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CRÍMENES DE ODIO

Novela Negra
con tintes arcoíris
Basada en hechos reales

Carlos L. Alvear
PRÓLOGO
El acero viajó veloz hacia su destino, limpio y azul, su punta perfecta, su
cuerpo afilado. Viajó libre, implacable, con el odio como motor, con el
amor como destino.

Una y otra vez realizó su recorrido, pero nunca regresó igual, la leve
resistencia que encontraba en cada vuelta lo transformaba en un ángel de
muerte que lloraba su misión con lágrimas escarlata.

Una y otra vez, hasta que ya no había destino y el motor se ahogaba en


una mezcla de amargura frustrada.

─¡Mira lo que he hecho por tu culpa! ¡Mira lo que he hecho!


I

NECROPSIA
─Hay cuando menos unas treinta puñaladas en diferentes partes del cuerpo; sí,
desordenadas, furiosas, golpes de desahogo, aparentemente sin sentido, pero con la
clara intención de lograr la muerte, más de la mitad están en torno al corazón ─afirmó
el médico legista todavía en cuclillas junto al cadáver─, casi seguro eso fue lo que la
mató; pero había otro objetivo distinto y fundamental para el asesino, era la
destrucción de la cara, cuento aquí once punciones más. Esto es una salvajada. El
asesino quería borrar el rostro con su arma; deshacerlo por completo. En mis 35 años
de servicio en el SEMEFO nunca había visto algo así.

─Es una carnicería ─dijo el agente investigador─. Si no es la muestra más clara


de odio no sé qué pueda serlo.

El médico se incorporó y durante unos momentos, en silencio, los dos


contemplaron el cadáver. Una joven de piel clara pero salpicada de carmesí, yacía
sobre el pavimento gris desde el que destacaba un vistoso vestido amarillo, pintado
también, casi todo, con las irregulares manchas de sangre en torno a cada puñalada.
Los zapatos, de un rojo encendido, ocultaban por su misma tonalidad, las gotas que
les habían salpicado; conservaba uno de ellos en su pie, aunque desabrochado,
mientras el otro se ubicaba a un par de metros de distancia.
─Tal vez intentó quitárselos para huir ─comentó el investigador
contemplando ese hecho y buscando rastros de sangre que comenzaran en la
dirección del zapato perdido.

Por su parte, el médico seguía mirando el rostro de la víctima, señalándolo,


preguntó, retando al agente:

─¿Qué diferencia puede ver entre estas cinco heridas y los otras seis?

─La cantidad de sangre. ¿Estas son post mortem?

─Precisamente. Una herida realizada cuando la persona ya ha muerto no deja


casi rastro de sangre. La chica ya había fallecido; posiblemente el asesino se paró ante
ella, la miró unos minutos tendida en el suelo, como hacemos nosotros ahora y luego,
no satisfecha su furia, no contento con lo que había realizado, acometió de nuevo
para completar “su castigo”. No estoy seguro, pero me parece que el ataque inició en
otra parte y concluyó aquí. Debería haber más sangre junto a su cuerpo. Pobre, pobre
chica ─sentenció el médico─. Esto es terriblemente cruel. Nadie merece tanto
encono.

─Tal vez mi suegra ─comentó el agente con una mueca algo similar a una
sonrisa.

El médico no hizo caso de la broma y continuó con su primer diagnóstico.

─Aquí de ninguna manera era indispensable un experto para certificar la


muerte ─comentó, haciendo referencia al primer deber del médico legista en una
escena de crimen─. Naturalmente hay que hacer los exámenes completos, pero creo
que la muchacha lleva muerta entre 12 y 18 horas; el rigor mortis inicia en la cara,
mandíbula y cuello en las primeras 5 a 7 horas, avanza por piernas, brazos y tronco
aproximadamente en las siguientes dos horas; y entre las 12 a 18 horas se completa y
luego comienza a desaparecer en el mismo orden. Murió en este sitio y abandonaron
el cuerpo.

─Eso nos da entre las 11 de la noche de ayer y las 5 de la mañana de hoy


─comentó el agente, completando las conclusiones─. El callejón es poco concurrido
y no fue vista sino hasta que unos empleados de gobierno entraron para hacer una
reparación en el drenaje. Nos avisaron hace cosa de hora y media. ¿Cómo llegaron
hasta aquí la víctima y su victimario? ¿De dónde venían? ¿Por qué pararon en este
sitio?

