo pusiera en duda su palabra. Su discusión se prolongó hasta la mañana
siguiente, y culminó en que John le escribiera una extensa carta a Bob en la
que lo acusaba de proyectar su propia culpa, además de resaltar los detalles
de su enfermedad. La carta surtió el efecto deseado, y un Bob contrito "se dio
cuenta de su error" y vino a suplicarle a John que lo perdonase. Por un breve
período, John se sintió muy regocijado por su triunfo. Pero al cabo de unas
horas se aterrorizó por lo que había hecho y se sintió lleno de culpa. De la
cima del triunfo se precipitó a las profundidades de la depresión, y se sintió
diez veces más culpable que antes.

Cuando se exhorta a las personas a que sean sinceras unas con otras y a
"decirlo como es," y luego proceden a descargar una andanada de vituperios
venenosos sobre los demás en nombre de la verdad, difícilmente están siendo
sinceras o útiles. Sin embargo, cuando nos sentimos enojados, es esencial que
no neguemos o apartemos nuestros sentimientos, pues esto sólo los
intensifica y refuerza la presencia de lo que ahora es el "enemigo." Si la
presión interna es demasiado grande y tiene que expresarse la ira, al menos el
reconocimiento, aunque sólo sea ante uno mismo, de que la ira no es lo que
parece será suficiente. Mejor aún, quizás, sería una aseveración como esta
ante el otro, la cual haría justicia a los sentimientos, y al mismo tiempo
plantearía el problema francamente: "Me siento furioso por lo que hiciste,
pero sé que mi ira no va dirigida hacia ti sino hacia mí mismo. Por el
momento no puedo remediar lo que siento; por favor, no lo tomes
personalmente." Si la ira no puede contenerse, al menos una actitud así
minimiza la culpa y provee la oportunidad de moverse más allá de ésta. Este
reconocimiento es suficiente para invitar la ayuda del Espíritu Santo, pues
expresa la pequeña dosis de buena voluntad que El necesita para deshacer
nuestra culpa.

Este proceso de reconocer nuestros errores es algo que se conoce como


"culpa saludable" o "confesar sinceramente tus errores." Un cambio de
percepción es lo que realmente significa, el alejarse del ego y volverse hacia
Dios, y representa lo que tradicionalmente se llamaba arrepentimiento o
conversión. Es ver nuestros errores por lo que son, ávidos de que sus efectos
se corrijan y de no repetirlos nuevamente. Aferrarse a los errores a través de
la racionalización o de la auto-justificación simplemente retiene la culpa
subyacente y evita que se deshaga a través del perdón.

Puede que haya un resultado positivo en expresar la ira al llegar a este


punto, también. Si uno se ha pasado la vida temiéndole a la ira, y creyendo
inconscientemente que la expresión de ésta destruiría el mundo o a uno
mismo, puede que haya valor en expresar estos sentimientos y ver que, de
hecho, no sucede nada. Temerle a algo es adjudicarle una realidad que no
tiene. Así pues, "sacarse la ira del sistema," generalmente sin que haya
expresión física, y ver que uno puede hacerlo sin que haya resultados
desastrosos-i.e., los objetos de nuestra ira sobreviven, igual que nosotros-
puede ser un escalón de progreso en el camino de trascender la ira totalmente.
Sin embargo, la meta general de moverse más allá de la proyección de la ira
hacia la ira misma debe permanecer como el propósito, aun cuando por el
momento no nos demos cuenta conscientemente.

Hay aquí un peligro que es obvio. La tentación de sencillamente cambiar


el problema de un extremo a otro es muy grande. Moverse de la represión a la
expresión es una experiencia común en el mundo, la cual lleva consigo la
ilusión de libertad. Hemos visto este principio en operación muchas veces a
través de la historia cuando la gente oprimida finalmente llega al poder y, en
nombre de la liberación y de la justicia, comienza a oprimir a aquellos que la
habían oprimido. Todo lo que ocurre, por supuesto, es que los mismos errores
de la separación y la proyección se reproducen, y las semillas de la próxima
revolución se han sembrado aun antes de que la sangre vertida por los errores
vigentes se haya secado. Es únicamente al reconocer que el problema no está
en otro lugar sino dentro de nosotros que la verdadera liberación puede
lograrse, pues todas las soluciones encaminadas a resolver los pseudo-
problemas fracasarán y ellas mismas actuarán como disuasivos para cualquier
curación.

De modo que, el primer paso al lidiar con la culpa puede conllevar el


aprender a no temerle. Pero esto tiene que estar seguido por el
reconocimiento de que la ira no es el problema en absoluto. En algún lugar
dentro de nosotros, aun cuando la ira parece aumentar, tenemos que estar
dispuestos a dar un paso atrás y a mirarla de manera distinta. En estos
momentos nuestra oración debe ser: "Padre, no puedo evitar sentirme furioso
por lo que creo que esta persona me ha hecho. Pero por favor, ayúdame a
mirar la situación como Tú lo haces, y a reconocer que atacar a otro es
atacarme a mí mismo. ¿Y por qué debo atacar a Tu hijo y evitar que Tu Amor
llegue hasta mí?"

El deseo de atacar precluye nuestra aceptación de la Voluntad de un Dios


de paz, pero desear la ayuda de Dios nos prepara para aceptar Su Voluntad
para nosotros en cualquier situación. El pedir ver la paz nos permite recibirla
a través de la dirección de Uno Que habla por la paz, y que nos enseña a
encontrar su fuente dentro de nosotros mismos.

El significado de la enfermedad

La enfermedad permanece como uno de los más apremiantes testigos del


ego en su caso contra Dios. Sirve efectivamente el propósito del ego de
dirigir nuestra atención hacia el efecto y no hacia la causa, y hace que el
cuerpo le parezca real, autónomo a la mente y por lo tanto fuera de nuestro
control.

Comencemos con una definición adecuada: la enfermedad es un conflicto


en la mente que se desplaza sobre el cuerpo. Independientemente de los
muchos conflictos aparentes que nos acosan, en realidad sólo hay uno: el
conflicto entre el ego y Dios. En verdad, no existe tal conflicto, pues Dios ni
siquiera reconoce la existencia de lo que es inherentemente ilusorio. Para el
ego, no obstante, la guerra en contra de Dios es muy real, y mientras más nos
identifiquemos con su sistema de pensamiento, más nos identificaremos con
la creencia de que nuestra mente es un campo de batalla. Este conflicto básico
descansa sobre la creencia en la separación, la cual nuestra culpa nos
recuerda continuamente. La enfermedad, por lo tanto, es la proyección de esta
culpa, la misma dinámica que observamos en la ira donde la culpa en
nuestras mentes se proyecta sobre los cuerpos de otras personas. En la
enfermedad esta culpa se proyecta sobre el nuestro. Para el ego, no existe
diferencia acerca de quién es el objeto de su proyección, mientras alguien
pueda servir para distraernos del verdadero hogar de la culpa en nuestras
mentes.

Esta proyección de la culpa se puede entender de tres maneras. Primero, al


atacarnos a nosotros mismos el ego procura expiar nuestra naturaleza
pecaminosa, y expresa nuestra negociación inconsciente con Dios de
castigarnos a nosotros mismos, en vez de permitir que Dios nos castigue.
Como afirma el Curso: "La enfermedad es una forma de magia. Quizá sería
mejor decir que es una forma de solución mágica. El ego cree que
castigándose a sí mismo mitigará el castigo de Dios" (T-5.V.5:4-6). Nuestro
cuerpo sufrido, con el cual nos identificamos, se convierte en el precio que
pagamos por nuestro pecado, con la esperanza de que esto satisfará al Padre
iracundo que creímos haber atacado en nuestra separación de El. Puesto que
"las defensas dan lugar a lo que quieren defender," este mecanismo del ego
simplemente refuerza nuestra culpa, y "apacigua" al dios que fabricamos,
quizás, pero a duras penas apacigua al ego cuyo deseo por la culpa es
insaciable.

Segundo, no es suficiente que nos ataquemos, pues el ego continuará su


progresiva búsqueda de chivos expiatorios. En una de las secciones más
poderosas de Un curso en milagros leemos:

Siempre que consientes sufrir, sentir privación, ser tratado


injustamente o tener cualquier tipo de necesidad, no haces sino acusar
a tu hermano de haber atacado al Hijo de Dios. Presentas ante sus ojos
el cuadro de tu crucifixión, para que él pueda ver que sus pecados
están escritos en el Cielo con tu sangre y con tu muerte, y que van
delante de él, cerrándole el paso a la puerta celestial y condenándolo
al infierno.... Tu sufrimiento y tus enfermedades no reflejan otra cosa
que la culpabilidad de tu hermano, y son los testigos que le presentas
no sea que se olvide del daño que te ocasionó, del que juras jamás
escapará. Aceptas esta lamentable y enfermiza imagen siempre que
sirva para castigarlo. Los enfermos no sienten compasión por nadie e
intentan matar por contagio. La muerte les parece un precio razonable
si con ello pueden decir: "Mírame hermano, por tu culpa muero". Pues
la enfermedad da testimonio de la culpabilidad de su hermano, y la
muerte probaría que sus errores fueron realmente pecados. La
enfermedad no es sino una "leve" forma de muerte; una forma de
venganza que todavía no es total. No obstante, habla con certeza en
nombre de lo que representa (T-27.I.3:1-2; 4:3-9).

La necesidad del ego de proyectar la culpa es doblemente servida: primero


proyecta la culpa sobre nuestro propio cuerpo, y nos enferma como castigo
por nuestros "pecados." Luego trata de proyectar la responsabilidad de
nuestro sufrimiento sobre otras personas. Detrás de cada forma de aflicción
física se encuentra el nombre de alguien a quien juzgamos responsable de
ella. No importa quién sea la persona, o si él o ella está vivo siquiera.
Generalmente la acusación es inconsciente, pero en ocasiones estamos
conscientes de un placer secreto que se deriva de acusar a alguien más por
nuestra enfermedad. "Debido a lo que me has hecho, ahora estoy enfermo."

El tercer uso que el ego tiene para la enfermedad es como "una defensa en
contra de la verdad." Como afirma el libro de ejercicios:

La enfermedad es una decisión. No es algo que te suceda sin tú


mismo haberlo pedido, y que te debilita y te hace sufrir. Es una
decisión que tú mismo tomas, un plan que trazas, cuando por un
instante la verdad alborea en tu mente engañada y todo tu mundo
parece dar tumbos y estar a punto de derrumbarse. Ahora enfermas,
para que la verdad se marche y deje de ser una amenaza para tus
falsos castillos (L-pI.136.7).

La verdad es espíritu, nuestra Identidad y única realidad. A medida que


avanzamos en nuestro camino espiritual, y progresivamente reconocemos que
el único significado de este mundo radica en ayudarnos a recordar nuestro
verdadero Hogar, el ego atacará esta verdad por medio de reforzar nuestra
identidad física. Uno de los medios más poderosos para lograr esto es
enfermarnos. Si sentimos dolor, hacemos el cuerpo real; si el cuerpo es real,
el espíritu no puede serlo. De este modo el ego se pone a salvo del "ataque"
de la verdad.

La enfermedad, pues, es intencional. Es un "método, concebido en la


locura, para sentar al Hijo de Dios en el trono de su Padre" (M-5.I.1:7).
Refuerza la creencia en la separación, la cual hizo en primer lugar que
surgiera la culpa que sirve de fundamento a la decisión de enfermarnos. El
círculo vicioso de culpa y ataque del ego se mantiene en esta forma. Alguien,
por ejemplo, que se siente llamado por el Espíritu Santo para que propague
Sus palabras de verdad repentinamente puede desarrollar un caso de
laringitis, o dolencias de la garganta aún más serias, como parte de la
intención del ego de castigarlo por su "pecado" de decir la verdad en contra
suya. Una mujer temerosa de "dar el próximo paso' en su camino espiritual
puede caerse y fracturarse el tobillo, o desarrollar flebitis u otra dolencia de
los pies. Aunque los síntomas no siempre necesitan ser tan obvios como en
estos ejemplos, si uno procurase descubrir el significado de cualquier síntoma
específico, encontraría que su forma refleja el tipo específico de falta de
perdón que yace sepultado en la mente del ego. Tal discernimiento, sin
embargo, no sana, pues el perdón debe elegirse primero en lugar de la culpa.
Desperdiciar horas interminables en la búsqueda de tal discernimiento puede
muy bien servir a la astuta estrategia del ego de "buscar y no hallar." Es el
contenido detrás de la forma lo que es esencial.

Por lo tanto, vemos que la enfermedad no es diferente a cualquier otra


forma que refleja el propósito del ego en el mundo. Ya hemos discutido que
el mundo físico no es nada más que la proyección del pensamiento de
separación subyacente. Así pues, el cuerpo simplemente lleva a cabo los
deseos de la mente, puesto que no tiene ningún poder en sí mismo. Como
afirma el Curso: "Sólo la mente puede errar. El cuerpo sólo puede actuar
equivocadamente cuando está respondiendo a un pensamiento falso" (T-
2.IV.2:4-5), pues "la enfermedad, no obstante, no es algo que se origine en el
cuerpo, sino en la mente. Toda forma de enfermedad es un signo de que la
mente está dividida..." (T-8.IX.8:6-7). Nuestra dificultad para aceptar esta
sencilla verdad da testimonio de nuestra íntima identificación con el sistema
de pensamiento del ego que nos equipara con el cuerpo. Creemos que el
cuerpo es autónomo, vulnerable a fuerzas fuera de sí mismo y capaz de ser
"sanado" por otras fuerzas externas. Dentro de las leyes del mundo del ego
nuestros cuerpos son vulnerables, y las leyes de la enfermedad así como las
leyes de la medicina sí prevalecen. No obstante, prevalecen porque creemos
en ellas, no porque sean ciertas.
Hay un famoso relato que ilustra este punto. Samuel Johnson, el hombre
de letras británico del siglo 18, paseaba con el Obispo Berkeley, el filosófico
idealista. Debatían la creencia de Berkeley de que el mundo material es
ilusorio y para recalcar su posición el Dr. Johnson le dio una patada a un
árbol, y exclamó al sentir el dolor: "¡Eso en lo que a la ilusión se refiere!" Lo
que Johnson falló en reconocer, sin embargo, fue que su pie era tan parte del
mundo ilusorio como el árbol. Este hizo lo que la mente de él le ordenó que
hiciera. Por hallarse dentro del mundo del ego, su cuerpo estaba sujeto a la
leyes del mundo por lo cual sintió dolor. Es únicamente cuando elegimos el
milagro, y podemos decir y verdaderamente creer que "no me gobiernan otras
leyes que las de Dios" (L-pI.76) que los efectos de las leyes del ego
desaparecen: "Los milagros despiertan nuevamente la conciencia de que el
espíritu, no el cuerpo, es el altar de la verdad. Este reconocimiento es lo que
le confiere al milagro su poder curativo" (T-1.I.20).

La enfermedad se puede entender, por lo tanto, como un problema de la


mente (al lado izquierdo de la Tabla 2) y no del cuerpo (al lado derecho). Es
una interpretación acerca del cuerpo que afirma que la separación de Dios es
un hecho. Puesto que se necesitan dos personas para dar testimonio de la
separación, también se requieren dos personas para hacer una enfermedad:
una que crea que está enferma, y otra que apoye tal creencia. "Ninguna mente
puede estar enferma a menos que otra mente esté de acuerdo en que están
separadas. Por lo tanto, su decisión conjunta es estar enfermas" (T-28.III.2:1-
2). Si usted desarrolla síntomas físicos y yo comparto su creencia de que está
enfermo, entonces yo estoy tan enfermo como usted, pues comparto la
creencia en la separación que es la enfermedad. Ahora la curación es
necesaria para ambos.

La dificultad en aceptar una visión de la enfermedad tan aparentemente


ridícula se supera cuando somos capaces de romper nuestra asociación entre
la enfermedad y el cuerpo físico o psicológico. La enfermedad se redefine
aquí como que existe únicamente en la mente que cree en la separación, sin
que importe la forma en que pueda manifestarse esa creencia. Esta es la
distinción crucial entre los dos lados del diagrama en la Tabla 2. Esta
diferencia en cómo se ve la enfermedad se refleja en las opiniones sobre
curación que la definición de enfermedad genera.
Falsa curación vs. verdadera curación: la magia vs. el
milagro

Puesto que la enfermedad es un problema de culpa en la mente, la curación


tiene que ser de la mente por igual, pues los problemas sólo pueden
deshacerse en su fuente. La falsa curación, por lo tanto, va dirigida a sanar un
problema donde no está (el lado derecho de la Tabla 2, en lugar del lado
izquierdo). Magia es otro nombre que se le da a este error, el cual refleja la
creencia de que como es el cuerpo el que está enfermo, es el cuerpo el que
necesita curación. Tales intervenciones, no obstante, jamás pueden sanar,
puesto que la falta de perdón que es la causa de la enfermedad permanece
intacta.

La creencia en que la magia tiene propiedades sanadoras cae muy bien en


la trampa del ego de hacer que busquemos soluciones donde no pueden
hallarse y luego hacernos creer que de hecho las hemos encontrado. "Todos
los remedios materiales que aceptas como medicamento para los males
corporales son re-afirmaciones de principios mágicos" (T-2.1V.4: 1 ). Esto
incluiría no sólo las formas tradicionales de tratamiento médico tales como
drogas, cirugía y descanso, sino también muchas técnicas de la Nueva Era
como acupuntura, masaje, dietas especiales, vitaminas, ejercicio,
manipulación del aura, imposición de manos, repetición de ciertas oraciones
o rituales, formas de respiración y meditación, etc. Todas se concentran en el
cuerpo de una manera o de otra.

Esto no significa, sin embargo, "que el uso de tales agentes con propósitos
correctivos sea censurable" (T-2.IV.4:4), o que no se deban usar. Si el nivel
de miedo de una persona es demasiado grande para que abandone la
inversión del ego en la culpa, buscar la curación a través del amor del
Espíritu Santo simplemente reforzaría el miedo subyacente a este amor. Esto
difícilmente sería útil.

En ese caso, tal vez sea prudente usar un enfoque conciliatorio entre
el cuerpo y la mente en el que a algo externo se le adjudica
temporalmente la creencia de que puede curar.... Los medicamentos
físicos son una forma de "hechizo", pero si tienes miedo de usar la
mente para curar, no debes intentar hacerlo (T-2.IV.4:6; T-2.V.2:2).

Como todos hemos experimentado, la magia sí funciona en su propio


nivel. Una aspirina, por ejemplo, puede aliviar la tensión y la molestia de un
dolor de cabeza; una operación puede remover o reparar un órgano lesionado
y proporcionar alivio. Aunque no es un error utilizar tales agentes, es un error
atribuirle propiedades curativas, puesto que los mismos no remueven las
causas que produjeron los síntomas. Creer que la magia sana anula el poder
del milagro para deshacer la culpa que es la causa de la enfermedad, y
"protege" a la culpa de sanarse al rehusar reconocer su existencia. Más aún, la
creencia en la magia refuerza sutilmente la culpa por la separación al
centrarse en el cuerpo. Al haber negado el poder de la mente para hacer la
enfermedad (lo cual es la enfermedad), la magia le niega a la mente su poder
para sanarse. De este modo, se retiene en la mente tanto a la culpa como a la
enfermedad. El único agente verdaderamente sanador, por otra parte, es
unirse con otro en perdón: mirar más allá de los síntomas que hacen el cuerpo
real en nuestra experiencia compartida hacia la luz del espíritu que brilla en
esta persona y en nosotros mismos como uno.

Del mismo modo que es imposible no formar relaciones especiales en este


mundo, es también imposible no desarrollar síntomas físicos de tiempo en
tiempo. Mientras la culpa esté presente en nosotros habrá que proyectarla, y
nuestros cuerpos son blancos favoritos del ego. La última cosa en el mundo
que sería útil durante una enfermedad, o cuando nos sentimos enojados, es
sentirse culpable, pues el ego "nos agarra dos veces." Primero ataca y nos
enferma, y luego "se nos trepa en la cara", por así decirlo, al hacernos sentir
culpables por habernos enfermado. Las personas que trabajan con Un curso
en milagros frecuentemente se sienten tentadas en este sentido. Por habérsele
enseñado que "toda enfermedad es una defensa en contra de la verdad," se
sienten disgustados cuando les dan catarros, dolores de cabeza, por no
mencionar síntomas aparentemente más serios; o de lo contrario
inadvertidamente refuerzan la culpa de otras personas por sus síntomas.
Ninguna curación puede resultar de una actitud como esa.

Lo que es útil cuando la enfermedad parece golpearnos es verla como "una


petición de ayuda," una bandera roja que apunta hacia una oculta piedra
angular de la cual no estábamos conscientes antes, vista ahora claramente en
la pantalla del cuerpo sobre la cual hemos proyectado nuestra culpa. Así, por
ejemplo, si uno sufre un fuerte dolor de cabeza y no puede dormir, y no
puede deshacer el error de la mente que causó el dolor, difícilmente pueda ser
un error tomarse un analgésico, y de ese modo dejar para un momento menos
atemorizante pedir la ayuda del Espíritu Santo. Cuando seamos capaces de
acudir a El, le pedimos hacernos conscientes de aquellos contra quienes
anidamos agravios, de modo que podamos perdonarlos. Estos ataques abren
una brecha en la cual se siembran las semillas de la enfermedad. El uso de la
magia como agente sanador no permite que reconozcamos la conexión causal
entre los síntomas y la falta de perdón.

El Curso recalca cómo el Espíritu Santo utiliza todas las formas del mundo
para cumplir Su propósito sanador. Las formas que se hicieron para separar y
herir pueden ser utilizadas por El para unir y sanar. "Los símbolos no son
sino medios a través de los cuales puedes comunicarte de manera que el
mundo te pueda entender, pero reconoces que no son la unidad en la que
puede hallarse la verdadera comunicación" (L-pl. 184.9:5). El siguiente
ejemplo ilustra cómo la medicina, aunque no es sanadora de por sí, se
convierte en un instrumento de curación y de perdón:

Marta desarrolló un crecimiento en la tiroide, el cual no pudo reducir por


medio de sus acostumbradas meditaciones, aun cuando estaba vagamente
consciente de la falta de perdón que el síntoma expresaba. La inversión en
"castigar" a la otra parte era demasiado grande para permitirle que sanara.
Finalmente, al cabo de unos meses, decidió consultar a un cirujano quien le
recomendó una cirugía para extirpar el crecimiento. Lo que hizo la elección
del cirujano particularmente interesante fue una experiencia que María tuvo
un poco antes de conocerlo. Tuvo "escenas retrospectivas" de vidas pasadas
donde fue perseguida y asesinada por autoridades religiosas debido a sus
creencias y enseñanzas espirituales. En una de éstas, un hombre con una
capucha negra la estaba decapitando con un hacha. En el curso de su
conversación con el posible cirujano, éste hizo un chiste sobre cómo alguna
gente decía que él los degollaba. En ese momento la habitación se desvaneció
ante María, e incluso el rostro del doctor fue reemplazado por el verdugo de
la capucha negra. Ella se dio cuenta de que su adversario anterior era ahora su
cirujano; pero no sintió miedo ni ira, únicamente confianza. Al poner la vida
de ella en manos de él estaba, en efecto, perdonándolo a él y perdonándose a
sí misma, al "victimario" y a la "víctima." Si bien una vez esta persona le
había arrebatado la vida al cortar su garganta, ahora se la salvaría al cortarle
la garganta. Era la misma experiencia en forma, a pesar de las circunstancias
distintas, pero el contenido ahora tenía un propósito diferente. Generalmente
muy aprensiva acerca de los médicos y de los hospitales, María pasó por la
cirugía con relativamente poca ansiedad.

De interés adicional fue que el problema de falta de perdón con el cual


María había estado ocupada previo a la aparición del crecimiento,
representaba el mismo asunto de ser condenada, en el nombre de Dios, por
sus creencias y prácticas espirituales. Estaba aprendiendo, al parafrasear las
palabras de la lección a la cual nos referimos antes (pág. 74 arriba), que no
era la víctima perseguida por el mundo que veía (L-pI.31). Aunque la falta de
perdón permanecía después de la exitosa operación, ahora María se sentía
fortalecida debido a la resolución del problema de su síntoma para ocuparse
de perdonar a la persona que en ese momento representaba el verdadero
problema de perdonar a sus "perseguidores."

El único medio de ayuda que María podía haber aceptado al principio era
la intervención médica, la cual era a su vez la única forma de ayuda que el
médico podía ofrecerle-para la salvación de él así como la de ella. Al unirse
en este acto de confianza y perdón, el Espíritu Santo había sido invitado a
sanar y a bendecir. Ciertamente, no siempre se da el caso de que una persona
tenga el instante de reconocimiento que María experimentó, pero este
reconocimiento o discernimiento no es necesario para el propósito de la
salvación. La unión es suficiente, pues "siempre que dos hermanos se juntan
con el propósito de aprender, el Maestro de Dios les habla. La relación es
santa debido a ese propósito, y Dios ha prometido enviar Su Espíritu a toda
relación santa" (M-2.5:3-4). No importa, además, si una o hasta ambas
personas comparten la creencia en la magia; la unión de ambas es suficiente
para deshacer la creencia en intereses separados que es la fuente de toda
enfermedad.

Lo que sana, por lo tanto, no es la particular forma de magia médica que


parece aliviar el dolor, sino la unión de dos personas en el nombre de Aquel
Que sana. Esta unión refleja el milagro, el cual corrige la creencia en la
separación de la mente, no del cuerpo. Se cambia de la percepción de
intereses separados que causaron la enfermedad a la percepción de dos
personas unidas en el perdón. Esto restituye la verdadera relación causa-
efecto, que promueve la curación.

El milagro es el primer paso en el proceso de devolverle a la Causa la


función de ser causa y no efecto.... te devuelve la causa del miedo a ti
que lo inventaste.... De este modo, el cuerpo se cura gracias a los
milagros, ya que éstos demuestran que la mente inventó la
enfermedad y que utilizó al cuerpo para ser la víctima, o el efecto, de
lo que ella inventó.... El milagro no tiene ninguna utilidad si lo único
que aprendes es que el cuerpo se puede curar, pues no es ésta la
lección que se le encomendó enseñar. La lección que se le encomendó
enseñar es que lo que estaba enfermo era la mente que pensó que el
cuerpo podía enfermar. Proyectar su culpabilidad no causó nada ni
tuvo efectos (T-28.II.9:3; 11:1,4,6-7).

De este modo, el perdón sana, puesto que une allí donde el ego había
separado. Las semillas de la enfermedad son reemplazadas por las semillas
del milagro, el cual une y sana en el Amor uno de Dios, en Quien todos los
sueños de enfermedad y de dolor terminan.

Una de mis primeras experiencias de terapia después que comencé a


trabajar con el Curso me proporcionó un poderoso ejemplo de la relación
entre la curación y el perdón. Yo había visto a la Hermana Annette por cerca
de dos meses. Ella tenía cincuenta años y había estado en la vida religiosa por
casi treinta años. Era también una de las personas más airadas con quienes yo
jamás había trabajado, llena de un odio silente hacia aquellos con autoridad
que habría destruido montañas. Después de varias sesiones, la Hermana
Annette pudo comenzar a cuestionar algunas de sus actitudes hacia su Orden
y su deseo de venganza. Ya no parecía tan empeñada en llevar a cabo los
pasos de venganza que había contemplado. O yo lo pensé así. Luego un día
Annette entró a mi oficina y en su cara se exhibía fríamente la "ira de Dios."
La coordinadora de su convento había hecho algo que ella juzgaba que estaba
más allá del perdón, y la Hermana Annette estaba dispuesta a hacerle la
guerra, absolutamente cerrada a cualquier sugerencia a que hiciera lo
contrario.

Esa misma mañana yo había caído enfermo con un fuerte resfriado y me


sentía miserable. Ni todas mis oraciones ni la meditación pudieron cambiar
esto, y me senté frente a Annette sintiéndome completamente inútil y
desanimado. Sabía que si ella se iba como había llegado, iba a cometer un
error irrevocable que lamentaría el resto de su vida. No obstante, nada de lo
que yo decía lograba moverla, y mi creciente frustración sólo empeoraba mi
catarro. Mientras más frustrado me sentía, más real hacía el síntoma de ira de
Annette y, por consiguiente, el mío también. Obviamente, estaba proyectando
sobre Annette mi falta de perdón a mí mismo, y veía en su terco aferramiento
a la ira el espejo de mi terco aferramiento al resfriado, por no decir a mi
fracaso como terapeuta. La separación por medio de nuestros síntomas se
reforzaba, y la curación a través de la unión retrocedía aún más tras las nubes
de culpa y de ira.

Lo que aumentaba mi dificultad era la creencia de que Annette me había


sido enviada por Dios, y que como ella estaba en serias dificultades mi
responsabilidad era ayudarla. Y obviamente yo estaba fracasando. Casi a
mitad de la sesión, mi desesperación finalmente me llevó a recordar que yo
no era el Terapeuta, y que no podía estar más interesado en Annette que lo
que Jesús estaba. Aun cuando estaba hablándole y escuchándola, en otro
lugar de mi mente comencé a orar por ayuda, y le pedí a Jesús que me
proveyera las palabras que sanarían la ira y el miedo de ella, y le devolverían
a su conciencia el amor que era su verdadera Identidad.

La respuesta fue inmediata, y de repente estuve asequible a la ayuda que


allí había-para mí. Una tibia oleada de energía surgió de mi pecho, a través de
mis pulmones, nariz y garganta y pude sentir que mi catarro se sanaba y que
mi cabeza se aclaraba. Al mismo tiempo comencé a hablar. No recuerdo lo
que dije, y dudo que fuera algo distinto a lo que ya había dicho previamente.
Sólo que ahora yo era diferente. Ya no veía a Annette separada de mí, una
paciente con dificultades a quien yo, como terapeuta, tenía que ayudar. Ahora
ella era mi hermana, y al unirme con ella me unía con Jesús. Me había
convertido en un paciente por igual, y juntos recibíamos la curación del
clemente Amor de Dios. Al final de la sesión, su rostro relajado reflejaba el
cambio de la ira y del miedo al perdón y al amor, tal como mi bienestar
reflejaba el mismo cambio en mí. Había aprendido mi lección ese día, para
ser reaprendida muchas veces de ahí en adelante.

En resumen, pues, así como el perdón deshace el plan del ego para
justificar la ira, así también la curación invierte el plan del ego de hacer la
enfermedad real. Puesto que la enfermedad está en la mente y no en el
cuerpo, no puede ser el cuerpo el que necesite curación. La curación tiene que
ocurrir en el lugar donde se necesita, en la mente que concibió la idea loca de
la separación. Como en el perdón, la curación devuelve el problema adonde
está verdaderamente: "Toda enfermedad tiene su origen en la separación.
Cuando se niega la separación, la enfermedad desaparece" (T-26.VII.2:1-2).
Esto ocurre por medio de "unirte a la mente de un hermano [lo cual] bloquea
la causa de la enfermedad y sus percibidos efectos. La curación es el efecto
de mentes que se unen, tal como la enfermedad es la consecuencia de mentes
que se separan" (T-28.III.2:5-6).

Nuestra función en la tierra, nos recuerda el Curso, es sanar. Según


sanamos, somos sanados. Estas oportunidades a menudo toman la forma de
presentarse en la enfermedad de otro. La forma de enfermedad que
observamos en otro y que hacemos real por medio de nuestras reacciones de
ansiedad, culpa o preocupación reflejarán la forma de la falta de perdón en
nosotros mismos que necesita curación. El plan del ego para la "salvación" es
reemplazado por el del Espíritu Santo al pedírsenos que "aceptemos la
Expiación para nosotros mismos." Aceptamos la Expiación cuando no
"prestamos apoyo a los sueños de enfermedad y muerte de nadie" (T-28.1V.
1: l), al no compartir su sueño de separarse. Esto deshace nuestra creencia en
la realidad de la separación y de la culpa al cambiar nuestra percepción de la
enfermedad de otro por una petición de ayuda y de unidad.

El Curso nos enseña que "nadie puede estar enfermo si alguien acepta su
unión con él. Su deseo de ser una mente enferma y separada no puede seguir
vigente sin un testigo o una causa. Y tanto el testigo como la causa
desaparecen si alguien decide unirse a él" (T-28.IV.7:3-5). De ese modo,
médico (o terapeuta) y paciente, maestro y discípulo, amigo y amigo se unen
en un instante santo, y dan testimonio de la verdad de la curación al negar el
testimonio de la ilusión de separación del ego. Esto, pues, es "lo único que
requiere el Sanador del Hijo de Dios.... El sembrará los milagros de curación
allí donde antes se encontraban las semillas de la enfermedad. Y no habrá
pérdidas de ninguna clase, sino sólo ganancias" (T-28.IV.10:8-10).

El significado de la injusticia y del sufrimiento

Hemos visto cómo toda la ira es un intento de lograr que otros cambien
para nosotros no cambiar; detener la conducta que nosotros hemos juzgado
como indeseable; hacerlos sentir tan culpables por su acción, que no la
repitan; y enseñarles la lección de identificación del ego que queremos que
aprendan con nosotros. Podemos reconocer más claramente esta motivación
nuestra en aquellas acciones que son directamente hostiles, tanto en casos
individuales como en aquellas situaciones sociales e internacionales donde
vemos a la gente inocente oprimida y perseguida. Nadie negaría la necesidad
de intervenir para que la injusticia se corrija y que la gente no sufra, pero
primero tenemos que definir qué son la injusticia y el sufrimiento, y quién
debe ser el verdadero agente que intervenga en una situación en la que se esté
pidiendo ayuda. Este es el centro de interés del resto de este capítulo.

Si percibimos que alguien trata injustamente a otro, bien sea que el otro
somos nosotros mismos, aquellos a quienes amamos o personas que viven en
un país extranjero, no podemos evitar creer que el perpetrador de la injusticia
es malo y que merece castigo. La lección que enseñamos entonces, es que la
personas no deben herir a otros porque eso nos produce ira, y no lo
aprobamos ni estamos de acuerdo con ellos. Estas acciones son "malas," y
por consiguiente los que las cometen también lo son. Si la gente desea ser
"buena," tienen que dejar de hacer lo que están haciendo, pues nuestra
aprobación de ellos depende de su comportamiento; no sólo nuestra
aprobación sino la de Dios, a Quien creemos representar. Por lo tanto, una
vez se tiene la percepción de injusticia, no puede proceder otra alternativa
excepto la de un juicio que sutilmente establece las condiciones del "amor": o
la gente se comporta de acuerdo con nuestros valores, o se le niega la
salvación y se echan fuera del Reino de Dios. Este es otro ejemplo de lo que
el Curso califica como la arrogancia del ego, el cual presume de conocer la
Voluntad de Dios y se adjudica el derecho de ejercerla.

Si, por el contrario, percibimos que los actos de injusticia son aterradas
peticiones de amor, y seguimos el juicio del Espíritu Santo que discutimos
antes, ya no podemos ver al agente de esta injusticia como malvado o
pecaminoso. La lección que deseamos enseñar, por lo tanto, es que esta
persona es amada por Dios y que merece este Amor, sin que sus acciones
importen. No puede haber otra lección que queramos enseñar, pues no hay
otra lección que queramos aprender. Una persona que sienta el Amor de Dios
sólo quiere demostrarle este Amor a aquellos que no lo conocen. Esto no
significa que necesariamente aprobemos las acciones del "victimario," sino
que simplemente expandimos el círculo de ayuda para incluir entre los que
sufren a aquellos que parecen ocasionar el sufrimiento. Una percepción que
los excluya procede de una necesidad inconsciente de hallar un chivo
expiatorio de modo que podamos proyectar nuestra propia culpa.

Uno de los más poderosos testimonios de este proceso de perdón fue el de


las dos hermanas Ten Boom, Corrie y Betsie, durante su internación en un
campo de concentración alemán, y que es narrada por Corrie en su inspirador
libro El escondite. Confrontadas con la ostensible brutalidad de los soldados
alemanes y con los angustiosos sufrimientos de aquellos a su alrededor, las
hermanas comprendieron que si habían de ser fieles a su fe cristiana tenían
que perdonar a sus torturadores nazistas, y verlos como sus hermanos e
iguales a aquellos que sufrían. No era una tarea fácil la que se imponían, y el
libro describe su lucha por demostrar verdaderamente lo que el Amor de Dios
significaba. Una vez, después de observar cómo un guardia flagelaba a una
niña imbécil que estaba ensuciándose, Corrie le susurró a Betsie:

"¿Qué podemos hacer por esta gente? Quiero decir, más adelante.
¿No podríamos proveerle un hogar y cuidarlos y amarlos?"

"Corrie, ¡yo ruego todos los días que se nos permita hacerlo!
¡Mostrarle a ellos que el amor es más grande!"

"Y no fue hasta que estuve recogiendo ramas más tarde en la


mañana," [escribe Corrie] "que me di cuenta de que yo había estado
pensando en la niña imbécil, y Betsie en sus perseguidores.`

Al concluir la guerra, la hermana sobreviviente, Corrie, regresó a su nativa


Holanda y estableció hogares de recuperación, no sólo para los refugiados
expatriados, sino también para los psicológicamente expatriados alemanes.

Tenemos que comenzar, entonces, con nuestra propia actitud antes de que
podamos argüir la acción adecuada, pues como enseña el Curso, todo
comportamiento emana de nuestros pensamientos. Central a este asunto es
nuestra interpretación del sufrimiento. Una de las ilusiones más convincentes
del mundo es que el sufrimiento es el resultado de causas que están más allá
de nuestro control. Así pues, refleja el mismo error de inversión de causa-
efecto que vimos en la enfermedad. "El cuerpo sufre sólo para que la mente
no pueda darse cuenta de que es la víctima de sí misma. El sufrimiento
corporal es una máscara de la que la mente se vale para ocultar lo que
realmente sufre" (L-pI.76.5:3-4). Como explica el Curso con más detalles:

Sufrir es poner énfasis en todo lo que el mundo ha hecho para


hacerte daño.... Al igual que en un sueño de castigo en el que el
soñador no es consciente de lo que provocó el ataque contra él, éste se
ve a sí mismo atacado injustamente, y por algo que no es él. El es la
víctima de ese "algo", una cosa externa a él, por la que no tiene por
qué sentirse responsable en absoluto (T-27.VII.1:1,3-4).

El sufrimiento es el resultado directo de creer en la realidad del cuerpo,


pues sólo un cuerpo (físico o psicológico) puede sufrir dolor. Puesto que el
cuerpo se equipara con la separación, el dolor sirve el propósito del ego de
negar la realidad de Dios y la creación. "El dolor es señal de que las ilusiones
reinan en lugar de la verdad. Demuestra que Dios ha sido negado, confundido
con el miedo, percibido como demente y considerado como un traidor a Sí
Mismo. Si Dios es real, el dolor no existe. Mas si el dolor es real, entonces es
Dios Quien no existe" (L-pl. 190.11-4).

Esto no es para negar que la gente experimenta dolor físico y psicológico o


que uno no debe ayudar a otros en el nivel en que experimentan su necesidad:
a una persona hambrienta se le da comida, por ejemplo; al desnudo se le
viste; se le ofrecen medicamentos a aquellos con dolor físico o psicológico,
etc. Pero más allá de este nivel de dolor, otro nivel está presente por igual.
Nuestro verdadero dolor procede de nuestra interpretación equivocada de la
realidad, no de lo que esa realidad es. Emana de nuestra creencia de que
somos criaturas del ego y de este separado mundo de la forma, no hijos de
Dios y de Su Cielo. Así pues, no sufrimos a manos de nadie sino a manos
nuestras, puesto que sólo nosotros somos responsables de nuestras creencias.
La creencia errada sobre nosotros mismos, no el agente externo sobre el cual
hemos proyectado la causa, es la fuente de nuestro dolor y desaparece cuando
nuestras mentes se sanan. Como recalca el Curso:

Son únicamente tus pensamientos los que te causan dolor. Nada


externo a tu mente puede herirte o hacerte daño en modo alguno. No
hay causa más allá de ti mismo que pueda abatirse sobre ti y
oprimirte. Nadie, excepto tú mismo, puede afectarte. No hay nada en
el mundo capaz de hacerte enfermar, de entristecerte o de debilitarte
(L-pl. 190.5:13).

El sufrimiento es el efecto de la creencia en la separación, que es la causa.


De modo que, siempre que elegimos identificar la causa de nuestro
sufrimiento como externa a nosotros- bien sea el ataque de otro, los crueles
caprichos de la suerte, las injusticias que cometieron con nosotros en el
pasado o los ataques a nuestros cuerpos que llamamos enfermedad- caemos
en la trampa del ego de negar la verdadera fuente de nuestros problemas-el
ego mismo-al cual escondemos detrás de las proyectadas causas del mundo.

Cualquier solución verdadera a un problema, independientemente de la


forma de éste, tiene que deshacer la causa que se encuentra en nuestra mente
equivocada. La curación, ya sea individual o social, no importa cuán santa
parezca, que no tenga como objetivo el redespertar del Ser espiritual fracasará
eventualmente. No sanará debido a que la culpa de la separación
permanecerá. Ha procurado corregir el efecto pero no la causa.

Por lo tanto, cuando reaccionamos al sufrimiento-el nuestro o el de otro-


como una realidad, simplemente reforzamos el error básico de la separación
del cual surgió el sufrimiento en primer lugar. Este es un ejemplo de lo que el
Curso califica como falsa empatía, unirse con la debilidad de otro en vez de
unirse con su fortaleza.

Sentir empatía no significa que debas unirte al sufrimiento, pues el


sufrimiento es precisamente lo que debes negarte a comprender.
Unirse al sufrimiento de otro es la interpretación que el ego hace de la
empatía, de la cual siempre se vale para entablar relaciones especiales
en las que el sufrimiento se comparte.... El ego siempre utiliza la
empatía para debilitar, y debilitar es atacar (T-16.I.1:1-2; 2:5).

Esto es unirse con la forma de la oscuridad del ego en alguien; más bien que
con la luz del espíritu que siempre resplandece. En lugar de esto, debemos
practicar la verdadera empatía: identificarnos con la riqueza y la fortaleza-la
luz del Cielo- más bien que con la pobreza y la debilidad de uno-la
obscuridad el ego.

Por lo tanto, no es la injusticia, la maldad o el pecado lo que constituye el


problema que deseamos corregir. Es el error de la separación. Si creemos en
la realidad del sufrimiento, tenemos que creer que alguien o que algo lo ha
causado, y este alguien tiene que ser castigado por su crimen o maldad. De
este modo, el mundo fuera de nosotros-del bien y del mal- refleja el mundo
que creemos que está dentro de nosotros- separado y en conflicto.

Se ha dicho que si hay un crucificado, tiene que haber un crucificador. Si


hay sufrimiento, tiene que haber una víctima y un victimario. Una vez se
establece esta percepción, la inherente unidad de la Filiación de Dios se
destruye, el amor se ve como dividido, y el miedo, la culpa y la separación se
convierten en la distorsionada realidad del Reino de Dios. No podemos
perdonar lo que hemos hecho real primero. Si percibimos el sufrimiento
como real, no podemos perdonar verdaderamente a sus perpetradores. Una
vez se le atribuye realidad a esta percepción del sufrimiento, se establecen las
divisiones entre víctima y perseguidor, justicia e injusticia, oprimido y
opresor. El perdón, el amor y la justicia se hacen imposibles.

La verdadera justicia
La justicia que se basa en la separación y la división no puede ser la
justicia del Cielo, la cual ve a toda la humanidad como una.

Existe una clase de justicia en la salvación de la que el mundo no


sabe nada. Para el mundo, la justicia y la venganza son lo mismo,
pues los pecadores ven la justicia únicamente como el castigo que
merecen, por el que tal vez otro debe pagar, pero del que no es posible
escapar (T-25.VIII.3:1-2).

¿Pero qué hay acerca de la obvia injusticia que existe alrededor de


nosotros: la opresión, la pobreza, el sufrimiento y el abuso que se ha
convertido en parte significativa de nuestro mundo? Ayudar a los necesitados
y afligidos siempre ha sido central a nuestra ética judeo-cristiana. Como
escribió Isaías, y se establece un paralelo en Mateo 25: "[Dios quiere] desatar
los lazos de la maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los
quebrantados, y arrancar todo yugo, ... partir al hambriento tu pan, y a los
pobres sin hogar recibir en casa, que cuando veas a un desnudo le cubras..."
(Is 58:6-7). Nadie podría negar la validez de esta ética, o dejar a un lado la
necesidad espiritual de ayudar a otros que están en aflicción. Mas el Curso
nos enseña que el que aprende sus lecciones "Se ríe asimismo del dolor y de
la pérdida, de la enfermedad y de la aflicción, de la pobreza, del hambre y de
la muerte" (L-pI.187.6:4). El conflicto aparente entre estas dos afirmaciones
se resuelve cuando reconocemos que esta risa no es burlona, ni se basa en la
indiferencia hacia la difícil situación de los demás. Más bien, es una "risa
benévola," nacida de la visión de que el sufrimiento no es lo que parece, pues
cuando entendemos las dinámicas del miedo y de la culpa podemos redefinir
las dimensiones de la pobreza y de la opresión. Reconocemos que las
aflicciones del mundo no son realmente materiales o externas (el lado
derecho de la Tabla 2), sino internas (el lado izquierdo). Además, son
aflicciones que todos compartimos como criaturas del ego. Está empobrecida
toda la gente que carece de paz interior, la conciencia interna de la Presencia
de Dios y de la Identidad de ellos como Hijos de El: "Los pobres son
sencillamente los que han invertido mal, ¡y vaya que son pobres! ... pues la
pobreza no es otra cosa que insuficiencia, y sólo hay una insuficiencia, ya que
sólo hay una necesidad" (T- 12.111.13,6). ¿Quién de nosotros está exento de
esta equivocada inversión en el sistema de pensamiento del ego?
Como hemos visto en el capítulo anterior, la gente no trataría de herir,
oprimir, victimar, perseguir, o hasta asesinar, a menos que en su interior no se
sintieran empobrecidos, culpables y vulnerables. Sus actos externos de
violencia e injusticia son las proyecciones de su propia culpa y de su miedo
interior, los intentos de negar su culpa y de percibir agentes externos que
cometen con ellos la injusticia de la separación que inconscientemente creen
que han perpetrado sobre sí mismos, sobre otros y sobre Dios.

Por esta razón, el rostro de la verdadera justicia tiene que contemplar a


toda la gente como igual y reconocer que cada una de las mil formas del
miedo esconde el mismo significado. Los brazos de la justicia se extienden
para abrazar a cada uno en el perdón y en la indulgencia-no por las cosas
aparentemente terribles que se hicieron, sino para deshacer el miedo y la
culpa que las fundamenta. La roca sobre la cual descansa la salvación, de
acuerdo con el Curso, es la idea de que "nadie tiene que perder para que otro
gane. Y todo el mundo tiene que ganar, si es que uno solo ha de ganar. ...
Nadie tiene que sufrir para que la Voluntad de Dios se haga" (T-25.VII.12:1-
2; 13:3). La justicia no castiga a uno para que el otro se sienta justificado,
pues justificar a uno en contra del otro simplemente refuerza la creencia en la
separación que fue el problema original. Debido a que sabe que ambas partes
perderán, la justicia no puede quitarle a uno para que el otro pueda ganar. El
amor no tiene precio, y no puede haber sacrificio en el plan del Cielo para la
salvación. "Tú que crees que el sacrificio es amor debes aprender que el
sacrificio no hace sino alejarnos del amor" (T-15.XI.4:l). El castigo en
cualquier forma es un intento de proyectar culpa sobre otro, y de desplazar la
responsabilidad por nuestra desdicha sobre alguien o algo externo a nosotros.
Un Dios amoroso jamás trataría a sus hijos de esa manera.

La práctica de la verdadera justicia

Una vez nuestros pensamientos se sincronizan con los pensamientos


sanadores del Espíritu Santo, y se comparte Su percepción de la situación,
podemos aplicar las cuestiones más prácticas de lo que vamos a hacer ante el
ataque, la injusticia y el sufrimiento. La respuesta siempre se basará en el
deseo de ayudar a todos aquellos que tengan parte en la situación. El centro
de interés no radica en qué hacemos, sino por qué lo hacemos. Es
fundamentalmente un asunto de motivación.

Por ejemplo, imagine que caminamos por una calle y de pronto nos
enfrentamos a un demente con un cuchillo que apunta hacia nuestra garganta.
Basado en nuestro propio estado mental, podemos actuar para detenerlo
indefensivamente desde el amor, o defensivamente desde el miedo. Volver la
otra mejilla no significa que pasivamente permitamos que nos degüellen, y
que en silencio bendigamos a nuestro asesino mientras éste nos mata. Ni
quiere decir tampoco que lo matemos antes de que él nos mate, al sentir que
la justicia del Cielo guía nuestras manos. Más definitivamente debemos hacer
lo necesario para detener al potencial asesino, no sólo para evitar reforzar
nuestra creencia en el dolor, sino también para evitar que él cometa un error
por el cual pagaría por medio de la culpa. Independientemente de sus
acciones, aún él es nuestro hermano. La culpa exige castigo, como hemos
visto, y el ego siempre quiere que busquemos este castigo fuera de nosotros,
y que disfracemos la verdadera fuente de castigo que es nuestra auto-
inflingida culpa. Así pues, tenemos que estar continuamente conscientes de
nuestros intentos de proyectar la responsabilidad por la "injusticia" de nuestra
culpa sobre otra gente u otras situaciones en el mundo, no importa cuál sea su
apariencia. Independientemente de las circunstancias, estamos en control de
nuestra paz mental, como podemos ver en el siguiente ejemplo:

Hace algunos años, me desperté a mitad de la noche al percatarme de


pronto que había alguien de pie en mi habitación. Después del choque del
momento, recordé que "no hay nada que temer" (L-pI.48), y pausadamente le
pregunté a mi intruso huésped: "¿Qué puedo hacer por usted?" La situación
no era confusa, sin embargo. Estaba claro que el hombre usaba drogas y que
necesitaba desesperadamente dinero para su próximo pase; los ladrones rara
vez entran a los apartamentos ocupados. De forma amenazante él mantenía la
mano en su chaqueta como si tuviera un revólver, para puntualizar su
exigencia. Mi indefensión, no obstante, pareció cambiar la atmósfera en la
habitación, y de pronto el hombre comenzó a excusarse por haber entrado y
haber perturbado mi sueño. Le di el dinero que tenía en mi cartera, el hombre
se detuvo al tomarlo y me devolvió un par de dólares, y dijo: "Este es todo su
dinero y no puedo dejarlo sin algo." Y continuó excusándose. Le aseguré que
estaba bien, y le exhorté a que hiciera lo que tenía que hacer. Al acompañarle
hacia el pasillo y mientras esperaba el ascensor le dije: "Dios lo bendice." Sus
últimas palabras al tomar el ascensor fueron: "Por favor, ore por mí." Le
aseguré que lo haría aunque sabía que este encuentro santo había sido la
oración. No se había cometido injusticia pues no había habido una verdadera
pérdida. La pequeña cantidad de dinero era, en efecto, un pequeño "precio"
por la bendición del perdón que se había dado y recibido como tal.

De igual manera, muchos misioneros-religiosos o laicos -a quienes envían


a los países del tercer mundo que sufren bajo gobiernos opresivos tienen la
difícil lección de laborar por el fin de la "injusticia," mas deben hacerlo
movidos por el amor hacia toda la gente envuelta, "oprimido y opresor" por
igual. Deshacer la injusticia al actuar injustamente a través de la creencia en
la separación es simplemente reforzar la "injusticia" básica que es la
separación. Estos misioneros tienen que laborar ante la gran tentación de
identificarse con el oprimido en contra del opresor, y reconocer que esta
tentación representa la proyección del cisma dentro de ellos mismos.

Nuestra respuesta a la injusticia, por lo tanto, es una de amor e interés, no


de miedo o de deseo de venganza. Nos "protegemos" a nosotros mismos no
para castigar o debido a que estamos aterrados, sino porque deseamos ayudar
a todos los que forman parte de la situación. Hemos escuchado la súplica de
nuestros "asaltantes" y procuramos responder; nuestra actitud de no-ataque
les enseña que son amados tanto como ellos procuraron odiar. El juicio que
hacemos en esta situación, por lo tanto, no se basa en la condenación sino en
el deseo de ayudar, al ver en el ataque de los demás su necesidad de amor. La
auto-protección en este contexto se convierte en algo más que una defensa en
contra del ataque. Se ha convertido en una amorosa respuesta a la petición de
amor que compartimos. Debe añadirse que no necesitamos sentir este amor
completamente. Estar totalmente libres del miedo conllevaría un nivel de
santidad que muy pocos, si alguno de nosotros, hemos logrado. Si nuestro
amor fuese así de perfecto, no necesitaríamos la ayuda del Cielo. Así pues,
nuestro sencillo deseo de ver la situación de manera distinta, a pesar de
nuestro miedo, es suficiente para permitirle al Espíritu Santo que labore a
través de nosotros.

Establecer límites a los intentos de la gente por destruir las fronteras


sociales y/o personales es a menudo el acto más amoroso que podemos
realizar. Quizás no haya una experiencia más aterradora que creer que el
mundo no puede limitarnos, que nosotros, de hecho, somos omnipotentes y
que estamos más allá del poder de las autoridades personales o
gubernamentales. Tal experiencia en nuestro mundo personal refuerza la
creencia fundamental del ego de que, por virtud de nuestra separación de
Dios, estamos a cargo del universo. Puesto que hemos usurpado Su lugar, El
es ahora impotente contra nosotros. Esta creencia inevitablemente conduce a
nuestro miedo aterrador de lo que se nos hará en venganza por lo que
creemos haber hecho. Esta experiencia de terror se manifiesta claramente en
las personas seriamente perturbadas, cuya perturbación misma a menudo ha
sido el desenlace, en un nivel, de su falta de confianza en otros para
controlarlos, consolarlos y amarlos. El próximo ejemplo es demostrativo de
la aplicación de una estructura que no es punitiva, sino amorosa:

Jimmy era un hiperactivo niño de seis años incapaz de establecer límites a


su conducta. Finalmente hubo que ponerlo en una escuela especial, donde a
través de un programa individualmente estructurado, él comenzó a
internalizar este control. Esto minimizó su ansiedad de manera que pudo
comenzar a estarse quieto, confiado en que estaba protegido y que su miedo
no era compartido por otros. Con el tiempo, Jimmy pudo regresar a su salón
de clases, y bajo la firme y amorosa disciplina de su maestra continuó su
crecimiento. Sin embargo, inesperadamente su maestra tuvo que abandonar la
escuela y fue reemplazada por una mujer relativamente inexperta quien jamás
había trabajado con niños como Jimmy. No tardó mucho en que Jimmy
cayera en cuenta, y que volviera a su antigua conducta. El clímax sobrevino
una mañana en que Jimmy hizo de las suyas y como castigo se le pidió que
permaneciera en una esquina del salón. Respondiendo a la latente inseguridad
de la maestra, la suya comenzó a incrementarse. Al cometer pequeñas
travesuras, comenzó a probar la habilidad de su maestra para reprenderlo. El
mismo miedo de ella hacía imposible que pudiese responder
constructivamente, y la ansiedad de Jimmy aumentó hasta que finalmente se
fugó del salón, y en su fuga clamaba desesperadamente que lo detuvieran. En
este punto en la relación quien necesitaba ayuda era la maestra, puesto que
era la dificultad de ella lo que exacerbaba la de Jimmy. Ella se convirtió
entonces en la "discípula," y en la medida que pudo imponer límites que
procedían del amor y no del miedo, volvió el auto-control de Jimmy y su
progreso pudo continuar.

Experimentar sufrimiento, pues, puede ser parte de una experiencia


transformadora para nosotros, bien sea nuestro sufrimiento o el que veamos
en otra parte. Jamás puede ser la Voluntad de Dios que ninguno de Sus hijos
sufra dolor, sino que Su Voluntad es que aprendamos de ello una vez hemos
elegido hacer el dolor real para nosotros mismos. Como secuela del mismo
principio que hemos observado antes, cuando le entregamos el sufrimiento al
Espíritu Santo se nos puede proveer la oportunidad de aprender Su lección:
puesto que la paz permanece siempre invulnerable a cualquier cosa externa a
la misma, la criatura de Dios no puede sufrir en verdad. Lo que calificamos
como sufrimiento lo hemos hecho real en nuestras mentes. Aquí es donde se
necesita la corrección.

Las oportunidades dolorosas, las pruebas en el nivel que sea, son


simplemente oportunidades para que practiquemos el perdón:

Las pruebas por las que pasas no son más que lecciones que aún no
has aprendido que vuelven a presentarse de nuevo a fin de que donde
antes hiciste una elección errónea, puedas ahora hacer una mejor y
escaparte así del dolor que te ocasionó lo que elegiste previamente (T-
3l.VIIL3: l).

Basta con que aprendas esta lección [de deshacer la proyección]


para que te libres de todo sufrimiento, no importa la forma en que éste
se manifieste. El Espíritu Santo repetirá esta lección inclusiva de
liberación hasta que la aprendas, independientemente de la forma de
sufrimiento que te esté ocasionando dolor. Esta simple verdad será Su
respuesta, sea cual sea el dolor que lleves ante El. Pues esta respuesta
elimina la causa de cualquier forma de pesar o dolor (T-27. V
III.11:1-4).

Esta respuesta es el perdón, la base de la verdadera justicia. No se basa en


nuestro dolor o en nuestra herida, sino en la percepción de que no hay nada
que perdonar. Se ha demostrado que los pecados del inicuo jamás han
ocurrido, debido a que los mismos, en nuestra conciencia, se han
transformado de pecados a errores que hay que corregir. Sin la proyección de
culpa no hay culpa, y por consiguiente, no puede haber deseo de castigar.
Puesto que somos inocentes, procuramos evitar los actos de opresión o de
violencia en el mundo, no castigarlos ni "protegerlos" sino sanar a toda la
humanidad: al oprimido, al opresor y a nosotros mismos. Todos encarnan los
efectos del mismo error: la creencia de que puede infligirse sufrimiento en el
mundo. Nos involucramos en programas para evitar el dolor en el mundo de
manera que todos podamos liberarnos del dolor de nuestra creencia en la
separación.

Cómo se lleva a cabo el deshacimiento de este dolor, está más allá de


nuestra capacidad para entender. Como dice el Curso acerca de la relación
santa: "No entiendes lo que aceptaste, pero recuerda que tu entendimiento no
es necesario. Lo único que se necesitó fue simplemente tu deseo de entender-
(T- 18.111.4:11-12). Al deshacer nuestra creencia en la separación por medio
de unirnos con otro en el perdón, el Espíritu Santo puede sanar nuestras
mentes y todas las mentes a través de la nuestra. "Y a medida que te dejas
curar, te das cuenta de que junto contigo se curan todos los que te rodean, los
que te vienen a la mente, aquellos que están en contacto contigo y los que
parecen no estarlo" (L-pI.137.10:1). Cuando nos sanamos, dice esta lección,
no nos sanamos solos.

A menos que nuestra meta sea ayudar a todas las personas que están
envueltas en el error, estaremos respondiendo a la proyección de nuestra
propia culpa y mirando aún hacia un mundo de intereses separados. Esa
percepción sólo puede proceder de una creencia previa acerca de nosotros
mismos. Si creemos que estamos separados, veremos un mundo de
separación-de gente con características opuestas de bien y mal, amor y odio,
unos que hay que apoyar y otros a los que hay que oponerse, unos que deben
juzgarse y otros que deben superarse. De este modo, la verdadera curación y
la corrección se hacen imposibles.

El papel del Espíritu Santo

Una vez hemos definido el problema como injusticia, es inevitable que


creamos que somos nosotros quienes podemos resolverlo. Una vez más
podemos ver al ego reforzarse a sí mismo sutilmente, y reproducir el error
original de creer que podemos y hemos usurpado el papel de Dios. Una
falacia común es creer que somos nosotros quienes enseñamos las lecciones,
quienes corregimos los errores de los demás.

Para el ego lo caritativo, lo correcto y lo apropiado es señalarles a


otros sus errores y tratar de "corregirlos". Esto tiene perfecto sentido
para él porque no tiene idea de lo que son los errores ni de lo que es la
corrección. Los errores pertenecen al ámbito del ego, y la corrección
de los mismos estriba en el rechazo del ego.... Reaccionar ante
cualquier error, por muy levemente que sea, significa que no se está
escuchando al Espíritu Santo. El simplemente pasa por alto todos los
errores, y si tú les das importancia, es que no lo estás oyendo a El. Si
no lo oyes, es que estás escuchando al ego, y mostrándote tan
insensato como el hermano cuyos errores percibes. Esto no puede ser
corrección.... Tú no te puedes corregir a ti mismo. ¿Cómo ibas a poder
entonces corregir a otro?... Cualquier intento que hagas por corregir a
un hermano significa que crees que puedes corregir, y eso no es otra
cosa que la arrogancia del ego. La corrección le corresponde a Dios,
Quien no conoce la arrogancia (T-9.III.2:1-3; 4:1-4; 6:1-2; 7:8-9).

Cuando uno se detiene a considerar lo que la corrección conlleva


realmente, se hace muy clara la imposibilidad de jamás saber lo que hay que
hacer.

Para poder juzgar cualquier cosa correctamente, uno tendría que ser
consciente de una gama inconcebiblemente vasta de cosas pasadas,
presentes y por venir. Uno tendría que reconocer de antemano todos
los efectos que sus juicios podrían tener sobre todas las personas y
sobre todas las cosas que de alguna manera estén involucradas en
ellos. Y tendría que estar seguro de que no hay distorsión alguna en su
percepción, para que sus juicios fuesen completamente justos con
todos sobre los que han de recaer ahora o sobre los que hayan de
recaer en el futuro. ¿Quién puede hacer eso? ¿Quién, excepto en
delirios de grandeza, pretendería ser capaz de todo esto? ... Formar
juicios no es muestra de sabiduría; la renuncia a todo juicio lo es.
Forma, pues, un solo juicio más. Y es éste: hay Alguien a tu lado
Cuyo juicio es perfecto. El conoce todos los hechos, pasados,
presentes y por venir. Conoce los efectos que Sus juicios han de tener
sobre todas las personas y sobre todas las cosas que de alguna manera
estén involucradas. Y El es absolutamente justo con todos, pues en Su
percepción no hay distorsiones (M-10.3:3-7; 4:5-10).

Así pues, creer que sabemos lo que nos conviene a nosotros y a aquellos
cerca de nosotros, y menos aún al mundo entero, es verdaderamente
arrogante. La mayoría de nosotros es muy hábil en engañarse a sí misma en
lo que a esto se refiere. Es fácil disfrazar nuestra arrogancia con términos de
justicia, amor, libertad y espiritualidad. La tentación a hacerlo debe
reconocerse plenamente. Sólo necesitamos considerar cuánta sangre se ha
derramado en el nombre de Dios, del amor y de la paz para darse cuenta de
que es así. Unicamente si seguimos la orientación del Espíritu Santo podemos
estar seguros de que no hay ataque y de que nuestra respuesta es amorosa, no
sólo para los demás sino para nosotros mismos. En Su manera de resolver un
problema, en contraste con la del ego, nadie puede perder y todos tienen que
ganar. El no le "quita a Pedro para pagarle a Pablo." El amor sólo puede dar;
jamás exige sacrificio ni causa sufrimiento o dolor.

El poder del amor en contraste con la fuerza, se expresa en el cuento de


hadas del sol y el viento en una discusión sobre cuál es más fuerte. Al mirar
hacia la tierra, vieron a un hombre que caminaba con su chaqueta puesta.
Decidieron poner fin a su discusión al ver cuál de los dos lograba que el
hombre se quitara la chaqueta. El viento lo intentó primero y sopló tan fuerte
como pudo. Pero esto sólo hizo que el hombre apretara más la chaqueta a su
alrededor. Cuando llegó el turno del sol, éste sencillamente comenzó a brillar.
Mientras más brillaba, más calor sentía el hombre, y a los pocos minutos se
quitó la chaqueta. La lección es clara. Para efectuar un cambio en los demás
sólo necesitamos permitir que la luz de Dios brille. Ejercer presión en
cualquier forma sólo causa que los demás aumenten su defensión. Nuestro
ego se enfrenta con otro ego y los resultados siempre tienen que ser
contraproducentes; y a menudo ocasionan precisamente las cosas que no
queremos.
De ese modo, volvemos al problema básico de cómo podemos escuchar al
Espíritu Santo, de manera que permitamos que Su luz brille a través de
nosotros. Para hacer esto tenemos que soltar nuestra culpa, la cual no sólo es
un ataque a nosotros mismos, sino una agresión contra Dios y un intento de
negar Su Presencia y hacer Su voz inaudible para siempre. Mientras la culpa
continúe con su ruido estático en nuestras mentes, jamás podremos escuchar
la Voz que habla por nuestra inocencia y la de todos nuestros hermanos. La
culpa no sólo esconde nuestro verdadero Ser, sino que hace imposible que se
vea la luz de ese Ser en los demás. Puesto que el ataque no es nada más que
culpa proyectada, el ataque en cualquier forma ocultará al Espíritu Santo en
una nube de culpa. Pero el decidirse a ver el ataque como una petición de
ayuda expresa el deseo de escuchar Su Voz, de que se nos muestre la visión
del perdón que nos liberará de nuestra culpa. De ese modo, un intruso
desesperado nos ofrece una oportunidad de enfrentarnos al ataque con amor,
y de ese modo aprender la misma lección que estamos enseñando.

De hecho, cada vez que nos enfrentemos a una situación que nos haga
sentimos impacientes, molestos o con ira, es una clara señal de que hemos
olvidado nuestra lección y una vez más hemos sido tentados por el ego. Para
hacernos conscientes de cuán bien hemos generalizado las lecciones del
Espíritu Santo sólo tenemos que sintonizar las noticias vespertinas y observar
nuestras reacciones a los inevitables informes sobre violación, asesinato,
injusticia, opresión, catástrofes, etc. Nuestras reacciones serían un buen
indicador del grado de falta de perdón que aún permanece encerrado en
nuestra mente. Esa media hora que pasamos con el mundo del ego puede
convertirse en un poderoso salón de clases que el Espíritu Santo puede
utilizar para sanar nuestras mentes.

No importa lo que otro nos haya pedido o parezca hacernos a nosotros o a


los demás, debemos acudir al Espíritu Santo por ayuda de modo que podamos
mirar la situación de manera distinta:

Perdona, y verás esto de otra forma. Estas son las palabras que el
Espíritu Santo te dice en medio de todas tus tribulaciones, todo dolor
y todo sufrimiento, sea cual sea la forma en que se manifiesten.... Esta
es la lección que Dios quiere que aprendas: Hay una manera de
contemplarlo todo que te acerca más a El y a la salvación del mundo.
A todo lo que habla de terror, responde de esta manera: Perdonaré, y
esto desaparecerá (L-pl. 193.5A-2; 13:1-3).

Al pedir curación nos hacemos accesibles a la única Fuente de curación


que existe. Al responder a la petición de amor de otra persona le estamos
pidiendo a Dios que responda a la nuestra. "El te enseñará cómo verte a ti
mismo sin condenación, según aprendas a contemplar todas las cosas de esa
manera. La condenación dejará entonces de ser real para ti, y todos tus
errores te serán perdonados" (T-9.III.8: 10-1 l). De esta manera el Amor uno
de nuestro Padre es ofrecido a todos Sus hijos por la sola Persona Que conoce
lo que es ese Amor, y cómo puede enseñarse mejor a aquellos que lo han
olvidado.
El Capítulo 1 describió la versión que tiene el ego del amor en las
relaciones especiales. Puesto que ya conocemos el propósito del Espíritu
Santo para las relaciones, podemos discutir ahora Su significado del amor así
como el papel de la sexualidad.

Se puede decir que debido a las profundas distorsiones que el ego tiene de
las relaciones, el amor sin ambivalencia, como hemos visto, es imposible en
este mundo. Sólo un "maestro de Dios" adelantado podría relacionarse con
los demás, libre de las proyecciones del ego. A pesar de nuestras flaquezas
humanas, sin embargo, el Amor de Dios se puede reflejar en nuestras vidas.
El mandato bíblico de que amemos a nuestro prójimo es realmente un
mandato a que perdonemos, puesto que es a través del perdón que se deshace
la culpa, y somos más capaces de amarnos unos a otros como Dios nos ama.
Es en el contexto del perdón que encontramos el significado del amor.

C. G. Jung señaló una vez que para las personas mayores de 35 años todo
problema era un problema espiritual. El número es obviamente arbitrario. La
línea divisoria entre las dos etapas de nuestras vidas generalmente fluctúa
entre el final de los 20 años hasta algún punto en los 30, aunque hay muchas
excepciones en ambos extremos. La primera mitad de nuestras vidas la
pasamos desarrollando los medios de supervivencia, aprendiendo a
arreglárnoslas con el mundo físico, psicológico y social, y puede considerarse
como un período de preparación. Este período es natural en nuestras vidas
humanas. El no desarrollar una identidad personal o un sentido del yo (ego)
conduce a la psicosis y, en casos extremos, al autismo. Es la paradoja de
nuestras vidas humanas que tengamos que pasar la primera parte de nuestras
vidas en desarrollar un ego, el cual tenemos que desaprender luego en la
segunda parte.

Esta segunda etapa conlleva el implementar estas habilidades y destrezas,


y responder a la pregunta: ¿a cuál amo seguimos, a Dios o al ego? Este es el
verdadero significado de la "crisis de la mediana edad." Por esta razón Jung
hablaba de la naturaleza espiritual de los problemas durante este período. Si
seguimos a nuestro ego negamos nuestra función espiritual, y vemos el
propósito de nuestra vida únicamente en términos de enfrentarnos a las
insatisfechas necesidades de seguridad del pasado, proyectadas hacia el
futuro. Se presenta un problema tras otro, un proceso que finalmente puede
originarse en esta negación de nuestro verdadero Ser. Cuando, por otra parte,
ponemos nuestras vidas al servicio de Dios, todos los problemas se ven como
oportunidades para recordar nuestra verdadera Identidad en El. Así como hay
etapas de desarrollo específicas para caminar, hablar, razonar, etc., hay un
proceso en el desarrollo de la aptitud para el aprendizaje espiritual. La
verdadera madurez no es posible hasta que no se llega a la mayoría de edad.
Muchas de las relaciones en la primera parte de nuestras vidas son bloques de
construcción fundamentales a través de los cuales más tarde aprendemos las
lecciones de perdón que nos conducirán de regreso a Dios.

El perdón y el amor: La relación santa

En todas las relaciones vemos al Espíritu Santo en función, ayudándonos


con las lecciones que enseñan que la verdadera paz sólo se encuentra en el
Dios viviente dentro de nosotros, y jamás en otro. El obstáculo para
experimentar la paz es la culpa. Esta culpa, aunque abstracta y todo-
penetrante, se expresa en formas específicas para cada uno de nosotros. Es
dentro de estas formas que debe desaprenderse la culpanuestras funciones
especiales discutidas en el Capítulo 2. Elegimos a Dios en las precisas
situaciones en que seríamos tentados a elegir al ego. El propósito de todas las
relaciones, por lo tanto, es ayudarnos a hacer esta elección, y no es azar que
nazcamos en familias particulares, ni es azar con quién nos casamos o
quiénes son nuestros amigos. Cada relación puede ser parte del plan de
Expiación del Espíritu Santo para nosotros, si se lo permitimos.

