SERVICIO SOCIAL
Identidad y alienación
Maria Lúcia Martinelli
SERVICIO SOCIAL
Identidad y alienación
I
BIBLIOTECA LATINOAMERICANA DE SERVICIO SOCIAL
II
A mi querido padre, Lourenço Martinelli,
y a mis hermanos, cuñados y sobrinos, con mucho amor.
III
“Pero el día va a llegar
y el mundo va a saber,
no se vive sin dar.
El que trabaja es quien tiene el derecho de vivir,
pues la tierra de nadie es.”
Marcos Valle y Paulo Sérgio Valle
IV
Sumario
Presentación biográfica
Prólogo a la edición castellana
Presentación
Prólogo
Conclusiones
Referencias bibliográficas
V
Presentación biográfica
La obra que ahora se publica en idioma castellano por Cortez Editora, y que
integra la Biblioteca latinoamericana de Servicio Social, fue lanzada originalmente en
Brasil en 1989, revisada en 1991, encontrándose hoy en la cuarta edición. La misma ha
ocupado un espacio reconocidamente significativo en el medio profesional del Servicio
Social como un todo, transitando por los múltiples y diversificados espacios
profesionales: posee amplia penetración tanto en el grupo de la intelectualidad
profesional como en los cursos de Servicio Social de todas las Universidades brasileñas
y de algunas hispanoamericanas, constituyéndose inclusive en una referencia de los
asistentes sociales que actúan en los intersticios de las organizaciones sociales, de modo
que esta obra se ha constituido en un recurso necesario para aquellos que buscan
comprender el Servicio Social de un punto de vista histórico-crítico.
1. Pienso que no haya dudas de que la maduración política de los movimientos sociales, de las
luchas populares y de liberación nacional, las diversas formas de resistencia al imperialismo
norteamericano, vividos por toda América Latina en la década del ’60, abren curso libre para la
VI
Si de un lado, por la historia singular de cada país que compone el continente
latinoamericano, aquello que Netto denominó como “proceso de renovación de la
profesión”2 se desarrolló de manera diferenciada, de otro, la Revolución Cubana y otros
movimientos políticos revolucionarios vinculados a la tradición marxista, que buscan
libertar a América Latina del dominio de los países imperialistas, inauguran un nuevo
contexto sociopolítico sobre el cual la profesión pasa a moverse, contexto éste que
convoca a la profesión a (re)pensarse, a (re)definirse, o mejor dicho a
(re)conceptualizarse. Lo que se pone como innovador en este momento histórico es la
perspectiva a partir de la cual el Servicio Social latinoamericano realiza la revisión de
sus bases filosóficas y teórico-metodológicas, ahora incorporando otros interlocutores,
racionalidades y proyectos sociales.
metodologia no Serviço Social. São Paulo, Cortez, 1991), de un lado, y cargadas de inspiración
voluntarista y humanista-cristiana, de otro.
6. In: Martinelli, “Memória e Identidade”. Memorial, Mimeo, PUC-SP, São Paulo, 1996.
VIII
maestría, que redundó en el libro publicado en 1978 por la Editora Cortez & Moraes,
con el título de “Modelos de Ensino de Serviço Social — uma análise crítica”7
7. Cabe resaltar que esta obra, que tuvo su primera edición agotada cuatro meses después de su
publicación, no recibió autorización de su autora para la segunda edición, en la medida en que luego de su
finalización las reflexiones de la autora ya se encontraban en un nivel de comprensión teórica,
metodológica y política substantivamente más. Como ella misma afirma, al aproximarse de los
historiadores marxistas británicos, pasa a considerar los “modelos como una metáfora de la historia”
(Martinelli: entrevista concedida a los efectos de esta presentación. São Paulo, mayo de 1997).
8. Idem.
9. Idem.
IX
Entre las diversas publicaciones de la autora, todas ellas con el afán de ofrecer
subsidios para la práctica profesional, además de las citadas anteriormente, destaco dos
artículos publicados en la Revista Serviço Social & Sociedade n°s. 43 y 44,
respectivamente: “Notas sobre Mediações: alguns elementos para a sistematização da
discussão sobre o tema” (Cortez, 1993) y “O ensino teórico-prático do Serviço Social:
dilemas e alternativas” (Cortez, 1994) y, aún más, la entrevista realizada con Luiza
Erundina (asistente social, ex-Prefecta de São Paulo en el gobierno del Partido de los
Trabajadores — PT) y publicada en Brasil con el título “O trabalhador no contexto dos
movimentos sociais”, en la Revista Serviço Social & Sociedade n° 18 (Cortez, 1985) y
para los países de habla hispánica por la Revista Acción Crítica n° 19
(ALAETS/CELATS, 1986) bajo el título: “El Movimiento Popular como Escuela
Fecunda”10.
11. En este ámbito, hay que reconocer el carácter inaugural de la obra de Marilda Iamamoto, a
partir de una investigación pionera, patrocinada por el CELATS, la cual realiza una verdadera inflexión
en la comprensión del Servicio Social como profesión dentro de la división social y técnica del trabajo y
de las relaciones sociales capitalistas.
XI
historia, encuentra la lucha de clases, como expresión de las contradicciones y de los
antagonismos de este modo de producción.
12. Remitimos el lector a la Introducción de esta obra: Pensar el Servicio Social: ésta es la tarea,
pg. 15.
13. Gramsci, in Martinelli: “Alianças e consenso no Serviço Social — algumas reflexões à luz da
perspectiva gramsciana”. Revista Serviço Social & Sociedade nº 22, São Paulo, Cortez, 1986.
XII
este emprendimiento inaugurado por Cortez Editora, deben ser no apenas enaltecidas y
apoyadas, sino sobre todo, imitadas.
Yolanda Guerra
Baurú, mayo de 1997
XIII
Prólogo a la edición castellana
Este libro, que ahora presentamos en idioma castellano, fue escrito al final
de los años ’80, más precisamente entre 1987 y 1988, momento especialmente fecundo,
e incluso paradójico, en términos de proceso histórico latinoamericano. Al mismo
tiempo en que se vivió en ese período la entrada de América Latina en el circuito
internacional de la democratización, lo cual reavivó esperanzas de que el camino para la
modernidad estuviera en curso, y de que los años ’90 vinieran a consolidar ese percurso
para un “admirable mundo nuevo”, se asistió también a una crisis sin precedentes en el
plano económico-social. La gravedad de la situación fue de tal magnitud, que algunos
estudiosos más radicales llegaron a declarar que la década de ’80 fue una “década
perdida”, poniendo en riesgo no apenas el proceso de modernización, sino también la
propia identidad de América Latina.
* Gerth Rosenthal, secretario ejecutivo de la CEPAL, basado en tales estudios, afirma que en
1985 más de 38% de la población latinoamericana vivía abajo del nivel de pobreza (“El desarrollo de
América Latina y el Caribe en los años ochenta y sus perspectivas”, in Revista de la CEPAL nº 39; pg.
35. Santiago, CEPAL, 1989).
* Ver Moacir Werneck: O libertador. A vida de Simón Bolivar, pg. 213. Rio de Janeiro, Rocco,
1988.
* Francisco Weffort: “A América errada”, in Revista Lua Nova nº 21, pg. 9. São Paulo, CEDEC,
1990.
XIV
En esa perspectiva, preguntar por la identidad latinoamericana o preguntar
por la identidad del Servicio Social, expresa un cuestionamiento de naturaleza
profundamente histórica, que no se agota con el tiempo, y cuyo enfrentamiento
presupone pensar la profesión a partir de las relaciones sociales que le dan origen, como
necesidad sociohistórica determinada, inserta en la división social y técnica del trabajo,
y por lo tanto sujeta a determinaciones contradictorias de la sociedad capitalista donde
se realiza su práctica.
XV
y desafiante profesión. Más que nunca se hace necesario preguntar por la identidad del
Servicio Social latinoamericano, por sus reales posibilidades de sumarse a las luchas
sociales por la construcción de una nueva sociedad.
Que la práctica del Servicio Social latinoamericano pueda estar cada vez
más al servicio de la construcción de la “Casa Común del Hombre, del hombre pleno,
por sus diversas y singulares expresiones de identidad”*, y que la Biblioteca
latinoamericana de Cortez Editora, en general, y este libro, en particular, puedan
significar una contribución para ello es la esperanza que nos mueve, es nuestra voluntad
política.
Lo hago ahora, homenajeando con esta publicación a todos los asistentes sociales
latinoamericanos, especialmente aquellos que nos precedieron históricamente y que nos
legaron el Servicio Social que hoy tenemos, registrando aquí mi esperanza mayor de que
tengamos la fuerza, la lucidez y el coraje de transformarlo en el Servicio Social que
queremos!
1
Prólogo
Pocas áreas de las ciencias humanas han revelado tanta inquietud teórica como el
Servicio Social. Cuando se observa la intensa producción bibliográfica de esa área,
ocurridas en las últimas décadas, uno se queda impresionado con el dinamismo y la
fecundidad de ese verdadero proyecto de reconceptualización que se propuso el Servicio
Social. Desde una perspectiva filosófica, ese esfuerzo que el Servicio Social hace para
repensar desde las raíces es muy significativo, una vez que se constituye bajo la forma
de un proceso epistemológico y crítico que sin duda se va transformando en un auténtico
paradigma para las demás áreas de formación y de actuación profesional dirigidas a la
realidad social, en el ámbito de la sociedad capitalista contemporánea. Con ahínco y
propiedad, el Servicio Social viene buscando últimamente hacer su acierto de cuentas
con el capitalismo, poniendo en limpio todas las múltiples determinaciones que, en
cuanto modo de producción, impuso como configuración cultural de esta área.
2
angustiante: ¿tendría claro para sí el asistente social que, al sucumbir “frente a la lógica
del capital, era su propio ser dialéctico, su conciencia social, su identidad profesional la
que sucumbía, para dar lugar a un ‘no-ser’, a un ser sin efectividad, a una categoría sin
identidad propia y reproductora de una práctica reificada, producida por la cultura
dominante, y sin ningún potencial de transformación de la realidad? (p. 14). Cuestión
realmente crucial, incluso en el plano ontológico, introduciendo una contradicción
interna y cabal, pues ser asistente social acaba siendo lo mismo que ser “no-ser”, tal su
pérdida de si mismo en la identidad (falsa) que le atribuyera el capitalismo. Para superar
esa contradicción se impone rescatar la identidad de ese profesional, identidad
considerada como “elemento definidor de su participación en la división social del
trabajo y en la totalidad del proceso social”, por lo tanto, considerada “dialécticamente
como una categoría política y sociohistórica que se construye en la trama de las
relaciones sociales , en el espacio social más amplio de la lucha de clases y de las
contradicciones que las engendran y son por ella engendradas” (p. 16).
Por eso, el texto comienza por el desvelamiento de las prácticas del Servicio
Social bajo las cuales se constituye una ilusión de servir; en un segundo momento, son
expuestos y denunciados las artimañas del capitalismo, armadas para la captura de la
conciencia del profesional; seguidamente, el texto nos lleva a la propuesta de ruptura
con la alienación, de negación de la identidad atribuida, y por lo tanto, de afirmación de
la identidad rescatada y de una conciencia de sí para sí, de una nueva conciencia social.
3
nos garantizará, mientras actuemos en las tramas de las relaciones sociales del
capitalismo, que no continuaremos víctimas de la ilusión de servir, sirviendo justamente
a aquellos que dominan? Maria Lúcia no vuelve sin duda al “cielo de los idealistas”,
pero tampoco no deja clara y concretamente indicados los caminos que deben trillar, en
la tierra del realismo histórico, los nuevos profesionales del Servicio Social.
Sin embargo, esta cuestión sin respuesta no es un impase apenas del trabajo que
ahora presento: se trata de un cuestionamiento más amplio que se expande y se
generaliza en relación al sentido político de la práctica de todos aquellos que quieren
actuar críticamente en los meandros de la sociedad capitalista. No me restan dudas de
que será muy significativa la contribución de este libro para una comprensión más
profunda, más rigurosa y más crítica de la práctica del Servicio Social por parte de
aquellos que, conjuntamente con la autora, se propusieron hacer esa travesía: en efecto,
en sus términos, apoyados en Guimarães Rosa, “es preciso romper con el estancamiento
y realizar la travesía, pues es en el medio de ésta que la realidad se presenta para la
gente” (1956: 274).
4
INTRODUCCIÓN
5
En uno de los trabajos de su juventud, Hegel, muy empeñado en comprender la
vida en su plenitud, como una actividad inseparable de la historia, escribió “Pensar la
vida, esta es la tarea” (Hyppolite, 1970: 12). Esta idea me acompañó muy de cerca
cuando, al detenerme en el análisis de la variada gama de temas que podrían constituir
objeto de la presente tesis de doctorado, concluí que lo que me atraía verdaderamente y
me impulsaba a buscar respuestas, convocándome para la reflexión, era el propio
Servicio Social en cuanto existente en sí y en sus relaciones con la sociedad capitalista
en la cual tuvo su origen y desarrollo como práctica social institucionalizada. Así, más
que una o varias situaciones específicas a él relacionadas, me preocupaba la
comprensión del real significado de la profesión en la sociedad del capital, su
participación en el proceso de reproducción de las relaciones sociales. Muchas dudas,
interrogantes y cuestionamientos se fueron alojando en mi universo intelectual a lo largo
de más de dos décadas de continuo ejercicio profesional en el área de Servicio Social.
La profundización de los estudios sobre la trayectoria histórica del Servicio Social, por
ejemplo, despertaba en mí una gran motivación, pues ahí estaba una cuestión que
siempre me estimulaba la curiosidad: saber hasta qué punto esta trayectoria favoreció o
impidió el desarrollo de la identidad profesional y de la conciencia social de los agentes
profesionales. Relacionada a ésta, otra situación se imponía con el mismo vigor,
exigiendo ser visitada de manera crítica: en el caso de la trayectoria histórica haber
impedido el desarrollo de la conciencia social de los agentes, saber cómo la alienación
penetra tan fuertemente en el interior del colectivo profesional, permitiendo que el
fetiche de la práctica se adhiriera firmemente a ella, llegando a transfigurarla, dándole la
connotación de una práctica alienada, alienante y alienadora, enclaustrada en las
instituciones y distanciada de la lucha de clases.
Todavía en esta temática de la alienación, otra indagación crucial era saber hasta
qué punto los agentes tenían conciencia de que la burguesía estaba asumiendo
progresivamente el control de su práctica, transformándola en una estrategia de
6
dominación de clase, en un instrumento de reproducción de las relaciones sociales de
producción capitalista. Completando esta indagación, cabría saber si los agentes se
daban cuenta de que a lo largo de este proceso su propia identidad estaba siendo
consumida por la sociedad burguesa que se constituía. Más que consumida, su identidad
estaba en realidad siendo plasmada artificialmente por la burguesía para servirle como
estrategia de consolidación de su dominio de clase. De la misma naturaleza y de igual
gravedad era el cuestionamiento sobre la adopción de la identidad atribuida por el
capitalismo como referente persistente de la práctica de Servicio Social. La pregunta que
se imponía era: ¿tenían los agentes conciencia de que, operando con tal identidad, sus
acciones profesionales pasaban a constituir respuestas a los intereses del capitalismo,
contribuyendo así con la reproducción de las relaciones sociales capitalistas y con la
expansión del capital? Finalmente la pregunta esencial, con la cual todas las anteriores
de cierta forma estaban relacionadas: ¿estaba claro para los agentes que , al sucumbir en
la lógica del capital, era su propio ser dialéctico, su conciencia social, su identidad
profesional la que sucumbía, para dar lugar a un “no-ser”, a un ser sin efectividad, a una
categoría sin identidad y reproductora de una práctica reifica, producida por la cultura
dominante, y sin ningún potencial de transformación de la realidad? En fin, reviendo
todas estas cuestiones y buscando ordenarlas en torno de referentes comunes, pude
constatar algo que me sorprendió al comprobar que las categorías Identidad y
Conciencia Social, nucleadoras del conjunto de las indagaciones, tenían efectivamente
la marca de una temática persistente en mi universo intelectual. Ya en la elaboración de
mi tesis de maestría, durante la década del ’70, allá estaban desafiándome, invadiendo
mis reflexiones sobre la especificidad del Servicio Social como profesión: “Tal aspecto
es de fundamental importancia, pues solamente en el momento en que la profesión
alcanza su identidad específica y distintiva es que llega a su autonomía científica”
(Martinelli, 1977: 4-5).
7
estaba directamente referido a una indagación fundamental sobre su identidad
profesional y sus conexiones con la conciencia social de sus agentes. Por otro lado, no
era un pensar estático sobre un momento específico, sino un pensar dialéctico que,
recuperando la historia, sus movimientos y los diferentes momentos de práctica social
de los agentes, buscaba comprender el Servicio Social como fenómeno social, histórico
y cultural. La cuestión fundamental, que asumiendo la función de hipótesis, de punto de
referencia para la caminada, determinaba el itinerario de búsqueda a ser seguido, era: la
ausencia de identidad profesional fragiliza la conciencia social del colectivo
profesional, determinando un percurso alienado, alienante y alienador de práctica
profesional.
11
Dentro de la línea marxista1, la pregunta sobre la identidad como categoría en sí
o en sus conexiones con la conciencia ha estado presente en el horizonte de la
comunidad brasileña, convocando a la reflexión a filósofos e intelectuales como Fausto
(1983), Giannotti (1983), Oliveira (1987) e Ianni (1968, 1987), para citar apenas
algunos. En lo referente al Servicio Social, la pregunta sobre la identidad, a pesar de que
no haya sido formulada con esta denominación, se encuentra en la mayor parte de los
textos producidos en América Latina durante las décadas de ’70 y ’80. Tales décadas
asistieron al apogeo, flujo y reflujo de un movimiento latinoamericano de revisión
crítica del Servicio Social, que en el contexto de la profesión recibió la denominación de
Movimiento de Reconceptualización del Servicio Social. En este Movimiento, la
preocupación con la inserción del Servicio Social en el mundo capitalista — y por lo
tanto con su identidad — asumió la dimensión de temática persistente. En América
Latina fueron muy significativos los esfuerzos del Centro Latinoamericano de Trabajo
Social (CELATS), organización asociativa continental, con sede en Lima, Perú, para
incrementar la reflexión sobre esta temática. Los trabajos pioneros de Maguiña (1977:
17-26) y de Parodi (1978: 33-43) discutiendo, a partir de fundamentos analíticos
marxistas, la propia naturaleza del Servicio Social y sus espacios laborales en la
sociedad del capital no pueden dejar de ser citados como importantes ejemplos de esta
fase. En la misma vertiente teórica, una obra de fundamental importancia como análisis
histórico-sociológica de la profesión es la producida por Iamamoto y Carvalho (1982)*,
abriendo significativos ángulos para la reflexión y el debate. Aún en este contexto de
aprehensión del significado histórico-social de la práctica profesional de los asistentes
sociales, a partir de su inserción en el proceso de reproducción de las relaciones
sociales, merecen destaque las obras de Manrique Castro (1984)* y de Palma, éste
discutiendo en un primer momento el propio Movimiento de Reconceptualización
(1977) y algunos años más tarde, la dimensión política de la práctica profesional
* Del original castellano, La práctica política de los profesionales. El caso del trabajo social,
edición del CELATS, Lima, 1985 (N. de Ts.).
* El título original en castellano es: Trabajo Social en América Latina — balance y perspectivas,
editado por CELATS, Lima, 1986 (N. de Ts.).
* Versión brasileña (revisada y ampliada) de Trabajo Social. Ideología y método, Buenos Aires,
Ecro, 1972 (N. de Ts.).
13
conocimientos humanos era de fundamental importancia para definir tanto la naturaleza
de la acción profesional como las funciones que le correspondían en el sistema
capitalista. En realidad, tal discusión encubría un serio impase con el cual el Servicio
Social se veía envuelto, pues sus prácticas restrictas, reduccionistas y microsociales no
conseguían responder de forma efectiva a los complejos problemas de la realidad
brasileña en aquel grave momento de la historia. Así, en su párrafo 34 el Documento
(Vv. Aa., 1967: 13) afirma que “se impone la reformulación del Servicio Social en
nuevas líneas de teoría y de acción para mejor servir a la persona humana y a la
sociedad”.
14
alcanzaba. De ese evento resultó el segundo documento, denominado Documento de
Teresópolis (Vv. Aa., 1970), publicado, al igual que el anterior, por el CBCISS como
suplemento especial de su revista Debates Sociales, de amplia divulgación en el país.
15
peculiar. La pregunta sobre la identidad, en esta perspectiva, era la pregunta sobre la
especificidad de la práctica profesional de los asistentes sociales.
CUADRO I
Origen de los participantes en los siete encuentros regionales
Estados Participantes %
Acre 1 0,10
Amazonas 24 2,51
Alagoas 17 1,77
Bahia 104 10,86
Ceará 10 1,04
Distrito Federal 112 11,69
Espírito Santo 23 2,40
Goiás 19 1,98
Guanabara 15 1,58
Maranhão 15 1,58
Minas Gerais 27 2,82
Mato Grosso 3 0,30
Pará 94 9,81
Paraíba 26 2,71
Paraná 14 1,46
Pernambuco 22 2,30
Piauí 9 0,92
Rio Grande do Norte 95 9,92
Rio Grande do Sul 27 2,82
Rio de Janeiro 40 4,18
Santa Catarina 36 3,76
São Paulo 212 22,13
Sergipe 13 1,36
16
social; preguntar por la identidad significaba, en realidad, preguntar por su participación
en esta trama, por su papel en el proceso de reproducción de las relaciones sociales.
Otra vía buscada para superar los dilemas y angustias que tanto presionaron al
colectivo profesional durante la década de ’70 fue la fenomenología, en especial en su
vertiente heideggeriana. Esa influencia de la fenomenología se hizo presente tanto en la
práctica profesional como en la producción teórica nacional, alcanzando incluso la
estructura de algunos cursos de Servicio Social de la universidad brasileña. En el
contexto de la fenomenología heideggeriana, la preocupación con la identidad se
trasladaba para la búsqueda del dasein del Servicio Social, o sea, para la comprensión de
su “ser ahí”. Preguntar por la identidad en la perspectiva fenomenológica era preguntar
por la posición del Servicio Social en cuanto “ser en el mundo”.