El equipo multidisciplinario se movía por el lugar del hallazgo como en un


escenario con una coreografía eficiente, cada uno haciendo su labor.

El pequeño callejón debió haber sido una trampa mortal en la noche. El farol
más cercano estaba a unos veinte metros sobre la calle aledaña y no debía haber
aportado sino una raquítica ración de su luz cuando el cuchillo silbaba en la
madrugada en busca de su objetivo. No había casas cerca en esa zona, más bien
comercios y bodegas que estarían cerradas. Los gritos se perdieron en el aire antes de
alcanzar a cualquiera que hubiera podido ayudar.

Pero iluminados ahora por el sol, los criminalistas escudriñaron todo y


hurgaron centímetro a centímetro del terreno en busca del arma asesina pero no
pudieron hallar nada. No hubo demasiada suerte tampoco con otros indicios, como
no fuera el cadáver mismo y un papelillo al otro lado de la calle que podía o no estar
relacionado con el crimen, con una sola palabra escrita con errores y de manera
temblorosa: PEDRONAME

Llamaron al policía que en primera instancia había llegado a la escena del


crimen, el primer respondiente, y le preguntaron si nadie había movido nada antes de
que ellos llegaran. De manera enfática, el policía respondió que conocía su deber y no
había permitido que ninguna persona entrara a la escena, pero que claro, él no era
responsable por lo que había sucedido antes del aviso.

El fotógrafo registró cada rincón y se regodeó con el cadáver. Los disparos de


la cámara se escuchaban como el avance de un segundero de esos antiguos relojes de
pared: sheeq, sheeq, sheeq. Una y otra vez.

Dos camilleros se aproximaron desde el vehículo del Servicio médico forense


para hacerse cargo de trasportar el cadáver para completar el proceso de la necropsia
en el anfiteatro del Instituto de Ciencias Forenses de la policía. Ambos tenían bastante
tiempo laborando y habían recogido ya muchos muertos como para que algo los
impresionara; sin embargo, el rostro lacerado tan brutalmente no sólo les quitó de los
labios los habituales comentarios sarcásticos, con los que buscaban aligerar su trabajo,
también los enmudeció durante unos instantes. En silencio acomodaron el cuerpo en
la camilla y lo cubrieron con una sábana. Uno de ellos intentó, incluso, decir algo que
consideró compasivo.

─Creo que era bonita.

Ante el fracaso del comentario piadoso, su compañero sonrió negando con la


cabeza.

El médico se aproximó para supervisar que las manos y la pelvis se cubrieran


con un papel especial.

─Hay que preservar posibles evidencias ─les dijo a los camilleros─. No


sabemos si hay muestras de tejido en las uñas, en caso de que se haya defendido y en
el perineo podría haber residuos de semen si sufrió un ataque sexual.

Introdujeron luego el cadáver a una bolsa especial y lo subieron a su vehículo.


Cerraron las puertas gemelas, marcadas con las siglas SEMEFO (del Servicio Médico
Forense) que comenzaban a descascararse; ellos se subieron a la camioneta y se
marcharon.

Viéndolos partir, el médico reflexionó, como hacía de vez en vez, en la


profesión que había elegido, en la carrera de médico. Una vocación, un llamado para
cobijar y resguardar la vida, para sanar y aliviar el sufrimiento. Pero la verdad es que
el médico enfrenta una guerra de la que no puede sino ganar algunas batallas, pero
que al final siempre pierde; la medicina es una profesión para contener, sólo un poco,
el avance irrefrenable de la muerte. El médico calma temporalmente el sufrimiento,
acalla parcialmente la sed de la muerte y la aplaza, un tanto; acaso evita muertes
prematuras, pero es muy soberbia la postura de pensar que salva vidas, pues a ninguna
persona le alarga un solo día la existencia. La medicina no extiende la vida, no está en
su mano, sólo posterga un poco lo que de suyo es inevitable.

La muerte es un horizonte que no se mueve, un confín al que siempre se llega


pues no se puede detener el caminar hacia él. No le es dado al ser humano evitar este
destino. Y cuando se alcanza finalmente ese límite, esa frontera, se contempla…
¿quién lo sabe? Se piense lo que se piense, se crea lo que se crea, nadie sabe con
precisión que hay tras aquel contorno.