1. Padres e hijos

La más básica de todas las relaciones de amor es la que existe entre padre
e hijo. Debido a que hemos sido más dependientes de nuestros padres, esta
relación especial presenta el mayor potencial para el aprendizaje del perdón.
Freud estaba muy en lo cierto al recalcar la importancia de nuestros
sentimientos hacia nuestra madre y nuestro padre. La exitosa resolución del
Complejo de Edipo, el prototipo para todas las relaciones de amor especial y
de odio especial, es realmente un ejercicio de perdón. Tenemos que aprender
a perdonar al padre o madre del sexo opuesto por no ser nuestro salvador,
cuya posición, creía nuestro inconsciente, siempre nos haría dichosos y
felices. Al mismo tiempo, perdonamos al padre o a la madre del mismo sexo
por no ser nuestro enemigo, el rival de odio especial por el afecto de nuestro
padre o madre de amor especial.

Nadie tiene padres perfectos. Ellos, también, tuvieron padres que lucharon
con los problemas del ego, los cuales inevitablemente proyectaron sobre sus
hijos. En este sentido, los "pecados" de los padres caen sobre las
generaciones sucesivas. Se ha observado, por ejemplo, que los niños
maltratados frecuentemente se convierten en padres que maltratan cuando
crecen. Ninguno de nosotros fue tan perfectamente tratado en su niñez como
creíamos merecer, o recibió todas las cosas materiales o psicológicas que
necesitábamos. Es por eso muy difícil evitar las formulaciones "si sólo" del
ego que discutimos antes: Si sólo mis padres me hubiesen tratado de manera
diferente, si sólo mis padres tuvieran más dinero, si sólo mis padres se
hubiesen quedado juntos, si sólo mis padres ... yo sería más feliz hoy día. El
verdadero perdón reconoce que las situaciones de nuestra niñez fueron parte
del plan del Espíritu Santo para enseñarnos el perdón en las formas
necesarias para nuestro aprendizaje. Son el currículo a través el cual
aprendemos que la salvación no descansa en las circunstancias "buenas" de
nuestras vidas, tanto más de lo que la miseria y el sufrimiento descansan en
las "malas." A los ojos del Espíritu Santo son lo mismo, y comparten el
mismo propósito de perdonar el pasado para poder recordar a Dios en el
presente.

Como niños somos casi totalmente dependientes de nuestros padres, no


sólo para nuestras necesidades materiales sino para nuestra propia imagen del
yo. Crecemos para vernos mayormente como nuestros padres o figuras
paternas nos han visto, y es poco lo que podemos hacer al respecto cuando
somos jóvenes. Si somos rechazados por nuestros padres, por ejemplo, los
sentimientos de indignidad y de autocrítica son inevitables; si nos
sobreprotegen, la creencia de que somos insuficientes para valernos por
nosotros mismos se refuerza. Por otra parte, ser amados y aceptados nos
ayudará a desarrollar un fuerte sentido de identidad personal y de auto-valía.
Todavía, en la segunda etapa de la vida tenemos que trascender este yo
personal y encontrar nuestro verdadero Ser en Dios.

Como adultos, al conocemos como criaturas de nuestro Padre en el Cielo,


ya no necesitamos depender más de otros para nuestro bienestar físico y
psicológico. El querer permanecer dependientes representa una decisión.
Freud demostró cómo el pasado afecta el presente, que los patrones de la
niñez se repiten en la edad adulta. Si nos vemos a nosotros mismos como
otros nos han visto, somos inevitablemente limitados por lo que ha ocurrido
en el pasado. El niño será el padre del hombre. El problema básico, sin
embargo, no radica en el pasado, sino en el presente donde hacemos la
elección decisiva de vivir en el presente o en el pasado.

La distinción es crítica, pues ver el pasado como el primordial


determinante de nuestro concepto del yo nos mantiene aprisionados como las
víctimas inocentes de un mundo cruel y de acontecimientos que no pueden
cambiarse. No puede haber esperanza en una posición así. No obstante,
vernos libres para decidir nos permite identificamos con algo más que nuestro
ego, y deposita la total responsabilidad de esta identificación en nuestro
poder para decidir. Es cierto que en un nivel los niños no son responsables
por lo que les ocurre, pero también es cierto que como adultos ya no estamos
limitados por lo que nuestros padres hicieron y por lo que no hicieron. Ellos
no son responsables de nuestra presente infelicidad, pues la verdadera
felicidad no depende de las cosas o personas de este mundo. Sólo si esto
fuese así podría ser posible que nos privaran de ella.

El reconocimiento de que nuestro verdadero padre es Dios y de que


nosotros dependemos de El solamente, o de que como padres realmente
somos instrumentos de Dios y no Su substituto, es la base del verdadero amor
entre padres e hijos. El exceso de preocupación paternal o sobreprotección no
es amor, sino una expresión de miedo, falta de fe y la necesidad de los padres
de que sus hijos se conviertan en lo que ellos necesitan que sus hijos sean.
Esto conduce a la frustración, a la ira y a un deseo de evitar que los hijos-
crecidos o de otra manera-aprendan sus propias lecciones particulares en el
salón de clases del Espíritu Santo. Del mismo modo, amar a los padres de
uno por deber u obligación puede conducir al resentimiento y a la culpa.
Sabemos si somos instrumentos del Amor de Dios o del miedo del ego por la
paz que se produce en nosotros mismos y en nuestros padres o hijos.

Es, por lo tanto, en el mutuo perdón de padres e hijos por lo que no han
hecho que se aprenden las lecciones del Espíritu Santo. Cada uno habrá
mirado al otro, ya no para satisfacer ciertas necesidades por medio de papeles
específicos, sino como hermanos y hermanas a quienes Dios ha unido para
recorrer juntos el camino del perdón. Sin este paso en que una relación
profana se convierte en una relación santa, nadie puede identificarse
verdaderamente como una criatura de Dios. La culpa que el especialismo
mantiene firme no permite este reconocimiento del Amor de Nuestro Padre
por nosotros.

Considere a una niña cuyos padres eran pobres y emocionalmente


mezquinos. Al haber sido privada del amor que siempre ansió, ella aprendió a
identificar los regalos materiales con los emocionales, y en su mente
substituyó el amor por las posesiones materiales. Como adulta, exige de los
demás- esposo, amigos, superiores-que le demuestren su afecto por medio de
regalos tangibles. Restante en el centro, sin embargo, está la básica falta de
perdón a sus padres, por no mencionar a Dios, por jamás darle lo que ella
necesitaba, y a ella misma por tener estas necesidades en primer lugar. Cada
relación en su vida, por lo tanto, expresa esta condenación inconsciente de
sus padres. Camina por el mundo sintiéndose vacía y desposeída, y trata de
llenar estas necesidades con las cosas de este mundo; feliz cuando las recibe e
infeliz cuando no las recibe. El perdón, pues, le enseñaría que ella posee lo
que verdaderamente quiere, puesto que una criatura de Dios tiene todo lo que
necesita. Esto refleja el principio de abundancia, y sirve de base a la
afirmación del Curso de que "la única oración que tiene sentido es la del
perdón porque los que han sido perdonados lo tienen todo" (T-3.V.6:3) al
reconocer lo que ya poseen (T-3.V.6:5).

Mientras creamos que hay necesidades que tienen que satisfacerse porque
no se satisficieron en el pasado, estamos reforzando nuestra propia creencia
en la escasez. Al seguir la ley de proyección, depositaremos la
responsabilidad de esta creencia sobre los demás. De ese modo, nos sentimos
desposeídos de la felicidad que creemos que sería nuestra, si no fuera por las
cosas terribles que nos hicieron. Sin embargo, al seguir la ley del ego,
mientras más proyectamos esta culpa más reforzamos la creencia de que
estamos limitados y carentes, y por consiguiente nos sentimos peor acerca de
nosotros mismos. Con esta disposición mental, el amor por los demás es
imposible, pues sólo si creemos en la abundancia, la cual proviene de Dios,
puede verdaderamente expresarse el amor.

Sin embargo, como adultos somos libres para escoger de nuevo. Al


perdonar a otros por no habernos desposeído, estamos dando el primer paso
del perdón para deshacer la creencia en la escasez que fue el verdadero
problema. Al cambiar de opinión sobre nosotros mismos (el segundo paso), y
substituir la escasez por la abundancia, se elimina la culpa en nosotros (tercer
paso) y podemos aceptar al fin el regalo de Dios, y compartir Su Amor con
aquellos que El ha enviado a nuestras vidas. Así recordaríamos a nuestro
Padre en el Cielo al perdonar a nuestros padres en la tierra.

Cualquiera que sea el trasfondo de nuestra niñez, podemos estar en paz si


lo elegimos. Esta es la sola enseñanza del Espíritu Santo que El quiere que
aprendamos y que compartamos con el mundo. Porque Dios importa, no
importa nada más, excepto lo que es Su instrumento para enseñarnos el amor
que hemos olvidado. El sufrimiento y el dolor que experimentamos como
egos nos proveen las oportunidades diarias, tal y como aparecen en la
pantalla de nuestras vidas, para que nos identifiquemos con la vida y el amor
más allá del dolor. De ese modo, gradualmente se nos ayuda a recordar el
Amor de Quien no sabe de sufrimiento, y de Quien nos creó en el amor y
Cuya Identidad compartimos.

2. El amor romántico

A medida que las personas llegan a nuestras vidas, nos atraen por una de
dos razones. Para el ego, las personas son atractivas por su capacidad para ser
objetos de la proyección (parejas de amor especial). Nos atrae su apariencia
física, su personalidad, su estado financiero, etc. Sin embargo, esta atracción
del amor especial, como hemos visto, no es nada más que un fino velo que
cubre al odio. No obstante, hay otra atracción adicional. Del mismo modo
que nuestro ego llama a su contraparte para que se una en una alianza profana
de culpa, el Espíritu Santo llama a cada uno de nosotros para que nos unamos
en una relación santa de perdón. Esta es la verdadera atracción que el ego
trata de ocultar continuamente. El verdadero "amor a primera vista" al cual le
cantan los poetas es el Amor del Espíritu Santo, que llama a una persona
desde la otra. Es la "atracción del amor por el amor" (T-l2.VIII.7:10),
llamándose a sí mismo para unirse como uno, ya no más separados. Cada uno
de nosotros ve en el otro la oportunidad de Dios para perdonar nuestra culpa
y hacernos íntegros; no se trata de encontrar la compleción en el otro, como
nos diría el ego, sino que a través del perdón de nuestra culpa (la creencia en
la escasez) nuestra propia plenitud se manifiesta. Es el Amor que esta
plenitud refleja lo que en verdad nos atrae, en contraste con la atracción de la
culpa que se encuentra en las relaciones especiales. "Enamorarse," por lo
tanto, radica en reconocer el potencial para ver la luz del Cielo en otro, y
reconocer "un compañero de aprendizaje determinado que le ofrece
oportunidades ilimitadas de aprender" (M-3.5:2). El mirar más allá de la
obscuridad de nuestra proyectada culpa deshace la nuestra. En esta unión de
luz experimentamos la bendición de amor del Espíritu Santo.

La experiencia de "crecer en amor" tiene asimismo dos interpretaciones.


Para el ego, esto significa que dos personas progresivamente satisfacen las
necesidades del otro, y de ese modo crecen en dependencia. Esto constituye
la extensión del "período de luna de miel" del ego que describimos en el
Capítulo 1, y que fortalece el especialismo tan valorado por el ego. Para el
Espíritu Santo, el término refleja un crecimiento en perdón. Cada uno de
nosotros se une en amor a toda la gente, pues esta es la realidad de la unidad
otorgada por Dios en nuestra creación. "Lo que Dios considera uno solo, será
eternamente uno solo y jamás estará dividido. Su Reino está unido: así fue
creado y así será para siempre" (T-26.VII.15:7-8). No tenemos el poder ni la
libertad para deshacer lo que Dios ha establecido como realidad. Sin
embargo, sí tenemos la libertad de no aceptarlo. "La verdad está más allá de
tu capacidad para destruir; aceptarla, en cambio, está enteramente a tu
alcance" (T-5.IV.1:4). Lo que obscurece nuestra conciencia de la presencia
del amor en nosotros mismos y en nuestras relaciones es la culpa. En la
medida que dos personas prosiguen el aprendizaje de sus lecciones de
perdón, su culpa disminuye correspondientemente: a menor culpa presente,
mayor es el amor que podemos experimentar. Este es el amor que "crece" en
una relación. En realidad, es la disminución de la culpa a través del perdón lo
que permite que el amor que siempre fue alboree en nuestra mentes.

El amor puede tener únicamente una Fuente y sólo puede tener un


propósito, la satisfacción de sí mismo. Es un interminable círculo que se
extiende para abrazar a todas las criaturas de Dios. Si bien no es posible amar
a cada persona de la misma manera o compartir un nivel de intimidad con
todo el mundo, es posible no ponerle interferencias a la extensión del amor.
De este modo, no se excluye a nadie. Es el deshacimiento de estas
interferencias lo que constituye la meta de todas la relaciones, casuales o de
toda la vida.

En este contexto, podemos entender el matrimonio o cualquier amistad de


toda la vida como la unión de dos a quienes el Espíritu Santo ha unido para
siempre, para que cada uno pueda pasar por alto las múltiples tentaciones de
proyectar, y encuentre en el otro la imagen del verdadero Ser de uno. Estas
tentaciones caen bajo las categorías de relaciones de amor especial y de odio
especial que ya hemos discutido. En estas relaciones, utilizamos a nuestras
parejas para evadir nuestra propia culpa, y las convertimos en salvadores o en
chivos expiatorios. Los dos ejemplos siguientes ilustran las distorsiones que
el ego hace de las relaciones de amor para lograr sus fines:

Un hombre que veía a su madre como la respuesta a todos sus problemas


puede tratar de transferir ese papel a su esposa, como en las palabras de la
canción popular: "Quiero una chica como la chica que se casó con mi querido
viejo Papá." Al conferirle todos los atributos especiales que él imagina que
son necesarios para su felicidad, se enamora de ella. En efecto, sin embargo,
es una imagen fabricada la que ama, como Pigmalión, y no a su esposa como
una persona en su propio derecho. Si el propósito del Espíritu Santo para su
unión se ha de realizar, el hombre tiene que renunciar a su inversión en la
imagen, y perdonar a su esposa por ser o no ser como su madre y la salvadora
de sus sueños. Por medio de este proceso él llegaría a aceptar la plenitud
esencial de ambos como Hijos de Dios y permitiría que su relación se
convirtiera en el templo del Espíritu Santo que el Curso describe (T-20.VI).
De igual manera, si su esposa necesitara ser la madre de su marido, tiene que
perdonarle a él por ser o no ser el "hijo dedicado" que el ego exige.

En otro ejemplo, una mujer con una fuerte inversión en verse injustamente
tratada puede sentir atracción por un hombre que la maltratará. Su necesidad
de verlo de esta manera causará que ella distorsione en su mente las acciones
de él, y precluye que reconozca en él las necesidades del ego y la petición de
ayuda. De este modo, ella puede dar rienda suelta a la auto-compasión, y a
lamentarse continuamente de su cruel destino por estar casada con una
persona así. Si su esposo necesita una compañera sobre la cual proyectar el
odio a sí mismo, esperando establecerse mágicamente como superior y más
poderoso al maltratar a su esposa, encontramos otro ejemplo del "matrimonio
hecho en el Cielo" del ego: la mutua satisfacción de necesidades en la cual la
mano adecuada se ajusta al guante adecuado. Si, no obstante, la esposa es
capaz de comprender su inversión en ser maltratada por su marido, y de esa
manera lo perdona por la necesidad de ella de que la castiguen que su culpa
exige, verá la situación de manera distinta. Al elegir verse inocente a los ojos
de Dios, ya ella no verá más a su esposo como un enemigo, sino como un
amigo y hermano que pide ayuda. De igual forma él puede dar el paso de
reconocer la necesidad de proyectar del ego de ella, y perdonase a sí mismo y
a su esposa por ello. Este cambio de percepción da inicio a la relación santa,
la respuesta del Espíritu Santo a la relación especial.

Los problemas en las relaciones, por lo tanto, siempre son proyecciones de


los problemas de culpa dentro de cada uno de los individuos envueltos. En
lugar de ver la culpa adentro, las parejas eligen verla en cada cual. La
duplicidad inconsciente de estas maquinaciones impide que ocurra cualquier
curación verdadera. El deseo de terminar una relación que se ha tornado tensa
puede ser a veces una tentación de no aprender las lecciones de
deshacimiento de culpa que el Espíritu Santo ha provisto. Nuestro miedo a la
paz que el perdón trae consigo es demasiado grande, y nos parece que no
tenemos otro recurso excepto seguir a nuestro ego y buscar repetidamente la
comodidad en las relaciones especiales.
Esto no necesariamente significa, sin embargo, que todas las relaciones
deben ser permanentes en su forma. Una relación puede caer dentro de la
segunda categoría que discutimos antes: "una relación más prolongada en la
que, por algún tiempo, dos personas se embarcan en una situación de
enseñanza-aprendizaje bastante intensa, y luego parecen separarse" (M-
3.4:3). De ese modo, dos personas, pueden haber logrado todo lo que les
correspondía enseñar y aprender por el momento, o pueden decidir no ir más
lejos en su aprendizaje, únicamente para completar su aprendizaje más tarde.
Así pues, el matrimonio puede terminar en divorcio, los compañeros de
colegio pueden separarse después de la graduación, etc. No nos corresponde a
nosotros juzgar estas situaciones. El Espíritu Santo no evalúa conforme a la
forma, sino al propósito. Si se ha cometido un error, i.e., se ha buscado la
dirección del ego, el Espíritu Santo lo corregirá. Si se ha hecho Su Voluntad,
El la apoyará. Sólo se nos pide que hagamos lo mejor que podamos al tratar
de escuchar Su Voz. Si hemos seguido la Voz de la verdad, no importa la
forma en que pueda evolucionar la relación, la unidad de los Hijos de Dios
permanecerá en nuestra conciencia: "A quienes Dios ha unido como uno, el
ego no los puede desunir" (T-17.III.7:3). De ese modo, las lecciones de
perdón se habrán aprendido y la paz será el resultado. La culpa proyectada
hace que esta paz sea imposible.

Por lo tanto, ninguna relación puede sanarse sin que se preste atención a
este problema de culpa. Sin embargo, no es necesario que ambas partes elijan
hacerlo. El perdón es un proceso que ocurre en la mente de uno, puesto que
es ahí donde se encuentran los pensamientos de separación y de culpa. Todo
lo que se requiere es que uno de los dos pida ayuda para efectuar el cambio.
Se necesitan dos para estar de acuerdo en la separación, pero sólo una mente
sana para corregirla [deshacerla]: "El que esté más cuerdo de los dos en el
momento en que se perciba la amenaza, debe recordar cuán profundo es su
endeudamiento con el otro y cuánta gratitud le debe, y alegrarse de poder
pagar esa deuda brindando felicidad a ambos" (T-18.V.7:1). Cuando una
pareja tiene problemas, a menudo es uno de los dos quien debe dar el primer
paso. El que esté más cerca de reconocer la verdadera fuente del conflicto
debe estar dispuesto a cambiar de una actitud de hallar faltas a una de perdón,
y ver los errores de la pareja como una petición de ayuda. Esto puede hacerse
únicamente al darse cuenta de que la ayuda que se le ofrece a esta pareja en
particular es la misma que Dios le ofrece a uno mismo. Reconocemos que
nuestra infelicidad no es atribuible a circunstancias externas sino a nuestra
interrumpida relación con Dios (la separación).

Esta curación se acepta en el instante en que se ofrece: "Cada vez que un


maestro de Dios trató de ser un canal de curación tuvo éxito" (M-7.2:1). Sin
embargo, el miedo de las personas a la curación o al perdón puede impedir
que acepten este regalo conscientemente: "La curación se hará a un lado
siempre que pueda percibirse como una amenaza. En el instante en que se le
da la bienvenida, ahí está. Dondequiera que se haya ofrecido una curación,
ésta se recibirá" (M-6.2:1-3). El Espíritu Santo guarda el regalo de curación o
de perdón hasta el momento en que el miedo ha disminuido lo suficiente para
que se acepte el regalo. Por lo tanto,

ningún maestro de Dios debe sentirse decepcionado si, habiendo


ofrecido una curación, parece como si ésta no se hubiese recibido. No
es su función juzgar cuándo debe aceptarse su regalo. Que tenga por
seguro que ha sido recibido, y que no ponga en duda que será
aceptado cuando se reconozca que es una bendición y no una
maldición (M-6.2:7-9).

A la persona que ofrece el perdón se le pide que tenga fe en que su propósito


se ha logrado. A pesar de la apariencia de constantes problemas, él o ella
confía en que la ofrenda ha sido bendecida por Dios, Quien garantiza que El
concluirá lo que se ha comenzado. Ahora la relación se ha salvado, pues se ha
convertido en un salón de clases donde las lecciones del Espíritu Santo
pueden enseñarse y aprenderse. Los gritos de guerra se han convertido en
súplicas de ayuda, y el campo de batalla se ha transformado en un templo
donde dos se han unido para adorar ante el altar del perdón. De éstos es el
amor del Reino en la tierra.

Sexualidad y celibato

1. Los dos usos de la sexualidad


Las censuras morales y religiosas en contra de la sexualidad se remontan a
los comienzos de la civilización. Estas se pueden entender en términos de las
asociaciones casi universales entre sexo y agresión, y por lo tanto, entre sexo
y culpa. El Génesis enseña que la primera acción de Adán y Eva después de
comer de la fruta prohibida fue cubrir su desnudez con taparrabos. De hecho,
para algunos de los primeros Padres cristianos, especialmente San Agustín, el
pecado original se equiparaba con la concupiscencia. Esta ecuación es
inevitable, pues con la excepción de la muerte o de la comida, no hay una
actividad con mayor inversión en el cuerpo que el sexo. Ya hemos visto
cómo el ego le transfiere su "pecado" al cuerpo, y esto no es sino un paso
adicional para concentrar esta culpa específicamente en la sexualidad.

En otro nivel, podemos ver cómo la culpa tiene que proceder


inevitablemente de utilizar el cuerpo de otro como un medio para satisfacer
nuestras propias necesidades, con poco o ningún interés por la persona dentro
de ese cuerpo. En una situación como esa, la cual puede servir como uno de
los prototipos de las relaciones especiales, pasamos por alto la persona dentro
de nuestro propio cuerpo también. Debido a esta idetificación con el cuerpo,
el sexo puede servir admirablemente el propósito del ego de reforzar la culpa.
Al convertirse en un símbolo de nuestro pecado, el sexo, igual que la ira,
puede ser un arma muy poderosa en el arsenal del ego: para fabricar pseudo-
problemas que nos distraen del problema en nuestras mentes (vea la Tabla 2).
Los problemas de impotencia o de frigidez, los problemas relacionados con
escapes o formas sexuales, la promiscuidad, luchas con el celibato, etc., son
cortinas de humo establecidas por el ego para impedir que nos ocupemos de
los más profundos problemas de culpa y de nuestra relación con Dios que
trasciende por completo la sexualidad.

Así pues, no es extraño que las personas al borde de tomar una importante
decisión en sus vidas tal como casarse o hacer votos religiosos, o a punto de
realizar cualquier acción que refleje un compromiso con Dios, pueden
desarrollar repentinos "ataques" de sexualidad en varias formas: una joven a
punto de contraer matrimonio "descubre" que es lesbiana; un hombre que
dentro de poco se ordenará sacerdote se encuentra obsesionado por los deseos
sexuales hacia una mujer en particular. Todo lo que verdaderamente ocurre
en muchos de estos casos es el pánico del ego ante nuestra decisión de seguir
la Voluntad de Dios para nosotros en lugar de la suya, y su intento de
sabotear esta decisión. Tratar estos problemas como serios en su propio
derecho es la manera perfecta de aferrarse a ellos, pues luchar contra las
defensas del ego sencillamente las hace más fuertes. Una vez se ven como
distracciones inofensivas desaparecerán tan fácilmente como el sol evapora el
rocío mañanero. Lo que permanece es la Voluntad de Dios.

Algunas de las malinterpretaciones acerca del sexo se pueden aclarar si


recordamos los dos niveles que discutimos al comienzo del Capítulo 1. En el
primer nivel, el sexo, por ser una actividad corporal, es pura ilusión. Buscar o
evitar el sexo es darle un significado que no tiene. Contrario a nuestras
racionalizaciones y justificaciones, el sexo no puede convertirse en la
realidad que jamás fue, ni puede traernos la paz o la felicidad que está más
allá de la capacidad de cualquier ilusión.

En el segundo nivel, el sexo no es ni santo ni profano. Es completamente


neutral, y espera por el uso que la mente le dé. Si seguimos al Espíritu Santo,
la decisión de relacionarnos sexualmente con otra persona no satisface las
necesidades de nuestro ego-bien sean físicas, psicológicas, conscientes o
inconscientes-sino que más bien satisface nuestra verdadera necesidad de
perdonar. Cada persona ve en la otra la oportunidad de aprender que le ofrece
el Espíritu Santo para que se perdone a sí misma y al otro. Así aprenden que
el sexo no es pecaminoso sino que, como cualquier otra función corporal,
puede servirle al propósito del Espíritu Santo mientras estemos aprendiendo
en el salón de clases de este mundo. Propiamente enfocado, el impulso sexual
se toma santo, pues se vuelve parte de la relación, elegida por El, para que
aprendamos y enseñemos el amor que El quiere que entendamos a través de
nuestra relación sanada. Igual que en otras formas de funcionamiento
interpersonal que puedan enseñarnos a deshacer los intereses separados, así
las parejas sexuales aprenden a compartir el uno con el otro, en una meta
común. No habrá fantasía en una unión como esa, sino pensamientos de paz y
de amor. Unicamente aquí se encuentra el verdadero placer. El Espíritu Santo
habrá sido invitado, y permanecerá aquí para honrar y bendecir. Si las
necesidades personales de uno comienzan a eclipsar el interés por el otro, es
una señal de que hemos recurrido al ego en busca de orientación. Ahora
debemos acudir rápidamente al Espíritu Santo y pedirle ayuda, para cambiar
el impulso sexual nuevamente a su propósito de perdón. Tenemos que
aprender de nuevo que los cuerpos no son para el placer, el dominio o la
exclusión, sino para enseñar que estamos unidos en un nivel más allá del
cuerpo. Al poner los intereses compartidos por encima de los personales,
podemos reconocer nuestra identidad espiritual que nos une a los dos como
uno.

Para el ego, por el contrario, el sexo sirve el propósito de hacer real el


cuerpo en nuestra experiencia, y de esa manera refuerza nuestra creencia en
la realidad de la separación. Una de las maneras prominentes en que el ego
nos "induce" a caer en esta trampa es enseñándonos que los cuerpos pueden
unirse: nuestra incompleción que procede de nuestra creencia en la
separación puede superarse mediante la unión sexual. Esto niega el principio
del Curso: "Las mentes están unidas; los cuerpos no" (T-18.VI.3:l). Una vez
nos ha convencido de que el sexo es deseable por razones de unión, y nos
atrae al mismo por virtud del placer físico, ahora el ego está listo para
hacernos el verdadero regalo: la culpa. Su intención subyacente hacia el sexo
se puede ver en las fantasías que acompañan a las actividades o impulsos
sexuales: estas incluyen a menudo hostilidad, triunfo, venganza, desprecio de
sí mismo u otras formas de falta de amor, todas las cuales desmienten los
argumentos del ego a favor de la "belleza" o "santidad" del sexo.

Una de las creencias prevalecientes del ego en lo que al sexo se refiere es


que éste libera la tensión, un principio central en la teoría de Freud. Esta es
otra forma del mismo error que señalamos antes que sostenía que la ira es una
emoción humana básica, y por consiguiente una cuya energía debe expresarse
o reprimirse. La tensión no proviene del cuerpo, sin embargo, sino que emana
del conflicto entre Dios y el ego que radica en nuestras mentes. Su única
verdadera liberación ocurre cuando escogemos al Uno, y abandonamos al
otro. Reducir esta tensión a urgencias sexuales, y procurar resolver el
problema en ese nivel como el ego querría que hiciéramos, simplemente
refuerza el error de la identificación ego-cuerpo que es la fuente última de
tensión. De esta manera se mantiene a esta fuente más apartada aún de la
curación.

El asunto central, pues, no es "A la cama o no a la cama," sino ¿a cuál voz


seguimos? Siempre que persigamos las metas el ego, la culpa será el
resultado en cualesquiera de sus múltiples formas, pues su propósito será
atacar y separar. Al escoger seguir al ego hemos elegido seguir el
especialismo. Así pues, el otro se convierte en el objeto que puede satisfacer
nuestra necesidad especial. Al vemos a nosotros mismos necesitados de esa
satisfacción, estamos de igual manera denigrándonos a nosotros mismos. La
culpa y el odio son las únicas recompensas que cosecharemos, en lugar del
amor del Espíritu Santo que el perdón trae consigo.

2. El celibato

Parte del éxito del ego en mantener la ilusión de la sexualidad como un


problema ha surgido de su defensa del celibato en la vida espiritual. El
celibato ha sido un prominente símbolo de santidad en el cristianismo, como
lo ha sido en muchas religiones del mundo. Su propósito manifiesto era un
estilo de vida en el que todas las energías y pensamientos se dirigieran hacia
Dios solamente. Al no tener un objeto de amor especial, los célibes luchaban
porque Dios fuera el sólo recipiente de su amor; puesto que al no necesitar
nada externo que los completase, hallarían en su interior la Fuente de
compleción. Su meta era el matrimonio espiritual del que hablan los místicos.

Sin embargo, con demasiada frecuencia los célibes se han concentrado en


el aspecto físico de las relaciones, y a menudo confunden la letra de la ley
con el espíritu de ésta, y toman la forma por el contenido. Más recientemente,
este error ha asumido la forma extrema de que uno puede llevar una célibe
vida religiosa en tanto cualquier encuentro sexual se pare en seco antes del
coito. Este énfasis sutilmente transfiere el problema de la mente hacia el
cuerpo, donde no puede haber una verdadera solución al problema, la
finalidad última del ego. Una vez se hace este cambio, estamos en la posición
característica del ego de ubicarnos entre Escila y Caribdis: condenados si lo
hacemos y condenados si no lo hacemos. Si complacemos nuestros apetitos
sexuales nos sentiremos culpables; si nos abstenemos de la actividad sexual
nos sentiremos frustrados y resentidos, lo cual a menudo nos conduce a la
represión de la culpa que permanece oculta bajo una nube de depresión,
propensa a que la proyectemos. De una u otra forma, el ego emerge
triunfante.

El celibato también ha reforzado una arbitraria distinción entre religiosos y


laicos, en lo que respecta a que una vida sexualmente casta se viera como
"superior" o más espiritual que una no-célibe. Esta distinción es bendecida
por el ego puesto que recalca la separación que es su meta constante.
Además, esta conclusión de superioridad no es necesariamente válida. Si uno
vive fielmente una vida de consagrado celibato pero continuamente alberga
pensamientos sexuales, la culpa por esos pensamientos estará presente y será
tan destructiva como si la persona estuviera dando curso a sus pensamientos
y fantasías. Esto ciertamente no es para que se condone la promiscuidad
sobre las bases de que puesto que "no importa de todos modos" lo mejor es
que nos lo disfrutemos, sino para recalcar que el control de nuestras acciones
no basta para lograr la verdadera paz. Como enseña el Curso:

De nada sirve pensar que controlando los resultados de cualquier


pensamiento falso se pueda producir una curación. ...Tienes que
cambiar de mentalidad, no de comportamiento, y eso es cuestión de
que estés dispuesto a hacerlo.... La corrección debe llevarse a cabo
únicamente en el nivel en que es posible el cambio. El cambio no
tiene ningún sentido en el nivel de los síntomas donde no puede
producir resultados (T-2.VI.3:1,4,6-7).

El controlar la conducta, si bien a menudo es un paso en la dirección correcta


puesto que puede reflejar el deseo de cambiar de pensamiento, aún no cambia
los pensamientos de culpa, que simplemente se fortalecen a través de la
negación de los mismos. Tal proceso puede conducir a una "vanidad
espiritual," en la que uno crea que ha resuelto el problema del pecado. En
realidad, todo lo que ha habido es represión, la cual conduce inevitablemente
a que los pensamientos de pecado se proyecten hacia otro lugar, bien sea
sobre otros aspectos de la vida de uno, o sobre otra gente a quien condenamos
ante nuestros ojos por nuestros pensamientos pecaminosos. Goethe, el poeta
alemán del siglo 19, entendía muy bien esta dinámica y decía que él era
culpable de cada pecado y de cada crimen que jamás se hubiese cometido. El
mismo no había cometido tantos, pero sabía que en uno u otro momento
durante su larga vida había albergado todos estos pensamientos
"pecaminosos," y de ese modo era culpable de ellos. La culpa en nuestras
relaciones especiales se basa siempre en los pensamientos, jamás en las
acciones.

3. Forma vs. contenido

El énfasis que el ego le da al sexo se aclara cuando comprendemos su


confusión de forma y contenido. La multitud de formas en este mundo
esconde la sencillez de su contenido, que sólo puede ser uno de dos: Dios o el
ego; verdad o ilusión. El ego trata de convencernos de que nuestros
problemas están en el nivel de la forma, bien sea para que los valoremos o
para que los evitemos. Al hacerlo así, la meta subyacente de miedo y culpa
del ego se escapa de nuestra atención y corrección. Así pues: "La forma del
error es lo único que atrae al ego. No trata de ver si esa forma de error tiene
significado o no, pues es incapaz de reconocer significados" (T-22.III.4:1-2).

En su atracción por el sexo, al ego no le importa si uno lo valora o lo evita.


Al estimular la actividad sexual, el ego nos invita a participar de varias
gratificaciones físicas y psicológicas, todas las cuales ocultan el dolor
subyacente ocasionado por el reforzar de nuestra creencia en la escasez, al
utilizar a los demás como objetos sexuales o al "forzarnos" a sustentar
secretos culpables. Estos "regalos" del ego se pueden observar en los
siguientes ejemplos: el "Don Juan" cuya meta es seducir o enamorar a todas
las mujeres del mundo; las mujeres para quienes el sexo es el símbolo de que
las aman y las desean; la gente a quien la promiscuidad tienta; y aquellos a
quienes las alianzas secretas los seducen.

Por otro lado, el ego enseña que el sexo es una forma de pecado
particularmente maldita, y que debe evitarse. En muchos casos, tal posición
ocasiona que la gente niegue lo que es parte de su experiencia de vida, lo cual
hace imposible que ubiquen la sexualidad en su justa perspectiva como sólo
una parte de su identificación ego-cuerpo, tal como son las necesidades de
comer, dormir, divertirse, etc. Negar los sentimientos sexuales de uno porque
se consideren profanos o no espirituales sería otorgarles un poder que no
tienen. Como dice el Curso:
El cuerpo es sencillamente parte de tu experiencia en el mundo físico.
Se puede exagerar el valor de sus capacidades y con frecuencia se
hace. Sin embargo, es casi imposible negar su existencia en este
mundo. Los que lo hacen se dedican a una forma de negación
particularmente inútil. En este caso el término "inútil" significa
únicamente que no es necesario proteger a la mente negando lo no-
mental (T-2.IV.3:8-12).

Cuando caemos en esta trampa de negación del ego olvidamos que uno no
puede abandonar este mundo de ilusión sin corregir primero estas ilusiones
en este mundo donde hemos puesto nuestra creencia. La meta de Un curso en
milagros es transformar el mundo, no trascenderlo, que es el paso que le
corresponde a Dios cuando nos eleva hacia Sí Mismo después que todas
nuestras percepciones erróneas han sido corregidas por el Espíritu Santo. Si
bien el Curso le da gran énfasis al ahorro de tiempo, el tiempo no se ahorra a
través de la negación, sino a través de deshacer nuestra culpa en nuestras
relaciones donde más poderosamente la hemos proyectado.

Además, abstenemos de la actividad sexual debido al miedo, y tratar de


"proteger la mente" contra la maldad mediante la lucha en contra de los
pensamientos, impulsos y acciones sexuales, es caer nuevamente en la trampa
del ego al confundir los niveles de pensamiento y de conducta, de causa y
efecto. Así pues, el Curso recalca: "Es extremadamente difícil alcanzar la
Expiación luchando contra el pecado" (T- 1 8.VII.4:7). Por lo tanto, uno no
necesita temerle a los pensamientos; uno sólo necesita traerlos a la luz del
Espíritu Santo para que El pueda apartarlos de nosotros. Como dice el Curso,
al hablar del error original de la separación:

No llames pecado a esa proyección sino locura, pues eso es lo que fue
y lo que sigue siendo. Tampoco la revistas de culpabilidad, pues la
culpabilidad implica que realmente ocurrió. Pero sobre todo, no le
tengas miedo.

Cuando te parezca ver alguna forma distorsionada del error original


tratando de atemorizarte, di únicamente: "Dios es Amor y el miedo no
forma parte de El", y desaparecerá. La verdad te salvará.... Y vuélvete
hacia la majestuosa calma interna, donde en santa quietud mora el
Dios viviente que nunca abandonaste y que nunca te abandonó (T-
18.I.6:7-7:2; 8:2).

En cualquiera de las dos formas del plan del ego, por consiguiente, el sexo
y el cuerpo se han hecho reales al cambiar el centro de interés de la causa
(mente) al efecto (cuerpo). Creer que la sexualidad es pecaminosa porque es
una actividad corporal es el mismo error de creer que es santa porque tiene el
poder de unir. Insistir en que cualquier forma en este mundo es
intrínsecamente buena o mala es cara y cruz de la misma moneda que hace
las ilusiones verdaderas. La indulgencia o la abstinencia logra el mismo
propósito si su valor se basa en la forma. Su verdadero significado sólo puede
proceder de su contenido, el cual le ha sido otorgado por el Espíritu Santo.
Las lecciones iniciales en el libro de ejercicios recalcan cómo nosotros no
comprendemos nada en este mundo porque no entendemos su propósito. En
lugar prominente en la lista aparecería el sexo. Por lo tanto, siempre debemos
guardamos de prejuzgarlo (o cualquier otra actividad en el mundo) por lo que
aparenta ser su significado como nos lo enseñan las múltiples normas de
moralidad o los criterios de salud mental, como por ejemplo, creer que la
expresión sexual es maldita o inmoral, o que el celibato es antinatural o
patológico. El juicio, como lo recalca el Curso repetidamente, le corresponde
al Espíritu Santo. Sólo El sabe cómo las formas de sexualidad se ajustan a Su
plan para liberamos de nuestra culpa.

En todas nuestras preocupaciones sobre el sexo, pues, el verdadero


problema de hacer la culpa real haciendo el cuerpo separado real, está
seguramente protegido. Independientemente del camino que tome-la
búsqueda o la abstinencia del placer-el ego se regocija en la negación de la
culpa. La paz no es posible hasta que esta culpa se libere a través del
aprendizaje de la lección del Espíritu Santo sobre la inherente neutralidad del
cuerpo, poniéndolo únicamente bajo su dirección.

Si es un aspecto del currículo del Espíritu Santo que las personas


permanezcan célibes-por toda o parte de sus vidas -y éstas se mantienen fieles
a su Maestro, la abstinencia será una dicha y difícilmente será un sacrificio.
De hecho, la urgencia sexual realmente disminuirá. Si, no obstante, se sienten
ambivalentes acerca de su vocación y secretamente desean una relación
sexual, todas las justificaciones espirituales del mundo no los disuadirían de
que se están privando de algo que desean verdaderamente. Además,
continuamente se sentirán acosados por pensamientos y sentimientos
sexuales, conscientes o inconscientes. La dicha que una vida célibe puede
ofrecer rápidamente se convierte en amargura, y debajo de la amargura
permanecería la culpa por el continuo fracaso ante Dios.

Por otra parte, si la gente vive una vida de expresión sexual en el contexto
de una relación que Dios ha unido, entonces su sexualidad puede convertirse,
como todas las formas de vida, en un medio para alcanzar el objetivo de
Dios. Sus parejas no se ven como objetos sexuales cuyo propósito es
satisfacer ciertas necesidades especiales, sino como personas a través de
quienes Dios los llevará a acercarse a El Mismo. Dios permanece como el
propósito, y no habrá culpa pues no ha habido ataque. Dios no ha sido
reemplazado por una relación, sino buscado a través de una relación, cuya
forma de función especial es enseñar el contenido del perdón. Al final será Su
Presencia lo que se ama, no una proyección sobre un ídolo. Cuando la
sexualidad se separa del propósito de perdón del Espíritu Santo, la culpa tiene
que proceder del uso de otro para la gratificación personal de uno. No es al
sexo en sí, ni a ninguna otra gratificación física a lo que el Espíritu Santo
objeta, sino a la culpa que a menudo resulta de la búsqueda del placer por el
placer mismo.

El celibato, pues, encuentra su significado únicamente dentro del contexto


de un cambio de pensamiento al que los escritores del Nuevo Testamento
llamaron "metanoia": el acto de conversión que ubica a Dios en el centro de
todas las relaciones y todos los pensamientos, y que hace imposible la culpa
que se encuentra en las relaciones especiales. Sin ese ubicar a Dios como
centro, uno se mantiene en una relación especial con el celibato, la cual no es
celibato en lo absoluto. Visto dentro de este contexto, pues, una relación entre
dos personas que disfrutan juntos, una vida sexual plena puede ser tan santa
como una vida consagrada al celibato. Una relación que hace posible que
ambas personas encuentren a Dios a través del perdón permanece fiel a la
misma meta de pureza de corazón que se busca en el celibato sexual.
El asunto crucial, como siempre, es para qué se hace la elección. Si una
acción es el medio de reforzar la culpa a través de la substitución y el ataque,
bien sea de pensamiento o de hecho, la elección no será de Dios, y la culpa y
el miedo serán el resultado. Sin embargo, si el propósito es llevar a cabo la
Voluntad de Dios, entonces todo el Cielo bendecirá la unión que se convierte
en una extensión del Amor de Dios aquí en la tierra. Sabemos a qué propósito
le servimos por sus frutos. Si hay una consistente falta de paz en nosotros, y
aquellos que nos rodean-los miembros de nuestra comunidad o de nuestras
familias-experi mentan desasosiego en presencia nuestra, entonces es más
que probable que nuestra atracción principal haya sido la culpa y no el amor.
Sin embargo, si estamos en paz y aquellos con quienes vivimos la comparten,
podemos estar seguros de que hemos seguido la Voluntad de Dios y no
hemos puesto otros dioses delante de El. La culpa, pues, no tiene lugar en una
relación santa donde sólo el amor está presente, y este amor lo comparten
todos aquellos a quiénes encontramos o en quiénes pensamos. Independiente
de su forma de expresión, será el Amor de Dios lo que se da y se recibe como
uno, la lección de perdón que el Espíritu Santo nos enseña continuamente en
nuestras relaciones.
El plan del Espíritu Santo para nuestra salvación nos pide dos cosas: que
tengamos fe en Dios y que practiquemos Sus lecciones diarias de perdón.
Estas secciones finales resumen estos conceptos.

La necesidad de fe

Ya hemos discutido la fe en Dios como el fundamento sobre el cual


descansa el verdadero perdón. Sin que lo experimentemos a El como nuestro
centro, no podemos conocer nuestra invulnerabilidad. Al sentirnos
vulnerables a las fuerzas del mundo, siempre experimentaremos amenaza y
miedo, y en presencia del miedo el amor que el perdón refleja jamás puede
expresarse. Además, al excluir a Dios como Aquel a Quien acudimos en
momentos de dificultad, reforzamos la creencia del ego de que El o no existe
o es un enemigo que hay que evadir. Se le adjudica realidad a la creencia
original en la separación de Dios, así como a nuestra culpa y sentido de
vulnerabilidad. De este modo se mantiene el círculo vicioso del ego.

Podemos enfocar nuestra necesidad de fe desde otra perspectiva


igualmente razonable. Las etapas iniciales en la práctica del perdón no
necesariamente requieren fe alguna en Dios. Independientemente de las
creencias religiosas de uno, se puede aprender a mirar a los demás de manera
distinta: a intercambiar una manera más caritativa de percibir las acciones de
otros en lugar de una basada en el juicio y la condenación. Sin embargo, en la
medida en que uno se acerca más a las capas más profundas del ego a través
del deshacimiento de nuestras proyecciones, el cruel espectro de la culpa y
del miedo surge de pronto ante nuestros ojos con una venganza, puesto que
esos son los obstáculos a Dios.

Mirar la culpa y el miedo es aterrador por definición, y también por


experiencia. A medida que avanzamos en nuestro camino espiritual, el dolor
de estas experiencias aumenta en intensidad igual que nuestros sentimientos
de desesperanza. Al parecer estamos empeorando en vez de mejorar. En
verdad, no obstante, sencillamente estamos acercándonos más a unas áreas
más profundas de culpa y de miedo reprimidos, la precisa piedra angular del
sistema del ego. En su desesperación el ego intenta detener este paso final de
su deshacimiento y, en un "esfuerzo por quemar su último cartucho" trata de
atacarnos como jamás lo había hecho antes.

Aunque sus formas difieren grandemente entre las personas, nadie se


escapa de esta parte del camino. Por esta razón, el Curso se refiere a los
"períodos de inestabilidad" e incomodidad, por no decir nada del terror, que
encontramos a lo largo del camino.9 El Curso describe este proceso:

Es muy probable, por lo tanto, que el ego te ataque cuando reaccionas


amorosamente [i.e., le respondes al Espíritu Santo], ya que te ha
evaluado como incapaz de ser amoroso y estás contradiciendo su
juicio. El ego atacará tus motivos tan pronto como éstos dejen de estar
claramente de acuerdo con la percepción que él tiene de ti. En este
caso es cuando pasa... a la perversidad cuando decides no tolerar más
tu auto-degradación e ir en busca de ayuda. Entonces te ofrece como
"solución" la ilusión del ataque (T-9.VII.4:5-7; T-9. V III.2:9-10).

El problema de nuestra culpa tiene que reconocerse antes de que se pueda


resolver, y el ego siempre trata de evitar que hagamos este reconocimiento.
Ahora que todo el terror de nuestra culpa ha quedado expuesto, el ego se
desespera, y es aquí donde nuestra tentación de retroceder y volver a la
comodidad del ego se hace más fuerte. "Detente," nos grita al oído, "¡No
sigas adelante, pues sólo te aguardan el olvido y el terror!" Literalmente trata
de aterrarnos a morir. "Te lo dije," sigue diciendo. "Jamás debiste
abandonarme. Mira el lío en que te has metido, peor que antes. Regresa a mí
y te daré paz, la seguridad del pasado." Se nos dice que nuestras vidas han
sido mal orientadas, nuestras luchas espirituales una ilusión y Dios nada más
que un mito o la proyección de algún disturbio o fantasía psicológica sin
resolver. Por lo tanto se nos exhorta a regresar a la "realidad" y a los
incentivos del mundo. Tentados una vez más por los "regalos" de la
proyección, comenzamos a atacar, incluso hasta a Dios y a Sus ayudantes.
Las personas y devociones que previamente habían sido fuentes de consuelo
y de fortaleza se ven como herramientas del ego o del diablo. Toda esperanza
parece perdida, reemplazada por un terror que se ha incrementado.

Esta etapa es análoga a lo que el misticismo cristiano ha llamado "la noche


obscura del alma," el período de gran aridez que precede a la experiencia
última de una unión con Dios que tradicionalmente ha sido la neta del
místico. Visto desde otra perspectiva, la gente ha ido lo suficientemente lejos
para reconocer que "el mundo que veo no me ofrece nada que yo desee" (L-
pI.128). Las ilusiones del mundo ya no sirven como objetos de nuestro
especialismo para proporcionarnos el alivio a la culpa y a la ansiedad.
Posesiones, fama, fortuna, posición, amantes o enemigos ya no nos
satisfacen, pues ninguno de ellos perdura. Esta gente ha adelantado lo
suficiente para darse cuenta de que todo lo que desea es a Dios, pues sólo El
es eterno. Sin embargo, no han llegado al punto donde puedan hacer este
compromiso inequívocamente. Parte de ellos aún tiene miedo de entregárselo
todo a El.

Cautivos en "tierra de nadie," ya no desean los regalos del ego, pero no


pueden aceptar únicamente los regalos de Dios. Conforme la ansiedad y la
culpa comienzan a aumentar, no tienen un lugar hacia donde acudir en busca
de consuelo. Han pasado, por decirlo así, el punto de no regresar: no pueden
regresar al mundo, ni acudir a Dios. El resultado es el vacío desolador y el
sentido de fracaso que es el terror absoluto de la vida con un Dios ausente: la
noche obscura del alma. Sin esta experiencia uno no puede trascender el ego.
Además, ésta no es una etapa que ocurre una vez y sólo una. Experimentamos
este desconsuelo repetidamente según adelantamos en el camino de perdonar
nuestra culpa.

El culto de egolatría o la creencia equivocada de que uno está recibiendo


regalos o gracias especiales de Dios a menudo halla sus raíces en esta etapa.
El miedo a Dios se ha tornado tan grande que somos tentados a poner a
nuestro yo en Su lugar, o por lo menos a exaltarlo a una posición igual a la de
nuestro Creador. Podemos creer que estamos entre los escogidos de Dios, que
nos dan información específica, por ejemplo, sobre el fin del mundo, la
Segunda Venida o el plan cósmico para salvar a la humanidad y papeles
importantes, si no primordiales, en este plan. Estos errores, en los que la voz
del ego suena tan similar a la del Espíritu Santo, son quizás los más
peligrosos de todos debido a la sutileza y a la fuerte inversión que se les
adjudica, y precluyen cualquier clase de persuasión contraria a los mismos.

El miedo y el terror que se experimentan aquí están casi más allá de toda
creencia, literalmente, pues casi toda creencia se diseñó para alejamos de este
momento. Sin que sepamos que hay una Persona dentro de nosotros, Quien
no es de nosotros-una Persona Que nos puede proteger, consolar y guiar -es
altamente improbable que se pueda atravesar esta etapa exitosamente. Nos
lanzan nuevamente a la total desolación y desesperanza de la vida del ego con
la cual nos hemos identificado siempre. El odio a sí mismos que procuramos
proyectar sobre los demás ahora lo confrontamos en un frontal ataque y el
suicidio parece la más atractiva de todas las soluciones.

Hay un instante en que el terror parece apoderarse de tu mente de tal


manera que no parece haber la más mínima esperanza de escape.
Cuando te das cuenta, de una vez por todas, de que es a ti mismo a
quien temes, la mente se percibe a sí misma dividida.... Y ahora, por
un instante, percibes dentro de ti a un asesino que ansía tu muerte y
que está comprometido a maquinar castigos contra ti hasta el
momento en que por fin pueda acabar contigo (L-pl. 196.10:1-2;
11:1).

A menudo necesitamos experiencias aterradoras que nos permitan


volvernos al Dios que hemos negado, de manera que nos demos cuenta de
nuestra absoluta dependencia de El. "Este momento puede ser terrible. Pero
también puede ser el momento en que te emancipas de tu abyecta esclavitud"
(L-pl. 170.8A-2). Esta no es una etapa a la que nos aproximamos demasiado
pronto o precipitadamente. Si en verdad estuviésemos solos, a cargo del plan
para nuestra salvación, siempre estaríamos tentados a arremeter con
demasiada prisa. Nada le gustaría más al ego que nosotros nos lanzáramos
arrolladoramente por el aparente camino hacia Dios, sólo para aterrarnos
tanto que nos apartáramos de El y nos volviéramos al mismo ego,
convencidos de que habíamos hecho nuestra parte pero Dios nos falló una
vez más. A la culpa hay que aproximarse lentamente para poder ganar la
confianza y la fe de que no seremos despedazados por sus aliados-el miedo y
la desesperación-que se empeñan en destruirnos.

El currículo del Espíritu Santo está individualmente planeado para que


nosotros podamos acercarnos a este paso final en la forma más adecuada para
nuestro aprendizaje. Paso a paso somos dirigidos a través de Sus lecciones de
perdón, "que se te guíe en tus primeros e inciertos pasos de ascenso por la
escalera que la separación te hizo descender" (T-28.III.1:1). Cada una es
básicamente lo mismo, pero debemos aprender la lección en una miríada de
formas hasta alcanzar un punto donde entendamos su aplicación universal.
Como dice el libro de ejercicios acerca de sus lecciones:

Cada uno de ellos encierra dentro de sí el programa de estudios en su


totalidad si se entiende, se practica, se acepta y se aplica a todo cuanto
parece acontecer a lo largo del día. Uno solo hasta. Mas no se debe
excluir nada de ese pensamiento. Necesitamos, por lo tanto, usarlos
todos y dejar que se vuelvan uno solo, ya que cada uno de ellos
contribuye a la suma total de lo que queremos aprender (L-
pI.rVI.in.2:2-5).

El Espíritu Santo necesita nuestra paciencia y confianza en no mirar más


allá de la lección inmediata que El nos ha dado. Nosotros no estamos
conscientes de la profunda extensión de nuestro miedo, pero nuestra fe nos
asegura que jamás se nos ofrecerá más de lo que podamos manejar. Cuando
el camino se hace más difícil aprendemos que no podemos hacerlo por
nuestra cuenta, pero que no tenemos que hacerlo solos. Hay Alguien a
nuestro lado Cuya fortaleza se hará nuestra según nos valemos de ella. El
sólo nos pide que aceptemos la gracia de Su Presencia para El poder
ayudarnos a abandonar la pesadilla del mundo del miedo, y caminar en la luz
que llena el corazón de cada uno de nosotros que conozca que Dios es Amor.

La fe y la oración: El significado de la abundancia

El tener fe en Dios a menudo se entiende como que significa que Dios


proveerá todo lo que se necesita para nuestro bienestar material y/o
psicológico. Las enseñanzas bíblicas sobre "Pedid y recibiréis"-las cuales se
discutirán en la segunda parte de este libro-se citan con frecuencia en apoyo
de esta creencia. En el pensamiento de la Nueva Era, este principio se rotula a
menudo como "Conciencia de Prosperidad"; a saber, si pensamos en la
prosperidad, la manifestaremos.

No cabe duda acerca del poder que nuestras mentes poseen, y de hecho,
cuando consideramos que este mundo fenomenal entero es el producto de
nuestro pensamiento, podemos comenzar a apreciar este poder. Como dice el
Curso en términos de nuestra habilidad para aprender:

Nadie que entienda lo que tú has aprendido, con cuánto esmero lo


aprendiste, y los sacrificios que llevaste a cabo para practicar y repetir
las lecciones una y otra vez, en toda forma concebible, podría jamás
dudar del poder de tu capacidad para aprender. No hay un poder más
grande en todo el mundo. El mundo se construyó mediante él, y aún
ahora no depende de nada más (T-3 1111-3).

Puesto que nuestras mentes fabricaron este mundo, también pueden


cambiarlo o modificarlo. Nuestras mentes pueden mover montañas,
literalmente así como metafóricamente. Si practicamos la suficiente
autodisciplina, como lo hacen, por ejemplo, muchos yoguis indios, podemos
realizar proezas físicas increíbles. Y estas no tienen que excluir el que
manifestemos abundancia externa, si es esto lo que deseamos adquirir. Un
observador objetivo no puede negar este poder de la mente, pero debe
recordarse que esta es una mente ego. Nuestra verdadera Mente, que es del
espíritu y jamás ha abandonado su Fuente, no hace nada: simplemente es. En
el Capítulo 3, discutimos la distinción que podemos hacer entre la magia y el
milagro. Es la misma distinción que podemos hacer entre habilidad psíquica
y espiritualidad.

Lo que hace espiritual a un pensamiento es su propósito. Cuando la mente


actúa por su cuenta, le está sirviendo al propósito del ego, que es la creencia
de que está por su cuenta, separado de Dios. Pero entregadas al Espíritu
Santo, las habilidades de la mente pueden utilizarse poderosamente en
beneficio de la verdad. Esto es especialmente así cuando estas habilidades
pueden demostrarle a otros y a uno mismo que el universo material no es lo
que parece.
Cuando se le entregan al Espíritu Santo y se usan bajo Su dirección,
se convierten en recursos de enseñanza muy valiosos.... Lo que se usa
con fines mágicos [el propósito del ego de hacer este mundo real] no
le sirve a El. Y lo que El usa no se puede emplear para la magia (M-
25.3:2; 4:3-4).

Hay un peligro particular aquí, pues uno puede ganar poder mundano a
través del adiestramiento y ejercicio de la mente.

Existe.... una atracción especial por las capacidades poco usuales que
las hace curiosamente tentadoras. Estos poderes son los que el
Espíritu Santo quiere y necesita. Mas el ego ve en esos mismos
poderes una oportunidad para vanagloriarse. Cuando los poderes se
convierten en debilidades es ciertamente trágico. Lo que no se le
entrega al Espíritu Santo, no puede sino entregársele a la debilidad,
pues lo que se le niega al amor se le da al miedo, y como
consecuencia de ello será temible (M-25.4:5-9).

Una vez esta habilidad o este poder psíquico es descubierto por un individuo
y esta persona se identifica con él, éste

"poder" deja de ser una facultad genuina y ya no se puede contar con


él. Es casi inevitable que el individuo refuerce las incertidumbres que
tiene acerca de su "poder" engañándose cada vez más a sí mismo a no
ser que cambie de parecer con respecto a su propósito (M-25.5:6-7).

Uno puede, de hecho, recibir lo que elija, si pone la mente en ello. Pero
hay una evidente falacia oculta bajo esta actividad y revela su propósito
básico. Concentrarse en una deseada finalidad, bien sea a través de la oración,
meditación o de la concentración, presume que sabemos lo que es mejor para
nosotros o para los demás. En efecto, decidimos lo que queremos-beneficios
materiales, "curación espiritual" o algo parecido-y luego oramos para que
Dios nos conceda nuestra petición; o de lo contrario dejamos a Dios fuera del
cuadro totalmente y nos lo pedimos a nosotros mismos. Ya hemos discutido
cuán imposible es saber qué es lo que nos conviene a nosotros, y mucho
menos a alguien más. Sin embargo, hay Uno Que sí sabe y es a El a Quien
debemos pedirle. De ese modo nuestra petición cambia de la magia al
milagro. Ya no oramos por algo externo a nosotros, sino más bien por el
cambio de percepción que es lo único que puede traernos paz.

Creemos que pedimos cosas específicas, pero éstas son simplemente


formas que ocultan el contenido o la experiencia subyacente: amor o miedo,
perdón o culpa. Estas formas simbolizan la experiencia que hemos pedido, y
es ésta la que recibimos. Podemos o no podemos recibir lo que pedimos
materialmente, pero recibiremos la culpa y el miedo que tienen que
acompañar a cualquier pensamiento o acción que haya excluido a Dios.
Recordemos que Fausto recibió lo que pidió, pero al elevado precio del
diablo. Nosotros también pagamos el precio de nuestro pacto con el ego,
como hemos visto: si creemos que el mundo puede damos placer, también
puede darnos dolor. Como explica el Curso:

La oración que pide cosas de este mundo dará lugar a experiencias


de este mundo. Si la oración del corazón pide eso, eso es lo que se le
dará porque eso es lo que recibirá. Es imposible entonces que en la
percepción del que pide, la oración del corazón no reciba respuesta. Si
pide lo imposible, si desea lo que no existe o si lo que busca en su
corazón son ilusiones, eso es lo que tendrá. El poder de su decisión se
lo ofrece tal como él lo pide (M-21.3:1-5).

Un concepto erróneo común acerca de la espiritualidad es que el Espíritu


Santo responde a nuestra petición específica de cambiar las cosas en este
mundo: desde conseguirnos estacionamientos y hacernos ricos, hasta sanar a
los enfermos y traer la paz mundial. Esta equivocación procede del mismo
nivel de confusión que conduce a creer en remedios mágicos para la
enfermedad. Cuando le oramos al Espíritu Santo por cambios en el mundo,
presumimos que El opera en el nivel de los efectos, y que resuelve nuestros
problemas pasando por alto la causa y permaneciendo dentro del ilusorio
mundo del problema del ego. Si esto fuese así, El estaría siguiendo las
mismas leyes dementes del ego que nosotros seguimos, y abandonando las
leyes de la verdad. Estaría prestándole atención al efecto y no a la causa. El
Espíritu Santo no puede ayudarnos si se convierte en parte del mundo de
ilusiones del ego en el cual nosotros estamos atrapados.
Se nos pide que utilicemos esta afirmación, previamente citada, del libro
de ejercicios, siempre que nos sintamos tentados por el terror, la aprensión o
cualquier forma de sufrimiento: "Perdonaré, y esto desaparecerá" (L-pl.
193.133; bastardillas suprimidas). Lo que desaparecerá no es la forma externa
del problema, pues ésta no es el problema. Lo que sí desaparece es nuestra
idea equivocada de mirar el problema. Como dice el Curso de sí mismo:
"Este es un curso acerca de causas, no de efectos" (T-21.VII.7:8). Este
procura cambiar la causa de nuestros problemas, que es nuestra forma
imperfecta de pensar y percibir, no los efectos de estos pensamientos. Así
pues, si nos encontramos en un embotellamiento de tráfico y estamos
retrasados para una cita, no debemos pedirle al Espíritu Santo que disperse
los automóviles de modo que no lleguemos tarde, sino más bien debemos
pedir que sane nuestra mente que se siente ansiosa, preocupada o culpable.
En ese punto, podemos poner "el futuro en Manos de Dios" (L-pI.194), y
confiar en que todo estará bien porque El está a cargo. ¿Cómo podemos saber
que lo que nos conviene, por no mencionar que le conviene a los demás, es
llegar a tiempo? ¿Quizás hay acaso algún inesperado beneficio en llegar tarde
a la cita? Pero hay Uno Que sí sabe. Recurrir a El es nuestra sola
responsabilidad y único interés.

El Curso enseña, repito, que "la única oración que tiene sentido es la del
perdón porque los que han sido perdonados lo tienen todo" (T-3.V.6:3). Es
una oración que "no es más que una petición para que puedas reconocer lo
que ya posees" (T-3.V.6:5). Lo que "ya tenemos" refleja el principio de
abundancia: Dios nos ha dado todo en nuestra creación. Esta abundancia no
tiene referente alguno en el mundo material. La abundancia es sólo de Dios y
no puede expresarse en lo que no es de El. Así pues, no puede haber conexión
alguna entre los mundos del espíritu y de la materialidad puesto que ambos
reflejan niveles que se excluyen mutuamente: uno real, el otro ilusorio. Lo
que los une, sin embargo, es el propósito del Espíritu Santo, Que llega a este
mundo de ilusión y nos ayuda a cambiar de idea acerca de lo que es la
realidad. Puesto que somos nosotros quienes pensamos este mundo demente,
sólo podemos liberarnos al cambiar nuestros pensamientos. Estos no pueden
ser cambiados para nosotros. Sin este propósito el mundo no tiene
significado, junto con sus valores y sus búsquedas.
Así pues, es una distorsión del principio de abundancia el creer que al
tornarnos más "espirituales," por así decirlo, recibiremos la abundancia de los
bienes materiales que anhelamos. Orar por dinero o por cualquier expresión
de los "regalos" de este mundo es el mismo error que orar por curación física.
Lo que sí recibimos cuando nos tornamos más "espirituales," o rectos de
mente, son los regalos del espíritu de Dios que abarcan Su Amor, la paz, el
gozo y la vida eterna. No hay otros regalos. El milagro corrige esta
distorsión; la magia la incrementa. El perdón expresa el milagro, y es nuestra
sola función mientras estemos aquí, puesto que es nuestra sola necesidad. Al
deshacer nuestra culpa, el perdón devuelve a nuestra conciencia la memoria
del Amor de Dios y Su abundancia.

En el Curso, Jesús escribe sobre la "limitación" de su poder:

Puede que todavía te quejes de que tienes miedo, pero aun así sigues
atemorizándote a ti mismo.... no puedes pedirme que te libere del
miedo. Yo sé que no existe, pero tú no. Si me interpusiese entre tus
pensamientos y sus resultados, estaría interfiriendo en la ley básica de
causa y efecto: la ley más fundamental que existe. De nada te serviría
el que yo menospreciase el poder de tu pensamiento. Ello se opondría
directamente al propósito de este curso (T-2.VII. 1: 1-6).

Lo que Jesús y el Espíritu Santo sí hacen, sin embargo, es enseñarnos que


hemos cometido un error en nuestro pensamiento, el cual ha tenido como
resultado el problema de miedo que hemos externalizado ahora. Ellos han
venido a nosotros para presentarnos otra manera de pensar, para que podamos
elegir otra vez. El Curso habla del papel de cada uno de nosotros como
maestros o como médicos del otro. Para todos los que se hallen inmersos en
la arena movediza del ego, estos maestros

van a estos pacientes representando otra alternativa que dichos


pacientes habían olvidado.... Sus pensamientos [del sanador] piden el
derecho de cuestionar lo que el paciente ha aceptado como verdadero.
En cuanto que mensajeros de Dios, los maestros de Dios son los
símbolos de la salvación.... Representan la Alternativa.... Los
maestros de Dios tratan de oír la Voz de Dios en ese hermano que se
engaña a sí mismo hasta el punto de creer que el Hijo de Dios puede
sufrir. Y le recuerdan que él no se hizo a sí mismo y que aún es tal
como Dios lo creó.... La verdad que se encuentra en sus mentes se
extiende hasta la verdad que se encuentra en las mentes de sus
hermanos, y de este modo no refuerzan sus ilusiones (M-5.III.2:1,3-
4,6; 3:3-4,6).

Cada uno de nosotros, pues, se convierte en instrumento del Espíritu


Santo, la Voz que habla por Cristo, nuestro verdadero Ser. El no cambia el
mundo externo, sino que en lugar de eso trata de cambiar nuestro mundo
interno-nuestros pensamientos-al apelar al poder de nuestra decisión.

En toda dificultad, disgusto o confusión Cristo te llama y te dice con


ternura: "Hermano mío, elige de nuevo". El no dejará sin sanar
ninguna fuente de dolor, ni dejará en tu mente ninguna imagen que
pueda ocultar a la verdad.... No te dejará desconsolado, ni solo en
sueños infernales, sino que liberará a tu mente de todo lo que te
impide ver Su faz (T-3 1.V111.12-3,5).

De ese modo, cuando las dificultades externas parecen disiparse, todo lo


que ha ocurrido es que hemos cambiado de idea sobre las mismas. Allí donde
veíamos que el mundo servía para castigarnos por nuestros pecados, ahora lo
vemos con la bendición del Espíritu Santo sobre él, de manera que puede
servir para enseñamos que no hemos pecado. El aparente cambio en el mundo
sólo ha reflejado el cambio en nuestros pensamientos-el milagro ha cambiado
nuestra lealtad del ego al Espíritu Santo.

En resumen, pues, cuando oramos simplemente pedimos la ayuda del


Espíritu Santo de modo que miremos la situación como El lo hace. Pedirle
que intervenga para cambiar algo en el mundo ocultará la verdadera causa del
problema, y esto impedirá la curación. Este es el verdadero significado de la
oración, y en este nivel El contesta todas las oraciones. Si oramos por ayuda
en este mundo, le estamos orando al ego, y subscribiendo su cortina de humo
que invierte la causa y el efecto. En este nivel, también, nuestras oraciones
serán contestadas, pero por el ego puesto que es al ego a quien invocamos. Su
respuesta puede ser bienvenida y parece ofrecernos lo que queremos, pero su
"regalo" es el miedo, camuflado como amor. La verdadera paz jamás
resultará de esto. El Curso afirma: "Si quieres tener la certeza de que tus
oraciones son ). contestadas, nunca dudes de un Hijo de Dios" (T-9.11.4A ).
Traducimos esto a nuestra vida diaria al escuchar únicamente la Voz por Dios
en él, y al reforzar al Espíritu Santo en nosotros mismos. Sólo en el nivel de
la mente es posible esto.

Nuestra función de perdonar

Nuestra única función en la tierra es el perdón, pues a través de éste se nos


conduce fuera del infierno y aprendemos la función específica que Dios nos
ha asignado, al darnos cuenta de que poseemos todo lo que necesitamos para
llevarla a cabo. De esa manera nos liberamos de nuestra culpa y miedo para
realizar la labor específica a favor del Reino y recibir su regalo de paz.

El perdón requiere un cambio en la perspectiva de cómo vemos el mundo


de ilusión. Mientras lo veamos como un lugar donde hallamos placer y
tratamos de evitar el dolor, nos haremos dependientes de lo que está afuera:
amaremos lo que nos satisfaga y odiaremos lo que creamos que puede
hacernos daño. En una percepción así la paz es imposible, pues el placer o el
dolor mundano sólo pueden ocasionar conflicto: si creemos que algo puede
damos placer, también tenemos que creer que puede damos dolor. De esa
manera, una inherente ambivalencia se incorpora a todas las cosas del mundo,
y el amor incondicional y permanente se hace imposible. El mundo se separa
en dos campos, y la sola creación de Dios se niega.

El placer y el dolor, por lo tanto, no representan una verdadera alternativa


puesto que representan una elección entre ilusiones, lo cual le otorga al
mundo un significado que no tiene. Volver a Casa a Dios es su único
significado. El es inmutable, pero nuestras percepciones y necesidades
siempre cambian. Un día nos atrae esta persona, objeto o devoción, y al día
siguiente nuestras preferencias cambian a algo distinto. Todas éstas no son
más que "míseras e insensatas substituciones, [de la verdad], trastocadas por
la locura y formando torbellinos que se mueven sin rumbo cual plumas
arrastradas por el viento.... Se funden, se juntan y se separan, de acuerdo con
patrones cambiantes que no tienen sentido...." (T-18.I.7:6-7).
Esto difícilmente signifique que uno deba vivir sin necesidades ni
preferencias. No viviríamos aquí en el cuerpo si esto fuese así. Sin embargo,
cuando ponemos nuestras vidas bajo la dirección del Espíritu Santo El nos
ayuda a reconocer dónde radican nuestras verdaderas necesidades. El utiliza
todo lo que es único en su género para nosotros-nuestras virtudes así como
nuestros defectos-para enseñamos sus lecciones. El plan de su lección es
gradual y benévolo, y jamás se nos pide que renunciemos a nada en absoluto.
El Curso dice de sí mismo: "Este curso apenas requiere nada de ti. Es
imposible imaginarse algo que pida tan poco o que pueda ofrecer más" (T-
20.VII. 1:7-8). El Espíritu Santo simplemente nos pide que miremos nuestras
preferencias, de modo que El pueda enseñamos la diferencia entre lo que
verdaderamente nos hace felices e infelices, y que elijamos nuevamente lo
que en realidad preferimos. El Curso nos dice: "No puedes reconocer lo que
es doloroso, de la misma manera en que tampoco sabes lo que es dichoso, y,
de hecho, eres muy propenso a confundir ambas cosas. La función primordial
del Espíritu Santo es enseñarte a distinguir entre una y otra" (T-7.X.3:4-5).

Una vez experimentamos que es nuestra elección el abandonar nuestra


inversión en las cosas mundanas, esperando que nos traigan la salvación o la
felicidad, el resentimiento y el sentido de pérdida o de sacrificio se hacen
imposibles. Cuando finalmente nos damos cuenta de todo lo que Dios nos ha
dado, "[pensamos] con feliz asombro, que a cambio de todo esto
[renunciamos] a lo que era nada" (T-16.VI.11:4). El camino hacia Dios tiene
por destino ser uno dichoso debido a Aquel hacia Quien nos conduce, pues
cuando nuestro deseo se armoniza con el del Espíritu Santo, sólo dicha y paz
pueden resultar. En esa unión de voluntades, se deshace el ego y desaparecen
sus aparentes regalos, eclipsados por el regalo único de Dios.