17
capitalismo. La recurrencia al vasto panel de la historia, en especial de Inglaterra, donde
se dio la génesis, se instituyó como una condición necesaria para comprender tanto el
Servicio Social cuanto el capitalismo y las relaciones entre ambos.
18
CAPÍTULO I
Marx y Engels
19
1.1. Capitalismo industrial y polarización social
Todas las palabras son portadoras de ideas, son plenas de significados. Estos, sin
embargo, alojados en su interior, no se manifiestan de pronto ni aparecen de forma
inmediata. Es preciso buscarlos en la dinámica del proceso histórico, descubrirlos en las
tramas constitutivas de la realidad. En cuanto al capitalismo, término de uso tan
constante y de forma tan heterogénea, tal búsqueda se vuelve indispensable, pues la
propia diversidad de acepciones a él atribuida es reveladora de que no hay acuerdo sobre
su significado. En la historiografía socioeconómica hay por lo menos tres grandes
vertientes que deben ser examinadas, según Dobb1, cuando se pretende obtener una
comprensión efectiva del capitalismo como categoría histórica.
20
capitalista. No obstante, defendida por Max Weber y sus seguidores, tal tesis no reunía
evidencias históricas que la ratificaran; al contrario, era por ellas demolida. Tanto los
riesgos históricos disponibles como las opiniones de los historiadores al respecto
permitían que se concluyera que el capitalismo como uso adquisitivo del dinero — por
lo tanto no como sistema histórico especial —, antecedía en mucho la Reforma2, cuna
del protestantismo.
En ese sentido el énfasis recae más sobre el uso de la moneda y el área del
mercado, visualizándose ahí el capitalismo, fundamentalmente en su dimensión de
categoría económica. En realidad, ésta no se separa de la dimensión histórica, sin
embargo, en esta vertiente, que se detiene primordialmente en el carácter comercial del
sistema capitalista, en su condición de producción para el mercado, la historia acaba por
quedar relegada a un plano secundario y distante. Se corre el riesgo, en consecuencia, de
caminar para un abordaje tautológico y reduccionista, en el cual el origen del
capitalismo está en el propio capitalismo, y sus etapas de crecimiento económico se
relacionan apenas con las ampliaciones del mercado o del volumen de inversiones. Karl
Bücher y Gustav von Schmoller, partidarios de la Escuela Histórica, dejan claro en sus
principales obras, Industrial evolution (1893) y Principes d’économie politique (1890)
respectivamente, que “el capitalismo es un sistema de actividad económica dominado
por un cierto tipo de motivo, el motivo lucro” (in Dobb, 1983: 7). Según Bücher, el
criterio esencial para identificar el capitalismo es la “relación existente entre producción
y consumo de bienes, o para ser más exacto, la extensión de la ruta recorrida por los
bienes al pasar del productor al consumidor” (ídem.: 6-7). Siendo así, es pequeña la
contribución ofrecida por esta línea en la búsqueda de comprensión del capitalismo
1. Dobb así se refiere a esa cuestión: “Por haber ejercido fuerte influencia sobre la investigación
y la interpretación histórica, tres significados separados atribuidos a la noción de capitalismo surgen con
destaque” (1983: 5).
2. Pirenne declara que “las fuentes medievales sitúan la existencia del capitalismo en el siglo XII
fuera de cualquier duda” (in Dobb, 1983: 7).
21
como categoría de interpretación histórica, como llave heurística para desvendar la
estructura social y las distintas instituciones económicas que le corresponden.
3. Para precisar, es importante que se aclare que el origen del término capitalismo no se debe a
Marx. Según el Diccionario Oxford, su surgimiento data de 1854, cuando fue empleado en un texto del
romancista inglés William M. Trackeray (ver Bottomore, 1988: 51).
22
histórico o como un orden económico distinto. Es preciso considerarlo en su condición
de categoría histórica, social y económica, como un modo de producción asociado a un
sistema de ideas y a una fase histórica. El elemento crucial de tal concepción no es pues
el carácter comercial del capitalismo, o el espíritu capitalista emprendedor y aventurero,
al mismo tiempo que racional y disciplinado, como quería Sombart; es en realidad el
modo de producción capitalista y las relaciones sociales que le son propias,
determinando la ruptura entre el capital y el trabajo y entre los hombres, como
miembros de clases sociales, que pasan a diferenciarse a partir de la pose privada de los
medios de producción.
4. Según la ley de la marcha de la historia, “todas las luchas históricas que se desarrollan sea en
el dominio político, religioso, filosófico, sea en cualquier otro campo ideológico, son en realidad apenas
la expresión más o menos clara de luchas de clases sociales, y la existencia y por lo tanto también los
conflictos entre esas clases, son, por su parte, condicionados por el grado de desarrollo de su situación
económica, por su modo de producción y de intercambio, el cual es denominado por el precedente”
(Engels in Marx, 1987: 12).
23
Así, para alcanzar el objetivo buscado — comprensión del capitalismo como
categoría histórica y sus conexiones con el Servicio Social —, se torna indispensable
volver en el tiempo e inquirir la historia, con ella dialogar. Tal diálogo hoy puede ser
hecho a partir de las sociedades antiguas y medievales, sobre las cuales los avances de la
investigación histórica lanzaron importantes luces y recogieron significativas evidencias
sobre su organización social y económica. Esas evidencias permiten que los
historiadores afirmen, con cierta precisión, que ya en esa época se realizaban
transacciones monetarias que procuraban el lucro y que por lo tanto, en un sentido muy
elástico del término, pueden ser consideradas transacciones de naturaleza capitalista. De
esa forma, ellas estarían presentes en prácticamente todas las épocas históricas, tornando
muy compleja la tarea de precisar el momento de surgimiento del capitalismo o incluso
su periodización histórica. Esto tal vez constituya un factor explicativo para la
heterogeneidad de posicionamientos encontrados en relación a la génesis y a las
principales fases de desarrollo del capitalismo. Su propia complejidad intrínseca, como
categoría histórica, social y económica, impide que se construya una historia genética
lineal, remitiendo antes a la búsqueda de conexiones históricas que puedan consistir en
factores explicativos del capitalismo en la perspectiva en que estamos buscando: un
modo de producción asociado a un sistema de ideas y a una fase histórica.
24
menos compulsiva. Los siglos XIV y XV van a encontrar sin embargo el feudalismo5
inmerso en graves crisis, por un lado derivadas de la intensa difusión de las
transacciones monetarias en su interior y por otro de la desintegración de la estructura
feudal en función de la maduración de sus propias contradicciones internas. Con el
desarrollo del capitalismo mercantil, sobre todo a partir de la primera mitad del siglo
XV, las relaciones de producción en el campo son invadidas por la variable comercial,
los intercambios se vuelven cada vez más complejos, pues pasan a tener como objetivo
la acumulación de la riqueza y el lucro. La separación entre los campesinos y la tierra,
entre productor y los medios de producción, se va infiltrando disimuladamente,
haciéndose acompañar de su habitual corolario, la división social del trabajo.
Iniciándose con una primera ruptura entre la hilandería y tejeduría, se vuelve a cada
momento más compleja, determinando nuevas y crecientes divisiones. Aquella
economía natural de la sociedad medieval entra en compás de descaracterización
progresiva, siendo aceleradamente substituida por nuevas formas de intercambio, las
que acentúan la separación entre el propietario y el productor. El prospero dueño de la
tierra, de la propiedad agrícola, va a metamorfosearse en comerciante o mercader,
pasando en seguida de comerciante a mayorista, haciendo del comercio exterior y del
monopolio la bases esencial de su riqueza. Fijándose dentro de las murallas de las
nacientes y vigorosas ciudades, los burgos6 de la época medieval, a los cuales tenían
libre acceso desde que poseyeran lote o propiedad en su interior, los burgueses pasan a
controlar el mercado urbano, a través de sus monopolios. Los centros de poder se
desplazan de los feudos para los burgos. Cuanto más acumulan riqueza, mayor es su
poder político, lo que permite a los burgueses mantener un control exclusivo sobre el
gobierno urbano, ya en el siglo XV. La política de control de mercado es altamente
favorecedora de los monopolios, y así los burgueses se tornan una clase cada vez más
próspera. Uniendo sus compañías mayoristas por especialidades o por ramas de
comercio, fortalecen aún más su poder, acabando por someter totalmente los pequeños
productores y artesanos a su control político y económico. Los siglos XIV y XV son
7. “Tejedor agrícola” es expresión utilizada por Engels (1985: 14) para referirse a un momento
de transición en que el trabajador, viviendo todavía en el campo, “se dedica al trabajo en su telar, como
forma de obtener salario”.
8. Proletario: “hombre que trabaja a cambio de su salario, que vive de él” (ver Cunha, 1982:
638).
26
influencia del capital mercantil se volvía relevante, ligándose progresivamente al modo
de producción. En esta fase hay una creciente necesidad de mano de obra, pues tanto en
el campo como en la ciudad importantes modificaciones estaban procesándose. En la
agricultura, donde el lucro ya no provenía más de la tierra sino de su uso comercial, los
grandes propietarios estaban autorizados por la legislación promulgada por el
Parlamento inglés y por la Casa Real, conducida en este momento por la dinastía Tudor
(1485-1603), a cercar sus propiedades e impedir la entrada de los campesinos que otrora
obtenían su sustento de la tierra. En la ciudad comenzaban a surgir fábricas — fruto de
las nuevas intervenciones y del avance de la técnica — con su creciente demanda de
trabajadores.
Con el mismo énfasis con que protegía a la burguesía, tal legislación oprimía a
los trabajadores. La Ley del Asentamiento, de 1563, los impedía de mudarse de aldea
sin permiso del Señor local, y la Ley de los Pobres, de 1597, declaraba indigentes y
retiraba el derecho de ciudadanía económica de aquellos que fueran atendidos por el
sistema de asistencia pública. Así, reclutando coercitivamente al trabajador, la burguesía
cuidaba de mantener bajo control la fuerza de trabajo de la cual necesitaba para expandir
su capital. Al trabajador, pocas alternativas restaban sino ingresar en el mercado a través
del trabajo asalariado.
9. Marx sitúa “la era capitalista a partir del siglo XVI”, destacando sin embargo, que
“esporádicamente los primordios de la producción capitalista” ya podían se encontrados en el “siglo XIV
o XV, en ciertas ciudades de Mediterráneo” (in Dobb, 1983: 89).
27
través del cual el “productor” se transforma en “comerciante y en capitalista”
(Bottomore, 1988: 387). Siendo así, evidentemente no se puede hablar e un momento
preciso de surgimiento del capitalismo, sino de un conjunto de circunstancias, de
condiciones materiales, creando los flujos históricos que permiten su surgimiento.
10. “Las revoluciones burguesas, como las del siglo XVIII, avanzan rápidamente de éxito en
éxito; sus efectos dramáticos exceden unos a otros; los hombres y las cosas se destacan como gemas
brillantes; el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas revoluciones tienen vida corta; luego alcanzan su
28
sociedad fue su adopción como marco de referencia de la era contemporánea. Para los
trabajadores, que vivían bajo dominio del capital, bajo el yugo de los capitalistas, los
impactos traídos por la Revolución Francesa fueron muy grandes. La amplia divulgación
de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en París en la
histórica Asamblea Nacional del 26/08/1789, estableciendo los principios sobre los
cuales debería asentarse la nueva sociedad, despertó muchos ideales de lucha; sin
embargo los trabajadores constituían un grupo bastante heterogéneo y aún sin
conciencia de clase, en esta etapa. Arraigados a los antiguos hábitos de trabajo, se
mantenían presos a una actitud individualista en el desarrollo de sus funciones, no
consiguiendo construir su identidad de clase, durante el siglo XVIII. Como categoría
histórica que es, la identidad se construye en el movimiento de la historia a lo largo del
camino de la propia clase, la cual al producir su existencia, su vida material, produce la
historia humana11. Esta es, por lo tanto, una historia viva, candente, multidimensional,
plena de movimiento, pulsando con la propia vida. Su ritmo se relaciona directamente
con la maduración de las condiciones internas de los diferentes periodos históricos de la
vida de la sociedad, lo que le imprime un movimiento contradictorio y complejo, que se
expresa tanto por momentos de lentitud como por otros de intensa actividad, capaces de
determinar un repentino cambio en la dirección del flujo histórico, de promover la
transición de una época histórica y su estructura social para otra. Así fue con la
Revolución Francesa, en el plano político y social, y con la Revolución Industrial, en el
plano de la relación capital-trabajo. Engels, a quien se atribuye el origen de la expresión
Revolución Industrial, consideró que ésta tuvo para Inglaterra la “misma importancia
que la revolución política tuvo para Francia y la filosófica para Alemania” (1985: 25)12.
En el conjunto de las transformaciones que venían produciéndose en la sociedad en
relación a la estructura social, organización económica y modos de producción, la
Revolución Industrial, según hoy es aceptado por los historiadores y demás estudiosos
de la sociedad, constituyó una transformación esencial, en la medida en que transformó
apogeo, y una larga modorra se apodera de la sociedad antes que ésta haya aprendido a apropiarse
serenamente de los resultados de sus periodos de ímpetu y tempestad” (Marx, 1987: 19).
11. “Pero, a partir del momento en que representamos los hombres como actores y autores de su
propia historia, habremos llegado, a través de un desvío, al verdadero punto de partida, una vez que
tendremos abandonado los principios eternos de los cuales hablábamos al principio.” (Marx, 1969: 169,
subrayado nuestro).
12. En lo que se refiere a la expresión revolución industrial, se debe resaltar que algunos autores
atribuyen a Engels el origen del término, y otros apenas la asignación del significado con que es utilizado
a partir de 1845, basado en su obra ya especificada. Ver, en ese sentido, Dobb (1983: 185).
29
el propio modo de producción. Con ella se consumó la ruptura que estaba instaurándose
en el proceso de trabajo desde la dinastía Tudor, cuando el campesino fue separado de la
tierra, apartado de los medios de producción. Ahora, al final del siglo XVIII, éste se veía
substituido por la máquina, la cual ya no dependía de su energía para moverse, separado
de su fuerza de trabajo, pues solamente ésta, convertida en mercancía, interesaba a los
dueños del capital. Así, la Revolución Industrial, que se inició en Inglaterra en final del
siglo XVIII y que luego de la primera mitad del siglo XIX se irradió por toda Europa
Occidental, y a través de los flujos migratorios alcanzó también los Estados Unidos, no
significa apenas el momento de los grandes inventos que revolucionaron las técnicas y
el proceso de producción. Significa el momento crucial de surgimiento y ascensión del
capitalismo industrial. La máquina a vapor, creada por James Watt, y el telar mecánico,
creado por Richard Arkwright, según Engels, fueron “los inventos más importantes del
siglo XVIII” (Engels, 1985: 16). La introducción de las máquinas automáticas y el
surgimiento de las grandes unidades fabriles fueron resultados materiales de la
Revolución Industrial, cuyos efectos sobrepasaron los límites de la fábrica y alcanzaron
a la sociedad como un todo. En este sentido, no constituye una exageración afirmar que
la Revolución Industrial, cual un Caballo de Troya, abrigaba en su interior una
revolución económica y una revolución social que la cambiaron el rostro del siglo XIX.
Hay en ese momento una demanda continua de mano de obra para atender el
ritmo de la producción, y de esta manera, la concentración de la población obrera, la que
pasando a vivir en los alrededores de la fábrica va a incrementar el surgimiento de las
ciudades industriales, como condición necesaria del capital.
30
Trabajando juntos en la fábrica en un proceso de intensa división social del
trabajo, bajo riguroso mando del dueño del capital, viviendo en las mismas localidades y
sufriendo las mismas amarguras de la vida obrera, los trabajadores comienzan a superar
la heterogeneidad y poco a poco van definiendo y asumiendo estrategias que configuran
su forma de protesta, su rechazo a ser destruidos por la máquina, devorados por el
capitalismo.
13. El término clase está siendo empleado en la perspectiva utilizada por Dobb, quien toma por
referencia, para caracterizar la clase, “algo enteramente fundamental, concerniente a las raíces que un
grupo social posee en determinada sociedad, o sea, la relación que el grupo como un todo mantiene con el
proceso de producción, y por lo tanto, con los otros sectores de la sociedad” (1983: 13).
31
Para el proletariado, la ascensión del capitalismo significaba la explotación de sus
propias vidas, el dilaceramiento de su historia. La expresión material y concreta de tales
antagonismos será la lucha de clases, instituyéndose como un verdadero signo de las
relaciones entre burguesía y proletariado.
Durante casi todo el siglo XVIII fue marcante el dominio del capital sobre el
trabajo. Los trabajadores no estaban organizados en cuanto clase, configurando aún una
fuerza de trabajo bastante heterogénea, cuyos intereses comunes no superaban el
horizonte del oficio o de la función.
En el tercio final del siglo XVIII, e incluso en las década iniciales del siglo XIX,
cuando el proceso de producción ya había sufrido un significativo incremento como
resultado de los grandes inventos que surgieron en Inglaterra desde la época final de la
dinastía Tudor, la industria doméstica y la manufactura simple continuaban luchando
para no ser absorbidas por las nuevas formas de producción industrial. Se trataba, sin
embargo, de una lucha ingloria y desigual, pues los impactos producidos por la
Revolución Industrial eran macroscópicos, alcanzando la sociedad como un todo,
además de haber sido autopropulsivos. A un invento se sucedía otro, a los cuales
correspondía una innovación tecnológica que repercutía en el proceso de producción, la
que a su vez demandaba una nueva forma de organización del trabajo.
32
pero incontestablemente hay un reconocimiento universal de sus efectos sobre la
estructura de la sociedad. Engels, en el vigor de sus veinticuatro años de edad, con
entusiasmo juvenil declaraba que la “Revolución Industrial transformó la sociedad
burguesa en su conjunto” (1985: 11). Tal entusiasmo, sin embargo, se nutría de la savia
de la realidad, pues algo de muy importante se había consumado con la Revolución
Industrial: la fase mercantil del capitalismo había sido superada. Esta Revolución
inauguraba y consolidaba, a través de su intenso aunque intermitente flujo
revolucionario, una nueva fase del capitalismo — el capitalismo industrial — que en
realidad ya se insinuaba desde el tercio final del siglo XVIII. La fase del capital
industrial, que tuvo inicio con el aparecimiento de las máquinas movidas por energía no
humana y no animal, demandaba una rápida recomposición del escenario social, pues su
continuidad histórica dependía de la consolidación del modo capitalista de producción,
fundado esencialmente en la compra y venta de fuerza de trabajo. Era preciso por lo
tanto, promover una rápida transición de la mano de obra para un sistema salarial. El
capital, como relación social de producción, tiene como característica su condición de
expandir valor. Constituyendo fundamentalmente valor en movimiento, tiene un ciclo de
vida que se desarrolla de modo continuo y repetido, a través de operaciones de
intercambio, producción y realización. El desarrollo de ese ritualístico circuito, a través
del cual el capital cumple su vocación de expandir valor, presupone como requisito
indispensable en su fase industrial la constitución de una fuerza de trabajo asalariada y
libre. Así, para que tal circuito se complete, las relaciones de producción son
fundamentales, pues es en su interior que el poseedor del dinero se transforma en
capitalista y, personificando el capital, consuma la mercantilización del trabajador
mediante la compra de su fuerza de trabajo y su sujeción al dominio del capital.
Produciendo capital, a través del producto de su trabajo, el trabajador permite que el
poseedor del dinero concentre cada vez más capital en sus propias manos, excluyendo
de su pose a si mismo, el productor de mercancía, así como al restante de la población.
De una forma profundamente antagónica y contradictoria, el capitalista y el trabajador,
como personificaciones de categorías económicas, se producen por lo tanto en una
misma situación14, la cual expresa y reproduce un trazo distintivo del capitalismo en su
14. El trecho que sigue permite que se aprehenda la relevancia del dignificado de esa cuestión:
“Siendo el proceso de producción al mismo tiempo de consumo de fuerza de trabajo por el capitalista, el
producto del trabajador se transforma continuamente no sólo en mercancía, sino en capital, en valor que
succiona la fuerza creadora de valor, en medios de subsistencia que compran personas, en medios de
33
fase industrial: la mercantilización universal de las relaciones, personas y cosas,
acentuando gravemente la fractura que separa las clases sociales.
producción que utilizan productores. El propio trabajador produce por eso constantemente riqueza
objetiva, pero bajo la forma de capital, una fuerza que le es extraña, lo domina y explota; y el capitalista
produce constantemente la fuerza de trabajo, pero bajo la forma de una fuente subjetiva de valor, separada
de los objetos sin los cuales no se puede realizar, abstracta, existente apenas en la individualidad del
trabajador; en suma, el capitalismo produce el trabajador bajo la forma de trabajador asalariado. Esa
condición constante, esa perpetuación del trabajador, es la condición necesaria de la producción
capitalista” (Marx, 1984, I, 2: 664-665).
15. A lo largo de la obra de su juventud, Engels (1985) en varios pasajes se refiere a las leyes
inmanentes al capitalismo: ley de la competencia, de la centralización del capital, de la crisis periódica y
de la pauperización de la masa.
16. La reflexión sobre la cuestión de la división social del trabajo está presente en varios
momentos de la obra de Marx, que la situaba como una condición necesaria del régimen capitalista, como
la expresión de las relaciones de alienación y antagonismo que están en la base éste. En el libro I de El
Capital (1984) hay importantes señalamientos sobre la temática, donde Marx acentúa la condición de
alienación asociada a ese proceso social, definiéndolo como “la totalidad de las formas heterogéneas de
trabajo útil, que difieren en orden, especie y variedad” (Marx, 1984, I, 1: 102).