Por ello, él se había querido situar al otro lado del Río Estigia, para contemplar
desde su orilla a la muerte y tratar de comprenderla. Como médico legista, había visto
ya cientos de cadáveres montados en la barca de Caronte y los había diseccionado
para aproximarse al misterio sobre la distinción del cuerpo que tenía frente a sí y el
suyo propio con aquella extraña y sutil, huidiza y etérea diferencia que los situaba de
un extremo al otro del lago que limita el mundo de los vivos del de los muertos. Y,
como ritual personal, cuando concluía una necropsia, colocaba un par de monedas en
los ojos del cadáver, igual que hacían en la antigüedad, como el justo pago al barquero
de Hades.

Se despidió del agente investigador y se marchó en su vehículo recordando a


su primer muerto. Sonrió, había sido un trabajador de un periódico que había caído
en la rotativa en la que literalmente había hecho la nota roja. Pese a todo, la muerte
también podía tener sentido del humor.

Pero ahora no, ahora no, pensó y se dispuso para su cita en la Morgue con la
joven apuñalada.

***

Al llegar al edificio de Servicios Periciales de la policía casi no se detuvo a saludar a


nadie y se dirigió con prisa al depósito de cadáveres para iniciar lo antes posible. Otro
de los grandes misterios que le inquietaban siempre, era la capacidad humana para la
crueldad. No únicamente para arrebatarle a alguien la vida, sino hacerlo con saña, con
total inclemencia.

El médico permaneció reflexivo un momento, tomó aire y cambió su


disposición pues también sabía que no debía dejarse afectar por cada muerto, fueran
cuales fueran las causas del deceso. Así entró al anfiteatro para iniciar el examen del
cuerpo. Mientras se dirigía hacia la plancha en la que yacía la joven preguntó a su
asistente:

─¿Han logrado averiguar algo más sobre ella?, ¿apareció alguna identificación
en sus pertenencias?, ¿ha habido alguien que pregunte?

─En el bolso venía una identificación del Instituto Nacional Electoral. Se


llamaba Eva Rubia y vivía aquí en Morelia, creo que estaban esperando al agente del
ministerio público para darle el domicilio que viene ahí y que pudiera ir para ver si
vive con alguien e informarle del fallecimiento.

─¿Eva Rubia? ¿Existe el apellido Rubia? Jamás lo había escuchado. Rubio, sí.
Tenía un compañero en la Escuela de Medicina que se llamaba Evaristo Rubio, y era
moreno, moreno.

El cuerpo ya estaba sobre la mesa de metal listo para el examen. Aún vestida,
la víctima aguardaba inerte, protagonista de la tragedia y principal evidencia criminal.
El médico se dirigió inicialmente al rostro, hecho una desgracia con las once heridas
que lo deformaban.

─Eva Rubia, ¿no le suena conocido el nombre, doctor? ─preguntó el asistente


pero el médico legista no pareció haberlo escuchado, tan inmerso estaba en la revisión
de las heridas─, Estoy seguro, lo he escuchado recientemente, en alguna parte.

─No utilizó una navaja ─dijo finalmente el médico a su asistente, mientras


medía el tamaño de las heridas─, creo que era un cuchillo de tipo cocinero, con hoja
ancha y firme, con filo de un solo lado y no dentado. Por el ángulo de los cortes, creo
que el asesino es zurdo y posiblemente de la misma estatura que la víctima.

Pese a la sangre que cubría buena parte de la cara, pudieron observar que la
chica utilizaba bastante maquillaje, tal vez por algún problema cutáneo; y pudieron
distinguir también, en lo que le quedaba de la nariz, que tenía una operación estética.

─Creo que no estaba demasiado conforme con su apariencia ─comentó el


asistente.
En el cuello encontraron marcas de manos, indudablemente eran huellas de un
intento de estrangulamiento. No parecía haber más traumas.

─Mujer caucásica ─dijo el médico a su asistente que además de gravar tomaba


nota de todo─, de entre veinte y veinticinco años. Pelo castaño, con extensiones.
Tiene un tatuaje de una rosa y una mariposa en el hombro izquierdo.

Comenzaron a quitar la ropa para enviarla a análisis y lavaron el cadáver con


una manguerita para retirar la sangre superficial antes de iniciar la disección.

─En efecto, no le gustaba su apariencia o quería complacer a alguien, también


el busto está operado. Era de ese tipo de mujeres que quieren parecer muñecas.

─Aunque no tiene mucha cadera, doctor.

Tras el comentario, el médico legista guardó silencio, como quien está en la


tarea de hacer consideraciones mentales y regresó a revisar la cabeza.