El propósito del perdón es ayudarnos a lograr la percepción unificada de


que este mundo no tiene nada que ofrecer porque aquí nada es duradero y "no
podemos llevárnoslo con nosotros." Sólo Dios perdura, y por lo tanto el valor
real de las cosas mundanas radica en que nos ayuden a aprender esta lección
que el Curso nos enseña: el propósito del mundo es enseñarnos que el mundo
no existe. En sí y por sí mismas, las cosas del mundo no son ni buenas ni
malas. Es el propósito que les damos lo que determina su valor. El verdadero
placer proviene del cumplimiento de esta función, al hacer la Voluntad de
Dios en el contexto de nuestras vidas cotidianas. El dolor es el resultado de la
función incumplida, la negación de las lecciones de perdón del Espíritu
Santo. Sin que tengamos presente esta perspectiva mayor, nos encontraremos
de vuelta en la experiencia de necesidades que no se han satisfecho en el
pasado o en el presente.

Aprendemos la lección de perdón del Espíritu Santo a través de nuestras


relaciones y situaciones de vida. La gente difícil que conocemos, las pruebas
que pasamos, los sufrimientos que experimentamos-todos tienen el mismo
propósito básico de darnos la oportunidad de mirar a través de la visión
clemente del Espíritu Santo en lugar de los ojos reforzadores de culpa del
ego, para perdonar a los demás y a nosotros mismos. Esto no significa que
neguemos que en el mundo ocurren cosas que no deberían ocurrir, sino
sencillamente que hay otra manera de mirarlas que nos produce la liberación
última de todo sufrimiento: la profunda fe en la Presencia constante de Dios
que mora en nuestros corazones y que transforma el dolor en dicha. Como
afirma el Curso: "Ninguna forma de ... sufrimiento puede prevalecer por
mucho tiempo ante la faz de uno que se ha perdonado y bendecido así
mismo" (L-pI.187.8:6).

Puesto que hay un solo problema sólo hay una solución. El perdón corrige
la culpa, y hacerlo en verdad es hacerlo para siempre. Al fracasar en
perdonar, nos condenamos a un círculo aparentemente interminable en el cual
el pasado se repite en el presente, lo que Freud llamó repetición-compulsión.
Las lecciones que fracasamos en aprender en un período temprano en
nuestras vidas se presentan de nuevo, y nos ofrecen oportunidades que se
repiten hasta que se aprenda la lección. Esta no es la cruel idea de una broma
que tiene el Espíritu Santo, sino Su forma amorosa de ayudamos a atravesar
por un problema de culpa que de otro modo no podríamos haber atravesado.
Si elegimos ver la lección como una carga adicional y una maldición,
permaneceremos condenados por la culpa que se refuerza a través de
proyectar la culpa sobre los demás. Cuando nos decidimos a aprender las
lecciones y elegimos perdonar, correspondientemente perdonamos a todos los
que no perdonamos en el pasado.

Para resumir, el solucionar un problema a través del perdón es un proceso


de reconocer en primer lugar que los demás no son responsables de nuestra
infelicidad, y en segundo lugar, que todas nuestras necesidades y carencias se
han satisfecho y sólo esperan por nuestra aceptación. "Permítaseme reconocer
que mis problemas se han resuelto" (L-pI.80). Más allá de nuestra culpa está
la abundancia y la plenitud de Dios. Nuestra decisión de querer únicamente
esa abundancia para nosotros mismos y para todos los demás es la decisión
de perdonar. Es una decisión que le permite al Espíritu Santo ayudarnos a
cumplir la única función que en verdad tenemos, pues es la única función
dada por Dios y la que hace posible a todas las demás. Unicamente aquí se
encuentra el verdadero placer; pues sólo en la paz de Dios encontramos
descanso para nuestras almas.

La decisión de permitir que el Espíritu Santo tome nuestras decisiones por


nosotros es insultante sólo para el ego, y éste nos acusaría de quietismo o
pasividad neurótica. Sin embargo, nuestra pasividad radica simplemente en
dejar atrás a nuestro ego de modo que el ímpetu para nuestra vida proceda de
Dios. Energizados por Su Poder, salimos al mundo a realizar la obra del
Espíritu Santo, al tenerlo a El como guía, en lugar del ego. Nos tornamos
pasivos a los caprichos del ego pero activos a la Voluntad de Dios. Esto nos
asegura que Su Voluntad se hace en nuestros corazones y a través de todo el
mundo, de manera que todos encuentran la paz en medio de la guerra, unidad
en la disensión y amor frente al odio.

El Espíritu Santo nos pide que veamos todas las cosas como lecciones de
perdón que Dios quiere que aprendamos. Así recorremos el mundo en
espíritu de gratitud por las oportunidades que se nos ofrecen para liberamos
de la culpa. Cada situación puede enseñarnos esto mientras permanezcamos
receptivos a aceptar su regalo. Lo que pedimos se nos concede. Si nos
asomamos a un mundo de miedo, y vemos allí el miedo que se oculta en
nuestros corazones, es este miedo lo que recibiremos. Si en cambio le
ofrecemos perdón al mundo, al ver en todo ataque un desesperado grito de
ayuda, será nuestro propio perdón lo que encontraremos.

Las prisiones de culpa y miedo que establecemos para nosotros mismos y


para los demás, cuando se las entregamos al Espíritu Santo, se transforman en
santuarios de perdón. Ahí se deshacen nuestros "pecados secretos y odios
ocultos" al verlos en otros y abandonarlos luego, trayéndole al fin la paz a
todos aquellos que "deambulan por el mundo solos, inseguros y presos del
miedo" (T-31.VIII.9:2; T-31.VIII.7:1). Nosotros vagamos entre ellos, y así
somos traídos una y otra vez a este santo recinto por el Mismo Santísimo, de
modo que podamos elegir reconocer en cada uno la santidad que hemos
olvidado, y que ahora nuestro perdón nos recuerda.

¿No debemos sentirnos agradecidos, entonces, por lo que una vez nos
parecía una maldición del infortunio? ¿No debemos permitir que el cántico de
gratitud llene nuestro corazón porque el Cielo no nos ha dejado solos en
nuestra prisión de miedo, sino que en su lugar se haya unido con nosotros allí
para que todas las criaturas de Dios sean libres? ¿Y no debemos despertar
cada mañana con esta oración de acción de gracias en nuestros labios,
agradeciendo a Dios las oportunidades que El nos traerá?

Padre, ayúdame en este día a ver sólo Tu Voluntad en todo aquel que
encuentre; que pueda enseñar la única lección que Tú quieres que yo
aprenda: que todos mis pecados han sido perdonados porque yo los he
perdonado en todos los hermanos y hermanas que Tú me has enviado.
Ayúdame a que no sea tentado por mi miedo a odiar o a condenar;
sino que sólo permita que el perdón se pose en mis ojos de modo que
pueda ver Tu Amor en todo aquel que encuentre hoy, y que sé que
también está en mí.
Cuando le preguntaron cuál era el mandamiento mayor, Jesús respondió
con una afirmación del Antiguo Testamento: "Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente," y añadió que el
segundo máximo mandamiento era igual que el primero: "Amarás a tu
prójimo como a ti mismo" (Mi 22:37,39). En todas partes en los evangelios
encontramos a Jesús hablando del Amor de Su Padre y confiando en Su
providencia, así como perdonando y no juzgando a los demás, lo cual
culmina en el "mandamiento nuevo" que les dejó a sus discípulos: "Que os
améis los unos a los otros" (Jn 13:34). Estos dos mandamientos pueden
traducirse en fe y perdón, los principios fundamentales de Un curso en
milagros, y a lo que nos referimos como el plan de salvación del Espíritu
Santo.

¡Es con gran humildad que un psicólogo, (por no decir nada de un


estudiante de Un curso en milagros) abre las páginas del Nuevo Testamento
para encontrar tan importantes implicaciones psicológicas-1900 años antes de
Freud! Jesús era un brillante psicólogo, como lo era el apóstol Pablo, y
muchos de los discernimientos de la psicología del siglo 20 que forman la
piedra angular de las enseñanzas del Curso se prefiguran en los escritos del
Nuevo Testamento. En esta segunda parte exploraremos estos escritos en su
profundidad, e integraremos tanto las enseñanzas de Jesús como las epístolas
con ejemplos de la propia vida de Jesús.

Es importante advertir que los escritores del Nuevo Testamento intentaban


comprender el súbito relámpago que Jesús irradió en el corazón de las
tinieblas del ego, dentro de las limitaciones que sus trasfondos culturales y
religiosos les imponían, por no decir nada de sus propias necesidades egoístas
y de las proyecciones sobre las necesidades egoístas de los demás. Los cuatro
evangelios tal como los tenemos hoy día son el producto final de una larga
tradición oral y escrita de continuas narraciones, relatos y ediciones de la vida
de Jesús. El primer evangelio, el de Marcos, no se escribió hasta por lo menos
treinta años después de la muerte de Jesús, mientras que el evangelio de Juan,
el menos histórico y más teológico de los cuatro, no se compuso hasta bien
entrada la década final del siglo primero, más de sesenta años después de la
crucifixión. Cada uno de los cuatro refleja las necesidades específicas que
confrontaba la Iglesia temprana, y su narración e interpretación estuvieron
muy coloreadas por estas necesidades. Los evangelistas-consciente o
inconscientemente-a menudo ponían en boca de Jesús palabras que fuesen de
la mayor utilidad a un grupo perseguido políticamente y religiosamente que
luchaba por su existencia, más bien que adherirse fielmente a lo que en
realidad él dijo o hizo.

Los discernimientos psicológicos únicos de Un curso en milagros nos


ayudan a entender cómo estos factores del ego influyeron y distorsionaron la
comprensión de las personas que conocieron y experimentaron a Jesús, tanto
en su vida en la tierra como después de su resurrección. En el Capítulo 9
consideraremos algunas de estas distorsiones ya que las mismas se relacionan
con la interpretación bíblica y tradicional de la crucifixión. Nuestra discusión
de las enseñanzas del Nuevo Testamento no es primordialmente histórica o
teológica aunque la influencia de la erudición y de la teología bíblica es
evidente en muchos lugares. Más bien, estos capítulos reflejan la escritura de
un psicólogo desde la perspectiva del Curso, cuyo énfasis radica en la
experiencia, no en la teología. Como afirma éste: "Una teología universal es
imposible, mientras que una experiencia universal no sólo es posible sino
necesaria" (C-in.2:5). Por lo tanto, las enseñanzas bíblicas-del Antiguo y del
Nuevo Testamento-deben interpretarse a la luz de los discernimientos,
lenguaje y necesidades de sus respectivas épocas, por no decir de la nuestra.
Nosotros en el siglo 20 estamos sujetos a las mismas limitaciones, y no hay
duda de que nuestros errores requerirán corrección en los siglos venideros.

Una dificultad potencial en la interpretación de la Biblia es la confusión


entre forma y contenido que hemos señalado en la Parte I. Esta confusión es
una fuente primordial de equivocación con respecto a las prácticas
espirituales que se basan en textos bíblicos. Aparte de la dificultad de saber
exactamente lo que Jesús o los escritores del Nuevo Testamento querían
decir, y menos aún lo que dijeron, existe el problema adicional de saber
cuándo una enseñanza originalmente podía haber estado dirigida a contestar
una pregunta o necesidad específica, pero que ahora tendría un significado
más generalizado, y responde a una clase de pregunta diferente. Por ejemplo,
algunos eruditos creen que las críticas severas de Jesús en contra del divorcio
(Mt 5:31-32; 19:3-9) tenían la intención de proteger a las mujeres puesto que,
bajo la ley judaica, era virtualmente imposible para ellas divorciarse de sus
maridos, pero relativamente fácil para los maridos divorciarse de ellas. El
significado de esta enseñanza para nosotros hoy día sería bien diferente,
como discutiremos en el Capítulo 7. La confusión entre forma y contenido en
las exhortaciones de Jesús a que uno "tome su cruz" (Lc 9:23) ha conducido a
la glorificación del sufrimiento y del sacrificio, al enmascarar su llamado a
que renunciemos a nuestras relaciones especiales, que exploraremos en la
sección inicial del próximo capítulo. Nuestro trato de éstos y de otros textos
se basa en los principios de Un curso en milagros que presentamos en la Parte
I.

La Parte II se divide en seis capítulos. El primero, Capítulo 6, trata sobre el


mundo del ego del cual Jesús vino a salvamos. Este es el mundo separado de
la relación especial, para el cual el perdón-el tema de los Capítulos 7 y 8-es la
solución. Las enseñanzas de Jesús acerca del perdón se discuten primero,
seguidas por su ejemplo personal de estas enseñanzas, las cuales culminan en
la crucifixión. El Capítulo 9 trata sobre los malentendidos acerca de la
crucifixión, muestra cómo sin saberlo las personas abrazaron el camino de
sufrimiento y sacrificio del ego, y reforzaron la misma culpa y separación que
la cruz se proponía deshacer. En el Capítulo 10 presentamos las enseñanzas
de Jesús acerca del Amor de Dios, la corrección a la creencia que prevalecía
en su tiempo igual que en el nuestro, de que Dios nos castigará (o castigará a
los demás) por nuestros pecados. El capítulo final resume las importantes
enseñanzas del evangelio acerca de la decisión, y la exhortación a que
recurramos al poder de nuestra mente para que siga la Voz del perdón de
Dios, una vez hemos elegido seguir la voz de la culpa del ego.
Hemos visto cómo el mundo de la separación del ego está muy
fuertemente protegido por la relación especial, la cual puede propiamente
llamarse el problema del mundo. Es el más seductor de los intentos del ego
para mantenernos en la obscuridad, y no existe un obstáculo más serio para
hallar la paz de Dios que este sutil cambio de lealtad de Dios al ego. En
nuestro mundo de culpa y de miedo, además, es imposible no envolverse con
los demás en relaciones especiales, y de ese modo utilizarlas como defensas
en contra de nuestra relación con Dios.

En el Capítulo 1, señalamos que las relaciones especiales no sólo


envuelven personas sino que incluyen objetos, situaciones, adicciones, etc.
De ese modo, por ejemplo, las personas que no pueden tolerar su ansiedad
pueden formar una relación especial con el alcohol, las drogas, la sexualidad,
la comida, el trabajo, etc. y utilizar a cualquiera de éstos como un medio de
evitar lo que sea doloroso. La búsqueda de placeres mundanos, seguridad,
fama y poder son otros medios a través de los cuales el ego procuraría
sujetarnos en el mundo de la ilusión. En todos éstos, independientemente de
su forma, reconocemos la misma dinámica del ego de substituir a Dios,
puesto que es El sólo Quien puede traernos placer y protegernos del dolor.

El ego niega a Dios al elevar la culpa a Su trono, y luego nos convence de


que busquemos fuera de nosotros la salvación de esta culpa en la forma de
ídolos que debemos adorar o evitar. Como enseña el Curso, sin embargo: "Un
ídolo no puede ocupar el lugar de Dios.... No busques esperanzas más allá de
tu Padre" (T-29.VII.10:4,6). Los evangelios nos proveen numerosas
enseñanzas y ejemplos de este problema, y son éstos los que exploraremos en
este capítulo.

El tomar nuestra cruz


Comenzamos con la enseñanza de Jesús que probablemente ha justificado
más interpretaciones para el ego- aunque inconscientemente motivadas-que
ninguna otra. En el evangelio de Lucas, Jesús les dice a sus discípulos: "Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día
y sígame" (Lc 9:23). Esta aseveración a menudo se ha interpretado como una
petición a emular el aparente sufrimiento de Jesús, con lo cual se justifica una
vida de sacrificio y de dolor, la meta perenne del ego. Bajo esta idea de una
vida de sacrificio estaba la creencia de que debido a que Jesús sacrificó su
vida por nosotros, y sufrió por la expiación de nuestros pecados, nosotros
tenemos que hacer lo mismo. Muchos sinceros cristianos sufrirían
gustosamente su desdicha, "ofreciéndola" a su Señor, creyendo que mientras
más se sacrificaran, más cerca estaría la salvación para ellos y para otros.

Ya hemos visto cómo una vida de sufrimiento se origina en la


interpretación de uno mismo como víctima, y jamás puede ser la Voluntad de
Dios para nosotros. El sacrificar algo tiene el mismo efecto que el abrazarlo,
puesto que establece un valor que nada aquí puede tener. Uno no lucha en
contra de algo a menos que crea que es real y que hay un valor en oponerse a
ello. Las enseñanzas de Jesús sobre la "renunciación" expresan un cambio de
actitud-del ego a Dios-no un curso de acción. Renunciamos a nuestra
inversión en las cosas del mundo, lo cual es siempre una inversión de culpa,
no a las cosas en sí. Sin embargo, podemos considerar esta exhortación
bíblica a "tomar nuestra cruz" desde otro punto de vista que sí tiene sentido.

Las parábolas gemelas de El tesoro y La perla (Mt 13:44-46) proveen una


perspectiva en la cual podemos entender mejor la enseñanza de Jesús.
Cuando al fin hayamos encontrado el tesoro escondido en el campo, o la
perla de gran precio, nos regocijaremos ("por la alegría que nos da") y
venderemos todo lo demás de modo que podamos comprarla. Cuando las
cosas de este mundo se midan contra los tesoros del reino, ¿quién en su
mente correcta no elegiría ese tesoro y dejaría a un lado lo que no tiene valor?
Como la Lección 128 "El mundo que veo no me ofrece nada que yo desee"
afirma: "No hay nada aquí que valga la pena anhelar. Nada aquí es digno de
un instante de retraso o de dolor, ni de un solo momento de incertidumbre o
de duda" (L-pI.128.4:2-3).
El énfasis aquí no radica en regalar las cosas, sino más bien en la gran
dicha que se experimenta de modo que todas las cosas, que una vez se veían
como valiosas, pueden mirarse ahora de manera diferente. El sacrificio, pues,
no juega ningún papel, pues en efecto, uno "ha renunciado" a lo que no
significa nada. "Se tiene que haber aprendido mucho, tanto para darse cuenta
de que el mundo no tiene nada que ofrecer como para aceptar este hecho.
¿Qué puede significar el sacrificio de lo que no es nada?" (M-13.2:1-2). Así
pues, no es importante a qué se renuncia, sino por qué, al reconocer qué es lo
únicamente verdadero. Una gran dicha inevitablemente resulta, pues ver el
significado del Espíritu Santo en todas las cosas es la dicha de conocer el
Amor de Dios en nosotros. Cuando hayamos encontrado a Jesús, el
mensajero del Reino, seremos impulsados por nuestro recién despierto amor
por él a dejar "atrás nuestras redes," como los pescadores cuando fueron
llamados a seguirlo. ¿Pero qué es lo que dejamos atrás, y cuál es el camino
que seguiremos?

Jesús fue la más completa expresión de una vida que ha trascendido al ego
totalmente. Si la cruz, o la crucifixión, es el símbolo del ego, entonces tomar
nuestra cruz significa seguir el camino de ego-trascendencia que siguió Jesús.
Podemos identificarnos con el deshacimiento de la culpa de nuestro ego, más
bien que con las pruebas y dolores de renunciar a esta culpa. Como afirma el
Curso: "La crucifixión es siempre la meta del ego, que considera a todo el
mundo culpable, y mediante su condenación procura matar" (T- 1 4.V. 10:6-
7). Así como la relación especial es el hogar de la culpa, el camino de la cruz
consiste en deshacer estas relaciones destructivas.

Este camino, que es el proceso de aceptar la Expiación para nosotros


mismos, ciertamente no está exento de dificultades. Sin embargo estas
dificultades no deben glorificarse o espiritualizarse, sino que más bien deben
comprenderse dentro del contexto de la necesidad que tiene el ego de
"devolver golpe por golpe." El deshacerse de la inversión que uno tiene en las
relaciones especiales está destinado a inducir sentimientos de dolor. Es
imposible cambiar estas relaciones que representaban nuestra seguridad y
protección de la culpa sin que experimentemos culpa. Puesto que ha sido
nuestro miedo a esta culpa lo que ha causado que escuchemos la voz del ego,
es éste el mismo miedo que surgirá una vez la inversión en las relaciones
especiales comience a cambiar y se permita que la culpa salga a la superficie
de nuestra experiencia consciente. Al discutir el cambio de una relación
especial a una relación santa, el Curso dice que "parece alterar la relación,
descoyuntarla, e incluso producir gran tensión" (T-17.V.3:3). Mirar la culpa y
el miedo es aterrador, como hemos visto, y donde hay miedo, el dolor y el
sufrimiento no pueden evitarse.

El Curso recalca repetidamente el proceso de traer la obscuridad a la luz,


nuestras ilusiones a la verdad del Espíritu Santo, y en un lugar llama a este
proceso "un período de inestabilidad" (M-4.I.7:1). En el evangelio, Jesús nos
advierte que esperemos esto, aun cuando nos exhorta a que lo sigamos. El
dolor de no seguirlo, y de aferrarnos a la mano del ego en lugar de aferramos
a la suya, supera por mucho a la ansiedad de aprender a confiar únicamente
en él. Poner nuestra confianza en la nada del ego tiene que conducirnos a una
mayor desesperanza. Más a propósito aún es el conflicto de ir constantemente
en contra de lo que en verdad queremos, el conflicto entre nuestro yo y
nuestro Ser. La fricción y la tensión son inevitables, y la dicha es imposible.
Nuestros ídolos de miedo, los que se hacen pasar por defensas, tienen que
quedar atrás si es que hemos de encontrar el verdadero representante de Dios,
no un substituto ilusorio. El dolor de la cruz es el experimentar nuestro miedo
y culpa de modo que podamos hacer otra elección- el perdón en lugar del
especialismo-y llegar al fin a encontrar la dicha del Cielo.

Llegamos a esta dicha por el camino recto y angosto, al abandonar nuestra


ilusión de falsos dioses que hay a ambos lados:

Entre estas dos sendas hay un camino que conduce más allá de
cualquier clase de pérdida, pues tanto el sacrificio como la privación
se abandonan de inmediato. Este es el camino que se te pide recorrer
ahora (L-pl. 155.51-2).

Los evangelios son completamente explícitos acerca de las dificultades de


este camino, y Jesús les hace claro a sus discípulos lo que significa ser
llamado por él y enviado al mundo: "No os procuréis oro, ni plata, ni
calderilla en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni ... bastón" (Mt 10:9-
10). Hemos de ser como los "lirios del campo," y confiar en la providencia de
Dios para todo lo que necesitamos. Somos enviados como corderos entre
lobos, sin nada que nos proteja excepto la inocencia e invulnerabilidad que no
proviene de nosotros mismos ni del mundo, sino de nuestro Padre Celestial.

Estas instrucciones generalmente se han tomado como que significan


completa pobreza, y ciertamente parecerían completamente quijotescas, pues
todos los apóstoles (maestros de Dios) tienen necesidades terrenales. Ya
hemos visto que aplicar esta enseñanza a las cosas realmente materiales
distorsiona su verdadero significado, el cual se refiere a la pobreza de espíritu
que se refleja en las beatitudes de Mateo. En realidad, desde luego, el espíritu
no es pobre, y aquí la pobreza se refiere a la parte del camino espiritual donde
renunciamos a nuestros apegos a las cosas de este mundo y nos abandonamos
a la Voluntad de Dios. Como escribe San Pablo: "...que nos enseña a que,
renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez,
justicia y piedad en el siglo presente" (Tt 2:12). San Benedicto, el padre del
monasticismo occidental, instruía a sus monjes que tuvieran estas palabras
visiblemente impresas en sus habitaciones en la comunidad: "Permite que
ellos (los monjes) no prefieran nada salvo a Cristo."

De ese modo, Jesús nos instruye a que cambiemos de idea de la manera del
ego mirar al mundo a la del Espíritu Santo. Es la distorsión que el ego hace
de esta enseñanza central lo que la ata a las cosas específicas, más bien que al
principio subyacente. El problema no es el cuerpo, sino cómo pensamos
acerca del cuerpo. Lo que "sacrificamos" son nuestros pensamientos sobre la
materialidad, no la materialidad en sí. De lo contrario, simplemente
practicamos el falso asceticismo de renunciar a lo que jamás fue real, con lo
cual mantenemos el pensamiento en nuestras mentes como si fuera real. El
Curso comenta sobre este error, y se refiere a las cuatro motivaciones de
Freud:

De acuerdo con el pensar del mundo, no hay sacrificio que no incluya


al cuerpo. Piensa por un momento en aquello a lo que el mundo llama
sacrificio. El poder, la fama, el dinero, los placeres físicos, ¿quién es
el "héroe" que posee todas esas cosas? ¿Qué significado podrían tener
excepto para un cuerpo? Mas un cuerpo no puede evaluar. Al ir en pos
de tales cosas, la mente se identifica con el cuerpo, negando su
identidad y perdiendo de vista lo que realmente es (M-13.2:4-9).

Cuando nuestras mentes se concentren en nuestra verdadera Identidad, la


cual Jesús nos manifiesta, no puede haber interferencia con el libre flujo del
plan del Cielo, y todas nuestras necesidades para el viaje se satisfarán. Como
hemos visto, no es Dios quien llena estas necesidades mundanas sino
nosotros mismos. Una vez nuestras mentes están debidamente enfocadas y
sanadas de la culpa que se manifiesta a sí misma en forma de castigo, todas
las vicisitudes desaparecen y recibimos el amor que sabemos que somos, en
la forma que necesitamos y que podemos aceptar.

Podemos ver el mismo principio expresado en esta serie de enseñanzas del


evangelio sobre las preocupaciones acerca del futuro o la necesidad de
retener el pasado. Hemos de dejar el pasado atrás, nos dice Jesús, así como
las preocupaciones sobre lo que será, al hacerle eco a la lección del libro de
ejercicios a la cual nos referimos arriba: "Pongo el futuro en Manos de Dios"
(L-pI.194). Tres hombres se le acercan a Jesús mientras él y sus discípulos
están viajando, para expresarles que ellos deseaban unírseles (Le 9:57-62). A
uno de ellos Jesús le dice: "Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo
nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza." Así pues,
seguir a Jesús significa renunciar a la seguridad del mundo o a las cosas del
ego. Al segundo hombre, quien desea primero enterrar a su padre antes de
unirse a Jesús, se le dice: "Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú
vete a anunciar el Reino de Dios." "Lo hecho, hecho está," nos dice Jesús,
"pues seguirme es abandonar a los muertos del pasado, y emprender la ruta
de la vida en el presente, la ventana hacia la eternidad." Este principio se
reitera en la respuesta que le da Jesús al tercer hombre que pide despedirse
primero de su familia. "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia
atrás, es apto para el Reino de Dios." Así pues, la inversión de aferrarse al
pasado precluye los regalos del reino.

Cuando se leen por primera vez, estas enseñanzas suenan ásperas, crueles
y exigentes. Sin embargo, cuando se ven bajo otra luz-hacia el contenido que
hay más allá de la forma-su mensaje se entiende como uno benévolo y
amoroso: puesto que Dios es nuestra necesidad, seguir a Jesús es nuestra
única dicha. Si no tuviésemos miedo de abandonar nuestros "gozos" previos-
la verdadera fuente de nuestro dolor-este camino no conllevaría sufrimiento o
miedo de clase alguna.

Nuestras más secretas inversiones en las seguridades del mundo deben


liberarse de nuestro inconsciente donde jamás se pueden corregir. Como
enseñaba Jesús: "Pues nada hay oculto si no es para que sea manifiesto; nada
ha sucedido en secreto, sino para que venga a ser descubierto" (Mc 4:22). Es
el proceso mismo de traer la obscuridad de nuestra culpa y de nuestro pecado
a la luz lo que es atemorizante, no el supuesto objeto de nuestro miedo.
Nuestra confianza en Jesús nos permite movernos más allá de este miedo,
pues él constantemente nos recuerda: "No temas." Mientras tomemos su
mano, como él exhortó a Pedro a que lo hiciera sobre el agua, jamás nos
hundiremos en las aguas del miedo, la ansiedad y la culpa del ego.

Es crucial, pues, no sólo que tomemos la cruz y nos movamos más allá del
ego, sino que tomemos la mano de Jesús y lo sigamos. Sin su guía jamás
atravesaremos el miedo y el dolor que la cruz puede representar. Por el
contrario, inevitablemente nos identificaremos con el miedo, y lo
convertiremos en nuestra única realidad. Otro relato, cuyo título y autor no
puedo recordar, ilustra bien las trágicas consecuencias de hacer el miedo real
sin que confiemos en el Dios Que siempre nos protege con Su Amor:

Un hombre apostó con sus amigos que podía quedarse de un día para otro
en una casa que según se decía era visitada por fantasmas. Aunque se sentía
secretamente asustado, suprimió su ansiedad y se dispuso a pasar la noche en
la casa. Más tarde por la noche oyó ruidos y, al atemorizarse se alejó de éstos.
Al apretar el paso, sintió de pronto un fuerte apretón alrededor del cuello.
Luchó con fuerza para liberarse echándose hacia adelante, pero mientras más
se esforzaba mayor era el apretón que sentía. Luchaba desesperadamente por
respirar, pero era una batalla perdida. La garra era implacable, y finalmente el
hombre se desplomó, sin vida, sobre el suelo. A la mañana siguiente sus
amigos lo encontraron muerto por asfixia debido a que su propia bufanda se
atoró en un clavo: mientras más luchaba por zafarse de la bufanda más la
apretaba. El terror del hombre a su atacante irreal se convirtió en su asesino.

En resumen, pues, es inevitable que pasemos por esta ansiedad y este


sufrimiento temporal de trascendencia del ego si hemos de alcanzar la paz y
la dicha que constituyen la verdadera herencia de nuestro Padre, Cuya
"Voluntad ... para mí es perfecta felicidad" (L-pI. 101). Estar dispuestos a
tomar este camino es desear esta paz, y una meta no puede lograrse sin sus
medios. Nuestra meta es la vida eterna que Jesús nos ofrece, y es esta meta de
libertad la que debe ser nuestro centro de interés, no el dolor de dejar atrás
nuestras relaciones especiales. Debemos estar dichosos porque lo que murió
en la cruz fue el miedo, y Jesús nos enseña ahora a vencer nuestro miedo al
"tomar su cruz" de perdón.

Las enseñanzas de Jesús sobre las relaciones especiales

Hay pocos lugares en los evangelios donde Jesús sea más enfático o
aparentemente áspero que en sus aseveraciones de que los discípulos eviten
envolverse falsamente con los demás. Esta enseñanza central ocurre cinco
veces en los evangelios sinópticos, y la aseveración más fuerte se plantea en
Lucas: "Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su
mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no
puede ser discípulo mío" (Lc 14:26). La versión de Mateo suaviza este
mandato, y al mismo tiempo aclara su significado: "El que ama a su padre o a
su madre ... a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10:37).

Esta aseveración se ha tomado en su forma más extrema, con el


significado de que aquel que transita por el camino espiritual tiene que
físicamente abandonar su hogar, romper las relaciones con sus padres y, en
efecto, vivir como si ellos ya no existieran. Este sacrificio se veía como el
"precio" que Jesús nos exigía para poder seguirlo, y el "precio" que pagaban
los padres por tener un hijo así, sin importar que ellos creyeran en este
principio o no. Nadie que siguiera esta línea de interpretación podía escaparse
de concluir, aun cuando lo enterrara bajo una nube de negación, que Dios es
cruel al exigir un sacrificio como ese. Ya hemos visto como un Padre
amoroso jamás exige sacrificios de Sus criaturas. También hemos visto cuán
propensos somos a caer en la trampa del ego de confundir la forma por el
contenido, así como a racionalizar la necesidad de sacrificio de nuestro ego al
invocar motivaciones espirituales. Aquí, como en todo lugar, Jesús habla del
significado del principio, no de su expresión literal o específica.
Ciertamente, Jesús no está abogando porque se viole el quinto
mandamiento de que honremos a nuestro padre y a nuestra madre. De hecho,
apoya por doquier este mandamiento en contra de las prácticas de los escribas
y fariseos (Mt 15:1-9), a quienes critica porque hipócritamente prefieren su
tradición de dedicarle sus bienes materiales al Templo en lugar de mantener a
sus padres ancianos. Jesús dice: "Y vosotros, ¿por qué traspasáis el (cuarto)
mandamiento de Dios por vuestra tradición?" (v. 3). Más bien, Jesús enseña
que siempre debemos ponerlo a él primero en nuestros corazones y en
nuestras mentes, o de lo contrario, el amor y la atención que les brindemos a
los demás estarán manchados por el ego. El verdadero seguidor de Jesús
"tiene" que amarlo a él como él ama a Dios-con todo su corazón, alma y
mente-porque éste es el único amor que existe. Como dice el Curso: "Pues
Dios creó la única relación que tiene significado, y esa relación es la relación
que El tiene contigo" (T-15.VIII.6:6).

Para nosotros Jesús es el Amor de Dios. El Curso afirma: "[su nombre]


representa un amor que no es de este mundo.... Constituye el símbolo
resplandeciente de la Palabra de Dios, tan próximo a aquello que representa,
que el ínfimo espacio que hay entre ellos desaparece..." (M-23.4:2,4). Por
consiguiente: "al recordar a Jesús estás recordando a Dios. Toda la relación
del Hijo con el Padre radica en Jesús" (M-23.3:2-3). Así pies, "preferir" a
otros en lugar de a Jesús es repetir el mismo "pecado" de la substitución que
fue lo que decidimos en la separación, al escoger a nuestro ser-ego para que
ocupara el lugar de nuestro verdadero Ser. Hemos visto cómo esta
substitución original se elige una y otra vez en nuestras relaciones especiales.

En un sentido, se puede decir que se nos pide que formemos una "relación
especial" con Jesús. Distinto a todas las demás relaciones, sin embargo, ésta
no estaría basada en la culpa o la substitución, sino en el amor, el medio para
conducirnos más allá de todas las relaciones especiales. El amar a Jesús,
pues, sería un amor que incluiría a toda la humanidad y que negaría todas las
exigencias de exclusividad. Puesto que escoger a Jesús en nuestras vidas
cotidianas representa una decisión de renunciar al ego, sólo podría ser la voz
de él la que nos guiara. Como dice Jesús en el Curso: "Cuando te unes a mí lo
haces sin el ego porque yo he renunciado al ego en mí y, por lo tanto, no
puedo unirme al tuyo. Nuestra unión es, por consiguiente, la manera de
renunciar al ego en ti" (T-8. V.4:1-2). Al excluirlo a él de nuestros corazones
tenemos que llenar el vacío, y en esa necesidad nacen todas nuestras
relaciones especiales.

El ego nos advierte que abandonar nuestras relaciones especiales es


renunciar a algo valioso sin lo cual nos sentiríamos miserables y solitarios.
Nos amonesta en contra de ese sacrificio. Este aviso es la razón de la
pregunta que Pedro le formula a Jesús sobre la renuncia a todas las
posesiones mundanas: "Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos
seguido; ¿qué recibiremos, pues?" (Mt 19:27). Aunque planteado en forma de
pregunta, las palabras de Pedro son realmente una aseveración: si
abandonamos lo que tiene significado para nosotros en el mundo, no nos
quedará nada. Pero Jesús le responde: "Y todo aquel que haya dejado casas,
hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá
el ciento por uno y heredará vida eterna" (Mt 19:29).

Repito, podemos entender que Jesús no exhorta a sus seguidores a que


sacrifiquen o renuncien a nada sino más bien a que vean sus vidas terrenales
en la justa perspectiva. Cuando se le pidió que interviniese a favor de la
herencia de un hombre, Jesús respondió: "Mirad y guardaos de toda codicia,
porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus
bienes" (Lc 12:15). A esto le sigue la parábola de El rico necio (Lc 12:16-21).
Un hombre rico procura construir graneros más grandes para sus cosechas,
para estar preparado para los años venideros. Pero Dios le dice: "¡Necio! Esta
misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién
serán?" (v. 20). La palabra "necio" (insensato) se utiliza en los Salmos en el
sentido de negar a Dios: "Dice en su corazón el insensato [necio], `¡No hay
Dios!'... [El] de espanto temblará, donde nada hay que espante" (Sal 14:1,5).
Esos son los "necios" que niegan a Dios, quienes tratan de poner su seguridad
en las cosas del mundo; tal inversión es irrelevante en la búsqueda del reino,
y simplemente refuerza el miedo en la medida en que refuerza la creencia de
que necesitamos seguridad en el mundo del ego. Sólo el invertir en Dios nos
proporciona la verdadera recompensa, pues sólo Dios es nuestra seguridad.
Así pues, Jesús concluye la parábola, al decir: "Así es el que atesora riquezas
para sí, y no se enriquece en orden a Dios" (v.21). Las cosas del mundo
pasan, pero el reino es para siempre. Tenemos que escoger cuál ha de ser
nuestro tesoro.

En las parábolas del Edificador de la torre y El que considera una campaña


(Lc 14:28-33), Jesús enseña que uno jamás debe comenzar algo que no se
puede terminar; bien sea comenzar una obra de construcción sin pesar
primero los gastos que conlleva terminarla, o planear una campaña militar sin
saber si el ejército de uno es suficiente para derrotar al enemigo. Hacer tal
cosa es arriesgarse a las burlas de los espectadores: "Este comenzó a edificar
y no pudo terminar" (v. 30). Jesús les advierte a sus seguidores sobre la
naturaleza de su senda. Retener aunque sea una parte ínfima de los apegos de
nuestro ego es suficiente para impedir que aceptemos el Amor de Dios.
Sustentar cualquier aspecto del sistema del ego es sustentarlo todo
incluyendo la culpa que niega el Amor de Dios y que nos "prohibe"
experimentarlo. Tal componenda nos hace aparecer como tontos, pues
entonces nos quedamos sin ninguno de los dos: no completar el proceso del
perdón refuerza la culpa, mientras que aferrarnos al ego y negar a Dios
fortalece nuestro miedo a El. En efecto, nos quedamos sin ningún refugio.
Esta es la gran dificultad de seguir la senda de Jesús: la falta de componendas
que finalmente se nos pide. Como afirma el Curso: "No puedes establecer
ningún acuerdo con la culpabilidad, y al mismo tiempo escaparte del dolor
que sólo la inocencia mitiga" (T-14.III.3:1). Al final, todas las defensas del
ego deben abandonarse; sólo entonces podemos verdaderamente encontrar la
paz

Estas dos parábolas, pues, no son tanto una renunciación a sí mismo o una
negación sino más bien una introspección. Jesús nos pide que busquemos
interiormente cualesquiera manchas de obscuridad del ego que impidan que
la luz del Cielo resplandezca. Su mensaje para nosotros es: "Cualquiera de
vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío" (v.
33). Aquí vemos de nuevo que Jesús no nos pide que "renunciemos" a las
posesiones materiales en un espíritu de sacrificio, sino que más bien
renunciemos a nuestra inversión en ellas, pues éstas ya no tienen el
significado que tenían. Jesús nos pide que vivamos nuestras vidas a plenitud
al completar el proceso del perdón de modo que nuestra dicha sea igualmente
plena. Mientras una sola "mancha de obscuridad" permanezca en nuestro
interior, la luz de Cristo se obscurece y Jesús quisiera que fuésemos el puro
canal de luz que él es. El les dice a sus discípulos: "Mira, pues, que la luz que
hay en ti no sea oscuridad. Si, pues, tu cuerpo está enteramente luminoso, no
teniendo parte alguna oscura, estará tan enteramente luminoso, como cuando
la lámpara te ilumina con su fulgor" (Lc 11:35-36).

Por lo tanto, Jesús instruyó a sus discípulos: "Porque quien quiera salvar
su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará" (Mi
16:25). Al tratar de asegurar las vidas de nuestros egos aferrándonos a
nuestras relaciones especiales, realmente perdemos nuestra vida, pues hemos
puesto nuestra fe en nada. Al abandonar estos apegos-escogiendo una
relación santa en lugar del especialismo-tomamos la sola decisión que
devuelve a nuestra conciencia nuestra verdadera vida en Dios. De este modo,
encontramos el verdadero significado de la vida y nos damos cuenta, repito,
"con feliz asombro, que a cambio de todo esto [renunciamos] a lo que no era
nada" (T-16.VI.11:4). Esta es la perla de gran precio, representada para
nosotros por Jesús, cuando lo ponemos a él primero en nuestros corazones y
en nuestras mentes.

Esta misma enseñanza se encuentra en la aseveración de Jesús acerca de


que nos hagamos eunucos por respeto al reino (Mt 19:12). Como hemos visto
en el Capítulo 4, Jesús no podía estar abogando por la forma del celibato,
retirándonos de las relaciones sexuales de modo que permaneciésemos
"puros" para él únicamente. Más bien, él nos exhorta a que hagamos el acto
interior de elegirlo a él primero. Así pues, todas nuestras relaciones,
independientemente de su forma, pueden emanar de su amor. Una vez él está
en el centro de nuestras relaciones podemos experimentar la verdad de sus
palabras: "Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ese es
mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12:50). Sólo al descansar seguros
en Dios podemos reconocer que nuestras relaciones son oportunidades de
aprendizaje que nos capacitan para extender el amor de Jesús a toda la
humanidad.

De modo que no basta con que retiremos nuestra inversión del mundo, el
significado de "anda, y cuanto tienes véndelo". También debemos dar el
dinero a los pobres (Mc 10:21), que es el significado de "vaciamos de nuestro
ego" con los demás. Estos son los "pobres" que Jesús nos envía-todos
aquellos que tienen hambre del Amor de Dios, al creer que están separados
de este amor. En nuestro compartir este amor con ellos, todos nos unimos en
Su Presencia. Es la condición natural del amor, lo contrario de amor especial,
que abracemos a toda la humanidad como nuestro Padre nos abraza a
nosotros.

Esto no quiere decir que amemos a todo el mundo de la misma manera.


Más bien, es el contenido de nuestro amor lo que es importante, no la forma
en la cual se expresa. En este mundo de separación no es posible lograr que el
amor universal de Dios se manifieste en la misma forma para todos. Por
ejemplo, celebramos los días festivos con nuestras propias familias, o
invitamos a cenar a ciertas personas pero no incluimos a otras. Esta
"selectividad" no significa que los miembros de nuestra familia o los amigos
más cercanos sean "mejores" que el resto de la población del mundo, sino
sencillamente que estas relaciones son parte del plan del Espíritu Santo para
ayudarnos a aprender y a enseñar Sus lecciones de perdón. Lo que es esencial
es que nuestros egos no excluyan a los demás de nuestro círculo, sino que le
permitamos al Espíritu Santo tomar estas decisiones por nosotros. De esta
manera, todas nuestras relaciones, sin importar su nivel de intensidad o de
intimidad, se tornarán santas. El Curso llama a estas relaciones "heraldos de
la eternidad," en los cuales "dos voces que se alzan juntas hacen un
llamamiento al corazón de todos para que se hagan de un solo latir. Y en ese
latir se proclama la unidad del amor y se le da la bienvenida" (T-20.V.2:3-4).

Jesús nos dijo que el vino a traer la paz (Jn 14:27), pero el falso y efímero
sentido de seguridad que resulta de las relaciones edificadas sobre la
dependencia en el amor especial no es la paz que Jesús nos ofrece. Más bien,
debemos aprender a despojarnos del falso yo que quiere que busquemos tales
relaciones, y que en su lugar busquemos la sola relación con él que une a
todas las demás en sí misma. Debemos desprendernos de los apegos a todo lo
que no es de Dios de modo que finalmente podamos unirnos con nuestra
verdadera realidad. Para ayudar a conducimos del infierno de las vidas de
nuestro ego al Cielo de la vida en Dios, Jesús nos envía los unos a los otros,
sus mensajeros, a traemos las buenas nuevas de gran dicha. Pero a menos que
él mismo permanezca en el centro de nuestras relaciones, su mensaje de
perdón, dicha y felicidad de éstas, se perderá en la culpa, el dolor y la
miseria. En cada relación, por consiguiente, Jesús nos llama: "Venid a mí
todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso" (Mt
11:28). De ese modo la culpa y el miedo de nuestras relaciones especiales se
transforma, a través del perdón, en el reflejo del Amor de Dios.

El amor especial por Jesús

Este cambio de la culpa al amor, por medio del perdón, se demuestra


claramente en la propia relación de los discípulos con Jesús, con quien ellos
habían formado una relación especial. Si recordamos la dinámica de la culpa
del ego, podemos entender la propensión de los discípulos al especialismo.
La creencia universal de que estamos separados de Dios nos conduce a
sentimientos de indignidad, vacuidad y carencia, y por eso la necesidad de ser
especiales, diferentes y mejores que los demás. Al compartir esta creencia y
de ese modo desear reconocimiento especial, los discípulos esperaban de
Jesús una concreta demostración de este amor especial, para lograr así el
propósito del ego de ocultar sus sentimientos subyacentes de indignidad. Los
evangelios proveen varios ejemplos de esta necesidad y exigencia.

En Marcos 9:38 vemos a Juan quejarse ante Jesús de que otro que "no es
uno de nosotros" estaba exorcizando demonios en el nombre de Jesús, y que
los discípulos habían tratado de detenerlo. Juan, al hablar por los demás,
expresaba la creencia de que únicamente ellos podían efectuar esa curación
ya que ellos únicamente eran los verdaderos seguidores de Jesús. Si su
Maestro hubiese fulminado airadamente con un rayo a este extraño, sin duda
ellos se hubiesen sentido satisfechos. La respuesta de Jesús, no obstante, no
fue lo que ellos esperaban: "No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un
milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí.
Pues el que no está contra nosotros, está por nosotros" (Mc 9:39-40).

El relato que hace Lucas del mismo intercambio es seguido por el


incidente de la inhospitalidad de los samaritanos hacia los mensajeros que
Jesús había enviado adelante en su viaje desde Galilea hacia Jerusalén.
Santiago y Juan, llamados en otras partes "los hijos del trueno," se le
acercaron a Jesús, disgustados con el aparente rechazo que les habían
mostrado los samaritanos. Preguntaron: "Señor, ¿quieres que digamos que
baje fuego del cielo y los consuma?" (Lc 9:54). El evangelista describe la
respuesta de Jesús: "Pero volviéndose, les reprendió; y se fueron a otro
pueblo" (Lc 9:55-56).

Las dos respuestas de Jesús son eco de sus palabras en el Sermón de la


montaña: "No todo el que me diga: `Señor, Señor', entrará en el Reino de los
Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt 7:21). Todos
somos especiales a los ojos del Padre, Quien nos ama como uno. Al hacer Su
Voluntad, afirmamos su Paternidad. Al negar Su Voluntad, como hicieron
Adán y Eva, inconscientemente procuramos destruir esta Paternidad y romper
nuestra relación con El. Ser un seguidor literal de Jesús no es esencial.
Expresamos nuestros discipulado al amarnos unos a otros; en pensamiento y
acciones, no en palabras. Dios sólo nos pide esto, dijo Miqueas: "tan solo
practicar la equidad, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios"
(Mi 6:8). De ese modo, Jesús acepta su unidad con aquellos que son sus
seguidores, y aun aquellos que lo rechazan. Su amor y respeto por toda la
humanidad es su lección para los discípulos, de manera que ellos puedan
aprender a amar como él ama.

Aquí Jesús refleja la creencia tradicional judaica en el Código Noético,


basado en la alianza de Dios con Noé. Después del diluvio, Dios prometió
que jamás destruiría la tierra, obligando a toda la humanidad a que
mantuviese su parte de la alianza al no verter la sangre de nadie: "Quien
vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a
imagen de Dios hizo El al hombre" (Gn 9:6). Mientras la gente obedezca esta
ley básica, la cual podemos extender a procurar no dañar a otro jamás, habrá
mantenido su acuerdo. Puesto que todas las naciones del mundo proceden de
los tres hijos de Noé (vea la genealogía en Gn 10), esta alianza abraza a toda
la humanidad, no sólo a los hijos de Israel. Así pues, Jesús les enseñó a sus
discípulos que todas las personas son sus hermanos y hermanas,
independientemente de su camino espiritual o de su maestro espiritual.

Los eruditos de las escrituras sugieren, después de la aseveración de Lucas


11: 1, que Jesús les dio el Padre Nuestro en respuesta al deseo de los
discípulos de tener algo que los distinguiese de todos los otros grupos,
especialmente de los seguidores de Juan el Bautista. Ellos deseaban ser
especiales y tener una oración que nadie más tuviese. Si esta hipótesis es
correcta, provee un ejemplo instructivo de cómo Jesús podía convertir una
petición del ego en un medio que conduzca más allá del ego.

No sólo deseaban los discípulos ser diferentes de otros grupos, sino que
luchaban entre ellos mismos por ser primeros en los afectos de Jesús. Vemos
a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, pedirle a Jesús si podían sentarse a
mano derecha y a mano izquierda de él cuando estuviese en su gloria (Mc
10:35-37). En la versión de Mateo es la madre de ellos quien hace la petición
(Mt 20:20-23). En otras partes, los discípulos discuten entre ellos mismos
sobre quién es el más grande (Mc 9:33-34; Lc 9:46; 22:24), o le hacen la
pregunta al mismo Jesús (Mt 18:1).

Que Jesús reconocía el problema del especialismo es evidente en su


respuesta a la súplica de los discípulos de que les concediese papeles únicos
en su ministerio y lugares únicos en su corazón. Su respuesta característica
era un llamamiento a la humildad: "Si uno quiere ser el primero, sea el último
de todos y el servidor de todos" (Mc 9:35); y todavía más al grano:

Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los
que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar Bienhechores; pero
no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el más
joven y el que gobierna como el que sirve. Porque, ¿quién es mayor,
el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa?
Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve (Lc 22:25-27).

El mismo Jesús proveía un ejemplo de esta humildad al lavarle los pies a


sus discípulos en La última cena. Pedro protesta enérgicamente, pero la
respuesta de Jesús epitomiza el principio de la igualdad en el amor: "Si no te
lavo, no tienes parte conmigo" (Jn 13:8). En efecto, Jesús está diciendo: "Si
tú insistes en apartarme de ti al hacerme especial, no podrás compartir en el
Reino de nuestro Padre, donde todos Sus hijos son iguales." En el evangelio,
Jesús dice: "En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni
el enviado más que el que le envía" (Jn 13:16). Sentimientos similares se
encuentran en la respuesta de Jesús al joven rico quien se dirige a él como
"Maestro bueno": "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo
Dios" (Mc 10:18); y a los discípulos:

Vosotros ... no os dejéis llamar 'Rabbí', porque uno solo es vuestro


Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie 'Padre'
vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni
tampoco os dejéis llamar 'Directores', porque uno solo es vuestro
Director: el Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor.

Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será


ensalzado" (Mt 23:8-12).

Mediante esta última aseveración, podemos ver que Jesús no estaba


rebajando su propia autoridad. Esto también está claro en el versículo que
sigue al lavado de los pies de los discípulos; "Vosotros me llamáis `el
Maestro' y 'el Señor', y decís bien, porque lo soy" (Jn 13:13). Más bien, Jesús
está exhortando a sus seguidores a que no se rebajen más de lo que deben
inflarse. El está recalcando la igualdad y la ausencia de especialismo: "Pues si
yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis
lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también
vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13:14-15). Volveremos
a este asunto de Jesús y el "especialismo espiritual" en la Parte IV.

Uno de los ejemplos más importantes del trato de Jesús al problema del
especialismo está en el relato que hace Juan de La última cena. Los discípulos
creían que su poder para perdonar y sanar procedía de Jesús. Por lo tanto,
ellos naturalmente malentendieron que la base de este poder se originaba en
la persona física de Jesús quien vivía y caminaba con ellos. De ser así, su
ministerio habría estado restringido a la época de la vida terrenal de Jesús. La
lección final que Jesús iba a dejarles a sus discípulos era que el poder y la
autoridad de él estaba dentro de ellos. Debido a que el poder era del Espíritu
Santo, no podía estar limitado ni por el tiempo ni por el espacio. El que una
persona tuviese este poder no excluía que su presencia estuviese en otra. Esta
idea, por supuesto, se esfuma ante la faz del especialismo, el cual por
definición limita la manifestación del amor a ciertas personas dentro de un
marco temporal y espacial específico. El especialismo es exclusivo y
limitado; el verdadero amor, que es inclusivo e ilimitado, abraza a toda la
humanidad sin excepción.

Esto, pues, es una cuestión de fe, fe en un orden de realidad diferente que


no puede conocerse a través de los cinco sentidos. Era una parte esencial de
la misión de Jesús dirigir nuestra atención, mente y corazón hacia este otro
orden de la realidad. Después de su resurrección, él se apareció ante los
discípulos quienes habían vivido con él durante su ministerio terrenal. A un
Tomás escéptico le dijo las palabras que contenían tan gran significado para
los seguidores que no lo conocieron en vida: "Porque me has visto has creído.
Dichosos los que no han visto y han creído" (Jn 20:29). Así pues, Jesús
preparó a sus discípulos en La última cena: "Dentro de poco ya no me veréis,
y dentro de otro poco me volveréis a ver" (Jn 16:16). No era con los ojos del
cuerpo que ellos verían a Jesús, sino a través de la visión nacida de la fe en la
realidad del espíritu, por medio del cual se experimenta la Presencia viviente
de Dios que está más allá del tiempo, del espacio y del mundo material. Fue
para trascender las limitaciones de este mundo de formas separadas que Jesús
enseñó sus lecciones de perdón, y las ejemplificó con tan perfecta pureza.
Con su vida, él puso en movimiento las lecciones de los profetas quienes
predicaban la apertura de los ojos y oídos de la humanidad: "no se cerrarán
los ojos de los videntes, y los oídos de los que escuchan percibirán; el
corazón de los alocados se esforzará en aprender, y la lengua de los
tartamudos hablará claro y ligero" (Is 32:3-4).

Debido a que uno de los principales propósitos de Jesús era ayudar a que
aquellos que iban a realizar su obra en la tierra aprendiesen a escuchar la Voz
del Cielo, era esencial que se les enseñase que el Reino de Dios estaba
dentro, no fuera de ellos. Sin embargo, mientras Jesús estuviese presente para
sus discípulos y fuese un objeto de dependencia, ellos jamás habrían
aprendido su lección. La necesidad que tenían de su Maestro era demasiado
grande. Así pues, Jesús pronuncia estas palabras de consuelo sobre su muerte
inminente: "Pero yo os digo la verdad; os conviene que yo me vaya; porque si
no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito (el Espíritu Santo); pero si me
voy, os lo enviaré" (Jn 16:7). "A menos que yo me vaya," Jesús les explica,
"jamás entenderán que vivo en ustedes. Después de mi partida, reconocerán
que el Espíritu Santo me lleva con ustedes no importa donde estén; puedo
hablar dentro de todos al mismo tiempo."
Por consiguiente, si Jesús hubiese permanecido con sus discípulos, la
relación especial de ellos con el yo físico y psicológico de Jesús les habría
impedido que reconociesen alguna vez la Presencia viviente del Espíritu
Santo dentro de ellos. Habrían estado reforzando la precisa lección de
especialismo que se suponía que des-aprendieran. Jesús no quería que ellos o
cualquier otro se hiciera dependiente de su presencia física real, o que nuestra
conciencia de él se limitase a ello. A duras penas le serviría a la lección de
infinitud de Dios si el mismo Jesús estuviese limitado por las precisas leyes
del ego que él estaba enseñando que se debían trascender. Esto, pues,
permanece como el problema crucial de la fe: que le retiremos la fe a lo que
vemos, oímos y entendemos, y que reconozcamos con Hamlet, que hay más
cosas en el Cielo y en la tierra de las que soñamos en nuestra filosofía. A
través de su ejemplo viviente, Jesús nos demostró lo que estas "más cosas"
son verdaderamente. Su presencia constante en nuestras vidas revela esta
verdad: Dios es infinito, y esta libertad de espíritu la compartimos con él.

Es este contacto progresivo con la Voz de Dios, de la cual Jesús es la


manifestación, el que nos libera para estar en cualquier lugar y con
cualquiera, para que hagamos cualquier cosa en este mundo con la perfecta
conciencia de que no estamos solos. Nuestro Maestro siempre está con
nosotros, hasta el final del tiempo. Puesto que esta Voz no está limitada por
el tiempo y el espacio, tampoco lo estamos nosotros. Somos libres para
caminar el mundo en perfecta libertad, en perfecta confianza y fe de que
nuestro Maestro, Consolador y Paráclito va con nosotros. Como dice Jesús en
el Curso: "No caminas solo. Los ángeles de Dios revolotean a tu alrededor,
muy cerca de ti. Su Amor te rodea, y de esto puedes estar seguro: yo nunca te
dejaré desamparado" (L-plI.ep.6:6-8).

Cuando nos liberamos de la dependencia en las formas externas, estamos


seguros de la comunicación directa entre nosotros y el Espíritu Santo. La
comunicación a través del Espíritu Santo, distinta a la comunicación en el
mundo físico, no conoce fronteras. Debido a esto, Jesús puede estar siempre e
igualmente con nosotros, y el problema del especialismo se deshace. Como
afirma el Curso:

La comunicación no se limita únicamente a la reducida gama de


canales que el mundo reconoce. Si así fuese, no tendría objeto tratar
de enseñar la salvación. Sería imposible hacerlo. Los límites que el
mundo le impone a la comunicación son los mayores obstáculos para
una experiencia directa del Espíritu Santo, Quien siempre está aquí y
Cuya Voz está siempre presta a ser oída (M-25.2:2-5).

De ese modo, podemos reconocer que esta Voz habla por nosotros, por
nuestro verdadero Ser que hemos olvidado y negado. Mediante este vínculo,
la unidad fundamental de Dios y nosotros se refuerza, aun cuando seguimos
viviendo dentro de un marco del ego. Dios utiliza nuestra creencia en la
realidad de voces separadas para enseñarnos finalmente que sólo hay Una.

Las palabras de Jesús y su mensaje en La última cena tienen que haber


caído en oídos sordos, ciertamente en oídos que no comprenden. Los
discípulos podían escuchar a su Señor únicamente a través del velo de su
propio especialismo, del miedo y de la culpa de sus propios egos. No habría
de ser hasta después que experimentasen la resurrección de Jesús, que los
discípulos podrían comenzar a conocer el tremendo regalo de amor que Jesús
les había ofrecido. Pero primero tendrían que pasar por la más difícil de todas
las lecciones: la crucifixión.

La telaraña del especialismo: el odio especial por Jesús

Sería muy difícil para nosotros ubicarnos en los zapatos de los discípulos
durante ese período que comienza con el arresto de Jesús en el Huerto de
Getsemaní hasta que se les apareció la noche del domingo en el aposento
alto. Las narraciones de los evangelios, además, ofrecen muy poco más allá
de algunas claves incitadoras. Lo demás lo dejan a nuestra imaginación,
guiada por los discernimientos psicológicos que hemos discutido en la Parte
I. Podemos decir con seguridad, no obstante, que este grupo de leales
seguidores, tenía que estar psicológicamente destruido con el sorprendente
revés de los incidentes de esos días.

Por muchos meses, ellos habían edificado su fe y confianza en Jesús la


cual había culminado con la entrada triunfal de éste en Jerusalén el Domingo
de Ramos. Veían en él la realización de sus esperanzas en la llegada del
Mesías que reinaría en el trono de David, y que establecería el Reino de Dios
de paz y justicia en la tierra, la encarnación de aquel de quien se hablaba en
los salmos: "Oráculo de Yahveh a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que
yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies" (Sal 110:1). Las muchas
"señales y maravillas" de las cuales ellos dieron testimonio a través del
ministerio de Jesús habrían reforzado esta creencia, por no decir nada de su
experiencia personal del amor de su Señor por ellos.

Sin embargo, repetidamente los evangelios describen de manera gráfica el


malentendido de los discípulos de lo que era la verdadera naturaleza del reino
que Jesús predicaba, y del significado de su vida y de su muerte venidera.
Pedro, por ejemplo, reconviene con Jesús después que se enteró de la futura
muerte de éste: "¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!" (Mt
16:22). Cuando Jesús lo repite, los discípulos responden con gran tristeza (Mt
17:23). En su relato, Marcos comenta: "Pero ellos no entendían lo que les
decía y temían preguntarle" (Mc 9:32), mientras que Lucas observa: "Ellos
nada de esto comprendieron; estas palabras les quedaban ocultas y no
entendían lo que decía" (Lc 18:34). Finalmente, la versión de Juan sobre La
última cena presenta a varios de los discípulos pidiéndole a Jesús que aclare
lo que ellos no pueden entender. A Felipe, Jesús le responde: "¿Tanto tiempo
hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe?" (Jn 14:9).

Dada su propia comprensión limitada aún, ellos no podían hacer otra cosa.
La metanoia o cambio de pensamiento que Jesús enseñó, los discípulos la
tradujeron en algo externo. No fue hasta la resurrección que el entendimiento
de los discípulos pudo comenzar a cambiar, cuando reconocerían que el
templo que se reconstruiría en tres días, se refería al mismo Jesús, no a una
estructura externa (Jn 2:19-22). El "fracaso" de la misión de Jesús en
establecer un reino terrenal inevitablemente los habría devastado. Visto en
retrospectiva, los días que transcurrieron entre el Viernes Santo y el Domingo
de Ramos deben haberles parecido breves, realmente. Toda esperanza se
había perdido, y no quedaba nada excepto la desolación y las memorias
amargas de los sueños rotos.

Este trasfondo recalca la naturaleza problemática de la relación especial


que tenían los discípulos con Jesús. Al ver en Jesús al Mesías prometido por
las Escrituras, ellos transfirieron sobre él su necesidad psicológica de un
salvador, y creyeron que su propia valía radicaba en él y en el éxito de su
misión. Al no sentirse dignos por sí mismos, necesitaban sentirse especiales a
través de su relación con él.

En el Capítulo 1, vimos cuán rápidamente el amor se convierte en odio


cuando el objeto de este amor fracasa en satisfacer las exigencias y
obligaciones que se le adjudican. Podemos inferir un proceso similar en
ascenso hacia su clímax, el cual comienza con el arresto de Jesús y culmina
con la escena de la post-crucifixión en la cual los discípulos se acurrucan en
el aposento alto.

Al haber proyectado sobre Jesús su necesidad de un salvador especial que


satisfaría todas sus necesidades, ¿qué les quedaba ahora que Jesús se había
ido, especialmente en vista de que él muriera bajo esas circunstancias
denigrantes? La dinámica del ego exige primero el refuerzo de su propia
culpa: lo que le ocurrió a Jesús fue culpa de ellos; Jesús murió debido al
pecado de ellos en contra de él. Estos "pecados" habrían incluido: no creer
plenamente en él o en su mensaje; murmurar entre ellos a espaldas de él;
dudar de sus promesas y garantías; quedarse dormidos en Getsemaní; negarlo
tres veces después de su arresto; esconderse por temor a perder sus vidas
durante el juicio y la crucifixión-en general, abandonarlo en su trance de
aparente necesidad, después de todo lo que él había hecho por ellos en su
necesidad.

En total, habría sido casi imposible para los discípulos no haber sentido,
consciente o inconscientemente, que su propia traición, abandono y falta de
fe fueran responsables de la verdadera traición y asesinato del Maestro. Aun
si ellos no reconocían por el momento el alcance total de las acciones de
Judas, ellos mismos se habrían sentido culpables de la misma acción. Freud
nos ha ayudado a entender esta dinámica al describir la "omnipotencia de los
deseos" del niño: Si un padre muriese, los pensamientos inconscientes de ira
de ese niño en contra de ese padre lo harían sentirse responsable de su
muerte. Jesús enseñó el mismo principio al recalcar la importancia de
nuestros pensamientos, lo cual discutiremos en el capítulo siguiente. El tener
pensamientos de ataque es suficiente para hacemos culpables, aun cuando la
ira sea tácita o esté fuera de nuestra conciencia. Así pues, el que los
discípulos se sintieran culpables por la muerte de Jesús habría reforzado la
culpa que estaba presente en su relación especial con él.

Ahora surge la más dolorosa de todas las armas del ego: el miedo. Si en
efecto los discípulos creían que ellos habían cometido esos pecados en contra
de Jesús, como afirmaba su culpa, cuán terrible, pues, sería el castigo que
inevitable y justamente recibirían. Juan escribe: "Al atardecer de aquel día, el
primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas
del lugar donde se encontraban los discípulos" (Jn 20:19). Por una parte,
podemos apreciar las aprensiones de que la gente o el Sanedrín no estarían
satisfechos con la muerte de Jesús. Con el deseo de erradicar lo que ellos
creían que era una amenaza para su autoridad, los líderes procurarían matar al
resto de los que "conspiraban" con Jesús. Sin embargo, ya hemos visto que el
origen último del miedo no radica en las situaciones externas, sino más bien
en la expectativa del castigo que nuestra culpa exige. Puesto que era
imposible para los discípulos no haberse sentido culpables por creer en su
pecaminosidad, específicamente en lo que se relacionaba con su
comportamiento y pensamientos relacionados con Jesús, habría sido
igualmente imposible para ellos no temerle a la represalia. Si la gente
crucificó a Jesús que era completamente inocente, el inconsciente de ellos
razonaría, ¿qué nos harían a nosotros que somos tan pecaminosos?

En su raíz, el miedo procede de una sola fuente: cuando creemos que nos
separamos de Dios, nuestra culpa por este pecado de creer que hemos atacado
a nuestro Creador exige que El se vengue por igual. Cuando se entiende en
este contexto, los discípulos agazapados en terror detrás de puertas cerradas
nos recuerdan el intento de Adán y Eva de esconderse en el jardín. Le temían
al Dios que los castigaría por su pecado en contra de El, un miedo que su
propia culpa inició y reforzó. Así pues, su miedo a que los judíos los
capturaran era en realidad una expresión del miedo inconsciente a Dios. Ellos
trataban de esconderse de El, y esperaban mágicamente esconderse detrás de
las puertas cerradas.

Una vez se establece que Dios es nuestro enemigo en lugar de Amigo,


aparece otra fuente de miedo. Sin el Dios que sólo es nuestro escudo y
protector, ¿quién está ahí para protegernos de las duras crueldades del mundo
separado en el cual ahora nos sentimos vulnerables, enajenados y solos?
Nuestra culpa nos ha aislado del único Ser Que nos puede ayudar, y al mismo
tiempo ese Ser Unico se convierte en el objeto de nuestro miedo mayor. De
ese modo, cada expresión individual de miedo o separación, tal como ira o
miedo, inconscientemente nos recordará nuestra separación de Dios. ¿Cuánto
más que un recuerdo sería esto cuando la ocasión de "pecado" envuelve al
mensajero del Mismo Dios. Enfrentados al hecho de que les han arrebatado
su protector externo, y al no verlo actuar como el rey mesiánico que le
dictaron sus expectativas, no les quedaba otra alternativa sino caer
nuevamente en su ego. Al olvidar que su seguridad radicaba en el Dios de
Israel Que era su verdadera roca de salvación, huyeron hacia el ego en busca
de seguridad y por consiguiente justo hacia los brazos de la proyección que
los estaba esperando.

Al mismo tiempo que se reforzaba esta culpa, el miedo a enfrentarla


llevaría a los discípulos a proyectarla sobre alguien más, e intentar
adjudicarle a esa persona la culpa que en realidad creían que era de ellos. No
habría sido difícil en ese momento que los discípulos encontrasen los objetos
adecuados sobre los cuales proyectar. Ahí estarían Judas, Pedro o
cualesquiera de los demás discípulos; los líderes del Sanedrín quienes habían
clamado por la muerte de Jesús; los romanos que llevaron a cabo la
crucifixión; y hasta Dios, Que permitió que ocurriera esta horrible tragedia.
Quizás el más devastador para ellos de todos los chivos expiatorios, no
obstante, habría sido el mismo Jesús: Jesús, el omnisciente salvador quien
caminó alerta hacia la trampa; Jesús, el obrador de milagros que jamás evitó
que sucediera lo inevitable, aunque con toda seguridad podía haberse salvado
a sí mismo; Jesús, el rey mesiánico ahora debilitado y desgraciado. Por sobre
todos los demás, habría sido Jesús quien fuese el más responsable de la
miseria que sentían los discípulos. La cubierta de su amor defensivo les había
sido arrebatada de pronto, y su tremenda pérdida sólo podía deberse al
fracaso de él. En sus mentes agobiadas por la culpa, protegida por la
proyección, no fueron ellos quienes habían abandonado a Jesús y traicionado
su confianza, sino que fue Jesús quien los había abandonado y traicionado a
ellos. Todas las dudas que ellos abrigaron una vez sobre la estrategia de su
misión mesiánica ahora parecía totalmente justificada.
En este punto, el insidioso ciclo de culpa-ataque, el bastión del sistema del
ego, se pone en marcha. Mientras más culpables se sentían los discípulos de
su envolvimiento inconsciente en la muerte de Jesús, mayor era su necesidad
de proyectar la responsabilidad sobre otros. Esto simplemente aumentaba su
culpa, especialmente cuando aquel sobre quien más la proyectaban (debido a
que la culpa de ellos hacia él era la mayor) era el mismo Jesús. La pérdida de
ellos era insondable; su culpa, abrumadora; su odio, aterrador-el mundo de
pronto había llegado a su fin, inexplicablemente destruido por
acontecimientos que parecían estar más allá del control de ellos.

La combinación de pecado, culpa y miedo que los discípulos


experimentaron después de la crucifixión parecería estar más allá de nuestra
comprensión, demasiado aterradora para contemplarla. Mas, como hemos
visto en el Capítulo 1, cada uno de nosotros lleva estos pensamientos en su
interior puesto que compartimos el mismo ego colectivo, similar en un
sentido al concepto del "inconsciente colectivo" de Jung. Hace añicos a
nuestras mentes el pensarlo siquiera. Sin los mecanismos de negación y
proyección, sería imposible para nosotros sobrevivir. Estos mismos
mecanismos de defensa, no obstante, aseguran que esta supervivencia será
una de dolor, sufrimiento, terror y muerte. Los discípulos acurrucados en el
aposento alto son el símbolo de todo el mundo. Aquellas horas aterradoras
que ocurrieron una vez en la historia, se repiten diariamente, aunque en
formas distintas, en nuestras vidas. "Cada día, y cada minuto de cada día, y
en cada instante de cada minuto, no haces sino revivir ese instante en el que
la hora del terror ocupó el lugar del amor" (T-26.V.13:1). Luego,
repentinamente, en medio del terror de la obscuridad de nuestro ego, Jesús
aparece con su mensaje redentor de perdón. Los dos capítulos siguientes
discutirán este mensaje de perdón, que culmina con el perdón de Jesús a sus
discípulos y a todos nosotros.
Antes de que discutamos el mensaje de perdón de Jesús a sus discípulos en
el aposento alto, consideraremos los principios del perdón como aparecen en
el Nuevo Testamento. En el capítulo anterior, hablamos del proceso de
desprenderse, o del cambio de pensamiento acerca de las cosas del mundo.
En su práctica de la dirección espiritual, el místico español del siglo 16, San
Juan de la Cruz, recalcaba que este asunto jamás descansaba en las cosas
mundanas en sí, sino más bien en nuestro apego a ellas. Esta importante
advertencia nos ayuda a cambiar nuestro centro de interés de lo externo hacia
nuestra disposición interior, el mismo cambio que señalamos en nuestra
discusión de la Tabla 2 en el Capítulo 3. Este cambio es la base del perdón,
pues devuelve el problema de nuestra culpa al interior de nuestras mentes
donde el Espíritu Santo lo puede eliminar por nosotros. Tal como el Curso
describe este proceso:

Mas al ver a la culpabilidad y al perdón dentro de tu mente, éstos se


encuentran juntos por un instante, uno al lado del otro, ante un solo
altar. Ahí, por fin, la enfermedad y su único remedio se unen en un
destello de luz curativa. Dios ha venido a reclamar lo que es Suyo. El
perdón se ha consumado (C-4.6:7- 10).