34
sufría doble violencia: además de separado de su fuerza de trabajo, era reducido a la
condición de mero accesorio de la máquina. Su contrato fundamental no se daba más
con los otros seres humanos, sino con la máquina, a cuyos deseos precisaba subordinar
su voluntad y a cuyo ritmo debía responder con su acción. El tiempo pasa a ser la
medida de todas las cosas, aunque ya no tiene más la duración concreta de la actividad
creativa; es un tiempo especializado, del cual se debe sacar todo el provecho en
términos de producción. El hombre se transforma así en esclavo del tiempo, sometido a
leyes abstractas y dominado por el mundo de las cosas17.
Al final del siglo XVIII, y predominantemente en la primera mitad del siglo XIX,
con la Revolución Industrial en Europa, especialmente en Inglaterra, ya en plena proceso
y madurez, el mercado de trabajo se encontraba también en un momento de expansión,
demandando un gran numero de brazos obreros. La base de la pirámide demográfica de
la clase obrera se había ampliado considerablemente a lo largo del siglo XVIII, no sólo
por el crecimiento natural de la población sino también por la proletarización de
pequeños productores y artesanos. La tasa de natalidad durante la primera mitad del
siglo XIX se mantenía en alta, en cuanto la de mortalidad, que había comenzado a
decrecer al final del siglo XVIII, se conservaba en un nivel más bajo. Así, en cuanto los
capitalistas expandías su capital, los trabajadores expandían la población,
reproduciéndose en escala decreciente.
17. “Los hombres se apagan frente al trabajo: el péndulo del reloj se tornó la medida exacta de la
actividad relativa de dos obreros, como lo es de la velocidad de dos locomotoras. Entonces, ya no se dice
que una hora (de trabajo) de un hombre vale una hora de otro hombre, sino que un hombre por hora vale
una hora de otro hombre por una hora. El tiempo es todo; el hombre ya no es nada; es, cuando mucho, la
35
capital. Tal surto de desarrollo, que antecedía al periodo considerado de mayor progreso
capitalista, conocido por eso como periodo áureo de la Revolución Industrial, atrajo para
Inglaterra, entre 1835 y 1850, cerca de un millón y quinientos mil irlandeses,
masacrados por el hambre y por la barbarie inglesa. Todo parecía impregnado por el
signo de la mercantilización, el capitalismo evolucionaba en escala continental y
después mundial, proporcionando un avance macizo de la economía y tornando
irreversible la revolución en la producción industrial. El mercado crecía sin cesar y se
expandía, ultrapasando las barreras locales, superando las fronteras geográficas; la
producción industrial aumentaba, el comercio se tornaba cada vez más intenso,
implicando incluso, en el caso de Inglaterra, inversiones en el exterior realizadas a
través de préstamos, especialmente a gobiernos. La expansión de la Revolución
Industrial hizo surgir un nuevo complejo económico, basado en la producción mercantil
y en el intercambio. Incluso el espacio geográfico fue envuelto por ese torbellino de
cambios. La concentración de la tierra se tornó una condición necesaria para la
expansión del capitalismo industrial. De la misma forma que la producción estaba
concentrada en las grandes unidades fabriles, en las modernas industrias, era preciso
concentrar también la población obrera, manteniéndola en condiciones de ser accionada
a cualquier momento, desde que el ritmo de la producción o la demanda de mano de
obra así lo exigieran. El surgimiento de las ciudades industriales impuso una nueva
fisionomía al contexto social, pasando la propia urbanización a ser una variable de la
industrialización capitalista. A las precarias villas obreras, construidas con frecuencia en
locales inadecuados a la calidad de vida, aunque amoldadas a las exigencias del capital,
correspondían las grandes construcciones arquitectónicas, que como verdaderos
símbolos de la burguesía invadían los espacios geográficos, dándoles una nueva
conformación18. El surgimiento de las ciudades respondía así a las exigencias del
capital, el que imponía una ocupación diferenciada del suelo social, definida
esencialmente a partir de la posesión privada de bienes. Las transformaciones traídas por
la Revolución Industrial no quedan, por lo tanto, circunscriptas a los límites de la
producción industrial. Era la sociedad como un todo la que ganaba un nuevo orden
carcaza del tiempo. La cuestión ya no es de cualidad. Sólo la cantidad decide todo: hora a hora, día a día.”
(Marx, 1976: 43-44).
18. La propiedad privada es típicamente una expresión física de la diferenciación de las clases,
de la alienación de la burguesía, pues “aliena no sólo la individualidad de los hombres, sino también de
las cosas” (Marx y Engels, 1984: 31).
36
social, polarizándose cada vez más radicalmente en dos grandes clases — la burguesía y
el proletariado —, cuyas vidas se desarrollaban bajo el signo de la contradicción y del
antagonismo.
37
naturaleza, ni es incluso una relación social común a todos los periodos históricos”
(Marx, 1984, I, 1: 189).
38
graves repercusiones para la personalidad de esos jóvenes trabajadores y para la
estructura de su vida familiar.
39
con el recrudecimiento del castigo máximo a los “insurrectos”, restaurando la pena de
muerte por la destrucción de las máquinas. Unidos en un movimiento que tenía por
objetivo central la destitución de las máquinas e indignados con el rigor de las medidas
adoptadas por las autoridades, los trabajadores intensificaron sus ataques. El
movimiento, que en alusión a uno de sus líderes, el trabajador William Ludd, recibió el
nombre de luddismo o movimiento luddita, se extendió de forma anárquica por todos los
distritos manufactureros ingleses, sobretodo durante los primeros quince años del siglo
XIX. Valiéndose de tácticas políticamente poco eficaces, en vez de oponerse a la “forma
social en que eran explotados” (Marx, 1984, I, 1: 491), los trabajadores se volvieron
contra las máquinas, destruyéndolas en gran número, lo que exacerbó la ira de sus
propietarios. Se instauró una época de verdadero terror, pues incluso para atemorizar a
los trabajadores las autoridades inglesas se valían de estrategias a cada momento más
severas, no hesitando en utilizar la pena máxima, como ocurrió en York, en 1813,
cuando dieciocho líderes trabajadores fueron sumariamente ejecutados, lo que
determinó un reflujo del movimiento. La desigualdad de las fuerzas de los competidores
llevó a los trabajadores a retroceder en la contienda, aunque el avance de la explotación
capitalista determinó imperativamente su retorno, y lo que es más importante, llevó
también a la ampliación de sus manifestaciones para fuera del escenario londrino. En
1831, en Lyon, Francia, los tejedores de seda destruyeron impulsivamente sus máquinas.
En 1844, los de Silesia, que ya en 1792 y 1794 habían ensayado manifestaciones de
insurrección contra las opresivas condiciones de trabajo a las cuales eran sometidos,
invistieron también contra las máquinas. Fueron duramente reprimidos por las tropas,
las cuales aplastaron la insurrección con sangre. En Bohemia, en los distritos de
Leitmeritz y de Praga, en el mismo año los trabajadores tomaron por asalto las fábricas y
destruyeron las máquinas, siendo castigados severamente. El rigor de la represión y la
pérdida de vidas obreras los llevaron a reflexionar sobre los objetivos de sus
manifestaciones y sobre las estrategias en uso, las cuales, marcadas por el
espontaneismo y por la falta de principios organizativos, estaban dirigiendo munición
para el blanco equivocado. Lentamente los trabajadores comenzaron a percibir que sus
reales opresores eran los dueños de los medios de producción y no las máquinas; ellas
eran apenas su instrumento. La toma de conciencia de esa realidad hizo con que los
trabajadores buscaran algún contenido organizativo para sus manifestaciones, las cuales
presuponían necesariamente una organización de ellos mismos. Para esto era preciso
40
luchar por la revocación de un antiguo dispositivo legal, promulgado en 1563 por la
reina Elisabeth y revigorizado en 1731 por el Sacro Imperio Romano, a través del cual
se prohibía el derecho de asociación a los aprendices de oficios, que existían en aquel
momento en casi toda Europa. Impidiendo la libertad de asociación, el dispositivo
significaba grave obstáculo para la unión de los trabajadores. Algunas tentativas de
diminuir sus nefastos efectos se habían registrado a lo largo del tiempo; entre éstas se
situaba la alternativa utilizada por el zapatero londrino Thomas Hardy, quien en 1792
fundó en Londres la primera sede de las Sociedades Correspondientes, dirigidas a
intereses corporativos e integradas por obreros y aprendices de oficio. Basándose en las
enseñanzas de Thomas Paine, existentes en su obra Los derechos de los hombres,
publicada en 1791, tal sociedad consideraba natural el derecho a la asociación.
Esparciéndose por toda Inglaterra y congregando un gran numero de afiliados, esas
sociedades fueron toleradas por la burguesía, en la medida en que su acción no envolvía
la práctica política como tal. El agravamiento del cuadro político, derivado de los
conflictos entre Francia e Inglaterra, llevó sin embargo a la edición de los Actos
Combinados de 1799 y 1800, a través de los cuales se prohibía rigurosamente la
creación de asociaciones sindicales de cualquier naturaleza. Los ideales libertarios,
despertados principalmente por la Revolución Francesa, constituyeron significativa base
para la organización de los trabajadores, sensibilizándolos no sólo para la importancia
de los derechos humanos sino también de la solidaridad y de la cooperación tanto entre
los trabajadores como entre las naciones. La contribución política de la Revolución
Francesa fue por lo tanto relevante para que los obreros ingleses perseveraran en sus
luchas, concentrándolas en la búsqueda de la libertad de asociación. A esa altura, final
de la primera década de 1800 e inicio de las segunda, ya se podía reconocer una cierta
identidad de clase entre los trabajadores, construida a partir de intereses comunes y
apoyada en su conciencia social. Las propias condiciones de dominación que los
capitalistas imponían a los obreros acababan por constituir elementos estimuladores del
desarrollo de su conciencia que como categoría histórica y social se instituye a cada
momento. Así, en el mismo movimiento contradictorio en que el capital y el trabajo
asalariado se creaban y se recreaban continuamente, se producía también la conciencia
como una realidad eminentemente dinámica, que según las palabras de Lenin,“no sólo
refleja el mundo objetivo, sino que también lo crea” (1963: 206). La condición de clase,
uno de los más importantes determinantes de la conciencia de las personas y grupos
41
sociales, conjuntamente con las condiciones peculiares de trabajo y de existencia social,
llevaba a los obreros a caminar en el proceso de construcción de su identidad de clase,
uniéndolos en torno de fines comunes. Entre tales fines, la conquista de la libertad de
asociación se destacaba como una lucha esencial, en la cual concentraban muchos de sus
esfuerzos.
42
acabó por vaciarse rápidamente, y con ésta también la influencia de Robert Owens en el
movimiento de los trabajadores inglés.
“1. sufragio universal para todos los hombres adultos, sanos de espíritu y no condenados
por crimen;
2. renovación anual del Parlamento;
3. fijación de una remuneración parlamentaria, a fin de que los candidatos sin recursos
puedan igualmente ejercer un mandato;
43
4. elección por escrutinio secreto, a fin de evitar la corrupción y la intimidación por la
burguesía;
5. circunscripciones electorales iguales, a fin de asegurar representaciones equitativas;
6. abolición de la disposición, ahora ya meramente nominal, que reserva la elegibilidad
exclusivamente a los propietarios de tierras en el valor de por lo menos 300 libras
esterlinas, de modo que cada elector sea a partir de ahora elegible” (Engels, 1985: 257).
El impulso traído por el Cartismo, como quedó conocido ese movimiento que
luchaba por la aprobación de la Carta del Pueblo, fue muy significativo, imponiendo un
nuevo ritmo para las manifestaciones de los trabajadores sobre todo a partir de 1839,
periodo marcado por crisis comercial y desempleo. La oposición a la burguesía se tornó
más organizada; como locus del capitalismo constituido, las ciudades pasaron a ser el
escenario de la lucha entre la burguesía y el proletariado. La clase trabajadora, más
unida en torno de sus objetivos comunes, avanzó en su marcha organizativa. Sus
movimientos se extendían a través de estrategias diversificadas, especialmente de masa,
y dotadas de mayor combatividad. El ejemplo clásico de ese período es la huelga general
de agosto de 1842 en Inglaterra, reuniendo varios distritos industriales. Los cartistas
habían conseguido más de tres millones de firmas para su Carta del Pueblo, lo que
demostraba el vigor del movimiento, que tenía también como expresiva bandera de
lucha la cuestión de la jornada de trabajo de diez horas. El Parlamento, temiendo las
manifestaciones, acabó por adoptar una política más blanda, haciendo importantes
concesiones de naturaleza sociopolítica, a lo largo de los cinco años que sucedieron a la
huelga general de 1842. Entre éstas, merecen referencia: la ley de la mineración, la
abolición de los impuestos de importación del trigo y, finalmente, en 1847, la tan
ansiada ley que fijaba la jornada de trabajo en diez horas. Las manifestaciones de
resistencia de los obreros en Inglaterra, epicentro de la Revolución Industrial y del
capitalismo constituido, habían avanzado desde las décadas iniciales del siglo hasta el
final de su primera mitad, cuando alcanzan una de sus más importantes victorias con la
aprobación de la ley de las diez horas. Sin embargo, en la organización interna y en la
maduración de estrategias políticas, de luchas colectivas, había un largo camino a ser
recorrido. La fase sindical del movimiento de los trabajadores inglés tenía aún bien
presente la marca del espontaneismo y de la acción impulsiva, lo que dificultaba la
cohesión en torno de los fines, sobre los cuales no siempre había una prefiguración
44
clara. El propio movimiento cartista, que vivió momentos de apogeo, entró en un
marcante declinio luego de las fracasadas demostraciones de masa de abril de 1848
motivadas por crisis salarial y de empleo. La clase trabajadora en ese momento era
bastante numerosa, lo que mantenía a la burguesía preocupada con sus manifestaciones
colectivas. Sin duda, el trayecto histórico de los trabajadores había producido
importantes resultados, entre los cuales deben ser destacados por su relevancia:
Así, no obstante el final de la primera mitad del siglo XIX haya encontrado el
movimiento de los trabajadores ingleses en acentuado reflujo, eso no podía ser
interpretado como su fin, sino apenas como un momento de su trayectoria. Al lado de
las circunstancias internas que constituían factores explicativos para tal reflujo, había
una coyuntura histórica continental de alto significado. Europa era barrida en ese
momento por una onda revolucionaria. La crisis financiera y comercial de 1847 había
recrudecido el espíritu de lucha, el cual parecía sobrevolar el continente. En Italia, el año
de 1847 se inició con la manifestación de los trabajadores, verdaderas rebeliones que
congregaban un gran numero de participantes. En ese final de década el movimiento de
los trabajadores europeo estaba entrando en una nueva fase, en la cual ya no era más
posible dejar de reconocer el carácter de lucha de clases presente en sus
manifestaciones. Más que formas de resistencia, las manifestaciones iban
progresivamente constituyendo estrategias de disolución de la sociedad de clases
producida por el capitalismo.
45
Si hasta entonces Inglaterra había ocupado el centro de ese escenario de luchas
entre burguesía y proletariado, a partir del vaciamiento de los movimientos luddita y
cartista y de la crisis económica de 1847, el eje de los acontecimientos sociopolíticos se
transfiere para Francia.
46
trabajadores a redoblar sus energías. Y fue así que reaccionaron a las decisiones de la
Asamblea Constituyente, que dejaban en claro que el gobierno de Francia sería un
gobierno burgués, del cual evidentemente el proletariado estaba apartado y excluido.
El vigor de la masacre y la pérdida de muchos de sus líderes hicieron con que los
trabajadores se apartaran temporariamente de la lucha revolucionaria. Al avance de la
burguesía correspondió el reflujo del proletariado. Sin embargo, la causa obrera
continuaba a unirlos en sus asociaciones, pasadas a la clandestinidad frente a las
circunstancias. En el año que precedió la insurrección de junio de 1848 y que
correspondió a un verdadero surto en el desarrollo del movimiento de los trabajadores
europeo, éstos últimos habían conseguido fundar en Londres, a mediados de 1847, una
asociación obrera internacional denominada Liga de los Comunistas. El programa de la
asociación, a invitación de sus participantes, fue redactado por Marx y Engels, quienes
acompañaban de cerca el movimiento de los trabajadores europeo. Tal programa, bajo la
denominación de Manifiesto del Partido Comunista, fue publicado en febrero de 1848,
anterior incluso a la eclosión de la Revolución, demostrando bien el vigor del
movimiento obrero y la esperanza que en él se concentraba de transformación
19. “El objetivo inicial de las jornadas de febrero era una reforma electoral, por la cual se debería
ensanchar el círculo de los privilegiados políticos dentro de la propia clase poseedora y derrumbar la
dominación exclusiva de la aristocracia financiera.” (Marx, 1987: 23).
47
revolucionaria de la sociedad. Las derrotas sufridas determinaban sin embargo la
búsqueda de nuevas estrategias de lucha.
La década de 1850, bajo una calma aparente, ocultaba una verdadera onda de
turbulencia que vendría a tono por toda Europa en los años siguientes y que sería la nota
característica de todo ese período en que el capitalismo estaba afirmándose como un
nuevo régimen económico, como un nuevo orden social.
La euforia del desarrollo capitalista impidió que la clase dominante tuviera una
real dimensión de las fisuras que estaban produciéndose al interior del propio régimen.
El miedo del comunismo, que impregnó a la burguesía en el revolucionario año de 1848,
era substituido por una fuerte creencia en la irreversibilidad del régimen capitalista.
Sin embargo, así como la “primavera de los pueblos”, como es conocido aquel
momento revolucionario, produjo en Francia la proclamación de la República en febrero
de 1848 y la insurrección de los trabajadores en junio del mismo año, además de varias
manifestaciones en otros países europeos contra la explotación del capitalismo, éste, en
su onda expansionista, había cambiado la estructura de la sociedad.
48
humanidad, extendiéndose por cerca de 1873 hasta 1896, interrumpida por pequeños
surtos de crecimiento, aunque manifestándose orgánicamente hasta la década de 1930,
cuando surge el capitalismo monopolista.
La cuestión obrera, sin ninguna duda, estaba puesta en el orden del día en el
tercio final del siglo XIX. Más que un mero segmento poblacional, los trabajadores
49
estaban constituyendo una clase, cuyo perfil aparecía de forma cada vez más nítida en el
escenario histórico20, atemorizando a la burguesía.
Aunque sus orígenes puedan ser buscados en el crepúsculo del mundo feudal,
fue en la primer mitad del siglo XIX, bajo los impactos de la Revolución Industrial, que
sus efectos comenzaron a penetrar más profundamente en el contexto social. Cambiando
el rostro, la estructura y la dinámica de la sociedad europea, en la cual fue engendrado y
20. Para reconstitución de tal escenario y para el análisis de los principales eventos ocurridos en
el flujo histórico que va del siglo XVI al XIX, sobre todo en Inglaterra y secundariamente en Francia,
recogimos subsidios en: Abendroth, 1977; Anderson, 1978; Bloch, 1939; Dobb, 1983; Hobsbawm, 1982a
50
de donde se expandió, el capitalismo hizo de tal proceso de expansión una de las
paginas más violentas en la historia de la relación capital-trabajo. Instaurándose como
una forma peculiar de sociedad de clases fundada bajo la compra y venta de fuerza de
trabajo, reveló desde temprano su fuerza opresora en relación al proletariado. Con el
capitalismo se instituyó la sociedad de clases y se plasma un nuevo modo de relaciones
sociales, mediatizadas por la posesión privada de bienes. El capitalismo genera el
mundo de la división, de la ruptura, de la explotación de la mayoría por la minoría, el
mundo en que la lucha de clases se transforma en la lucha por la vida, en la lucha por la
superación de la sociedad burguesa.
El propio momento histórico en que tal programa fue escrito y divulgado, final
de 1847 e inicio y transcurso de 1848, testimonió una serie de luchas “francas y
abiertas” a través de las cuales, con impulsiva combatividad, los trabajadores
reaccionaron contra el avance de la barbarie capitalista.
y 1982b; Engels, 1985; Moore Jr., 1973; Pirenne, 1965, 1931; Marx, 1969, 1987, 1986, 1982, 1984;
Marx y Engels, 1981; Soboul, 1962; Stone, 1978; Lukács, 1974.
51
sociedad pasaban por profundas transformaciones para amoldarse a las exigencias del
capitalismo, la resistencia de los trabajadores embrionariamente se hacía presente. La
protesta por el dominio del capital y el rechazo a la dominación por la máquina estaban
en la base de esas primeras manifestaciones. Sin embargo, su gran indignación se venía
instaurando concomitantemente al proceso de acumulación primitiva, que inicia el ciclo
de vida del capital a través de la creación de una fuerza de trabajo asalariada y libre. La
dinámica que los dueños del capital imprimieron a tal proceso lo transformó en una
verdadera onda de violencia contra los trabajadores. Ampliamente protegidos por el
propio Estado, aliado fiel y sumiso de la burguesía, y amparados por una severa
legislación urbana que conservaba aún resquicios medievales, impusieron toda suerte de
sufrimiento a aquellos que nada tenían para proveer su subsistencia a no ser su propia
energía vital.
La Ley de los Pobres, promulgada en 1597, era aún más rigurosa, determinando
que todos los atendidos por el sistema de asistencia pública vivieran confinados en
locales apenas a ellos destinados. En esos locales, denominados Casa de Corrección,
pues la pobreza era considerada genéticamente un problema de carácter, eran obligados
a realizar todo tipo de trabajo independientemente de salarios, en la medida en que el
atendimiento por la Ley de los Pobres implicaba la destitución de la ciudadanía
económica. Sin ningún dominio sobre su propia vida, podían incluso ser cedidos,
independientemente del costo para los cofres públicos, para suplir transitoriamente la
escasez de mano de obra en momentos en que ésta alcanzara niveles paroxísticos.
Revelando el carácter utilitarista de su relación con el trabajador, los dueños del capital
van a presionar al Estado para revocar aquellos dispositivos que impedían la expansión
de su capital, aunque manteniendo inalterados aquellos que los beneficiaban. Las
primeras alteraciones legislativas de inicio del siglo XIX eran, en realidad, medidas de
protección al capital y a sus poseedores. Decretadas por el Estado liberal burgués, que
desde los estertores de la era medieval venía asumiendo cada vez más la condición de
una “junta que administraba los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Marx y
Engels, 1981: 32), revelaban claramente su carácter de instrumento de dominio de clase.