─En cambio tiene una mandíbula ancha ─recorrió con su mano la frente,
deteniéndose en el entrecejo e invitó a su asistente a hacer lo mismo─. ¿Puedes sentir
esta protuberancia? Esta parte del cráneo, la glabela, es muy prominente, ¿no te
parece? Mira el largo del brazo y el tamaño de las manos. Son huesos largos y pesados
y la caja torácica es muy ancha.

El médico tomó su instrumental para la apertura del cadáver; le pareció que el


método más conveniente sería la disección en Y, para la revisión de la parte interna.
Realizó por tanto una profunda incisión del hombro derecho hasta el manubrio del
esternón en el centro del pecho. Otro corte más desde la articulación del hombro
izquierdo que bajó diagonalmente, como espejo de la primera cisura hasta alcanzar
igualmente la parte alta del esternón; desde ahí, realizó otro más largo y perpendicular,
para completar la característica forma de Y, hasta la región baja del abdomen, en la
sínfisis del pubis, en la parte anterior de la vejiga y justo arriba de los genitales. Hecho
los cortes, abrió el tórax como si éste fuera un gran telón de teatro macabro, revelando
las vísceras, húmedas y viscosas actrices. Ahí estaba el corazón, se veía en buen estado
pero ahora estaba quieto y silencioso; realizó algunos cortes más, extrajo con cuidado
el músculo cardiaco y se lo dio a su asistente para que lo pesara, mientras él iba
disecando paso a paso cada sección para evitar que se contaminaran otras áreas.

─¡Son 355 gramos, doctor!

─La caja torácica no sólo es muy amplia; el corazón es demasiado pesado y los
pulmones lo suficientemente grandes para… una mujer. ¿Sabes qué? En este
momento creo que podría hacer una apuesta: al concluir el análisis óseo,
encontraremos que su pelvis no es ni más pequeña ni es redondeada. Si no me
equivoco, esta chica, es un chico.

─¿Un hombre?

─Casi totalmente seguro. Es un hombre; sí, cada vez más cierto ─siguió
diciendo mientras continuaba el examen del cuerpo.

El asistente quedó sorprendido con la declaración y trató todavía de defender


lo que tenía a simple vista.

─Pero su identificación dice que es mujer.

El médico alzó los hombros.

─Según la ley ahora puedes cambiar tus papeles para que todo el mundo te
crea mujer siendo hombre y viceversa.

─Perdone ─insistió el asistente, casi ofendido─, en todo caso fue un hombre


y se realizó un cambio de sexo y ahora es mujer, deberíamos hablar de ella, así, como
ella, como Eva Rubia. Es un asunto de respeto, doctor.

─Hay que terminar la autopsia, naturalmente y realizar los exámenes de rigor.


Ojalá encontremos elementos que ayuden a condenar al asesino ─contestó el médico
mientras examinaba los pulmones ─. No murió por asfixia, y el cigarro tampoco lo
mató aunque lo hubiera hecho de haber vivido un poco más.

─La mató, doctor, a Eva Rubia.

El médico giró levemente para mirar a su asistente y lo contempló


condescendiente.
─Qué bueno que quieras defender tus ideas. Pero sólo son eso, ideas. En ese
asunto del sexo, te voy a decir que a mí me da lo mismo lo que este pobre sujeto
pensara en vida: implantes son implantes. La autopsia nos confirmará que es un
hombre, yo soy médico y me baso en lo que me dice el cuerpo que tengo enfrente: y
veo muy difícil que el resto de los exámenes me diga lo contrario, aquí tenemos el
cuerpo de hombre; por ahora es todavía una hipótesis, pero creo que la podremos
confirmar científicamente; lo que cuenta aquí es la certeza científica, no las opiniones
vengan de quien vengan. Por supuesto, puede ser que él se percibiera como mujer,
que estuviera seguro de que era mujer y supongo que su buen dinero habrá invertido
en tratar de parecerlo. ¿Sabías que el proceso de reasignación de sexo cuesta cerca de
$4000 dólares y cuando menos dos años?

─¿Y qué hay de sus sentimientos? ¿Qué pasa cuando alguien se siente mujer,
se sabe mujer siendo hombre? Por cierto que ya recordé dónde escuché el nombre,
precisamente salió hace unos meses un reportaje sobre ella. Un hombre que se sentía
mujer y creo que el caso fue notorio porque hay muy pocos así en Michoacán y me
parece que Eva trabajaba cerca de algún político.