Para repasar estos principios que discutimos en los Capítulos 1 y 2, el


corazón de nuestro ego o del yo separado es nuestra culpa, sobre la cual el
ego nos ha convencido de que es nuestro verdadero yo. Al enseñarnos que la
culpa es atemorizante, más adelante el ego nos convence de que jamás
podemos acercarnos a ella directamente. Así pues, la culpa yace enterrada en
nuestra mente inconsciente, "a salvo" de la corrección. Sin embargo, somos
capaces de lidiar con ella después de que la hemos proyectado sobre los
demás. Al mirar más allá de la obscuridad del ego que hemos proyectado,
hacia la luz del Cristo que aún resplandece, podemos reconocer que esa
misma luz brilla en nosotros. Este reconocimiento, o cambio de percepción,
es la esencia del perdón: el perdonar a los demás de modo que podamos
perdonarnos a nosotros mismos.

La más concentrada presentación de este tema ocurre en el Sermón de la


montaña, que aparece en los Capítulos 5-7 de Mateo. En el Capítulo 5, Jesús
escoge seis normas de conducta y las amplía. Como nos dice él a manera de
prefacio de esto: "No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No
he venido a abolir, sino a dar cumplimiento" (Mt 5:17). De ese modo cada
una se presenta en forma general: "Habéis oído que se dijo.... Pues yo os
digo." Cuatro de las seis específicamente reflejan el mensaje de los
evangelios y se tratarán en las tres primeras secciones de este capítulo. La
primera sección considera el perdonar a aquellos a quienes hemos atacado, lo
cual invierte nuestra proyección. Esto se basa en el primero de estos textos
del Antiguo Testamento, que trata sobre la ira. La siguiente sección amplía
esta idea al presentar las dos enseñanzas de Jesús sobre el perdón a nuestros
enemigos, lo cual su propia vida ejemplificó tan poderosamente. La tercera
sección trata el tema del divorcio, y se basa en el cuarto texto del Antiguo
Testamento. Consideraremos esto desde la perspectiva de la curación de
nuestras relaciones especiales. Las dos secciones finales de este capítulo
tratan la relación entre el perdón y el Amor de Dios, y el frecuentemente
malentendido amor de Jesús por los pecadores y los pobres.

La ira

Habéis oído que se dijo a los antepasados: No mataras; y aquel que


mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se
encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal.... Si, pues, al
presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un
hermano tuyo tiene algo contra ti, Deja tu ofrenda allí, delante del
altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y
presentas tu ofrenda (Mi 5:21-24).

Jesús está enseñando que no es suficiente refrenarse de matar; no debemos


ni siquiera enojarnos. Como en el resto del Sermón, se nos presenta un ideal
de comportamiento. Unicamente un santo de santos, un maestro de Dios
adelantado, estaría totalmente más allá de la ira, al estar totalmente más allá
de la culpa. No obstante, este es un ideal que debemos esforzarnos por lograr.
Jesús explica esto en el pasaje acerca de traer nuestra ofrenda al altar, el cual
resume la importancia del perdón. Si las personas anidan agravios en contra
de nosotros, los cuales hallamos perturbadores, o nosotros los anidamos en
contra de ellas, la verdadera paz mental es imposible y no podemos
acercarnos al altar de Dios. La falta de perdón entre nosotros protege a la
culpa subyacente y eso es suficiente para mantener nuestra creencia en la
separación de Dios. La culpa, al exigir nuestro castigo, nos convenció de que
es imposible que Dios pudiese amamos.

Así pues, no es Dios el que no acepta nuestro regalo, sino que nuestro
miedo no nos permite aceptar el Suyo. Por medio de nuestra reconciliación
con los demás, se deshace la culpa y somos libres para venir ante nuestro
Padre, listos para recibir Su regalo de amor. Nuestra ofrenda a El es nuestra
disposición a despojarnos de nuestra culpa (pasos 1 y 2), y a cambio
recibimos Su misericordioso Amor, el equivalente del Cielo para nuestro
perdón (paso 3). Jesús prosiguió con esta enseñanza más tarde en el Sermón
cuando dijo: "Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os
perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a
los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas" (Mt 6:14-
15).

Nuestra disposición a entregarle nuestra culpa al Espíritu Santo es un


ejemplo de lo que en el Capítulo 3 llamamos "culpa saludable." Esta expresa
nuestro deseo de liberarnos de esta obstrucción a nuestra relación con Dios, y
de ese modo regresar a El a través de nuestro perdón. El Salmo 32 ofrece un
cuadro claro de los efectos de ambas formas de manejar la culpa:

1) el retenerla dentro de nosotros:

Cuando yo me callaba, se sumían mis huesos en mi rugir de cada día,


mientras pesaba, día y noche, tu mano sobre mí; mi corazón se
alteraba como un campo en los ardores del estío.

2) liberarla al entregársela a Dios indefensivamente:

Mi pecado te reconocí y no oculté mi culpa; dije: "Me confesaré a


Yahveh de mis rebeldías." Y tú absolviste mi culpa, perdonaste mi
pecado.

Por eso te suplica todo el que te ama en la hora de la angustia, Y


aunque las muchas aguas se desborden, no le alcanzarán.

Tú eres un cobijo para mí, de la angustia me guardas, estás en torno a


mí para salvarme.

(Sal 32:3-7)

Este principio recalca la ley del libro de Números. "Si un hombre o una
mujer comete cualquier pecado en perjuicio de otro, ofendiendo a Yahveh, el
tal será reo de delito. Confesará el pecado cometido...." (Nm 5:6-7). En la
primera epístola de Juan leemos: "Si decimos: `No tenemos pecados', nos
engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros
pecados, fiel y justo es él para perdonamos los pecados y purificarnos de toda
injusticia" (1 Jn 1:8-9).

Por lo tanto, una decisión de aferrarnos a nuestra ira, para justificar los
agravios que sustentamos en contra de otro, es realmente una decisión de
aferrarnos a nuestra culpa. Esta forma de defensa es suficiente para
mantenernos en un "estado de pecado"-separados de Dios-pues esto es lo que
la culpa sustenta. Como enseñaba Santiago: "Porque la ira del hombre no
obra la justicia de Dios" (St 1:20); y Pablo: "No se ponga el sol mientras
estéis airados" (Ef 4:26). Una vez nos airamos, todo el Amor del Cielo no
penetrará en esta prisión del ego. Permaneceremos solos en nuestras mentes
enajenadas, enemistados con el mundo y con Dios, sin que reconozcamos
jamás la verdadera causa de esta experiencia de aislamiento: nuestra decisión
de permanecer inexorables, y por consiguiente en un estado de pecado y de
culpa.

La enseñanza de Jesús sobre la ira parece contradecir con su propia


conducta más tarde en su ministerio cuando echó a los cambistas de dinero
del Templo, poco antes de su entrada final en Jerusalén. El incidente lo
describe Marcos de esta manera:

Llegan a Jerusalén; y entrando en el Templo, comenzó a echar fuera


a los que vendían y a los que compraban en el Templo; volcó las
mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas y
no permitía que nadie transportase cosas por el Templo. Y les
enseñaba, diciéndoles: "¿No está escrito: Mi Casa será llamada Casa
de oración para todas las gentes? ¡Pero vosotros la tenéis hecha una
cueva de bandidos!" (Me 11:15-17)

Las acciones de Jesús aquí parecen reflejar las de un hombre iracundo.


¿Pero lo hacen? Debe advertirse primero que en ningún lugar en cualquiera
de los cuatro evangelios los relatos de esta escena dicen que Jesús estuviese
iracundo. Los relatos simplemente describen su comportamiento o acciones.
A pesar de esto, hay por lo menos tres maneras de entender este episodio:

1) La escena que se describe en los evangelios no ocurrió de esa manera. Los


eruditos de las Escrituras nos han enseñado cuánto material de los evangelios
se ha filtrado a través de la percepción de la Iglesia temprana, la cual relee en
las acciones y palabras de Jesús lo que necesitaba escuchar como grupo
perseguido y perseguidor. El crudo mandato de los escribas y fariseos que se
encuentra en el Capítulo vigésimo tercero de Mateo sería un ejemplo
pertinente. Resultaría muy difícil concebir al Príncipe de la Paz y mensajero
de la piedad y del amor de Dios expresarse de ese modo. En el caso de la
escena en el templo, es posible que la Iglesia temprana explicara con más
detalles un incidente como ese, en el cual Jesús verbaliza la acusación que
ella deseaba que él dijese en contra de los judíos, justificando así su propia
necesidad de percibir en otros la falta de entendimiento del plan de Dios.

2) El incidente ocurrió tal y como se informa en los evangelios, pero tiene


una interpretación diferente; a saber, Jesús no estaba personalmente airado.
Hay por lo menos tres características que podemos advertir en una respuesta
personal de ira: Primero, en el instante en que nos sentimos airados hay una
ausencia de paz: la ira y la paz son estados que se excluyen mutuamente;
segundo, cuando nos enojamos, Dios es la cosa más alejada de nuestras
mentes: toda nuestra atención se concentra en el objeto de nuestra ira; y
tercero, los objetos de nuestra ira se perciben como enemigos, separados de
nosotros por la ira: de este modo, los perdemos de vista como nuestros
hermanos y hermanas, unidos como una familia en el Amor de Dios.
Parece inconcebible que estas tres características apliquen a Jesús,
especialmente así de tarde en su vida (sólo Juan ubica el episodio al
comienzo del ministerio público de Jesús). ¿Carecería Jesús de paz, y no
estaría plenamente consciente de su Padre o de los asuntos de su Padre, y se
vería separado de la misma gente a la que amaba y vino a ayudar?

No obstante, si Jesús no estuviese enojado, ¿qué fue lo que sí ocurrió en el


Templo? Probablemente, Jesús le enseñaba a la gente una lección en la forma
más apropiada a las circunstancias y que tuviese el mayor impacto. Como
todos los buenos maestros, Jesús presentaba sus lecciones de tal manera que
sus discípulos las aprendiesen mejor. Adaptaba estas lecciones a la forma que
mejor se ajustase a su auditorio. Los evangelios ofrecen muchos ejemplos de
Jesús hablándoles de una manera a las multitudes, y de otra bien distinta a
una persona individual. A las primeras podía sonarles rudo mientras que con
la segunda fuese compasivo y clemente. Un maestro en su salón de clases le
presenta una lección de una manera a un grupo de cuarenta alumnos, y de una
manera muy diferente a un grupo de dos o tres. En la expulsión de los
mercaderes del Templo, vemos a Jesús presentar un punto dramático en una
situación dramática. Esto fue justo antes de la Pascua, cuando la ley judaica
exigía que todos los judíos del país asistieran al Templo a adorar. Debido a
que miles se congregaban en el Templo en esta temporada, Jesús tenía que
hablar y actuar con toques atrevidos y dramáticos para captar la atención de
las personas e impartir el mensaje de que ellos habían malinterpretado el
significado de la adoración. Sus acciones estaban motivadas por el amor,
diseñadas para llegar a sus hermanos y hermanas que estaban equivocados,
de la manera más efectiva posible, y recordarles el verdadero significado del
Templo como una casa de oración.

3) Jesús sí, en efecto, se enojó personalmente. Sin embargo, aun cuando uno
aceptase esta tercera alternativa, la de ver la ira de Jesús como una prueba de
su "calidad humana," de que tiene un ego, la pregunta prevalecería aún: ¿por
qué querríamos nosotros identificarnos con su ego, citar este incidente en el
Templo como una justificación de nuestra ira, y olvidarnos de todo lo que nos
enseñó-especialmente en el Sermón de la montaña-sobre no sentirnos airados,
por no decir nada de su ejemplo personal justo al final de su vida cuando
ningún hombre habría estado más justificado en sentirse airado, mas él no lo
hizo?

Una de las lecciones básicas de las cuales dio testimonio la vida de Jesús,
fue que la ira jamás está justificada, pues sólo una respuesta de perdón y
amor puede ser la Voluntad de Dios. Nada puede justificar jamás el que nos
separemos unos de otros, o de Aquel Que nos creó como una familia. Como
escribió el profeta Malaquías cuatro o cinco siglos antes de Jesús: "¿No
tenemos todos nosotros un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios?"
(M1 2:10). La ira y el ataque niegan esta aseveración; el perdón lo afirma.

El perdón a los enemigos

Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os
digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla
derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para
quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar
una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le
prestes algo no le vuelvas la espalda.

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu


enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los
que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que
hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos.
Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener?
¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más
que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso
mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es
perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5:38-48).

Estos dos textos del Antiguo Testamento ampliamente explicados por


Jesús son quizás sus enseñanzas más famosas de los principios del perdón:
ofrecer la otra mejilla y amar a los enemigos. En el primero, Jesús nos enseña
que no debemos ofrecerle resistencia a nuestro enemigo. En lugar de la vieja
ley de ojo por ojo, para desquitarnos de otro por lo que nos ha hecho, se nos
dice que ofrezcamos la otra mejilla. Si nos hace una exigencia irrazonable,
debemos responder hasta el punto de dar el doble de lo que nos pide: nuestro
manto así como nuestra túnica, caminar dos millas en vez de una.

De acuerdo con las leyes del mundo este pensamiento no tiene sentido.
Comportarse de ese modo parece que es sencillamente invitar a la gente a que
camine sobre nosotros y permitirle salir airosa de varias formas de injusticia.
¿Pero y si estas leyes son incorrectas? Hemos visto que un sistema de
pensamiento puede ser lógico en las conclusiones que proceden de sus
premisas, pero el rigor de su lógica no hace al sistema verdadero. Unicamente
las premisas válidas pueden hacer eso. Jesús vino a demostrarnos que las
premisas sobre las cuales se fundamenta este mundo están equivocadas, pues
reflejan un mundo del cual Dios está ausente.

Las premisas del mundo de nuestro ego se basan en la vulnerabilidad, el


miedo y la defensión. Estas se reflejan más claramente en nuestra vida
interpersonal, especialmente en las respuestas a los ataques o críticas de los
demás. Aquí, al final del quinto capítulo de Mateo, Jesús nos imparte
directrices claras para nuestro comportamiento; principios que emanan de una
serie de premisas totalmente distintas: nuestra invulnerabilidad como
criaturas de Dios y la ausencia de miedo, lo cual nos permite estar indefensos
ante el aparente ataque. Pedro repite estos principios en su primera epístola:
"Y ¿quién os hará mal si os afanáis por el bien? Mas, aunque sufrierais a
causa de la justicia, dichosos de vosotros. No les tengáis ningún miedo ni os
turbéis. Al contrario, dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones...." Y
si otro procura herirnos: "No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto;
por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición"
(1 P 3:9).

Esta actitud nos conduce a una percepción de todas las personas como
nuestros hermanos y hermanas, y a trascender la dicotomía entre bueno y
malo, amigo y enemigo. Tales distinciones no se conocen en el Cielo, donde
nuestro Padre dispone que su sol y lluvia caigan sobre toda la humanidad
como una. Dios, leemos en Deuteronomio, "no hace acepción de personas"
(Dt 10:17). Sin la defensión nacida de la culpa y del miedo, lo que queda es
la conciencia de la unidad de toda la gente en Dios, criaturas de un Padre. Tal
como San Pedro se dirigió a la multitud en casa de Cornelio:
"Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas ...
Jesucristo... es el Señor de todos" (Hch 10:34, 36). Santiago nos exhorta a no
hacer "acepción de personas" (St 2:1), pues una vez la hacemos "cometemos
pecado y quedamos convictos de transgresión por la Ley" (St 2:9). Cuando
definimos el pecado como carencia de amor, o "errar el tiro" en uno de sus
significados hebreos originales, esta enseñanza se hace más relevante aún,
puesto que el amor no separa. A los amos de los esclavos efesios, San Pablo
les enseñó que esclavos y hombres libres merecen respeto, pues ambos
"conscientes de que cada cual será recompensado por el Señor según el bien
que hiciere: sea esclavo, sea libre.... teniendo presente que está en los cielos
el Amo vuestro y de ellos, y que en él no hay acepción de personas" (Ef 6:8-
9).

Las implicaciones de este principio son que hemos de amar a todas las
personas, independientemente de su posición, condición de vida o su
comportamiento. Una manera sutil en la cual el ego ha mantenido su
necesidad de proyectar la culpa y la separación ha sido segregar grupos de
personas cuyas creencias y comportamientos difieran de los nuestros. En el
nombre de la rectitud y la verdad, inconscientemente condenamos en otro la
culpa que deseamos negar en nosotros mismos. Este es el error de confundir
forma y contenido. El concentrarse en la forma siempre separará, puesto que
las formas están separadas por definición, mientras que el contenido de Amor
de Dios siempre tiene que unir. Por tal razón el Curso afirma: "El ego analiza;
el Espíritu Santo acepta" (T-1 1.V.13:1).

San Pablo estaba bien consciente de este error, aunque tal vez, no
reconocía cuán generalizado estaba. En esta larga exhortación a los romanos,
les advierte en contra de juzgar a los demás, específicamente en lo
relacionado con problemas que habían surgido dentro de la comunidad
romana en torno al asunto de alimentos limpios y sucios, y el guardar los días
santos:

Acoged bien al que es débil en la fe, sin discutir opiniones. Uno cree
poder comer de todo, mientras el débil no come más que verduras. El
que come no desprecie al que no come; y el que no come, tampoco
juzgue al que come, pues Dios le ha acogido. ¿Quién eres tú para
juzgar al criado ajeno? Que se mantenga en pie o caiga sólo interesa a
su amo.... Este da preferencia a un día sobre otro; aquél los considera
todos iguales. ¡Aténgase cada cual a su conciencia! ... Pero tú ¿por
qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por qué desprecias a tu hermano? ...
Dejemos, por tanto, de juzgarnos los unos a los otros; juzgad más bien
que no se debe poner tropiezo o escándalo al hermano. -Bien sé, y
estoy persuadido de ello en el Señor Jesús, que nada hay de suyo
impuro; a no ser para el que juzga que algo es impuro, para ése sí lo
hay-. Ahora bien, si por un alimento tu hermano se entristece, tú no
procedes ya según la caridad.... Que el Reino de Dios no es comida ni
bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo. Toda vez que
quien así sirve a Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los
hombres. Procuremos, por tanto, lo que fomente la paz y la mutua
edificación. No vayas a destruir la obra de Dios por un alimento (Rm
14:1-5,10,13-15,17-20).

Todos somos parte del Cuerpo de Cristo, y el juicio basado en la


separación desmiente esta inherente unidad. Así pues, Pablo nos exhorta:

Con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a


otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu
con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una
es la esperanza a que habéis sido llamados (Ef 4:2-4).

Jesús, por consiguiente, nos enseña que no basta con amar a nuestro
prójimo, tenemos que amar a nuestros enemigos por igual. Tenemos que
amar a nuestros enemigos porque no son nuestros enemigos: "somos
miembros los unos de los otros" (Ef 4:25). El percibir a los demás separados
de nosotros refleja nuestra necesidad de proteger aquello que más le tememos
en nosotros mismos. Así pues, los enemigos que percibimos son en verdad
nuestros salvadores, pues en ellos vemos proyectada la imagen del enemigo
que tenemos adentro. Incapaces de lidiar por nuestra cuenta con la culpa
reprimida, ahora la podemos perdonar cuando la vemos en otro.

Ya hemos discutido cuán psicológicamente imposible es amar a alguien


una vez lo hemos juzgado como un "otro" o como un "enemigo." El
verdadero perdón jamás puede ocurrir una vez se ha percibido al otro como
una amenaza o como que nos ha infligido daño. Sólo cuando el percibido
(aparente) ataque se ha interpretado como una petición de ayuda se puede
perdonar al "enemigo" y verlo como un amigo. Como dijo San Pablo: "Pero
no lo miréis como a enemigo, sino amonestadle como a hermano" (2 Ts
3:15).

Las palabras de Jesús de que debemos orar por aquellos que nos persiguen
se pueden entender como un llamamiento a verlos como él los ve, lo que el
Curso llama la "visión de Cristo." Al hacerlo así, hemos cambiado nuestra
percepción de enemigo a amigo, al mirar más allá del ego del otro hacia el
Cristo, y ver ese mismo Cristo en nosotros mismos: el Ser uno que todos
compartimos. La culpa interna que habíamos proyectado sobre este
"enemigo" se perdona, y el amor que es nuestra verdadera Identidad en Dios
se restituye a nuestra conciencia, al nosotros ver también ese amor en el otro.
De este modo, nos volvemos "perfectos tal como [nuestro] Padre celestial es
perfecto." Ser perfecto es estar sin pecado y culpa; ser, como escribe Pablo,
"santos e inmaculados en su presencia [la de Dios]" (Ef 1:4). La perfección
de Dios está en cada uno de nosotros, tanto en los "buenos" como en los
"malos" por igual. Para ayudarnos a que nos demos cuenta de esto, el Espíritu
Santo reinterpreta a aquellos en quienes estaríamos más tentados a proyectar
"lo bueno" y "lo malo," basados en las necesidades de nuestro propio ego. El
nos pide que veamos únicamente a Cristo en estas personas, de modo que
lleguemos a recordar Su Amor, al verlo únicamente a El en nosotros mismos.
Por eso

Permaneced en el amor fraterno. No os olvidéis de la hospitalidad;


gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles. Acordaos de
los presos, como si estuvierais con ellos encarcelados, y de los
maltratados, pensando que también vosotros tenéis un cuerpo (Hb
13:1-3).

Así de acogedor es el Reino de los Cielos, en donde se encuentra nuestra


propia perfección en Dios.

Una leyenda medieval nos provee un hermoso ejemplo de esta bienvenida


de perdón: Jesús y los discípulos se habían reunido en el Cielo para re-
representar La última cena. Esperaban a la mesa en la cual un lugar
permanecía vacante. En eso entró Judas. Jesús se le acercó y lo saludó
efusivamente. "Bienvenido, hermano mío. Hemos estado esperando por ti."

Independientemente de las acciones de los demás-"buenas" o "malas"-


respondemos igual: las expresiones de amor o las peticiones de amor
producen la misma respuesta en nosotros: amor. Como le escribió Pablo a los
corintios: "Haced todo con amor" (1 Co 16:14). Todos nosotros vivimos en
este amor, pero no lo sabemos. Recordar es obedecer las palabras de él a
quien Dios envió para que nos lo recordase. Juan dijo:

Pero quien guarda su [de Jesús] Palabra, ciertamente en él el amor de


Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él.
Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él.... Quien
dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las
tinieblas (1 Jn 2:5-6, 9).

Estos "Perseguidores" en quienes percibimos tinieblas y quienes producen


tinieblas en nosotros mismos se convierten en regalos del Cielo, pues nos
ofrecen la oportunidad de mirar por sobre las tinieblas hacia la luz de Cristo
que es nuestra verdadera realidad. Así podemos parafrasear la
bienaventuranza: "Bienaventurados aquellos a quienes se les da la
oportunidad de ser perseguidos, pues si aprenden sus lecciones de perdón, de
ellos es el Reino de los Cielos."

La cuestión del divorcio

También se dijo: El que repudie a su mujer, que le dé acta de


divorcio. Pues yo os digo: Todo el que repudia a su mujer, excepto el
caso de fornicación, la hace ser adúltera y el que se case con una
repudiada, comete adulterio (Mt 5:31-32)

Esta enseñanza se amplía más tarde en el evangelio: "lo que Dios unió no
lo separe el hombre" (Mt 19:6).

Algunas formas de cristianismo tradicionalmente han enseñado que debido


a estas palabras era contrario a la ley de Dios que cualquier matrimonio
terminara en divorcio. Ay de aquellos que se divorciaran pues, en el nombre
de Dios, los excluían y hasta los excomulgaban de Su Iglesia. En lugar de
deshacer el pecado y la culpa-el único propósito de Jesús- esta enseñanza se
convirtió en un instrumento para reforzarlos.

El prohibir algo lo hace real, y le atribuye un poder que no puede tener.


Puesto que no existe una pareja marital que en un momento o en otro no haya
tenido pensamientos-conscientes o inconscientes-de poner fin al matrimonio,
la culpa por estos "pensamientos pecaminosos" es inevitable y se convierte en
parte de la relación. Así pues, el hombre que vino a enseñarnos acerca de la
misericordia y del Amor de Dios provee para que sus palabras se conviertan
en el medio para enseñar Su castigo, impartido por otros en el nombre de Su
justicia. El Curso recalca que la justicia separada del amor no es justicia, la
cual sólo puede conocerse a través del perdón. Aunque no podremos saber
jamás por qué Jesús impartió esta enseñanza, si es que la impartió siquiera, sí
sabemos que él jamás pudo haber tenido la intención de que ésta añadiese
dolor a la humanidad.

Lo que ha ocurrido es otro infortunado ejemplo de recalcar la forma,


ignorando el contenido subyacente. Personas bien intencionadas, por
consiguiente, creían cumplir con la ley de Dios al controlar su conducta, sin
darse cuenta de que eran sus pensamientos los que necesitaban corrección.
Igual que los fariseos, santurronamente creían que sus problemas estaban
resueltos, mientras el verdadero problema de su culpa permanecía intacto,
aunque ya no lo percibían. Exitosamente negada, esta culpa se proyectaba a
menudo al juzgar a otro por lo que ellos secretamente creían que eran sus
pecados.

Dios no creó un mundo de forma, sino uno de espíritu. Puesto que el


matrimonio es una forma, no pudo haber sido creado por Dios y por lo tanto
El no podía prohibir su disolución. Creer lo contrario es darle a la forma un
significado que no tiene, y elevarla a la estatura de lo sagrado o lo divino.
Esto sirve el propósito básico del ego de hacer que veamos verdad en el
mundo de la forma (vea el lado derecho de la Tabla 2), y que se obscurezca la
fuente real de la verdad que es la mente (el lado izquierdo). Esta mente es el
hogar del Espíritu Santo, Cuya función es reinterpretar el mundo que hicimos
real, al corregir el pensamiento de nuestra mente errada de modo que
recordemos el mundo de la realidad que Dios creó.

Estas enseñanzas de Jesús se entienden mejor como refiriéndose al


principio espiritual subyacente de que Dios ha unido a toda la humanidad en
la creación, y que ninguna creencia ilusoria en la separación puede dividir
nuestra realidad como parte de Cristo, el Hijo uno de Dios. No debemos
dividir a quienes Dios ha unido porque no podemos. La versión que ofrece el
Curso de este pasaje bíblico, como hemos visto antes, es: "A quienes Dios ha
unido como uno, el ego no los puede desunir" (T-17.III.7:3).

A pesar de los intentos de nuestro ego por destruir u opacar el amor que
Dios nos dio al crearnos, en realidad este amor jamás puede cambiarse o
deshacerse. Este es el principio de Expiación que niega la aparente realidad
de que estamos separados. El himno de San Pablo al Amor de Dios es
particularmente apropiado aquí:

¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la


angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los
peligros?, ¿la espada?.... Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la
vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las
potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro (Rm 8:35, 38-39).

Este Amor de Dios se nos hace visible al ver a Cristo en nuestra pareja, y este
Amor siempre está presente, a pesar de nuestra decisión de pasarlo por alto.
Jamás podemos separarnos de él, y creer que podemos es afirmar una
realidad que contradice la amorosa Voluntad de Dios. En este sentido, pues,
simplemente hemos reproducido el pecado de Adán y Eva al contradecir a
Dios, y reforzar nuestra culpa debido a lo que creemos que hemos hecho.

La contraparte de la unión de Dios en el Cielo es la unión del Espíritu


Santo en la tierra para servir a Su propósito de perdón. Esta unión le ofrece a
ambas personas la oportunidad de minimizar el amor especial del ego de
modo que el Amor de Cristo sea su único propósito y realidad. De este modo
el significado de ese amor se extiende más allá de las leyes del matrimonio
para incluir a todas las relaciones que fluctúan desde las más superficiales
hasta las de toda la vida. Su Amor ya ha sido bendecido y asegurado el éxito
de todas las relaciones. Sin embargo somos libres a los fines de decidir
cuándo aceptaremos Su bendición y Su propósito de perdón.

Una vez el ego nos ha convencido de que el problema radica en la relación


física y no en las mentes de las personas unidas en la relación, a éste no le
importa si la incómoda relación física se termina o simplemente se tolera. De
una u otra manera el ego emerge triunfante puesto que la culpa subyacente se
esconde debajo de la ira o de la inocente lástima a sí mismos.

Cuando el ego "rompe" una relación, éste ha triunfado en tender un


señuelo o cortina de humo que nos hace creer que la culpa radica en el otro o
en la relación, en cualquier parte, excepto en nosotros mismos. De ese modo
se "protege" nuestro problema básico de culpa al externalizarlo sobre la
relación. Esto conduce a la creencia mágica de que al terminar la relación
(bien sea a través del divorcio o de otro medio), uno le ha puesto fin al
problema. Esta es la razón por la cual en muchas ocasiones la gente brinca de
una relación a otra, siempre en busca de la "relación perfecta" que terminará
sus problemas. Al buscar paz y felicidad en alguien más, jamás llega a
reconocer que su única esperanza de paz radica en Dios. Por otra parte,
podemos proteger la culpa al permanecer en una relación que el Espíritu
Santo quisiera que abandonásemos, masoquistamente "disfrutando" de ser la
víctima inocente, o santurronamente creyendo que tal sufrimiento y dolor es
el sacrificio que Dios exige para nuestra salvación.

Cualquiera que sea el camino escogido por el ego, se niega el propósito del
Espíritu Santo y es en esta negación donde se encuentra la culpa, no en la
forma específica que se elige para el propósito del ego. A pesar de esta forma
de resolución del ego por la culpa, ésta no es un pecado que deba castigarse
sino un error que se debe corregir a través del perdón que procede del
Espíritu Santo. El ve en nuestra pareja la ayuda para aprender la verdad del
Amor de Dios, pero si somos incapaces de aprender la lección esta vez, El
nos proveerá otras oportunidades hasta que finalmente aprendamos lo que
Dios nos ha asegurado que aprenderemos.

Así pues, cualquier culpa que no se deshaga en una relación, se repetirá, y


este es el verdadero mensaje de las enseñanzas de Jesús sobre el divorcio.
Este es también el mensaje de la parábola de El regreso del espíritu inmundo
(Mt 12:43-45) donde hallamos un claro aviso de las consecuencias de no
concluir el proceso del perdón. Un espíritu inmundo que sale de un hombre
regresará si su hogar en este hombre permanece deshabitado y, de hecho,
regresará con "otros siete espíritus más malvados que él mismo." El siete
significaba perfección para los judíos, de modo que lo que quiere decir Jesús
es que la maldad será total, y que el hombre se tornará "peor de lo que era
antes." No basta con echar fuera el espíritu inmundo de nuestra culpa al
simplemente remover las proyecciones que le adjudicamos al otro. Igual que
el espíritu inmundo que "vaga por tierras áridas buscando un lugar de
descanso," asimismo la culpa busca continuamente un hogar. "Sus
mensajeros [del miedo] saquean culpablemente todo cuanto pueden en su
desesperada búsqueda de culpabilidad.... Ni el más leve atisbo de
culpabilidad se escapa de sus ojos hambrientos" (T-19.IV-A.12:5-6). Y si
otro objeto proyectado no le satisface, la culpa regresará a su hogar original
en nuestras mentes, muy fortalecida por nuestro deseo de atacar-si no a otros,
entonces a nosotros mismos. Jesús nos enseña aquí que la culpa tiene que ser
reemplazada en nuestras mentes por el Amor de Dios, pues sólo entonces su
fuente en el pecado de la separación se deshace totalmente. Como nos explica
el texto:

A veces un pecado se comete una y otra vez, con resultados


obviamente angustiosos, pero sin perder su atractivo. Mas de pronto
cambias su condición, de modo que de ser un pecado pasa a ser
simplemente un error. Ahora ya no lo seguirás cometiendo;
simplemente no lo volverás a hacer y te desprenderás de él, a menos
que todavía te sigas sintiendo culpable. Pues en ese caso no harás sino
cambiar una forma de pecado por otra, reconociendo que era un error
pero impidiendo su corrección. Eso no supone realmente un cambio
en tu percepción, pues es el pecado y no el error el que exige castigo
(T- 19.111.13-7).
En resumen, al pedirnos que no dividamos lo que Dios ha unido, Jesús nos
pide que aprendamos nuestras lecciones de perdón de modo que tengamos
dicha a plenitud, al cambiar nuestros pensamientos, no las formas externas.
El rechazar esta oportunidad de perdonar simplemente demorará nuestro
aprendizaje. Este "pecado" en contra del amor no es castigado por Dios, sino
por nuestra propia culpa y por nuestro miedo los cuales hemos reforzado.
Jesús nos dio este principio como una guía para ayudarnos a aprender
nuestras lecciones, no para que incurramos en mayor culpa aún a través de
nuestras dificultades con las lecciones. El rechazo al amor jamás puede
ofrecernos paz, y el Espíritu Santo ha provisto las oportunidades en nuestras
diferentes relaciones de modo que desandemos nuestros pasos de separación,
y retornemos al amor que nos une a todos como una familia en Dios. Cuando
hallamos la lección demasiado difícil de aprender, Jesús espera
pacientemente con nosotros hasta que estamos listos para dar el próximo
paso. Es a través del tierno amor que experimentamos de él que sabemos que
estamos perdonados, y en ese perdón eventualmente hallamos la fortaleza
para extender este piadoso amor desde Jesús hacia los demás y hacia nosotros
mismos.

El perdón como la expresión del amor de Dios

Al capítulo 18 del evangelio de Mateo se le puede llamar el capítulo del


perdón, pues el capítulo completo contiene las instrucciones de Jesús a sus
discípulos acerca del perdón, especialmente en cómo éste se relaciona con el
Amor de Dios. Como afirma el Curso: "El perdón es una forma terrenal de
amor, que, como tal, no tiene forma en el Cielo" (L-pI.186.14:2). Cada una de
las secciones del capítulo exhorta a los seguidores de Jesús a que extiendan el
Amor de Dios hacia la gente por medio de sus actos de perdón. Aprendemos
que a través de nuestro perdón aquí enseñamos y recordamos el Amor de
Dios en el Cielo.

Primero se les dice a los apóstoles que deben volverse como niñitos, o de
lo contrario jamás podrán entrar al Reino de los Cielos (vv. 1-4). Como en
exhortaciones similares, Jesús no está impartiendo una advertencia o un
mandato. Como nos explica en el Curso: —Excepto que os volváis como
niños pequeños' significa que a menos que reconozcas plenamente tu
completa dependencia de Dios, no podrás conocer el poder real del Hijo en su
verdadera relación con el Padre" (T-1.V.3:4). Puesto que la culpa convierte a
Dios en un enemigo, el reconocer nuestra dependencia de El, la cual hemos
negado, sólo puede ocurrir cuando aceptamos nuestra inherente inocencia
como criaturas de Dios. Al llegar a este punto, podemos identificarnos con
nuestra invulnerabilidad como espíritu, el prerequisito para el perdón. Esta
cita de Jesús no se refiere a la llamada inocencia de los niños. Como hemos
visto, los niños nacen en el mundo con los mismos egos plenamente
desarrollados que nosotros experimentamos como adultos. La "inocencia"
percibida no es nada más que la proyección de la inocencia que creemos
haber perdido en la infancia de la existencia del ego, cuando ocurrió la
separación.

La próxima enseñanza (vv. 5-10) nos pide que extendamos este amor
desde nuestro interior hacia los demás, sin que excluyamos a ninguno de
estos "pequeños;" pues hacer tal cosa es excluir una parte de nosotros que no
hemos perdonado, lo cual precluye nuestra aceptación de Jesús. Como él
dice: "Y el que reciba a un niño... a mí me recibe" (v. 5). Si somos un
"obstáculo" para los "pequeños," como lo expresamos a través de nuestra
falta de perdón, somos nosotros los que sufriremos. El atacar a otros es
atacamos a nosotros mismos, y no hay en este mundo un agente castigador
más perverso que nuestra culpa, pues el ego es despiadado en sus ataques.

La parábola de La oveja perdida (vv. 12-14) explica el principio


subyacente de estas enseñanzas: El gran Amor del Padre por nosotros. Dios
es como un pastor de cien ovejas quien al descubrir que una de ellas está
perdida, deja a las noventa y nueve para ir en busca de la oveja extraviada y
luego se regocija al encontrarla. "No es voluntad del Padre celestial que se
pierda uno solo de estos pequeños" (v. 14). El énfasis recae sobre la
persistencia de que los discípulos extiendan el Amor de Dios a todos aquellos
que Jesús les encomienda; de modo que nos amemos unos a otros como Dios
nos ama, un amor nacido en el perdón y la piedad.

La que sigue (vv. 15-18) es quizás la única enseñanza más importante


sobre el perdón que Jesús nos dejó. Sucinta y poderosamente expuesta, es una
de las pocas enseñanzas encontradas en forma casi idéntica en los evangelios
sinópticos y en el evangelio de Juan, donde se les imparte a los discípulos en
la aparición de Jesús en el aposento alto, y la cual consideraremos
nuevamente en la Parte III. Mateo cita la enseñanza dos veces, en el Capítulo
16 (v. 19) a Pedro y a los discípulos aquí en el Capítulo 18: "Todo lo que
atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra
quedará desatado en el cielo" (v. 18).

Esta aseveración se puede entender mejor a la luz de los principios de


causa y efecto que discutimos en el Capítulo 2. Cuando no perdonamos a los
demás (atamos sus pecados), y reforzamos su culpa por lo que creen que han
hecho. A través de nuestra falta de perdón o de nuestra defensión,
demostramos el efecto de su pecaminosidad, la cual fue su causa, reforzando
así la realidad de su creencia en el pecado y la culpa. Además de reforzar su
culpa reforzamos la nuestra. El pecado y la culpa que fallamos en perdonar en
los demás permanecen también en nosotros, pues nuestras proyecciones de
ira no pueden eliminarlos de nosotros, ya que "las ideas no abandonan su
fuente."

Por otra parte, al responder con indefensión y perdón a los ataques de los
demás (desatando sus pecados), demostramos que estos "pecados" no han
tenido efecto alguno y que por consiguiente no pueden ser una causa. Así
pues, no existen (se han perdonado). De esta manera, damos testimonio del
Amor de Dios por ellos así como por nosotros. Cuando en verdad
perdonamos, se deshace la culpa en nuestras mentes por nuestros pecados en
contra de Dios y de otros. Se ha demostrado que nada ha podido interponerse
entre nosotros y el "perdón" de nuestro Padre. Nuestro pecado ha sido
impotente ante el Amor de Dios, el cual nuestro perdón ha manifestado. Las
palabras de San Pablo a los colosenses resumen hermosamente este principio:

Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de


entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre,
paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si
alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos
también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que
es el vínculo de la perfección (Col 3:12-14).
En los vv. 19-20 Jesús les da a sus discípulos una de sus pocas
instrucciones acerca de la oración: "Os aseguro también que si dos de
vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo
conseguirán de mi padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos." La oración sin el
perdón es una imposibilidad, pues la culpa que la falta de perdón protege es
suficiente para impedir que aceptemos la respuesta de amor y paz del Cielo.
Al unirnos con otro en perdón, deshacemos la creencia en la separación que
es la base de toda culpa. Nos unimos unos con otros en el nombre de Jesús
puesto que él es el símbolo del perdón total. En su nombre se deshace nuestra
culpa y su presencia, que una vez estuvo oculta detrás de los velos de la culpa
y del miedo, se hace visible. Aferrarnos a nuestros agravios es retener la nube
de culpa que oculta a Jesús; el unimos con otro la elimina. Como afirma Jesús
en el Curso: "Pues en vuestra nueva [santa] relación se me da la bienvenida.
Y donde se me da la bienvenida allí estoy" (T-19.IV-A.16:5-6). Las barreras
de culpa que pusimos entre nosotros y el poder de Dios en nuestra mente se
han eliminado. Lo que queda, pues, es nuestra propia voluntad identificada
con la de Dios, al cual ahora se le permite expresión libre del ego en el
mundo. Como se afirma en el Curso: "Dos mentes con un solo empeño se
vuelven tan fuertes que lo que disponen se convierte en la Voluntad de Dios"
(L-pI.185.3:1).

Pedro se le acerca entonces al Maestro y le pregunta que cuántas veces


tiene que perdonar a su hermano; ¿tantas como siete veces? Jesús le contesta:
"No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete" (v. 22). En
algunas traducciones el número se da como setenta veces siete, pero su
significado se queda igual; el perdón en cantidad infinita. Jesús amplió su
respuesta a Pedro en la parábola de El siervo malvado (vv. 23-35):

Un rey ha perdonado una deuda de 10,000 talentos, una suma fantástica


que le debe un siervo que no tiene un solo centavo, por lo cual el rey habría
estado justificado en vender al siervo y toda su familia. Después de
absolverlo de la deuda, el siervo se encuentra con otro siervo que le debe la
miserable suma de cien denarios. Contrario a su amo, sin embargo, él insiste
en el pago, y lanza al hombre en prisión por no poder pagarle. Los demás
siervos se quejan ante el rey quien le recuerda al siervo malvado de la
compasión que él le había mostrado: "Yo te perdoné a ti toda aquella deuda
porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu
compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?" (vv. 32-33).

El mensaje es claro. Tal como nos perdona Dios, así tenemos que perdonar
a los demás. Dios nos pide que compartamos su perdón y, a menos que lo
compartamos, no lo tendremos para nosotros mismos. En realidad, no es que
Dios nos niegue Su Amor, sino más bien que nosotros no podríamos
aceptarlo mientras nos aferremos a nuestra culpa al no perdonar a los demás.
Este mismo principio se presenta en el Sermón de la montaña en la necesidad
de que primero nos reconciliemos con el otro antes de que podamos
acercarnos al altar de Dios (Mt 5:23-24). La blasfemia en contra del Espíritu
Santo la cual jamás puede perdonarse (Lc 12:10) se puede entender de la
misma manera. El "pecado imperdonable" es la falta de perdón. Este pecado
jamás puede ser perdonado por el Espíritu Santo debido a que nuestra culpa,
sustentada por la falta de perdón, impediría que aceptásemos Su clemente
Amor. Unicamente nuestra propia práctica del perdón puede deshacer una
falta de perdón, pues sólo entonces nos hacemos receptivos al Amor de Dios
por nosotros. El retener nuestra culpa a través de anidar agravios es en
realidad una decisión en contra del Amor de Dios, y por lo tanto El no puede
"perdonamos" debido a que El no contradice nuestra voluntad. El miedo (o la
culpa) puede opacar el amor perfecto, aunque no puede echarlo fuera.

Por lo tanto, Jesús nos exhorta a que perdonemos de corazón, para que
recibamos y conozcamos el perdón de Dios. Como dice Juan: "Si la
conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios" (1 Jn 3:21).
Dios no nos pide que amemos como lo hace El, pues Su misericordia es
infinita y Su Amor es perfecto. De hecho, Jesús recalca el enorme contraste
entre el Amor del Cielo y el de la tierra en su elección de las cantidades
adeudadas en la parábola: el equivalente de cerca de siete millones de dólares
por doce dólares. El Espíritu Santo sólo nos pide que reflejemos el Amor del
Cielo a través de nuestra disposición de perdonar.

Quizás la más famosa de todas las referencias que hace Jesús al perdón es
el Padre Nuestro, donde se nos pide que perdonemos a los demás tal como le
suplicamos a Dios que nos perdone a nosotros (Mt 6:12). Hay un interesante
paralelo a esto en la persistentemente hermosa oración de Kol Nidre que
anuncia el Yom Kippur, el día más sagrado en el calendario litúrgico judaico.
La oración se compuso en la Edad Media durante la época de la gran
persecución cristiana, cuando los judíos eran obligados a confesar la fe
cristiana bajo la amenaza de quitarles la vida. Sin embargo, ellos retuvieron
su propia creencia y siguieron la práctica de su fe judaica secretamente. La
oración implora el perdón de Dios por esta presunta blasfemia en contra de
El, y afirma que sus votos cristianos ("Kol Nidre" significa "todos los votos")
se declaren nulos y sin valor. Lo que resulta interesante es que sólo aquellos
votos que se relacionaban con la relación de uno con Dios se consideraban
inválidos. Aquellos pecados en contra del prójimo no se podían remediar
excepto deshaciéndolos directamente con el otro.

El mismo principio sirve de fundamento a la enseñanza de Jesús acerca del


juicio: "No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que
juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá" (Mt
7:1-2). Cuando juzgamos a otros en realidad nos juzgamos a nosotros
mismos. San Pablo reconoció esto igualmente: "Por eso, no tienes excusa
quienquiera que seas, tú que juzgas, pues juzgando a otros, a ti mismo te
condenas, ya que obras esas mismas cosas tú que juzgas" (Rm 2:1).

La decisión de atacar a otro es realmente la decisión de aferrarnos a


nuestra culpa a través de la dinámica de proyección. Así pues, no es tanto el
juicio que recibiremos del exterior lo que constituye la advertencia aquí, sino
el juicio que haríamos contra nosotros mismos al atacar a otro, y reforzar
nuestra propia culpa. Este es siempre el motivo oculto del ego: que
retengamos nuestra culpa al proyectarla sobre los demás. Como enseña el
Curso: —No juzguéis y no seréis juzgados' lo que quiere decir es que si
juzgas la realidad de otros no podrás evitar juzgar la tuya propia" (T-
3.VI.1:4). Las palabras de Jesús, igual que en otras partes, no deben tomarse
como una amenaza del castigo o de la venganza de Dios, sino más bien como
una advertencia acerca de la amenaza del castigo y de la venganza en que
incurrimos contra nosotros mismos, lo cual refuerza la creencia en nuestra
pecaminosidad. De esos no es el Reino de los Cielos. Como añade el Curso:
"No juzgues, mas no porque tú seas también un miserable pecador, sino
porque no puedes" (T-25.VIII.13:3).
Este, también, es el significado de la Regla de Oro (Mt 7:12), que debemos
tratar a los demás como quisiéramos que ellos nos trataran. La regla tiene
vigencia porque en nuestras mentes otros nos tratarán como los hemos
tratado. Nuestra culpa exige esa creencia, independientemente de lo que haya
o no haya en la mente de la otra persona. Si atacamos a otros, les pedimos
que nos devuelvan el ataque. Por otra parte, si perdonamos, y extendemos el
Amor de Dios, es ese perdón lo que recibiremos. Parafraseando la segunda
lección del Espíritu Santo en el Curso: para que tengas perdón, enseña perdón
de modo que lo aprendas (T-6.V-B.7:5). Lo que damos es lo que recibimos;
lo que pedimos es nuestra recompensa. "Los milagros son recursos de
enseñanza para demostrar que dar es tan bienaventurado como recibir" (T-
1.I.16:1). Como dicen las bienaventuranzas: "Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5:7).

El amor por los pecadores y los pobres ("Anawim")

Los dos mandamientos que Jesús nos dejó en Mateo (22:34-40)-basados


en los textos del Antiguo Testamento: amar a Dios (Dt 6:5) y al prójimo
como a nosotros mismos (Lv 19:18)-dependen del perdón para su
cumplimiento, puesto que el amor es imposible donde hay falta de perdón.
Amar al prójimo como a nosotros mismos es no percibir diferencias o
separación entre nosotros. Esta separación siempre refleja nuestra creencia en
el pecado, el cual se sostiene mediante la proyección de nuestra culpa por
habernos separado de nuestro Creador. Así como nuestro pecado contra Dios
se expresa en nuestros pecados de unos contra otros, asimismo el Amor de
Dios se refleja en nuestro perdón de unos a otros. Por esta razón, Jesús nos
enseñó que el segundo mandamiento es como el primero.

Encontramos este tema reiterado en los escritos de Juan. En Las


despedidas, Jesús afirma: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los
unos a los otros. Que, como yo os he amado así os améis también vosotros
los unos a los otros" (Jn 13:34; cf. Jn 14:15; 15:9, 12, 17). En la primera
epístola, Juan escribe:

Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios.... si Dios nos amó


de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A
Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios
permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su
plenitud.... Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es
un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento:
quien ama a Dios, ame también a su hermano(] Jn 4:7, 11-12, 20-21).

San Pablo le repite el mismo mensaje a los romanos:

Amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada


uno a los otros (Rm 12:10).

Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que
ama al prójimo, ha cumplido la ley.... todos los demás preceptos, se
resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La
caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su
plenitud (Rm 13:8-10).

Por lo tanto, debido a que él es la encarnación viviente del Amor de Dios,


Jesús puede decir que: "cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más
pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25:40); lo que nos hacemos unos a otros
sí se lo hacemos a Jesús, porque el velo de culpa que ponemos entre nosotros
mismos y otros es el mismo velo que ponemos entre nosotros y él. La culpa
siempre se proyectará y de ese modo la protegeremos. Finalmente ésta
impedirá que el amor puro se exprese hacia cualquiera, y el amor que le
negamos a nuestro prójimo nos lo negamos a nosotros mismos y a Dios. El
amor y el perdón que se comparten y que se extienden también nos lo
ofrecemos a nosotros mismos y a Dios.

La necesidad que tenemos unos de otros es la necesidad de perdón. Como


escribió Pablo: "En vida y muerte estáis unidos en mi corazón" (2 Co 7:3).
Solos permanecemos aprisionados en nuestra vida de pecado; juntos en el
nombre de Jesús salimos de las tinieblas hacia la luz. Este es uno de los temas
centrales del Curso, donde se dice, por ejemplo, "No puedes entraren la
Presencia de Dios ... solo" (T-11.III.7:8); "Al arca de la paz se entra de dos en
dos" (T-20.IV.6:5); y la jornada la camináis "juntos y no cada uno por
separado" (T-31.II.9:6).

La esencial relación entre el amor y el perdón se pone de relieve en la


parábola de Los dos deudores, narrada por Jesús en el episodio con la mujer
pecadora a la mesa del fariseo (Lc 7:36-50). En este fragmento, Jesús habla
de la relación casi en términos cuantificables, implicando esta fórmula:

1) La culpa bloquea la expresión del amor.

2) El perdón remueve este bloque.

3) Por lo tanto, mientras más perdón expresamos, más amor liberamos; o, de


acuerdo con la cantidad de amor que se presenta podemos determinar cuánto
perdón ha ocurrido, pues esa es la misma cantidad de culpa que se ha
eliminado.

En la escena a la mesa de Simón el fariseo, se critica a Jesús por permitirle


a la mujer pecadora que secara con su cabello las lágrimas que habían caído
sobre los pies de él, y que luego los besara y ungiera. Jesús responde con la
parábola de los dos deudores quienes son perdonados por su acreedor, uno
por la deuda de quinientos denarios, y el otro por la de cincuenta. Jesús
pregunta cuál de los dos tendrá más amor por su acreedor. La respuesta
correcta es que aquel a quien se le perdonó más; puesto que recibió más
perdón, podía expresar más amor.

El amor no es cuantificable, por supuesto, y no se puede medir como una


libra de papas. Sin embargo, Jesús utiliza esta analogía para demostrar el
poder del perdón, y sirve para explicar la "atracción" de Jesús por los
llamados pobres y pecadores. Este es el grupo que se conoce como "anawim,"
la palabra hebrea que da origen a la que se utiliza en la segunda
bienaventuranza, y que a menudo se traduce como "manso" o "humilde."
Podemos entender que este grupo incluye a todos los temerosos, lo cual nos
incluye a todos nosotros. Decir que Jesús amaba a cualquier grupo en
particular más que a otro es adjudicarle los mismos atributos de amor especial
del ego que encontramos en nosotros mismos. Al ser la expresión manifiesta
del Amor de Dios, Jesús sólo podía extender el Amor global de su Padre,
Quien "no conoce favoritos." ¿Cómo, pues, podemos entender lo que parecía
ser una preferencia por los "anawim," especialmente cuando lo comparamos
con esta aseveración del Curso: "Por separado, no somos nada, pero unidos,
brillamos con un fulgor tan intenso que ninguno de nosotros por sí solo
podría ni siquiera concebir" (T-13.X.14:2)? El amor especial nos separaría de
esta luz, mientras que el global Amor de Dios nos une con ella y en ella.

La respuesta a esta pregunta no radica en la aparente atracción de Jesús por


estos "humildes" sino en la atracción de ellos por él. El amor de Jesús iba
dirigido a todas las personas, pero éste sólo podía expresarse si ellas lo
podían aceptar. Aunque el poder sanador de El jamás disminuía, puesto que
procedía de Dios, podía ser obstruido por el miedo y la culpa de aquellos que
lo necesitaban. Se nos dice que él era incapaz de obrar milagros en Nazareth
debido a la falta de fe en él de la gente (Mt 13:57-58). Jesús criticaba a los
fariseos por su santurronería y creencia de que ellos eran perfectos. Al negar
su culpa y miedo detrás de las aserciones de que los demás eran los
pecadores, este grupo no experimentaba ninguna necesidad de curación.
Cuando los fariseos protestaron ante Jesús la falta de ceguera (espiritual) de
ellos, él les replicó: "Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís:
`Vemos' vuestro pecado permanece" (Jn 9:41). Es la negación de su propia
culpa mediante el ataque a los demás, lo que la refuerza en ellos mismos.

La palabra "pobre" o "anawim" se ha malinterpretado como que es un


estado material, como vimos en el Capítulo 5. Este error se basa en la
inversión de causa y efecto, mente y mundo, que discutimos en el Capítulo 3.
Pobreza es sólo otra palabra para el "principio de escasez," el estado mental
que cree en la carencia, una de las piedras angulares del sistema de
pensamiento del ego. Como afirma el Curso: "La pobreza es siempre cosa del
ego y nunca de Dios" (T-12.III.4:7). Como siempre, el ego procura
convencernos de que el problema radica en lo externo a nosotros, y así la
pobreza se proyecta sobre el mundo donde se ve y se cree ahora: "Has
proyectado afuera aquello que es antagónico a lo que está adentro, y así, no
puedes por menos que percibirlo de esa forma" (T1 2.111.T9). Una vez la
proyección se hace real, el ego lleva el proceso un paso más adelante al negar
el miedo y la culpa asociados con ella y otorgarle a la pobreza proyectada un
valor positivo. Esta es la dinámica que se conoce como "reacción formación."
Se idealiza el estado de pobreza material, fortalecido por la creencia de que
Jesús "amaba a los pobres." La psicología dio testimonio del mismo
fenómeno en los años 60 y 70. En reacción contra el enfoque
tradicionalmente pesimista de la psicosis, algunos psicólogos de la "Tercera
Fuerza" casi comenzaron a proselitizar a favor de la enfermedad mental, al
escribir acerca de la psicosis en un lenguaje cuasi-místico y hasta sugiriendo
que los esquizofrénicos eran los santos de la era moderna. Tal negación opaca
aún más el problema de nuestra culpa, la meta perenne del ego.

Puesto que todos tenemos egos, de lo contrario no estaríamos en este


mundo, todos tenemos que compartir en su pobreza. Repito una vez más, El
Curso describe a los pobres como "los que han invertido mal, ¡y vaya que son
pobres! Puesto que están necesitados, se te ha encomendado que los ayudes,
pues te cuentas entre ellos" (T-12.III.1:3-4). Los "pobres" o "anawim" que
Jesús "amaba" eran aquellos que estaban dolorosamente conscientes de su
necesidad de ayuda y curación. Eran los "pequeños" de Mt 18:3, que
dependían totalmente de Dios para su sustento. Al pedirle esta ayuda a Jesús
abiertamente, la podían recibir de él. Y así él podía ayudarlos.

Este abierto reconocimiento de nuestra culpa, el cual expresa nuestro


anhelo de perdón, es todo lo que Jesús requiere de nosotros. El resto le
corresponde a él. Al arrepentimos de nuestra pecaminosidad y traer nuestra
culpa ante él, como hizo la mujer pecadora en Lucas 7, somos capaces de
aceptar el perdón que él nos ofrece. Esto no sólo nos absuelve de nuestros
pecados, sino que nos libera para amar. Como le explicó Jesús a Simón el
fariseo: "Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque
ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra"
(v. 47). Si hemos perdonado poco, es porque hemos defendido nuestro
pecado y nuestra culpa en vez de traerlos a la luz del Cielo. Este principio
puede ayudarnos a dar razón del tremendo fervor de los conversos quienes
están inflamados con el Amor de Dios. Cuando la culpa de sus vidas previas
a la conversión es eliminada de pronto por la experiencia de la misericordia y
del Amor de Dios, los conversos se llenan de una dicha y gratitud
abrumadoras que hacen rebosar de alegría a los demás.

El amor por los "pecadores" significa amor sin juicio, y Jesús explica esto
en la siguiente enseñanza a los incrédulos: "No juzguéis según la apariencia.
Juzgad con juicio justo" (Jn 7:24). Lo que es verdaderamente "justo" es el
reconocimiento de nuestra Identidad en Cristo, el lugar donde la luz del Cielo
brilla como la luz del mundo. El juicio justo ve a toda la gente como pobre,
puesto que todos tenemos miedo. Heredamos la tierra-la riqueza del Reino de
Dios-cuando "confesamos" nuestro miedo y nuestra necesidad de ayuda. Las
apariencias, sin embargo, con frecuencia ocultan esta Identidad en la cortina
de humo con la cual nos rodeamos, y por consiguiente fallamos en vernos
como realmente somos. Este velo tenebroso es la proyección que el ego hace
del pecado y de la culpa al juzgar a otros como "hijos del diablo' en lugar de
criaturas de luz. Si continuamos "juzgando conforme a las apariencias"
mantendremos esta creencia, no sólo en la obscuridad de nuestro prójimo
sino también en la nuestra, puesto que son una y la misma. Al juzgar
conforme a la luz, sin embargo, ambos nos liberamos para vernos en la
Presencia de Dios, y la obscuridad de nuestras vidas como egos desaparece.
Vivimos, no nuestro ego, sino que es Cristo quien vive en nosotros y como
nosotros (Ga 2:20).

Otro ejemplo del perdón de Jesús a los pecadores es el incidente que


aparece en Juan 8:2-11. Es una hermosa escena de perdón en la cual la
respuesta de Jesús contrasta con la de la gente. Una mujer sorprendida en el
acto de adulterio es traída a plena vista pública para que la condenaran, y los
escribas y fariseos le piden a Jesús su opinión sobre lo que debe hacerse. La
Ley, afirman ellos, exige que la apedreen a muerte. En respuesta al rechazo
de ellos hacia la mujer, Jesús dice: "Aquel de vosotros que esté sin pecado,
que le arroje la primera piedra" (v. 7). Podemos entender que esto significa
que sólo si estás sin pecado puedes en verdad juzgar como Dios juzgaría,
pues sólo entonces tus juicios estarán libres de culpa. Cuando hay
pensamientos de pecado presentes en nosotros, inevitablemente veremos
pecado en nuestro prójimo y juzgaremos contra el mismo. En esta ocasión, no
fueron sólo las acciones de la mujer adúltera las que se condenaron, sino su
"pecaminosidad" personal la cual reflejaba el sentido de pecaminosidad de la
gente, por el cual sentían culpa en sus corazones. Sus egos estaban "resueltos
a sacarle partido' a uno que pudiera ser el chivo expiatorio por sus pecados, y
la mujer llenaba muy bien esta necesidad. Puesto que había enviado a los
mensajeros del ego, la gente recibió sus mensajes. Como lo describe el
Curso:
A los mensajeros del miedo se les ordena con aspereza que vayan en
busca de culpabilidad, que hagan acopio de cualquier retazo de
maldad y de pecado que puedan encontrar sin que se les escape
ninguno so pena de muerte, y que los depositen ante su señor y amo
respetuosamente.... Ni el más leve atisbo de culpabilidad se escapa de
sus ojos hambrientos. Y en su despiadada búsqueda de pecados se
abalanzan sobre cualquier cosa viviente que vean, y dando chillidos se
la llevan a su amo para que él la devore (T-19.IV-A.11:2; 12:6-7).

Su proyección de la culpa estaba "justificada" por el adulterio de la mujer,


pero la verdadera motivación era su necesidad de ver a otro, más bien que a sí
mismos, como culpables y pecaminosos.

Jesús nos demuestra, sin embargo, que la única forma de relacionarse


amorosamente con el "pecador," como lo haría nuestro Padre, es que nosotros
mismos estemos libres de pecado. En ese momento, se hace imposible
lanzarle la primera piedra a nadie. Nuestra inocencia da testimonio de la de
nuestros hermanos o hermanas y nos permite ver únicamente una expresión
de amor o una petición de éste. De cualquier forma, nuestra respuesta es de
amor. Perdonamos a nuestro hermano o hermana al mirar más allá de la
obscuridad de la "acción pecaminosa" hacia la luz de la pureza que brilla en
la criatura de Dios. De ese modo, juzgamos como lo hace el Mismo Dios, a
Quien el salmista le canta: "Aunque diga: `Me cubra al menos la tiniebla, y la
noche sea en torno a mí un ceñidor, ni la misma tiniebla es tenebrosa para ti,
y la noche es luminosa como el día- (Sal 139:11-12). Así que después que los
acusadores de la mujer se fueron, Jesús la mira y le pregunta: "Mujer, ¿dónde
están? ¿Nadie te ha condenado?" Ella respondió: "Nadie, Señor." Jesús le
dijo: "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (vv. 10-
11). Yo no te juzgo, dice Jesús, ahora debes dejar de juzgarte a ti misma.

El perdón no sólo elimina el pecado, sino la enfermedad también. En el


evangelio de Marcos (2:1-12), le traen un paralítico a Jesús quien lo cura
diciéndole: "Hijo, tus pecados te son perdonados" (v. 5), con lo cual establece
la misma ecuación entre curación y perdón que encontramos en el Curso
(e.g., M-22.1:9, 3:1). En los tiempos bíblicos, se interpretaba la enfermedad
como un castigo por los pecados, una creencia que ahora vemos que emana
de la culpa que exige castigo. Inevitablemente, la enfermedad se veía como
este castigo, bien fuera por los pecados de la persona o por los de sus padres-
"[Dios castiga] la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los
hijos hasta la tercera y cuarta generación" (Ex 34:7).

En el relato del hombre ciego en Juan 9:1-41, se nos imparten más


instrucciones sobre este significado del perdón. Los discípulos se acercan a
Jesús, y le preguntan acerca de este hombre ciego de nacimiento: "¿Quién
pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?" (v. 2). Jesús respondió
que nadie había pecado, y corrige esta creencia errónea de que la enfermedad
es un castigo por haber pecado. Más bien, les enseña que el hombre nació
ciego "para que se manifiesten en él las obras de Dios" (v. 3) o sea, que su
ceguera provee una oportunidad para el perdón de modo que se muestre el
poder de la curación de Dios. El que el ciego aprendiese su lección de perdón
le permitía al Espíritu Santo sanarlo no sólo a él, sino sanar a otros a través de
él. Lo que había sido una fuente de sufrimiento y de dolor, cuando se le
entrega a Dios con fe ("Creo, Señor" [v. 38]), se convierte en un medio para
enseñar el Amor de Dios. El cuerpo enfermo se transforma en un verdadero
templo del Espíritu Santo, y la fe del hombre es el instrumento de esta
transformación. San Pedro exclama en Hechos: "Arrepentíos, pues, y
convertíos, para que vuestros pecados sean borrados" (Hch 3:19). Al
volvernos hacia Jesús con fe, nuestro pecado, culpa y miedo se deshacen, y
nos sanamos. La enfermedad y el sufrimiento se convierten en amorosas
oportunidades para recordar la gracia y el consuelo de Dios-"a fin de que del
Señor venga el tiempo de la consolación" (Hch 3:20). Hallamos la luz en
medio de las tinieblas de modo que podamos ver el Dios de la verdad y
conocer que El habita en nosotros. Así pues, a través de nuestra benévola
indefensión, nacida de la mansedumbre y la humildad al buscar la
misericordia de Dios, heredamos la paz que procede de hallar a Dios aquí en
la tierra.
Jesús ha permanecido como la figura central en los corazones y en las
mentes del mundo occidental por espacio de dos mil años, no sólo por lo que
dijo y enseñó, sino por lo que fue. En los evangelios se escribió sobre Jesús
que enseñaba con autoridad (Mt 7:29), y que era su autoridad, la cual
procedía de Dios, la que impartía verdad a lo que él enseñaba. En el Curso él
dice: "Se puede enseñar de muchas maneras, pero ante todo con el ejemplo"
(T-5.IV.5:1). Recordamos a Jesús porque vivía perfectamente y totalmente
los mismos principios de perdón que enseñaba. Vemos esto en su ministerio
público, el cual culminó en sus días finales que comenzaron con el arresto en
el Huerto de Getsemaní y terminaron en su crucifixión y resurrección.

Este capítulo se divide en dos secciones principales. La primera trata sobre


el ministerio de Jesús, con su centro de interés en el deshacimiento de la
culpa al extender el Amor de Dios a toda la humanidad. La segunda discute el
significado de la crucifixión en términos de los principios de causa y efecto
que consideramos en el Capítulo 2, y muestra cómo, de hecho, en palabras
del evangelio, Jesús quitaba el pecado del mundo. En efecto, este capítulo en
su totalidad se puede ver como la respuesta a la pregunta: "¿Qué significa
estar en la presencia del amor perfecto?

El ministerio público: La universalidad del amor

La visión universal de que Jesús amaba a todo el pueblo de Dios de la


misma forma, tipificó los años de su ministerio. La mayoría de los eruditos de
las escrituras está de acuerdo en que era este amor global por las personas,
independientemente de su posición o historia personal, lo que más que
ninguna otra cosa enfurecía a las autoridades y las ponía en contra suya. El
recordar la dinámica del ego nos ayuda a entender la "nueva forma" de amar
de Jesús así como la reacción que esta "nueva forma" producía en los demás.

San Pablo nos provee la clave para entender la capacidad de amar única de
Jesús al afirmar que él estaba exento de pecado (2 Co 5:21). Sin pecado no
puede haber culpa; sin culpa no puede haber proyección. Sin la exigencia de
la culpa de que veamos a los demás separados de nosotros, somos libres para
afirmar nuestra inherente unidad en la Filiación de Dios, lo que San Pablo
llamó el Cuerpo de Cristo. La carencia de ego de Jesús hacía posible que él
no tuviera relaciones especiales. En su percepción ninguno de sus hermanos o
hermanas era especial, pues como escribe en el Curso: "Todos mis hermanos
son especiales" (T-1.V.3:6).

Ciertamente Jesús estaba más cerca de algunas personas que de otras. El se


relacionaba de manera distinta con las multitudes, "los setenta y dos"
enviados, las mujeres quienes permanecieron fielmente con él, su grupo de
discípulos, Pedro, Santiago y Juan quienes compartieron en la transfiguración
y vigilaron en Getsemaní, y finalmente con Juan solo, el "discípulo amado"
quien parecía disfrutar una familiaridad única con su Maestro. A pesar de
estos niveles de intimidad, sin embargo, Jesús los amaba a todos de la misma
manera. Su amor se expresaba de un modo distinto porque las necesidades de
las personas diferían, tal como difería la capacidad de ellos para aceptar su
amor. Como diría el Curso: muchas formas, un contenido.

Mientras nos sintamos culpables, habrá una necesidad de hallar objetos


apropiados para la proyección, los cuales se mantienen a través de nuestras
racionalizaciones. Esto nos permite proyectar en aparente inocencia. Nuestra
necesidad de creer que hay pecadores es nuestra necesidad de ver nuestra
particular forma de pecaminosidad en alguien más de modo que podamos
liberamos de ella. Al carecer de este pecado o culpa, Jesús también carecía de
la necesidad de proyectar. El Amor de su Padre podía extenderse libremente
de ese modo a través de él y abrazar a toda la humanidad como una.

Un aspecto importante de la práctica judía eran las leyes y rituales


cuidadosamente definidos para separar lo puro de lo impuro. El libro de
Levítico, particularmente los capítulos del once al quince inclusive, discute
ampliamente estas definiciones y procedimientos. Estas formas impuras
incluían ciertos alimentos, animales, enfermedades tales como la lepra, los
muertos y varias expresiones de impurezas sexuales. A las proyecciones se
les dan nombres, se describen y luego se excluyen. De los leprosos se escribe,
por ejemplo:

El afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados y desgreñada la


cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: "¡Impuro, impuro!"
Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y
habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada (Lv 13:45-46).

En el libro de Números nos presentan un ejemplo similar de boca de Dios en


lo que a impuro se refiere:

Manda a los israelitas que echen del campamento a todo leproso, al


que padece flujo y a todo impuro por contacto de cadáver. Los has de
echar, sean hombre o mujer; fuera del campamento los echarás, para
que no contaminen sus campamentos, donde yo habito en medio de
ellos (Nm 5:2-3).

Para asegurarse, muchas de estas leyes eran impulsadas por


consideraciones de salud así como también por ser expresiones simbólicas de
purificación interna. A pesar de esto, no obstante, uno puede discernir en la
que esencialmente era gente psicológicamente ingenua, una fuerte necesidad
inconsciente de proyectar las impurezas de la culpa sobre cosas externas y
luego excluirlas de su presencia.

Para la época de Jesús, estas prácticas eran rigurosamente puestas en vigor


por las partes gobernantes. A este grupo, generalmente llamados "fariseos" en
los evangelios, Jesús lo criticaba por su presunción y santurronería. La
confianza de ellos en asegurarse un lugar en el Cielo por cumplir con los
requisitos de la Ley expresaba la creencia inconsciente de que finalmente
ellos se habían despojado de su culpa. No era su santurronería como tal lo
que Jesús retaba, sino la proyección de su culpa. Este reto era lo que la gente
encontraba tan amenazante.

Desde el punto de vista del ego, ellos tenían razón de sentirse amenazados.
El mensaje de amor que Jesús enseñaba era inequívoco, y él lo demostraba
repetidamente al acercarse a la gente, y abrazar a uno y a todos como
hermano y hermana, hijos de un mismo Padre. Aquellos a quienes
consideraban como parias sociales Jesús los amaba y sanaba: uno de los
cobradores de impuestos se convirtió en discípulo suyo (Mateo); comía a la
misma mesa con pecadores y ricos; sanó al hijo del centurión romano; tocó y
sanó al leproso; protegió a la mujer adúltera y a las mujeres en general; se dio
a conocer entre los odiados samaritanos; sanó a la mujer hemorrágica de su
impureza y al epiléptico endemoniado de su desorden; y resucitó a los
muertos. En cada uno de estos encuentros era como si Jesús hubiese dicho:
"La manera en que yo los amo es como Dios los ama. No importa cuál sea su
aparente pecado o aparente impureza, éste no puede interponerse entre
ustedes y el Amor de su Padre. Por lo tanto, están sanados, y perdonados por
lo que jamás hicieron."

Este amor no pone condiciones y no tiene límites, en contraste con el amor


especial descrito en el Capítulo 1. Es el amor que describe San Pablo en su
famoso himno:

La caridad [el amor] es paciente, es servicial; la caridad no es


envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su
interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la
injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo
lo espera. Todo lo soporta.

La caridad no acaba nunca (1 Co 13:4-8).

Jesús demostraba repetidamente, en tantas situaciones distintas como fuese


posible, que nada que hagamos o que creamos que somos-sin que importe lo
repugnante, desagradable o inmoral-puede alterar nuestra relación
fundamental con Dios. Nada en este mundo puede separarnos del Amor de
nuestro Creador por nosotros, o del de nosotros por El. Las circunstancias
que parecieron separarnos eran simplemente las proyecciones de nuestro
propio ego. En el fondo, éstas son impotentes contra el Amor de Dios y no
pueden cambiar cómo El nos ve. Como el profeta Habacuc exclamaba ante
Dios: "Muy limpio eres de ojos para mirar el mal, ver la opresión no puedes"
(Hab 1:13).

Vemos aquí la naturaleza verdaderamente radical del mensaje de Jesús: el


perdón y el amor igualmente aplicados y sin excepción alguna a las criaturas
de Dios. Se basa en la percepción de que todos son miembros iguales de la
Filiación de Dios, y hay que corregir la creencia errónea sobre el lugar que
ocupe cualquiera de ellos en esta Filiación. Puesto que esta creencia
equivocada se basa en el miedo y la culpa, la corrección sólo puede ser el
amor y el perdón.