Así, la revocación de la Ley de Asentamiento, aún en las primeras décadas del siglo
XIX, y las alteraciones introducidas concomitantemente en el Estatuto de los
Residentes, de forma a tornarlo más blando, estaban directamente relacionadas con la
necesidad de movilidad de mano de obra. El campo de inversión del capital era definido
esencialmente por la oferta de trabajo y por la reserva de mano de obra disponible, lo
que presuponía la existencia de un gran numero de trabajadores a disposición de la
53
expansión del capital. Así, la libertad de trabajo y la libertad religiosa que la acompañó
eran, sobre todo, estrategias para fortalecer el tráfico mercantil que caracteriza el modo
de producción capitalista.
54
humanidad — el Estatuto de los Trabajadores, de 1349, que prohibía reclamos de salario
y de organizaciones del proceso de trabajo —, excluía al trabajador de las decisiones
sobre su propia vida laboral. La atribución del salario, de acuerdo con aquel Estatuto,
era privativa de la autoridad local e independiente de cualquier negociación. De la
misma forma, el reclutamiento de la fuerza de trabajo, de acuerdo con el mismo
Estatuto, podía ser hecho de forma coercitiva, siendo prohibido al hombre o a la mujer
de hasta 60 años de edad, no inválidos, sin medios de sustentación propios, rechazar
trabajo, cualquiera fuera el salario. El simple rechazo, denunciado a las autoridades
locales, implicaba el recogimiento compulsorio en Casa de Corrección, donde los
trabajos forzados y la restricción alimenticia eran las penas más blandas, para todos,
independientemente de edad. Las alternativas del trabajador empobrecido, frente a las
condiciones de trabajo que los dueños del capital establecían, eran sombrías: o se rendía
a la ley general de la acumulación capitalista, vendiendo su fuerza de trabajo a precios
de competencia cada vez más viles, o capitulaba frente a la draconiana legislación
urbana, tornándose dependiente del Estado, y en el mismo instante, declarado “no
ciudadano”, o sea, individuo destituido de la ciudadanía económica, de la libertad civil.
La realidad traída por el capitalismo estaba puesta e impuesta: o el trabajador se
mercantilizaba, asumiendo la condición de mercancía útil al capital, o se cosificaba,
asumiendo el estado de “cosa pública” — res publica — la que correspondía a pérdida
de la ciudadanía, a “no ciudadanía”21.
21. Evocando aquí el pensamiento de Hegel (1941, 2: 50), diríamos que la “no ciudadanía”
significa exactamente la consumación del estado de alienación, condición en que la persona ya no más se
pertenece, pues “extraña a si misma” es ahora “el ser del otro”.
55
revocación de una ley tan discriminatoria y por la redefinición de las bases de la
asistencia pública, eliminando de su contexto la exclusión de la ciudadanía, los
capitalistas querían apenas dotarla de mayor elasticidad para mejor manipularla. El
derecho de asociación conquistado por los trabajadores ingleses en el inicio de la tercera
década del siglo XIX amplió mucho su base asociativa y fortaleció sus movimientos
reivindicativos. Sin embargo, la correlación de fuerzas continuaba a favorecer a la
burguesía, lo que le valió la victoria en la sesión parlamentaria en que se discutió la Ley
de los Pobres. El Parlamento burgués de 1597 la sancionó, el de 1834 la reformuló,
aunque siempre en atención a los intereses de la propia clase burguesa. Con la
reformulación de la Ley, que nada perdió de su carácter riguroso y excluyente, fueron
creadas las Casas de Trabajo e instituidas las Cajas de Pobres, para concesión de auxilio
semanal o mensual. Tanto el acceso a las Casas de Trabajo como la concesión de auxilio
dependían de rigurosa investigación de la vida personal y familiar de los solicitantes.
Así, la temida figura tudoriana del “inspector de la Ley de los Pobres” volvía
revitalizada al escenario del siglo XIX, cabiéndole la responsabilidad por la realización
de la investigación y por la fiscalización de las condiciones de vida de aquellos que
pasaban a ser atendidos por el sistema de asistencia pública. El atendimiento implicaba
asumirse como dependiente del poder público, y por lo tanto, preso a una vida
controlada por normas y reglamentos. De esa forma, incluso librándose a través de un
nuevo texto legal de vivir enquistado en un local específico, los pobres no conseguían
libertarse del yugo del poder burgués.
57
el mundo, uníos” (Marx y Engels, 1981: 681), que sonaba a sus oídos como una
verdadera amenaza, los dueños del capital trataban de unirse en busca de estrategias para
controlar el movimiento obrero. El esfuerzo conjunto de los capitalistas y del propio
Estado liberal burgués se centraba en el objetivo de dar a su poder político una
estabilidad plena, tanto como fuera posible, tornándolo intocable para los trabajadores e
irreversible históricamente22. En ese sentido, además del movimiento de los
trabajadores, preocupaba a la burguesía, por lo que traía de riesgo al orden social por
ella producido, la creciente onda de problemas sociales que acompañó la expansión del
capitalismo. La clase trabajadora creció visiblemente, introduciendo así una nueva
geografía en los centros urbanos: la de la pobreza, que se hacía acompañar de la
geografía del hambre y de la generalización de la miseria.
Como “es más difícil tornar fluidos los pensamientos fijos que la existencia
sensible” (Hegel, 1941, 2: 27), la burguesía no renunciaba a la lucha por la preservación
de su poder hegemónico. Sobredimensionando su propio poder de clase, se consideraba
capaz de garantizar no sólo el flujo regular del capital como también del proceso
histórico, cuyo dominio creía concentrar en sus manos.
22. Para la realización de esas reflexiones, buscamos subsidios en las obras de autores citados al
final de la sección anterior del presente capítulo, en especial: Abendroth, 1977; Dobb, 1983; Hobsbawm,
58
gestó un canto de réquiem sino de aleluya, de la misma forma que en el auge de
expansión capitalista se gestaban las causas de la Gran Depresión. Así, su preocupación
mayor en aquel momento del final de la primera mitad del siglo XIX era crear formas y
alternativas que permitieran ajustar a los intereses del capital tanto los movimientos de
los trabajadores como la expansión de los problemas sociales. Tal expansión dejaba a la
burguesía muy aprensiva, pues era un retrato vivo de aquello que, incluso como
estrategia de autopreservación del capitalismo, pretendía ocultar: el rostro de la
explotación, de la opresión, de la dominación, de la acumulación de la pobreza y de la
generalización de la miseria. Era crucial para el capitalismo mantener siempre
escondida, o al menos disimulada, esa masacrante realidad por él producida, evitando
que sus propias contradicciones y antagonismos constituyeran factores propulsivos de la
organización del proletariado y de la estructuración de su conciencia de clase. De
acuerdo con la moral burguesa, era preciso, al contrario, generalizar la imagen del
capitalismo como un régimen irreversible, como un orden social justo y adecuado, en
fin, como un punto terminal de la historia de la humanidad. Mantener intocada la
sociedad burguesa y el orden social por ella producido era un verdadero imperativo para
la burguesía. Para ello se tornaba indispensable recurrir a estrategias más eficaces de
control social, capaces de contener el vigor de las manifestaciones obreras y a la
acelerada diseminación de la pobreza y del conjunto de problemas a ella asociados.
Así, con esas preocupaciones y con tales objetivos, la burguesía procuró rever las
estrategias en uso, tanto en relación al movimiento obrero, cuanto a los subproductos
que derivaban de la expansión capitalista. Apoyadas en la experiencia de las sociedades
pre-capitalista, cuando las relaciones sociales de producción eran aún basadas en el
trabajo servil, estructurándose a partir de la sujeción del esclavo al señor, del siervo al
amo, del vasallo al suserano, del plebeyo al noble, las prácticas asistenciales eran una
forma de ratificar esa sujeción, como una condición básica para perpetuar el régimen
servil. No obstante esa perpetuación de la servidumbre bajo nuevas formas constituyera,
aún al final de la primera mitad del siglo XIX, un importante objetivo de los dueños del
capital, eso no podía ser asumido claramente, dado que los trabajadores, por fuerza de
su propia trayectoria, ya tenían una conciencia más nítida de su posición de clase y de
las contradicciones que permeaban sus relaciones con la burguesía.
23. El término alienación viene del latín “alienatione”, haciendo referencia al “acto o efecto de
alienar(se)” (ver Ferreira, 1975: 69). Considerado hoy uno de los conceptos centrales del marxismo, fue
desarrollado por Marx como “concepto metafilosófico, y por lo tanto revolucionario” (ver Bottomore,
1988: 5), significando “un fenómeno histórico general, propio de toda sociedad marcada por la presencia
de la propiedad privada y/o de una intensa división del trabajo, y que se expresa en el hecho de que los
individuos no consiguen reconocerse o apropiarse de los objetos o de las relaciones que ellos mismos
crean, en cuanto partes constitutivas del hombre social” (ver Coutinho: Presentación, in Netto, 1981).
60
personas, las lleva a no más reconocerse en los resultados o productos de su actividad, e
incluso a tornarse ajenas, extrañas, en fin, alienadas, a la realidad donde viven.
24. De acuerdo con el análisis marxiano, “La derrota de los insurrectos de junio preparó y aplanó
el terreno sobre el cual la república burguesa podía fundarse y erigirse; pero demostró al mismo tiempo
que en Europa las cuestiones en foco no eran apenas de ‘república o monarquía’. Reveló que aquí
república burguesa significaba despotismo ilimitado de una clase sobre otras” (Marx, 1987: 26-27).
25. “(...) en las mismas relaciones en las cuales se da el desarrollo de las fuerzas productivas,
existe también una fuerza productora de represión” (Marx, 1969: 180).
61
Dos eran las grandes tendencias producidas por los economistas de la época,
bajo influencia de los economistas clásicos, especialmente Adam Smith y David
Ricardo, que podían constituir referencias básicas para orientar los posicionamientos de
la burguesía en cuanto a las formas de enfrentamiento de la “cuestión social”26: la
Escuela Humanitaria y la Filantrópica.
En Inglaterra, en esa época, en las décadas iniciales de la segunda mitad del siglo
XIX, especialmente durante los años de 1850 a 1860, frente a sus circunstancias
históricas y sociales, marcadas por una verdadera explosión de la pobreza, miembros de
la alta burguesía, ligados a la Iglesia Evangélica, incentivados por las autoridades
26. Por cuestión social se entiende el amplio espectro de problemas sociales que derivaron de la
instauración y de la expansión de la industrialización capitalista. Es la “expresión concreta de las
62
locales, se habían unido en grupo con el objetivo de estudiar la reforma del sistema de
asistencia pública inglesa. Sus anacrónicas estrategias operativas, construidas en base a
experiencias pre-capitalistas y expresándose a través de reduccionistas acciones
individuales, revelaban a cada momento, y de forma cada vez más contundente, su
impotencia frente al verdadero torbellino de cambios provocados por la Revolución
Industrial y por la industrialización capitalista. Autodenominándose los “reformistas
sociales”, esos filantropos, retomando el clásico lema medieval de asistencia: “Hacer
bien el bien” (ver Silva Correia: Prólogo, in Richmond, 1950: XV), pretendían
desarrollar formas de atención a los problemas sociales que incidían sobre la numerosa
clase trabajadora y que repercutían en la totalidad del proceso social. El gran objetivo de
la clase dominante — y la razón de su irrestricto apoyo a los reformistas — era que, a
través de su acción, éstos pudieran alejar las amenazas que sobrevolaban el horizonte
burgués y que se expresaban por la incontenida expansión de la pobreza y por las
persistentes envestidas de la clase trabajadora. La esperanza burguesa era que la acción
de los reformistas fuera a constituir un significativo instrumento auxiliar del proceso de
consolidación del modo de producción capitalista. Así como había cooptado al Estado
burgués para promover a lo largo del tiempo medidas políticas de protección al capital,
la burguesía trató de fortalecer su alianza con los filántropos, transformándolos en
importantes agentes ideológicos, responsables por la socialización del “modo capitalista
de pensar”. “El modo capitalista de producción, en su acepción clásica, es también un
modo capitalista de pensar y de éste no se separa. En cuanto modo de producción de
ideas, marca tanto el sentido común cuanto el conocimiento científico. Define la
producción de diferentes modalidades de ideas necesarias a la producción de mercancías
en condiciones de explotación capitalista, de cosificación de las relaciones sociales y de
deshumanización del hombre. No se refiere estrictamente al modo como piensa el
capitalista, sino al modo de pensar necesario a la reproducción del capitalismo, a la
reelaboración de sus bases de sustentación ideológicas y sociales.” (Martins, 1980: XI-
XII).
contradicciones entre el capital y el trabajo al interior del proceso de industrialización capitalista” (ver
Cerqueira Filho, 1982: 58).
63
los filántropos, entre otras estrategias. Valiéndose de la facilidad del acceso de esos
agentes a la familia obrera, la clase dominante pretendía transformarla en un expresivo
vehículo de sujeción del trabajador a las exigencias de la sociedad burguesa constituida,
en un instrumento de desmovilización de sus reivindicaciones colectivas.
El origen del Servicio Social como profesión tiene, pues, la marca profunda del
capitalismo y del conjunto de variables que le son subyacentes — alienación,
contradicción, antagonismo —, pues fue en ese vasto caudal que éste fue engendrado y
desarrollado.
Es una profesión que nace articulada con un proyecto de hegemonía del poder
burgués, gestada bajo el manto de una gran contradicción que impregnó sus entrañas,
pues producida por el capitalismo industrial, inmersa en él y con él identificada “como
el niño en el seno materno” (Hegel, 1978, § 405: 228), buscó afirmarse históricamente
— su propia trayectoria lo revela — como una práctica humanitaria, sancionada por el
Estado y protegida por la Iglesia, como una mistificada ilusión de servir.
Tal cual un secreto de los dioses, la burguesía pretendía, de esta forma, ocultar
de los trabajadores la lógica del capitalismo, de la misma manera que deseaba generar la
ilusión de que el mundo burgués era la estructura definitiva, y el capitalismo un
66
momento privilegiado de la historia, el momento en que “el cielo descendió sobre la
tierra” (Hegel, 1941, 2: 343).
67
CAPÍTULO II
Lukács, 1974
68
2.1. Retraimiento del capitalismo y avance del movimiento
obrero
El siglo XIX constituye, sin ninguna duda, un importante marco en la historia del
desarrollo del capitalismo industrial. A lo largo de sus cinco primeras décadas asistió,
principalmente en Europa Occidental, a la consolidación de cambios que venían siendo
introducidos por el capitalismo desde el último cuarto del siglo anterior. Como una
avalancha, el régimen capitalista alteró todo lo que estaba a su alrededor, imponiendo
una nueva red de relaciones sociales, de un nuevo ritmo de vida y de trabajo. Desde
temprano reveló que sus influencias no se restringían apenas a las relaciones
comerciales o al proceso industrial; alcanzaban a la sociedad como un todo. Y fue en
este ritmo de transformaciones aceleradas que se inició la segunda mitad del siglo,
trayendo para el continente europeo, especialmente para el occidente, una fase de
progreso económico y de expansión comercial sin precedentes. Sin embargo, el
capitalismo, como un modo de producción antagónico, que trae consigo la marca de la
desigualdad, de la propiedad privada de los bienes, de la expropiación de la fuerza de
trabajo, realizó su marcha expansionista bajo el signo de la contradicción. A través de
un sinuoso trayecto, marcado por crisis cíclicas, cuya intensidad crecía en la medida en
que se reproducían, el capitalismo fue acentuando la diferenciación entre las clases y
haciendo del movimiento de valorización del capital el movimiento fundamental de la
sociedad burguesa constituida. Nutriéndose de esas crisis que su propia dinámica interna
provocaba, pues estas siempre traían surtos de dinamización del mercado, aumento de
las inversiones, el capitalismo se expandía favoreciendo la consolidación del poder de la
burguesía industrial. En ese momento de la segunda mitad del siglo XIX había una
creciente oferta de trabajo, aliada a un significativo volumen de inversiones y de una
acelerada expansión industrial que conjuntamente con otros indicadores económicos,
permitían considerar que el régimen alcanzaría una fase de madurez. Es verdad que el
tributo social que se estaba pagando por toda esa onda de progreso era muy alto,
69
principalmente cuando se considera que sólo los dueños del capital se beneficiaban de
esa situación, lo que traía como resultado el empobrecimiento de la clase trabajadora.
Sin embargo, tal situación no constituía la preocupación fundamental de la burguesía ya
que todo la llevaba a creer que el modo de producción instaurado por ella y el dominio
del capital sobre el trabajo eran irreversibles. El surto de desarrollo del capitalismo
europeo que marcaba el comienzo de la segunda mitad del siglo XIX, aliado a las
derrotas sufridas por los trabajadores especialmente entre los años 1848 y 1850,
alimentaba la esperanza de la burguesía de que tanto su poder de clase como el
capitalismo estaban consolidados. Fue de esa forma que la burguesía europea, con
mucha aprehensión, comenzó a convivir ya desde finales de la década de 1860 — por lo
tanto aún en el período de expansión capitalista — con algunas dificultades para revertir
las crisis cíclicas del capitalismo y para recuperar el flujo regular de su marcha
expansionista. Las crisis cada vez se tornaban más turbulentas y eran acompañadas por
graves problemas sociales. El crecimiento de la clase trabajadora excedía la demanda de
mano de obra, hipertrofiando el ejército industrial de reserva y produciendo el
inquietante fenómeno de la generalización de la pobreza, por los riesgos sociales
implícitos. En los distritos industriales donde se concentraba la población obrera, la
escuálida cara de la miseria, más que una metáfora era la dura realidad, era la cara de un
amplio segmento de la población relegado a una vida subhumana. La ausencia de
inversiones en infraestructura urbana, el marcante desprecio por las condiciones de vida
del trabajador, en especial lo que se refiere al área de salud y de habitación, producían
un apreciable deterioro de la calidad de vida obrera, que era acompañada de un
significativo aumento de los niveles de morbilidad y de mortalidad de la población
adulta e infantil. Viviendo una vida minada por enfermedades, por el hambre, por
adversidades de las condiciones de trabajo, y habitando en locales insalubres e
impropios para la vida humana, la familia obrera tenía su expectativa de vida reducida,
siendo frecuentes los óbitos de adultos, jóvenes y niños. En algunas ciudades de
Inglaterra, también de Francia y de Italia, la generalización de la miseria era tan intensa
que llegaba a alcanzar cerca del 20% de la población, inclusive en los momentos de
prosperidad como fueron los años que transcurrieron entre 1840 y 1860. Se instauraba
de esa forma un clima de verdadera “guerra social” 1 que como una secuela de la fiebre
1. “En Inglaterra, incluso durante los períodos de prosperidad económica como el fin del año
1843, la guerra social es declarada y abierta” (Ver. Engels, 1985: 250).
70
del progreso y del lucro que dominaba a los dueños del capital, se expandía por todo el
continente. En algunos países como en Inglaterra, la población obrera ocupaba casi tres
cuartos de la población, hecho que dimensionaba ampliamente los problemas de la clase
trabajadora. No eran problemas individuales de una o de otra familia, como tampoco era
tal o cual joven que tenía la vida arrebatada por la muerte prematura, era toda una clase
que estaba siendo masacrada por ese nefasto régimen destituido de legitimidad desde su
origen. No obstante la diaria y continua masacre a la cual sometían a los trabajadores,
los capitalistas precisaban imprescindiblemente de ellos, pues su existencia era una
condición para la expansión del capital. Controlar las crisis cíclicas del capitalismo,
cuya intensidad crecía proporcionalmente a la disminución de sus espacios intervalares,
significaba controlar también los movimientos obreros, cuyas manifestaciones se
tornaban cada vez más densas y consistentes. La cara de la clase dominante, al final de
la década de 1860, ya no era apenas el rosto del poder, del fausto y del lujo de una
burguesía en plena ascensión económica. En su semblante ya se podían notar fuertes
marcas producidas por la inquietud y por la ansiedad traída por el agravamiento de los
problemas sociales y las dificultades de superación de las crisis provocadas por un
comercio recesivo y por el retraimiento del mercado. Por sobre todo estaban
preocupados por la evidente verificación de que la expansión del capitalismo industrial
al mismo tiempo que favorecía la expansión de su poder económico favorecía también
el fortalecimiento de la consciencia de clase del proletariado. Sus luchas que en un
primer momento fueron más circunstanciales y orientadas para cuestiones internas
ostentaban, cada vez mayor dimensión política. El orden social producido por la
burguesía daba señales de debilidad, la unión de los sindicatos nacionales producía un
sentimiento de cohesión tan fuerte entre los trabajadores que ellos ya no se intimidaban
más con las amenazas y acciones represivas y punitivas, de la misma forma que no se
dejaban envolver por discursos líricos y pueriles sobre la igualdad y la harmonía entre
las clases. La década de 1870 se encontró con un movimiento obrero combativo, fuerte,
alimentado por las experiencias asociativas que se venían desarrollando desde 1842 —
aunque de forma embrionaria —, cuando arrancó del Parlamento inglés el derecho a la
libre asociación. Era un movimiento sediento por un nuevo tiempo y una nueva
sociedad, donde la explotación y la desigualdad estuvieran excluidas para siempre.
Rindiéndose frente a las evidencias de los hechos, la burguesía comenzaba a percibir
que el eje de la relación capital-trabajo se trasladaba para otro punto, producido por una
71
nueva correlación de fuerzas. Las fábricas, templos de las máquinas, símbolo de la
Revolución Industrial y de la sociedad de clases que emergió de ésta, espacio
contradictorio y complejo donde por un gran período se enfrentaron la burguesía y el
proletariado, habían configurado el “camino realmente revolucionario” para la
constitución del proletariado como clase social organizada. La estrategia utilizada por la
burguesía, concentrando al trabajador en la gran industria, constituyó el fértil terreno
para la construcción de la identidad de clase del proletariado, condición esencial para la
estructuración de su conciencia de clase. Fue ahí, en el interior de la fábrica, que se creó
la dinámica inicial en dirección a la conciencia de clase, donde el trabajador individual
dio los primeros pasos de su camino en dirección a la clase social con conciencia de
clase. La propia burguesía a través de sus estrategias burguesas, concentrando al
trabajador en las grandes ciudades y en las grandes industrias, contradictoriamente
ofreció las condiciones para el surgimiento del proletariado, consolidándose no sólo su
posición de clase social, sino de clase política. “Las armas de las cuales la burguesía se
valió para derrumbar el feudalismo ahora se volvieron contra ella. Pero la burguesía no
forjó apenas las armas que le van a propinar el golpe mortal, sino que también produjo a
los hombres que empuñarán estas armas: los obreros modernos, los proletarios” (Marx y
Engels, 1981: 37).