─Pues ahí lo tienes, un varón, y ya no siente y ya no sabe nada. El hecho es


que, ahora, él ya no está en posición de expresar ninguna opinión. Ya no se percibe
ni como mujer ni como hombre. Es únicamente un cadáver y sus huesos, su sangre,
todos sus tejidos, su ADN, todo a mí me confirmará, junto con tu oportuno recuerdo,
que es el cuerpo de un varón. Descenderemos un poco más la incisión y
encontraremos restos de un aparato reproductor masculino: vesícula seminal y
próstata. Y tan sigue siendo el cadáver de un varón, que legalmente no lo podremos
clasificar como feminicidio, así de simple mi amigo; en todo caso, se dirá que es
crimen de odio a un transexual. Recuerda siempre, lo que tienes aquí son evidencias,
no opiniones. Eres un científico y nunca puedes obviar los hechos.

─Y pensar que en unos días será la marcha de orgullo gay ─comentó el


asistente─. Seguramente habría tomado parte, pues para muchos era un símbolo.

─Estas muy enterado de todas estas cosas ─dijo el médico legista alzando las
cejas.
─Yo… simplemente veo las noticias, doctor. Y creo que esta circunstancia
hará que la prensa le dé más importancia al crimen.

Tomaron muestras de sangre, de saliva, hicieron el hisopado en las manos y


las uñas en busca de cualquier indicio que les diera luces sobre una lucha y la identidad
del agresor.

La sangre, la orina y las muestras tomadas de sustancias en el estómago se


enviaron al laboratorio para análisis toxicológico en busca de alguna droga o
enfermedad. Cuando cerraban las bolsas con las diferentes muestras biológicas, el
médico legista dio un último comentario.

─Te aseguro que no estaba embarazado.


II

EN BUSCA DE UN DETECTIVE

(UN JUSTICIERO)
Un vientecillo helado lo obligó a tomar las solapas del saco y levantarlas para cubrir
su cuello. La lluvia escasa pero pertinaz también lo hizo apresurar el paso. Era una
mañana típica de septiembre pensó, recordando que esa era la imagen que tenía desde
su infancia; concluían las vacaciones de verano y el primer día de clases era siempre
una mañana fría y lluviosa.

Se resguardó bajo el dintel del viejo portón mientras buscaba las llaves en su
bolsillo; encontró la correcta y no pudo evitar, como hacía cada día, juguetear un poco
con ella para admirarla y sentir su peso. Era una llave grande, antigua, de bronce, que
correspondía perfectamente con la personalidad del pórtico que estaba por cruzar,
con su puerta de mezquite, labrada, hermosa y pesada, la misma que había tenido el
edificio desde 1755, año de su construcción.

Entró a la vieja casona, adaptada desde hacía 20 años para la renta de


despachos. Sus abuelos habían vivido en la casa de al lado, otro monumento virreinal
del centro de la Ciudad de Morelia, antes Valladolid. Y él recordaba haber jugado ahí
cuando era pequeño. Ese era un punto extra para la nostalgia mañanera con que
iniciaba su jornada. El suyo era el despacho número siete; un abogado tenía el
primero, luego venían tres tomados por un contador con vocación expansionista; el
cinco que pertenecía a un psicólogo; el seis, estaba libre y luego el último, el suyo:
SANTIAGO BURGOS SANTIAGO, DETECTIVE.

Tomó asiento detrás de su escritorio, amplio y macizo, de los años veinte, con
líneas sobrias y elegantes de art decó.

Ya habían pasado cinco semanas y media de su último trabajo, un caso simplón


de robo hormiga en una fábrica, en que resultó culpable el capataz. De cualquier
manera acomodó papeles, revisó la agenda y luego tomó el porta-tarjetas para repasar
los datos de algunos contactos que pudieran darle trabajo. Cinco semanas y media
aguardando que a alguien le fuera lo suficientemente mal como para buscar la ayuda
de un detective privado.

Ya no se involucraba con “verdaderos crímenes”, como hizo durante casi 30


años en la policía. Harto de lo que había visto y lo que había hecho, decidió un retiro
voluntario sin dejar la investigación. Tenía su pensión de jubilado y con esa
tranquilidad abrió su despacho como detective privado. Ahora se dedicaba a resolver
misterios relacionados con espionaje industrial, divorcios y robos a empresas. Nada
demasiado intrincado o violento.