Jesús no podía ver que una forma de estas ilusiones fuese mayor o menor
que cualquier otra. En la visión del Cielo, no puede haber gradaciones de
ilusiones o de errores. Algo es o no es. Este es el corolario del primer
principio establecido en el Curso. "No hay grados de dificultad en los
milagros" (T-1.I.1:1). La verdad es cierta; todo lo demás es sólo un error que
cuando se trae a la verdad, se corrige amablemente, no se juzga ni se castiga.

El daño al ego es obvio, puesto que su total sistema de pensamiento se


basa en el juicio. Si no hay nadie sobre quien proyectar nuestra culpa, no nos
queda opción alguna excepto confrontarla en nosotros mismos. Este es el
paso que procuramos evitar casi a cualquier precio, y las estructuras del
mundo apoyan este esfuerzo por evitarlo, al reforzar la creencia de que el
problema radica fuera de nosotros. Se nos enseña a que apartemos nuestras
proyectadas formas de impureza a través de rituales, de prácticas y de
justificada ira. Aquellos que retan este sistema se ponen en un potencial
peligro, al menos como el mundo lo ve. El Curso describe el proceso de esta
manera:

Gran parte del extraño comportamiento del ego se puede atribuir


directamente a su definición de la culpabilidad. Para el ego, los
inocentes son culpables. Los que no atacan son sus "enemigos"
porque, al no aceptar su interpretación de salvación, se encuentran en
una posición excelente para poder abandonarla.. .. la crucifixión es el
símbolo del ego. Cuando el ego se enfrentó con la verdadera
inocencia del Hijo de Dios [en Jesús] intentó darle muerte, y la razón
que adujo fue que la inocencia es una blasfemia contra Dios. Para el
ego, el ego es Dios, y la inocencia tiene que ser interpretada como la
máxima expresión de culpabilidad que justifica plenamente el
asesinato (T- 13.H.4:1-3; 6:1-3).
El terror del ego de enfrentarse a su culpa, centellea de pronto en la
superficie de nuestra conciencia, y trata de destruir aquello que lo amenaza.
Dentro de esta guarida de pánico y de terror del ego Jesús seguía adelante con
su mensaje de perdón. Al así hacerlo, se encontró con la única respuesta que
el ego puede dar: el deseo de destruir lo que tanto lo amenaza. Jesús tenía que
ser destruido por la gente. Si todos los pecados están perdonados en toda la
humanidad, la culpa no existe: sin culpa, no hay ego.

Así pues, el miedo del ego se convierte rápidamente en ira, dirigida hacia
la persona que representa la amenaza, a quien hay que asesinar ahora. Vemos
cómo crece la airada respuesta de la gente según el amor de Jesús por los
pecadores y su total falta de interés en las costumbres se manifiesta
progresivamente. Después que Jesús realiza curaciones en el día de descanso
de los judíos, en contra de la Ley Judaica, Juan escribe: "Por eso los judíos
perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en sábado" (Jn 5:16). La
respuesta de Jesús a su crítica; "Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también
trabajo" (Jn 5:17), sólo hizo que la gente tratara con mayor empeño de
matarlo (Jn 5:18).

Cuando Jesús llegó a Jerusalén para celebrar la fiesta de las Tiendas


(Succoth), la gente dijo de él: "¿No es a éste a quien quieren matar?" (Jn
7:25), y más tarde en la escena Juan informa que "algunos de ellos querían
detenerle" (Jn 7:44). En la fiesta de la Dedicación (Channukah), la gente trajo
piedras para apedrearle (Jn 10:31), y otros querían de nuevo prenderle (Jn
10:39). En su última visita a Jerusalén, la semana antes de su muerte en la
Pascua, la gente vino a la casa de Lázaro a quien Jesús había resucitado de
entre los muertos, no sólo para matar a Jesús sino también a Lázaro. Estas
murmuraciones acerca de Jesús culminaron en la crucifixión, la cual es
ciertamente la más poderosa forma de su mensaje de perdón.

La crucifixión y la resurrección

Podemos resumir que el propósito de la misión de Jesús fue enseñar el


principio básico de la Expiación: la separación de Dios jamás ocurrió
verdaderamente. Contrario a las apariencias, permanecemos como Dios nos
creó-uno en espíritu con El y con toda la creación. La crucifixión y la
resurrección fueron el medio máximo de Jesús para darnos este mensaje, y la
demostración final de que todas las demás lecciones que enseñó eran
verdaderas.

1. El mensaje de la crucifixión

Jesús es el nombre del primer hombre que despertó del sueño de la


separación, y que "vio la faz de Cristo en todos sus hermanos y [quien]
recordó a Dios" (C-5.2:1). Debido a esto, el Espíritu Santo "ha designado a
Jesús como el líder para llevar a cabo Su plan, ya que Jesús fue el primero en
desempeñar perfectamente su papel" (C-6.2:2). Jesús "puso ... en marcha" el
proceso de la Expiación que le fue dado al Espíritu Santo como un principio.
La Expiación se estableció mediante su resurrección, la cual puede definirse
como el despertar del sueño de la muerte, del cual la crucifixión es el símbolo
prominente.

Aceptar la Expiación para nosotros mismos, nuestra única responsabilidad,


es aceptar la fundamental irrealidad de la separación. Permanecemos para
siempre tal como Dios nos creó, al no haber abandonado jamás el hogar de
nuestro Padre. Aceptar la Expiación es, en efecto, la metanoia o cambio de
pensamiento que Jesús exhortaba en sus seguidores. Es el cambio de
percepción que ve el perdón en lugar del pecado, que conoce la vida en lugar
de la muerte, y que se identifica con el Reino de Dios en lugar de
identificarse con el reino del ego. Aceptar la Expiación nos capacita para
reconocer que nuestro pecado en contra del Padre jamás pudo ocurrir en
realidad, y por consiguiente ya se ha anulado. Así pues, no existe ningún
fundamento para nuestra culpa y no tenemos necesidad alguna de protegerla a
través de las diversas ilusiones que hemos adoptado para nuestra propia
defensa.

El dolor y sufrimiento que experimentamos, el cual culmina en la muerte,


penetró en el mundo a través del "pecado" de la separación. La muerte misma
permanece como el más poderoso testigo de nuestro sueño de la post-
separación. Santiago resume muy bien esta dinámica: "Después la
concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, una
vez consumado, engendra la muerte" (St 1:15). Nuestro deseo (o
pensamiento) de estar separados causa el pecado que a su vez causa la
muerte. Dicho de otra manera, la muerte es el efecto inevitable del pecado,
que es en sí el efecto de nuestra creencia en su realidad.

El deshacer esta creencia básica del ego constituyó la misión de Jesús en


palabra y en hecho. Fue una lección que debía testimoniarse en cierta época y
en cierto lugar en la historia, y que debía aprenderse a través de todo el resto
del tiempo-una lección que Jesús enseñó una vez en su vida terrenal y que
enseña para siempre en su vida de resurrección. La suya fue la misión que dio
cumplimiento a las palabras de Isaías:

Consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la


cobertura que cubre a todas las gentes; consumirá a la Muerte
definitivamente. Enjugará el Señor Yahveh las lágrimas de todos los
rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra (Is
25:7-8).

Jesús deshizo la creencia en la separación, o el pecado, al demostrar que


sus efectos no existían. Al repasar las dos características de la ley de causa y
efecto que discutimos en el Capítulo 2, vemos que 1) causa y efecto son
mutuamente dependientes: sin la una no puede existir el otro, y 2) si algo
existe tiene que ser una causa: si no puede ser causa, no puede existir. Así
pues, si los efectos del pecado no están ahí no pudieron haber sido causados.
Si el pecado no es una causa, no puede existir. Jesús tomó el más poderoso
testigo de la aparente realidad del pecado, es decir la muerte, y al superarlo
con su resurrección, demostró concluyentemente que al no ser real, la "causa"
de la muerte-el pecado-tampoco puede ser real. Como exclamó Juan el
Bautista: "[Jesús es] el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn
1:29).

Dicho de otra manera, podemos afirmar que el propósito de Jesús era


deshacer la creencia en la realidad de la dicotomía víctima-victimario, el
centro del sistema defensivo del ego contra la unidad de Dios y Su creación.
La base de la justicia para el mundo semítico en la época de Jesús era "ojo
por ojo." Esto simplemente reforzaba la relación causa-efecto entre el pecado
y el sufrimiento, al enseñar que una "víctima" había sido perjudicada por un
"victimario." Jesús vino a enseñar otra lección.

En el Curso Jesús afirma: "Yo estoy a cargo del proceso de Expiación, que
emprendí para darle comienzo" (T-1.III.1:1). La Expiación corrige el error de
la separación, la cual sostiene que Dios fue la víctima del ataque del Hijo,
quien luego se convirtió en la víctima de la justificada venganza del Padre.
De ese modo nacieron el pecado, la culpa y el miedo, y se convirtieron en las
leyes de este mundo. A los ojos de casi todos los que presenciaron la
crucifixión de Jesús, por no decir que la siguieron, tal parecía como si Jesús
fuese la máxima víctima de la crueldad del ego, y que sufrió inmensamente a
manos de aquellos a quienes él sólo había amado y sanado. Como escribe
Jesús en el Curso:

Elegí, por tu bien y por el mío, demostrar que el ataque más atroz, a
juicio del ego, es irrelevante. Tal como el mundo juzga estas cosas,
mas no como Dios sabe que son, fui traicionado, abandonado,
golpeado, atormentado y, finalmente, asesinado (T-6.I.9:1-2).

En toda la historia uno no puede imaginar un individuo más justificado en


identificarse a sí mismo como una víctima inocente del cruel, mal agradecido
mundo. Además, la teología tradicional enseñaba, como consideraremos en el
próximo capítulo, que Jesús también fue la víctima de la vengativa necesidad
de su Padre de resarcimiento por los pecados del mundo.

No obstante, Jesús no compartió la evaluación que el mundo hizo de él.


Más bien, ofreció "una interpretación diferente del ataque" (T-6.I.5:5), y de
ese modo pudo enseñar que la "agresión más atroz" no tuvo efecto en él.
Demostró esta verdad en su actitud y respuesta sin defensa durante el
maltrato del cual fue objeto y, como su máxima lección, el superar la muerte
en su resurrección. Puesto que veía el aparente ataque como una petición de
amor, Jesús no se podía ver a sí mismo como una víctima y por consiguiente
no veía victimarios. De esta forma, los errores de las interpretaciones
equivocadas de ellos quedaron sin efecto, al no ser compartidos por él. En ese
instante la salvación llegó al mundo, puesto que la creencia en la separación
de víctima y victimario ya no existía.
2. Los últimos días: Invulnerabilidad e indefensión

El perdón fue descrito por George Roemisch como "el perfume de la


violeta que permanece adherido aun al talón que la aplastó." Pedro escribe
acerca de Jesús en su primera carta:

[El] sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus
huellas. El que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño;
él que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no
amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con
justicia (1 P 2:21-23).

Ambas aseveraciones resumen el ejemplo de perdón de Jesús. En el


evangelio de Juan, Jesús dice que "nadie tiene mayor amor, que el que da su
vida por sus amigos" (Jn 15:13). De por sí, esto no es único; miles a través de
la historia lo han hecho de ese modo. Lo que es único acerca de Jesús no fue
su muerte, ni siquiera la aparente crueldad de ésta, sino la manera en la cual
él murió-más a propósito aún fue la forma en que Jesús respondió desde el
momento de su arresto hasta la hora de su muerte en el Calvario. Se ha dicho
que Jesús no sólo nos enseñó cómo vivir, sino también cómo morir. En su
invulnerabilidad e indefensión, Jesús nos legó el más claro ejemplo de
perdón, aun frente a su propia muerte.

Cuando arrestaron a Jesús en el Huerto de Getsemaní, inmediatamente


Pedro salió en defensa de su Maestro. Desenvainó su espada, y arremetió
contra uno de los impresionantes soldados y le cortó una oreja. En la
percepción de Pedro, Jesús estaba en peligro y necesitaba protección física.
No obstante, Jesús estaba enseñando una nueva percepción: un mundo en el
cual la gente no podía estar en peligro debido a quiénes eran. Sus mentes
sanadas contenían la fortaleza del Cielo, y la protección de Dios iba con ellos.
Así pues, Jesús le responde a Pedro: "Vuelve tu espada a su sitio, porque
todos los que empuñen espada, a espada perecerán. ¿O piensas que no puedo
yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce
legiones de ángeles?" (Mt 26:52-53). En el evangelio de Lucas se dice más
ampliamente que Jesús tocó al soldado que Pedro había herido y lo sanó, con
lo cual corrigió el error de Pedro.
A lo largo del abuso psicológico y físico que Jesús soportó durante sus
últimos días, jamás levantó una mano ni pronunció una palabra en su defensa.
No interfirió con lo que le hacían. Consciente de su verdadera seguridad,
permaneció silencioso cuando lo trajeron ante Pilato y le pidieron que se
defendiera. Un Pilato incrédulo le preguntó a Jesús: "¿No oyes de cuántas
cosas te acusan?" (Mt 27:13). Mateo prosigue su relato: "Pero él a nada
respondió, de suerte que el procurador estaba muy sorprendido" (Mt 27:14).
Aun cuando los soldados continuaban mofándose y escarneciéndolo, Jesús no
hablaba. Fue el perfecto ejemplo de su propio mandato a "ofrecer la otra
mejilla." Como escribe en el Curso:

Nada puede hacerte daño, y no debes mostrarle a tu hermano nada que


no sea tu plenitud. Muéstrale que él no puede hacerte daño y que no le
guardas rencor, pues, de lo contrario, te estarás guardando rencor a ti
mismo. Ese es el significado de: "Ofrécele también la otra mejilla" (T-
5.IV.4:4-6).

Jesús atravesó estas últimas horas sin ira, dolor o deseo de venganza de clase
alguna. Debido a su propia impecabilidad él no podía ver ataque. Así pues,
no había necesidad de que se defendiera o de que proyectara culpa o
responsabilidad sobre otros. Su absoluta confianza en Dios, la certeza de
quién era él, hacían innecesaria, y hasta irrelevante, cualquier defensa.

El punto culminante de todas las lecciones de Jesús de indefensión y


perdón fue la crucifixión; ciertamente la más tentadora de todas las
situaciones para tornarse defensivo y airado. Además, ciertamente estaba
dentro del poder de Jesús salvarse a sí mismo. Los espectadores se mofaban
de él, diciéndose unos a otros: "A otros salvó y a sí mismo no puede
salvarse.... Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de
verdad le quiere" (Mt 27:42-43). Sin embargo, era precisamente porque
confiaba en Dios que Jesús podía permanecer en la cruz, sin temor a la
muerte. Si bien podían atacar y herir su cuerpo y su persona, su verdadera
Identidad en Dios permanecía inexpugnable, más allá de todo peligro.

Mientras colgaba de la cruz, y los demás percibían que estaba en gran


sufrimiento y a punto de morir, Jesús descansaba en el seguro Amor de Dios.
Al contemplar a la burlona multitud que clamaba por su muerte, Jesús veía
únicamente la necesidad de ayuda de ésta, no su odio. El reconocía que sus
acciones procedían del miedo al mensaje de la verdad y a su Padre Que lo
había enviado. Ellos no sabían lo que se hacían a sí mismos. Su rabia y sus
vituperios se transformaron en peticiones de ayuda ante la percepción
amorosa de él, y la ira se hizo imposible. Vacío de todas las limitaciones
humanas que lo habrían separado de la gente que él amaba, Jesús invocó a su
Padre en nombre de ellos: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen"
(Lc 23:34). Esta súplica por el perdón a la gente que estaba delante de él,
brotó de ese amor, a través de la visión de toda la humanidad unida en el
Padre, imposible de separar por el miedo y la culpa que habrían desmentido
la verdad fundamental de la unidad de la creación. En este único acto de amor
se resumió su mensaje. En ese único instante el mundo se transformó. La luz
del perdón había llegado al fin al mundo de la obscuridad.

3. El perdón del especialismo

Dejamos a los discípulos, dos capítulos atrás, acurrucados en el aposento


alto llenos de terror y de culpa, en espera de cualquier desastrosa venganza
que Dios tuviese guardada para ellos. Apiñados en la obscuridad le temían a
la luz.

La expectativa del ego de lo que pasaría en caso de que Jesús apareciese se


expresa en el siguiente chiste, el cual, afortunadamente para nosotros, no es
cierto: La mañana de Pascua, Juan ve al Jesús resucitado y corre
alocadamente a contárselo a los demás: "Tengo noticias para ustedes. Son
buenas; y son malas. La buena es que Jesús ha resucitado de entre los
muertos, tal como había dicho. La mala es que él quiere saber dónde estaban
ustedes."

La culpa del ego no podía esperar nada más excepto una respuesta airada
del Jesús de "mentalidad pecaminosa." De hecho, un Jesús enojado, herido
por la traición y el abandono de sus amigos y seguidores más cercanos, todos
los que habían jurado no abandonarlo jamás, habría sido la reacción normal
de casi cualquier otra persona en una situación como esa. Si Jesús hubiese
estado en el estado de ánimo de su ego, identificándose con su cuerpo y con
los cuerpos atacantes de sus acusadores, no habría podido evitar el
experimentar sufrimiento físico y psicológico, y de ese modo verse forzado a
proyectar la causa de su sufrimiento sobre los demás. Como hemos visto, la
mayor tentación para el ego es el deseo de hacer a otros culpables de nuestro
sufrimiento, hacerlos responsables por la miseria que en realidad nos hemos
ocasionado por medio de nuestras decisiones egoístas. Debido a que Jesús
sabía que a él no le estaban haciendo nada, que él era sencillamente el blanco
de las proyecciones de aquellos que estaban pidiendo ayuda, él estaba libre de
esta tentación. El no era este pedazo de carne magullada que en humillación
colgaba de la cruz, como lo veía el mundo, sino el Hijo de Dios en la gloria:
el Cristo tal como Dios Lo había creado. Este fue el mensaje de salvación que
él vino a enseñar y a demostrar.

Así pues, en medio de los discípulos que temblaban de remordimiento y


aprensión, "se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: `La paz con
vosotros.- y "les mostró las manos y el costado" (Jn 20:19-20). ¿Qué mayor
regalo podía un hermano amoroso otorgarles a aquellos que eran el suyo
propio, que este saludo de paz cuando todo dentro de ellos era conflicto y
confusión?

En esas cuatro sencillas palabras que expresan volúmenes -"La paz con
vosotros"-Jesús les dice a sus discípulos y a todos nosotros:

Mi amor por ustedes antes de sus aparentes pecados es el mismo


ahora, y lo será para siempre. Sus pecados no fueron nada excepto una
nube pasajera que ocultó al sol por un momento. Pero ahora la nube se
ha ido, sin tener efecto alguno sobre el sol, y ustedes pueden ver
nuevamente. Cualquiera que sea la culpa de ustedes, por mucho que
perciban que su ruindad está por encima del perdón, a pesar del miedo
a que nuestra relación estuviese más allá de la restauración-mi amor
por ustedes jamás ha cambiado. Sus pecados han sido perdonados,
pues mi amor, que procede del Padre, es eterno.

Como escribió San Pablo, recipiente en sí mismo del perdón de Jesús: Nada
"podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro" (Rm 8:39).
En todo el mundo no hay dicha mayor que saber que nuestros pecados han
sido perdonados. Como dice el salmista: "¡Dichoso el que es perdonado de su
culpa, y le queda cubierto su pecado! Dichoso el hombre a quien Yahveh no
le cuenta el delito" (Sal 32:1-2). Cada forma de infelicidad-depresión, dolor,
miedo, ansiedad, sentido de pérdida-procede de nuestra culpa: la creencia de
que hemos pecado y tenemos que pagar por ello a través del sufrimiento. Esta
carga de culpa es demasiado pesada, pero nos acostumbramos tanto a ella que
escasamente advertimos su sombra opresiva sobre nuestras vidas. Esta nube
de culpa obscurece la luz del Cielo y transitamos el mundo de sombras
tenebrosas, como los prisioneros de Platón, ajustando nuestros ojos para
sobrevivir, al olvidar lo que significa salir al sol.

De pronto la luz aparece en medio de nosotros, y disipa la obscuridad. El


pecado desaparece en su propia nada a medida que la luz del Cielo se
restituye en nosotros, y vemos claramente. Este súbito re-emerger de la luz es
nuestra dicha de saber que a pesar de la culpa, permanecemos seguros en el
Amor del Padre.

Así pues, el evangelista prosigue: "Los discípulos se alegraron de ver al


Señor. Jesús les dijo otra vez: `La paz con vosotros- (Jn 20:20-21). La dicha
que emana del perdón no es la que proviene de satisfacer nuestras
necesidades egoístas, donde el "sentirse bien" es en realidad la dicha del ego
al haberse defendido exitosamente, por medio del especialismo, en contra de
la amenaza de Dios. La dicha verdadera, así como su contraparte, la paz,
procede únicamente de nuestra liberación de las cadenas del ego. El perdón,
nuestra única verdadera necesidad, hace que esta dicha en nosotros sea
completa. Tal como se describe la visión del perdón en el Curso: "Nada que
recuerdes que en alguna ocasión hiciera cantar a tu corazón de alegría te
brindó ni una mínima parte de la felicidad que esta visión ha de brindarte" (T-
17.II.1:5).

Esta exención de la culpa y del pecado fue el regalo de Jesús a sus


discípulos y al mundo entero. El nos condujo a través del valle de sufrimiento
y de muerte del ego hacia la dicha, la paz y la luz que están en la otra orilla.
Cada uno de nosotros, cada cual a su modo, se enfrenta continuamente a la
experiencia de identificarse con la víctima o con el victimario en nuestros
egos, y Jesús es el perfecto modelo para este viaje a través de las ilusiones de
ataque, de sufrimiento y de muerte.

Cuán tentador resulta, al sufrir, exclamar ante aquel que parece atacarnos o
acusarnos: "Mírame hermano, por tu culpa muero" (T-27.I.4:6). De esta
manera nuestra inocencia está aparentemente garantizada, y se establece para
siempre en el pecado de los demás, sellada por la culpa que procuramos
imponerles. En un importante mensaje que citamos anteriormente, el Curso
enseña que bajo nuestro rostro de "inocencia," yace el rostro que acusa al
mundo: "Yo soy la cosa que tú has hecho de mí, y al contemplarme, quedas
condenado por causa de lo que soy" (T-31.V.5:3). Mientras permanezca algo
de culpa en nosotros, algún vestigio de la creencia en nuestra pecaminosidad,
es imposible evitar la proyección, por sutil que sea su forma de expresión. La
culpa que experimentan los otros es reforzada por la culpa que procuramos
proyectar hacia los demás, y que nos ata a todos con las cadenas del miedo y
del odio.

¡Cuán llena de culpa debe haber estado la mayoría de la gente que


presenció el asesinato por crucifixión de este hombre inocente, o la gente que
huyó horrorizada de este testimonio de su propio pecado!

¡Cuán fácil tiene que haber sido el albergar esta creencia en su propia
pecaminosidad reforzada por los incidentes del Calvario!

¡Cuánto debe haber procurado y hasta exigido esta gente la condenación


que creía le sobrevendría de labios de este hombre, que esperaba ser
condenado con cada aliento que respiraba!

¿Cuánto, en realidad, pudieron estas personas haber evitado proyectar su


culpa sobre él-al ver en sus piadosos ojos de inocencia la severa mirada del
juicio-incapaces de aceptar que, en verdad, sus pecados habían sido
perdonados?

¡Cuán insoportable debía haber sido escuchar el mensaje de salvación y de


amor que él proclamaba en cada acción suya!

Y, finalmente, en las apariciones de su resurrección, cuán aparentemente


imposible entender plenamente el mensaje máximo que redime al mundo, y
que contesta la pregunta formulada al comienzo de este capítulo: Estar en
presencia del amor perfecto es hallarse bajo la cruz de la culpa y del
sufrimiento, tentados a proyectarlos sobre los demás o a albergar la
desesperación internamente. Y escuchar luego las palabras más santas que
jamás se hayan pronunciado: "¡Contémplenme hermanos, a sus manos vivo, y
vivo para siempre. No teman, estén en paz y regocíjense. Todos sus pecados
les han sido perdonados!"
Jesús vino a dar el mensaje de perdón por lo que no se había hecho, y a
través de su vida, muerte y resurrección puso en movimiento este mensaje de
salvación. Era una lección de amor, cuyos frutos habrían de ser la unidad, la
paz y la liberación del sufrimiento para toda la humanidad. Cuando estos
frutos no parecen derivarse, como a menudo no se han derivado a través de la
historia cristiana, podemos concluir que hemos entendido mal y que no
hemos aprendido la lección.

La distorsión del presente

No debe ser sorpresa que la crucifixión se entendiera mal. Su mensaje se


desviaba tan radicalmente de todo lo que el mundo creía, que se habría
requerido a una persona casi libre de ego para que entendiese la magnitud de
sus implicaciones. Es parte de nuestra naturaleza egoísta el tratar de entender
acontecimientos del presente en términos del pasado. Ya hemos explorado en
el primer capítulo de este libro esta tendencia casi universal. Si alguna vez
pudiésemos estar completamente abiertos al presente-la expresión plena de lo
que el Curso llama el "instante santo"-el pasado desaparecería, y con él
nuestra total inversión en el ego. Para protegerse de lo que para él sería una
catástrofe, el ego nos aconseja constantemente que interpretemos el presente
en términos del pasado, para asegurarse de que nada cambie. El presente, y
por consiguiente el futuro, sencillamente reflejará lo que ya ha sido, y el ego
descansa seguro para siempre en la telaraña de la culpa y del miedo que es su
identidad.

Debido a nuestra tendencia de aferramos a lo conocido, el Curso nos


exhorta:

Haz simplemente esto: permanece muy quedo y deja a un lado todos


los pensamientos acerca de lo que tú eres y de lo que Dios es; todos
los conceptos que hayas aprendido acerca del mundo; todas las
imágenes que tienes acerca de ti mismo. Vacía tu mente de todo lo
que ella piensa que es verdadero o falso, bueno o malo; de todo
pensamiento que considere digno, así como de todas las ideas de las
que se siente avergonzada. No conserves nada. No traigas contigo ni
un solo pensamiento que el pasado te haya enseñado, ni ninguna
creencia que, sea cual sea su procedencia, hayas aprendido con
anterioridad. Olvídate de este mundo, olvídate de este curso, y con las
manos completamente vacías, ve a tu Dios (L-pI. 189.7).

Jesús vino a enseñarnos que estábamos equivocados acerca de todo lo que


jamás habíamos creído acerca de nuestro mundo, de nosotros mismos, de
Dios y de nuestra relación con El. Su enseñanza culminó en la crucifixión, la
cual resumió en un solo acto todo lo que él había enseñado y demostrado. Si
el mundo hubiese tenido oídos para escuchar, ésta es la oración que habría
"escuchado" desde el corazón de Jesús, pidiéndonos que nos uniésemos con
él para que se hiciese la Voluntad de Nuestro Padre:

Padre, no sabemos cómo llegar a Ti. Pero te hemos llamado y Tú


nos has contestado. No interferiremos. Los caminos de la salvación no
son nuestros, pues te pertenecen a Ti. Y es a Ti a donde vamos para
encontrarlos. Nuestras manos están abiertas para recibir Tus dones.
No tenemos ningún pensamiento que no pensemos contigo, ni
abrigamos creencia alguna con respecto a lo que somos o a Quién nos
creó. Tuyo es el camino que queremos hallar y seguir. Y sólo pedimos
que Tu Voluntad, que también es la nuestra, se haga en nosotros y en
el mundo, para que éste pase a formar parte del Cielo. Amén (L-
pI.189.10; bastardillas suprimidas).

Cuando Jesús resucitó aquella primera mañana de Pascua, la crucifixión,


con sus aparentes sufrimientos, tenía que verse bajo una luz diferente. ¿Cómo
podía estar vivo alguien que había sido asesinado? Esta fue la paradoja de la
cruz con la cual el mundo se confrontó: ¿cómo podía haber amor en presencia
del odio, fortaleza cuando todo lo que aparecía era debilidad, vida cuando
sólo existía muerte? No podemos admitir que sea igualmente cierta, y que
pertenezca al mismo orden de realidad, la percepción de que Jesús sufrió y
murió, al mismo tiempo que creemos en su vida ascendida. Estos dos órdenes
de "realidad" no pueden coexistir, puesto que se fundamentan sobre premisas
que se excluyen mutuamente. Una se basa en la realidad del sistema de
pensamiento del ego, el cual hemos visto que es una "transacción de
conjunto." Si se acepta que un aspecto del sistema es cierto, todo el sistema
tiene que serlo. Central al mundo del ego es el cuerpo, y si se le adjudica
realidad se hace lo mismo con el dolor, el sufrimiento y la muerte. La
resurrección, por otra parte, pertenece al sistema de pensamiento del Espíritu
Santo el cual sabe que "lo falso es falso y que lo que es verdad jamás ha
cambiado" (L-pII.10.1: l). La verdad es espíritu y vida eterna; el ego y la
muerte son falsos. No existe componenda. Al enfrentarnos a los dos sistemas
de pensamiento, uno tiene que desvanecerse; el otro permanece.

Era inevitable, pues, que los egos de los discípulos interfiriesen con su
forma de interpretar la crucifixión. Su genuino amor y devoción por Jesús no
les permitía que negasen totalmente su experiencia de él, antes o después de
su crucifixión, pero la culpa inconsciente de ellos exigía que si de hecho
Jesús vivió en su resurrección, que por lo menos cambiasen su mensaje de
perdón. Esa es, pues, la componenda del ego con la verdad: "Si no lo puedes
vencer, únete a él," pero únete con él en los términos del ego. Mientras que
en un nivel éste perpetúa la memoria de aquel a quien Dios envió para salvar
al mundo, en otro procuró distorsionar su mensaje de unidad al predicar la
separación y la división. La relación especial de los discípulos con Jesús dictó
que ellos proyectasen su culpa sobre el ídolo-salvador que transitó por la
pantalla de sus vidas. Al convertirse ahora en un símbolo de culpa-la suerte
que corren todos los objetos de amor especial-el mensaje de salvación de
Jesús también se había convertido en esto, el opuesto exacto de lo que fue su
intención. De esta manera, el ego emergió triunfante, pues
independientemente de si la gente aceptó a Jesús o no, sólo un puñado muy
pequeño vivió en verdad lo que él enseñó. De ese modo, se mantuvo la
religión de culpa del ego, y este capítulo explorará cómo y por qué ocurrió
esto. Comenzamos con el concepto de expiación: qué es lo que se expía, y
cómo se logra.

Expiación con sacrificio

La culpa exige castigo. En el más profundo nivel del sistema de


pensamiento del ego, este castigo siempre procederá de Dios, puesto que es a
Dios al que creemos haber atacado. Nuestro Dios de Amor se ha tomado en
un Dios vengativo a Cuyo castigo hay que temerle: "La atracción de la
culpabilidad hace que se le tenga miedo al amor" (T-19.IV-A.10:1). Mientras
se mantenga nuestra creencia en el pecado, del mismo modo se mantiene
también nuestro miedo a Dios. La conexión es indisoluble. Inflexible en sus
exigencias de que el pecado siempre tiene que castigarse, el ego aún pretende
hacer pactos, y nos ofrece un "alivio" a su cruel manera de medir el castigo.
Estos arreglos son casi literalmente pactos con el "diablo," parecidos al de
Fausto, pues sencillamente estamos comprando tiempo antes de que nos
toque el inevitable resultado de la muerte a manos de Dios.

Hemos visto como el invertir de causa y efecto que hace el ego nos lleva a
creer que nuestro sufrimiento es externo a nuestras mentes. En un nivel más
profundo, sin embargo, el ego nos susurra al oído que el sufrimiento nos llega
porque somos malos. El deseo de venganza del ego le hace estar siempre al
acecho para reinterpretar todas las cosas como castigos que él quiere que
aprendamos (la versión del ego de la Lección 193). Todo sufrimiento, dolor,
enfermedad y muerte se interpretan como los merecidos efectos de nuestra
pecaminosidad, que es su causa. Al sufrir, por lo tanto, le devolvemos al
objeto de nuestro pecado lo que es su justo derecho. En nuestra sociedad,
vemos funcionar este principio en el sistema penal. La gente a la que se
declara culpable de un crimen contra el estado tiene que ser castigada de
modo que se compense a la sociedad por lo que se hizo en contra suya, un
proceso que llamamos justicia. Nuestro sufrimiento, el cual nuestra culpa
exige, expía por nuestros pecados. De esa manera, nos reconciliamos con la
parte victimada o agraviada. La expiación enmienda o establece la
indemnización por nuestros delitos, y se nos purifica y perdona.

Una forma de expiación más aceptable socialmente y la cual el ego estima


mucho es la del sacrificio. La gente que anida sentimientos inconscientes de
culpa a menudo expía estos sentimientos a través de actos de renunciamiento.
Aquí, como vimos cuando discutimos la dinámica de la enfermedad, la gente
cree inconscientemente, que le "dará el golpe de gracia a Dios," al tomar el
castigo por sus propias manos, por decirlo así, de manera que El no lo haga.
De este modo, expían por sus pecados al sufrir por el bien de otros o de ellos
mismos, sacrificando su tiempo, dinero, esfuerzo, etc., para que otros puedan
hallar la felicidad y la paz. Lo esencial aquí no son los "actos" de ayudar a
otros, sino la dinámica subyacente de sacrificio del ego. Esta se manifiesta en
otras formas, también, como la de aquellos que siempre parecen herirse a sí
mismos, al inconscientemente ocasionarse sufrimiento a través de la
enfermedad, daño personal, incapacidad para ganar o retener dinero y
destrucción o abuso de la propiedad personal. Un ejemplo prominente de esa
destrucción son los automóviles. Puesto que éstos son un medio principal
para movernos en nuestro mundo moderno, se convierten fácilmente en
símbolos del ego o en extensiones de nuestros seres egoístas, como se ven en
los sueños, por ejemplo. Los automóviles, pues, se tornan vulnerables a
nuestros intentos inconscientes de actuar en contra de nosotros mismos a
través de accidentes, que los dejan en estados de imposible reparación, etc.
En su forma más extrema, el sacrificio de sí mismo se convierte en martirio,
lo cual examinaremos a continuación.

Está claro que dentro de este sistema de pensamiento Dios exige sacrificio.
"¡Cuán temible, pues, se ha vuelto Dios para ti! ¡Y cuán grande es el
sacrificio que crees que exige Su Amor! Pues amar totalmente supondría un
sacrificio total" (T-15.X.7:1-2). Esta creencia en cerrar un trato con Dios de
manera que podamos asegurar su amor es el núcleo de todas las relaciones
especiales, en las cuales creemos que sólo podemos recibir amor cuando
renunciamos a algo. "El sufrimiento y el sacrificio son los regalos con los que
el ego 'bendice' toda unión. Y aquellos que se unen ante su altar aceptan el
sufrimiento y el sacrificio como precio de su unión" (T-15.VII.9:1-2). El
sacrificio como salvación de la culpa, es uno de los conceptos fundamentales
en la lógica del ego. "El sacrificio es un elemento tan esencial en tu sistema
de pensamiento, que la idea de salvación sin tener que hacer algún sacrificio
no significa nada para ti. Tu confusión entre lo que es el sacrificio y lo que es
el amor es tan aguda que te resulta imposible concebir el amor sin sacrificio"
(T-15.X.5:7-8). Esto claramente contradice la afirmación de Dios en el libro
de Oseas: "Porque yo quiero amor, no sacrificio" (Os 6:6).

Veamos ahora cómo esta creencia en la salvación a través del sacrificio y


del sufrimiento se nos manifestó en la tradición judaica, y formó más tarde el
fundamento teórico para la interpretación cristiana de la crucifixión de Jesús.
El siervo sufrido

Puesto que el ego siempre está a la expectativa para señalar la catástrofe


con dedo acusador, las calamidades tales como el Gran Diluvio,
inevitablemente se entendieron como el resultado directo o el efecto de la
pecaminosidad de la gente. La creencia en esta conexión causal, desde luego,
no se circunscribe al judeo-cristianismo, como tampoco se circunscribe la
conexión entre el sacrificio y la salvación, pero nosotros limitaremos nuestra
discusión al judeo-cristianismo puesto que éste es el contexto que se refleja
en Un curso en milagros.

El relato bíblico del Gran Diluvio, considerado geológicamente como un


hecho prehistórico real, se interpreta de esta manera:

Viendo Yahveh que la maldad del hombre cundía en la tierra... Dijo,


pues, Dios a Noé: "He decidido acabar con toda carne.... voy a traer el
diluvio, las aguas sobre la tierra, para exterminar toda carne que tiene
hálito de vida bajo el cielo: todo cuanto existe en la tierra perecerá
(Gn 6:5,13,17).

El Diluvio, pues, es el castigo infligido por Dios como justa retribución por el
pecado.

Durante el período que precedió inmediatamente al Exilio Babilónico y la


destrucción del Templo, el profeta Jeremías escribió en el nombre de Dios:

Pero acaso digas en tus adentros: "¿Por qué me ocurren estas cosas?"
Por tu gran culpa.... Por eso os esparcí como paja liviana al viento de
la estepa. Esa es tu suerte, el tanto por tu medida que te toca de mi
parte ... por cuanto que me olvidaste y te fiaste de la Mentira (Jr
13:22,24-25).

Aunque en un nivel nuestra creencia en el pecado nos llevará al


sufrimiento debido a nuestra culpa, no es cierto que el sufrimiento sea un
castigo infligido por Dios. El prototipo de esta creencia es la expulsión de
Adán y Eva del Jardín del Edén, donde Dios castiga a los "pecadores"
desterrándolos del Paraíso. Lo que ocurrió en realidad es que la culpa de
Adán y Eva se proyectó sobre un Dios vengativo, Quien se hizo luego para
que procurase el justo castigo que mantiene el equilibrio de las balanzas de la
justicia. Estas balanzas siempre exigen que alguien tiene que sacrificarse para
que la verdad sea reivindicada. Dentro de esta perspectiva, el sufrimiento de
la gente es su justo merecido por el pecado que cree haber cometido:
separarse del Dios viviente que habita en su interior, a quien se ve ahora
apartado de ella. "La casa de Israel," dijo Ezequiel, "fue deportada por sus
culpas, que, por haberme sido infieles ... cayeron todos a espada. Los traté
como lo merecían sus impurezas y sus crímenes, y les oculté mi rostro" (Ez
39:23-24).

El principio clave en esta forma de ver el sufrimiento se hace claro: bien


fuese la difícil situación del mundo que sufría los horrores del Gran Diluvio,
el sufrimiento colectivo de los Hijos de Israel durante el Exilio o las
aparentemente injustas calamidades personales de un Job, la aflicción externa
se veía como el efecto del estado interno de pecado de la humanidad. En las
mentes de la mayoría de las personas, esta creencia es inconsciente; sin
embargo, los profetas veían su función como la de traer claramente esta
conexión de pecado-castigo ante los ojos de la gente, de modo que la culpa
fuese suprema en su mente. Los profetas tenían la esperanza de que por
miedo al castigo a manos de un Dios iracundo, la gente abandonaría su
camino de maldad y regresaría a El.

Hemos visto cómo esta dinámica refuerza la creencia en la realidad del


pecado. Si nos castigan, sólo puede ser porque hemos pecado. La
interpretación del castigo de Dios fortalece la creencia en la realidad de la
separación puesto que el miedo a Dios lógica e inevitablemente procede de
ésta. Vemos esta dinámica sutilmente en función en el siguiente intento de
interpretar la salvación: El siervo sufrido.

Durante el Exilio Babilónico del siglo sexto A.C., los profetas enseñaron
que la suerte de la humanidad, incluyendo la destrucción del Templo, fue el
resultado del pecado de ésta. Mas un grito de esperanza surgió en la voz de
Deutero Isaías a través de sus cuatro Cantos del siervo (Is 42, 49, 50, 53).
Estos cantos se basaban en la premisa de que el sufrimiento era el castigo de
Dios, mas éste era redentor porque Dios le ofrecía la salvación a Su pueblo a
través de los sufrimientos vicarios del Siervo Sufrido, y de ese modo se re-
establecía el pacto de amor entre ellos. Esta es la historia del Siervo:

La misión del Siervo era "dictará ley a las naciones" (42:1); ser "luz de las
gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la
cárcel a los que viven en tinieblas" (42:6-7); para ser el instrumento a través
de quien la salvación de Dios "alcance hasta los confines de la Tierra" (49:6).

Cómo se iba a lograr esto, también se exponía explícitamente en estos


cantos. El Siervo ha de ser el instrumento de salvación a través de su propio
sufrimiento y muerte: él será "despreciable y deshecho de hombres, varón de
dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro"
(53:3); "eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que
soportaba" (53:4); y por su conocimiento "justificará mi Siervo a muchos y
las culpas de ellos él soportará" (53:11). Se ofreció "a sí mismo en expiación"
(53:10); "soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos
sido curados" (53:5).

A lo largo de todo, el Siervo está indefenso: "Yo no me resistí, ni me hice


atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que
mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos" (50:5-6). La
descripción prosigue en tercera persona: "Fue oprimido, y él se humilló y no
abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que
ante los que la trasquilan está muda" (53:7). El Siervo es capaz de mantener
esta actitud de indefensión porque sabía que el Señor, su Dios, habría de
ayudarle (50:7,9), que "cerca está el que me justifica" (50:8). Y de ese modo
el Siervo de Dios "prosperará..., será enaltecido, levantado y ensalzado
sobremanera" (52:13), "por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará"
(53:11); "alargará sus días, y lo que plazca a Yahveh se cumplirá por su
mano" (53:10).

Está claro mediante esta descripción cómo este "plan para la salvación"
refuerza el preciso problema-la culpa-que intentaba deshacer. Ese plan se
basa en el sacrificio; que uno a quien Dios "sostiene," a quien Dios considera
"mi elegido en quien se complace mi alma" (42: l), es el escogido para que
sufra en expiación por los pecados de la humanidad. El de por sí no ha
pecado, pero mediante sus sufrimientos y su muerte de tortura los pecados de
otros han sido borrados: "El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por
nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales
hemos sido curados.... Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros"
(53:5-6).

Hemos visto cómo las defensas dan lugar a lo que quieren defender. El
mero hecho de que un plan como este sea necesario refuerza la culpa y el
pecado que debía erradicar. Además, la imagen de Dios sobre la cual se
fundamenta reproduce la imagen de Dios que el ego requiere: un Dios Que
procura la justa venganza y el castigo como expiación por el pecado, y exige
sufrimiento y hasta la muerte como el precio que El pediría para apaciguar Su
necesidad de venganza que está sedienta de sangre. En el ejemplo expuesto
arriba, el sacrificio es el principio rector de la salvación, y el hecho de que
Dios lo ha elegido, Su Siervo inocente quien tiene que ser sacrificado, le
otorga un poder mayor aún al plan del ego. ¿Cómo una persona "pecaminosa"
no va a sentirse culpable sabiendo que otra, limpia de pecado, ha sufrido por
culpa de ella? Imaginen lo que esto le hace al Dios de amor. Se ha
transformado en un Padre en guerra con Sus hijos, empeñado en la sangrienta
destrucción de éstos de modo que se restablezca la paz. Citamos nuevamente
de la tercera ley de caos en el Curso:

Observa cómo se refuerza el temor a Dios por medio de este ...


principio. Ahora se hace imposible recurrir a El en momentos de
tribulación, pues El se ha convertido en el "enemigo" que la causó y
no sirve de nada.... No hay manera de liberarse o escapar. La
Expiación se convierte en un mito, y lo que la Voluntad de Dios
dispone es la venganza, no el perdón. Desde allí donde todo esto se
origina, no se ve nada que pueda ser realmente una ayuda. Sólo la
destrucción puede ser el resultado final. Y Dios Mismo parece estar
poniéndose de parte de ello para derrotar a Su Hijo (T-23.II.7:1-3;
8:1-5).

Más bien que deshacer la causa de todo sufrimiento- nuestra creencia en la


realidad de la separación-este plan de salvación la hace aun más fuerte. Las
vicisitudes del Siervo de Dios refuerzan nuestra creencia en el pecado, de lo
contrario Dios no habría tenido que exigir retribución. El sufrimiento mismo
del Siervo nos hace aun más culpables, pues sabemos que alguien más se ha
sacrificado por lo que hemos hecho. El fortalecer el ciclo culpa-ataque que
discutimos en el primer capítulo tiene que ser el resultado. Mientras mayor es
nuestra culpa, mayor es la necesidad de que el ego nos "salve" de la misma,
lo cual se manifiesta en este caso a través del ataque a alguien que es
explícitamente inocente. Se refuerza nuestra culpa y de este modo el ciclo
continúa. Es por esta razón por la que la historia del pueblo judío, tal como lo
han recopilado el Antiguo y el Nuevo Testamento, es un relato recurrente de
pecado, culpa y castigo. Nada cambió jamás. La Expiación se identificó con
el sufrimiento y el sacrificio, y de esa manera se identificó con la realidad de
nuestra pecaminosidad y culpa.

Dado el entendimiento del pueblo judío de lo que es el plan de salvación


de Dios, no es difícil ver cómo los seguidores de Jesús habrían visto su
crucifixión y muerte. El se convirtió en el Siervo Sufrido de Dios, y en su
cuerpo sufrido, victimado y agonizante la gente vio su salvación. El Jesús que
en verdad vivió en el presente de Dios libre de culpa fue percibido a través de
los ojos agobiados por la culpa del pasado, y en él estos ojos vieron el
cumplimiento del plan de salvación de Isaías en el cual se reforzaba la culpa.
Así pues, el sacrificio, la culpa y el castigo fueron entronizados en el altar de
Dios, y el verdadero perdón y la expiación fueron envueltos en el cuerpo
manchado por la sangre que vieron en la cruz y que depositaron luego en un
sepulcro, símbolo del odio y de la muerte.

Como afirma Jesús en el Curso:

Si se examina la crucifixión desde un punto de vista invertido, parece


como si Dios hubiese permitido, e incluso fomentado, el que uno de
Sus Hijos sufriese por ser bueno. Esta desafortunada interpretación,
que surgió como resultado de la proyección, ha llevado a muchas
personas a vivir sumamente atemorizadas de Dios. Tales conceptos
anti-religiosos se infiltran en muchas religiones. El auténtico cristiano,
sin embargo, debería hacer una pausa y preguntarse: "¿Cómo iba a ser
posible esto? ¿Cómo iba a ser posible que Dios Mismo fuese capaz de
albergar el tipo de pensamiento que Sus Propias palabras han señalado
claramente que es indigno de Su Hijo?" ...Es tan esencial eliminar
cualquier pensamiento de este tipo que debemos asegurarnos de que
nada semejante permanezca en tu mente. Yo no fui "castigado' porque
tú fueses malo. La lección completamente benévola que la Expiación
enseña se echa a perder si se mancilla con cualquiera de las formas en
que esta clase de distorsión se manifiesta.... Dios no cree en el castigo.
Su Mente no crea de esa manera. Dios no tiene nada contra ti por
razón de tus "malas" acciones. ¿Cómo sería posible entonces que me
hubiese acusado a mí por ellas? (T-3.I.1:5-9; 2:9-11; 3:4-7)

En resumen, esta percepción de la crucifixión hace nuestro pecado real y


justifica nuestra culpa, y la ubica para siempre más allá del clemente Amor de
Dios. No existe, psicológicamente hablando, forma posible alguna de admitir
la verdad de este pecado y al mismo tiempo liberarse del mismo. Al percibir
un mundo de sufrimiento, dolor y muerte, tenemos que percibir también
culpa y miedo. A manera de defensa proyectamos esta culpa, pues la creencia
en el sufrimiento exige que otros sean los responsables y que se castiguen por
su pecado. Si no los castigan, entonces nosotros solos tenemos que sufrir las
consecuencias de nuestra culpa. Una vez se hace real el pecado,
independientemente de su forma, alguien tiene que pagar el precio. En última
instancia e inevitablemente, se ve al Mismo Dios como el autor de este
sufrimiento, y se cambia Su naturaleza de un Dios de Amor a un Dios de
miedo, odio, venganza y hasta asesinato.

Cuando aplicamos esta idea a la crucifixión de Jesús, podemos ver esta


dinámica en función. Si creemos que Jesús sufrió debido a nuestros pecados-
que él, un hombre inocente, fue castigado por Dios y murió porque nosotros
éramos malossería imposible para nosotros no sentirnos aun más culpables.
Entonces no podemos sino proyectar esta culpa sobre los demás, y los vemos
como los responsables de la muerte que inconscientemente creemos haber
originado. Ni podemos evitar el proyectar sobre Jesús, y hasta sobre Dios, un
juicio de que nos castigaría por nuestros pecados. De ese modo, somos
incapaces de aprender que nuestros pecados están perdonados-la lección que
Jesús vino a enseñarnos-y en su lugar hemos aprendido que la salvación es
sacrificio. Como recalca el Curso:
Asegúrate de que reconoces cuán absolutamente imposible es esta
suposición [de la venganza de Dios], y también de que procede
enteramente de la proyección.... El sacrificio es una noción que Dios
desconoce por completo. Procede únicamente del miedo, y los que
tienen miedo pueden ser crueles. Cualquier forma de sacrificio es una
violación de mi exhortación de que debes ser misericordioso al igual
como nuestro Padre en el Cielo lo es. A muchos cristianos les ha
resultado difícil darse cuenta de que esto les atañe a ellos. Los buenos
maestros nunca aterrorizan a sus estudiantes. Aterrorizar es atacar, y
como resultado de ello se produce un rechazo de lo que el maestro
ofrece, malográndose así el aprendizaje (T-3.1.3:8; 4).

El reforzar de la culpa: Martirio y persecución

El plan de salvación del ego exigía de ese modo que nuestra culpa se
proyectase sobre Jesús, el inocente cordero de Dios a quien se castiga en
lugar de castigarnos a nosotros. En este "misterio de salvación," nuestros
pecados son eliminados mágicamente por medio de su sufrimiento. El se
convirtió en el rescate que Dios exigía por ellos, y ahora que Su necesidad de
sangrienta venganza se ha saciado, nosotros somos salvados vicariamente por
medio de la muerte de Jesús y se nos absuelve de nuestro pecado: él fue
asesinado para que nosotros no tuviésemos que ser asesinados.

Puesto que el ego enseña que a través del sufrimiento es como expiamos
nuestros pecados, mientras más suframos más libres estaremos de las
manchas de la sangre de Jesús que son la prueba de nuestro crimen; le
habremos pagado nuestra deuda a él por medio de nuestra propia sangre.
Además, si de hecho Jesús murió a causa de nosotros, ¿qué expiación podría
ser mayor entonces que nuestra identificación con su muerte, al glorificar una
muerte propia que sería igual a la suya?

Hay una estatua del Jesús crucificado que le dice al que la contempla:
"Esto es lo que he hecho por ti. ¿Qué has hecho tú por mí?" ¿Puede una
persona que se pare bajo esta estatua y que lea estas palabras sentir otra cosa
que no sea culpa? ¿Existe alguna persona en la tierra que sienta que él o ella
ha hecho más por Jesús de lo que él ha hecho por nosotros? De esa manera, el
compromiso del ego con Jesús se basa en la culpa, a duras penas en el amor.

Nuestra culpa por los aparentes sufrimientos de Jesúsdebido a nuestro


pecado-inevitablemente nos conduciría a identificamos con ese sufrimiento.
Las personas que anhelan "tomar su cruz y seguir a Jesús" sentirían que lo
más grande que podrían hacer por el salvador que ellos creen que sufrió y
murió por salvarlos es sufrir por él. Este es el fundamento de la tradición de
martirio, en la cual sinceros cristianos creían que podrían acercarse más a
Jesús al identificarse con su sufrimiento y martirio. Como les escribió San
Pablo a los filipenses: "Conocerle a él, el poder de su resurrección y la
comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte"
(Flp 3:10). A Pablo se le concedió su anhelo, al ser ejecutado en Roma como
un mártir en A.D. 67. La tradición también nos enseñó que Pedro fue
martirizado. Debido a que él creía que no era tan digno como Jesús, fue un
paso más allá que su Maestro al ser ejecutado con los pies hacia arriba.

Fue debido en parte a la necesidad de sacrificarse y de sufrir que surgió la


tradición del ascetismo cristiano. Central a esta tradición fue el error que
examinamos en la Parte 1 de proyectar el problema del ego sobre el cuerpo en
un intento por resolverlo allí. La fuente del pecado se transfirió de la mente a
la carne, donde se atacó y se venció. Cuando se glorifica el sufrimiento de
esta manera, el cuerpo se hace real y la culpa sólo puede reforzarse.

El ego no se termina, sin embargo. No sólo se da a conocer en la


proyección de la culpa sobre nuestros cuerpos, sino que busca los cuerpos de
otras personas para proyectarse en un intento por evitar la responsabilidad por
nuestra decisión de estar separados. De esta necesidad surgió lo que
constituye la parte más lamentable de la historia del cristianismo: su
necesidad de hallar chivos expiatorios para perseguir y castigar. La culpa que
sintieron los apóstoles como resultado de su relación especial con Jesús
encontró el blanco lógico para la proyección en los judíos que no creían en
Jesús, y quienes los estaban persiguiendo por sus creencias. Como afirmó un
prominente erudito de las escrituras: los judíos sacaron a los seguidores de
Jesús a patadas de la sinagoga, y éstos a su vez sacaron a los judíos a patadas
del reino. No puede uno imaginarse una manera menos favorable de
comenzar a enseñar el mensaje de perdón y amor de Jesús. Como lo señaló él
en el Curso:

Con frecuencia, los Apóstoles la interpretaron erróneamente, por la


misma razón que otros lo hacen. Su propio amor imperfecto les hizo
ser vulnerables a la proyección, y, como resultado de su propio miedo,
hablaron de la "ira de Dios" como el arma de represalia de Este. No
pudieron hablar de la crucifixión enteramente sin ira porque sus
propios sentimientos de culpabilidad habían hecho que se sintiesen
indignados.... Cuando leas las enseñanzas de los Apóstoles, recuerda
que les dije que había muchas cosas que ellos no entenderían hasta
más tarde porque en aquel entonces aún no estaban completamente
listos para seguirme. No quiero que dejes que se infiltre ningún
vestigio de miedo en el sistema de pensamiento hacia el que te estoy
guiando. No ando en busca de mártires sino de maestros. Nadie es
castigado por sus pecados, y los Hijos de Dios no son pecadores.
Cualquier concepto de castigo significa que estás proyectando la
responsabilidad de la culpa sobre otro, y ello refuerza la idea de que
está justificado culpar. El resultado es una lección acerca de cómo
culpar, pues todo comportamiento enseña las creencias que lo motivan
(T-6.I.14:2-4; 16:1-6).

Este patrón de culpar a otros proliferó rápidamente. Los primeros


cristianos pronto se volvieron unos contra otros, además de volverse en
contra de los no creyentes, y la unidad del reino de Jesús se dividió y
subdividió en la medida en que cada pequeño grupo comenzó a rivalizar con
los otros sobre cuál era la verdadera iglesia de Jesús. Una vez se entra en una
competencia así, no puede haber una verdadera iglesia de Jesús. La tradición
de persecución que comenzó inmediatamente después de la muerte de Jesús
continuó a través de todos los siglos subsiguientes. Los cristianos procuraban
castigar a otros por los pecados que ellos, "los virtuosos," inconscientemente
creían que ellos habían cometido. Dos mil años de persecuciones nos han
hecho dolorosamente conscientes de los resultados de este proceso de
proyección: el círculo vicioso de culpa del ego que conduce al ataque, y que
fortalece. la culpa, y así sucesivamente.

La tragedia de esta historia se intensificó aún más cuando este odio,


persecución y asesinato se efectuaban en el nombre del Príncipe de la Paz. La
exigencia inconsciente del ego de proyectar su culpa-compartida por todos
nosotros-no permitía que estos hombres y mujeres razonables en otras
circunstancias, reconociesen lo ilógico, por no decir la locura, de su posición.
Jamás debemos subestimar el poder de la negación con su necesidad de
mantener la verdad alejada de nosotros. El Curso resume este punto:

No es muestra de gran sensatez aceptar un concepto si para


justificarlo tienes que invertir todo un marco de referencia. Este
procedimiento es doloroso en sus aplicaciones menores, y
verdaderamente trágico en una escala mayor. Con frecuencia la
persecución termina siendo un intento de "justificar" la terrible y
errónea percepción de que Dios Mismo persiguió a Su Propio Hijo en
nombre de la salvación (T-3.I.2:2-4).

Las perseguidoras instituciones cristianas simplemente reflejaron durante


su historia de dos mil años, la misma necesidad de perseguir que hay en cada
uno de nosotros, y debemos ser cuidadosos de no adoptar una actitud de
extrema santurronería cuando consideramos esta historia. Tal como Jesús
perdonó a aquellos que parecían perseguirlo, así nosotros debemos decirles, y
con honradez, a aquellos que creemos que nos persiguen a nosotros o a otros:
"Padre, perdónales; porque no saben lo que hacen," y contarnos nosotros
mismos entre ellos. Sólo en esta forma podemos hallar el perdón del amor de
Jesús.

La irrealidad de la muerte

Hubo una mala interpretación más específica del mensaje de Jesús a la


cual nos podemos referir por igual. Al hacer real el sufrimiento y el sacrificio
y en consecuencia hacer real el cuerpo, también la muerte se hizo real, y se
negó el claro mensaje de la resurrección. Como Jesús resume la enseñanza de
su lección en el Curso: "La muerte no existe porque el Hijo de Dios es como
su Padre. No puedes hacer nada que pueda alterar el Amor Eterno. Olvida tus
sueños de pecado y de culpabilidad, y en su lugar ven conmigo a compartir la
resurrección del Hijo de Dios" (C-5.6:9-1 1; bastardillas suprimidas).
En el mundo del ego no existe quizás una realidad en la cual se haya hecho
una inversión mayor que en la muerte. Es el gran símbolo del ego, pues hace
de Dios un Padre vengativo Quien exige la muerte como precio por nuestra
pecaminosidad. Es

el sueño central de donde emanan todas las ilusiones.... La creencia


fija e inalterable del mundo es que todas las cosas nacen para morir....
Lo siniestro de este símbolo basta para demostrar que la muerte no
puede coexistir con Dios.... Si la muerte es real para una sola cosa, la
vida no existe. La muerte niega la vida. Pero si la vida es real, lo que
se niega es la muerte. En esto no puede haber transigencia alguna. O
bien existe un Dios de miedo o bien Uno de Amor. ... [Dios] no creó
la muerte, puesto que no creó el miedo (M-27.1:1,4; 3:3; 4:2-6,9).

La asociación común que se establece en nuestra cultura entre muerte y


tragedia es el testigo de esta falsa asociación que hemos hecho entre muerte
física, dolor y castigo de Dios. Aun cuando el castigo de Dios no sea una
creencia consciente, como muy frecuentemente no lo es, éste permanece
como el fundamento del ego.

La extensión lógica de esta creencia en un Dios vengativo es la creencia en


el infierno, lo cual:

es ineludible para aquellos que se identifican con el ego. Sus


pesadillas y sus miedos están asociados con él. El ego te enseña que el
infierno está en el futuro, pues ahí es hacia donde todas sus
enseñanzas apuntan. Su objetivo es el infierno. Pues aunque tiene por
finalidad la muerte y la disolución, él mismo no cree en ello. El
objetivo de muerte que ansía para ti, le deja insatisfecho. Nadie que
siga sus enseñanzas puede estar libre del miedo a la muerte (T-
15.I.4:1-7 ).

Todos los que vagamos en este mundo de culpa tenemos que temerle a la
muerte, pues la culpa siempre tiene que castigarse:

Pero la creencia en la culpabilidad no puede sino conducir a la


creencia en el infierno, y eso es lo que siempre hace. De la única
manera en que el ego permite que se experimente el miedo al infierno
es trayendo el infierno aquí, pero siempre como una muestra de lo que
te espera en el futuro. Pues nadie que se considere merecedor del
infierno puede creer que su castigo acabará convirtiéndose en paz (T-
1516:5-7).

Este miedo a la muerte, como enseña el Curso, es simplemente la cubierta de


su atracción. La atracción del ego por la culpa, el sufrimiento y el dolor halla
su máxima fruición en la muerte, el más apremiante testigo de la realidad de
su propia existencia.

Vivimos en una cultura dominada por pensamientos de protección del


cuerpo, lo cual culmina en el miedo a su propio fallecimiento. Le tememos a
la muerte porque creemos que nos separaremos de aquellos que "amamos" y
necesitamos, o le tememos por nosotros mismos, y nos defendemos contra el
miedo secreto de que se nos castigará por nuestros pecados. De ese modo, el
ego siempre se aferrará a la muerte, pues ésta significa su vida, y podemos
ver cómo las religiones y la cultura de occidente han recalcado sobremanera
la muerte del cuerpo. Se ha convertido en una religión, repleta de rituales
fúnebres y de duelo que tratan de consolarnos contra un dolor del que jamás
se nos puede consolar verdaderamente, ahora que la muerte se ha hecho real.
Una vez se le ha adjudicado realidad al mundo material, es en efecto un
suceso doloroso cuando ocurre algo que parece significar el fin del cuerpo.
Mas, todo lo que hemos hecho en realidad es caer en la trampa del ego de
"hacer el error real," y luego defendernos de éste.

Imaginen, pues, el maravilloso regalo de Jesús al demostrar que la muerte


no es lo que parece en lo absoluto. En las palabras inspiradas de San Pablo,
Jesús nos demostró que no se debe temer a la muerte: "La muerte ha sido
devorada en la victoria. ¿Donde está, oh muerte, tu victoria? ¿Donde está, oh
muerte, tu aguijón? ... Pero; ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria
por nuestro Señor Jesucristo!" (1 Co 15:54-55,57). La muerte es simplemente
una creencia, y en su resurrección Jesús probó que esa creencia es una
ilusión. Como afirma él en el Curso: "¿Qué mejor manera puede haber de
enseñarte el primer principio fundamental de un curso de milagros, que
mostrándote que el que parece ser más difícil se puede lograr primero?" (T-
19.IV-C.6:2). Este "más difícil" fue el superar la muerte-pero aun más a
propósito, fue el ejercicio del perdón ante el propio asesinato de uno.

Jesús nos enseñó otra manera de mirar la muerte, igual que nos enseñó otra
manera de mirar el cuerpo, que simplemente sirve el propósito que le otorgue
la mente. Para una mente que crea en la culpa el cuerpo le servirá como un
instrumento de separación, con la muerte como testigo máximo de que la
verdad es ilusión, y la ilusión es verdad. Para el Espíritu Santo, no obstante,
el cuerpo sirve un propósito diferente, pues se convierte en el instrumento
mediante el cual aprendemos y enseñamos Sus lecciones de perdón. La
muerte, pues, es el tranquilo dejar a un lado del cuerpo después que ha
servido este propósito santo. Se nos pide que utilicemos el cuerpo "para llevar
la Palabra de Dios a aquellos que no la han oído... [pues entonces] el cuerpo
se vuelve santo. Al ser santo no puede enfermar ni morir. Cuando deja de ser
útil, se deja a un lado" (M-12.5:4-6). El santo indio del siglo 19,
Ramakrishna, enseñó igualmente que la muerte es simplemente ir de una
habitación a otra.

Se cuenta la historia de que al preguntarle los discípulos a Buddah, quién


era él-" ,Eres el Buddah, el Gran Maestro, el Iluminado, etc.?"-él respondió
sencillamente: "No soy ninguno de éstos. Yo estoy despierto." Jesús,
también, estaba despierto. El despertó del sueño de la muerte-el significado
de la resurrección-porque él llegó a la sola comprensión que todos nosotros
tenemos que alcanzar: sólo el espíritu es real, y éste no puede morir jamás.
Todas las ilusiones desaparecen en la luz de esta verdad. A través del
perdonador acto de salvación de Jesús, todo el mundo ganó-no sólo aquellos
que creyeron en él sino todos los que llegarían a aprender la lección que él
vino a enseñar. El perfecto amor del cual Jesús dio testimonio es el perfecto
amor que mora en nosotros, el amor que espera pacientemente que se deshaga
el velo del ego. Este es el velo del que Mateo nos dice que se rasgó en el
momento de la muerte de Jesús (Mt 27:51), y que simboliza el velo de culpa
y de miedo que nos había mantenido separados de Dios y unos de otros. Por
medio de este acto único de total amor, la verdadera justicia y el amor del
Siervo de Dios se le restituyeron a toda la humanidad. Este amor-sin-
sacrificio es el verdadero mensaje de la crucifixión.
A medida que atravesamos el infierno del ego al confrontar nuestra propia
culpa y nuestro miedo, seríamos incapaces de tolerar la ansiedad y el terror
que emergen si no fuese por la ayuda siempre presente ayuda de Dios. La
tercera bienaventuranza nos enseña: "Bienaventurados los que lloran, porque
ellos serán consolados" (Mt 5:5). De hecho, según nuestro ego llore su propio
fallecimiento, nosotros necesitaremos el amoroso consuelo de Dios más que
nunca. Este consuelo es el Espíritu Santo de Dios, el Consolador que Jesús
prometió enviarnos (Jn 14:16). Mas nuestra culpa exige que Dios sea cruel,
presto para castigar, y renuente a perdonar debido a nuestro pecado en contra
Suya, y mucho menos que sea Aquel Que nos consuele. Este miedo a un
Padre punitivo mantiene a nuestra culpa intacta en toda seguridad. Además,
impide que acudamos a Dios en nuestra necesidad puesto que estamos
convencidos de que su implacable inexorabilidad nos destruirá. Vimos
ilustraciones de esta dinámica en el capítulo anterior donde las personas
proyectaban la culpa percibida en ellas mismas sobre un Dios Que procuraba
castigarlos, si no destruirlos, por sus pecados en contra de El.

Desde el punto de vista del ego, nuestro miedo a Dios es la perfecta


defensa puesto que aleja de nosotros a la sola Persona Que puede extinguirlo.
Por consiguiente, se nos lanza nuevamente a nuestro ego para que nos salve,
y ya hemos examinado las desastrosas consecuencias que esto tiene para
nosotros como individuos, por no decir nada de su efecto sobre el mundo. En
este contexto, pues, podemos entender mejor la importancia del mensaje
central que Jesús nos vino a anunciar, y el cual es el tema de este capítulo:
Dios es Amor, y no existe poder en nuestras mentes o en el mundo que pueda
en verdad separarnos de este Amor. Si Dios es Amor y no nos condena,
entonces nuestra culpa es ilusoria y el sistema de pensamiento del ego tiene
que desmoronarse. Lo que fuese que creímos haber hecho en nuestra
infidelidad no tuvo efectos, no pudo ser una causa y por lo tanto no pudo
existir. Como escribió San Pablo: "Si somos infieles, él permanece fiel, pues
no puede negarse a sí mismo" (2 Tm 2:13). Este Ser no sólo es el de Dios,
sino el nuestro: El Ser que El creó a su imagen y semejanza. Así pues, en
todo el evangelio de Jesús podemos escucharlo diciéndonos: "La manera en
que yo los amo es la manera en que el Padre los ama. Vean Su Amor en mí y
conozcan Su perdón por lo que jamás se hizo en verdad. La separación de
Dios fue sencillamente un mal sueño."

El amor de Dios por nosotros

No podemos volvemos a Dios en busca de ayuda hasta que nuestro


concepto de El no cambie. Hacer lo contrario sería una locura. Nadie que
necesite acude a aquel que cree que lo destruirá. Es imperativo que hagamos
este cambio, y al volvernos a los evangelios vemos la importancia que Jesús
le daba a la corrección de las percepciones que tenemos de nuestro Creador.
En ningún otro lugar se enuncia más claramente esta enseñanza que en las
parábolas.

Como han señalado los eruditos de las escrituras, muchas de estas


parábolas iban dirigidas a los críticos de Jesús quienes objetaban su
demostración de amor por toda la humanidad, "santo" y "pecador" por igual.
El propósito de Jesús era demostrarnos, por medio de sus propias acciones
amorosas, cómo actúa su Padre. El permanecía como el representante de
Dios, pues en él la humanidad vería la perfecta encarnación del Amor del
Padre que abrazaba a toda la humanidad como una, miembros iguales de Su
familia. Estas parábolas se pueden ver como una explicación del mensaje de
Jesús del Amor universal y del perdón de Dios.

El Capítulo 15 del evangelio de Lucas presenta tres parábolas de la piedad


de Jesús, ofrecidas por Jesús en respuesta a las quejas de los escribas y
fariseos de que él les daba la bienvenida a los pecadores y que cenaba con
ellos. En las parábolas gemelas de La oveja perdida (vv. 4-7) y de El dracma
perdido (vv. 8-10), Jesús describe la gran dicha en el Cielo por el regreso de
un pecador, uno de los perdidos. El pastor deja sus noventa y nueve ovejas
para ir en busca de una que está extraviada, y al encontrarla "la pone contento
sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les
dice: `Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había
perdido- (vv. 5-6). De igual manera, una mujer que encuentra su dracma
perdido después de una intensa búsqueda llamará a sus amigos y vecinos para
que se alegren con ella. El punto de las parábolas es subrayado por Jesús:
"Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por
un solo pecador que se convierta" (v. 10). El Curso refleja este mismo
pensamiento al describir nuestro regreso a casa: "¡Y cuán grande será el gozo
en el Cielo cuando te unas al imponente coro en alabanza al Amor de Dios!"
(T-26.IV.6:3).

La misericordia de Dios es infinita e incluye a todos por igual; nadie está


excluido de Su Reino, y El continuamente se esfuerza por encontrar a
aquellos que están perdidos (los "pecadores"). Así pues, se regocija cuando
un pecador arrepentido regresa y puede aceptar el perdón de Su Padre. El
Curso habla metafóricamente de que "Dios se lamenta ante el `sacrificio' de
Sus Hijos que creen que El se olvidó de ellos" (T-5.VII.4:5), y que "Dios se
siente solo sin Sus Hijos" (T-2.III.5:11). Dios, por supuesto, no puede llorar
ni sentirse solo, pero estas referencias reflejan tanto Su amor por nosotros
como el deseo del Espíritu Santo de que retornemos a nuestro Padre y nos
liberemos del dolor de creer que aún estamos separados de El.

Esta descripción del Amor clemente de Dios, en la parábola de El hijo


pródigo (vv. 1 1-32) es quizás la más famosa de todas, y debería titularse más
propiamente El Amor del Padre. La parábola consta de dos partes. La primera
(vv. 11-24), parecida a las dos parábolas anteriores, muestra el regocijo del
Padre por el retorno de su hijo pecador. Cualesquiera pecados cometidos por
el hijo en el país lejano, como por ejemplo el derrochar el dinero del padre, se
olvidan instantáneamente en el momento en que el hijo regresa a casa. Era
como si nada hubiese ocurrido, y en términos del amor del padre por su hijo,
nada ocurrió pues su amor permanecía intacto. La "confesión" del hijo-
"Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo"
(v. 21)-se encuentra con el amor clemente del padre quien requiere una
celebración: "Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba
perdido y ha sido hallado" (v. 24). Así es Dios, nos está diciendo Jesús:
espera vehementemente que recobremos nuestra cordura (v. 17). Cuando lo
hacemos, nos abraza totalmente en Su Amor y perdón.

La segunda mitad de la parábola (vv. 25-32) amplía el mensaje, y de forma


más significativa. El hijo mayor, quien ha permanecido fielmente en casa
durante el libertinaje de su hermano menor, resiente el perdón del padre:

Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya,
pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis
amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu
hacienda... has matado para él el novillo cebado! (vv. 29-30)

De acuerdo con sus normas de justicia él ha sido ofendido, pues su hermano


ha hecho menos y ha recibido más. Pero no es así cómo opera la justicia de
Dios, nos dice Jesús. Nuestro Padre no nos ama menos porque le dé a otros.
El padre le contesta a su enfadado hijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y
todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este
hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido
hallado" (vv. 31-32).