Sin identidad de clase no hay conciencia de clase, pues ésta presupone como
elemento base la firme cohesión en torno de intereses comunes, construidos
colectivamente en el calor de los propios movimientos de clase, además de la
percepción de la diferencia, oposición, contradicción y antagonismo en relación a las
otras clases de la sociedad.
73
En un primer momento su lucha social y económica se transformaba en una
lucha política de clases, cuyo escenario ya no era más la gran industria sino la propia
sociedad.
Sin duda existía una importante diferencia cualitativa entre los movimientos
iniciales de los trabajadores en las primeras décadas del siglo XIX y aquellos ocurridos
en su tercio final, en la transición para el siglo XX.
75
Depresión en Inglaterra a partir de donde se expandió por todo el continente abatiendo
aún más el debilitado poder de la burguesía europea. La Gran Depresión que se extendió
hasta mediados de 1890 interrumpida por algunas reacciones, encontraba a los
trabajadores más unidos y organizados, con una práctica de clase más consistente y con
estrategias más ágiles. Las sucesivas crisis del capitalismo habían agotado las fuerzas de
la burguesía europea y del propio Estado burgués, abriendo un flanco bien explotado por
los trabajadores, los que pasaron a presionar a la clase dominante para obtener la
concesión de medidas sociopolíticas de interés para su clase. Se anunciaba una nueva
fase en la cual los trabajadores, articulados en partidos de trabajadores legales, como lo
establecido por la Asociación Internacional en 1871, pasaron a ejercer expresiva
influencia en la organización del proceso de trabajo y en la dinámica de la producción
industrial. Con la ampliación de los partidos de los trabajadores nacionales y de los
sindicatos, la Asociación Internacional de los Trabajadores desapareció en 1876, pero
manteniendo su orientación programática en el movimiento del proletariado europeo. A
esa altura la “cuestión social” en su dimensión política, era colocada de forma clara: el
poder hegemónico de la burguesía industrial europea se debilitó a lo largo del tiempo,
tanto en función de las sucesivas crisis del capitalismo como por la incidencia del
movimiento de los trabajadores europeos. En el enfrentamiento entre los grandes
protagonistas de la “cuestión social”, el capital ya no disfrutaba más de una posición de
supremacía.
4. Las primeras fuentes utilizadas para acompañar la trayectoria histórica del capitalismo, y su
interior sus crisis cíclicas y el avance del movimiento obrero fueron: Abendroth, 1977; Dobb, 1983;
76
instituyó a lo largo del proceso de industrialización capitalista. Había otra faz que, no
obstante todos los esfuerzos de la burguesía para ocultarla, se tornaba a cada momento
más presente, como denunciando las contradicciones y antagonismos del régimen
capitalista: era el rostro de la pobreza de masa, de la miseria generalizada.
Engels, 1985; Hobsbawm, 1982a, 1982b; Moore Jr., 1973; Marx, 1969, 1984, 1986, 1987; Marx y
Engels, 1981; Stone, 1978; Lukács, 1974.
77
a sus designios, exponiéndolos a toda suerte de explotaciones. Partiendo del principio de
que la madurez plena de la Revolución Industrial y de la industrialización capitalista
exigía una continua y perseverante aceleración del ciclo del capital, los capitalistas
imponían al proceso de trabajo un ritmo voraz, que agotaba a los trabajadores,
desgastando precozmente su energía vital. Así, la necesidad de reserva de mano de obra
era ampliada por el prematuro desgaste físico del trabajador, que muy temprano
precisaba ser substituido en el ejercicio de sus funciones.
78
rigurosa cuanto la legislación de los pobres — promulgada durante el reinado de los
monarcas más poderosos de la dinastía Tudor, el rey Henrique VIII (1509-1547) y la
reina Elisabeth I (1558-1603) — era la legislación laboral. Si aquella consideraba la
pobreza problema de carácter y la mendicidad una forma de vagancia, ésta veía al
trabajador como un ser incapaz de realizar cualquier avance en términos de movilidad
social. Protegiendo amplia y discrecionalmente a la numerosa aristocracia que disfrutaba
del convivio de la Casa Real, la legislación inglesa, tanto de la dinastía Tudor (1485-
1603) cuanto de la Stuart (1603-1640), y extendiéndose incluso para las épocas
siguientes, con reflejos hasta en el siglo XIX, fue drástica con el proletariado, llevándolo
al empobrecimiento. Manteniéndolo preso a un salario fijo e incuestionable, cercenando
sus posibilidades de ascensión social, cobrándole pesadas tasas e impuestos, la
legislación laboral consumaba de hacho aquello que era previsto como de derecho en la
legislación de los pobres: la destitución de la ciudadanía económica. De forma
altamente contradictoria, uno de los primeros países a anunciar el discurso de la
ciudadanía era aquél que castigaba con más severidad a los pobres y a los trabajadores,
privándolos de la libertad, de la movilidad social. En la legislación de los pobres, el
ahorcamiento de los mendigos y la marcación de los pobres con hierro al rojo vivo, por
rechazo de trabajo o fuga de la aldea o de las casas de corrección, eran prácticas
sancionadas tanto por la Casa Real cuanto por el Parlamento, pues desde el reinado de
Eduardo I (1239-1307) todas las leyes promulgadas por los reyes de Inglaterra tenían
que ser aprobadas por el Parlamento. En la legislación laboral, de forma más velada, la
masacre del trabajador estaba presente y se hacía cotidianamente, llevándolo al hambre,
al desabrigo, a la miseria. Durante el siglo XVII, los salarios monetarios en Inglaterra
pasaron cuarenta años sin variación, lo que llevó a incrementar más aún la pobreza, que
a lo largo del siglo XVI creció en toda Europa. La denominada “revolución de los
precios”, que ocurrió en el siglo XVI en Europa, en consecuencia de la afluencia maciza
del oro y de la plata americanos en el circuito comercial europeo, determinó un alta
generalizada de precios, que llegó hasta a duplicarse en relación al precio anterior, y en
algunos caso inclusive a triplicar. La inflación que derivó de tal medida, no acompañada
por los salarios reales, tuvo repercusiones sociales en toda Europa, ampliando el
contingente de pobres. Solamente la burguesía salió beneficiada con la medida,
fortaleciendo aún más su poder económico. Además de los problemas económicos, la
Europa de la segunda mitad del siglo XVI e inicio del siglo XVII fue barrida por una
79
onda de guerras civiles, que acentuaron mucho la gravedad del cuadro político y social.
En la primera mitad del siglo XVII, había una gran masa de campesinos empobrecidos,
vagando por toda Europa, entre la insurrección y la sumisión. Así, brazos obreros había,
e incluso brazos ociosos, cuando la industrialización capitalista comenzó a demandarlos.
Sin embargo, la forma desordenada en que tal reclutamiento se dio y las condiciones
peculiares que marcaron el inicio del proceso de expansión del capitalismo acabaron por
producir un cuadro grave del punto de vista político y social, pues hizo con que desde el
inicio la clase trabajadora se constituyera bajo el signo de la opresión, de la violencia, de
la explotación. Determinando compulsivamente el tránsito de la aldea para la ciudad,
concentrando los trabajadores en la gran industria, enquistándolos en los grandes barrios
obreros desprovistos de condiciones básicas de vida saludable, los capitalistas estaban
estoqueando mano de obra, mercantilizando vidas humanas, concentrando pobreza.
80
siempre la posibilidad de mantener una elevada rotatividad de su mano de obra
substituyendo los que cuestionaban, apartando los que reivindicaban.
81
número tan grande de pobres que los ingleses temían una nueva “plaga de los
mendigos”. Había abundancia de mano de obra, superior a la demanda; por un lado en
función del incremento del uso de las máquinas, lo que permitía una apreciable
economía de trabajo humano, y por otro en función de la expansión de la clase
trabajadora en límite superior a las necesidades de un mercado debilitado por sucesivas
crisis.
El ejército industrial de reserva creció a tal punto que pasó a incorporar un gran
número de personas que jamás conseguía penetrar en el circuito del capital, acabando
por caer en una situación de pauperización.
Esa masacre del ser humano por el universo económico, esa verdadera
degradación de la clase trabajadora eran vistos por la burguesía como subproductos
naturales del régimen capitalista. Para ella, la pauperización significaba apenas “el asilo
de los inválidos del ejército activo de los trabajadores y el peso muerto del ejército
industrial de reserva. Su producción y su necesidad se comprenden en la producción y
en la necesidad de la superpoblación relativa, y ambos constituyen condición de
existencia de la producción capitalista y del desarrollo de la riqueza” (Marx, 1984, I, 2:
747).
82
Reflexionando sobre esa situación, Marx (ver 1984, I, 2: 714 y ss.) recoge en la
literatura elucidativa manifestaciones de la burguesía sobre la cuestión de la pobreza,
utilizándolas en el análisis de la Ley General de Acumulación Capitalista. Ahí
encontramos la referencia al economista clásico John Bellers, afirmando en 1696 que “el
trabajo del pobre es la mina del rico” (in Marx, 1984, I, 2: 715). En el mismo sentido se
expresaba Bernard de Mandeville (1670-1733), escritor y filósofo inglés, cerca del
inicio del siglo XVIII: “En los países donde la propiedad está bien protegida, es más
fácil vivir sin dinero que sin los pobres, pues ¿quién haría el trabajo? (...). En una nación
libre donde se prohibe la esclavitud, la riqueza más segura es constituida por un gran
numero de pobres laboriosos. Constituyen fuente inagotable para el reclutamiento de la
marina y del ejército; sin ellos nada se podría usufructuar, ni podrían ser explotados los
productos de un país” (in Marx, 1984, I, 2: 715).
84
La ética burguesa se va revelando a través de esas manifestaciones, las que
retratan el espíritu de una época, la moral de una clase para la cual el valor de su capital
es superior al de la vida humana. A la burguesía, el trabajador interesaba apenas en
cuanto fuerza de trabajo; por lo tanto, su preocupación se restringía apenas a que aquel
se mantuviera en condiciones de incorporarse continuamente al capital, ampliándolo y
expandiéndolo. Sus reales condiciones de vida no constituían motivo de preocupación
para ella.
85
sociedad burguesa le ofrecía, pues por sobre todas las cosas eran estrategias que
pretendían reforzar la sumisión de la clase trabajadora al dominio del capital.
87
un rígido mecanismo de corrección y control. Los pobres, siempre que les fuera posible,
preferían ayudarse, evitando caer en las mallas del sistema de asistencia pública, de
donde difícilmente se conseguía escapar después de un primer atendimiento.
Manteniendo aún bien presente la influencia de la legislación tudoriana, la Inglaterra del
siglo XIX, así como otros países eurooccidentales, continuaba a estigmatizar la pobreza,
a marginalizar al pobre, negándose a reconocer cualquier derecho de movilidad social a
esa franja de la población. Si en el reinado de Eduardo VI la pobreza y la ausencia de
actividad laboral eran castigados con la marcación de hierro al rojo vivo en el pecho, y
en el de Elisabeth I los mendigos tenían el cartílago de la oreja quemado, en Inglaterra
del siglo XIX ser declarado pobre equivalía a perder uno de los derechos más
fundamentales del ser humano: el derecho a la libertad. La pobreza era castigada con la
“no-ciudadanía”, o sea, con la destitución da la ciudadanía económica y con el
cercenamiento de la libertad de ir y venir.
Menos por razones éticas y sociales y más en defensa del régimen, a lo largo del
tiempo la burguesía se vio forzada a rever sus estrategias de asistencia a los pobres. El
pauperismo, como polo opuesto de la expansión capitalista, creció tanto en Europa
durante el siglo XIX que su atención ya no podía más restringirse a las iniciativas de
particulares o de la Iglesia; era preciso movilizar el propio Estado, incorporando la
práctica de la asistencia y su estrategia operativa — el Servicio Social — a la
estructura organizativa de la sociedad burguesa constituida, como un importante
88
instrumento de control social. La Sociedad de Organización de la Caridad, a pesar de no
contar con el apoyo de la clase trabajadora, se había expandido, acompañando el flujo
ascendente de la pobreza y de la miseria. Su influencia se hacía presente en todas las
prácticas asistenciales, no sólo inglesas sino también en toda Europa, las cuales se
realizaban en estrecha relación con los equipos de salud, en el tercio final del siglo XIX.
El aumento del nivel de morbilidad, que derivaba del crecimiento de la pobreza, causaba
grandes preocupaciones a las autoridades, incluso por las consecuencias que llevaba al
proceso de trabajo, pues un obrero enfermo era una mercancía inerte. Así, mismo
manteniendo su visión de asistencia como una estrategia de sumisión de la clase
trabajadora, la Sociedad de Organización de la Caridad pasó a incluir las cuestiones de
salud en su área de actuación. La acción social deseada por la burguesía en esas décadas
finales del siglo XIX, cuando buscó la aproximación con el Estado y trató de fortalecer
las alianzas con los agentes sociales, trascendía sin embargo las cuestiones particulares o
las situaciones específicas. Lo que la preocupaba era el proceso social, sobre el cual
deseaba ejercer un control más riguroso. La expansión de la “cuestión social” alcanzó
niveles que la burguesía consideraba alarmantes: la miseria se había generalizado en
Europa, alcanzando un gran contingente de la clase trabajadora, la cual más movilizada
y con mayor nivel de organización avanzaba en sus luchas, no desanimando frente a las
frecuentes dificultades impuestas por los dueños del capital.
89
pues en el orden social por ésta engendrado el Estado nada más era que un órgano a su
servicio.
Y de esta manera — y aquí una vez más se revela el carácter engañoso del modo
capitalista de pensar — los dueños del capital, con la aprobación de los propios agentes,
asumieron el control de la práctica social, subordinándola cada vez más profundamente
a sus intereses de clase. En consecuencia, la función económica de la práctica social
5. Las principales fuentes utilizadas para subsidiar esas reflexiones sobre la acumulación de la
pobreza y la expansión del Servicio Social fueron: Bairoch, 1976; Dobb, 1983; Engels, 1985; Lukács,
1974; Marx, 1984, 1969; Moore Jr., 1973; Richmond, 1950; Stone, 1978.
90
pasó a sobreponerse a la propia función asistencial, en la medida en que, de acuerdo con
la visión de la burguesía, su gran contribución para la sociedad burguesa estaba en su
condición de constituir un instrumento auxiliar del proceso de reproducción de las
relaciones sociales de producción capitalista. Envolviendo a los agentes en un discurso
ideológico, mistificado, muy propio de la razón burguesa, “realiza una operación
bastante precisa: ella ofrece a la sociedad fundada en la división y en la contradicción
interna una imagen capaz de anular la existencia efectiva de la lucha, de la división y de
la contradicción: construye una imagen de la sociedad como idéntica, homogénea y
armoniosa. Ofrece a los sujetos una respuesta al deseo metafísico de identidad y al
temor metafísico de la desagregación” (Chauí, 1980: 27). Así, valiéndose del momento
de crisis y de debilidad del tejido social, en especial de la aprensión que reinaba en el
seno de la sociedad europea, predominantemente entre los agentes sociales, la clase
dominante ratifica su identidad atribuida, robándoles la posibilidad de construcción
colectiva de proyectos de auténticas prácticas sociales. Vaciada de sus dimensiones
fundamentales, de construcción histórica, de tiempo y movimiento, distanciada de la
lucha de clases y del proceso histórico real, la identidad atribuida, cual una amalgama,
fija y petrificada, compuesta por los deseos y aspiraciones de la clase dominante, pasó a
determinar el percurso de la práctica social. Crecientemente ratificada por ésta e inserta
en el aparato burocrático institucional del Estado burgués, asumió cada vez con mayor
énfasis la dimensión de estrategia de control social, peculiarizandose como una acción
dirigida al control de los problemas que derivaban de la industrialización capitalista y
de su flujo expansionista. Nutriéndose del desarrollo del propio modo de producción
capitalista, la identidad atribuida se fortalecía a cada momento, así como se fortalecían
los vínculos de la práctica social con la clase dominante. A ésta le interesaba, y mucho,
alimentar esos vínculos, porque a través de ellos la fuerza penetrante de la alienación se
alojaba en el colectivo profesional, aproximando cada vez más sus agentes al proyecto
hegemónico de la burguesía. Envolviéndolos en el movimiento del capital y siempre
ratificando la importancia de su acción para la reproducción de la fuerza de trabajo y el
equilibrio del sistema capitalista, los dueños del capital acentuaban el distanciamiento
entre agentes y la clase trabajadora. Por otro lado, delegándoles funciones de interés del
capital y manteniéndolos ocupados en ese ejercicio, la clase dominante restringía sus
espacios de reflexión y crítica, desde luego marcando la práctica social con el signo de
la urgencia, de la prontitud para la acción. Había siempre cuestiones urgentes, para las
91
cuales era preciso dar respuestas inmediatas, a fin de que no fueran a constituir riesgos
para el equilibrio de la sociedad burguesa. Así, las propias condiciones peculiares a
través de las cuales fue dándose la organización del proceso de trabajo de los agentes
sociales, crearon los espacios necesarios para la fijación de la identidad atribuida. Como
algo fijo e inmutable que “baja del cielo a la tierra” (Marx y Engels, 1984: 37), la
identidad atribuida, adhiriéndose a la práctica social, se instaló en el seno del colectivo
profesional, ocupando el espacio privilegiado de referencial persistente de la práctica.
Las propias demandas del capitalismo, ratificadoras de tal referencial, llevaban a un uso
regular y continuo del mismo, haciendo con que fuera sancionado por el uso y
refrendado socialmente. Las artimañas del capitalismo se manifiestan de forma nítida en
esa operación, a través de la cual la burguesía se apropia no sólo de la práctica social
sino también de sus agentes. Creando la identidad atribuida, por lo tanto delimitando ahí
los espacios permitidos para la realización de la práctica profesional y absorbiendo los
agentes por ella misma creados en su aparato burocrático institucional, la clase
dominante marcaba inexorablemente el vínculo entre la práctica social y los intereses
del capital. Alienando al mismo tiempo tanto la propia práctica cuanto sus agentes, pues
éstos ya no más se pertenecían, sino que respondían a los intereses del capital; la
identidad atribuida ganaba un estatuto lógico propio, asumiendo la condición de
elemento definidor de la práctica del Servicio Social en la sociedad capitalista. Los
dueños del capital, en cuanto mandantes de la práctica, propietarios de los medios de
producción y compradores de la fuerza de trabajo, ratificaban a cada momento la
identidad atribuida, demandando modalidades de práctica que de alguna forma
contribuyeran con la expansión del capital, con la ampliación de la producción
capitalista. La fuerza penetrante de la alienación, mecanismo básico del sistema
capitalista, fuertemente impregnado en la práctica social por él creada, hizo con que el
propio agente acabara por ratificar la identidad atribuida a través de la continuidad del
uso. Se caminó así para un verdadero fetichismo6, a través del cual la identidad
atribuida es la que fue fijada como elemento definidor de la práctica del Servicio
Social, ocultando tanto las relaciones sociales como sus intenciones subyacentes. Así, la
forma de cosas , con estatuto ontológico similar a las cosas naturales (ver Coutinho: Presentación, in
Netto, 1981).
7. El término fetiche viene del latín facticius = hechizo, significando “artificial, ficticio, facticio”
(ver Cunha, 1982: 352). En el sentido técnico en que está siendo empleado, se refiere a la teoría del
fetichismo de la mercancía desarrollada por Marx (1984, I, 1: cap. I, 4) bajo el título “El fetichismo de la
93
práctica, anunciando las vías de ruptura de la alienación. Así, en una sociedad de clases
antagónicas, la cual tiene en la alienación y en la contradicción sus elementos fundantes,
la conciencia social pasa a significar peligro, razón por la cual la clase dominante
apuesta todos sus esfuerzos para mantener los agentes envueltos en una gran malla
alienante. “La conciencia jamás puede ser otra cosa que el ser consciente, y el ser de los
hombres es su proceso de vida real” (Marx y Engels, 1984: 37). El proceso de vida real
de los agentes sociales, en lo que respecta a las circunstancias históricas y a las
condiciones materiales de su práctica en la sociedad europea del final del siglo XIX, fue
altamente bloqueador del desarrollo de la identidad profesional y de la conciencia
histórico-crítica del colectivo profesional. La expansión del número de agentes fue
notable en el último tercio del siglo XIX, tanto en Europa cuanto en los Estado Unidos,
aunque es verdad que alimentándose de la acumulación de la pobreza, de la
generalización de la miseria. Al iniciarse el siglo XX, el Servicio Social estaba presente
en la mayor parte de los países europeos y también en los Estados Unidos, contando ya
con innúmeras sedes de la Sociedad de Organización de la Caridad. Su identidad
profesional era, sin embargo, tan llena de contradicciones y antagonismos como el
propio régimen que la creó. Sus agentes, provenientes de la burguesía, estaban ahora a
su servicio, sometidos a la lógica del capital, y por lo tanto ya no ocupaban espacios tan
significativos en la clase dominante. Para la clase trabajadora, sin embargo, su rostro era
el del poder, de la desigualdad y de la explotación capitalista, y no el rostro del
trabajador.
No era pues nada confortable la posición de los agentes sociales cuando el siglo
XX despuntó en el horizonte. Apenas el envolvimiento con la malla alienante de la
sociedad burguesa podía protegerlos de esa constatación. La misma alienación que eran
llevados a ratificar, a través de su práctica fetichizada y mecánica, había impedido la
asunción colectiva del sentido histórico de la profesión, transformando la práctica social
en una práctica indefinida, ambigua y no-objetiva. “Un ser no-objetivo es un no-ser (...)
es un ser no-efectivo, no-sensible, apenas pensado, o sea, apenas imaginado, un ser de
abstracción.” (Marx, 1978: 41).
mercancía: su secreto”. Está intrínsecamente ligada a su teoría del valor, dado que ésta procura resaltar la
forma peculiar asumida por el trabajo en la sociedad capitalista.