Estaba revisando la agenda cuando tocaron a la puerta.

─Adelante ─dijo sin levantarse de su sillón.

Se asomaron con cierta timidez dos adolescentes, una joven de piel apiñonada
y cabello castaño, recogido en una coleta con moño multicolor; contaría acaso con
unos 17 años; los ojos grandes y curiosos; pequeña y menuda su figura. Él, era alto y
delgado, quizás de la misma edad, de pelo crespo y revuelto, algo desaliñado en su
apariencia y notoriamente tímido. Avanzaron lentamente.

Santiago Burgos les invitó a aproximarse con un ademán de la mano. Dieron


unos pasos más y se quedaron de pie, ante el escritorio del investigador, recargando
sus manos en los respaldos de las sillas de visitante.

─¿En qué puedo ayudarlos? ─preguntó el detective. Nada en el aspecto de los


jóvenes los hacía parecer involucrados en el espionaje industrial, pensó con ironía, y
también estaban muy jóvenes para querer investigar un adulterio. ¿Tal vez un asunto
de herencias? ─Tomen asiento y platíquenme que se les ofrece.

La chica tomó aire, como si tuviera alguna lucha interna por lo que estaba a
punto de salir de su boca. Al final pronunció todo muy rápido; no quería seguir
guardando aquello.

─Venimos por un… por un asunto de un asesinato. Busco que alguien haga
justicia, busco quien pueda castigar o vengar.

A la declaración le siguió un mutismo inquisitivo que avanzó durante algunos


segundos por el despacho, olfateando alguna respuesta a la provocación. Los ojos
anhelantes de la joven buscaban una señal de esperanza en medio de su desesperación.
Santiago Burgos Santiago aquilató el silencio, inclinó el rostro y talló sus ojos,
reflexivo. Aún sin responder abrió un cajón para sacar una cajita de mondadientes, el
alivio para dejar de fumar; tomó un palillo y lo puso entre sus incisivos. Tamborileo
sobre el escritorio con los dedos.

Hacía tiempo que estaba intentando dejar todo lo que tuviera que ver con
homicidios. Las imágenes de los cadáveres de los casos que tuvo en la policía llegaron
ante él y lo miraron burlones: “te encontramos, no podrás escapar tan fácilmente”. Y
lo mismo hicieron los rostros de aquellos a quienes él mismo abatió con su Glock 17
de 9 mm; cinco personas cayeron muertas por su arma y con tres de ellas, en especial,
intentó auto convencerse de haber actuado en legítima defensa, porque en su interior
escuchaba una acusación que cada día se hacía más clara y audible y tomaba la forma
de un dedo fiscal que lo señalaba como mero ejecutor.

Su mente se trasladó, a pesar suyo, hacia escenas oscuras y confusas.

Años atrás, con la adrenalina en su máximo nivel, se internó en la penumbra


de lo que primero pensó era una casa de seguridad del crimen organizado. Pronto se
convirtió todo en un infierno. Gritos amenazantes por todas partes, siluetas que
insinuaban muerte, sensación inminente de peligro. Arrestos nocturnos para apresar
delincuentes que… ¿tal vez estaban desarmados? Asaltos nocturnos que ignoraba él,
que medio intuía, que trataba de negar, no eran arrestos sino ajustes de cuentas
ordenados a sus jefes, por un político en contra de sus adversarios. Operativos que
fueron mandados como arrestos para encubrir las apariencias, para evitar que algunos
como él se negaran por un escrúpulo ético que no era políticamente adecuado.

Simplemente, escenas oscuras y confusas, iluminadas apenas por los destellos


de su propia arma; gritos suplicantes por todas partes; gritos desde su interior cuando
comenzaba a tener certeza del objetivo real de su misión y la esperanza de que los
otros devolvieran el fuego para poder alegar, al final, que había sido en defensa propia
y no una artera ejecución; gritos por todas partes, acallados por las detonaciones de
las armas.

No importaba que la versión oficial lo favoreciera y que nunca hubiera tenido


que pagar. Los cinco, sus cinco muertos, eran padres de familia, buenos o malos, pero
padres al fin y él había dejado huérfanos a sus hijos. En secreto los visitó, los espió
con mirada culpable, aflicción que era bebida amarga y espesa, que fue tragando muy
lentamente.

Pero aquella mañana fría de septiembre, el silencio en su despacho avanzó un


poco más, hasta situarse detrás suyo y tocarle el hombro.