La actitud del hijo mayor es un ejemplo del amor especial que discutimos
en el Capítulo 1. La distorsión introducida por el ego sostiene que el amor es
cuantificable, de modo que si otro recibe amor, algún otro tiene menos. Jesús
nos enseña que el amor del Cielo no es limitado sino infinito. Igual que con el
milagro de los panes y los peces, hay amor para todo el mundo. Abraza lo
mismo al "pecador" que al "santo;" al hijo que ha pecado contra su padre así
como al que ha permanecido fiel. El Amor de Dios no hay que ganárselo ni
hay que negociarlo. Puesto que siempre está presente, sólo hay que aceptarlo.
La parábola se refiere, pues, a aquellos que creen que merecen el Amor de
Dios más que otros debido a sus buenas obras o a su esencial bondad. Al
proclamar santurronamenrte su esencial bondad, este grupo se queja acerca
del amor de Jesús por aquellos que ante sus ojos no lo merecen. La parábola
los exhorta a que decidan de otra manera y amen como ama el Padre.

Este mismo punto se plantea en Los obreros de la viña (Mt 20:1-16), la


cual originalmente iba dirigida a los críticos de Jesús. Aquí a los trabajadores
se les paga el mismo salario, independientemente de cuántas horas trabajen.
El salario era justo, y se basaba en un empleo de día completo; mas aquellos
que trabajaban todo el día se quejaron al propietario sobre la aparente
injusticia: "Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas
como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor" (v. 12).
Pero, el propietario respondió: "Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te
ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte,
quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío
lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?" (vv. 13-15).

Independientemente de lo que podríamos hacer o no hacer para merecer el


Amor de Dios, Su Amor es constante, piadoso y compasivo para las criaturas
que El ama, y quienes aún sueñan con Su ira castigadora. Todos nosotros
compartimos igualmente en el Reino de Dios porque somos sus hijos
bienamados. Como sugiere el Curso: "Cuando sientas miedo, aquiétate y
reconoce que Dios es real, y que tú eres Su Hijo amado en quien El se
complace" (T-4.I.8:6). Nada más se requiere de nosotros. El mandamiento de
Jesús de que nos amemos unos a otros como él nos ama (Jn 15:12) es el
mandamiento a imitar este amor incondicional, que se da libremente a todas
las personas, no importa cuál sea su respuesta. Vivimos siempre en la gracia
del Amor de Dios libremente otorgado. Lo que Jesús enseñó durante su vida
terrenal es lo que enseña ahora en el Curso: "El espíritu está eternamente en
estado de gracia. Tu realidad es únicamente espíritu. Por lo tanto, estás
eternamente en estado de gracia" (T-1.III.5:4-6; bastardillas suprimidas).

La disponibilidad del Amor de Dios

La amorosa ayuda de Dios en momentos de necesidad siempre está


disponible si elegimos aceptarla. Este es el mensaje de las parábolas paralelas
en Lucas. El amigo importuno (Lc 11:5-8) que busca pan triunfa por medio
de su persistencia en despertar a su amigo que duerme: "Si no se levanta a
dárselos por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le
dará cuanto necesite" (v. 8). La parábola se coloca en el contexto de la
oración pues está precedida por la versión del Padre Nuestro de Lucas, y está
seguida por la seguridad de Jesús de la fiel respuesta de Dios a nuestras
oraciones: "Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá.
Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le
abrirá" (Lc 11:9-10). La viuda importuna (Lc 18:1-8) también trata sobre la
oración: "Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar
siempre sin desfallecer" (v. 1). La parábola relata la persistencia de la viuda
con el juez inescrupuloso quien en exasperación le otorga lo que le
corresponde: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta
viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga
continuamente a importunarme" (vv. 4-5).

Las palabras contrastan al amigo y al juez, respectivamente molestos, con


Dios. Ambos hombres eventualmente acceden a las persistentes exigencias, y
Jesús nos dice: Si estos dos acceden a las exigencias que les hacen, ¿cuánto
más te concederá tu Padre Celestial cuando se lo pidas?

[Pues] ¿qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en
lugar de un pez le da une culebra; o, si pide un huevo, le da un
escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a
vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a
los que se lo pidan! (Lc 11:11-13).

La pregunta formulada por las dos parábolas es: "¿Puedes imaginar a


alguien que rehuse esta petición?" La respuesta de Jesús es: "¡por supuesto
que no!" Dios nos dará aun más de lo que le pidamos, antes de pedirle. Como
enseñó Jesús en El sermón de la montaña: Debemos orar en secreto, y Dios
"que está allí, en lo secreto; y ... ve en lo secreto, te recompensará. .. vuestro
Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo" (Mt 6:6,8).

Por lo tanto, todo lo que Dios necesita de nosotros son nuestros esfuerzos
persistentes y la fe en El, que podamos "orar siempre sin desfallecer" (Lc
18:1). En el Capítulo 5, discutimos el verdadero significado de la oración.
Puesto que Dios no creó este mundo material, el cual sólo existe en nuestras
mentes alucinantes como pensamientos que crean falsamente, El jamás puede
concedernos nuestras peticiones de cosas materiales; Su Amor no es material.
Por el contrario, lo que nuestro Padre sabe que necesitamos es la curación de
nuestra mente, para cuyo propósito nos dio a Su Espíritu Santo, el cual se
manifiesta ahora a través de Jesús. Cuando parece que Dios se tarda en Su
respuesta de ayuda, es porque le pedimos las cosas equivocadas, y Dios no
responde con ilusiones que podrían exacerbar el miedo que se esconde debajo
de la petición. Como dice el Curso sobre el valor correctivo de la Expiación:
De hecho, si [la Expiación] se usa acertadamente, será expresada
inevitablemente en la forma que le resulte más beneficiosa a aquel
que la va a recibir. Esto quiere decir que para que un milagro sea lo
más eficaz posible, tiene que ser expresado en un idioma que el que lo
ha de recibir pueda entender sin miedo.... El propósito del milagro es
elevar el nivel de comunicación, no reducirlo mediante un aumento
del miedo (T-2.IV.5:2-3,6).

El agente dilatorio es nuestro ego inconsciente, que continuamente busca


formas de castigo para probar nuestra culpa.

La expresión de fe en la ayuda de Dios refleja el deseo de soltar nuestro


ego. Sólo cuando hacemos esto podemos aceptar la ayuda de Jesús que ya
está presente en nuestra mente, donde radica el problema. Dios jamás deja sin
respuesta una petición de ayuda, porque Su Amor es la respuesta. Nuestro
interés es únicamente el mantener la fe en nosotros mismos y en los demás;
elegir a Dios en lugar del ego. Como recalcó Jesús en la línea final de la
segunda parábola: "Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe
sobre la tierra?" (Lc 18:8). Sin esta fe en que la voz de Jesús hable por la
decisión de nuestra mentalidad recta, jamás conoceremos el Amor de Dios
que él representa. En palabras de San Pablo: "[Lo que tiene valor es]
solamente la fe que actúa por la caridad" (Ga 5:6).

Nuestra oración persistente no es por razón de Dios sino por la nuestra,


puesto que la oración refleja nuestra libertad para elegir. Dios no prueba
nuestra paciencia, como podría inferirse de las parábolas, sino que más bien
espera que vayamos a El sin la resistencia del ego. Cuando sí pedimos, es
inconcebible que nuestro Padre amoroso no satisfaga nuestra necesidad.
Nuestros egos nos dicen que El nos daría la espalda, pero Jesús enseña que El
simplemente permanece con los brazos que ya están abiertos y que satisfacen
nuestra necesidad de que El nos libere de la culpa mediante Su amorosa
providencia.

La misericordia de Dios se extiende continuamente, a pesar de que nuestra


culpa niegue que El jamás acuda en nuestra ayuda. Este es el significado de
La higuera estéril (Lc 13:6-9). El dueño de un árbol de higos que ha estado
estéril por tres años le pide al jardinero que lo corte, puesto que parecía
imposible que hubiese alguna cosecha. Mas el jardinero le pide una
oportunidad más: "Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré
a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la
cortas" (vv. 8-9). El abonar higueras era un hecho raro en Palestina en aquel
tiempo, así que Jesús recalca el alcance del Amor de Dios por nosotros: El no
se detiene ante nada para llegar a nosotros, y que rindamos los frutos de la
paz y la dicha que El quiere que rindamos.

Tenemos, no obstante, que hacer la elección nosotros mismos. Cuando


elegimos volvernos a Dios, su misericordia no tiene medida. En la amorosa
frase de Tomás Merton: Dios es "misericordia en la misericordia dentro de la
misericordia." Vemos esto en la parábola de Los dos hijos (Mt 21:28-32): uno
que rehusa trabajar en los viñedos de su padre y luego cambia de idea; el otro
que primero está de acuerdo y luego reniega. Es el hijo arrepentido el que
hace la voluntad de su padre, y por eso es el único que dice Jesús entra en el
Reino del Padre. Esta parábola es otro ejemplo de cómo Jesús explica su
evangelio: en el momento que la persona retorna a Dios-el momento de
metanoia-todo se perdona y el pasado del ego desaparece. "En este instante
santo llega la salvación" (L-pII.241), enseña el Curso, pues "en el instante
santo, el cual está libre del pasado, ves que el amor se encuentra en ti y que
no tienes necesidad de buscarlo en algo externo y de arrebatarlo
culpablemente de donde pensabas que se encontraba" (T-15.V.9:7).

Lucas (23:39-43) provee una ilustración de este principio en el relato de


los dos ladrones que colgaban de la cruz junto a Jesús. El "ladrón malo"
ridiculiza a Jesús, al proyectar sobre éste el odio a sí mismo por su pasado
pecaminoso: "¿No eres tú el Cristo?... ¡sálvate a ti y a nosotros!" (v. 39). El
"buen ladrón," por el contrario, reconoce la inocencia de Jesús y la injusticia
cometida contra él. Reprende al otro: "¿Es que no temes a Dios, ... sufres la
misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con
nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho" (vv. 40-41). Al
contemplar a Jesús le dice: "Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino"
(v. 42). El no habría dicho esto de no haberse arrepentido, y desde su perdón
contemplase la inocencia de Jesús. El que se volviese a Jesús es suficiente
para asegurarle el perdón de Dios, y permitir que Jesús le dijese: "Yo te
aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso" (v. 43); i.e., mediante tu deseo de
perdón, puedes aceptar tu unión conmigo en el Amor de nuestro Padre. Este
es el mensaje constante de Jesús el cual nos ofrecen sus manos amorosas que
esperan que nosotros lo deseemos. Traer los pecados y errores del pasado
ante la Presencia amorosa de Dios es suficiente para permitir que Su luz los
disuelva. Así también la culpa, al traerla ante el perdón, desaparece, y lo que
queda es el Amor de Dios. Como dice el Curso: "El perdón no apoya las
ilusiones, sino que, riendo dulcemente, las congrega a todas sin muchos
aspavientos y las deposita tiernamente ante los pies de la verdad. Y ahí
desaparecen por completo" (L-pl. 134.6:2-3).

El Amor de Dios no tiene limitaciones, y se extiende a toda la humanidad,


pues nuestro Padre no tiene favoritos. Este es el tema de El buen samaritano
(Lc 10:29-37). La parábola habla de un viajero a quien golpean unos ladrones
y lo dejan casi muerto. Otros tres viajeros se le acercan; los dos primeros, un
sacerdote y un levita, siguieron de largo. El tercero, un samaritano, "tuvo
compasión" de él y lo auxilió. La parábola la ofrece Jesús en respuesta a una
pregunta que le formula un abogado en relación con el mandamiento de amar
al prójimo como a sí mismo. Su pregunta-"¿Y quién es mi prójimo?"-
realmente estaba relacionada con los límites de este amor; i.e., ¿a quién se
podía excluir de nuestro prójimo? El pensamiento de los judíos en tiempos de
Jesús ponía ciertos límites a la obligación de amar. Los fariseos no tenían que
amar a los que no eran fariseos; "los hijos de las tinieblas" estaban excluidos
del amor de los Esenios (una comunidad contemporánea de monjes judíos),
quienes pensaban que ellos eran los "hijos de la luz;" de acuerdo con un dicho
rabínico contemporáneo, a los herejes, los delatores y los renegados se les
debía arrojar en un foso y jamás sacarlos de ahí; y aprendemos de Mateo 5:43
que era una creencia de la época que uno no tiene que amar a su enemigo.

La clave en la respuesta de Jesús al abogado es el viajero de Samaria. Los


samaritanos eran figuras odiadas entre el pueblo judío, y viceversa. Este
viajero, pues, era el menos idóneo para detenerse y ayudar al judío golpeado.
Este es el punto de Jesús: ¿Quién es nuestro prójimo? Toda la humanidad, no
importa quiénes sean o lo que hayan hecho. Nuestra responsabilidad de unos
hacia los otros no tiene fronteras ni limitaciones, puesto que somos el uno y
el otro, todos parte de una familia de Dios. Excluir a una sola persona, no
importa la razón, es excluir una parte de nosotros mismos puesto que
compartimos la misma Identidad en Cristo. De acuerdo con la ley de la
proyección, lo que excluimos en los demás es lo que hemos excluido de
nosotros mismos, y Jesús no querría que "una sola mota de obscuridad que
pudiese ocultarle a nadie la faz de Cristo" (T-31.VIII.12:5). Al escoger al
odiado samaritano como el hacedor de la buena obra, Jesús estaba recalcando
este principio. Aun cuando el hombre golpeado era un "enemigo," el
samaritano trascendió esta división para aplicar la ley universal del amor:
"Amarás a tu prójimo como a ti mismo," y toda la humanidad es nuestro
prójimo. Así es como Dios ama, y por eso es así como debemos amar: al
pobre o al rico, al enfermo o al sano, al amigo o al enemigo.

El confiar en Dios

Cuando hayamos cambiado nuestra imagen de Dios a la del amoroso y


providente Padre que es, estaremos psicológicamente libres para volvernos a
El. Confiadamente ponemos nuestra confianza en El, y llamamos a Dios,
como lo hacía Jesús, "Aba, Padre." Jesús nos dejó numerosas enseñanzas
acerca de esta confianza o fe.

Al confiar en Dios, jamás tenemos necesidad de preocuparnos por nuestra


vida o por lo que vamos a comer, ni por nuestro cuerpo ni cómo vestirlo (Mt
6:25). Entonces seríamos como las aves del cielo o los lirios del campo, que
no acumulan alimento ni se preocupan por lo que les traerá el siguiente día.
Sin embargo, los alimentan y los cuidan. ¡Cuánto más, pues, no nos cuidará
nuestro Padre celestial! Por consiguiente, Jesús nos dice:

No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué


vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? ... Pues ya sabe vuestro
Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su
Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura (Mt
6:31-33).

Como dijo San Pablo, al escribirles a los corintios sobre su propia experiencia
de la providencia de Dios: "Y poderoso es Dios para colmaros de toda gracia
a fin de que teniendo, siempre y en todo, todo lo necesario, tengáis aun
sobrante para toda obra buena" (2 Co 9:8).

Ya hemos discutido cómo la abundancia no aplica a las cosas de este


mundo. El confiar en Dios no significa confiar en que nuestras necesidades
materiales serán satisfechas por El. Al saber que tales regalos son
fundamentalmente ilusorios, Dios jamás podría concedérnolos. El Curso
enseña que "las cosas sólo representan los pensamientos que dan lugar a
ellas" (L-pI.187.2:3). La pobreza material, cuando se identifica como un
problema, sólo puede ser el resultado de una creencia en la pobreza espiritual
(el principio de escasez). Nuestro Padre Celestial, a través de Su Espíritu,
reconoce la necesidad de que se corrija esta creencia, la cual es el problema.
Cuando se perdonen los pensamientos de nuestro ego, ya no habrá más
proyección de escasez y nuestro mundo material fluirá naturalmente y
felizmente de estos pensamientos de perdón.

El perdón convierte el mundo del pecado en un mundo de gloria,


maravilloso de ver. Cada flor brilla en la luz, y en el canto de todos
los pájaros se ve reflejado el júbilo del Cielo. No hay tristeza ni
divisiones, pues todo se ha perdonado completamente.... Los milagros
que el perdón deposita ante las puertas del Cielo no son
insignificantes. Aquí el Hijo de Dios Mismo viene a recibir cada uno
de los regalos que lo acerca más a su hogar (T-26.IV.2:1-3; 4:1-2).

Estos regalos no son los que el mundo atesora, sino los regalos de Dios:

Considera, entonces, los plateados milagros y los dorados sueños de


felicidad como los únicos tesoros que quieres conservar dentro del
almacén del mundo. La puerta está abierta, no para que entren
ladrones, sino tus hermanos hambrientos, quienes confundieron el
brillo de una piedrecilla con oro y almacenaron un puñado de nieve
reluciente creyendo que era plata.... La puerta está abierta para que
todos aquellos que no quieran seguir hambrientos y deseen gozar del
festín de abundancia que allí se les ha preparado puedan entrar. Y
éstos se reunirán con tus Invitados [el Espíritu Santo y Cristo], a
quienes el milagro invitó a venir a ti.... Los Invitados han traído
Consigo provisiones ilimitadas.... Y en ese compartir no puede haber
una brecha en la que la abundancia merme y disminuya (T-28.III.7:1-
2; 8:7-8; 9:3,6).

Por lo tanto, confiamos en el Dios que sanará nuestras mentes, y luego, de


hecho, se nos dará todo lo demás pues habremos removido los bloques de
inexorabilidad que precluían el fluir natural de un mundo feliz que se
extiende desde un pensamiento feliz. Jesús nos exhorta a que creamos sus
palabras, pues sólo entonces podemos hallar paz:

Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será
como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la
lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron
contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre
roca (Mt 7:24-25).

Dios es el único cimiento que puede soportar las turbulencias de nuestro


mundo. Como escribe el Curso acerca del ego:

No trates de mantener en pie ese hogar ruinoso. En su debilidad radica


tu fuerza. Sólo Dios pudo erigir un hogar digno de Sus creaciones ...
[este] hogar seguirá en pie eternamente, listo para cuando decidas
entrar a ocuparlo (T-4.I. l 1:2-5 ).

Si podemos traer nuestros problemas a este cimiento, el cual Jesús representa,


se nos libera de ellos:

Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os


daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras
almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11:28-30).

Nuestra fe en Dios debe ser como la de los niños pequeños, cuya dependencia
de sus padres es total, y confían en que éstos los protegerán. Así es como
debemos ser, pues "de los que son como éstos es el Reino de los Cielos" (Mt
19:14).

Transitamos por el mundo con nuestra culpa, aparentemente atrapados en


esta prisión del ego de miseria, sufrimiento y muerte. En esta casa de la
muerte, es imposible escapar de la desesperanza y preguntamos juntos con
los discípulos: "Entonces, ¿quién se podrá salvar?" (Mt 19:25), y ¿cómo
puede lograrse? En agradecimiento, escuchemos la respuesta de Jesús: "Para
los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible" (Mt 19:26).

Puesto que vivimos en medio de la violencia de un mundo que refleja la


violencia que hay en nuestras mentes, somos consolados por la seguridad de
las palabras de Jesús para nosotros:

Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el


alma.... ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de
ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto
a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados.
No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos (Mt
10:28-30).

Si nos atacan, nos acusan o nos encarcelan:

No os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que


hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros
los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en
vosotros (Mt 10:19-20).

Jamás estaremos solos porque el Consolador de Dios nos protege sin


considerar el aparente peligro. Nuestra fe en El afirma que nada en este
mundo tiene el poder de interponerse entre nosotros y la paz de Dios, Su
Amor por nosotros se ha manifestado en Jesús.

En otra de las citas bíblicas en el Sermón de la montaña, Jesús nos advierte


contra las interpretaciones que el ego hace de esta fe (Mt 5:33-37). Cuando
nos atemorizamos y nos sentimos amenazados por condiciones externas,
somos fácilmente tentados a acudir por ayuda al Dios de la magia Quien se
encargará de nuestros problemas externos, y obviará la necesidad de prestar
atención al verdadero problema en nuestra mente-como afirma el cliché;
"Dios lo hará por nosotros." El creer en un Dios de magia refleja el cambio
que ha hecho el ego de un Padre amoroso por uno castigador. A través de la
dinámica de reacción formación, nos defendemos contra esta imagen negativa
de Dios al construir ídolos de amor especial de El, para ver en ellos el
proveedor ideal de lo que creemos necesitar, negando así la creencia
inconsciente de que El nos despojará y nos castigará. Así pues, Jesús nos
enseña que no hagamos juramentos, ni a los ídolos de Dios ni a los que
hemos hecho de nuestros seres egoístas:

Yo os digo que no juréis en modo alguno: ni por el Cielo, porque es el


trono de Dios, ni por la Tierra, porque es el escabel de sus pies; ni por
Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni tampoco jures por tu
cabeza, porque ni a uno solo de tus cabellos puedes hacerlo blanco o
negro (vv. 34-36).

La verdad no necesita defensa ni afirmación en la que se jure por ella. Esto


simplemente refleja la debilidad de nuestra fe y luego nuestra defensa en
contra de ella. Tal defensa, como hemos visto, fortalece el problema
subyacente al reforzar nuestra creencia en su realidad. La verdadera fe radica
en el Dios que mora en nosotros, más allá de nuestras proyecciones. Puesto
que los problemas sólo existen en nuestras mentes, es la fortaleza de Dios en
nuestras mentes la que nos protege. Al invocar al Espíritu Santo, invocamos
la Voz de Aquel que habla por quiénes somos realmente, y Quien único
puede ofrecemos el poder, la protección y la seguridad del Cielo. Jesús nos
exhorta más aún: "Sea vuestro lenguaje: `Sí, sí'; `no, no':" (v. 37). Nuestro
sencillo "sí" a Dios es todo lo que se requiere; si el Espíritu dice que debemos
hacer algo, debemos hacerlo; si El dice "no," nos abstenemos. Cualquier otra
cosa procede de nuestro ego, que no tiene el poder de saber nada en absoluto.
("No puede hacer un solo cabello blanco o negro"). Santiago amplía esta
enseñanza cuando le añade a las palabras de Jesús acerca de no jurar: "Para
no incurrir en juicio" (St 5:12). Jurar por el ego, aun en el nombre de Dios,
simplemente refuerza la culpa del ego por haber usurpado el poder de Dios, y
tratar de ejercer control sobre El. Esta culpa juzga entonces en contra de
nuestra Identidad como el bienamado hijo de Dios.

Así pues, cuando sintamos dolor o lloremos una aparente pérdida, seremos
consolados por Dios si en verdad nos volvemos a El.
¿Qué preocupación puede asolar al que pone su futuro en las
amorosas Manos de Dios? ¿Qué podría hacerle sufrir? ¿Qué podría
causarle dolor o la sensación de haber perdido algo? ¿Qué podría
temer? ¿Y de qué otra manera podría contemplar todo sino con amor?
Pues el que ha escapado de todo temor de futuros sufrimientos ha
encontrado el camino de la paz en el presente y la certeza de un
cuidado que el mundo jamás podría amenazar (L-pI.194.7:1-6).

Si, por el contrario, el Dios al cual nos volvemos es una proyección de


nuestro ego, el consuelo será ilusorio y efímero, una sutil forma de ataque
que muy pronto se convertirá en culpa y en un sufrimiento mayor.

Sólo el verdadero y viviente Dios en nuestros corazones puede traer


descanso a nuestras almas; pues sólo El corrige el problema en su origen:
nuestro "pecado" por habernos alejado de El. Jesús nos enseña que no
utilicemos la oración como magia-orar por lo que no tenemos o creemos
necesitar-ni como un espectáculo para impresionar a otros (Mt 6:5-6). Más
bien, nuestra oración debe fundamentarse en la fe en lo que tenemos pero no
vemos. Oramos por perdón, que recibamos lo que se nos ha dado y que
aceptemos la realidad que ya es.

Jesús nos ha dado el ejemplo perfecto de esta oración, el cual ejemplifica


el principio que él les dio a sus discípulos: "Todo cuanto pidáis en la oración,
creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis. Y cuando os pongáis de pie
para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno (Mc 11:24-25). Antes del
milagro de resucitar a Lázaro de entre los muertos, Jesús le dio las gracias a
su Padre: "Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú
siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que
crean que tú me has enviado" (Jn 11:41-42). Cuando se enteró de la muerte
de la hija de Jairo, Jesús le dice al apenado hombre: "No temas; solamente ten
fe y se salvará" (Lc 8:50). Cuando Jesús fue a la casa de la niña, ésta se
levantó cuando él la llamó. Era la fe absoluta de Jesús en su Padre lo que le
permitía realizar "señales y maravillas," por no decir nada de la señal y
maravilla de sus últimos días. Esta fe se convierte en modelo e inspiración
para nosotros en la medida que nos ocupamos en los negocios de nuestro
Padre (Lc 2:49). Como les dijo Jesús a sus discípulos: "En verdad, en verdad
os digo, el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará
mayores aún" (Jn 14:12).

En el evangelio, Jesús continuamente les implora a los discípulos que


tengan fe en él, pues sólo entonces conocerán a Aquel Que lo envió. En La
última cena, Jesús dice: "No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed
también en mí" (Jn 14:1). Al prepararlos para las dificultades que tendrían
lugar después de su muerte, Jesús les dijo: "Os he dicho esto para que no os
escandalicéis" (Jn 16:1). En el relato que hace Lucas de La última cena, Jesús
señala a Simón Pedro y le dice: "He rogado por ti, para que tu fe no
desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (Lc 22:32).

Repetidamente, en los cuatro evangelios Jesús les dice a sus seguidores


que no teman. Bien sea el temor a una tormenta violenta, persecuciones,
insultos, enfermedad, falta de fe de otros, no tener suficiente provisión
material para sobrevivir o hacer frente a futuras necesidades, el miedo de
Pedro a caminar sobre el agua, o el miedo de sus discípulos ante su
transfiguración o a las apariciones después de la resurrección, Jesús les
asegura que su corazón no debe turbarse ni sentir temor (Jn 14:27) pues él
siempre está presente y jamás los dejará enfrentarse solos a sus dificultades.

De igual manera, Jesús recalca la importancia de la fe en la curación. El


Espíritu Santo no puede sanar sin esta fe; con ella no hay nada que El no
pueda hacer, ni enfermedad ni miedo que no pueda deshacerse. Hasta la
misma muerte se puede superar. Donde Jesús halla la fe, puede sanar; donde
no la halla, es incapaz de hacerlo. Como Mateo comenta sobre el rechazo a
Jesús en Nazareth: "Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe"
(Mt 13:58). A los discípulos se les dijo específicamente que ellos no pudieron
expulsar el demonio del epiléptico debido a la ausencia de fe. Pero "si tenéis
fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: `Desplázate de aquí allá', y
se desplazará, y nada os será imposible"' (Mt 17:20). Cuando Pedro tuvo
miedo de caminar sobre las aguas y comenzó a hundirse, Jesús exclamó
mientras lo agarraba: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?" (Mt 14:31).

Así pues, Jesús puede decir a aquellos a quienes sana: "Tu fe te ha


salvado" (Mt 9:22); o "Hágase en vosotros [la curación de la ceguera] según
vuestra fe" (Mt 9:29). Como les dijo Jesús a los discípulos de Juan el
Bautista: "¡Y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!" (Mt 11:6).
Dichoso es el hombre porque ha restaurado en sí mismo la Fuente de toda
dicha: Dios.

Con esta fe recibiremos todo lo que pidamos (Mt 21:22). Pero Jesús no nos
pide que nuestra fe sea perfecta: si lo fuese, no habríamos necesitado su fe
perfecta. Sólo nos pide que estemos dispuestos a recurrir a él, y que
utilicemos su fe para auxiliamos en lo que percibimos que es nuestra
debilidad. En realidad, sin embargo, es a lo que el Curso se refiere como "la
pequeña dosis de buena voluntad": la parte nuestra que permite que Jesús
haga la suya. Como exclamó ante Jesús el padre del epiléptico sanado:
"¡Creo, ayuda a mi poca fe!" (Mc 9:24).

El confiar en lo que no se ve

No hay camino espiritual que no tenga sus valles de sombra de la muerte,


la noche obscura del alma que consideramos en el Capítulo 5. La dinámica de
culpa y miedo del ego nos ha ayudado a entender la naturaleza de esta noche
obscura, cuando el individuo se enfrenta a la abrumadora nada de su yo,
conjuntamente con la aparente ausencia de la gracia del consuelo de Dios. Es
un período de aridez y de obscuridad espiritual, en el que todo parece vacío y
desesperanza, y la única salvación es la muerte.

En medio de las pruebas y tribulaciones que confrontamos en las


recurrentes noches obscuras de nuestro viaje hacia Dios, Jesús nos asegura
que Dios nos consolará. Lo que parece ser un fracaso es simplemente un fino
velo que esconde el triunfo que Dios originará. Esta posibilidad de fracaso
fue la realidad que enfrentaron los discípulos al contemplar lentamente la
desintegración de sus sueños de un reino mesiánico. Ahí estaba Jesús
rechazado en su propio pueblo, recibido con el ridículo y la ira por los líderes
judíos, y con el desamor y el rechazo de muchos de sus seguidores. Ahí
estaba también la creciente animosidad y conspiración en contra de él, la cual
culminó en los devastadores sucesos de la Pascua en Jerusalén. Jesús
impartió muchas enseñanzas para ayudar a los discípulos a que
comprendieran lo que estaba ocurriendo y lo que ocurriría, y eso es lo que
consideraremos ahora.

Quizás en la preparación de los discípulos para su propia muerte y


resurrección, Jesús se enfrascó en una discusión con los saduceos relacionada
con la resurrección, la cual este grupo negaba. La discusión concluye con la
aserción que hace Jesús acerca de su Padre: "No es un Dios de muertos, sino
de vivos. Estáis en un gran error" (Mc 12:27). El error de los saduceos no era
que no reconociesen el poder de Dios en función en situaciones que parecían
desesperadas; ellos tomaban la apariencia superficial como la realidad.

Cuando las circunstancias parecen moverse contra nosotros, es porque


miramos los acontecimientos a través de nuestros propios ojos, más bien que
a través de los ojos de la fe. Lo que ante los ojos humanos parece totalmente
insensato y sin esperanza es realmente que el plan de Dios para nuestra
salvación se abre paso por medio del perdón. Como dice el Curso: "No
puedes distinguir entre lo que es un avance y lo que es un retroceso. Has
considerado algunos de tus mayores avances como fracasos, y has evaluado
algunos de tus peores retrocesos como grandes triunfos" (T-18.V.1:5-6). Para
hacer frente a este desaliento Jesús le dio a la gente varias parábolas, las
cuales les explicó más tarde a sus discípulos para que ellos captaran el
"misterio del Reino de Dios" (Mc 4:11).

En la parábola de La semilla que crece por sí sola (Mc 4:26-29), Jesús


enseñó cómo es el reino de Dios:

El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra;


duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que
él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego
espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo
admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega.

Por nuestra cuenta, nos dice Jesús, no podemos hacer nada. Dios lo hace
todo. Aunque nuestra parte es simplemente sembrar la semilla, ciertamente
Jesús no aboga por el quietismo. Sembrar la semilla significa nuestra decisión
de confiar en la providencia de Dios y continuar en el camino que El nos ha
designado. El dispone por nosotros. Como escribió Santiago: "Tened, pues,
paciencia, hermanos.... Mirad; el labrador espera el fruto precioso de la tierra
aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías.
Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones" (St 5:7-8).
El verdadero trabajo es el de Dios, y nosotros no necesitamos entenderlo.
Decimos "sí" y seguimos su orientación, a sabiendas de que lo que hemos
comenzado, El lo terminará. Como escribió Pablo a los filipenses: "[Estoy]
firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá
consumando..." (Flp 1:6). Los comienzos llevan consigo la promesa dei
cumplimiento de Dios.

Este tema de la necesidad de paciencia y de la incapacidad para realizar la


obra que le corresponde a Dios, se ve en las parábolas paralelas en Mateo 13.
La cizaña (Mt 13:24-30) y La red (Mt 13:47-50) ambas tratan sobre los
problemas escatológicos (el final del hombre y del universo) de separar el
bien del mal. La primera parábola trata del problema de la cizaña (lo trivial)
que ha crecido entre el trigo de modo que se han mezclado, mientras que la
segunda trata sobre una gran red que se lanza al mar y recoge tanto al pez
malo como al bueno por igual. Se exhorta al auditorio de Jesús a que le
permita a Dios efectuar la selección. Si intentamos hacerlo por nuestra
cuenta, antes de tiempo, cometeremos innumerables errores. Más bien,
debemos esperar pacientemente y confiar en que Dios realizará la obra.

Aunque las parábolas apuntan hacia el esperado "Juicio Final," también


podemos entender que hablan sobre la necesidad de separar lo que es del ego
de lo que es de Dios, puesto que nuestras vidas son una mezcla de ambas
cosas. Podríamos ser capaces de ver el problema, pero no sabríamos cómo
proceder. Por lo tanto, el hombre les advierte a sus siervos quienes desean
arrancar la cizaña: No hagan eso, "no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis
a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo
de la siega, diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en
gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero" (vv. 29-30). No
conocemos nuestro propio miedo y no podemos juzgar lo que es nuestro
mejor interés. Si esperamos pacientemente, sin embargo, Dios cuidará de
nosotros. No tenemos necesidad de preocuparnos por los elementos del ego
en nuestras vidas, o por las tinieblas que parecen ocasionar. Dios sólo nos
pide que hagamos lo mejor que podamos, y que le dejemos a El el trabajo con
nuestros seres egoístas. Al final El lo separará, y dejará únicamente el Ser que
El conoce y ama como el Suyo.

La pequeñez de nuestros comienzos en contraste con la magnitud de la


compleción de Dios-nuestro ego vs. Dios- es el tema de las parábolas de El
grano de mostaza (Mt 13:31-32) y la de La levadura (Mt 13:33). Lo que
parece diminuto e insignificante a los ojos humanos es en realidad lo
contrario. La "más pequeña que cualquier semilla," se convierte en "la mayor
[de] las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo
vienen y anidan en sus ramas" (v. 32); o la levadura que fermenta tres
medidas de harina. Lo "más pequeño" es realmente lo más grande, porque
contiene el poder y la grandeza de Dios. No importa cuán tercos puedan ser
nuestros egos personales, aún Dios puede hacer grandes cosas a través de
nosotros. Adentro, un maravilloso y poderoso Niño se está nutriendo. Este es
el Cristo en nosotros, de Quien el Curso escribe:

Cristo renace como un Niño pequeño cada vez que un peregrino


abandona su hogar. Pues éste debe aprender que a quien quiere
proteger es sólo a este Niño, que viene sin defensas y a Quien la
indefensión ampara.... Cristo te ha llamado amigo y hermano. Ha
venido incluso a pedirte ayuda para que lo dejes regresar a Su hogar
hoy, íntegro y completamente. Ha venido como lo haría un niño
pequeño, que tiene que implorar la protección y el amor de su padre.
El rige el universo, y, sin embargo, te pide incesantemente que
regreses con El y que no sigas convirtiendo a las ilusiones en dioses
(L-pl. 182.10:1-2; 11:2-5).

Así pues, Jesús nos pide que tengamos fe en el Alimentador de este Niño
interno. La razón para que dudemos, como les dijo a los saduceos, es que "no
[entendemos] las Escrituras ni el poder de Dios" (Mc 12:24). En palabras del
Curso, no entendemos la diferencia entre grandeza y grandiosidad:

La grandeza es de Dios y sólo de El. Por lo tanto, se encuentra en


ti.... El propósito de la grandiosidad es siempre encubrir la
desesperación. No hay esperanzas de que pueda hacerlo porque no es
real.... Pero tu grandeza no es ilusoria porque no fue invención tuya....
[Dios] quiere que reemplaces la creencia del ego en la pequeñez por
Su Propia Respuesta exaltada a lo que tú eres, de modo que puedas
dejar de ponerla en duda y la conozcas tal como es (T-9.VIII. 1: 1-2;
2:1-2; 4:7; 11:9).

La insignificancia del momento presente, con sus aparentes fracasos,


contiene las semillas del triunfo. Lo que parece no es siempre lo que es. Las
enseñanzas de Jesús hacen eco de la esperanza y de la fe del salmo vigésimo
segundo, cuyas líneas iniciales, nos dicen los evangelios, brotaron de sus
labios cuando colgaba de la cruz: "Y alrededor de la hora nona clamó Jesús
...: `¡Elí, Elí! ¿lemá sabactani?', esto es: `¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me
has abandonado?- (Mt 27:46). Este salmo comienza con los dolorosos
gemidos de la desolación, y termina con la glorificación de Dios Quien acude
en medio de esta tiniebla (Sal 22). "Porque no ha despreciado ni ha
desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, mas cuando le
invocaba le escuchó" (Sal 22:25). Así responde siempre nuestro Padre en
medio de nuestras congojas, iluminando la desesperanza de nuestra
obscuridad con su radiante luz. Sobre todo, nos pide Jesús, debemos tomar el
Amor de Dios seriamente, pues nada es más cierto que Su amorosa piedad
por Sus criaturas.

Por lo tanto, a pesar de cómo nos parezcan las cosas, ahí está la propia Voz
de Dios en nuestras mentes, diciéndonos Sus consoladoras palabras de Amor:
"Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo"
(Mi 28:20). Cuando nuestra culpa se vuelve intolerable para soportar y parece
que hemos perdido todo cuanto una vez tenía significado, en medio de la
pobreza y de nuestro duelo por lo que una vez creíamos que era tan real, Dios
viene a nosotros en Su amorosa misericordia para dar testimonio de las
palabras consoladoras de las bienaventuranzas: "Bienaventurados los que
lloran, porque ellos serán consolados" (Mt 5:5).
En la Parte I se recalcó que el perdón es una decisión que tenemos que
tomar. Allí donde habíamos elegido proyectar nuestra culpa sobre los demás,
necesitamos ahora hacer otra elección para corregir la que hicimos
equivocadamente. Como dice el Curso: "La única libertad que aún nos queda
en este mundo es la libertad de elegir, y la elección es siempre entre dos
alternativas o dos voces" (C-1.7:1). Un tema recurrente en el evangelio de
Jesús es este poder de nuestra decisión. Jesús pone ante nosotros dos
alternativas-seguirlo a él al Reino de los Cielos, o escuchar la invitación del
ego al reino de este mundo. Jesús nos ayuda a elegir, pero la selección de la
alternativa la tenemos que hacer nosotros. Es la misma decisión que él tomó,
la cual está encapsulada en las tentaciones en el desierto. Esta escena es la
introducción de este capítulo.

La decisión de Jesús

Los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) coinciden en


ubicar la tentación del diablo a Jesús después del bautismo de éste por Juan el
Bautista, inmediatamente previo al comienzo de su ministerio público. El
bautismo señala la disposición interna de Jesús para iniciar la obra de su
Padre después de los "años ocultos" de preparación, mientras que las
tentaciones reflejan su decisión de elegir únicamente la Voluntad de su Padre.

En las tres tentaciones de Satanás (Mt 4:1-11), vemos claramente la


alternativa que está frente a Jesús; la alternativa que en el Capítulo 5
calificamos como la de elegir entre la magia y el milagro. A él se le tienta a
que haga mal uso del poder de Dios en su mente: a que cambie las piedras en
pan; a que se lance desde un lugar alto para demostrar que Dios lo protege; y
a que se gane todo el poder sobre el reino del mundo a cambio de que adore
al diablo. El diablo es el símbolo del ego, el poder que creemos tener para
oponernos a Dios-la separación-y que se proyecta fuera de nosotros.10
El mismo Jesús se enfrentó a la alternativa que se nos presenta a nosotros:
elegir entre Dios y Mamón, el poder del Cielo y el poder mundano. Como
dice Jesús en el Curso: "Yo no podría entender lo importantes que son [el
cuerpo y el ego] para ti si yo mismo no hubiese estado tentado a creer en
ellos" (T-4.I.13:5). Es significativo que los evangelistas ubicaran este
encuentro con el "diablo" antes del comienzo del ministerio público de Jesús,
para destacar el papel que juega nuestra decisión en la vida espiritual. Antes
de que podamos realizar la obra que el Espíritu Santo nos encomienda,
tenemos que decidir primero quién es nuestro amo. Sin esa decisión
continuamente distorsionaremos el poder de Dios, y lo utilizaremos
mágicamente en beneficio del ego. Este "momento de decisión" ocurre en el
período entre las fases de nuestra vida que discutimos en el Capítulo 4, la
"crisis de la mediana edad" a la cual todos tenemos que enfrentamos. Elegir
ignorarla conduce a un entumecimiento que jamás se reconoce por lo que
verdaderamente es.

La cuarta bienaventuranza dice: "Bienaventurados los que tienen hambre y


sed de la justicia, porque ellos serán saciados" (Mt 5:6). Una vez que
emulamos a Jesús y decidimos buscar la justicia de Dios, tenemos Su
promesa de que en nuestra búsqueda seremos encontrados. San Agustín
escribió que buscar a Dios es haberlo hallado ya; pues sólo si tuvimos alguna
experiencia de Dios querríamos buscarlo. Así pues, deseamos al Dios que
hemos conocido pero que hemos olvidado, y a Quien elegimos conocer
nuevamente. Como escribió San Pablo tan perceptivamente sobre sí mismo y
sobre todos nosotros:

Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero,


sino que hago lo que aborrezco.... puesto que no hago el bien que
quiero, sino que obro el mal que no quiero (Rm 7:15,19).

El entender la dinámica del ego nos ayuda a dar razón de este fenómeno de
otro modo paradójico de alejamos de lo que verdaderamente queremos.

Esta recurrente no-aceptación de Dios y Su paz necesita la constante


decisión que tenemos que tomar a lo largo de nuestro recorrido hacia el
Hogar. La decisión ocurre en diferentes niveles. Se toma una vez, y esto pone
en marcha un proceso a través del cual reforzamos la decisión, eligiendo una
y otra vez en el diario vivir de nuestros días: "Cada día, cada hora y cada
minuto, e incluso cada segundo, estás decidiendo entre la crucifixión y la
resurrección; entre el ego y el Espíritu Santo" (T-14.III.4:l). Cada
subsiguiente decisión por Dios reafirma ese primer instante cuando dijimos:
"Ayúdame, Padre. Tiene que haber otra manera de vivir." Esta decisión
constante sirve para llevarnos más lejos en el viaje, que a los ojos de Jesús, ya
ha concluido: "Es un viaje sin distancia hacia una meta que nunca ha
cambiado" (T-8.VI.9:7). Su fe en nosotros se extiende desde la fe del Padre
en él: el conocimiento de que permanecemos unidos en Su Amor, a pesar de
nuestra peregrinación por países distantes. "Dios ha decretado que yo no
pueda llamaros en vano, y en Su certeza, yo descanso en paz. Pues vosotros
me oiréis, y elegiréis de nuevo. Y con esa elección todo el mundo quedará
liberado" (T-31.VIII.9:5-7). El Curso reinterpreta la aseveración de Mateo,
"Muchos son llamados, mas pocos escogidos" (Mt 22:14) para que lea:
"`Todos son llamados, pero son pocos los que eligen escuchar.' Por lo tanto,
no eligen correctamente. Los `escogidos' son sencillamente los que eligen
correctamente más pronto" (T-3.IV.7:12-14). Este capítulo considerará la
exhortación de los evangelios a que aceptemos el llamamiento de Jesús, y el
poder de nuestras mentes para tomar una decisión como esa.

La urgencia de decidir

Una vez se le dice que "sí" a Dios, se desencadena toda una serie de
acontecimientos que nos preparan para la obra que hemos de realizar en el
Nombre de Dios, por nosotros mismos y por los demás. Estos
acontecimientos constituyen las "oportunidades de perdonar" que hemos
discutido en la Parte I. Cada paso que nos lleva más cerca de Jesús se expresa
en una decisión de seguir ya sea su pauta o la del ego. Como nos enseñó en el
Sermón de la montaña: "Nadie puede servir a dos señores.... No podéis servir
a Dios y al Dinero" (Mt 6:24). La Escritura a veces formula esta elección
como un conflicto entre la obscuridad y la luz, o entre la carne y el espíritu.
En el Curso, se dice: "O bien ves la carne o bien reconoces el espíritu. En
esto no hay términos medios" (T-31.VI. 1:1-2). Encontramos que este
contraste se recalca particularmente en los escritos Juaninos y Paulinos. En su
visita nocturna a Jesús, por ejemplo, a Nicodemo se le enseña la diferencia
entre estos dos mundos: "El que no nazca de agua y de Espíritu no puede
entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del
Espíritu, es espíritu" (Jn 3:5-6). Este tema se reitera cuando Jesús les dice a
sus seguidores: "El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada" (Jn
6:63). Más adelante en el evangelio, Jesús dice: "Yo soy la luz del mundo; el
que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida"
(Jn 8:12).

San Pablo se hace eco de estos pensamientos en este pasaje: "La noche
está avanzada. El día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las
tinieblas y revistámonos de las armas de la luz" (Rm 13:12). A los efesios, les
escribe:

A despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que


se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar
el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del Hombre Nuevo, creado
según Dios, en la justicia y santidad de la verdad (Ef 4:22-24).

Desde el inicio de su ministerio, Jesús resalta este tema: "El tiempo se ha


cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena
Nueva" (Mc 1:15). El convertirse (arrepentirse) en este contexto se puede
entender como el cambio de pensamiento que el evangelio griego llama
metanoia, como hemos visto, el cambio que corrige nuestra decisión previa
de identificarnos con el ego, al aceptar en su lugar el clemente Amor de Dios
del cual Jesús sirve como mediador. Este tema se presenta a través de todos
los evangelios, y la urgencia de este mensaje para la iglesia temprana radica
en la creencia de que la "parusía" o regreso de Jesús era inminente. Si la
humanidad no elegía ahora, todo estaba perdido. En un nivel más profundo,
sin embargo, podemos observar la misma urgencia en elegir identificarnos
con el reino de perdón y amor de Jesús, o de lo contrario permanecer atados
en el infierno de nuestra culpa y nuestro miedo. Para nosotros, la parusía no
significa un deus ex machina que desciende mágicamente para sanar el
mundo, sino nuestra aceptación interna del perdón que anunciará el "regreso"
de Jesús a nuestras mentes sanadas.
En ningún otro aspecto de los evangelios se presenta este tema de la
decisión con tan persistente claridad como en las parábolas. Hay una serie de
cinco parábolas en el evangelio de Mateo, la cual, entre muchas otras en los
sinópticos, contiene este tema de la necesidad de elegir. Estas parábolas, en
esencia, expresan la preocupación de que la gente no esté preparada para el
regreso de Jesús.

En la parábola de El ladrón (Mt 24:42-44), se nos exhorta: "Velad, pues,


porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor" (v. 42). Si el dueño de casa
supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría listo para
recibirlo. Como no sabemos cuándo Jesús, simbolizado aquí por el ladrón,
aparecerá, debemos "estar en vela." De igual manera, en la parábola de El
mayordomo prudente (Mt 24:45-51), el siervo siempre debe estar atento a las
órdenes de su señor, no sea que éste regrese inesperadamente y lo halle
desprevenido. Hemos de permanecer fieles a lo que Dios nos ha
encomendado y estar libres de la tentación de escuchar la voz del ego.

En la famosa parábola de Las diez vírgenes (Mt 25:1-13), Jesús nos


exhorta a ser prudentes y a estar preparados, a mantener nuestras lámparas
llenas de aceite en caso de que el novio regrese cuando no lo esperamos.
Nuestras decisiones deben reafirmarse continuamente; una decisión que se ha
tomado una vez pero que se ha abandonado no cuenta para nada. La luz del
mundo, la cual brilla dentro de nosotros, debe mantenerse encendida si es que
vamos a unimos con la gran luz que es el reino.

La parábola de Los talentos (Mt 25:14-30) recalca la importancia de


mantenernos fieles a lo que Dios nos ha encomendado, la función que nos ha
encargado en favor del Reino. Cada uno de nosotros tiene ciertos dones-los
cinco, dos y un talentos respectivamente. Jesús nos exhorta a que seamos
como los dos primeros siervos quienes, al regreso del amo habían doblado su
dinero. Sin embargo, ay del siervo temeroso e inseguro quien, al carecer de
fe, entierra su solo talento en la tierra, e impide que éste aumente: "Porque a
todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene
se le quitará (v. 29). Esto no significa una amenaza, sino una advertencia: el
Amor que recibimos de Dios tenemos que compartirlo con los demás, y de
ese modo aumentar su presencia en el mundo. Si bloqueamos la extensión del
regalo de Dios, lo que tenemos se perderá para nosotros. El amor aumenta
cuando se reparte; si no lo compartimos debido al miedo, este miedo siempre
impedirá nuestra aceptación del Amor de Dios.

La última parábola en la serie es El juicio final (Mt 25:31-46), cuyo tema


de la ayuda al necesitado se deriva de Isaías 58:6-7 y de Ezequiel 18:5-9.
Aquí, como en las otras parábolas, encontramos la nota de urgencia a decidir,
y Jesús nos dice que seremos salvados por nuestras buenas obras. Como les
dijo a sus discípulos en La última ceda: "En esto conocerán todos que sois
discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13:35). Este amor
nos impulsa a cuidar de los necesitados-los hambrientos, sedientos, solitarios,
desnudos, enfermos y prisioneros. Sin embargo, hemos visto que nuestra
definición de los necesitados y pobres tiene que ampliarse para incluir a toda
la humanidad. La pobreza es del ego, que es el empobrecido estado mental
que cree que nos hemos separado de la abundancia de Dios.

No son nuestros pecados por comisión lo que constituyen el problema aquí


sino aquellos pecados por omisión: la falta de acudir a aquéllos en necesidad
o aflicción. Acudimos a estos hermanos y hermanas, no sólo para satisfacer
sus necesidades de perdón sino para satisfacer las nuestras por igual. Al
darles a otros el Amor de Dios nos lo damos a nosotros mismos, y nos damos
cuenta de que no estamos separados de ellos. Esta unión deshace la creencia
del ego en la separación, la fuente de toda culpa y todo miedo. Para apremiar
la llegada del Reino tenemos que unirnos con nuestros hermanos y nuestras
hermanas. Debido a que "las ideas no abandonan su fuente," lo que les
hacemos a Jesús y a los demás nos lo hacemos a nosotros mismos. Como
escribe Jesús basado en Mateo 25:40 y lo cual refleja nuestra unidad en
Cristo: "Si lo que le haces a mi hermano me lo haces a mí, y si todo lo que
haces te lo haces a ti mismo porque todos somos parte de ti, todo lo que
nosotros hacemos es para ti también" (T-9.VI.3:8).

Otra parábola que ilustra la importancia que Jesús le daba a la elección es


El rico malo y Lázaro el pobre (Lc 16:19-3 l). En el relato, un rico y un pobre
mueren; el rico va al infierno mientras que el otro, Lázaro, está en el Cielo
con Abraham. El hombre rico sufrido le pide al patriarca que permita que
Lázaro lo consuele, pero se le dice que el abismo entre el Cielo y el infierno
es demasiado grande para permitir cualquier contacto entre ellos. Entonces el
rico le pide a Abraham que envíe a Lázaro de regreso a la tierra para que
advierta a sus cinco hermanos de modo que éstos no terminen donde él está.
Sin embargo, Abraham le responde que ni siquiera una señal así los ayudaría:
"Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un
muerto resucite" (v. 31).

El significado de la parábola radica en la última oración, y va dirigida


como un aviso a aquellos que, como los cinco hermanos restantes, viven una
existencia egoísta y materialista, y creen que la muerte es el fin de la vida,
una vida que encarna los valores hedonistas del verso de Isaías (22:13):
"¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!" Para aquellos que son
como los cinco hermanos, la petición de Dios no puede oirse. Ni siquiera la
mayor señal-una resurrección-los afectaría. Por lo tanto, primero tienen que
decidirse a aceptar la palabra de Dios. El exigir una señal externa como una
prueba de Dios es en realidad creer en la magia, puesto que en lugar de ésta
tenemos que elegir el milagro que refleja nuestro cambio interno. El Curso
nos instruye: "Cuando se obran milagros con vistas a hacer de ellos un
espectáculo para atraer creyentes, es que no se ha comprendido su propósito"
J-1.1.10). De ese modo, Jesús enseñó por doquier: "¿Por qué esta generación
pide una señal? Yo os aseguro: no se dará a esta generación ninguna señal"
(Mc 8:12). No se dará ninguna señal porque no sería hacer cosa útil o
amorosa de clase alguna, el reforzar, como quien dice, la creencia en la magia
que a fin de cuentas refuerza la creencia en la separación.

De igual manera, no puede concedérsele la petición al hombre rico, no


porque Dios no lo quiera, sino porque el miedo de los hermanos impediría
que éstos aceptasen la verdad de Dios, aun cuando ésta fuese tan clara como
el resucitar de entre los muertos. Lázaro, por el contrario, recibió su
recompensa debido a su indefensa humildad al elegir la ayuda de Dios. Su
nombre mismo refleja este deseo: "Lázaro" significa "Ayuda de Dios" en
arameo. La parábola, pues, nos exhorta a arrepentimos y a volver nuestras
mentes hacia Dios, pues sólo entonces podrá ayudarnos.

El honrar el poder de nuestra mente


Al mismo tiempo que el evangelio recalca la importancia de nuestra
decisión, recalca también el poder de nuestra mente. El "poder de Cielo y
tierra" que le pertenece a Jesús él nos lo ofrece, una vez elegimos compartir
nuestra vida y nuestra mente con él. Como nos dice él en el Curso:

Fue sólo la decisión que tomé lo que me dio plena potestad tanto en el
Cielo como en la tierra. El único regalo que te puedo hacer es
ayudarte a tomar la misma decisión.... Yo soy tu modelo a la hora de
tomar decisiones. Al decidirme por Dios te mostré que es posible
tomar esta decisión y que tú la puedes tomar.... El Espíritu Santo te
enseña cómo tenerme a mí de modelo para tu pensamiento... (T-
5.II.9:2-3,6-7; 12:3).

Esta es la oración de San Pablo también: "Tened entre vosotros los mismos
sentimientos que Cristo" (Flp 2:5). Debido a que podemos elegir estar "con
él" o "en contra de él," nuestra mente se convierte en el instrumento más
poderoso en este mundo. Tiene el poder de aliarse con Dios-el único poder
verdadero-o de alejarse de El, con lo cual este poder se mantiene en suspenso.

Cuando nos identificamos con el poder del Cielo que Jesús nos ofrece, no
hay nada que no podamos hacer, ni obstáculos que no podamos vencer.
Nuestra fe en este poder puede hasta mover montañas. Como dijo Jesús:
"Creed en la luz, para que seais hijos de luz" (Jn 12:36). Nuestras mentes son
el instrumento más poderoso de este mundo-literalmente construyen nuestro
mundo-y pues el creer en algo lo hará real para nosotros. Cuando elegimos
negar este poder de la luz al ver nuestra mentes separadas de Dios, afirmamos
la realidad de la separación y al mismo tiempo nos negamos la paz, la dicha y
el bienestar que constituyen nuestra herencia de abundancia como criaturas
de Dios. El dolor y el sufrimiento son el resultado inevitable de tal decisión, y
a través de la proyección vemos este sufrimiento como si viniera de fuera de
nosotros, más bien que de nuestra propia decisión.

Nuestro problema básico es nuestra decisión de vernos separados de Dios


y de ese modo nos vemos desdeñados por El, no lo que el mundo identificaría
como problemas. Es esta la decisión que tiene que cambiarse. La corrección
de este error tiene que ocurrir en el lugar donde se ha hecho: en nuestras
mentes, no en el mundo. "[Tienen] que cambiar de mentalidad, no de
comportamiento," nos exhorta el Curso, como afirmamos antes, pues "la
corrección debe llevarse a cabo únicamente en el nivel en que es posible el
cambio' (T-2.VI.3:4,6). El sanador Espíritu de Dios no opera en un vacío,
sino únicamente a través de nosotros mismos.

Al discutir el miedo, como ya hemos citado en parte, Jesús afirma en el


Curso:

Yo no puedo controlar el miedo, pero éste puede ser autocontrolado....


Deshacer el miedo es tu responsabilidad. Cuando pides que se te
libere del miedo, estás implicando que no lo es. En lugar de ello,
deberías pedir ayuda para cambiar las condiciones que lo suscitaron.
Esas condiciones siempre entrañan el estar dispuesto a permanecer
separado.... Si me interpusiese entre tus pensamientos y sus resultados
[miedo], estaría interfiriendo en la ley básica de causa y efecto: la ley
más fundamental que existe. De nada te serviría el que yo
menospreciase el poder de tu pensamiento (T-2.VI.1:4; 4:1-4; T-
2.VII.1:4-5).

Uno no puede deshacer el miedo reduciendo o subestimando el poder de la


mente. Si el poder de nuestra mente la cual eligió equivocadamente no se
honra y se respeta, entonces estamos negándole a esa misma mente el poder
de corregirse por medio del Espíritu Santo. Habríamos negado exitosamente
al único medio para nuestra salvación-nuestro poder de decisión-su eficacia
para salvarnos.

En el libro de Apocalipsis, Jesús dice que él está a la puerta y llama


esperando que le abramos si decidimos hacerlo (Ap 3:20). El no derriba la
puerta e impone su voluntad por encima de la nuestra, sino que espera
pacientemente, y nos recuerda lo que verdaderamente queremos. Jesús no
puede elegir ni elige por nosotros.

Un ejemplo concreto de este principio se presenta en el ejemplo del


encuentro de Jesús con el joven rico (Mc 10:17-22). El hombre se acercó a
Jesús, y le preguntó cómo podía alcanzar la vida eterna. Jesús le dice primero
que tiene que obedecer los mandamientos, lo cual el hombre asegura que
hace. Jesús reconoce su deseo y "fijando en él su mirada, le amó" (v. 21). El
relato que hace Marcos de este episodio es notable puesto que es el único
lugar en los tres evangelios sinópticos donde se asevera que Jesús amó a
alguien. Esto es interesante por demás a la luz de lo que sigue: Jesús le
responde con una condición adicional: "Una cosa te falta: anda, cuanto tienes
véndelo y dáselo a los pobres y ... ven y sígueme" (v. 21). Mas el hombre no
puede hacerlo. Su apego a las posesiones mundanas era demasiado grande:
"Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido" (v. 22).

Nuestro énfasis aquí está en la reacción de Jesús. Con seguridad él podía


retener al joven con él. Jesús sabía que él estaba tomando la decisión
"equivocada," i.e., no podía hallar la paz de la vida eterna hasta que no
hiciese lo que se le pedía. Mas Jesús conocía también el miedo en el corazón
del hombre; un miedo que se habría incrementado enormemente si él hubiese
dispuesto de su riqueza cuando aún necesitaba de la seguridad de ésta. Tal
parece, además, que Jesús reconocía su miedo desde un principio; puesto que
primero le dio la respuesta "más fácil." Fue el deseo del hombre de tener más
lo que llevó a Jesús a responderle con la condición que él no pudo cumplir. Si
hubiese ejercido su autoridad, e inevitablemente hubiese puesto el miedo a
Dios sobre él, el temor del hombre sólo habría aumentado. El reforzar la
culpa del joven no le habría ganado nada a Jesús excepto el oculto
resentimiento del hombre. El amor es siempre dulce y bondadoso, y jamás
procura imponer su voluntad sobre nadie. Como dice el Curso acerca del
Espíritu Santo:

La Voz del Espíritu Santo no da órdenes porque es incapaz de ser


arrogante. No exige nada porque su deseo no es controlar. No vence
porque no ataca. Su Voz es simplemente un recordatorio.... La Voz...
es siempre serena porque habla de paz (T-5.II.7:1-4,7).

Si el joven rico no podía elegir el seguir a Jesús libremente, no podía


verdaderamente seguirle en lo absoluto. El amor de Jesús era tan grande que
él respetaba plenamente la libertad del hombre. De modo que, pudo
permitirle que se alejara mientras lo contemplaba con amor, esperando
pacientemente, podemos suponer, el día en que pudiese aceptar el amor que
Jesús le ofrecía y abandonar esta relación especial con sus posesiones, el
substituto del ego para el Amor de Dios.

Es tentador para aquellos que ocupan posiciones de autoridad ejercer


control sobre aquellos que los respetan, especialmente cuando las autoridades
están convencidas de la realidad de su propia posición. Esto es
particularmente cierto en situaciones que envuelven terapia o dirección
espiritual. Los terapeutas o consejeros se han conferido el papel de expertos
en Dios, y a menudo se espera que tengan todas las respuestas para los
problemas de los demás. Nuestra necesidad de que un experto nos diga qué
hacer, a menudo se ajusta a la necesidad de ser un experto que tiene el otro, y
forman así una relación especial basada en la necesidad de mutua
satisfacción. Además, el terapeuta que usurpa la libertad de otro no sólo
incurre en la culpa de parte suya, sino que también menosprecia el poder del
paciente para decidir o cambiar su mentalidad.

Esta misma dinámica puede observarse en muchas otras formas. Los


padres a menudo le imponen su conocimiento a los hijos, y no les permiten la
libertad y posibilidad de aprender por sí mismos. La conveniencia del
momento puede tener prioridad sobre el beneficio mayor de permitir que los
hijos aprendan de sus propios errores. Los fanáticos-bien sea políticos o
religiosos-procuran convertir a otros al sistema de pensamiento de ellos, al
confundir la forma de la creencia con el contenido del amor que es lo único
que puede trascender las aparentes diferencias en el mundo. La historia ha
provisto muchos ejemplos de grupos bien intencionados que se han
convertido en parte de la misma corrupción, odio y división que su mensaje
de la verdad se proponía corregir.

Esta lección se trajo a mi casa poderosamente en una de mis primeras


experiencias con un paciente psiquiátrico. Cuando aún era estudiante
universitario, participé en un programa especial en un hospital para enfermos
mentales. A un grupo de nosotros le asignaron varios pacientes con quienes
nos reuniríamos durante los meses de verano. Uno de los que me asignaron
fue Frank, quien había estado hospitalizado por muchos años. Frank creía que
él era un agente del FBI, y tramaba destruir el hospital y matar al director.
Con el idealismo ingenuo de la juventud, yo estaba determinado a penetrar en
este sistema de pensamiento y convencer a Frank de los errores en su manera
de pensar.

Nuestras primeras reuniones iban bien mientras me mantuve no-directivo y


básicamente aceptaba todo lo que se me decía. Frank parecía confiar en mí y
progresivamente revelaba los detalles de su sistema ilusorio. Un día, decidí
que era tiempo de "profundizar" en el problema. Comencé a presionar a
Frank para que viera la rectitud de mi posición en contraste con la suya,
inflexible en mi determinación de que él viera las cosas a mi modo. Entonces
ocurrió algo sorprendente. Un raro aspecto apareció de pronto en el rostro de
Frank. Cuando comenzó a hablar era como si otra voz estuviese hablando, y
decía: "Cuidado Frank, éste se está acercando demasiado." Con eso, Frank se
alejó y jamás volvió a advertir mi presencia. Esa "voz" tenía razón. Frank no
debió haber confiado en mí y hacía bien en no tener nada más que ver
conmigo. Mi avidez de ayudarlo desmentía mi miedo subyacente, falta de fe
y falta de respeto a su libertad de tener defensas. Jesús lo habría tratado de
manera distinta.
Una vez tomamos la decisión de seguir a Jesús y de aprender sus lecciones
de perdón, se nos envía al mundo para que nos ocupemos del negocio de
perdón de nuestro Padre. Se nos puede llamar propiamente apóstoles o
maestros de Dios: aquellos que son enviados a los demás para que aprendan
las lecciones que enseñarán ahora. La bienaventuranza: "Bienaventurados los
que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5:9)
es aquella hacia la cual conducen todas las demás. Esta refleja la obra de los
apóstoles en el mundo la cual consiste en ofrecer la paz de Jesús a aquellos
que creen carecer de ella, y en recordarse a sí mismos su herencia natural
como hijos del Padre.

Es imposible difundir la paz si no se posee también. Cuando uno está


verdaderamente en paz tiene que extenderla a los demás, pues tal es la ley de
extensión. Por lo tanto, la manera de convertirnos en pacificadores es el estar
en paz nosotros mismos. El centro de interés es siempre qué somos, no qué
hacemos. Sin embargo lo que refuerza la creencia en lo que somos es el
enseñarlo. El Curso establece como la segunda lección del Espíritu Santo:
"Para tener paz, enseña paz para así aprender lo que es" (T-6.V-B). Leemos
en el manual:

Enseñar es aprender, ... y por consiguiente, no existe ninguna


diferencia entre el maestro y el alumno.... Enseñar es demostrar.... De
tu demostración otros aprenden, al igual que tú.... No puedes darle
nada a otro, ya que únicamente te das a ti mismo, y esto se aprende
enseñando (M-in.l:5; 2:1,3,6).

Juntos recorremos el camino de la salvación: aprendemos el perdón a medida


que lo enseñamos, y al haber sido perdonados, continuamos perdonando. La
oración que popularmente se le atribuye a San Francisco puede muy bien
llamarse la oración de los apóstoles:
Como apóstoles de Jesús, les enseñamos a los demás el perdón que él nos
ha enseñado. Inmediatamente después de su saludo de paz a los apóstoles
reunidos en el aposento alto, y después de brindarles una experiencia directa
de perdón, Jesús los envía a los demás para que compartan en esta bendición
de la absolución del pecado y el deshacer de la culpa. "Como el Padre me
envió, también yo os envío" (Jn 20:21). Jesús les otorga el Espíritu Santo, la
Presencia interna de la Voz de Dios la cual les guiará, protegerá y consolará:
"Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20:22-23).
Al ser enviados al mundo, los apóstoles tienen la encomienda especial de
enseñar el perdón de los pecados que acaban de experimentar.

Un apóstol, por consiguiente, es un mensajero, enviado por Jesús a


transmitir el sencillo mensaje que sí salva al mundo. El Curso recalca la
diferencia crucial entre los mensajeros del Cielo y los del mundo. "Los
mensajes que transmiten van dirigidos en primer lugar a ellos mismos. Y es
únicamente en la medida en que los pueden aceptar para sí que se vuelven
capaces de llevarlos aún más lejos, y de transmitirlos allí donde se dispuso
que fueran recibidos" (L-pI.154.6:2-3). El mismo mensaje que les traemos y
demostramos a los demás, es lo que necesitamos escuchar y aprender. En la
medida que les traemos a Jesús a los otros, reforzamos su presencia en
nosotros mismos y de ese modo aprendemos la verdad de que su promesa
está siempre con nosotros, hasta el fin del tiempo (Mt 28:20).

En un sentido, los anteriores capítulos sobre el perdón, la fe y la decisión


contienen muchas enseñanzas importantes sobre lo que significa ser un
discípulo de Jesús, y, por lo tanto, lo que significa ser un apóstol. Así pues,
esta parte se limita a aquellas enseñanzas de Jesús que se relacionan más
específicamente con la etapa del apostolado una vez hemos decidido seguir la
senda de Jesús y vivir nuestras vidas de acuerdo con ésta. Comenzamos
considerando algunas trampas que pueden surgir en el camino.
El rechazo y la persecución

Una observación frecuentemente señalada por estudiantes de Un curso en


milagros, haciéndose eco de la experiencia de los seguidores de cualquier
camino espiritual, es la ira que con frecuencia expresan las personas ante la
presencia de la indefensión. Ya hemos discutido este fenómeno en el caso de
Jesús cuyo puro ejemplo de perdón-en pensamiento, palabra y obra-hizo que
brotaran con más fuerza aún las reacciones egoístas de aquellos que lo
rodeaban. Sus apóstoles han experimentado esto desde entonces, por razones
similares. Esta reacción se ve no sólo entre extraños, sino aun en nuestra
propia gente. Así pues, vemos la no-aceptación de Jesús en su propio pueblo
de Nazareth, donde sus parientes estaban convencidos de que él estaba "fuera
de sí" (Mc 3:21). Jesús comenta más adelante: "Un profeta sólo en su patria,
entre sus parientes y en su casa carece de prestigio" (Mc 6:4).

Hay varios pasajes en los evangelios donde Jesús les advierte a sus
discípulos sobre esta misma persecución por causa de él. Ya hemos citado las
últimas bienaventuranzas famosas:

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de


ellos es el Reino de lo Cielos. Bienaventurados seréis cuando os
injurien, y os persigan y digan con mentiras toda clase de mal contra
vosotros por mi causa. Alegráos y regocijáos, porque vuestra
recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera
persiguieron a los profetas anteriores a vosotros (Mi 5:10-12).

La advertencia continúa más adelante en el mismo evangelio:

Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os


azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante
gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los
gentiles.... Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se
levantarán hijos contra padres y los matarán.Y seréis odiados de todos
por causa de mi nombre.... Si al dueño de la casa le han llamado
Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos! (Mt 10:17-18, 21-22, 25).

Más tarde, Jesús les advierte: "Entonces os entregarán a la tortura y os


matarán, y seréis odiados de todas las naciones por causa de mi nombre.
Muchos se escandalizarán entonces y se traicionarán y odiarán mutuamente"
(Mt 24:9-10). Finalmente, en La última cena les advierte a los discípulos: "Si
el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros" (Jn
15:18); y: "os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que
todo el que os mate piense que da culto a Dios" (Jn 16:2).

Como hemos observado, los eruditos de las escrituras han establecido que
mucho de los cuatro evangelios tal como los conocemos, incluso el pasaje
que hemos citado, eran realmente las palabras de la Iglesia temprana. En los
años y décadas posteriores a la muerte de Jesús, sus seguidores, conocidos
ahora como los cristianos, experimentaron gran persecución y sufrimiento a
manos de aquellos que los veían como amenazas políticas y religiosas.
Además de eso, experimentaron divisiones dentro de sus propias filas. Ellos
"espiritualizaron" sus sufrimientos, al verse como las víctimas inocentes de
los injustificados ataques de los incrédulos, infieles y paganos, y al poner la
justificación de su creencia-que ahora se entiende como el precio del
discipulado-en boca de Jesús, la mayor de todas las "Víctimas." Los
sufrimientos de ellos, como vimos en el Capítulo 9, los identificaron con los
de él. De ese modo aseguraban su salvación, y sellaban la condenación de sus
perseguidores con las palabras del mismo Jesús.

Hemos discutido las reacciones del ego que pueden esperarse cuando se
enseñan las verdades que Jesús enseñó y vivió, y cómo él las interpreta de
manera distinta. La percepción del ego de que la inocencia sufre a manos de
la maldad se transforma en una oportunidad para el perdón y la curación.
Cuando las personas o grupos de personas están en desacuerdo u objetan,
Jesús nos pide que no tomemos la objeción o el aparente ataque de manera
personal sino que más bien "ofrezcamos la otra mejilla," e indefensivamente
demos testimonio de la inherente verdad de su mensaje de perdón. Así pues,
él exhorta a sus discípulos: "Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar
la defensa, porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no
podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios" (Lc 21:14-15). Esta
elocuencia sólo podrá ser la indefensión y el perdón que el mismo Jesús
mostró al final de su vida. Es la dulce pero poderosa elocuencia que dice:
"Vuestros aparentes pecados en contra mía no han tenido efecto, por lo que
no pueden ser reales. Así pues, todos vuestros pecados han sido perdonados,
y los míos juntos con los vuestros."