94
95
CAPÍTULO III
Servicio Social:
rompiendo con la alienación
Ianni, 1968
96
3.1. El siglo XX y la “cuestión social”
Al abrirse las cortinas del palco histórico del siglo XX, no era posible prever con
mucha seguridad el tipo de espectáculo que ahí se desarrollaría. La Gran Depresión que
se expandía por toda Europa diseminó sus efectos, con mayor o menor intensidad, por
todos los países. El aumento de los flujos migratorios para Estados Unidos atestiguaba
las crecientes dificultades que se le colocaban al trabajador europeo y su familia.
Escapando casi ileso de la Gran Depresión, pues ahí el capitalismo más joven y
saludable se expandía conjuntamente con la industria ferroviaria, Estados Unidos
constituía un verdadero polo de atracción para los trabajadores empobrecidos y
desempleados. En Europa la clase dominante concentraba sus esfuerzos para intentar
recuperar la economía, buscando estrategias que le pudieran traer la expansión de su
capital como retorno. La Gran Depresión, a través de la marcha intermitente y suntuosa,
seguía su camino, a veces dando señal de retroceso, otras veces avanzando aún más.
Sólo a comienzos del siglo XX este cuadro se tornó un poco más estable, determinando
una cierta caída en el nivel de tensión reinante. Se trataba entretanto de una estabilidad
fugaz, pues luego fue interrumpida por el conjunto de problemas políticos, sociales y
económicos que precedieron la Primera Guerra Mundial y la Revolución de 1917 en
Rusia. Por otro lado en el plano de la relación capital-trabajo, los avances del
movimiento obrero y la maduración de su proceso organizativo mantenían a la clase
dominante en estado de permanente ansiedad. A lo largo del siglo XIX, los trabajadores
europeos habían transitado de la práctica sindical stricto sensu para la práctica política,
desarrollando en ese camino, importantes estrategias de lucha. El propio Estado
burgués, capitulando frente a las evidencias, pasó a considerar más atentamente las
pautas de reivindicaciones de los trabajadores, inclusive rindiéndose a la realización de
negociaciones colectivas. La presión de los trabajadores era encarada con más seriedad,
siendo ponderable su influencia sobre la organización del proceso de trabajo. La base
construida a través de la práctica sindical y la militancia orgánica en sus asociaciones y
97
partidos le había cambiado la cara del movimiento de los trabajadores europeo. Así, a
pesar de no poder hacer previsiones seguras sobre la marcha de los acontecimientos en
el siglo XX, por lo menos dos situaciones eran claras:
1º) la “cuestión social” estaba puesta en el centro del palco histórico en toda su
plenitud;
Fue bajo la forma de drama, alcanzando casi el nivel de tragedia, que el siglo XX
vivió su historia. Despojado el capitalismo de sus máscaras y deshaciendo las ilusiones
por él creadas, mostró la dura realidad que se presentaba para aquellos que alimentaban
sueños de progreso económico y de estabilidad financiera.
tal temática. En el conjunto de las mismas se destacan La economía política del desarrollo (Barán, 1957)
y Capitalismo monopolista (Barán y Sweezy, 1978).
99
Precionada por esas circunstancias históricas, la clase dominante, como era
usual, se apoyó en aquellos agentes que creó para cuidar de la “cuestión social”. A esa
altura en el transcurso de la cuarta década del siglo, el mundo ya se preparaba para una
segunda guerra mundial. El número de asistentes sociales creció, no sólo en el
continente europeo como también en el americano y su práctica ganaba status
profesional propiamente dicho. La misma indeterminación que lo caracterizaba cuando
el siglo XX daba sus primeros pasos continuaba envolviendo al colectivo profesional.
Operando siempre con la identidad atribuida por el capitalismo y realizando una práctica
por éste determinada, el Servicio Social era “una entidad global mística, arriba del mal y
abajo del bien”2, ostentando un perfil de contornos inespecíficos e indefinidos.
Antecedentes históricos
Entre los judíos esas prácticas, en especial la de las visitas domiciliarias, eran
también usuales, destinándose principalmente a las viudas, huérfanos, ancianos y
enfermos.
Con la organización de la Iglesia Católica esa tarea fue delegada a los diáconos
— miembros legos de la Iglesia — y luego extendida a las cofradías. Sus acciones se
ampliaron pasando a involucrar la realización de averiguaciones sociales, además de las
visitas domiciliarias, para constatar las necesidades de los solicitantes de la ayuda.
101
El gran organizador de la doctrina cristiana fue Santo Tomás de Aquino (1224-
1274), situando la caridad como uno de los pilares de la fe, imperativo de justicia social
a los más humildes.
Con el pasar del tiempo fueron innúmeros los caminos seguidos por la asistencia,
así como las formas operativas adoptadas para concretizarla; sin embargo un elemento
se mantuvo siempre vinculado a ella, constituyendo una verdadera marca indicativa de
su práctica: la caridad para con los pobres.
Desde la era medieval y avanzando para épocas más recientes, llegando incluso
al siglo XIX, la asistencia era encarada como forma de controlar la pobreza y de ratificar
la sujeción de aquellos que no tenían propiedades o bienes materiales. Así, sea en la
asistencia prestada por la burguesía, sea en aquella realizada por las instituciones
religiosas, había siempre otras intenciones además de la práctica de la caridad. Lo que se
buscaba era perpetuar la servidumbre, ratificar la sumisión.
102
La espiritualidad religiosa fue substituida por una preocupación mercenaria que
tornó a la Iglesia insensible frente al destino de millones de campesinos que vivían en
un régimen de brutal servidumbre.
103
organización de la asistencia, pero no hubo nada de gran significación histórica en ese
campo.
Fue sólo en el siglo XVII, por lo tanto un siglo después de la Reforma, que en
Francia San Vicente de Paul intentó restablecer las bases cristianas de la asistencia,
recuperando el esquema de las cofradías e involucrando a los legos en su práctica. Sus
ideas tuvieron gran repercusión y atrajeron muchos seguidores, pero el mismo lugar
donde éstas florecieron, un siglo más tarde, fue el palco de la Revolución Francesa. La
organización societaria y el orden jurídico que derivan de esa Revolución, de naturaleza
marcadamente política, cambian nuevamente la base de la asistencia, colocándola como
un derecho del ciudadano y atribuyendo a todos el deber de prestarla. Al ser dejada por
el Estado en manos de todos, en realidad la asistencia quedaba en manos de nadie,
relegada al limbo de la indeterminación. Tal indeterminación interesaba en ese momento
a la clase dominante, porque al ser dejada al libre albedrío la asistencia servía inclusive
para una estrategia de dominio de clase, de fortalecimiento de la sumisión. Las propias
circunstancias históricas luego se encargaron de mostrar que el poder de la burguesía no
era eterno como ella deseaba, tampoco los trabajadores eran una masa de sumisos como
ella usualmente los consideraba. Incluso antes de finalizar la primera mitad del siglo
XIX, dieron al mundo una prueba viva de su espíritu de lucha, del vigor de su
combatividad. La marcha histórica desarrollada por ellos a lo largo del siglo XIX tornó
imposible dejar de reconocer su fuerza política y su presencia de clase.
104
función ideológica —, la cual se adhirió fuertemente a la práctica social expresándose a
través de la tácita o explícita represión sobre la organización de la clase trabajadora y
sobre su expresión política.
La condición de clase del trabajador atravesaba por lo tanto no sólo su vida sino
también la propia muerte. El signo de la desigualdad, siempre presente, de la misma
forma que marcaba su vida engendraba su muerte, bajo la mirada cómplice de las
autoridades y de la clase dominante.
4. Tanto los datos aquí referidos como el párrafo del informe presentado, fueron tomados de
Engels (1985: 126-27).
107
hospitalaria. En 1859 influenciado por ella, el filántropo burgués William Rathbone
fundó en Inglaterra el primer servicio de enfermería domiciliaria en Liverpool.
5. Expresión utilizada por Marx (1987) al referirse al golpe de Estado contra-revolucionario dado
en Francia, el 02/12/1851, por Louis Bonaparte y sus partidarios.
108
educativas, fue también marcante en el proceso de realización de la asistencia y de su
organización en bases científicas.
El contacto directo con la familia obrera era muy valorizado en esa época, pues
según la concepción de la burguesía, tanto sus problemas de subsistencia como sus
reivindicaciones en el contexto de trabajo, eran relacionados con “problemas de
carácter”. Fue apoyada en esa concepción, que la Sociedad de Organización de la
Caridad adoptó y difundió, la idea de la asistencia social como una acción de “reforma
del carácter”.
En esa fase final del siglo XIX la preocupación con la cualificación de los
agentes profesionales era general en las Sociedades de Organización de la Caridad, tanto
en la europea como en la americana, en la medida en que éstos aumentaron mucho
numéricamente y que se tornó imperioso capacitarlos para enfrentar la “cuestión social”,
agravada sensiblemente por un decadente régimen capitalista y por un orden social
burgués esclerosado.
112
siguiente en el mismo local, con la creación de la primera Escuela de Filantropía
Aplicada (Training School in Applied Philantropy).
113
apoyada en su tesis, que la acción social filantrópica realizó su proceso de
institucionalización tanto de la formación como de la profesionalización.
114
Relacionándose, no casualmente, en su origen con el agravamiento de la
“cuestión social” de los países donde se localizaban, el surgimiento de las escuelas no
puede ser disociado de un contexto político e histórico más amplio. Su trayectoria se dio
en medio de un contexto social complejo donde se combinaban cuestiones políticas,
ambiciones colonialistas de los países poderosos y la carrera armamentista internacional,
variables complementadas por el proceso de consolidación y expansión del capitalismo
a escala mundial.
Fue a través del trabajo de esas visitadoras sociales domiciliarias que el Servicio
Social inició sus primeras actividades en las instituciones públicas americanas.
En Nueva York, desde inicios del siglo XX los asistentes sociales venían
trabajando con los equipos de salud en el tratamiento y profilaxis de los innúmeros y
frecuentes casos de tuberculosis. Fue en 1905 que el Dr. Richard Cabot creó el primer
Servicio Social Médico, insertándolo en la estructura organizacional del Hospital
General de Massachusetts. Reconociendo en la acción del Servicio Social un valioso
instrumento tanto para el diagnóstico como para el tratamiento médico-social de los
pacientes ambulatorios o internados, el Dr. Cabot lo consideró indispensable en los
equipos de salud. Su tesis ganó muchos adeptos y varios hospitales, comenzando por el
de Boston, pasaron a demandar la presencia de aquel profesional.
117
de las más importantes para la clase dominante y que se relacionaba con la función
ideológica de la práctica social. A través de ella era posible ajustar comportamientos,
acomodar situaciones, difundir nuevos modos de pensar compatibles con la lógica de la
sociedad capitalista. Así la acción social, aunque realizada predominantemente a través
del abordaje individual, producía efectos de mucha utilidad para el Estado burgués,
auxiliándolo en el cumplimiento de una de sus principales funciones: garantizar la
expansión del capital manteniendo la regularidad del proceso social.
Según las investigaciones realizadas por Edward Devine y Mary Van Kleec a
pedido de la Escuela de Filantropía, ya en 1915 Nueva York contaba con cerca de cuatro
mil agentes sociales actuando profesionalmente en sus instituciones públicas.
Seguramente la mayoría de ellos realizaba sus acciones a través del abordaje individual,
valiéndose de entrevistas y visitas domiciliarias8. Tal tipo de práctica demandaba un
gran número de agentes especializados, lo que llevó a la Sociedad de Organización de la
Caridad a desarrollar verdaderas campañas de reclutamiento de nuevos interesados en
esa actividad.
Richmond que se venía dedicando cada vez más al estudio de la base científica
de la asistencia y su aplicación práctica, formuló en ese evento la propuesta de que esa
nueva profesión recibiera oficialmente la denominación de Trabajo Social y sus agentes
la de trabajadores sociales.
119
la actividad base de la substancia, garantía del vivir biológico —, el primer término
tiene la connotación de atender las motivaciones más altas relacionadas con la
realización personal y existencial10.
9. El término servicio viene del latín servire que significa “vivir o trabajar como siervo, prestar
servicio, auxiliar, ayudar” (ver Cunha, 1982: 718).
10. Sobre la diferencia entre work y labour verificar la elucidativa nota de pie de página
introducida por Engels (in Marx, 1984, I, 1, cap. I, “La Mercancía”).
11. Trabajar significa “ocuparse en algún menester, ejercer su oficio, del latín vulgar tripaliane
— torturar —, derivado de tripalium — instrumento de tortura compuesto de tres palos; de la idea de
‘sufrir’ se pasó a la de esforzar(se), luchar, pugnar, y por fin, trabajar” (ver Cunha, 1982: 779).
120
posiciones centrales de su doctrina social se encontraban en las encíclicas papales, que
aunque fueran dirigidas a los ministros de la Iglesia como principios de fe, siempre
ganaban amplia divulgación popular. Los asistentes sociales europeos, atónitos con la
compleja problemática social con la cual tenían que actuar y sintiéndose fragilizados
teóricamente, pues su formación profesional era aún bastante precaria, se aferraban a los
preceptos de la Iglesia como si fueran las “tablas de la ley”.
El resultado de todo ese proceso fue que Europa y Estados Unidos siguieron
diferentes caminos en lo que se refiere a la profesionalización del Servicio Social, lo que
121
condujo la operacionalización de la práctica y la organización del colectivo profesional
en niveles diferentes.
Definir los rumbos de la práctica del Servicio Social era una tarea altamente
compleja en el interior de la grave problemática que caracterizaba el tercio final del
siglo XX en Europa y Estados Unidos.
El capitalismo competitivo del siglo pasado, sin conseguir resistir a las presiones
económicas de un mundo en proceso de intensa transformación, cedió lugar al
capitalismo financiero, monopolista, que determinaba una nueva estructura de poder
económico con evidentes repercusiones en el proceso social.
122
vencedor de la I Guerra Mundial y para allá se trasladaba el centro de referencia del
mundo capitalista. Había en aquel país una próspera clase dominante que alimentaba un
acelerado proceso de industrialización capitalista. Seguros de su poder y tomando por
concreto algo profundamente abstracto, su eterno poder de clase, la burguesía americana
entendía que podía controlar el proceso social de la misma forma que controlaba el
proceso económico.
Este libro trajo gran impulso para el proceso de profesionalización del Servicio
Social en Estados Unidos, contribuyendo de forma decisiva para el reconocimiento del
valor de esa actividad profesional por las autoridades académicas. En 1919 la Escuela de
Filantropía Aplicada fue incorporada a la universidad de Columbia en Nueva York con
la denominación de Escuela de Trabajo Social. A esa altura el número de profesionales
había crecido y su proceso organizativo ya producía resultados bastante visibles. En
1920 se fundaba en Nueva York la Asociación Nacional de Trabajadores Sociales,
agremiación de naturaleza corporativista orientada para la organización, representación
123
y defensa del colectivo profesional. Con el pasar del tiempo y como fruto de su propio
desarrollo vino a sustiruir la Sociedad de Organización de la Caridad, la cual dejó de
existir con esa denominación a partir de la década del ’40. En Europa el itinerario de
búsqueda del Servicio Social se hizo por otra dirección. La línea psicológica y
psicoanalítica que caracterizaba el abordaje individual americano no tuvo allí gran
resonancia. Los líderes de las Sociedades de Organización de la Caridad entendían que,
en vez de actuar sobre los individuos con la finalidad de mantenerlos ajustados a la
sociedad, era preciso actuar sobre ésta para que no se desestabilizara con las presiones
ejercidas. Más importante que controlar conflictos o desajustes individuales era tener
claridad en la comprensión de la estructura de la sociedad y de los problemas que en ella
ocurrían o que sobre ella incidían. Era necesario buscar teorías, conocimientos y
conceptos, que, superando el límite de lo aparente y de lo individual, permitieran la
penetración en el contexto social y la aprehensión de los problemas en sus
manifestaciones más amplias. Por lo tanto, las Sociedades de Organización de la
Caridad europeas trataron de buscar apoyo en las ciencias sociales, principalmente en la
Sociología, Economía y más tarde en la Investigación Social.
124
“noble”, poderosa en relación a la otra, consideraba que sólo mediante un riguroso
control moral sobre el individuo o grupos portadores o manifestantes de los problemas
sociales es que se podría garantizar la organización y el adecuado funcionamiento de la
sociedad.
12. Esta cuestión es colocada por Gramsci en otro contexto. Reflexionando sobre “servicios
públicos”, destaca que “estos elementos deben ser estudiados como nexos nacionales entre gobernantes y
gobernados, como factores de hegemonía”, y agrega: “beneficencia es elemento de ‘paternalismo’;
servicios intelectuales son elementos de hegemonía, o sea, de democracia en el sentido moderno” (1985:
153).
127
Como el creador no podía dejar de legitimar a la criatura, tanto esa identidad
atribuida como la práctica asistencial desarrollada por los asistentes sociales eran
plenamente ratificadas por la burguesía. Sin embargo se instaló ahí la gran paradoja que
marcó profundamente la trayectoria histórica y la propia imagen del servicio social: la
legitimación de su práctica no provino de la población usuaria sino de la clase
dominante — los mandantes de la práctica — así como también de los contratantes de
los servicios profesionales de los asistentes sociales. Para los primeros — los usuarios
— traía la marca de la imposición, tenía el gusto amargo de la represión, de la sumisión
y del control. Era una práctica que atendía las necesidades del capitalista, aunque sin que
lo mismo ocurriera en relación al proletariado como clase. Para los otros — los
asistentes sociales — aliarse al Estado y a la Iglesia y producir una práctica
dimensionada por los intereses de la burguesía significaba una forma de ampliar los
espacios de actuación, de consolidarse como grupo profesional específico. Por otro lado,
en la medida que, tanto en el liderazgo como en el interior de ese grupo, la presencia
dominante era la de los miembros de la clase burguesa, el modo burgués de pensar era
naturalmente justificado y no llegaba a producir ninguna perplejidad; la conciencia de
los agentes también era burguesa. La sociedad de clases era una realidad incontestable y
la preocupación de los asistentes sociales en esas décadas iniciales del siglo XX no era
impugnarla y ni siquiera someterla a una crítica rigurosa; era en verdad mantenerla en
equilibrio, preservando su orden.
128
Como sede de la primera Escuela Católica de Servicio Social fundada en París
en 1911, Francia tuvo un papel muy importante en ese proceso, funcionando como un
verdadero polo irradiador de la vertiente católica de la práctica profesional. Fue así que
se inició después de la fundación de la Escuela de París, la creación de pequeños
núcleos asociativos de asistentes sociales católicos que se dedicaban a la reflexión sobre
la “cuestión social”, sobre la doctrina social de la Iglesia y sobre sus implicaciones para
la práctica profesional. La repercusión de esa iniciativa fue muy grande y más tarde ese
organismo asociativo se multiplicó, tanto en Francia como en los demás países
europeos. Al avance del grupo católico correspondió un retroceso de la Sociedad de
Organización de la Caridad, cuyo punto de sustentación se localizaba en la Iglesia
Evangélica. Sus atribuciones fueron siendo incorporadas por los Núcleos de Asistentes
Sociales Católicos, organismos que ganaban fuerza y expresión en los países seguidores
de esa doctrina. Las décadas del ’20 y ’30 fueron testigos de una gran expansión del
Servicio Social europeo, sea en las acciones profesionales sea en el proceso
organizativo. De la experiencia de los pequeños Núcleos surgió en 1925, en Italia,
durante la I Conferencia Internacional de Servicio Social en Milán, la Unión Católica
Internacional de Servicio Social — UCISS. Se trataba ya de un organismo de mayor
porte y que ejerció gran influencia no sólo sobre el Servicio Social europeo sino también
sobre el latinoamericano.
129
recuperar fuerzas y para organizarse, sin perder la alianza con la burguesía, su principal
estrategia fue abrir las puertas para los movimientos legos.
13. El análisis realizado por Verdès-Leroux sobre esta cuestión es muy elucidativo y claro,
mereciendo ser consultado.
130
Ese tipo de práctica que se intensificó en la primera posguerra europea y que
pasó a constituir la marca persistente del Servicio Social, favoreció su penetración en la
estructura del Estado burgués.
14. La literatura sociológica especializada sobre este importante momento de la historia de Brasil
es rica y abundante. Como subsidios para la reflexión consultamos básicamente: Carone, 1974, 1976;
Fausto, 1971, 1976; Skidmore, 1975; Sola, 1971; Della Cava, 1975; Villaça, 1975; Fernandes, 1981.
131
social y económico nacional. La represión policial, típica de la Primera República, a
través de la cual la burguesía deseaba detener el avance del movimiento obrero, ya no se
mostraba más eficaz.
El Estado que surgió en la República Nueva fue una “entidad global mística”
(Oliveira, 1987: 38), por encima de las clases, pero considerándose legítimo defensor de
sus intereses y se atribuyendo la misión de rescatar el clima de “harmonía social”. Como
estrategia para disminuir la tensión reinante entre los trabajadores, trajo para sí la
responsabilidad de cuidar de la reproducción de su fuerza de trabajo. Para eso buscó el
fortalecimiento de sus alianzas con la Iglesia y con los sectores más ricos de la
burguesía, con los cuales dividió la tarea de circunscribir la hegemonía del poder al
restricto ámbito de la clase dominante. Los movimientos legos, que en ese momento ya
tenían gran expresión en Brasil, inclusive contando con cierta estructura organizacional,
fueron los agentes accionados por la Iglesia para actuar con los obreros. En São Paulo,
en una conjugación de esfuerzos de la naciente burguesía y de sectores de la propia
Iglesia Católica, había sido creado, en la red del movimiento constitucionalista de 1932,
el Centro de Estudios y Acción Social de São Paulo — CEAS que desempeñó un
importante papel en el sentido de cualificar los agentes para la realización de la práctica
social. En ese Centro, como fruto de la iniciativa de las canonesas de San Agustín, se
realizó en Brasil el primer curso de preparación para el ejercicio de la acción social, que
bajo la denominación de Curso Intensivo de Formación Social para Señoritas, fue
132
dictado por la asistente social belga Adèle de Loneux de la Escuela Católica de Servicio
Social de Bruselas. La clientela de este primer curso fue constituida por jóvenes
católicas, algunas ya participantes de actividades asistenciales o militantes de
movimientos de la Iglesia, y todas pertenecientes a familias de la burguesía paulista.