La joven tenía problemas para seguir con su petición y fue el chico quien puso
sobre el escritorio unas fotografías, que trajeron de vuelta al presente al detective
privado. En una de las imágenes se veía a una joven atractiva y sonriente, en otra un
rostro desfigurado a punta de cuchillo pero en el que todavía eran reconocibles
algunos rasgos que hacían ver que se trataba de la misma persona. En las fotografías
estaba impreso el nombre: Eva Rubia.

Burgos miró de reojo las fotografías, pero puso más atención en los jóvenes.

─¿Por qué vienes conmigo? ─preguntó el detective sin dejar el mondadientes.

─Porque era mi hermano y lo amaba ─respondió la chica refrenando las


lágrimas.

Santiago Burgos alzó una ceja como único signo de extrañeza.

─¿Tu… hermano?
La joven alzó los hombros y asintió con la cabeza. Trató de responder pero el
llanto ganó espacio y terminó venciendo, enmudeciéndola de nuevo y de tal manera
que parecía que no podría continuar. El muchacho que la acompañaba la abrazó y le
acariciaba la cabeza, intentando contener el dolor desbordado. Poco a poco logró
calmarse y continúo.

─Era trans, así lo decidió. Sin embargo, para mí siempre fue mi hermano. Se
operó, tomaba hormonas, cambió sus documentos y se llamaba Eva. Pero yo todavía
recuerdo cuando jugábamos los dos siendo pequeños… a las escondidillas. Se llamaba
Rogelio.

El silencio volvió a expandirse y ahora se agarró de las paredes, trepó hasta el


techo, se arrastró por el piso; fue creciendo hasta adueñarse de la habitación. Así
permaneció quizás por un minuto, cubriéndolo todo. Pero por más poderoso que sea,
el silencio se puede romper con un simple carraspeo. Así lo quebró Burgos, antes de
insistir.

─No me has contestado, ¿por qué vienes conmigo? ¿Por qué no acudes a la
policía?

─Ya fuimos ─dijo el chico.

─Nos acompañaron los del colectivo LGBT, sus amigos y otros que ni
conocíamos ─continuó la muchachita─. Pedimos justicia, todos gritaron mucho para
que pararan los crímenes de odio. La policía nos tomó declaración y han pasado ya
dos meses y no se avanza nada. En algo están de acuerdo los del colectivo y los
policías: cuando se trata de un crimen de odio es difícil encontrar al culpable concreto
porque no fue un asunto contra alguien en particular, no fue personal, sino que lo
mataron por su preferencia, por su forma de pensar y de vivir. Yo no sé mucho de
eso, sólo quiero que encuentren al que mató a mi hermano, a Eva… y lo castiguen.

─Yo me dedico a investigar divorcios, niña. Me apena mucho lo de tu


hermana, lo de tu… pariente, pero no soy el indicado.

La chica dio media vuelta, bajando la cabeza, jalando la playera de su amigo


para salir. Negaba con la cabeza inclinada, como si se estuviera rindiendo, su rostro
no estaba sólo triste sino que denotaba cansancio moral. Respiró hondo, inhalando
empeño y exhalando resignación. Se volvió con enojo en la mirada.

─Ellos están más interesados en convertirlo en un mártir ─dijo la chica con


dolor─. A mí sólo me interesa que se sepa quién fue, que se haga justicia, que el
asesino pague… de alguna manera. Era mi hermano y yo lo amaba.

Santiago Burgos, miró a la joven y pensó en su propia hija, sólo uno o dos años
más grande. Pensó en los muertos por los que su acción logró alguna justicia y aquellos
otros por los que nunca consiguió nada; pensó en sus propios muertos y en los
huérfanos de sus muertos, y algo parecido a un deseo de reivindicación comenzó a
cosquillearle a un lado del esternón.

Sacó una libreta y una pluma y puso su teléfono en modalidad de grabación de


voz.

─Siéntense, siéntense y platíquenme más. Cuéntame de tu hermano y de su


muerte. No prometo nada pero echaré un vistazo al caso...

***

Terminada la entrevista, los jóvenes salieron silenciosos y unos momentos después


los miró caminar al lado de su ventana. Los escuchó como voces en su consciencia.

─¿Crees que nos ayude? ─preguntó el joven a la chica.

─No los sé. Por lo menos aceptó.

─No quería al principio.

─Aceptó y ya es algo.

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