Al conocer el amor de Jesús, sabemos que estamos perdonados: nuestra


culpa ha desaparecido, así como nuestro miedo. De modo que Jesús aconseja:
"Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (Mt
10:28); y nos consuela en nuestro temor: "Y seréis odiados de todos por causa
de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra
perseverancia salvaréis vuestras almas" (Lc 21:17-19). Estas palabras se han
citado antes en defensa del martirio, y para glorificar una suerte que parece
una mímica de la suerte de Jesús, pero que a la luz de los principios de
perdón del Curso podemos entender que son palabras consoladoras que nos
enseñan que no hay nada que temer, puesto que "el Hijo de Dios no necesita
defensas contra la verdad de su realidad" (L-pI.135.26:8; bastardillas
suprimidas). No somos cuerpos, así que no importa lo que le ocurra a nuestro
yo físico, permanecemos eternamente a salvo en el Amor de nuestro Padre.
Esta es la naturaleza verdaderamente radical del mensaje de Jesús: la visión
de un mundo inherentemente ilusorio la cual constituye la única base para el
genuino perdón.

Finalmente, citamos las instrucciones que les impartió Jesús a sus


discípulos para cuando hallen rechazo según vayan de pueblo en pueblo, lo
cual no es un suceso poco común: "Y si no se os recibe ni se escuchan
vuestras palabras, salid de la casa o de la ciudad aquella sacudiendo el polvo
de vuestros pies" (Mt 10:14). Ciertamente, él no nos aconseja que nos
"lavemos las manos" ante aquellos que no están de acuerdo, sino que nos pide
que nos alejemos sin ninguna inversión en sentimos heridos: al identificamos
con la víctima y airadamente convertirnos en el victimario. Más bien,
sacudamos el polvo del ego de nuestros pies, y aferrémonos únicamente a la
visión de perdón que Jesús nos ha regalado. Reconocemos que el camino del
otro puede no ser el nuestro, y que nuestra responsabilidad es únicamente
permanecer fieles a la senda que Jesús nos ha indicado. En el Curso, Jesús
nos advierte contra el "especialismo espiritual" de ver el Curso como el único
camino hacia Dios; una advertencia que podría aplicarse por igual a su
evangelio de hace dos mil años. Más bien, dice él, Un curso en milagros es
sólo "una forma particular del curso universal ... [del cual] existen muchas
otras formas, todas con el mismo desenlace" (M-1.4:1-2). Siempre que nos
sintamos tentados a juzgar el camino de otro, o a tomar personalmente la
crítica de otro, podemos escuchar a Jesús recordándonos dulcemente: "no
aceptes como tuyo el camino de otro; pero tampoco lo juzgues." A un mundo
de miedo, sustentado por la justificada creencia en una percepción nosotros-
ellos; Jesús envía sus apóstoles a transmitir otro mensaje, el cual se aprende
según se enseña. Recuerden la aseveración del Curso, citada antes, que Jesús
llama a los maestros, no a los mártires: el enseñar la paz y el perdón es su
amoroso propósito de "persecución," al corregir el propósito del ego de
glorificar el sufrimiento y el martirio.

"Devolved al César"

El que no se valore nada en este mundo no significa que se le niegue un


valor a este mundo. Más bien, significa que se ubique ese valor en el contexto
de Dios y de nuestro viaje hacia Su Reino. El valor de las cosas de este
mundo radica en la capacidad de éstas para ser el instrumento de Jesús para
conducimos al Padre. Independientes de esa meta no tienen significado
alguno, y nosotros somos sencillamente tontos en perseguir estas relaciones
especiales como fines por derecho propio.

Sin embargo, esto no significa que sea "malo" o "profano" el envolverse


con las cosas materiales. Es una tentación para aquellos que siguen un
camino espiritual el ser enjuiciadores y críticos de aquellos cuyos valores
parecen estar arraigados en este mundo. Aquellos que juzgan contemplan el
exterior de la taza más bien que el interior. Sólo podría ser su propio yo
imperfecto el que mire críticamente a alguien, y vea en ellos la proyección de
su propia culpa y del juicio de sí mismo. Las personas se aferran a las cosas
de este mundo por miedo, no por maldad, al creer que Dios no podría
amarlas, y mucho menos proveerles. Por lo tanto, ponen su confianza en su
propio poder y en el poder de este mundo, reflejando así su creencia en el
principio de escasez.

Como les dijo San Pablo a los romanos:

Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos


mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis
distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo
perfecto (Rin 12:2).

Aunque debemos reflejar en nuestras acciones la amorosa mansedumbre de


Jesús, no obstante, debemos permanecer independientes de la influencia del
mundo, permitiéndonos estar sujetos únicamente a la influencia del Espíritu
Santo.

Una tentación particularmente infortunada es la de envolverse en disputas


relacionadas con el aspecto externo de la vida religiosa o de su práctica,
olvidándonos de la unidad de nuestra vida en la Persona hacia Quien deben
apuntar los rituales. San Pablo fue enfático sobre este asunto. Como le dice a
Timoteo:

Huye de las pasiones juveniles. Vete al alcance de la justicia, de la


fe, de la caridad, de la paz, en unión de los que invocan al Señor con
corazón puro. Evita las discusiones necias y estúpidas; tú sabes bien
que engendran altercados. Y a un siervo del Señor no le conviene
altercar, sino ser amable con todos, pronto a enseñar, sufrido, y que
corrija con mansedumbre a los adversarios, por si Dios les otorga la
conversión que les haga conocer plenamente la verdad, y volver al
buen sentido (2 Tm 2:22-26).

Al discutir una disputa similar sobre los aspectos externos de la vida


religiosa, en esta ocasión relacionados con el consumo de alimento, San
Pablo les dice a los corintios en un pasaje evocador de su mensaje a los
romanos que citamos antes: "No es ciertamente la comida lo que nos acercará
a Dios. Ni somos menos porque no comamos, ni somos más porque
comamos" (1 Co 8:8). Además: "Si un infiel os invita y vosotros aceptáis,
comed todo lo que os presente sin plantearos cuestiones de conciencia... ya
comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de
Dios" (1 Co 10:27,31).

El oponerse a un énfasis mal ubicado en las cosas externas es cometer el


mismo error del que recalca las cosas externas, puesto que esto es centrarse
en lo que divide más bien que en lo que nos une. El desenlace es simplemente
el miedo enfrentándose al miedo-el ciclo ataque-defensa que discutimos en el
Capítulo 1. Si en verdad podemos ver a todas las personas como nuestros
hermanos y hermanas estamos ejerciendo nuestra función como apóstoles de
Jesús y amando como él amó. El valorar las cosas de este mundo se ve como
un grito por el amor que la gente no cree merecer. No podemos ministrar esta
necesidad oponiéndonos a las personas, sino únicamente al unirnos en su
aparente necesidad, y conducirlos suavemente a otra manera de relacionarse
con el mundo. Este era el mismo principio que fundamentaba la vida de
Jesús: el vivir en el mundo del ego, hasta la muerte misma, y conducirnos
más allá de la muerte al mundo que es nuestro verdadero hogar.

El Curso desarrolla este principio cuidadosamente:

Suponte que un hermano insiste en que hagas algo que tú crees que
no quieres hacer. Su misma insistencia debería indicarte que él cree
que su salvación depende de que tú hagas lo que te pide. Si insistes en
que no puedes satisfacer su deseo y experimentas de inmediato una
reacción de oposición, es que crees que tu salvación depende de no
hacerlo. Estás, por lo tanto, cometiendo el mismo error que él, y
haciendo que su error sea real para ambos. Insistir significa invertir, y
aquello en lo que inviertes está siempre relacionado con tu idea de lo
que es la salvación.... Cada vez que te enfadas con un hermano, por la
razón que sea, crees que tienes que proteger al ego, y que tienes que
protegerlo atacando. Si es tu hermano el que ataca, estás de acuerdo
con esta creencia; si eres tú el que ataca, no haces sino reforzarla....
Reconoce lo que no importa, y si tus hermanos te piden algo
"descabellado", hazlo precisamente porque no importa. Niégate, y tu
oposición demuestra que sí te importa.... El está pidiendo la salvación,
al igual que tú.... Ninguna petición es "descabellada" para el que
reconoce lo que es valioso y no acepta nada más.
La salvación es para la mente, y se alcanza por medio de la paz. La
mente es lo único que se puede salvar, y sólo se puede salvar a través
de la paz. Cualquier otra respuesta que no sea amor, surge como
resultado de una confusión con respecto a "qué" es la salvación y a
"cómo" se alcanza, y el amor es la única respuesta (T-12.III.2:1-5;
3:1-2; 4:1-2,6,8-5:3).

El dicho popular "A la tierra que fueres haz como vieres" expresa la
misma idea la cual San Pablo interpretó cuando se dirigió a los corintios:
"Efectivamente, siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para
ganar a los más que pueda. ... Me he hecho todo a todos para salvar a toda
costa a algunos" (1 Co 9:19,22). A los colosenses les pronunció palabras que
podrían beneficiar la causa de cualquier proselitista en ciernes, y lo que es
más, hacer la situación del que escucha más fácil y más tolerante: "Portaos
prudentemente con los de fuera [los que no son cristianos], aprovechando
bien el tiempo presente. Que vuestra conversación sea siempre amena,
sazonada con sal, sabiendo responder a cada cual como conviene" (Col 4:5-
6).

Si hemos de ser mensajeros de Jesús, tenemos que poseer la habilidad de


hablar el idioma de aquellos a quienes somos enviados." El Curso recalca que
"si quieres ser oído por los que sufren, tienes que hablar su lengua. Si quieres
ser un salvador, tienes que entender de qué es de lo que hay que escapar" (M-
26.4:3-4). Si por ejemplo, nos envían a Rusia a transmitir el mensaje de
Jesús, nuestra primera tarea sería aprender ruso. De igual manera, para
enseñarles a los soberanos del mundo, Quién es el verdadero Soberano,
primero tenemos que unimos con ellos dentro de su particular estructura. De
lo contrario, nuestras palabras y nuestro mensaje serían descartados, si es que
no los atacan abiertamente. Nos unimos dentro de la forma de ellos de modo
que podamos enseñar la lección del espíritu que está por encima de toda
forma. Las formas separan y dividen; el espíritu une. No debemos lucir
diferentes pues entonces se nos percibe como una amenaza, y el miedo
subyacente, que es el problema fundamental, se refuerza. Como aconseja el
Curso:

No cambias de apariencia, aunque sí sonríes mucho más a menudo.


Tu frente se mantiene serena; tus ojos están tranquilos.... Caminas por
esta senda tal como otros lo hacen, mas no pareces ser distinto de
ellos, aunque ciertamente lo eres. Por lo tanto, puedes ayudarlos al
mismo tiempo que te ayudas a ti mismo, y encauzar sus pasos por el
camino que Dios ha despejado para ti y para ellos, a través de ti.

La ilusión aún parece estar ceñida a ti, a fin de que puedas


comunicarte con ellos. Sin embargo, ha retrocedido (L-pI.155.1:2-3;
5:3-6:2).

Jesús nos legó muchas enseñanzas y ejemplos de este importante principio.

En el Sermón de la montaña, les dice a las personas que hagan sus buenas
obras en secreto, sin fanfarria: "Cuidad de no practicar vuestra justicia
delante de los hombres para ser vistos por ellos ... cuando hagas limosna, no
lo vayas trompeteando por delante ... así tu limosna quedará en secreto" (Mt
6:1-2,4). En lo que al ayuno respecta, Jesús dice: "Cuando ayunes, perfuma tu
cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino
por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre ... te recompensará" (Mt
6:17-18). Más adelante en su ministerio, Jesús da el ejemplo de no ayunar en
lo absoluto (Mt 9:14-17), contrastando así a sus seguidores con los fariseos y
con los discípulos de Juan el Bautista. Cuando Jesús y sus discípulos llegan a
Capernaum y les piden que le paguen al templo el impuesto de medio estáter,
aun cuando ellos estaban exentos de contribución por ser nativos, Jesús
respondió: "Libres están los hijos. Sin embargo, para que no les sirvamos de
escándalo, vete al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que salga, cógelo,
ábrele la boca y encontrarás un estáter. Tómalo y dáselo por mí y por ti" (Mt
17:26-27).

Al pedirle que curara, Jesús con frecuencia adoptaba las prácticas de


curación de la época. Estas incluían, por ejemplo, las creencias en las
propiedades curativas del esputo. Así pues, al curar al ciego (Jn 9:1-41), Jesús
"escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del
ciego (v. 6). El cura al ciego poniendo su saliva directamente sobre los ojos
del hombre (Mc 8:22-26), y un hombre con un problema del habla es curado
por Jesús al éste tocarle "con su saliva... la lengua" (Mc 7:33). Jesús
ciertamente no necesitaba hacer estas cosas para curar, pero con ello
demostraba el principio de hacer cosas "ultrajantes" en el mundo, mas con la
conciencia plena de que la Fuente de curación no es del mundo. Obedecemos
las leyes del mundo porque sabemos que en realidad obedecemos las leyes de
Dios. Así pues, Jesús se dirige a la gente y a sus discípulos: "En la cátedra de
Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Haced, pues, y observad todo
lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen" (Mt
23:1-3). Debemos respetar los caminos de otros, pero no necesariamente
tenemos que estar de acuerdo con ellos. Un curso en milagros nos exhorta:
"No aprovechas el curso si te empeñas en utilizar medios que les han
resultado muy útiles a otros, y descuidas lo que se estableció para ti" (T-
18.VII.6:5).

Las fariseos esperaban atrapar a Jesús en un acto de desobediencia civil, y


le preguntaron si era permisible pagarle tributos al César. La respuesta de
Jesús los tomó desprevenidos. Al decirle que eran la cabeza del César y su
nombre los que aparecían en la moneda, él les dijo: "Pues lo del César
devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios" (Mt 22:21).

San Pablo establece normas para nuestra conducta de acuerdo con este
principio:

Sométanse todos a las autoridades constituidas.... En efecto, los


magistrados no son de temer cuando se obra bien, sino cuando se obra
el mal. ¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de
ella elogios, pues es para ti un servidor de Dios para el bien. Pero, si
obras el mal, teme; pues no en vano lleva espada.... Por tanto, es
preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en
conciencia. Por eso precisamente pagáis los impuestos, porque son
funcionarios de Dios, ocupados asiduamente en ese oficio (Rm 13:1,
3-6).

Esto no significa que se apoye lo que nuestro gobierno hace o no hace; ni


debe implicar para nosotros un curso específico de acción o de no-acción. El
principio se refiere a una actitud que no juzga ni condena, sino que sólo
procura hacer lo que Jesús nos pide. Significa que si queremos ser
instrumentos de corrección, debemos actuar con amor. Nos unimos en
espíritu con nuestros hermanos y hermanas, lo cual resulta imposible una vez
nuestra motivación es oponernos a ellos. Como vimos antes, un ego siempre
está equivocado, pero un Hijo de Dios-nuestra verdadera Identidad-siempre
está en la actitud correcta, y es con esta "rectitud" de espíritu con lo que nos
identificamos.

La cuestión, si podemos parafrasear a Hamlet nuevamente, no es: actuar o


no actuar (en lo que se refiere a impuestos o leyes de reclutamiento, apoyo a
la política gubernamental, etc.). Más bien, el asunto es a cuál voz elegimos
escuchar-el ego o el Espíritu Santo-y esto no tiene nada que ver con la forma
de nuestra respuesta. Tal vez se nos indique que actuemos distinto a los
demás, o que nos abstengamos de ciertas exigencias sociales o legales; o
quizás nuestra orientación sea que "permanezcamos igual," pues a través de
nuestra disposición a cumplir con las exigencias sociales comunicamos el
mensaje de unidad. Lo que es importante es el propósito de nuestras acciones
o no-acciones. La forma por sí misma no significa nada. Así pues, Jesús
añade una "nota al calce" a la cita del Curso que mencionamos antes, cuando
dice: "He dicho que si un hermano te pide que hagas algo que a ti te parece
absurdo, que lo hagas. Pero ten por seguro que esto no significa que tengas
que hacer algo que pudiese ocasionarte daño a ti o a él, pues lo que le hace
daño a uno, le hará daño al otro" (T-16.I.6:4-5). Hay una sola Persona Que
sabe lo que en verdad hiere, y así hay sólo una Persona Que sabe lo que
debemos hacer. El es el Unico a quien debemos pedirle.
"El complejo de Jonás"

Al emprender nuestro camino espiritual, colmados con el Amor de Dios y


con el deseo de brindar ese Amor a todos aquellos hacia quienes nos envían,
parece como si nada pudiese desviarnos jamás de nuestro recién hallado
propósito, o que se nos tentase a renunciar a esta "perla de inestimable valor"
que hemos hallado al fin. Durante un período de tiempo esto puede ser así
ciertamente. Pero jamás debemos subestimar el poder del ego, o el alcance de
nuestro miedo subyacente a salir a la luz verdaderamente. Como hemos visto,
constantemente nos sentiremos tentados a regresar a la obscuridad de nuestro
ego en busca de seguridad y de certeza.

Probablemente, no ha existido una sola persona que después de oír el


llamado de Dios, no haya sentido miedo en un punto o en otro, al creer que El
ha cometido un error. Este miedo es realmente comprensible desde la
perspectiva del ego, que está aterrado, y a menudo este miedo se refleja en un
deseo de correr en la dirección opuesta, tan lejos de Dios como sea posible.
La respuesta clásica se puede ver en el profeta Jonás quien, al oír la palabra
de Dios de que le advirtiese a Nínive sobre su maldad, literalmente huyó de
Dios y abordó el primer barco que encontró en las afueras de Joppe.

En nuestros corazones, cada uno de nosotros-parcialmente identificado con


nuestro ego-le teme a su función debido a que ésta procede de Dios. Al salir a
nuestro rescate, el ego nos ofrece un medio a través del cual podamos
ponernos "a salvo" de esta amenaza. En la Parte I vimos cómo el ego nos
aleja del verdadero problema en nuestra mente al convencernos de que el
problema radica en otro lugar. Para lograr su propósito de dirigir nuestra
atención lejos de la culpa, el ego nos ocasiona una serie interminable de
pseudo-problemas que sirven como cortinas de humo o señuelos para
distraernos del lugar hacia donde debemos mirar en realidad. Hace que un
problema irreal parezca real, lo cual nos lleva a dedicar nuestro tiempo,
energía y esfuerzo a su solución. Mientras permanezcamos convencidos de la
realidad de este problema irreal continuaremos en busca de su solución, al
tiempo que el problema real de nuestro miedo a Dios permanece protegido.
Este proceso es particularmente frustrante puesto que un problema que no
existe no puede tener solución. Si el aparente problema se solucionase,
rápidamente surgiría otro problema que ocupe su lugar.

Uno de los más famosos ejemplos bíblicos es el de Moisés. Su miedo a lo


que Dios lo llamaba a que realizase-a guiar a los Hijos de Israel en Su
Nombre-se manifestaba en su miedo a hablar. El impedimento de Moisés
para expresarse se puede entender como la sutil forma del ego expresar su
propio miedo y deseo de obstruir la Voluntad de Dios. Dios le dice a Moisés;
"Yo te envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto"
(Ex 3:10). Moisés objeta: "¿Quién soy yo para ir a Faraón ...?" (Ex 3:11).
Pero Dios le responde: "Yo estaré contigo" (Ex 3:12). Esto no es suficiente,
así como tampoco lo son las señales que Dios le provee a Moisés como
garantía. Este protesta aún más: "¡Por favor, Señor! Yo no he sido nunca
hombre de palabra fácil ... soy torpe de boca y de lengua" (Ex 4:10). Dios le
contesta: "¿Quién ha dado al hombre la boca? ¿Quién hace al mudo y al
sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Yahveh? Así pues, vete, que yo
estaré en tu boca y te enseñaré lo que debes decir" (Ex 4:11-12). Ni siquiera
esta seguridad es suficiente y Moisés objeta de nuevo, después de lo cual
Dios accede finalmente a permitir que el hermano de Moisés, Aarón, se
convierta en el vocero a través del cual El hablará.

El miedo que Moisés le tiene a su función y al Dios Que se la asigna se


refleja en su problema del habla, el cual era la cortina de humo que permitía
que el ego se saliese con la suya. Al resolver ese pseudo-problema, a través
de Aarón, el fundamental problema del miedo de Moisés jamás podrá
resolverse puesto que yacía enterrado en su inconsciente. A lo largo del relato
del Exodo, de hecho, vemos repetidos ejemplos del miedo de Moisés a
someter totalmente su voluntad a la de su Creador. Este miedo es finalmente
"castigado" por su incapacidad para cruzar el Jordán y alcanzar la Tierra
Prometida. Este castigo parece ser la reacción de Dios al incidente de Meribá,
donde Moisés extrajo agua de la peña para el agostado pueblo, al golpear
airadamente la peña dos veces, en aparente desconfianza del Poder de Dios y
desmereciendo así Su milagro. Así pues, este Dios vengativo le dice a
Moisés: "Por no haber confiado en mí, honrándome ante los israelitas, os
aseguro que no guiaréis a esta asamblea hasta la tierra que les he dado" (Nm
20:12). Este castigo, por supuesto, no podía proceder de Dios, sino que
refleja la necesidad del ego de castigar la culpa.

El mismo proceso se ve en el libro de Jonás. La huida del profeta para


apartarse de Dios hace que vaya a parar en el vientre de la ballena. Eso se
convierte en el problema que hay que resolver. Aunque Jonás es lanzado a la
orilla y, como Moisés, cumple su función profética, su miedo subyacente
jamás se cura. A pesar del éxito de su misión-la conversión de la gente de
Nínive-Jonás no es feliz. Siente furia hacia Dios porque Este se compadece
de la gente, y luego se enoja con El por destruir el ricino que le había dado
sombra y se defiende contra el interrogatorio: "¡Sí, me parece bien irritarme
hasta la muerte!" (Jon 4:9). Al no estar en paz con Dios, no está en paz
consigo mismo.

Como apóstoles, todos tenemos funciones específicas que cumplir-no


importa su forma-las cuales nuestra práctica del perdón hace posible.
Debemos ser cautelosos de que nuestros egos no nos distraigan con
problemas que en realidad no son problemas en lo absoluto. Todas nuestras
preocupaciones con la enfermedad, el dinero, la seguridad, las relaciones de
amor o de odio especial, no son sino intentos del ego de distraemos y
"protegernos" de la obra que hemos de realizar en el Nombre de Dios. Al
reconocer estos pseudo-problemas por lo que son, nuestra petición a Dios
para que nos ayude durante nuestra tentación de hacer real lo que es irreal
hace posible que la verdadera realidad de nuestra vida y propósito se
manifieste de nuevo. Al mirar a través de la tenebrosa telaraña de ilusiones
que el ego ha tejido, tenemos atisbos de la luz de nuestra función la cual se
nos ofrece. Los errores se desvanecen, al ser reemplazados por la luz de la
verdad que jamás cesó de brillar. De ese modo todos nos apresuramos a
recorrer el camino que conduce hasta Dios.

Otra forma que asume el "complejo de Jonás," en la frase de Abraham


Maslow, es el intento de atacar a nuestro yo o a nuestra función. En la medida
que nos aproximamos a la luz nos hallamos, como observó San Agustín tan
perceptivamente, hundidos nuevamente en las tinieblas. Esta obscuridad se
nos presenta a veces en la forma de atacamos a nosotros mismos, con
frecuencia una parte de nuestro cuerpo físico o psicológico que llega a
simbolizar nuestra función. De ese modo, como hemos visto, Moisés, quien
temía llevarle la palabra de Dios a su pueblo, desarrolló un impedimento del
habla. Jonás, quien le temía a la luz del mensaje de Dios a Nínive, cuyos
pecados representaban los suyos propios, terminó envuelto en la obscuridad
de la ballena. Estos "ego-ataques" pueden ser sutiles u obvios, y a menudo
caen bajo la categoría de enfermedad psicosomática en la cual nuestros
síntomas corporales reflejan el carácter simbólico de la forma de culpa que
experimentamos.

Hay otras dos tentaciones que nos "protegen" de nuestra función según
nuestro ego "asoma su horrenda cabeza." La primera de éstas es la tentación a
abandonar nuestra particular situación-familias, amigos, ocupaciones-y seguir
un nuevo rumbo. Aunque realmente es cierto que Jesús pueda en efecto
pedirnos esto como parte de nuestro plan de Expiación particular, tal como lo
hizo con los discípulos, el caso es que más a menudo se nos pide que
permanezcamos precisamente donde estamos. El verdadero llamado de Jesús
es al cambio de pensamiento que nos permite elegirlo a él como nuestro
maestro, en lugar de elegir al ego. Una parte inherente del llamado es nuestro
decir que "sí," no sólo a ciertas funciones en el mundo, sino más importante
aún, a deshacer nuestra culpa por medio de las lecciones de perdón que se nos
proveen. Generalmente, esto significa quedarnos justo donde estamos, al
menos al principio, de modo que podamos sanar aquellas relaciones y
situaciones donde se ha mantenido nuestra culpa.

El que Jesús nos pida que lo abandonemos todo y le sigamos está claro,
pero "abandonarlo todo" se refiere a un estado interno. Cualesquiera cambios
externos deben proceder de lo que ha cambiado internamente primero. Al
discutir este mismo asunto, el Curso afirma:

Donde se requieren cambios es en las mentes de los maestros de


Dios.... Es bastante improbable que en la formación del nuevo
maestro de Dios, los primeros pasos a dar no sean cambios de
actitud.... Hay quienes son llamados a cambiar las circunstancias de
sus vidas casi de inmediato, mas éstos son generalmente casos
especiales (M-9.1:1,4,6).

Por lo tanto, el deseo de abandonar situaciones o relaciones es muy a menudo


una sutil defensa del ego en contra del verdadero llamado, puesto que puede
significar una renuencia a enfrentarse a las manifestaciones del ego en las
relaciones y situaciones vigentes. Así pues, se convierte en una maniobra del
ego para alejarnos del problema y de la solución. Nos convida a tomar
nuestra vida en nuestras propias manos, en vez de confiársela a la dirección
de Jesús.

San Pablo comprendió muy bien este problema. Enfáticamente les dijo a
los corintios:

Por lo demás, que cada cual viva conforme le ha asignado el Señor,


cada cual como le ha llamado Dios. Es lo que ordeno en todas las
Iglesias. ¿Que fue uno llamado siendo circunciso? No rehaga su
prepucio. ¿Que fue llamado siendo incircunciso? No se circuncide. La
circuncisión es nada, y nada la incircuncisión; lo que importa es el
cumplimiento de los mandamientos de Dios. Que permanezca cada
cual tal como le halló la llamada de Dios (1 Co 7:17-20).

La misma situación se aplica, prosigue Pablo, a aquellos que nacen


esclavos o libres, a los casados o no casados. A menos que se les oriente a
que cambien su situación, deben quedarse. El insistir en un cambio, aun en un
nivel inconsciente, pone el énfasis en el lugar equivocado, como hemos visto
en nuestra discusión de la Tabla 2. La salvación no se encuentra en el alterar
un estado externo, tanto más que lo que se encuentra en mantenerlo.
Salvación es metanoia, el soltar nuestro ego de modo que podamos
identificamos con el Cristo en nosotros. La paz no llega en ninguna otra
forma. El cambiar el exterior de nuestras vidas sin que cambie el interior es
inútil, y hasta nocivo, puesto que conduce a la santurronería que impide que
ocurra cualquier cambio. Efectuamos cualesquiera cambios externos que sean
necesarios cuando nos lo indica el Espíritu Santo, y podemos estar seguros de
qué voz estamos escuchando sólo en la medida en que podemos liberarnos de
nuestra culpa. Así pues, repito, vemos que nuestra única responsabilidad es
practicar las lecciones de perdón que Jesús nos provee, de modo que se pueda
deshacer nuestra culpa. En esta forma, nos hacemos libres para ocupamos del
negocio de nuestro Padre.

Antes de que podamos poner el vino de la vida de Jesús en nuestras vidas,


primero tenemos que cambiar los pellejos: "Ni tampoco se echa vino nuevo
en pellejos viejos; pues de otro modo, los pellejos revientan, el vino se
derrama, y los pellejos se echan a perder; sino que el vino nuevo se echa en
pellejos nuevos, y así ambos se conservan" (Mt 9:17). Los pellejos nuevos no
se ponen desde afuera, pues éstos serían simplemente réplicas de los viejos.
Más bien, los pellejos viejos se hacen nuevos por medio del perdón. El
Espíritu Santo toma nuestros talentos y habilidades, cambia el propósito de
éstos, y de ese modo nada se desperdicia. Esto le permite a El transformar por
nosotros nuestros "pellejos viejos." El Curso nos instruye: "Se tiene que
eliminar la piedra angular de la falta de perdón. De lo contrario, el viejo
sistema de pensamiento mantendrá aún una base a donde poder regresar" (M-
9.1:8-9). Nos quedamos donde estamos en el momento del llamado para
permitir que el Espíritu Santo nos transforme donde estamos. Sólo entonces
podemos sanarnos verdaderamente.

La segunda tentación que podemos encontrar es la de tornarnos


excesivamente sensibles aun a las más leves reacciones de nuestro ego que
podamos tener, exagerando así nuestros errores. Una leve punzada de
disgusto en nuestra voz es suficiente para hacernos sentir intensamente
culpables; una momentánea ola de culpa que pase sobre nosotros "prueba"
que nuestra confianza en Dios ha sido una farsa. Parece como si el ego
hubiese ganado después de todo, y nosotros no fuéramos nada más que
fraudes espirituales.

No obstante, la verdad es bien diferente. Ciertamente, puede ser que los


vestigios (y a veces más que vestigios) de nuestro ego aún sobrevivan, y que
se manifiesten de vez en cuando. Pero estar totalmente libres del ego es una
meta poco realista por decir lo menos. Estar más allá del ego totalmente haría
casi imposible que funcionásemos en este mundo, sin mencionar que nos
haría virtualmente inaccesibles a aquellos que aún forman gran parte del
mundo. En palabras del Curso: "No te desesperes, pues, por causa de tus
limitaciones. Tu función es escapar de ellas, no que no las tengas" (M-26.4:1-
2). Una meta más práctica y razonable sería el mantenerse en comunión con
Jesús, que cuando nuestro ego asome su horrenda cabeza podamos acudir a él
(Jesús) para que haya una corrección inmediata. Esto requiere una constante
vigilancia y sensibilidad de nuestro más profundo yo, donde se halla el
cimiento del ego. Como dice el evangelio: "Vosotros sois la sal de la tierra.
Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más"
(Mt 5:13). Marcos añade: "Tened sal en vosotros y tened paz unos con otros"
(Mc 9:50).

Esta sensibilidad, sin embargo, puede convertirse en una espada de doble


filo. Por una parte, nos permite entregarle a Jesús las tentaciones de nuestro
ego, pero por otra parte, ocasiona el que reaccionemos aun a los más leves
remordimientos egoístas. Lo que realmente sucede es que las cosas que jamás
habríamos notado antes surgen ahora como pulgares inflamados, una
situación en que: "la mente se vuelve cada vez más sensible a lo que antes
habría considerado sólo pequeñas molestias" (T-2.III.4:7).

Piensen en un lienzo blanco. Cuando está sucio, una o dos manchas


adicionales pasan desapercibidas sin causar alarma ni preocupación. Pero
cuando el lienzo se limpia, hasta la más leve pizca de suciedad se verá
marcadamente. Esta es la situación en la que nos podemos encontrar. Nuestra
conciencia de la paz que el perdón trae consigo se ha vuelto tan clara y
deseable, que la más leve desviación de ésta resulta discordante. En verdad,
contrario a la interpretación que el ego hace, esta es una señal de nuestro
adelanto espiritual. Como citamos antes, el Curso nos recuerda que no
podemos "distinguir entre lo que es un avance y lo que es un retroceso" (T-
18.V.1:5). Nos hemos sentido progresivamente atraídos por la luz del Cielo,
de modo que aun la más leve forma de obscuridad- falta de perdón-es
suficiente para causarnos angustia. Esta angustia nos motiva entonces a traer
la obscuridad, no importa cuán pequeña sea, a la luz de Jesús de modo que
pueda desvanecerse. Al hacerlo así expresamos nuestro deseo de ser perfectos
como es él, y de que todos nuestros hermanos y hermanas puedan reunirse
con nosotros de común acuerdo en la sola Luz de Dios. La oración de San
Pablo a los efesios se puede ver como una plegaria para todos los apóstoles:
Según la riqueza de su gloria [la del Padre], que seáis fortalecidos por
la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la
fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el
amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y
longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que
excede todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total
Plenitud de Dios (Ef 3:16-19).

Humildad vs. arrogancia

El Curso enseña que: "Tienes, por lo tanto, una función en el mundo de


acuerdo a sus propias normas.... El perdón es tu función aquí.... Y Dios
ciertamente nos ha dado todo. No obstante, necesitamos el perdón para
percibir que esto es así" (L-pI.192.2:1,3; 6:6-7:1). Si en verdad podemos
perdonar, entonces hemos derrumbado todas las barreras del ego que nos
impedirían recordar nuestra Identidad como criaturas de Dios. Según
perdonamos, podemos escuchar la tierna Voz del Espíritu Santo
recordándonos aquello que hemos olvidado. Progresivamente, nuestras
acciones son guiadas por El y sólo por El, y nosotros ejemplificamos el
principio de San Agustín: "Ama y haz lo que quieras." Si en nuestro corazón
verdaderamente se anida el amor, entonces lo que sea que hagamos estará en
armonía con la Voluntad de Dios y nosotros no podríamos funcionar en el
mundo de otro modo que no fuese como El quiere que funcionemos.

El problema se infiltra cuando no nos identificamos con esta función de


perdonar, sino que nos contemplamos a través de los ojos de lo que hacemos.
Así pues, creemos que somos los que realizamos la obra, de que el hacerlo se
revierte sobre nosotros, y que el bienestar de los demás depende de nosotros.
Claramente, todo lo que hemos hecho al llegar a este punto es usurpar una
función que no es la nuestra, e inconscientemente levantar una situación en la
que estamos en competencia con el Espíritu Santo, y que es el reflejo del
error original de separarnos de Dios. La importancia del perdón, pues, radica
en devolverle al Espíritu Santo Su propia función. La nuestra es
sencillamente permitirle a El que realice la Suya: "Me haré a un lado y dejaré
que El me muestre el camino" (L-pI. 155). De ese modo conocemos Quién es
verdaderamente el Agente de curación y de paz.
Hace muchos años, el famoso director de orquesta alemán Erich Kleiber
dirigió Las bodas de Fígaro, que era una especialidad suya, en Buenos Aires.
La ejecución afectó tanto al auditorio que no le permitían que abandonase el
escenario, y repetidamente le reclamaban con sus aplausos. Finalmente,
Kleiber regresó con una copia de la partitura de Mozart en la mano, y la alzó
ante el auditorio como si le dijera: "No es a mí a quien deben aplaudir; deben
aplaudir al compositor." Es así cómo debemos reaccionar nosotros también.
No somos nosotros los que realizamos la grandes obras en el mundo para
traer amor, paz y curación, sino Jesús. Es a él a quien le debemos gratitud.

El sostener una relación personal con Jesús (o con el Espíritu Santo)


impide que identifiquemos a este ego-ser como el hacedor, y de ese modo
evitamos la culpa por la separación de Dios. Muchas veces los apóstoles
tienen que servir como "suplentes" de Jesús o del Espíritu Santo, para que
aquellos que no Los conocen, puedan experimentar Su amor y paz a través de
Sus mensajeros. Lo que es importante es que los mensajeros sepan Quién es
la Fuente, y hacia Quién debe dirigirse la gratitud.

Es extremadamente tentador el vernos como maestros, sanadores o líderes


espirituales, tanto más debido a que mucha gente proyecta ese papel sobre
nosotros. El peligro de vernos como la fuente de curación más bien que como
su instrumento, es particularmente insidioso y destructivo. Se convierte
simplemente en otra forma del auto-engrandecimiento del ego, lo cual
constituye una defensa en contra del enfrentarse a lo que en verdad creemos
sobre nosotros mismos. Una vez ocurre esto, se hace imposible el no formar
relaciones especiales con aquellos cuya aprobación necesitamos, puesto que
esto reforzará nuestra defensa de fingir que somos algo que no somos. Sin la
confirmación y el reconocimiento de otros, no creeríamos en nuestro auto-
engaño y se nos lanzaría de nuevo hacia nuestra culpa. De esta manera, pues,
los demás se toman importantes, no porque los amemos verdaderamente o
porque tratemos de ofrecerles el Amor de Dios a sus corazones temerosos,
sino porque ellos nos hacen sentir mejor acerca de nosotros mismos. Ya
hemos visto como esto simplemente refuerza nuestra culpa, y nuestro odio a
aquellos que nos la recuerdan.

Vivimos en una sociedad de adoradores de héroes, donde se construyen


ídolos de las personas y se colocan en pedestales. Esta es sólo otra forma de
relación especial, en la que buscamos en otros lo que ya hemos proyectado
sobre ellos, con la esperanza de que mágicamente superaremos nuestras
propias carencias al identificarnos con ellos. El verdadero Dios jamás se
encuentra, puesto que hemos buscado fuera de nosotros a Aquel Que sólo
podemos hallar adentro. Ya hemos discutido la relación de amor especial que
los discípulos tenían con Jesús, y sus devastadores resultados. En nuestro
propio día y tiempo hemos visto los grandes peligros de tal práctica, en la que
en su terror a estar sola, la gente sigue hasta consecuencias horribles los
carismáticos egos de los líderes nacionales o de el más reciente "líder
espiritual." La Alemania Nazi y el más reciente desastre de Jonestown en
Guyana, son dos ejemplos modernos de ese error. Sin embargo, este mismo
error puede ocurrir más sutilmente cuando se sigue a una persona
verdaderamente santa con la cual uno substituye al Dios Interno por uno
externo.

Dada esta tentación del ego, no es accidente que se diga que los psiquiatras
tienen un promedio más alto de suicidios que ningún otro grupo profesional.
Al equivocadamente identificarse a sí mismos con la función del terapeuta o
sanador, se sienten responsables del éxito o del fracaso de sus pacientes. Si
sus pacientes mejoran, experimentan ellos un sentimiento inflado de logro y
de aumento en la auto-estima que les ata aún más a la creencia subyacente de
falta de mérito y de culpa sobre cómo han usado a sus pacientes. Si el
paciente no mejora en el tiempo y manera que los terapeutas requieren,
experimentan un sentido de fracaso, y se culpan a sí mismos por la percibida
falta de progreso del paciente. De cualquier manera, por consiguiente, la
propia culpa del terapeuta se refuerza, y la máxima expresión del odio a sí
mismo es el suicidio.

De una u otra forma, todos nosotros caemos presa de este error de olvidar
que no somos el Salvador del mundo, que no somos Dios. Esta ha sido una
característica bastante común de las espiritualidades contemporáneas, en las
que nuestro Ser espiritual se equipara con el Ser del Creador. El Curso aclara
esto: "En la creación, no obstante, no existe una relación recíproca entre tú y
Dios, ya que El te creó a ti, pero tú no lo creaste a El" (T-7.I.1:4). Y Jesús
aclara su afirmación bíblica de "Yo y el Padre somos uno": "...esa afirmación
consta de dos partes en reconocimiento de la mayor grandeza del Padre" (T-
1.II.4:7).

Para el ego, es muy insultante el que se diga que no somos nosotros


quienes hacemos las cosas, que nuestra tarea es simplemente hacernos a un
lado y permitir que Jesús realice la obra. A los ojos del mundo tal actitud
generalmente se ridiculiza como debilidad, indecisión y hasta psicosis, mas
¿qué puede ser más irreal que creer que sabemos lo que debemos hacer por
los demás, y mucho menos poder llevar a cabo lo que debe hacerse por los
demás? ¿Qué mayor debilidad puede haber en el mundo que la de separarnos
de manera tajante de la única fuente de fortaleza que existe? Verdaderamente,
por cuenta de nuestros seres egoístas no podemos hacer nada. Pero desde
nuestro verdadero Ser, el cual refleja el Poder de Dios, podemos hacerlo
todo-sólo que nosotros no somos los agentes de la obra. No es la humildad
sino la arrogancia la que pone a nuestro yo egoísta en contra del Poder de
Dios, y pone este yo en competencia con El. No sólo es arrogancia sino
locura, pues nosotros sólo podemos resultar perdedores. La paz y la felicidad
jamás pueden ser el desenlace de este infructuoso esfuerzo.

Existe una forma más sutil que asume esta arrogancia, muy favorecida por
el ego porque parece ser justo lo contrario: una expresión de humildad. Esta
es la creencia que acusa a Dios de haberse equivocado en Su elección, por
motivos de incompetencia. La clásica respuesta de Jeremías al llamado de
Dios- "¡Ah, Señor Yahveh! Mira que no sé expresarme, que soy un
muchacho" (Jr 1:6)-se hace eco de prácticamente la respuesta de cada profeta
que Dios ha llamado, y la respuesta de cada uno de nosotros cuando nos
percatamos de la Voluntad de Dios para nosotros. Esta respuesta parece ser
una expresión de humildad personal, pues creemos que somos incapaces de
realizar la extraordinaria obra que nuestro poderoso Padre quiere que
realicemos; pero al examinarlo más cuidadosamente esto, también, es
simplemente arrogancia porque le dice a El: "Has cometido un error; no es
posible que yo haga lo que Tú me pides. No sólo soy indigno, sino
inadecuado para hacer Tu Voluntad. Por favor, elige a otra persona." Lo que
hemos hecho, sin embargo, es acusar de manera arrogante a Jesús o al
Espíritu Santo de no conocer Su negocio; que nosotros sabemos mejor que
Ellos qué debe hacerse, y quién debe hacerlo. Mas Jesús nos recuerda en el
Curso:

Estoy a cargo del Segundo Advenimiento, y mi juicio, que se usa


solamente como protección, no puede ser erróneo porque nunca ataca.
El tuyo puede estar tan distorsionado que hasta creas que me
equivoqué al escogerte. Te aseguro que eso es un error de tu ego. No
lo confundas con humildad.... Yo no me equivoco al elegir los canales
de Dios. El Santísimo comparte mi confianza, y acepta mis decisiones
con respecto a la Expiación porque mi voluntad nunca está en
desacuerdo con la Suya (T-4.IV.10:4-7; T-4. V I.6:3-4).

La verdadera humildad es "reconocer y aceptar el hecho de que no sabes,


es reconocer y aceptar el hecho de que El sí sabe" (T-16.L4:4). El Curso nos
exhorta a que seamos humildes ante El, y, sin embargo grandes en El (T-
15.IV.3:1), que es el punto de la parábola de Jesús de La elección de asientos
(Lc 14:7-11). Cuando les conviden a un banquete, instruye Jesús:

No te pongas en el primer puesto... [sino] vete a sentarte en el último


puesto, de manera que, cuando venga el que te convidó, te diga:
"Amigo, sube más arriba." Y esto será un honor para ti delante de
todos los que estén contigo a la mesa.

Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille,


será ensalzado (vv. 8, 10-11).

Jesús nos llama a que renunciemos a todas las pretensiones santurronas y a


que seamos modestos ante Dios. Es un llamado a que seamos verdaderamente
humildes, a que vengamos a Dios vacíos de defensas, de modo que El nos
llene. Como afirmó San Pablo: "Llevamos este tesoro en recipientes de barro
para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de
nosotros" (2 Co 4:7).

La arrogancia refleja la creencia de que el poder emana de nosotros, y de


ese modo somos los hacedores en el mundo. Claramente, si ese fuera el caso,
no podríamos hacer nada. Pero eso no es lo que Jesús nos pide. En un
hermoso pasaje tomado del Curso él afirma: "Pues esto es lo único que
necesito: que oigas mis palabras y que se las ofrezcas al mundo. Tú eres mi
voz, mis ojos, mis pies y mis manos, con los cuales llevo la salvación al
mundo" (L-pl.rV.in.9:2-3). El sólo nos pide que le permitamos salvar al
mundo por medio de nosotros. Sin nuestra presencia física, el mundo no
podría escuchar sus palabras ni ver los testimonios de su vida de perdón.
Decir que no podemos realizar la obra que él nos pide que realicemos es
negarlo a él mediante nuestra culpa y nuestro miedo. Esto impide no sólo que
su amor curativo abrace al mundo, sino que nos abrace a nosotros por igual.
Es difícil que esto sea humildad, sino más bien la arrogancia que brota
siempre del miedo y que lo refuerza.

Seguir las directrices del Espíritu Santo es permitirte a ti mismo


quedar absuelto de toda culpa.... La imaginaria usurpación de
funciones que no te corresponden es la causa del miedo.... Devolver
dicha función a Quien le corresponde es, por lo tanto, la manera de
escapar del miedo. Y esto es lo que hace posible que el recuerdo del
amor retorne a ti (M-29.3:3,6,8-9).

La verdadera humildad reconoce la obra y el poder de Dios a través de


nosotros, les da la bienvenida en el nombre de El, y acepta nuestra función de
permitirle llegar por medio de nosotros. Reconoce que el mundo "está regido
por un Poder que se encuentra en ellos, pero que no es de ellos" (M-4.I.1:5).
El deshacer la culpa por medio del perdón nos permite aceptar la amorosa
Presencia de Dios en nuestros corazones, y extenderla a otros que aún están
temerosos y agobiados por la culpa. La verdadera humildad no dice no puedo
hacerlo; sino que más bien dice, parafraseando a María, la madre de Jesús:
"Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1:38). Nuestro perdón hace que esta
afirmación sea posible.
"La prueba de la verdad"

Una de las preguntas más frecuentemente formuladas en torno a Un curso


en milagros, sin mencionar cualquier otro camino espiritual, es cómo uno
sabe qué voz escucha, la del ego o la del Espíritu Santo. Está bien claro que
muchas veces el ego suena muy parecido a la Voz por Dios, y nos
convencemos de que nuestros pensamientos y acciones proceden del Espíritu
Santo cuando en realidad provienen de nuestro ego o de nuestras necesidades
personales. ¿Cómo, pues, podemos saber la diferencia, puesto que nuestra
meta consciente debe ser seguir únicamente la orientación del Espíritu Santo?

Desafortunadamente, no existe una respuesta categórica. Si ya pudiésemos


escuchar la Voz de Dios perfectamente no existiría un ego con el cual luchar,
y no habría necesidad alguna del Espíritu Santo o de Jesús. Ya habríamos
regresado a nuestro hogar con Dios. No debe sorprendernos, por lo tanto, el
que nos confundamos a menudo sobre el origen de la ayuda, puesto que el
ego es confusión, y en verdad jamás sabe nada. No obstante existe una regla
que sí tiene vigencia, la directriz tomada del evangelio: "Por sus frutos los
conoceréis" (Mt 7:16). En el momento que pedimos ayuda, puede que sea
difícil discernir entre las dos voces, aunque con el tiempo podemos tornarnos
más proficientes en nuestro discernimiento. Mas, por los resultados de
nuestras decisiones generalmente podemos decir qué voz nos ha guiado. Los
frutos constan de dos aspectos, y cada uno de ellos debe estar presente si de
hecho hemos escuchado al Espíritu Santo.

El Curso resume estos dos aspectos de la "prueba de la verdad":

Existe una sola prueba-tan infalible como Dios-con la que puedes


reconocer si lo que has aprendido es verdad. Si en realidad no tienes
miedo de nada, y todos aquellos con los que estás, o todos aquellos
que simplemente piensen en ti comparten tu perfecta paz, entonces
puedes estar seguro de que has aprendido la lección de Dios, y no la
tuya. A menos que sea así, es que todavía quedan lecciones tenebrosas
en tu mente que te hieren y limitan, y que hieren y limitan a todos los
que te rodean (T-14.XI.5:1-3).

Si en verdad hemos escuchado la Voz del Espíritu Santo y seguimos Su


Voluntad, no experimentaremos nada excepto Su paz. Al saber que El camina
con nosotros no tendríamos nada que temer pues Su Amor ya habría
expulsado el miedo. Se nos puede tentar a sentimos culpables o temerosos,
ansiosos debido a los acontecimientos o entristecidos por las circunstancias,
pero podríamos referirle todo esto a El para que nos libere de ello. Su paz se
extendería naturalmente hacia los demás, y esta es la prueba mediante la cual
sabemos si en verdad seguimos la orientación del Espíritu Santo: aquellos
que nos rodean estarían en paz, y esta paz reflejaría la que hay en nosotros.

El segundo mandamiento que Jesús nos dejó, de que debemos amar a


nuestro prójimo como a nosotros mismos, refleja la unidad del Amor de Dios.
Si ese Amor está ausente de cualquier lugar, entonces no puede ser el Amor
del Cielo. Si estoy verdaderamente en paz, ésta debe abrazar a todas las
personas, independientemente de que ellos estén conscientes de la misma o
elijan aceptarla o no. Hemos discutido cómo la luz de la paz con frecuencia
suele exacerbar la obscuridad del ego en otros. De ese modo éstos se forman
en contra de ella, y tratan de atacar lo que perciben como una amenaza a la
existencia del ego. La vida de Jesús provee un poderoso ejemplo de cómo el
miedo de las personas causó que atacaran la paz que en verdad
experimentaban en él. Si la paz de su perdón no hubiese sido tan patente,
ellos jamás habrían tenido que recurrir a formas tan extremas de ego-
protección.

La pregunta crucial, sin embargo, no debe ser en realidad "¿Cómo sé


cuando escucho al Espíritu Santo?" sino "¿Por qué no hago lo que El me dice
que haga de modo que pueda escuchar Su Voz más claramente?" El cambio
de énfasis es importante. Los estudiantes del Curso, por no mencionar los
miembros de las diversas Iglesias Pentecostales y Cristianas Carismáticas, a
menudo se preocupan por escuchar al Espíritu Santo, convencidos de que
siguen Su orientación en todo lo que hacen. En realidad, no obstante, a
menudo es su propia voz la que escuchan, y las consecuencias no siempre
están tan llenas del Espíritu, ni para los demás ni para ellos. Debido a que el
Curso recalca tanto, especialmente en el libro de ejercicios, el que se escuche
al Espíritu Santo, es fácil cometer este tipo de error y fallar en percibir
muchas de las advertencias del Curso sobre esta forma de ilusión del ego. Un
ejemplo de estas advertencias es la siguiente afirmación: "Son muy pocos los
que pueden oír la Voz de Dios [al Espíritu Santo]" (M-12.3:3).

Vivimos en una sociedad de gratificación instantánea, con poca o ninguna


tolerancia a la frustración. Así pues, también creemos en la salvación
inmediata. El Curso nos dice repetidamente cuán sencilla es la salvación,
debido a la consistencia del sistema de pensamiento que presenta:

¡Qué simple es la salvación! Tan sólo afirma que lo que nunca fue
verdad no es verdad ahora [la ilusión de la separación] ni lo será
nunca. Lo imposible no ha ocurrido, ni puede tener efectos. Eso es
todo. ¿Podría ser esto difícil de aprender para aquel que quiere que sea
verdad? Lo único que puede hacer que una lección tan fácil resulte
difícil es no estar dispuesto a aprenderla (T-31.I.1:1-6).

El Curso, sin embargo, nunca dice que sea fácil hacerlo, pues nuestra
"renuencia" a soltar nuestra culpa es muy grande. Como hemos visto a través
de este libro, nuestra profunda atracción a permanecer culpables hace del
perdón una tarea difícil. Se requiere dedicación, persistencia y disciplina para
practicar nuestras lecciones diarias de perdón. Estas lecciones abarcan más
que simplemente las 365 lecciones del libro de ejercicios. Los estudiantes de
Un curso en milagros a veces caen en la trampa del ego de creer que al cabo
de un año se sanarán instantáneamente y estarán a un paso del Cielo. El libro
de ejercicios, no obstante, nos advierte contra tales esperanzas mágicas: "Este
curso es un comienzo, no un final" (L-pll.ep.1:1). "El propósito [del] libro de
ejercicios es entrenar a tu mente a pensar según las líneas expuestas en el
texto" (L-in.1:4). Una vez podemos sacar al ego de nuestro pensamiento-el
propósito de este entrenamiento-tenemos que dedicar el resto de nuestras
vidas a reforzar lo que hemos aprendido, e intentar así recordar la aplicación
de estos principios en todas las situaciones y relaciones. Es esta
generalización del perdón, sin hacer excepciones, lo que constituye la
dificultad para oír al Espíritu Santo clara y consistentemente.

Así pues, si nuestro centro de interés se mantiene en aprender cómo


perdonar, a través de la práctica de esta lección en todas nuestras relaciones,
naturalmente escucharíamos la Voz de Dios con más y más claridad. Cuando
estamos en un estado de ansiedad o tensión, abrumados por la culpa, la Voz
del Espíritu Santo es inaudible. Su "queda y pequeña voz" es ahogada por los
roncos chillidos del ego. Nuestro centro de interés debe ser, pues, la
reducción de la estática, no el esfuerzo por oír una Voz que ya se ha apagado.
Tal esfuerzo simplemente aumenta la tensión y el conflicto interno, en la
medida que ponemos nuestro deseo de seguir al Espíritu Santo en contra de
nuestro deseo inconsciente de huir de El, la motivación detrás de toda culpa y
miedo. La Biblia nos exhorta: "Basta ya; sabed que yo soy Dios" (Sal 46:11).
Cuando podemos aquietar nuestra falta de perdón y cambiamos de
pensamiento, nuestra paz interior nos permite poder pedir con más certeza. El
perdón ha eliminado la estática y podemos oír. Por el amor que sentimos por
los otros y que nace de nuestro perdón, no sólo sabrán los demás que somos
discípulos de Jesús-literalmente, pues habremos aprendido de él-sino que
nosotros lo sabremos.

Apóstoles de luz y paz

Una vez los discípulos han elegido identificarse con Jesús, se convierten
en apóstoles, listos para ofrecer su mensaje a aquellos que no lo conocen. En
efecto, esa es la misión esencial de los seguidores de Jesús: hacer "discípulos
a todas las gentes ... y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado"
(Mt 28:19-20). En su oración al Padre a favor de sus discípulos, Jesús dice:
"Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo"
(Jn 17:18).

Como apóstoles, nos envía al mundo a traer la luz del Cielo que hemos
visto y reconocido a través de Jesús. Como les dice él a los discípulos:
"Vosotros sóis la luz del mundo... brille así vuestra luz delante de los
hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre
que está en los cielos" (Mt 5:14,16). Y más adelante: "Lo que yo os digo en la
oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde
los terrados" (Mt 10:27). San Pablo les repite los mismos mandatos a los
efesios:

Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el


Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en
toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al
Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes
bien, denunciadlas. Cierto que ya sólo el mencionar las cosas que
hacen ocultamente da vergüenza; pero, al ser denunciadas, se
manifiestan a la luz. Pues todo lo que queda manifiesto es luz (Ef 5:8-
14).

En el Curso, Jesús escribe:

Te has unido a mí en tu relación para llevarle el Cielo al Hijo de


Dios, que se había ocultado en la obscuridad. Has estado dispuesto a
llevar la obscuridad a la luz, y eso ha fortalecido a todos los que
quieren permanecer en la obscuridad. Los que quieran ver verán. Y se
unirán a mí para llevar su luz a la obscuridad cuando la obscuridad
que hay en ellos haya sido llevada ante la luz y eliminada para
siempre. ... Tú que eres ahora el portador de la salvación, tienes la
función de llevar la luz a la obscuridad.... Y partiendo de esa luz, los
Grandes Rayos se extenderán hacia atrás hasta la obscuridad y hacia
adelante hasta Dios, para desvanecer con su resplandor el pasado y así
dar lugar a Su eterna Presencia, en la que todo resplandece en la luz
(T-18.I1I.6:1-4; 7:1; 8:7).

En la medida en que Jesús nos envía al mundo, tenemos que aprender a no


tener miedo, sino a confiar en el poder y el amor de él que nos ha enviado.
Debido a la protección del Cielo, sus apóstoles pueden agarrar "serpientes en
sus manos y aunque beban veneno no les hará daño" (Mc 16:18). Como
afirma el libro de ejercicios: "No me gobiernan otras leyes que las de Dios."
El mundo sustenta que muchas "leyes" son sacrosantas: las leyes de la
medicina, nutrición, economía, inmunización, etc. Todas enseñan: "Protege el
cuerpo y te salvarás. Eso no son leyes, sino locura" (L-pI.76.4:4-5:1) pues
todas pertenecen al cuerpo, que para el ego no es nada excepto el instrumento
de la mente mal-creativa. "El cuerpo sufre sólo para que la mente no pueda
darse cuenta de que es la víctima de sí misma... que [la mente] se ataca a sí
misma y que quiere morir. De esto es de lo que tus `leyes' quieren salvar al
cuerpo. Para esto es para lo que crees ser un cuerpo" (L-pI.76.5:3,5-7).
Cuando estamos totalmente centrados en Dios, nuestras mentes se le han
devuelto a El, no puede sucedernos daño alguno, ya que hemos retirado
nuestra inversión en el cuerpo como un medio de atacar o ser atacado.

Ram Dass, un líder contemporáneo de la Nueva Era, ha descrito sus


experiencias con su gurú indio quien en verdad le demostró que él no estaba
bajo las leyes del cuerpo. El maestro indio tomó calmadamente la LSD que
Ram Dass (conocido entonces como Richard Alpert) tenía escondida en su
maleta, se la tragó sin pestañear y no experimentó efectos de clase alguna. Su
"viaje" era sólo hacia Dios.

Debemos ser cautelosos, no obstante, de no asumir un estado mental que


en realidad no hemos logrado pero que quisiéramos lograr. La intención no
iguala el logro. Como nos advierte el Curso: "No confíes en tus buenas
intenciones, pues tener buenas intenciones no es suficiente" (T-18.IV.2:1-2).
Tenemos que estar claros internamente sobre si en verdad se nos guía a
emprender algo que el mundo juzgaría como perjudicial, o si es que es
nuestro ego que trata sutilmente de herirnos. En el prólogo del evangelio de
Juan, se dice de Jesús que "a todos los que la recibieron les dio poder de
hacerse hijos de Dios" (Jn 1:12). Debido a que él siempre está con nosotros,
se nos garantiza su poder mientras confiemos en él. No se nos deja sin
consuelo, y Jesús nos ha prometido que haremos obras aún mayores que las
que él hizo (Jn 14:12).

Demostramos que somos sus apóstoles al poner en práctica la palabra de


Dios que Jesús dejó con nosotros, al amar a nuestro prójimo y al poner
nuestra fe en el Padre. Este amor, que ahora hemos recibido de Jesús, él nos
pide que lo extendamos a todos los que él nos traiga, que nos convirtamos en
"embajadores de Cristo" (2 Co 5:20). Como él nos ha amado, así debemos
amarnos unos a otros: "Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que
vuestro fruto permanezca.... Lo que os mando es que os améis los unos a los
otros" (Jn 15:16-17). En palabras de San Pablo: "Nos recomendamos en todo
como ministros de Dios; ... en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el
Espíritu Santo, en caridad sincera" (2 Co 6:4,6).

Todo lo que pidamos en el nombre de Jesús lo recibiremos, pues juntos


con él reflejamos la Voluntad una de Dios. En palabras de Jesús; "En verdad,
en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre.... Pedid y
recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado" (Jn 16:23-24). Hemos visto
cómo nuestro pedir y recibir se refiere únicamente a lo que hay en nuestra
mente-paz o conflicto, amor o miedo, perdón o culpa. Si pedimos separación,
eso es lo que recibimos; si pedimos que se restituya a nuestra conciencia
nuestra unidad con toda la creación, ese será el regalo de Jesús para nosotros,
lo que él ha esperado pacientemente que nosotros aceptemos. De hecho, esta
unidad con Dios y con él mismo es la oración final de Jesús por aquellos que
lo siguen:

Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en


nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.... Yo les he
dado a conocer tu Nombre y se lo sequiré dando a conocer, para que
el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn
17:21,26).

Se dijo de Jesús que él iba a "reunir en uno a los hijos de Dios que estaban
dispersos" (Jn 11:52); y San Pablo escribió:

Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno,


derribando el muro que los separaba ... para crear en sí mismo, de los
dos, un solo Hombre Nuevo... y reconciliar con Dios a ambos en un
solo Cuerpo (Ef 2:14-16).

Una vez ha logrado esa unidad en un nivel más profundo, al deshacer la


separación de Dios en su resurrección, ahora Jesús continúa la obra en sus
apóstoles a lo largo del tiempo, para que toda la humanidad llegue a aceptar
la unidad de Dios.

La separación es divisibilidad, y la divisibilidad es guerra. A este estado de


campamentos fuertemente armados que es nuestro mundo, Jesús envía sus
apóstoles. Como lo expone el Curso:
A esta situación de enseñanza restringida y sin esperanzas, que no
enseña sino muerte y desolación, Dios envía a Sus maestros. Y
conforme éstos enseñan Sus lecciones de júbilo y de esperanza, su
propio aprendizaje finalmente concluye (M-in.4:7-8).

Estos son los pacificadores quienes, igual que Jesús, caminan en medio de la
guerra y ofrecen paz, al unir el "Cuerpo uno de Cristo." Probamos nuestro
amor por Jesús, como lo hizo Pedro, al apacentar sus corderos y sus ovejas
(Jn 21:15-17). Lo probamos al procurar "la paz con todos y la santidad, sin la
cual nadie verá al Señor" (Hb 12:14). Nuestra plegaria es por más apóstoles,
como les dijo Jesús a sus discípulos: "La mies es mucha y los obreros pocos.
Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9:37).
Expresamos esta plegaria por medio de nuestra paz, la cual conduce a otros a
la Luz de Cristo que brilla en nosotros. Nuestra situación hoy día es la que
expresa Mateo (9:36), en la que Jesús siente compasión por las
muchedumbres "porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no
tienen pastores."

Todos nosotros juntos componemos el "Cuerpo de Cristo," y cada uno es


esencial a ese cuerpo. Tal como San Pablo explica la metáfora: "Pues, así
como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no
desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros,
siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada
uno por su parte los unos miembros de los otros" (Rm 12:4-5). Cada uno de
nosotros posee distintos dones, pero las formas no importan. Como afirma el
Curso: "Todo el mundo tiene un papel especial en la Expiación, pero el
mensaje que se le da a cada uno de ellos es siempre el mismo: El Hijo de
Dios es inocente. Cada uno enseña este mensaje de modo diferente, y lo
aprende de modo diferente" (T-14.V.2:1-2). San Pablo prosigue: "¿Qué es,
pues, Apolo [otro apóstol]? ¿Qué es Pablo? ... Yo planté, Apolo regó; mas
fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el
que riega, sino Dios que hace crecer" (1 Co 3:5-7); y más adelante en la
misma epístola Pablo añade:

Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad


de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones,
pero es el mismo Dios que obra todo en todos.... Más bien los
miembros del cuerpo que tenemos por más débiles, son
indispensables.... Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él.
Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo (1
Co 12:4-6, 22,26).

Cada uno de nosotros, por lo tanto, es una parte integrante del todo. Como les
dice Pablo a los efesios:

[Ya sois] edificados sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas,


siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien
trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien
también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser
morada de Dios en el Espíritu (Ef 2:20-22).

Jesús recalca el mismo punto en el Curso:

Los maestros de la inocencia, cada uno a su manera, se han unido


para desempeñar el papel que les corresponde en el programa de
estudios unificado de la Expiación. Aparte de este programa, no hay
nada más que tenga un objetivo de enseñanza unificado. En este
programa de estudios no hay conflictos, pues sólo tiene un objetivo,
no importa cómo se enseñe. Todo esfuerzo que se haga en su favor se
le ofrece a la eterna gloria de Dios y de Su creación con el solo
propósito de liberar de la culpabilidad.... El poder de Dios Mismo la
apoya y garantiza sus resultados ilimitados.

Une tus esfuerzos al poder que no puede fracasar y sólo puede


conducir a la paz. No hay nadie a quien una enseñanza como ésta no
le conmueva.... El círculo de la Expiación es infinito. Y con cada
hermano que incluyas dentro de los confines de seguridad y perfecta
paz de dicho círculo, tu confianza de que estás incluido y a salvo
dentro del mismo aumentará.... Dentro de su santo círculo se
encuentran todos los que Dios creó como Su Hijo.... Ocupa
quedamente tu puesto dentro del círculo, y atrae a todas las mentes
torturadas para que se unan a ti en la seguridad de su paz y de su
santidad. Mora a mi lado dentro de él, como maestro de la Expiación
y no de la culpabilidad.

Bendito seas tú que enseñas esto conmigo.... Yo estoy dentro del


círculo, llamándote a que vengas a la paz. Enseña paz conmigo, y
álzate conmigo en tierra santa.... Ven gustosamente al santo círculo y
contempla en paz a todos los que creen estar excluidos. No excluyas a
nadie del círculo porque en él se encuentra lo que tu hermano y tú
estáis buscando. Ven, unámonos a él en el santo lugar de paz en el que
nos corresponde estar a todos, unidos cual uno solo dentro de la Causa
de la paz (T-14.V.6:1-4,7-7:2, 6-7; 8:3,6-9:1,4-5; 11:7-9).

Estamos en este santo círculo construyendo la casa de Dios -como les


describió San Pablo a los efesios-al amar como amó Jesús, dejando a un lado
todas las tentaciones de excluir de este amor a ciertas personas o grupos de
personas. La gran tentación del mundo es la de decidir que hay ciertos
miembros de la familia de Dios que merecen estar fuera del círculo de
Expiación, o que son más especiales y merecen pertenecer a éste-lados
opuestos del mismo error. Jesús nos envía al mundo, en el cual ejercemos
ciertas funciones, a enseñar una lección distinta. En un nivel, el propósito de
nuestra obra es obvio-enseñar, sanar, fungir como padres, ministrar de una
forma u otra las necesidades de la gente-y debemos ser fieles a este llamado;
pero en un nivel más profundo se está cumpliendo otro propósito. Somos
enviados a ciertas personas no sólo a transmitirles el mensaje de perdón de
Jesús, sino de manera tal que nos lo ofrezcamos a nosotros mismos, y a
menudo nos enviarán a unas situaciones que nos tientan a ver a las personas
como otra cosa que no sea nuestros hermanos y hermanas. Si, por ejemplo,
nuestra obra nos lleva al centro de la ciudad, es probable que no sólo nos
identifiquemos con los pobres, sino que esta identificación se fortalezca y se
solidifique al identificamos en contra de los ricos, o contra aquellos que
representan el "sistema" que creemos responsable del dolor y sufrimiento de
la comunidad. Si les enseñamos a los niños que sufren y se sienten
rechazados, nuestra obra podría reflejar no sólo nuestro interés por ellos, sino
que fácilmente podría tornarse en indignación hacia los padres u otros que
parecen haber sido negligentes. Si procuramos liberar a los oprimidos,
nuestra dedicación muy bien puede incluir la ira y sentimientos de venganza
hacia el opresor.

Dado el estado de nuestros egos, tal inversión es inevitable, pero estas


mismas proyecciones egoístas nos ofrecen la oportunidad de liberarnos de
ellas. Este es el principio de perdón tal como lo administra el Espíritu Santo.
La obra que hemos de llevar a cabo por Jesús no es sólo para aquellos a
quienes nos envían, sino para nosotros por igual. El proceso de curación es
universal, y debe abrazar a todos los que están incluidos en él-el sanado y el
sanador. A los ojos de Dios no existe diferencia; El no es un venerador de
personas.

En la epístola a los gálatas, Pablo contrasta los frutos de la auto-


complacencia con los frutos del Espíritu Santo, los regalos que El otorga a los
que eligen Su orientación. Estas son las características que se pueden hallar
en todos los apóstoles, en todos aquellos que eligen seguir la guía de Jesús.
En el listado de San Pablo éstas son las siguientes: "amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, [y] dominio de sí"
(Ga 5:22).12

Después de haber experimentado el amor de Dios a través del perdón,


salimos al mundo a transmitir ese mismo mensaje a aquellos a quienes nos
envían. Al brindarles este amor a otros, ¿quién no podría sentirse lleno de
dicha y de paz por medio de este gran regalo que recibimos a la vez que lo
extendemos? Si los demás rechazan el regalo o las circunstancias parecen
moverse contra este amor, los apóstoles de Jesús esperan pacientemente,
seguros del éxito final de su misión. Con esta paciencia, no es necesario
imponerles nuestra voluntad a los demás. Esto nos libera para tratarlos con
afabilidad, bondad y mansedumbre, siempre generosos con el regalo que no
es nuestro sino de Dios, no importa cuál sea la respuesta de los otros. Nuestra
paciencia con nuestros hermanos y hermanas nace de nuestra fe, al confiar
que la Voluntad de Dios se haga en la tierra como en el Cielo. A medida que
avanzamos en la senda que Dios ha dispuesto ante nosotros, nos mantenemos
constantemente vigilantes a los deseos del ego, y controlamos este yo
personal de modo que el impersonal Ser de Cristo pueda ser en verdad la luz
que nos conduzca a casa.
En un mundo que se ha olvidado de él, Jesús nos necesita para que seamos
sus apóstoles. A los cansados ojos que se han fatigado de tanta obscuridad, él
nos pide que les traigamos su luz, ofreciéndoles una visión de paz, de gozo y
de felicidad en lugar de los dolores y las angustias del mundo del miedo. Nos
pide que le permitamos hacerse visible en nosotros, atrayendo a los demás
hacia sí mismo tal como nos atrae a nosotros hacia Dios. En este sentido,
como dice Jesús en el Curso: "Te necesito tanto como tú me necesitas a mí"
(T-8.V.6:10). Jesús nos necesita para que seamos sus apóstoles de paz, o
maestros de Dios, porque sólo a través de nosotros él puede concluir la obra
redentora que emprendió inicialmente con su propia vida. Necesita nuestros
ojos para ver el sufrimiento del mundo y contemplar, no obstante, la luz que
brilla más allá de éste; necesita nuestros oídos para escuchar las peticiones de
ayuda de la humanidad que aterrada responde con ataque y violencia;
necesita nuestros brazos y pies para brindar su esperanza y consuelo a
aquellos que se han olvidado de él; necesita nuestra voz para transmitir su
mensaje redentor de que nuestros pecados han sido perdonados. Pero sobre
todo, necesita nuestra disposición de convertirnos en sus mensajeros de amor.
Del mismo modo que él trajo al mundo la palabra clemente de Dios, así
hemos de traer nosotros esa misma palabra al mundo. Jesús sólo nos pide que
convirtamos su propósito en el nuestro, y en esa unión de nuestra voluntad
con la suya, ayudamos a que el mundo se una en ese sólo propósito de
salvación: el perdón de nuestro pecado, que fue la decisión de permanecer
separados del Amor que nos creó y que somos.

A través de la percepción unificada de todas las gentes como criaturas de


Dios, extendemos el amor y la unidad que hemos experimentado, y de ese
modo lo fortalecemos en nosotros mismos y en todo el pueblo de Dios. Así
pues, "la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará [nuestros]
corazones y [nuestros] pensamientos..." (Flp 4:7). Colmados con la paz de
Jesús, se nos envía a ofrecer esta paz a todos los que no la tienen. Dentro de
la tradición judeo-cristiana, el ayudar a los necesitados ha sido siempre la
señal clave del advenimiento del Reino de Dios; es, en efecto, el amor que
mostramos los unos por los otros lo que anuncia el nuevo Cielo y la nueva
tierra de que hablan las escrituras (Is 65:17; Ap 21:1), y la que les demostrará
a los demás la verdad del mensaje de salvación de Jesús (Jn 13:35). La
respuesta del Curso a este problema-el aceptar la Expiación para nosotros
mismos-es una sencilla, y se hace eco del mensaje de conversión interna del
cual hablaban los profetas y el evangelio. Puesto que no somos los sanadores
del mundo, los árbitros de la justicia divina, los correctores de las
equivocaciones, nuestra única responsabilidad es liberarnos internamente
todo cuanto sea posible para permitirle a Aquel Que es el Sanador que obre a
través de nosotros. Creer que cualquiera de nosotros sabe lo que es mejor
para el mundo, sin mencionarnos a nosotros mismos, sería el colmo de la
arrogancia. Jesús sólo nos pide que le permitamos ser él mismo en nosotros,
de modo que pueda ofrecerse a otros por medio de nosotros.