En São Paulo el cuadro se agravaba, pues además de las disputas entre los
tenentistas* y los sectores políticos más tradicionales estaba presente el miedo de la
infiltración de las ideas comunistas, y para aumentar más su preocupación, la existencia
de un distanciamiento del gobierno central que venía marginalizando a la burguesía
paulista. Así para esta burguesía el curso llegaba en un momento crucial, razón por la
cual hubo un gran incentivo de las familias para que sus hijas jóvenes, solteras, e incluso
esposas — aunque minoría — participaran en éste. De cierta forma, a través de ese
curso se abría la posibilidad de que la mujer paulista marcara su presencia en el proceso
político que se desarrollaba en su propio Estado. Aunque dirigido inicialmente a un
pequeño y seleccionado grupo, se esperaba un gran efecto multiplicador, aliado a una
ampliación de sus resultados por el propio Centro de Estudios y Acción Social de São
Paulo.
Históricamente ese fue el evento que marcó el primer paso del largo camino del
Servicio Social en el territorio brasileño, que se inició bajo el revelador signo de la
alianza con la burguesía.
15. En las obras anteriormente mencionadas de Carone, Fausto, Sola, Fernandes, Della Cava y
Villaça, entre otras, se encuentran importantes reflexiones sobre este momento.
* El tenentismo, en la historiografía brasileña, refiere a un movimiento militar, liderado por
tenientes de las Fuerzas Armadas, que protagonizó la Revolución de 1930 y que puso fin a la “Primera
República” (N. de Ts.).
133
configuraban mecanismos de preservación de su poder hegemónico, de contención y de
control de las luchas sociales, además de guardar, de acuerdo con su óptica, una fuerza
disciplinadora capaz de garantizar la difusión del modo capitalista de pensar y su
interiorización por la clase trabajadora. En fin, la identidad atribuida al Servicio Social
por la clase dominante era una síntesis de funciones económicas e ideológicas, lo que
llevaba a la producción de una práctica que se expresaba fundamentalmente como un
mecanismo de reproducción de las relaciones sociales de producción capitalistas, como
una estrategia para garantizar la expansión del capital. Tal identidad era por lo tanto
especialmente útil para la burguesía, pues además de abrirle los canales necesarios
para la realización de su acción de control sobre la clase trabajadora, le suministraba
el soporte indispensable para que se creara la ilusión necesaria de que la hegemonía
del capital era un ideal a ser buscado por toda la sociedad. A través de esa
mistificación del capitalismo, el Estado y la clase dominante procuraban naturalizar su
política controladora y represiva, situándola como un instrumento indispensable para
garantizar el orden social. Las prácticas asistenciales desarrolladas en varios Estados
brasileños entre los años 1930 y 1940, y los eventuales beneficios concedidos a los
trabajadores a través de préstamos, asistencia médica, social y auxilios materiales,
encubrían las reales intenciones subyacentes. Reproducían la nebulosidad que
caracterizaba a la política social concebida por el Estado liberal burgués, de la cual eran
parte y expresión. Tal política durante la década del ’30 sufrió significativa y estratégica
alteración en su estructura interna, tornándose aún más rigurosa y controladora en
relación a los movimientos de los trabajadores. Su objetivo era sofocar tales
movimientos y controlar el nivel de tensión de la sociedad que alcanzaba su ápice a cada
momento, en sectores diversificados, expresándose a través de manifestaciones
colectivas, de paralizaciones y de huelgas16.
16. Carone (1974) hace un estudio bastante riguroso de los movimientos reivindicativos de este
período, teniendo por bandera de lucha no sólo la mejora de condiciones de trabajo y de salarios sino el
propio cumplimiento de la legislación social y laboral frecuentemente transgredidas por los patrones. Los
134
tensión con los movimientos políticos y reivindicativos que delineaban el escenario
social, especialmente entre los años 1930 y 1935. Para revertir ese cuatro, el gobierno,
sirviéndose de una maniobra política, trató de absorber la presión de la clase trabajadora
a través de la creación de organismos normatizadores y disciplinadores de las relaciones
de trabajo. Como derivaciones de esa iniciativa surgieron el Ministerio de Trabajo,
Industria y Comercio en 1930, y las Juntas de Conciliación y Juicio en 1932. Las luchas
de los trabajadores por organismos políticos autónomos fueron prácticamente anuladas
por un sindicalismo oficializado que reducía el sindicato a una instancia corporativa de
poder, controlada por el Estado a través de su aparato represor17.
Fue en medio de ese cuadro complejo que el Servicio Social inició la trayectoria
en dirección a su profesionalización en Brasil. El interés marcadamente utilitarista de la
burguesía y la ética reificada que le daba sustento justificaba la actitud de la clase
dominante de apropiarse de los trabajos desarrollados por los filántropos y por los
agentes sociales, otorgándoles una connotación política e ideológica en términos de
reclamos organizados por los partidos políticos a partir de 1934 también son objeto de reflexión del autor,
así como las medidas adoptadas por los gobiernos.
17. Las obras de Simão (1966), Rodrigues (1968), Carone (1979), son indispensables para la
comprensión de este momento y sus implicaciones históricas.
18. Expresión utilizada por Portelli (1974) para referirse a la pérdida de substancia política de un
movimiento, a su substitución por valores morales.
19. Expresión utilizada por Boris Fausto (1971) para referirse a la forma como la clase
dominante interpretaba los movimientos sociales.
135
control y represión. A través del proceso de reificación20 fuertemente impregnado en la
estructura de la sociedad burguesa se forjaba una perspectiva de práctica social
moldeada para responder a las exigencias del capitalismo. Para éste y especialmente
para la clase dominante que lo corporificaba, la identidad de la práctica social consistía
exactamente en sus funciones ideológicas de control social, a través de las cuales ejercía
de modo indirecto una importante función económica contribuyendo para la marcha
expansionista del capital. Así, mientras para muchos de sus agentes la acción social
atendía a motivaciones personales y religiosas, y buscaba alcanzar objetivos filantrópico
y altruistas, para la clase dominante lo que importaba eran sus resultados materiales y
concretos. Tales resultados, que se expresaban en la atención de las carencias más
urgentes del gran número de pobres y de las necesidades más inmediatas del trabajador
y su familia, producían un efecto social muy importante reduciendo las manifestaciones
aparentes de los problemas y fortaleciendo la ilusión de que el Estado nutría un paternal
interés por el ciudadano. A lo largo del período en que se extendió la dictadura
varguista* el discurso social permaneció presente de forma populista y paternalista, no
obstante el trabajador era expoliado, humillado, explotado y vaciado progresivamente de
su ciudadanía. Los espacios para la acción social se ampliaron, inclusive creándose
durante ese período grandes instituciones estatales o paraestatales, las cuales debían
operacionalizar las respuestas políticas gubernamentales, sumando esfuerzos con los
Institutos de Pensión y Cajas de Previsión Social. En la medida que se expandían las
instituciones crecía la demanda por agentes cualificados para el ejercicio de acción
social. La expectativa que se había creado en relación al ejercicio de esos agentes tenía
como referencia la identidad atribuida del Servicio Social, o sea, su función económica
de fondo ideológico, más que su función social, la cual en una verdadera inversión de
valores, propia de la ética reificada de la burguesía, se había descaracterizado hasta el
20. Reificación es “el acto (o el resultado del acto) de transformación de las propiedades,
relaciones y acciones humanas en propiedades, relaciones y acciones de cosas producidas por el hombre
que se tornaron independientes (y que son imaginadas como originalmente independientes) del hombre y
que gobiernan su vida. Igualmente significa la transformación de los seres humanos en seres semejantes a
cosas que no se comportan de forma humana sino de acuerdo con las leyes del mundo de las cosas. La
reificación es un caso ‘especial’ de alienación, su forma más radical y generalizada, característica de la
moderna sociedad capitalista”. La historia real del concepto de reificación comienza con Marx y con su
interpretación por Lukács. Aunque la idea de reificación ya estaba implícita en las primeras obras de Marx
(1978) el análisis y el uso teórico del concepto de reificación aparecen en sus escritos posteriores y llegan
a su auge en los Grundrisse y en El Capital. Los dos análisis más detallados y desarrollados de la
reificación se encuentran en el primer volumen (cap. I, sección 4) y en el tercer libro (cap. XL-VIII) de El
Capital (ver. Bottomore, 1988: 314).
* Dictadura (“populista”) del gobierno de Getúlio Vargas, que va de 1937 a 1945 (N. de Ts.).
136
límite de la indeterminación. De función esencial, como respuesta al conjunto de
problemas que se instauraban como subproductos del capitalismo, la función social se
había transformado en un mero apéndice de la función económica, en estrategia de
dominio de clase. Fue con esa identidad atribuida por el capitalismo y confirmada por la
Iglesia Católica, que el Servicio Social atravesó los mares y cruzó las fronteras anclando
en el territorio brasileño en 1932. Allí recibió la mejor de las acogidas por parte de
aquellos que se habían movilizado para promover su llegada a Brasil: los sectores más
ricos de la burguesía católica y la propia Iglesia, los cuales movidos por el miedo de la
infiltración de nuevas ideologías y del avance de los movimientos sociales y temiendo la
reincidencia de conflictos más graves como aquellos que marcaron la posguerra, estaban
envueltos en una verdadera “guerra santa”. Asumían como tareas improrrogables, como
misiones evangelizadoras, la unificación de la nación brasileña en torno del
cristianismo, y a su interior, el fortalecimiento de la familia obrera en la fe cristiana.
Con tales objetivos, los católicos se venían organizando en grupos y asociaciones a
través de los cuales realizaban su apostolado lego. La Iglesia envuelta en una
articulación más amplia con el Estado, cuyo objetivo era recuperar y consolidar su
prestigio y su hegemonía apoyó plenamente tales iniciativas, y más tarde el movimiento
católico lego ganó fuerza, estructura y expresión. De esa forma, al llegar a Brasil el
Servicio Social se encontró con una misión y una causa que ya lo esperaban, las cuales
demandaban una inmediata articulación, incluso en el sentido de sumar esfuerzos con
aquellos que por ellas luchaban. La “acción cristianizadora del capitalismo”21 que se
encontraba en curso era una causa que envolvía a todos los grupos y movimientos
católicos. Subyacente a ella se encontraba la intención de promover la amplia aceptación
del régimen capitalista exorcizándolo estratégicamente de sus antagonismos más
evidentes, de sus injusticias más marcantes.
21. Esta expresión es utilizada por Vianna (1976) para referirse a los movimientos
desencadenados por la sociedad civil católica con base en León XIII (1961: 159).
137
actuación inmediata, de la acción espontánea, alienada y alienante. Terminaron por
producir prácticas que expresaban y reproducían los intereses de la clase dominante,
teniendo como principal objetivo el ajuste político e ideológico de la clase trabajadora a
los límites establecidos por la burguesía. Los beneficios, concesiones y servicios
ofrecidos procuraban encubrir la dominación y la explotación burguesa, situándose
como formas ideológicas de preservar el dominio de clase. La “acción cristianizadora
del capitalismo”, una de las principales banderas de lucha del Servicio Social a lo largo
de las décadas del ’30 y ’40, era por lo tanto una forma peculiar de acción política
estratégicamente concebida por la sociedad burguesa constituida para consolidar su
hegemonía de clase22, para garantizar el control social y político del proletariado y de
los segmentos sociales más pauperizados.
Del inmediato envolvimiento del Servicio Social con esta acción resultó un
profundo fortalecimiento de su identidad atribuida, aliado a la descaracterización de su
función social propiamente dicha. Verdadera síntesis de las prácticas sociales pre-
capitalistas y de los intereses hegemónicos de la clase dominante, la identidad
atribuida era construida de opuestos: de represión, de control, de dominación, según el
patrón burgués de ser, pensar y actuar. Fuertemente infiltrado en la estructura de la
sociedad capitalista y ejerciendo un nefasto efecto alienador, ese era el patrón que
determinaba la inserción de la profesión en el tejido de las relaciones sociales más
amplias, sus formas de práctica, sus relaciones políticas con el Estado y con las clases
sociales. La identidad atribuida era así plenamente justificada pues reproducía la
alienación política, social, económica, cultural, presente en el espacio más amplio de la
sociedad burguesa. Afirmándose por el uso y ganando un estatuto ontológico propio, esa
fue la identidad asumida por el Servicio Social, que operó con ella a lo largo del tiempo
desarrollando un camino alienante y alienador y que lo distanció de la trama de las
relaciones sociales impidiéndole participar de una práctica política y social auténtica. La
alienación presente en la sociedad capitalista habiendo encontrado la base social
necesaria, penetró en la conciencia de los agentes profesionales constituyendo un serio
obstáculo para que pudieran estructurar su conciencia política, su conciencia social.
22. El término hegemonía cuyo pleno desarrollo como concepto marxista es atribuido a Gramsci,
está siendo utilizado en la perspectiva propuesta por él en términos liderazgo de clase, el cual es
económico y político, “pues si la hegemonía es ético-política también es económica; no puede dejar de
138
Creando y recreando el fetiche de la práctica y produciendo acciones delimitadas
por los intereses de la burguesía, los agentes profesionales eran cada vez más
aprisionados por los tentáculos de la alienación, lo que tornaba más compleja la tarea de
romper la malla reificante que los envolvía. Sucumbiendo en la lógica de la
justificación, propia de la sociedad burguesa constituida, se tornaban incapaces de
realizar el pasaje para el nivel de la comprensión política de las contradicciones
inherentes al sistema capitalista. Los principales elementos fundantes de la conciencia
política — la conciencia de las contradicciones, la práctica políticamente organizada, la
identidad de intereses como clase — eran así distanciados del horizonte profesional. En
consecuencia se instauraba un movimiento circular y acumulativo en el cual la fragilidad
de la identidad profesional producía una frágil conciencia social que abría espacio para
la producción de prácticas alienadas y alienantes. La ausencia de movimientos histórico
de construcción colectiva de un sentido común para la profesión había producido por lo
tanto un saldo muy negativo: los asistentes sociales componían un colectivo sin
identidad profesional propia. De tanto responder a presiones externas a los circuitos de
la profesión, determinadas por los intereses hegemónicos de la clase dominante, habían
dejado de construir la propia identidad, la conciencia colectiva en términos de proyecto
político y acción profesional.
fundamentarse en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo decisivo de la actividad
económica” (1984b: 33).
23. En São Paulo, ya desde 1935, el Servicio Social venía desarrollando actividad profesional
legalmente inserta en organismos públicos, como fue el caso del Departamento de Asistencia Social
subordinado a la Secretaría de la Justicia (Ley nº 2497, de 24/12/1953). La legislación estadual a partir de
1938 pasó a conceder prerrogativas a los asistentes sociales, tornando privativo de esos profesionales el
139
la formación en Servicio Social24. Como fruto de esa política, las relaciones entre el
Estado y la Iglesia sufrieron significativas alteraciones, pues la Constitución de 1937
imponía nuevos límites a esta última llevándola a disminuir el ritmo y la intensidad de
sus acciones. Sin embargo la alianza con la clase dominante continuaba firme y
persistente, incluso porque era de su interés. Realizando la compleja tarea de intentar
conciliar lo inconciliable, promoviendo el ajuste entre el capital y el trabajo, o creando
formas ideológicas para atenuar las reivindicaciones colectiva vaciándolas de su
“realidad política”, los asistentes sociales eran muy útiles al sistema capitalista y muy
valorizados por la burguesía. Pero los mismos motivos que determinaban esa gran
aproximación a la burguesía explicaban su distanciamiento de la clase trabajadora,
para la cual el Servicio Social era la cara del poder, del capitalista, del opresor; la
práctica de los asistentes sociales era engendrada por la clase dominante y no respondía
a ninguno de sus proyectos de clase, a ninguna de sus reivindicaciones colectivas en
términos de trabajo, salarios o legislación. Incluso promoviendo la mejora del nivel de
vida de familias, individualmente o consiguiendo obtener padrones más adecuados de
ajuste en el hogar o en el trabajo o mismo disminuyendo el sufrimiento de los
desvalidos, las acciones profesionales de los asistentes sociales atendía muchos más a
los intereses del capitalista que a los del proletariado en cuanto clase. Eran acciones que
tenían por objetivo real mantener el orden social y el equilibrio necesario a la expansión
del capital. El discurso humanitario que las envolvía procuraba ocultar sus reales
intenciones, además de ocultar las profundas desigualdades que caracterizaban el
régimen capitalista. De esa forma, si para los agentes atender las necesidades del
trabajador y de su familia era la expresión de un interés fraternal y cristiano, para la
clase dominante tal atención se posicionaba como una estrategia de consolidación de su
ejercicio de cargos relacionados con el menor y la familia en la estructura del Servicio Social de Menores
(Decreto Estadual nº 9744 de 19/11/1938) y en el Departamento de Servicio Social del Estado (Acto nº 57
de 25/11/1940). En el ámbito federal en 1938, a través del Decreto-ley nº 525 de 1/07/1938, se organizó
el Servicio Social como una estructura de servicio público para atender lo dispuesto en la Carta
Constitucional de 1934, según la cual establecía la responsabilidad del Estado por los desamparados. El
mismo decreto creó también el Consejo Nacional de Servicio Social, inserto en la estructura del
Ministerio de Educación y Salud. La gran abertura para lo social de la dictadura varguista fue la
Legislación Brasileña de Asistencia creada bajo el impacto de la II Guerra Mundial en 1942. Su
organización definitiva y su funcionamiento fueron autorizados a través del Acto Administrativo nº 6013
de 1/10/1942. A través del Acto Administrativo nº 35 de 19/04/1949 del Ministerio de Trabajo, Industria
y Comercio, el Servicio Social fue encuadrado en el 16º grupo de profesiones liberales.
24. En el ámbito estadual, la formación en Servicio Social fue normatizada a través del Decreto-
ley nº 9970 de 02/02/1939 en São Paulo. En el ámbito federal, eso ocurrió en la década del ’50, a través
de la Ley nº 1889 de 13/06/1953 y del Decreto nº 35311 de 02/04/1954.
140
poder hegemónico. A través de los efectos por ella producidos se buscaba controlar el
nivel de reivindicaciones de los trabajadores, impidiendo que ganaran la dimensión de
lo colectivo, así como se trataba de garantizar la continua integración del trabajador al
círculo del capital, mediante la reproducción de su fuerza de trabajo. Como la auto-
conciencia no realiza mediaciones históricas, y como en el plano metafísico, “la verdad
de la conciencia es la conciencia de sí y ésta es el fundamento de aquella” (Hegel, 1978
§ 424: 241) los agentes profesionales autojustificaban su práctica, situándola como un
instrumento para mantener el orden social. Envueltos por la reificación , esa “realidad
inmediata necesaria para todo y cualquier hombre que viva en la sociedad capitalista”
(Lukács, 1974: 219), se dedicaban cada vez con mayor intensidad a prácticas alienadas y
alienantes, caminando en dirección opuesta a la marcha histórica de los trabajadores.
141
organizativo, en la práctica política, en la identidad de intereses, en la comprensión de
las contradicciones inherentes a la propia práctica y al régimen capitalista en cuanto tal,
la profesión había andado muy poco. El uso continuo, persistente y tenaz de la identidad
atribuida por la clase dominante la remitió para el territorio de la “no identidad”
ocupado por las “clases sin identidad de clase” (ver Oliveira, 1987: 38) distanciándola
de las luchas sociales y políticas, alejándola de la estructura y del proceso vital de la
sociedad. Los contratantes de sus servicios profesionales, los mandantes de la práctica,
miembros de la clase dominante, ejercía un riguroso control sobre sus acciones,
operando como un verdadero freno al desarrollo de la profesión como fuerza de
carácter político, democrático y popular. Visualizando la práctica social como un
eficiente instrumento de operacionalización de su proyecto de hegemonía de clase, la
burguesía realizaba los mayores esfuerzos para estrechar los lazos de aproximación con
sus agentes manteniéndolos bajo su vigilante control.
Unida al Estado, la clase dominante fue abriendo espacio para que el Servicio
Social avanzara en su proceso de institucionalización. Ya a fines de la década del ’40 y
consolidando esa posición en las dos décadas siguientes, el Estado comienza a aparecer
como el gran empleador del asistente social, ampliándose así los mecanismos de control
sobre la estructura y la organización del colectivo profesional. La propia orientación de
la práctica del Servicio Social en Brasil pasaba por una alteración substancial. Si hasta
mediados de los años ’40 la influencia más importante fue recibida de Europa,
especialmente de la corriente franco-belga, una nueva orientación se colocaba ahora en
pauta.
25. El análisis de esas consecuencias trasciende los objetivos de este libro, pero existe una
extensa literatura al respecto, destacándose entre otros: Carone (1976), Sola (1971), Skidmore (1975) y
Pinski (1971).
142
aproximación con la experiencia americana del Servicio Social fue ampliamente
facilitada a través de un programa de intercambio cultural, así como también fue abierta
a Brasil, ya en la década del ’40, la posibilidad de participar de programas continentales
de bienestar social. Ambas ofertas se insertaban en un plano político más amplio,
formando parte de las estrategias de Estados Unidos para ganar hegemonía en el
continente. Su política panamericana apoyada en la Doctrina de Monroe de 1823, cuyo
lema era “América para los americanos”, recrudeció fuertemente después de la II Guerra
Mundial, creando las bases para una política expansionista e imperialista en relación a
América Latina26. Valiéndose de acuerdos internacionales que le otorgaban el soporte
estratégico y el carácter jurídico de aparente legalidad, en 1948 Estados Unidos creó la
Organización de los Estados Americanos consustanciada en la suscripción de la Carta de
Bogotá, también conocida como la Carta de la OEA. En el interior de ese organismo fue
inserta la Unión Panamericana, cuya creación remontaba al año 1910, y en su División
de Asuntos Sociales fue introducida una Sección de Servicio Social. Instalada en
Washington y embestida del status de Secretaría General, la Unión Panamericana, una
vez organizada, se transformó en un verdadero brazo extendido del imperialismo
americano en dirección a América Latina.