Sobre todo, participamos en planes de justicia de manera que podamos


sanarnos de nuestra creencia en la injusticia. Tal vez éste sea el punto más
importante de todos; pues a menos que no nos veamos a nosotros mismos
como parte integrante del proceso de curación y corrección que tratamos de
originar, sencillamente estamos reforzando nuestra creencia en la separación
de Dios y de toda la humanidad. Como dice el Curso en esta importante
afirmación que ya hemos citado: "Percibir la curación de tu hermano como tu
propia curación es, por lo tanto, la manera de recordar a Dios" (T-12.II.2:9).
No existe otra manera. El problema de la separación no puede deshacerse a
través de un proceso que refuerce la separación misma. Y dejar a una persona
fuera del círculo de curación es excluir a todo el resto; pues esa sola persona
se convierte en la proyección de la culpa de uno por la separación, y llega a
simbolizar el final de la perfecta creación de Dios.

Nuestro único trabajo, por consiguiente, es deshacer nuestra propia culpa


la cual nos impide ser los mensajeros de Dios en la tierra. Cualquier obra a la
que se nos dirija tiene como centro de interés no sólo el beneficio que pueda
traerles a otros, sino el que pueda traernos a nosotros. Esta es una parte
integral del plan de Dios para todos nosotros. La obra que realizamos es el
salón de clases en el cual aprendemos nuestras lecciones de perdón. Estas
proveen siempre la oportunidad de deshacer nuestra creencia en la
separación. Cuando nos enfrentamos a la enfermedad, el dolor o el
sufrimiento de cualquier clase, hay Uno a nuestro lado Quien, golpeando
suavemente nuestro hombro, nos dice:

Hay otra manera de contemplar esto. Más allá del sufrimiento y del
temor hay una luz que resplandece. Contémplala y sabe que esa
misma luz brilla también en ti. No cedas a la tentación de ver
únicamente las tinieblas; en tus esfuerzos por consolar a aquellos que
aún se identifican con la obscuridad, mira por encima de ésta hacia la
luz que hay en ellos, y pide que nos unamos nuevamente. Contempla
cómo esa luz refulge en todas y cada una de las personas, de modo
que ellas puedan reunirse un día en la Luz Una que tu Padre conoce
como a Sí Mismo.

El Curso lo expresa de este modo: "Una vez que una ilusión se reconoce
como tal, desaparece. Niégate a aceptar el sufrimiento, y eliminarás el
pensamiento de sufrimiento. Cuando eliges ver todo sufrimiento como lo que
es, tu bendición desciende sobre todo aquel que sufre" (L-pl. 187.T1-3).

Cada uno de nosotros es conducido hacia el grupo de personas que mejor


puede enseñar y del cual mejor puede aprender. No hay accidentes en el plan
de salvación del Cielo. No obstante, aunque nuestro ministerio particular
tiene que restringirse por necesidad, su intención no es el excluir a otros. De
hecho, si lo fuese, y viésemos a otros en competencia con nosotros y hasta en
oposición a nosotros, entonces no estaríamos aprendiendo la lección de
perdón que intentamos enseñar. Esto se ilustró en la propia vida de Jesús, en
la cual según se dice, él sólo trato con relativamente muy pocos, y pareció
limitar su primordial ministerio de los últimos tres años, así como el de sus
discípulos, al pueblo de Israel. No fue hasta después de su resurrección que
Jesús envió a sus apóstoles a predicar en todas las naciones: "Id, pues, y
haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28:19).

Cada situación nos ofrece esta misma oportunidad de escuchar la Voz del
perdón y la verdad hablamos en la forma precisa que necesitamos oír, para
practicar el perdón justo en la forma que pueda parecer más difícil.
Identifiquémonos con la Fuente de fortaleza en nosotros, no con nuestra
debilidad. En nuestro acudir a los necesitados, reconozcamos que nuestra
propia necesidad de perdón se nos está ofreciendo. No nos identifiquemos
con el efecto del sufrimiento que refleja la culpa y el miedo del ego, sino,
más bien, identifiquémonos con el Amor que erradica la causa de todo dolor.
Oremos con toda la gente-pobre y rico, oprimido y opresor, asesinado y
asesino-que no vaguemos en la tentación de la separación, sino que le
permitamos a nuestro Padre sacarnos de ella. Oremos porque podamos
compartir la percepción de justicia de Jesús al compartir su Identidad en
Dios, y que no seamos tentados a excluir a nadie de esta Identidad. Que no le
temamos a lo que parece ser un fracaso, sino que abracemos la fe que sabe
que la justicia de Dios prevalecerá. En la medida que nuestros pecados son
perdonados y permitimos que la justicia de Dios reine en nuestros corazones,
esta justicia irradiará desde nuestra inocencia, bendiciendo a toda la
humanidad con el amor que el verdadero perdón hace libre.

Oremos recíprocamente porque cada uno de nosotros realice la pequeña


parte que se le ha asignado, y que reconozca que en esta pequeña parte se
halla el Todo. Oremos porque el perdón se haga perfecto en nosotros de
manera que se haga perfecto en el mundo. Este es el único papel que nos
corresponde en el plan de Dios para la salvación, y debe consumarse en
nuestros corazones donde se convertirá en la realidad que siempre ha sido.
Hemos de vivir y de caminar por el mundo de gente separada, pero hemos de
recorrerlo con la percepción de plenitud que emana de la creencia en nuestra
propia plenitud. Cuando ya no interpongamos pensamientos de pecado y
culpa, de castigo y triunfo, de separación y dolor, entre nosotros y el mundo
que amamos, tendremos éxito en la obra que hemos de realizar en nombre de
Jesús. Entonces sabremos que no estamos separados del mundo, y que el
mundo tampoco está separado de nosotros.
En los capítulos anteriores hemos discutido a Jesús desde la perspectiva
histórica de sus enseñanzas de perdón, y del ejemplo de su propia vida hace
dos mil años. Su historia no se detiene ahí, sin embargo, pues la resurrección
no fue el final de su función. La vida ascendida de Jesús está tan presente
para nosotros hoy día como lo estuvo para los discípulos quienes lo
experimentaron primero en el período posterior a su muerte. La presente fase
del papel de Jesús como mensajero de Dios es la de aquel que, después de
haber superado la muerte y el pecado, ahora está de vuelta para ayudarnos a
concluir el mismo proceso de trascender el ego que él concluyó: el
ofrecimiento del total perdón que devuelve a nuestra conciencia nuestra
verdadera Identidad en Dios. Este es el Jesús que vive hoy y quien, al traer a
nuestra mente la realidad inviolada del Reino en nosotros, sigue siendo
nuestro eterno maestro.

Esta parte se divide en dos capítulos. En el primero, consideramos la


persona en quien hemos de depositar nuestra fe y confianza, en respuesta a la
pregunta: "¿Quién es Jesús?" Luego examinamos algunos de los obstáculos a
que depositemos nuestra fe en él, en respuesta a la pregunta: "¿Por qué
tenemos que perdonar a Jesús?" En el segundo capítulo discutimos lo que
significa creer en Jesús y tener una relación personal con él, en respuesta a la
pregunta: "¿Necesitamos a Jesús?"
¿Quién es jesús?

Los dos obstáculos primordiales a nuestro conocimiento de quién es Jesús


los constituyen los familiares errores de las relaciones especiales de amor y
de odio. La primera de éstas la discutiremos en esta sección.

En las relaciones de amor especial, procuramos idolatrar a aquellas


personas a quienes hemos escogido para que sean nuestras compañeras de
amor especial, y a las cuales ponemos en un pedestal. Al hacer esto,
inconscientemente nos elevamos a nosotros mismos: cuánto mejor tenemos
que ser si nos asociamos con uno que es tan especial, y cuánto más especiales
nos tornaremos cuando en la base del pedestal están escritas las palabras: El
Unigénito de Dios. En un nivel más profundo también estamos
desvalorizándonos a nosotros mismos. En el lenguaje del cristianismo
tradicional, a Jesús se le identificaba exclusivamente con el Cristo: la
Segunda Persona de la Trinidad. El es el único Hijo de Dios mientras que
nosotros somos hijos adoptivos. San Pablo le impartió su más clara expresión
a esta enseñanza: "Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban
bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4:4-5); y "
[Dios determinó] de antemano [elegimos] para ser sus hijos adoptivos por
medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la
gloria de su gracia" (Ef 1:5-6).

Al elevar a Jesús a una posición igual a la de Dios, los cristianos negaron


su más extraordinaria contribución: que lo que él hizo nosotros también
podríamos hacerlo. El negar su igualdad con nosotros niega que lo utilicemos
como nuestro modelo de aprendizaje. Al haber nacido divino, Jesús tuvo una
"ventaja inicial" o una ventaja injusta, por decirlo así. El Curso nos dice en un
pasaje que ya hemos citado parcialmente:
El nombre de Jesús es el nombre de uno que, siendo hombre, vio la
faz de Cristo [el símbolo del perdón] en todos sus hermanos y recordó
a Dios. Al identificarse con Cristo, dejó de ser un hombre y se volvió
uno con Dios.... En su completa identificación con el Cristo-el
perfecto Hijo de Dios.... Jesús se convirtió en lo que todos vosotros no
podéis sino ser. Mostró el camino para que le siguieras. El te conduce
de regreso a Dios porque vio el camino ante sí y lo siguió.... ¿Es él el
Cristo? Por supuesto que sí, junto contigo (C-5.2:1-2; 3:1-3; 5:1-2).

Jesús, pues, es aquel que primero concluyó el camino de su Expiación. Lo


inició con nosotros, al creer en la realidad del mundo de la separación del
ego. Ahora, después de haber aprendido sus lecciones perfectamente y
totalmente, vuelve de nuevo para ayudarnos a recorrer el camino del perdón,
tal como él lo hizo. En el Curso, nos pide que pensemos en él como en un
hermano mayor, que "merece respeto por su mayor experiencia, y obediencia
por su mayor sabiduría.... merece ser amado por ser un hermano, y devoción
si es devoto" (T-1.II.3:7-8). Pero no pide temor reverencial: "Los que son
iguales no deben sentir reverencia los unos por los otros, pues la reverencia
implica desigualdad. Por consiguiente, no es una reacción apropiada hacia
mí" (T-1.II.3:5-6). Al recalcar su igualdad con nosotros, Jesús añade: "No
hay nada con respecto a mí que tú no puedas alcanzar. No tengo nada que no
proceda de Dios. La diferencia entre nosotros por ahora estriba en que no
tengo nada más" (T-1.II.3:10-12).

Cada uno de nosotros llega a este mundo con dos nombres: el nombre que
se nos da, tal como se nos conoce en el cuerpo, y Cristo, el Nombre de Dios
que se nos otorgó en la creación. Como afirma el libro de ejercicios: "El
Nombre de Dios es mi herencia" (L-pI.184). Al trascender su identidad como
ego, Jesús se hizo uno con Cristo. En este sentido él es el Cristo, puesto que
ya no es más su ego. Este es "un estado que en [nosotros] es sólo latente" (T-
1.II.3:13). De modo que podemos decir que Jesús y nosotros somos
diferentes en el tiempo, pero no en la eternidad. En el tiempo, pues, dice él:

Tú estás debajo de mí y yo estoy debajo de Dios. En el proceso de


"ascensión" yo estoy más arriba porque sin mí la distancia entre Dios
y el hombre sería demasiado grande para que tú la pudieses salvar. Yo
salvo esa distancia por ser tu hermano mayor, por un lado, y por el
otro, por ser un Hijo de Dios. La devoción que les profeso a mis
hermanos es lo que me ha puesto a cargo de la Filiación, que
completo porque formo parte de ella (T-l.I1.4:3-6).

Hans Küng, el polémico teólogo católico, ha resumido muy bien este


asunto al afirmar que Jesús es el Hijo de Dios, sentado a la diestra del Padre,"
por función, no por naturaleza. En otras palabras, Jesús se convirtió en el
Hijo de Dios, o Cristo, por virtud de haber concluido primero su plan
personal de Expiación y ayudarnos a nosotros a hacer lo mismo, pero
inherente en su naturaleza está el Cristo inherente en todos nosotros.

¿Cómo ocurrió este error cristológico? Es triste darse cuenta de que la


misma culpa que Jesús vino a deshacer terminó siendo el mayor obstáculo
para que se le entendiese tanto a él como su mensaje. Ya hemos visto cómo la
culpa de los primeros seguidores de Jesús se reforzó durante la vida y muerte
de él, y cómo esta culpa jamás se deshizo. Casi de inmediato condujo a los
malentendidos de la crucifixión, que discutimos en el Capítulo 9, los cuales
simplemente fortalecieron la propia culpa de los discípulos. Los siglos
posteriores de persecución fueron únicamente una de estas infortunadas
consecuencias. Otra lo fue las interpretaciones cristológicas que ellos hicieron
de Jesús. Su culpa no sólo exigía que fuesen castigados, sino que exigía que
fuesen inferiores. No podían ser iguales a Jesús debido a que la culpa no les
permitía creer que ellos, también, eran los Hijos bienamados de Dios. Así
pues, una de las piedras angulares del mensaje de Jesús se perdió, lo cual
hace necesaria esta reiteración en el Curso así como el que se repita en este
libro: "Cuando sientas miedo, aquiétate y reconoce que Dios es real, y que tú
eres Su Hijo amado en quien El se complace" (T-4.I.8:6). Lo "mejor" que
pudieron aspirar los discípulos fue al concepto de Pablo de hijos adoptivos.

De ese modo, la separación misma cuyo deshacimiento constituyó la


misión de Jesús, se convirtió en parte integrante de la percepción que se tiene
de él que sólo enseñó la unidad de todas las criaturas en el Dios uno. En
palabras del mundo de la pesadilla Orwelliana Granja de animales: "Todos
los hombres son iguales, pero algunos son más iguales que otros." Esta
creencia en la separación se perpetuó a lo largo de la historia cristiana por
medio de las proyecciones de las personas sobre aquellos a quienes no veían
como merecedores del Reino de Dios, con lo cual enmascaraban su creencia
inconsciente de que ellos no merecían el Reino de Dios. Jesús se convirtió de
esa manera en el objeto de amor especial y todos aquellos que no creían en él,
tal como lo hacían sus seguidores, se convirtieron en los chivos expiatorios
de odio especial. Bajo esta masiva nube de especialismo, se opacó la diáfana
luz de Jesús y de su mensaje.

En el lado de la relación de odio especial que tenía la gente con Jesús,


observamos una dinámica similar pero en la forma opuesta. Esto lo
discutiremos en la próxima sección acerca de nuestra necesidad de perdonar a
Jesús.

¿Por qué tenemos que perdonar a Jesús?

Aunque el Curso no exige que creamos en Jesús (vea el Capítulo 16), sí


nos pide que lo perdonemos. Jesús afirma, por ejemplo: "Tengo gran
necesidad de azucenas, pues el Hijo de Dios no me ha perdonado" (T-
20.II.4:1). Generalmente, uno no piensa en la necesidad de perdonar a Jesús,
y para muchos, especialmente los cristianos que le han dedicado sus vidas y
corazones, el perdonar a Jesús no tendría sentido. Sin embargo, no existe un
impedimento más difundido y más serio para un aspirante espiritual del
mundo de occidente, que el de no perdonar a aquel que vino a ayudarnos. El
entender la dinámica del ego nos ayuda a explicarnos esta situación que de
otro modo resultaría incomprensible. Vemos que en realidad tenemos que
perdonar a Jesús en dos niveles: por lo que él no es (los ídolos de
especialismo que hemos hecho de él), y en un nivel más profundo, por quién
es él verdaderamente.

No ha existido un símbolo más poderoso-de amor y de odio-en el mundo


occidental, que Jesús. Hemos discutido la relación de amor especial con Jesús
desde el punto de vista de los discípulos (Capítulo 6) y del mundo cristiano
(en la sección anterior). En la primera, vimos la necesidad de los discípulos
de proyectar sobre Jesús sus esperanzas mágicas de salvación (con la cual dos
mil años de discípulos también se podían identificar: Jesús lo hará por
nosotros) y su inevitable frustración cuando estas esperanzas no se hicieron
realidad en la forma que ellos esperaban. En la segunda, nuestra necesidad de
que Jesús sea especial y diferente a todos los demás, nos llevó a idolatrarlo
hasta convertirlo en Dios.

En la introducción de este libro, comentamos brevemente sobre los "ídolos


amargos" que hemos hecho de él. Nuestra discusión del malentendido de la
crucifixión explicaría la dinámica del ego que hay detrás de estas
proyecciones, y pone al descubierto las razones ocultas detrás de nuestra
relación de odio especial con él. En esta sección exploraremos sus formas en
mayor profundidad.

No es difícil entender los sentimientos negativos del pueblo judío hacía


Jesús. Para los judíos, Jesús se ha convertido en sinónimo de odio, y en un
símbolo de dos mil años de persecución, rechazo y asesinato. La larga y
trágica historia de anti-semitismo cristiano (la cual se está corrigiendo ahora
en la Iglesia Católica del post-Vaticano II, así como en las Iglesias
Protestantes), ciertamente parecería justificar esta identificación. Esta ha
asumido hasta la forma extrema en la que algunos judíos identifican a la
Alemania nazi con el cristianismo y culpan a Jesús por Hitler y el holocausto.
Claramente, los intentos de muchos cristianos de proyectar la culpa sobre los
judíos fue una clara negación del preciso mensaje de amor y de perdón que
Jesús enseñó y ejemplificó.

Sin embargo, no ha sido el pueblo judío el único que ha tenido dificultad


con Jesús. Para los cristianos, también, él ha sido una figura problemática. Al
percibirlo como una "Víctima Sacrificatoria" cuya muerte la exigía el plan de
Expiación de Dios, Jesús se convirtió en un símbolo de sacrificio, sufrimiento
y muerte. Además, como la propia culpa de los cristianos exigía chivos
expiatorios a los cuales atacar, las subsiguientes separaciones y divisiones,
también, se identificaron con la Voluntad de Dios, con Jesús como la figura
animadora alrededor de la cual se realizaban tales cruzadas. Uno sólo necesita
recordar la visión que tenía Constantino de una cruz, conjuntamente con las
palabras "Con este símbolo conquistaréis," cuando se lanzaba a librar la
guerra contra los que él consideraba que eran los bárbaros. El Príncipe de la
Paz se había convertido en el Príncipe de la Guerra.
Si los cristianos creían, como discutimos en las Partes II y III, que Jesús
les pedía que sacrificasen lo que más atesoraban para poder hallar la
salvación, inconscientemente resentirían a aquel que les "ordenaba" que
hicieran lo que secretamente no querían hacer. Como hemos visto, el cambiar
nuestra conducta sin que cambiemos nuestro pensamiento jamás resolverá
problema alguno ni nos traerá la paz. La culpa permanece asociada con
nuestros pensamientos, no con nuestra conducta únicamente. Así pues,
podemos ver cuán perfectamente la relación que tenía el cristianismo con
Jesús cayó en la trampa del especialismo del ego. Conscientemente sentían
amor y devoción por Jesús, pero inconscientemente lo odiaban por la vida de
sacrificio y de dolor a la cual él los llamaba. Su "cuerpo maltrecho y
agonizante" sobre la cruz simbolizaba la esencia de la salvación y su propia
culpa, la que les señalaba sus propios fracasos a sufrir del mismo modo, la
meta de todo "buen cristiano." Siglos de arte magnífico han sido el resultado
de esta imagen de Jesús en la cruz la cual, por una parte, ha inspirado a miles
y miles de personas; mas por otra parte, ha reforzado la visión que tiene el
ego de la salvación: expiación con sacrificio. De ese modo, la culpa ha
emergido triunfante sobre "la cruz de la redención."

Esta culpa inconsciente se proyecta en muchas formas. Las más obvias son
las formas de persecución y ataque que ya hemos considerado. Mientras éstas
continúen, las experiencias conscientes habrán de permanecer como
relaciones de amor especial por Jesús, la justificación para una vida de
sacrificio, penitencia y división. Esto tiene vigencia no importa si el objeto de
la proyección es el cuerpo de otro, o el propio cuerpo de uno por medio de
una vida de enfermedad, de sufrimiento y, en la forma más extrema, de
martirio. Lo que emerge es el conflicto interno que el ego atesora tanto. En el
nivel consciente le dedicamos nuestra vida a Jesús, el símbolo del Amor de
Dios, mientras que inconscientemente nos aferramos a los sentimientos de
culpa, de dolor y de ira. Este es el paradigma familiar que discutimos bajo
relaciones de amor especial, en las que el odio se aparta, "protegido" por el
amor que creemos que es genuino. De este modo, la culpa básica que es la
raíz de todos nuestros problemas se refuerza y se perpetúa a través de la
proyección constante, el hallar chivos expiatorios-nosotros mismos u otros-
para nutrir el ciclo culpa-ataque en el cual nada puede cambiar jamás.
Existe otra manera en la cual el ego puede "resolver" su conflicto, si la
proyección a través de los chivos expiatorios resulta inaceptable como
defensa. Podemos negar nuestro amor y devoción a Jesús, y de ese modo
minimizar el conflicto entre nuestro odio y nuestro amor. Así pues, la vida
oculta de sacrificio y de proyección ya no necesita estar en pugna con el
seguir a un maestro de clemencia y de perdón. Sencillamente no lo seguimos
en lo absoluto. Las formas de esta defensa varían grandemente, e incluyen el
escepticismo de que Jesús viviera en realidad, el negar su resurrección o el
aceptar su resurrección pero descartar su presencia en el mundo hoy día.
Mucho de este sentimiento negativo puede haberse originado en la manera
cómo se invocó el nombre de Jesús a través de los siglos para justificar la
persecución y la separación. Podemos observar algunas de estas reacciones
en relación con Un curso en milagros, en las cuales se niega el papel
específicamente identificable de Jesús como su autor. Cuando ocurre esto, los
estudiantes del Curso se encuentran en una difícil situación. Por una parte,
juran fervientemente por cada palabra en el texto, que lo han aceptado como
su camino espiritual, mientras que por la otra, niegan su fuente. Además de
eso, si las personas han experimentado angustia en sus primeras experiencias
con el cristianismo, encontrarán que la terminología cristiana es un problema
así como las referencias a Jesús hechas en primera persona, lo que hace
necesario que se traduzcan esas palabras o conceptos particulares a unos
términos más cómodos. De ese modo el ego infiltra el conflicto sutilmente en
la experiencia del Curso.

El tratar de negar, ignorar o racionalizar estos elementos cristianos


equivale a negar uno de los propósitos a los que sirve Un curso en milagros:
el perdón y la reinterpretación del cristianismo. Uno de los objetivos del
Curso se puede ver como el de sanar las divisiones en el cristianismo, por no
mencionar la enemistad que ha existido desde el principio entre el
cristianismo y el judaísmo, y otros pueblos del mundo. Jesús vino hace dos
mil años a corregir los errores inherentes en el judaísmo, así como a
presentarle al mundo su mensaje universal. Es muy poco probable que
viniese a inspirar una nueva religión-"la única fe verdadera"-al negar la
validez de la vieja. Es más, el retraducir el lenguaje y el contexto del Curso
protege la falta de perdón al cristianismo y a Jesús que se ha proyectado. Al
no penetrar en los sentimientos de ofensa y de ira que el Curso puede
producir, los estudiantes se privan de experimentar el perdón que Jesús les ha
pedido.

Podemos comprender la importancia de perdonar a Jesús en un nivel más


profundo: perdonarle por lo que él fue y por lo que es verdaderamente, más
allá de las distorsiones de nuestro amor especial y de nuestras proyecciones
de odio. Ya hemos visto cómo para el ego los inocentes son culpables, pues
niegan la culpa que es el concepto central en la religión demente del ego. Sin
la culpa todo el sistema de pensamiento del ego se derrumba, y desaparece en
la nada de la cual provino. Puesto que todos somos egos, la parte de nosotros
que aún se identifica con su sistema de pensamiento, hallará absolutamente
insoportable la presencia clemente de Jesús. Esto es lo que realmente el ego
sustenta en contra de él. Las imágenes de culpa, sacrificio y sufrimiento que
el ego ha hecho de Jesús no son sino cortinas de humo que tratan de ocultar la
verdadera fuente de nuestro deseo de estar separados de él: que él nos ama.
¡Cuán escandaloso es el amor de Jesús para el ego que se fundamenta en el
odio a Dios! De modo que odiamos a aquel que ha venido a representar a
Dios para nosotros porque, como lo expone el Curso, y como ya hemos visto,
el nombre de Jesús "representa un amor que no es de este mundo.... el
símbolo resplandeciente de la Palabra de Dios, tan próximo a aquello que
representa, que el ínfimo espacio que hay entre ellos desaparece..." (M-
23.4:2,4).

Debido a que Jesús es tan amenazante para el ego, éste tiene que atacarlo a
él y a su mensaje tan perversamente como pueda, y las grandes distorsiones
del mensaje de Jesús a través de los siglos, dan testimonio de estos ataques.
En esta época puede surgir una interrogante: ¿Acaso Jesús no sabía que su
muerte y resurrección tendrían los efectos desastrosos de ser malinterpretadas
por prácticamente toda la humanidad, incluyendo a aquellos a quienes se les
consideraba como sus más cercanos discípulos y amigos? Y si en efecto el lo
sabía, ¿por qué eligió presentar su mensaje en esa forma? Se sugiere una
respuesta que procedería de los principios básicos que se plantean en el
Curso.

Los errores no se pueden corregir mientras no se ven. Sólo cuando se traen


ante la luz del perdón se pueden eliminar. Hemos visto que el propósito de la
vida de Jesús fue perdonar el pecado. ¿Cómo podía lograrlo sin traer a la
conciencia de las gentes sus "pecados secretos y sus odios ocultos"? ¿Qué
manera más efectiva podía haber que la de presentar el perfecto modelo del
Amor de Dios y de la invulnerabilidad de Sus hijos? Jesús, pues, se convirtió
en la pantalla sobre la cual nuestro ego pudiese proyectar toda su obscuridad,
ofreciéndonos así la oportunidad de reexaminar lo que el ego luchaba por
ocultar de nosotros.

El plan de Expiación, el cual Jesús dirige, clamaba por este acto radical
que extrajo lo "peor" de los egos de todos los que lo conocieron, y de todos
los que fueron influidos por el cristianismo.13 Prácticamente ninguna
persona pudo haber conocido a Jesús sin que sintiera alguna forma de culpa,
herida, ira, desesperanza o abandono, al creer que Dios la había decepcionado
en una secuela de promesas incumplidas. Bien fuese en el lado del odio
especial o del amor especial, la gente tendría que haber sido forzada a
contemplar las más profundas regiones de su ego. El escapar de tal
confrontación ha tomado todas las formas que hemos considerado-desde la
persecución y el asesinato hasta la aparente ignorancia o indiferencia.

Tal vez podamos entender mejor el propósito de Jesús en términos de sus


efectos a largo alcance. Es útil recordar que su visión del tiempo es distinta a
la nuestra, pues nosotros aún estamos inmersos en su aparente realidad.
Como él dice en el Curso, al aludir a la irrealidad del tiempo: "Mas ¿qué
significado pueden tener dichas palabras para los que todavía se rigen por el
reloj, y se levantan, trabajan y se van a dormir de acuerdo con él?" (L-
pI.169.10:4). De pie al final del tiempo que bordea la eternidad, Jesús espera
pacientemente por el fin de lo que él sabe que jamás ha existido. El no nos
explica esto puesto que jamás lo podríamos entender. Sin embargo, nos pide
que confiemos en su dirección amorosa a través del laberinto del tiempo
conforme él nos conduce hacia donde se halla él, a un paso del Cielo y del
instante en que todas las criaturas de Dios se reúnan, permitiendo que nuestro
Padre dé el "último paso," inclinándose hacia nosotros y elevándonos hasta El
(T-11. V III.15:5).

Aquello con lo cual no se pudo lidiar antes ahora parece surgir de nuevo a
la superficie en esta era de la psicología, en la que las dinámicas
inconscientes de la proyección comúnmente se aceptan y se entienden, y
nosotros podemos aprender lo que generaciones anteriores no pudieron. En
Un curso en milagros, Jesús nos ofrece una oportunidad de re-examinar los
mismos asuntos del ego que su vida, muerte y resurrección le ofrecieron al
mundo hace dos mil años. El no perdonar a Jesús, o el no reconocer siquiera
la necesidad de perdonarlo a él o a las religiones que aseguran haber surgido
de él, es negar la oportunidad de perdonar aquellas partes de nosotros mismos
que aún creen que la verdad se puede crucificar, y que nosotros somos
responsables por ello. Vemos aquí la misma culpa por la separación que es
inherente a cada uno de los que caminamos por esta tierra. Jesús lo expuso
claramente ante nuestros ojos, y ahora nos pide que le perdonemos a él de
modo que nos perdonemos a nosotros mismos por lo que jamás sucedió.
"Elige de nuevo," nos suplica, "No me niegues el pequeño regalo [de perdón]
que te pido, cuando a cambio de ello pongo a tus pies la paz de Dios y el
poder para llevar esa paz a todos los que deambulan por el mundo..." (T-
31.VIII.7:1).
En el capítulo anterior, citamos la idea de Küng de que Jesús es el Hijo de
Dios por virtud de su función. Es precisamente su función de estar a cargo de
la Expiación lo que nosotros necesitamos: "Yo estoy a cargo del proceso de
Expiación. ... Mi papel en la Expiación es cancelar todos los errores que de
otro modo tú no podrías corregir" (T-1.III.1:1,4).

Sin embargo, esta es una cuestión más fácil de resolver en lo abstracto que
en lo específico, pues estamos tratando con la experiencia más bien que con
pensamientos intelectuales. ¿Quién es Jesús para nosotros, y por qué lo
necesitamos? Nuestra única respuesta procede de una experiencia de su
presencia y de su amor. Es una experiencia nacida de la fe y nutrida por la fe.
Es una experiencia que no requiere respuesta alguna, puesto que la
experiencia misma es la respuesta.

¿Quién es Jesús para nosotros? Es aquel que ha llegado a nosotros


procedente de Dios y que ha establecido su hogar en nosotros. ¿Cómo lo
conocemos? En nuestros corazones y en nuestras vidas. Jesús es el principio
y el fin de nuestro viaje, como lo fue para aquellos que lo siguieron hace dos
mil años. También es el medio, puesto que es él quien nos guía y nos
consuela conforme transitamos por el camino espiritual que nos conduce a
nuestro hogar en Dios. Podemos aplicarle a Jesús las mismas palabras que
utiliza el Curso para describir al Espíritu Santo: "Nuestro Amor nos espera
conforme nos dirigimos a El y, al mismo tiempo, marcha a nuestro lado
mostrándonos el camino. No puede fracasar en nada. El es el fin que
perseguimos, así como los medios por los que llegamos a El" (L-pII.302.2:1-
3). En medio de las tentaciones y distracciones del mundo, es Jesús quien
permanece como nuestra luz inmutable; su constante e inmutable amor
ilumina lo que de otra manera sería la tenebrosa telaraña que llamamos
nuestra vida; su significado resplandece en medio de la insensatez de nuestras
vidas cotidianas, manteniéndonos firmes en nuestro propósito. Un relato
maravillosamente conmovedor ilustra este particular aspecto de la vida de
Jesús en nosotros:

Un hombre al borde de la muerte tiene una visión de que está de pie sobre
una pequeña colina, con vista a una enorme extensión de playa. A su lado
está Jesús, quien le muestra dos grupos de pisadas que se extienden a lo largo
de la playa, y le explica cómo ha caminado con él durante toda su vida. El
hombre se emociona con las palabras de Jesús, y luego se da cuenta de que
hay algunas partes donde sólo se ve un grupo de pisadas en la arena, y
reconoce que éstas reflejan los períodos difíciles y dolorosos de su vida. Salta
a la conclusión del ego de sumar dos más dos para un total de cinco, se
lamenta ante Jesús: "¿Pero dónde estuviste cuando te necesitaba?"
Dulcemente, Jesús le explica que era cierto que sólo había un grupo de
pisadas durante esos períodos de crisis, pero luego añade: "Era que entonces
yo te cargaba."

Podemos estudiar la vida y las palabras de Jesús, practicar los principios


que nos dejó, sin embargo, más allá de todo permanece la experiencia única
de su amor llevándonos amorosamente consigo. Esta sola experiencia le
imparte sentido a todos los interrogantes que podamos levantar, y a todas las
respuestas que podamos recibir. Con él, todo lo demás se coloca en su debido
centro; sin él, nuestras vidas son un caos que supera nuestra capacidad para
controlarlo.

¿Es El el Unico Maestro?

El evangelio no es tanto un mensaje, sino una persona que de por sí es el


mensaje, y que se ha mantenido así por dos mil años. Si anhelamos enseñar y
aprender este mensaje, sólo podemos hacerlo a través de él. Nuestra meta,
como apóstoles suyos, es ser como él tanto como sea posible-que juntos con
el Cardenal Newman podamos pedir: "Permite que al mirarme no me vean a
mí, sino únicamente a Jesús." De este modo afirmamos que este mensaje se
convertirá en el nuestro. ¿Pero es Jesús la única senda hacia Dios, el único
maestro a quien podemos seguir?

El Curso enseña: "Los ayudantes que se te proveen varían de forma,


aunque ante el altar son uno solo.... Pero sus nombres difieren por un tiempo,
puesto que el tiempo necesita símbolos, siendo de por sí irreal. Sus nombres
son legión..." (C-5.1:3,5-6). Jesús es el nombre de uno de los ayudantes de
Dios, aquel que, como hemos visto, "fue el primero en desempeñar
perfectamente su papel" (C-6.2:2). Ciertamente, podría haber otros que han
seguido, incluso aquellos que ya han ido más allá de estados egoístas
"inferiores" y quienes pueden ayudar a los que aún estamos atascados
"abajo," conforme ellos van transitando el pequeño territorio que les queda
para concluir su obra.

Así pues, el Curso hace claro que no se requiere el creer en Jesús para ir en
pos de su meta de perdón. "Es posible leer sus palabras y beneficiarse de ellas
sin aceptarle en tu vida" (C-5.6:6). Con seguridad, sería injusto que Dios
exigiera que las personas viniesen a El en una forma que les parezca
inaceptable. ¿Podría un Padre amoroso proveerle ayuda a sus hijos excepto
en la forma que ellos puedan aceptar y entender? ¿Haría de la creencia en
Jesús el prerequisito para la salvación, limitando así Su Voz a una forma
específica, cuando sólo el espíritu es real y la forma es ilusoria? Nuestro
Padre llama al mundo entero a que regrese a El y, al hacerlo, llega a cada una
de Sus criaturas en la forma que le resulte de mayor provecho. Es el mensaje
único de la salvación lo que es esencial, no la forma distintiva en que llega.

Vivimos en un mundo de muchos símbolos, y ningún grupo en particular


puede satisfacer las necesidades de todo el mundo. Como hemos visto, Un
curso en milagros es sólo una forma entre "muchos miles". Mas debido a que
nos llega de Jesús no puede apartarse de él y permanecer como lo que es:
"Las ideas no abandonan su fuente". El Curso afirma que "no nos
extenderemos más allá de los nombres que el curso en sí emplea" (C-5.1:6), y
de ese modo hemos confinado nuestra discusión en este libro a estos
"nombres": Jesús, la manifestación del Espíritu Santo, Quien es la Voz por
Dios. "¿Es él el único Ayudante de Dios?" pregunta el Curso, y luego
responde: "¡Por supuesto que no! Pues Cristo adoptará muchas formas con
diferentes nombres hasta que se reconozca la unicidad de todas ellas. Mas
para ti, Jesús es el portador del único mensaje de Cristo acerca del Amor de
Dios. No tienes necesidad de ningún otro" (C-5.6:1-5). En otra parte el Curso
afirma:
Este curso procede de él [Jesús] porque sus palabras llegan a ti en
un lenguaje que puedes amar y comprender. ¿Puede haber otros
maestros que señalen el camino a aquellos que hablan lenguas
distintas y recurren a símbolos diferentes? Por supuesto que sí....
Necesitamos un programa de estudios polifacético, no porque el
contenido sea diferente, sino porque los símbolos tienen que
modificarse y cambiar para poder ajustarse a las diferentes
necesidades. Jesús ha venido a responder a las tuyas. En él hallarás la
Respuesta de Dios. Enseña, entonces, con él, pues él está contigo; él
siempre está aquí (M-23.7:1-3,5-8).

Así pues, podemos afirmar que el mensaje de perdón del Curso se puede
aprender independientemente de Jesús, pero su origen está basado en él. Aun
cuando el mensaje es universal, Jesús respondió a nuestro llamado dentro de
un lenguaje y de un contexto específico, y nos ha prometido estar presente si
se lo pedimos y cuando le pidamos ayuda. Como afirma en el Curso: "Vendré
en respuesta a toda llamada inequívoca" J-4.111.7: 10). Esta ayuda está
presente aun cuando conscientemente no creamos en él; no existen egos en el
Cielo. Hasta podría decirse que el deseo de Jesús sería que practicásemos su
mensaje de salvación, aprendiésemos a perdonar y a amarnos unos a otros y
que le dejásemos a Dios la cuestión de la fe en él. Cualquier forma en que
lleguemos a aceptar la Voz de nuestro Maestro interno es bienvenida. Le
dejamos el modo en que aprendemos este mensaje a Aquel Que conoce la
diferencia entre forma y contenido, ilusión y verdad, el ego y Dios. Como
recalca el Curso, su meta es la experiencia y no la creencia, puesto que la
creencia es una función del ego; la experiencia sólo puede unificar, mientras
que la creencia a menudo divide. Es sólo la experiencia de la Voz única de
Dios lo que se necesita al practicar el currículo del Curso y aprender sus
lecciones, no una creencia específica. Para nuestros propósitos actuales, no
obstante, aceptaremos la identidad de Jesús como esa Voz y Presencia. Debe
advertirse que en términos de función como Maestro interno, el Curso
virtualmente utiliza a Jesús y al Espíritu Santo de modo intercambiable.

Existe una restricción para esto, no obstante. Si no creemos en Jesús


debido a una relación especial con él, como discutimos antes, sería
importante que se deshiciera esta defensa del ego contra nuestra verdadera
relación con él. De lo contrario, la resistencia al Curso sería inevitable y por
necesidad interferiría con el aprendizaje del mismo. Sin embargo, el superar
este obstáculo aún sería posible por medio del perdón a todas nuestra
relaciones. Jesús está presente en todas ellas, esperando porque nos
perdonemos unos a otros y lo perdonemos a él. Como nos dice en el Curso:

No te separes de mí ni dejes que el santo propósito de la Expiación se


pierda de vista en sueños de venganza. Las relaciones en las que tales
sueños se tienen en gran estima me excluyen a mí. En el Nombre de
Dios, déjame entrar a formar parte de ellas y brindarte paz para que tú
a tu vez puedas ofrecerme paz a mí (T-17.III.10:6-8).

Jesús como nuestro modelo

Al tomar a Jesús como nuestro modelo y maestro, nuestra única pregunta


en cualquier situación tiene que ser: ¿Qué haría Jesús? Esto no se referiría al
histórico Jesús de Nazareth, ni a que tratemos de modelar nuestras acciones
basándonos en lo que nos dicen los evangelios, pues eso sería no comprender
el verdadero sentido, y confundir la forma con el contenido. La manera en
que Jesús vivió en la tierra fue la de cumplir la Voluntad de su Padre. Lo
esencial para esta vida no eran las formas específicas que ésta conllevaba,
sino el principio de total entrega de la voluntad del ego a la Voluntad de
Dios. Esto es lo que nosotros aspiramos a emular. Como dijo Jesús en el
Sermón de la montaña, el cual hemos citado ya: "No todo el que me diga:
`Señor, Señor', entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad
de mi Padre celestial" (Mt 7:21). Las situaciones son diferentes y las
circunstancias cambian. Nuestras respuestas tienen que ajustarse a las
necesidades cambiantes de los tiempos que vivimos. De manera que, ayuda
muy poco estudiar lo que ocurrió en una época y en un lugar ajenos al
nuestro. No podemos aplicarle a un mundo contemporáneo las mismas
normas de respuesta que existían hace dos mil años en un pequeño territorio
del mediano este, o en las inmediaciones de la España del siglo 16 de San
Juan de la Cruz y Santa Teresa de Avila, o de un santo del Tibet o de la India.
No obstante, podemos aplicar el mismo principio de respuesta: el referirle
todas las decisiones a la sabiduría del Espíritu Santo.
Así pues, nuestra única función, como hemos visto, es la de ser tan libres
en nuestro interior como nos sea posible para poder escuchar a Jesús o al
Espíritu Santo. De esa manera, siempre podemos estar seguros de que
vivimos de acuerdo con su mandamiento de que nos amemos unos a otros
como él nos ha amado, y aún nos ama. Jesús es el modelo para nuestras
acciones; no tanto por lo que hizo específicamente, sino por los principios
que su vida ejemplificó. Estos se pueden reducir a dos principios básicos:
total fe en su Padre y amor por Este; y la extensión liberada del Amor de su
Padre. Este es el amor que sobrepasa el entendimiento del mundo, pues el
Amor de Dios abraza a todas las personas como iguales y como una, al
superar cualquier deseo del ego de proyectar la culpa y por consiguiente
excluir. Esto, como hemos visto, es lo que el perdón expresa, el superar todas
las barreras que hemos erigido entre nosotros y los demás. De ese modo,
nuestra responsabilidad como apóstoles, mensajeros de Jesús enviados al
mundo, no es tanto proclamar sus buenas nuevas, sino convertirnos en sus
buenas nuevas. Hemos de tener fe y confianza en él, como él la tuvo en Dios,
y perdonar a los demás en su nombre, trayéndole a todo el mundo su mensaje
de esperanza: Estad en paz, pues todos vuestros pecados os han sido
perdonados.

Jesús ha provisto el modelo perfecto de lo que podría ser nuestra vida, y


permanece ante nosotros como el ejemplo de aquello en lo que podemos
convertirnos. El es la prueba máxima de que la luz de Cristo brilla tan
radiante como siempre dentro de nosotros. En las palabras inspiradas de
Isaías:

¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh


sobre ti ha amanecido! Pues mira cómo la oscuridad cubre la tierra, y
espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece Yahveh y su gloria
sobre ti aparece. Caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al
resplandor de tu alborada. Alza los ojos en torno y mira: todos se
reúnen y vienen a ti....Tú entonces al verlo te pondrás radiante, se
estremecerá y se ensanchará tu corazón.... No será para ti ya nunca
más el sol luz del día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de
noche, sino que tendrás a Yahveh por luz eterna, y a tu Dios por tu
hermosura... y se habrán acabado los días de tu luto (Is 60:1-5, 19-20).
La Cábala, el cuerpo del pensamiento místico judío que floreció en la Edad
Media, enseña que en el principio, la gran luz una que constituía la creación
de Dios se hizo añicos y se fragmentó en miles y miles de diminutas
partículas, chispas de luz que se incrustaron en las formas separadas de cada
ser viviente, y cada uno parece tener una existencia separada. Al final del
tiempo, estas chispas se reunirán, y retornarán a su original estado de unidad
como una sola luz.

Cada uno de nosotros que camina por esta tierra parece ser esa chispa
separada, encerrada en su yo físico, el ser egoísta. El máximo mensaje de
Jesús fue que los poderes de este mundo-los tenebrosos poderes de la muerte-
no tenían dominio alguno sobre él, y por consiguiente esta luz de Dios no se
podía extinguir ni en él ni en nosotros. El sigue siendo el símbolo radiante de
lo que somos y seremos siempre. Es, en la frase de Teilhard de Chardin, el
"Punto Omega" en el cual ya se halla la unidad del mundo y hacia donde éste
se dirige. Al unimos con él manifestamos también esa luz, y las tinieblas del
mundo se disipan. El evangelio de Juan enseña que la luz de la resurrección
ya está brillando en nosotros y sólo espera por nuestra aceptación. Jesús obra
con nosotros ahora para hacer lo que ya ha sido, y será de nuevo, la única
realidad que el presente puede ofrecernos.

Nuestra necesidad específica de Jesús es obvia cuando consideramos la


función única que todos compartimos de perdonar a nuestro ego. Ya hemos
discutido la imposibilidad de liberarnos sin la ayuda de Dios de la arena
movediza que es nuestra vida egoísta. El abismo entre nuestros seres
separados -el ego y nuestro verdadero Ser-es demasiado grande, presente por
siempre ante nuestros ojos asustados como el recordatorio constante de
nuestro pecado. Jesús se convierte en este puente, y al establecer una
distinción entre control y asesoramiento, nos asegura en el Curso (T-2.VI.1:3)
que debemos permitir que él tome el control sobre todo lo que no importa en
nuestras vidas, entregándole nuestros miedos, ansiedades y preocupaciones
de modo que él pueda eliminarlos de nosotros (los tres pasos del perdón
discutidos en la Parte I). Esto nos libera entonces para poner lo que sí tiene
importancia bajo su dirección. Al entregarle progresivamente todas las
interferencias del ego, nos hacemos más y más libres para no escuchar otra
voz sino la suya, una voz que simplemente entonces guiará "nuestros pasos
por el camino de la paz" (Lc 1:79). Sin el control y la orientación de Jesús
para corregir nuestros errores, nos quedaríamos dando tumbos por nuestra
cuenta, inseguros de si estamos siguiendo la dirección del Cielo o la de
nuestro ego, y sin ayuda interior no hay duda de que vagaremos torpemente.
No importa cuán santos sean nuestros deseos y aspiraciones, inevitablemente
seguiremos los dictados del ego, al expresar nuestra propia culpa y nuestro
miedo en pensamiento y acción cumpliendo en la tierra los deseos de nuestro
ego-maestro, más bien que los de nuestro Padre en el Cielo.

Traemos nuestra culpa y nuestro miedo como regalos al altar de la verdad


donde Jesús llega hasta nosotros con sus regalos de perdón y de amor. Ahí se
encuentran; y ahí sólo uno permanece. En la luz de la verdad que Jesús nos
trae procedente de Dios, las tinieblas del mundo del ego se desvanecen.
Como escribió Isaías: "El que anda a oscuras y carece de claridad confíe en el
nombre de Yahveh y apóyese en su Dios" (Is 50:10).

Jesús representa para nosotros la ayuda de Dios, y es nuestra confianza en


él lo que hace posible que hallemos nuestro verdadero Ser, al ser capaces una
vez más de elegir la fortaleza del Cielo como nuestro apoyo y la luz de la
verdad como nuestro guía. Sin esta ayuda, enviada por Dios, estaríamos
eternamente sumidos en el mundo de la ilusión que hemos llamado hogar,
creyendo que la separación de nuestro Padre es real y que estaremos
eternamente sin Su amor sanador y clemente. Jesús demostró que esto no es
así, y establece su hogar en nosotros para que podamos hacer del suyo
nuestro hogar.

No podemos seguir a Jesús sin esta fe. Las presiones del mundo son
demasiado grandes y el poder de nuestro miedo y nuestra culpa demasiado
abrumador. Sin nuestra conciencia de la fortaleza que Jesús nos da, no
podríamos seguir adelante. En él ya se ha logrado nuestra salvación, pues
todos nuestros errores se han deshecho y sólo esperan que aceptemos su
curación. El es el camino, la verdad y la vida, y al tomar su mano somos
conducidos a nuestra única realidad con él. Presentarnos ante el mundo y
decir: "Este es mi hermano Jesús," es reconocer nuestra unidad con él y en
Dios.
Se nos ha dicho que la fe es un regalo de Dios. Mas ¿cómo podría ser
posible que los regalos de Dios le fueran negados a cualquiera de los hijos
que El ama? El regalo de Dios que es Jesús, en quien se encuentran todos los
demás, ya se nos ha dado. El sólo espera que lo aceptemos en nuestras vidas.
En los evangelios, Jesús nos pide que no nos avergonzemos de él, pues
entonces no puede ayudarnos. Este es el verdadero significado de las palabras
de Lucas que de otro modo resultarían amenazantes: "Porque quien se
avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del
hombre, cuando venga en su gloria, en la de su Padre y en la de los santos
ángeles" (Lc 9:26). Nuestra falta de fe en él procede de nuestro miedo y
vergüenza, no de la negativa del Cielo.

Como hemos visto, Jesús está a la puerta y llama, esperando nuestra


invitación a que entre y more con nosotros: "Mira que estoy a la puerta y
llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré
con él y él conmigo" (Ap 3:20). El hablar de nuestra indignidad para tener un
huésped así, el sentirnos avergonzados de confesar nuestro amor y necesidad
de él, el experimentar miedo de lo que su presencia podría significar, el negar
el significado que sí tiene para nosotros en verdad-todas éstas no son sino
reacciones del ego que reflejan nuestro secreto deseo de permanecer
separados de Dios, la única Fuente de vida y gozo que este mundo contiene.

Negar a Jesús es negarnos a nosotros mismos y negar nuestra verdadera


Identidad en Dios. El sólo nos pide que aceptemos su amor, no por su bien
sino por el nuestro. En él encontramos la respuesta de Dios a nuestra oración
para la vida en un mundo de muerte. A través de nuestro amor por Jesús, el
mundo brilla con una luz tan radiante que no podemos evitar el apresurarnos
a unirnos con ella. Regocijados en Jesús, nuestro hermano, llamamos a toda
la humanidad hermano y hermana, y los amamos como lo amamos a él y
como él nos ama. Nos ha dicho en los evangelios que él es la vid y que
nosotros somos sus ramas (Jn 15:5). Separados de él, no podemos
literalmente hacer nada sino marchitamos en la prisión del miedo; pero
unidos con él, su fortaleza se hace nuestra, y los frutos de nuestras vidas se
convierten en los frutos de su reino.

Jesús nos llama a que aceptemos su ayuda. ¡Qué paz para nosotros cuando
al fin buscamos la mano que nunca ha cesado de buscar la nuestra! Imaginen
el gozo en el Cielo cuando nuestras manos se unen, pues en ese instante se ha
renovado la resurrección y el mundo de miedo y de muerte se ha trascendido
una vez más. En ese preciso instante, el Amor de Dios es liberado para que El
abrace a Sus criaturas, atrayendo a cada uno de nosotros hacia Su corazón y
hacia la unidad de Su creación.

Nuestros regalos a Jesús

Conforme aprendemos la lección de perdón, amor y unidad de Jesús, él


nos pide que se la enseñemos al mundo. Nos pide ahora que se la brindemos
a otros que escuchan y escuchan, pero no entienden; ven y ven pero no
comprenden (Is 6:9). El nos envía a las tinieblas del mundo, no a predicar la
luz, sino a ser la luz. Con su vida, él ejemplifica para nosotros la unidad
perfecta de su mensaje, la unidad que él quiere que ejemplifiquemos del
mismo modo que él lo hizo.

Pronunciar sus palabras de perdón sin que ese mismo perdón se exprese en
nuestros corazones sería enseñar que el perdón y la inexorabilidad son uno;
este conflicto se convertiría entonces en nuestro mensaje de enseñanza y el
que nosotros aprenderíamos por igual. Como recalca el Curso repetidamente:
lo que enseñemos es lo que aprenderemos. Jesús está ahí para enseñarnos su
lección en todas las oportunidades que nuestro ego ha provisto. Al unirse a
nosotros en ellas, nos enseña cómo mirar todas las cosas como instrumentos
de perdón, "que sanan ... [nuestra] percepción de la separación" (T-3.V.9: l).

Existe tal vez un último regalo que el nos pediría, aunque no para sí
mismo. Este es el regalo de la gratitud. Nuestra gratitud a Jesús es la
expresión de nuestra gratitud a Dios por los regalos que nos ha hecho. Nace
de la conciencia de que nuestro Padre jamás nos ha abandonado, aun cuando
en nuestras mentes alucinantes creamos que Lo hemos abandonado. La
conciencia de la presencia de Jesús y nuestra gratitud por ella, por
consiguiente, se convierten en otra "manera en que El [Dios] es recordado,
pues el amor no puede estar muy lejos de una mente y un corazón
agradecidos" (M-23.4:6).
Jesús nos señaló el camino de regreso a Dios. ¿Cómo no hemos de estarle
agradecidos? El sólo nos pide los regalos que anhela brindarnos. Nuestra
gratitud a él es la aceptación de estos regalos de amor. En Jesús hallamos el
retrato radiante de Quiénes somos en verdad, el Cristo a Quien Dios creó uno
con El. En Jesús hallamos no sólo la meta, sino la mano amorosa que se
extiende para elevarnos hacia esa meta. Nuestra gratitud a él se refleja en
nuestro tomar de su mano, como la suya toma la nuestra, diciéndole "Sí" a su
súplica a favor de nosotros. En sus diáfanos y radiantes ojos, vemos la
inocencia que nuestro Padre conoce como la luz de todos Sus hijos; y damos
gracias porque no hemos sido abandonados a vagar sin rumbo en un
tenebroso mundo de terror. En medio de este infierno del ego; escuchamos
que Jesús nos llama:

Hermanos míos en la salvación, no dejéis de oír mi voz ni de


escuchar mis palabras. No os pido nada, excepto vuestra propia
liberación. El infierno no tiene cabida en un mundo cuya hermosura
puede todavía llegar a ser tan deslumbrante y abarcadora que sólo un
paso la separa del Cielo. Traigo a vuestros cansados ojos una visión
de un mundo diferente, tan nuevo, depurado y fresco que os olvidaréis
de todo el dolor y miseria que una vez visteis. Mas tenéis que
compartir esta visión con todo aquel que veáis, pues, de lo contrario,
no la contemplaréis. Dar este regalo es la manera de hacerlo vuestro.
Y Dios ordenó, con amorosa bondad, que lo fuese (T-3 1.VIII.8).

Al enfrentamos a la tenebrosa desolación que yace sepultada en lo


profundo de nuestros corazones, sin que veamos modo alguno de liberamos
de ella, ¿quién no se embargaría de gratitud al sentir una mano consoladora
sobre el hombro, una presencia de tenue luz, una palabra tranquilizadora?
Cuando al fin reconocemos que esta luz tiene un nombre, una identidad
verdadera, ¿quién no se anegaría en llanto al sonido de éste, al puro sabor
sobre los labios cuando se pronuncia este nombre? ¿Quién al descubrir este
amor personal en medio de esa luz, no dejaría atrás toda la obscuridad y
volaría a sus brazos abiertos que le dan la bienvenida?

¿Quién, en dichosa gratitud por su gran regalo de amor y vida y esperanza,


no haría todo lo que él pidiese para traer este regalo a otros de modo que
todos puedan hacerse copartícipes y permitan que el feliz "Gracias" resuene
cada instante que le ofrezcamos la salvación a otro y que la aceptemos en
nosotros mismos? ¿Quién, con toda humildad, amor y gratitud no se
presentaría ante él con las manos vacías y el corazón henchido, para hacerse
eco de las palabras de todos los profetas desde Abraham: "Heme aquí, Señor,
he venido a hacer tu voluntad"?
El mensaje que Jesús vino a enseñar fue que el dolor, el sufrimiento y la
herida, hasta la misma muerte, no son sino ilusiones del ego. "El Príncipe de
la Paz nació para reestablecer la condición del amor, enseñando que la
comunicación continúa sin interrupción aunque el cuerpo sea destruido" (T-
15.XI.7:2). La mayor tentación de este mundo es la de creer que uno es una
víctima, injustamente tratado por fuerzas fuera de la mente de uno. Así pues,
Jesús nos pide que lo tomemos como nuestro "modelo para tu aprendizaje, ya
que un ejemplo extremo es un recurso de aprendizaje sumamente útil" (T-
6.in.2:1).

En el Curso, Jesús nos dice aún más:

El viaje a la cruz debería ser el último "viaje inútil". No sigas


pensando en él, sino dalo por terminado. Si puedes aceptarlo como tu
último viaje inútil, serás libre también de unirte a mi resurrección....
No cometas el patético error de "aferrarte a la vieja y rugosa cruz". El
único mensaje de la crucifixión es que puedes superar la cruz. Hasta
que no la superes eres libre de seguir crucificándote tan a menudo
como quieras. Este no es el Evangelio que quise ofrecerte" (T-
4.in.3:1-3,7-10).

La crucifixión es el símbolo del sufrimiento, del sacrificio y de la muerte


de la inocencia a manos del pecado. Sentirse victimado por las acciones o
decisiones de otros, o indefenso ante las "fuerzas naturales" o las fuerzas de
la enfermedad, son todos nombres diferentes para el mismo error de creer que
Dios es injusto y que nosotros somos Sus víctimas, que merecemos Su
castigo debido a nuestra pecaminosidad.

En medio de esta locura del pecado del ego, Jesús nos llama a un mundo
de cordura. Su perdón, otorgado por el Espíritu Santo, es el regalo que él nos
ha hecho. "Oídme, hermanos míos, oídme y uníos a mí" (T-31.VIII.9:4) para
traer este mensaje de esperanza y de paz a un mundo que hace tiempo las
abandonó. Sin embargo, no podemos ofrecer ese mensaje mientras creamos
que nos tratan injustamente, y que somos las víctimas inocentes de un mundo
cruel y pecaminoso. El mundo no existe, nos enseñó Jesús, sólo existe una
creencia en él. Bien y mal, víctimas y victimarios, vida y muerte-todos
contrastes, diferencias y separación-desaparecieron en la luz resplandeciente
del perdón. El mundo no existe, proclama esta luz, así que ¿cómo puede
victimamos un mundo irreal? Al aprender y enseñarnos esta lección unos a
otros, nos liberamos de las cadenas de la culpa que fabricaron y mantienen
este mundo. El mundo se hizo como un ataque a Dios, pero debido a que
Dios no reconoció el ataque, el pecado fue perdonado, puesto que jamás ha
ocurrido.

Al haber concluido el camino de su Expiación, Jesús puede ahora ayudar a


cada uno de nosotros a hacer lo mismo. El es el más diáfano modelo para
tomar esta decisión de perdonar- la condición para aceptar el Reino de Dios-y
la vida ascendida de Jesús es el testimonio de esta afirmación que queremos
oír en nuestras plegarias: "No puede haber víctimas en un mundo donde yo
estoy presente". El identificamos como una víctima niega su lección y su
presencia viviente en nosotros. "No enseñes que mi muerte fue en vano," nos
exhorta Jesús en el Curso, "enseña, más bien, que no morí, demostrando que
vivo en ti" (T-11.VI.7:3-4). El nos pide a cada uno de nosotros, como sus
apóstoles en el mundo, que enseñe con él que él vive, al identificarse con su
mensaje de resurrección, no con la interpretación que el mundo hace de la
crucifixión.

El camino al infierno es uno largo y agotador, salpicado con cuerpos que


sufren a manos de la injusticia. El perdón invierte este camino
instantáneamente, al reinterpretar la injusticia como una petición de amor, y
abrazarnos a todos en esta petición y en la respuesta a la misma. Si no fuese
por el perfecto amor de Jesús, el perdón habría sido imposible. A sus ojos no
se cometió injusticia alguna pues sólo un ego puede ser tratado injustamente.
Repito esta cita del Curso, la cual reflejaría la principal ética del Curso: "Allí
donde hay amor, tu hermano no puede sino ofrecértelo por razón de lo que el
amor es. Pero donde lo que hay es una petición de amor, tú tienes que dar
amor por razón de lo que eres" (T-14.X.12:2-3). Jesús podía darlo porque él
sabía quién era él y Quién era su Padre. Puesto que el amor era su única
identidad, eso era lo que enseñaba. Desde una certeza así, no era posible
pensar en el ataque, la defensa y la inexorabilidad. Toda la gente se veía
como una, y a las ilusiones de un estado de separación no se les otorgaba el
poder para destruir esta unidad. La resurrección de Jesús demostró
concluyentemente que la muerte no tiene dominio sobre la vida. Como afirma
el Curso al citar del Bhagavad Gita: "¿Podría acaso perecer lo que es
inmortal?" (T-19.II.3:6). Así pues, nada en el mundo-ninguna ley, no importa
cuán sacrosanta pueda parecer-puede interferir con la Voluntad de Dios y
hacer que Sus hijos sean distintos a El.

Jesús, por consiguiente, no nos pide que expiemos nuestro pecado a través
del sufrimiento—castigando a otros o a nosotros mismos-sino que más bien
nos pide que lo expiemos por medio del perdón como él lo hizo, al corregir
nuestras percepciones erróneas y de ese modo sanar las del mundo. Es la
creencia en nuestra pecaminosidad lo que nos enseña que somos
pecaminosos. Jesús vino a enseñarnos que simplemente estamos
equivocados: La propia imagen y semejanza de Dios es invulnerable a las
fuerzas "pecaminosas" del mundo.

Este es, pues, el mensaje de Jesús para todos nosotros: que escojamos
entre el pecado y el perdón, la muerte y la vida, el ego y Dios. Su vida,
muerte y resurrección contienen claramente este mensaje para nosotros. El
Curso lo expresa de esta manera: "Enseña solamente amor, pues eso es lo que
eres" (T-6.I.13:2; bastardillas suprimidas). Es la misma elección que Moisés
le presentó a los Hijos de Israel: "Te pongo delante vida o muerte, bendición
o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando a...
tu Dios" (Dt 30:19). Ahora queda de nuestra parte el compartir en la paz y la
dicha que es la vida eterna que Jesús nos ofreció, y enseñar con él el mensaje
de amor que el mundo ha olvidado.

Ahora ha llegado al mundo un sueño distinto: un sueño de la justicia del


Espíritu Santo en lugar de la pesadilla del ego. Ahora puede el dichoso himno
de la salvación resonar a través de nosotros desde El hasta todo el mundo que
aún permanece esclavizado por los pensamientos de pecado. Lo que murió en
la cruz fue la creencia en la cruz. Lo que vive es el jubiloso grito de perdón,
aclamado con alegría por todos los que elijan vivir con Jesús, que esta
llamada del amor al amor jamás sea silenciada. "Que esta llamada viva,
hermanas y hermanos míos," nos pide Jesús, "y que viva a través de vuestro
perdón al mundo y a vosotros mismos. Ahora comenzamos de nuevo, y lo
que hemos comenzado, Dios Mismo nos ha prometido que El lo concluirá."
Los números de páginas impresos en negrita contienen citas tomadas de Un
curso en milagros
INDICE DE EJEMPLOS
INDICE DE MATERIAS
Los números de páginas impresos en negrita contienen citas tomadas de Un
curso en milagros
Antiguo Testamento

Nuevo Testamento
Antiguo Testamento
Nuevo Testamento
TOPICOS
texto
libro de ejercicios
manual para el maestro
manual para el maestro
clarificación de términos
Kenneth Wapnick recibió de la Universidad de Adelphi su doctorado en
Psicología Clínica en el año 1968. Fue un amigo íntimo y socia de Helen
Schucman y de William Thetford, las dos personas cuya unión de común
acuerdo fue el estímulo inmediato para que Helen fuese la escriba de UN
CURSO EN MILAGROS. Kenneth ha estado relacionado con el Curso desde
1973, escribiendo, enseñando e integrando los principios del mismo a su
práctica de psicoterapia. Es miembro de la Junta Directiva de la
Foundationfor Inner Peace, publicadores originales de Un curso en milagros.

En 1983, Kenneth y su esposa Gloria establecieron la Foundation for A


COURSE IN MIRACLES (Fundación para UN CURSO EN MILAGROS), y
en 1984 ésta se convirtió en un Centro de Enseñanza y Sanación en
Crompond, Nueva York, el cual creció rápidamente. En 1988, abrieron una
Academy and Retreat Center (Academia y Centro de Retiros) en la región
norte del estado de Nueva York. En 1995, comenzaron el Institutefor
Teaching Inner Peace through A COURSE IN MIRACLES (Instituto para le
Enseñanza de Paz Interior a través de UN CURSO EN MILAGROS), una
corporación docente legalmente constituida por la New York State Board of
Regents. El Instituto está bajo la égida de la Fundación, y administra talleres
y cursos de Academia. La Fundación también publica un boletín trimestral,
"The Lighthouse" (El Faro), el cual puede obtenerse gratuitamente. A
continuación presentamos la visión que tienen Kenneth y Gloria de la
Fundación y la descripción del Centro.

Durante los primeros años de estudio de Un curso en milagros, y de


enseñanza y aplicación de sus principios en nuestras respectivas profesiones
de psicoterapia, enseñanza y administración escolar, parecía evidente que este
sistema de pensamiento no era el más fácil de comprender. Era así, no sólo en
cuanto a la comprensión intelectual de sus principios, sino quizás aun más
importante, en cuanto a la aplicación de estos principios en la vida personal
de cada uno. Así que nos pareció desde el principio que el Curso se prestaba
para la enseñanza, paralelamente con la enseñanza del Espíritu Santo, en las
oportunidades que se nos presentaban diariamente en nuestras rela ciones, tal
como lo presenta el manual para maestros en sus primeras páginas.

Un día, hace varios años, mientras Helen Schucman y yo (Kenneth)


discutíamos estas ideas, ella compartió conmigo una visión que había tenido
de un centro de enseñanza como un templo blanco con una cruz dorada
encima. Aun cuando es obvio que esta imagen es simbólica, entendimos que
ésta era representativa de lo que sería el centro de enseñanza: un lugar donde
se manifestarían la persona de Jesús y su mensaje en Un curso en milagros.
Algunas veces hemos visto una imagen de un faro que proyecta su luz hacia
el mar, y que llama a aquellos transeúntes que la buscaban. Para nosotros esta
luz es la enseñanza de perdón del Curso, que esperamos compartir y aprender
con aquellos que son atraídos por la visión del Curso que tiene la Fundación
y su manera de enseñar.

Esta visión conlleva el convencimiento de que Jesús dictó el Curso en este


momento preciso y en esta forma específica por varias razones. Estas
incluyen:

1. La necesidad de sanar la mente de su creencia de que el ataque es la


salvación; esto se logra por medio del perdón, el deshacer de nuestra creencia
en la realidad de la separación y la culpa.

2. El dar énfasis a la importancia de Jesús o del Espíritu Santo como


nuestro Maestro amoroso y benévolo y al desarrollo de una relación con este
Maestro.

3. El corregir los errores del cristianismo, especialmente el énfasis en el


sufrimiento, el sacrificio, la separación y el sacramento como factores
inherentes al plan de salvación de Dios.

Nuestro pensamiento siempre ha sido inspirado por Platón (y su mentor


Socrates), tanto el hombre como sus enseñanzas. La Academia de Platón era
un lugar donde personas serias y de pensamiento profundo venían a estudiar
su filosofía en un ámbito conducente al aprendizaje, para luego regresar a sus
profesiones a poner en practica lo que aprendieron del gran filósofo. Así
pues, al integrar ideales filosóficos abstractos con la experiencia, la escuela
de Platón parecía ser el modelo perfecto para nuestro centro de enseñanza.

Por lo tanto, vemos como propósito principal del Centro ayudar a los
estudiantes de Un curso en milagros a profundizar en la com prensión de su
sistema de pensamiento, en forma conceptual y por experiencia propia de
modo que puedan ser instrumentos más eficaces de la enseñanza del Espíritu
Santo en sus propias vidas. Puesto que enseñar el perdón sin haberlo vivido
es vano, una de las metas específicas de la Fundación es ayudar a facilitar el
proceso por medio del cual las personas puedan conocer que sus pecados han
sido perdonados y que son verdaderamente amadas por Dios. De este modo,
el Espíritu Santo puede extender Su amor a otros a través de ellos.

Un maestro se define en el Curso como alguien que decide serlo, por lo


tanto damos la bienvenida a nuestra Fundación a todos aquellos que desean
venir. Ofrecemos charlas y talleres a grupos grandes; también cursos para
grupos más pequeños facilitando así el estudio más intensivo y crecimiento
personal.
La Fundación está situado en un área de noventa y cinco acres en las
Montañas Catskill, a unas 120 millas de la ciudad de Nueva York. Su
ubicación campestre y su cómodo alojamiento proveen un lugar plácido y de
meditación donde los estudiantes pueden realizar sus planes de estudios y
reflexión.
Libros y folletos
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Video cintas
Albumes de audio cintas Grabaciones de seminarios y
talleres
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Ejemplos adicionales de este libro se pueden pedir a:

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por la cantidad de $16.00 más gastos de envío: por favor véase la página
anterior.
1. A través del libro, "ego" se usará como sinónimo de nuestro falso yo, algo
similar al concepto de "persona" y de "sombra" de Jung. Así, éste difiere del
uso psicoanalítico convencional, donde el ego es sólo una parte de la psiquis
tripartita. En la terminología que adoptamos aquí, el ego sería el equivalente
aproximado de esta psiquis, diferente a nuestro Ser espiritual que radica más
allá de éste.

2. Para una discusión más profunda de este tema, el lector puede consultar mi
libro Love Does not Condenen (El amor no condena). (Vea el Material
Relacionado al final del libro).

4. Vea mi Glosario-Indice para UN CURSO EN M/LIGROS (NY:


Foundation for A Course in Miracles, 1995), págs. 9-15. (Vea Material
Relacionado al final del libro.)

3. (N.Y.: New Directions, 1958), págs. 19-20.

5. Todas las citas bíblicas están tomadas de la Biblia de Jerusalén, edición de


1968, a menos que se indique lo contrario.

6. Como el Curso sólo usa la palabra "negación, "mantendremos ese uso,


aunque el significado de éste es virtualmente sinónimo de "represión."

7. King James Versión.

8. Come Ten Boom, The Hiding Place (El escondite) (NY: Bantam Books,
1971). Págs. 209-10.

9. Vea mi Glosario-índice para UN CURSO EN MILAGROS, "períodos de


inestabilidad."

10. El mundo pre-Freudiano de los tiempos bíblicos no pudo haber entendido


esta dinámica de la proyección. Así pues, jamás pudo haber visto que algo
que parecía estar afuera-una "fuerza maléfica"-no era nada excepto
pensamientos de culpa y de miedo. Nosotros los que pertenecemos a una era
psicológica más sofisticada podemos aceptar esta dinámica más fácilmente.
Además, reconocemos que postular un poder en oposición a Dios es limitarlo
a El. Esto refleja la idea errónea del "pecado original" de que puede haber un
poder en el mundo distinto al de Dios. Este fue el error que Jesús vino a
corregir.

11. En su inspiración original, la idea de "hablar lenguas" (vea Hch 2:1-13),


fue posiblemente un mandato de comunicarse con la gente en su propia
lengua, o de "ajustar... las respuestas a las necesidades de cada uno." No tiene
sentido hablar de manera que nadie, o que sólo los talentosos, pueda
entender. Este fenómeno muy bien puede reflejar el conflicto inconsciente de
las personas de comunicarse y de no comunicarse al mismo tiempo, el
conflicto básico entre el espíritu y el ego.

12. El equivalente de éstas en el Curso son las diez características del maestro
de Dios que aparecen en el manual para maestros: confianza, honestidad,
tolerancia, mansedumbre, júbilo, indefensión, generosidad, paciencia, fe y
mentalidad abierta (M-4.l-X). Para una discusión de éstas, vea mi Psicología
cristiana en UN CURSO ENMiLAGROS, págs. 74-75, y el álbum "What It
Means to Be a Teacher of God." Vea el Material Relacionado al final de este
libro.

13. Hablamos aquí, por supuesto, sólo de los aspectos del ego; por otro lado,
Jesús también extrajo lo mejor en nosotros: al recordarnos Quiénes somos y
al ayudar a toda la humanidad a regresar al hogar que jamás abandonó en
verdad.

* Para todas las traducciones alemanes dirija sus pedidos a: Greuthof Verlag
und Vertrieb GmbH • Herrenweg 2 • D 79261 Gutach i. Br. Germany • Tel.
07681-6025 • FAX 07681-6027.

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