A esa altura la práctica del Servicio Social ya había evolucionado mucho, aunque
todavía guardaba una fuerte influencia de su origen como el abordaje individual
apoyado en la línea psicoanalítica. Desde 1929, con la crisis internacional del comercio
y con la caída de la bolsa de valores en Nueva York, los asistentes sociales americanos
habían desarrollado un nuevo método de trabajo con grupos. La década del ’40 trajo una
nueva exigencia en términos de la ampliación de ese método para la comunidad.
Después de la II Guerra Mundial tal exigencia se transformó en un verdadero
imperativo, pues la voracidad expansionista americana demandaba estrategias más
ágiles y capaces de generar resultados más rápidos además de más eficaces. Bajo la
denominación inicial de Organización de la Comunidad ese método fue adoptado
oficialmente a partir de fines de la década del ’40 como línea operativa de la política de
26. Elementos significativos para la profundización de este análisis pueden ser encontrados en
Manrique Castro (1984), especialmente en su cap. IV, y en la Revista Servicio Social & Sociedade nº 24
en el artículo “O Serviço Social e o desenvolvimento” de Ana Cristina Vieira, Maria Lúcia Martinelli y
otros.
143
acción de la Organización de los Estados Americanos y como campo de intervención
profesional de los asistentes sociales.
27. Adaptación de la expresión “aristocracia obrera” que según Hobsbawm “parece haber sido
usada desde mediados del siglo XIX para describir ciertos estratos superiores de la clase trabajadora”.
Marx y Engels la utilizaron en una de sus reseñas políticas publicada en 1850 en la Neue Rheinische
Politisch-okonomische Revue, para citar “la fracción reformista del Movimientos Cartista que agrupaba
los miembros de la pequeña burguesía y de la aristocracia obrera” (ver Bottomore, 1988: 14-15). Oliveira
la sitúa en la siguiente perspectiva: “se entiende por esta expresión el hecho de que el salario de un obrero
de las industrias modernas habría aislado esos nuevos grupos de la amplia masa de empleados y de
desempleados” (1987: 65).
144
oligárquicas paulistas, en ese momento se colocaba una realidad diferente. La
complejización del aparato burocrático institucional del Estado haberse tornado más
denso, especialmente en la segunda posguerra, demandaba la presencia de un creciente
número de profesionales para operacionalizar sus propuestas políticas. Las instituciones,
verdaderos aparatos ideológicos para encuadrar a la clase trabajadora, precisaba de
agentes cualificados para colocar en funcionamiento sus acciones programáticas. Los
movimientos católicos legos, viviendo una fase de adaptación a las determinaciones de
la Constitución del Estado Nuevo ya no tenía más como responder a esa solicitud. El
resultado inmediato fue el ingreso de personas provenientes de la pequeña burguesía y
especialmente aquellas que ya venían actuando en instituciones sociales. Esa ampliación
del contingente profesional y la diversificación de sus integrantes producirían
significativas alteraciones en el contexto del colectivo profesional. Sus nuevos
componentes no eran movidos apenas por ideales religiosos o vocación para servir, ni
siquiera estaban preocupados con la preservación de poderes hegemónicos o
patrimonios particulares. En la base de su elección lo que estaba presente era la
búsqueda de cualificación profesional, de carrera remunerada y de mejores salarios. La
fragilidad de la conciencia social y del proceso organizativo de la categoría profesional
brindó las bases necesarias para que se instalara el fenómeno de la aristocracia
profesional. Recreando los mecanismos propios de la sociedad de clases, produjo en el
colectivo profesional un movimiento de “estratificación social” apoyado en el estamento
de generaciones, del cual derivan “clases”, “subclases” y “castas”, hecho éste que vino a
fragilizar aún más la ya debilitada identidad profesional. La reificación, infiltrada en la
conciencia de los agentes, los llevaba a reproducir los fetiches de la sociedad capitalista
transformando su propia relación profesional en una relación mediatizada por intereses
económicos, por posición en el proceso productivo y por posiciones políticas. Se
tornaba imposible de esta forma desarrollar identidades de intereses, objetivos comunes
y especialmente conciencia política, crítica, en la medida en que sus elementos
fundantes eran tragados por la fuerza de la alienación. Así, el Servicio Social
permanecía preso a los intereses de la burguesía, produciendo prácticas que respondían
simétricamente a las demandas establecidas por ella. La fragilidad de la conciencia
social dejaba abierto el camino para que se produjera otro fenómeno, igualmente dotado
de gran potencial destructivo en términos de la conciencia crítica: “la conciencia
145
estatutaria”28. Fruto del proceso de reificación, que actúa como uno de los más graves
obstáculos a la construcción de la conciencia de clase, este fenómeno respondió
históricamente por la falta de vigor en la organización del colectivo profesional y en el
desarrollo de formas solidarias y cooperativas. Eliminando la dimensión colectiva del
trabajo y sustrayendo la perspectiva de clase, la “conciencia estatutaria” llevaba a la
priorización de objetivos meramente individuales. La ideología de asenso social,
mediatizada por la pose de bienes materiales y por el cambio de posición en el proceso
productivo, generaba una permanente inversión de valores. En vez de preocuparse con
la producción de prácticas materiales y concretas, capaces de determinar un significativo
impacto en la totalidad del proceso social, los agentes concentraban todos los esfuerzos
en la consecución de objetivos particulares o mismo individuales, poseídos e
impulsados por la fuente de alienación que es la “conciencia estatutaria”. El asenso
social se transformaba en asenso individual a la clase dominante, eliminándose así
cualquier posibilidad de estructuración de la conciencia “de clase”. Prácticas
burocráticas, alienadas y reduccionistas, destituidas de referente histórico-crítico,
fueron el resultado material de todo ese proceso marcado aún por una intensa des-
solidarización del colectivo profesional, que incidía tanto sobre sus propios pares como
sobre sus relaciones con otros profesionales. Operando siempre con la identidad
atribuida por el capitalismo y ostentando la cara de los detentores del poder a los cuales
estaba vinculado — Estado, Iglesia, clase dominante —, el Servicio Social caminaba en
su proceso de institucionalización atravesado continuamente por el signo de la
alienación que, encubriendo la conciencia social de los agentes profesionales con un
velo nebuloso y místico, los llevaba a envolverse con prácticas conservadoras,
burguesas, que apenas procuraban la reproducción de las relaciones sociales de
explotación fundamentales para mantener el proceso de acumulación capitalista.
Partiendo de un conocimiento inmediato y sensible de la realidad y tomando lo
inmediato por verdadero, dejaban de penetrar en las tramas constitutivas de la realidad,
de develar sus contradicciones internas, aquellas que efectivamente lo explican y
permiten su comprensión. Transitando por el mundo de los fenómenos externos, de las
representaciones comunes, de las apariencias que engañan, en fin por el mundo reificado
28. Expresión utilizada por Lukács para aludir a una condición que deriva del proceso de
reificación y que penetrando en la conciencia del trabajador lo lleva a una “búsqueda de asenso individual
a la clase dominante. Es la negatividad puramente abstracta, en la conciencia del obrero, de su dimensión
de clase” (1974: 192).
146
propio de la sociedad capitalista, se distanciaban de la posibilidad de obtener un
conocimiento más pleno de la realidad, de alcanzar los fenómenos con los cuales
operaban. Así los agentes profesionales entraban en el mundo de la
pseudoconcreticidad29, visualizándolo como un mundo auténticamente humano, en el
cual sus prácticas fetichizadas ganaban naturalidad y legitimidad. La estructura reificada
de sus conciencias no les permitía aprehender el sentido utilitario y fetichizado de sus
prácticas, ni el uso axiológico que de ellas hacía la burguesía, transformándolas en
importantes instrumentos ideológico de represión y control social. Tales prácticas así
como las teorías producidas en una sociedad de clases, reflejaban no sólo la posición
ocupada por los agentes en el proceso de producción, sino especialmente su intento de
tornarla eterna e inmutable, mismo que para eso fuera necesario paralizar la propia
historia. Sin embargo, ésta, como producto de la actividad material de los hombres en la
producción de su propia existencia, no paraba de manifestarse nunca, revelando las
contradicciones inmanentes a la realidad. “Sólo es real aquello que presenta
contradicciones, aquello que se presenta como unidad de contradicciones” (Lefebvre,
1979: 192). Así en la medida en que se profundizaba el proceso de expansión y
consolidación del régimen capitalista, y que se agravaban en la misma medida las crisis
políticas, sociales y económicas, especialmente en la segunda posguerra y en las década
siguientes, comenzaba a decaer la hegemonía del discurso y de las prácticas burguesas, y
con ellas la reificada concepción del mundo30 de la burguesía. La emergencia de un
sector socialista internacional que revigorizaba el movimiento de los trabajadores, aliada
a los grandes daños causados por la II Guerra Mundial, tornaba prácticamente imposible
alimentar la ilusión de estabilidad del orden social capitalista. Los diversos países del
mundo, envueltos en la recuperación de su economía y en la restauración de su
organización societaria e institucional, aún tenían bien presente el profundo impacto
producido por aquella contienda universal. No recuperados del todo de las grandes
catástrofes económicas y políticas que marcaron el siglo XX: la I Guerra Mundial, la
crisis económica de 1929-1930 y el advenimiento del Tercer Reich, aunque arraigados
30. Según Goldmann, una “concepción del mundo es precisamente este conjunto de aspiraciones,
de sentimientos y de ideas que reúne los miembros de un grupo (o lo que es más frecuente, de una clase
social) y los opone a los demás grupos” (1968: 29).
148
—, que demanda el abandono de la autoconciencia metafísica, esa “relación infinita del
espíritu consigo mismo” (Hegel, 1941 § 413: 238), esa “idealidad abstracta y formal”
(Idem. § 413: 238). Como proceso histórico-social y referido a un proyecto más amplio
de sociedad, esa ruptura de la alienación no es por cierto apenas un acto individual. Es
fruto de un movimiento histórico de hombres libres y asociados en la producción de su
existencia social, en la búsqueda de comprensión de la realidad y en la producción de
una paráis humana crítica y revolucionaria. Así, la estructuración de la conciencia de
clase e incluso el salto que favorece su aceleración se dan en el conjunto y en el
enfrentamiento de una serie de circunstancias que abarcan desde las situaciones vitales
— posición e intereses de clase, posibilidades de conocimiento —, hasta la práctica
social. En el caso del Servicio Social las circunstancias favorecedoras de la
estructuración de la conciencia colectiva de sus agentes deben ser buscadas en la
ampliación del contingente profesional y en la diversificación de sus integrantes,
introduciéndose así en el colectivo profesional diferentes visiones de mundo y posturas
diversas; deben ser buscadas también en el propio proceso de institucionalización del
Servicio Social que pasó a actuar directamente en el contexto empresarial, conviviendo
con la clase trabajadora, asistiendo sus luchas y enfrentamiento ya desde fines de la
década del ’50; por otro lado, no pueden dejar de ser procuradas en la retracción de los
movimientos católicos legos, lo que determinó una fractura en la monolítica concepción
religiosa de mundo que daba sustento a las acciones profesionales. Finalmente, no
pueden ser olvidadas las profundas alteraciones introducidas en el cuadro estructural y
coyuntural brasileño a partir de la primera posguerra, tornando insostenible la reificada
visión del mundo burgués y su representación de la realidad como un todo homogéneo,
idéntico y uno. Las propias circunstancias históricas, ahora articuladas en un nuevo
contexto interpretativo y aprehendidas en forma crítica, evidencian que lo inmediato no
era verdadero, que los múltiples aspectos fenoménicos de la realidad no eran
independientes y absolutos, y principalmente que la apariencia de la realidad no podía
ser percibida como la propia realidad. El mundo de la pseudoconcreticidad en el cual se
fundamentaban las prácticas burguesas y donde la apariencia de la realidad era fijada
como realidad esencial, eterna e inmutable, al ser interrogado críticamente se revelaba
un mundo falacioso, ambiguo y engañoso. A partir del momento en que la conciencia
pasa a ser conciencia de las contradicciones, donde “la contradicción se torna principio
explicativo de lo real” (Cury, 1987: 32), donde se rompe la envoltura reificante de la
149
conciencia, no hay más lugar para las prácticas alienadas y alienantes, no hay más por
qué permanecer en el mundo de la pseudoconcreticidad. Así la ruptura de la alienación
colocaba para aquellos que vivieron tal proceso una tarea impostergable: negar lo
aparente, lo instituido, lo fijado por el uso, lo atribuido, rompiendo en fin con la
pseudoconcreticidad que ofrece el terreno necesario para que se desarrollen todos esos
perjudiciales productos de la reificación. La magnitud de tal tarea y la importancia de
sus derivaciones la tornaron realizable solamente por aquellos agentes que habían
superado las principales amarras de la alienación y que tomando por base el principio de
la contradicción, adquirían condiciones de comprender el carácter manipulatorio y
utilitarista de la paráis fetichizada. Para asumir el desempeño de tal tarea, y mismo antes
de iniciarla, era indispensable por lo tanto haber superado la conciencia ingenua y la
consecuente lectura unilateral, inmediata y espontanea de la realidad que lleva a una
percepción abstracta del todo. Luchar por la destrucción del mundo de las apariencias
implicaba entonces realizar una trayectoria dialéctica apoyada en un pensamiento
crítico-reflexivo a través del cual las creaciones fetichizadas del mundo reificado se
disuelvan y pierdan su engañosa rigidez, permitiendo que se revele el mundo real, oculto
por la representación aparente. Se trata por lo tanto de una paráis crítico-revolucionaria
que tiene necesariamente la dimensión de lo colectivo, de lo histórico-social,
preservando sin embargo el espacio de la singularidad31. Cada individuo en cuanto ser
histórico-social tiene que emprender su propia búsqueda de apropiación de la
contradicción como principio explicativo de la realidad, tiene que consumar su
movimiento histórico de ruptura de la alienación en el interior de lo colectivo. El rostro
de lo singular y de lo colectivo no se disocian a lo largo de ese movimiento que tiene en
la conciencia su primera condición y su elemento fundante. En el transcurso de esa
acción la conciencia va haciendo nuevas interpretaciones de la realidad, develando a
cada paso los nexos de articulación, desenmascarando las relaciones de explotación que
encubrían las verdaderas relaciones histórico-sociales, adquiriendo así comprensión y
discernimiento del carácter ilusorio, fetichista y utilitarista de la práctica social
burguesa. La propia conciencia se va transformando a lo largo de ese proceso,
31. Kosik se refiere a esta dimensión de la paráis revolucionaria de la siguiente forma: “Cada
individuo — personalmente y sin que nadie pueda substituirlo — tiene que formar una cultura y vivir su
vida” (1976: 19).
150
tornándose conciencia social, conciencia política, conciencia crítica, producto y
condición de la actividad material de los agentes32.
33. “La representación siempre tiene, como su contenido, la contradicción, pero no logra tener
conciencia de ella; queda como reflexión exterior que transita de la igualdad a la desigualdad, o de la
relación negativa al Ser reflejado de los diferentes en sí. Ella opone estas dos determinaciones exteriores
una a la otra, teniendo en su mira solamente a ellas, aunque no su superar, que es lo esencial y contiene la
contradicción. La reflexión sagaz, para mencionarla aquí, consiste inversamente en comprender y
enunciar la contradicción” (Hegel, 1969: 211, subrayado nuestro).
34. “Captar el fenómeno de determinada cosa significa indagar y describir como la cosa en sí se
manifiesta en aquel fenómeno, y cómo al mismo tiempo en él se esconde. Comprender el fenómeno es
alcanzar la esencia” (Kosik, 1976: 12).
35. “Si se mantiene en la identidad inmóvil que se opone a la diferencia, se transforma en
determinación unilateral y destituida de verdad” (Hegel, 1969: 190).
152
interpretaciones técnico-científicas, distanciadas de los propios usuarios, no
respondían ni a sus demandas ni a los desafíos colocados por la realidad.
154
práctica no podía apenas ser visualizada desde el ángulo del control social, del
encuadramiento político e ideológico de la clase trabajadora, de acuerdo con los
intereses del capital. Para esos agentes, el hecho de haber concebido históricamente la
identidad del Servicio Social y su práctica como algo estático e inmutable produjo una
verdadera parálisis en la conciencia colectiva del conjunto de los profesionales,
llevándolo a distanciarse del espacio social más amplio de la lucha de clases y de las
contradicciones socioculturales por ella engendrada. Los años ’60, período donde el
cuadro político nacional se agravó, encontraron al Servicio Social distanciado del
escenario histórico, produciendo y reproduciendo prácticas incapaces de sumarse a los
esfuerzos de construcción y preservación de espacios democráticos en una sociedad
oprimida por una dictadura militar.
37. El término situación está siendo utilizado en el sentido propuesto por Sartre, para quien
significa “determinar el lugar real del objeto considerado en el proceso total” (1979: 34).
156
habiendo tomado colectivamente conciencia de su fuerza y de sus posibilidades, no
había conseguido superar aún la fase del positivismo en términos de conciencia política,
de conciencia crítica. Sin embargo, “la existencia de ideas revolucionarias en una
determinada época ya presupone la existencia de una clase revolucionaria” (Marx y
Engels, 1984: 73), lo que además de impulsar el Movimiento de Reconceptualización
determinaba también la expansión de la base crítica del colectivo profesional38.
Bastante marcado por el signo de la alienación, se encontraba envuelto por una práctica
que, en cuanto generalidad abstracta, se consumía en la simple inmediaticidad,
consumiendo en la misma medida la conciencia de aquellos agentes que no conseguían
percibir la reificación y revelarse contra sus amarras. De forma diferente de aquellos que
asumían la contradicción como clave para descifrar los enigmas de lo real, éstos la
alejaban del horizonte, construyendo sus prácticas a partir de una identidad abstracta y
vacía, desprovista de vida y de movimiento. Apoyados en viejos principios de la antigua
lógica, que durante mucho tiempo dieron sustento a la formación profesional de los
asistentes sociales, tomaban la identidad por verdad absoluta, dejando de considerar que
“la identidad, en vez de ser verdad en sí y la verdad absoluta, es antes su contrario; en
vez de ser la simplicidad inmóvil, es el superarse fuera de sí en su propia disolución”
(Hegel, 1969: 192). De consecuencias aún más graves, por reforzar la alienación y el
fetichismo de la práctica manipuladora, providencialista, era el apartar de la
contradicción como principio explicativo de la realidad, actitud propia del pensamiento
conservador burgués, para lo cual las profundas lecciones de Hegel sobre la identidad y
la contradicción39 no tenían sentido, ni contenían repercusión en el plano operacional.
38. Tomando como meta estrictamente los objetivos de esta reflexión restringimos el análisis del
Movimiento de Reconceptualización al caso latinoamericano. Es importante destacar que Europa y
Estados Unidos, con sus peculiaridades, vivieron también ese momento de revisión crítica del Servicio
Social que produjo como derivación más significativa la línea de práctica denominada “Servicio Social
Radical” cuya característica fundamental es la utilización del método dialéctico en la operacionalización
de la práctica social.
39. “Pero uno de los preconceptos fundamentales de la lógica actual y de representación usual
consiste en ver que la contradicción no es una determinación tan esencial e inmanente con la identidad;
entonces cuando se vaya a tratar de un orden jerárquico y sea preciso mantener ambas determinaciones
como separadas, entonces la contradicción debería ser considerada la más profunda y la más esencial (das
Tiefere und das Wesenhaftere). Porque frente a ella la identidad es apenas la determinación de lo
inmediato simple (einfachen Unmittelbares), del Ser muerto, pero la contradicción es la raíz y todo el
157
contradicción permanecía todavía oculta por la indeterminación de la identidad atribuida
y sofocada por el peso del pensamiento conservador. La frágil conciencia colectiva de la
categoría profesional impedía que la conciencia crítica se afirmara como una unidad
hegemónica, aunque su presencia ya hacía sentir sus cuestionamientos y búsquedas. El
propio agravamiento del cuadro coyuntural brasileño a lo largo de la década del ’60,
demandando nuevas alternativas de práctica, nuevas formas de aproximación a la
realidad, aliado a la “existencia de ideas revolucionarias”, fue determinando la
ampliación de espacios críticos del colectivo profesional y tornando dialéctico el ser
social de los agentes profesionales, lo que los llevaba a buscar la superación de la simple
inmediaticidad. El carácter fetichista de su práctica y el proceso alienador en que ésta se
encontraba inserta se revelaron de modo claro e inequívoco para aquellos que la
indagaban críticamente. Alienación y crítica ya no eran más simples opuestos. En la
medida en que se expandía la base crítica del colectivo profesional, se transformaban en
fuerzas contrarias que iniciaban una lucha interna a través de la cual cada una aspiraba a
su propia victoria. A ese momento de desarrollo de la conciencia crítica correspondió un
fortalecimiento de la conciencia corporativa del colectivo profesional, llevando a los
agentes que compartían los mismos objetivos a luchar por la organización interna del
grupo profesional. Así, al mismo tiempo en que se desarrollaba el Movimiento de
Reconceptualización, como proyecto social más amplio, se desarrollaba también el
proceso organizativo del colectivo profesional. En el plano del ejercicio profesional,
asumir el principio de la contradicción tornaba cada vez más claro que la realidad como
“unidad del fenómeno y de la esencia” (Hegel, 1969: 216) no podía ser estagnada y
manipulada de acuerdo con los intereses del capital. En ella existían fuerzas
contradictorias que expresaban el movimiento de los hombres en la construcción de su
vida material. Objetivándose para los agentes, la realidad se presentaba como el
escenario de la lucha de clases, como el espacio contradictorio y complejo donde los
hombres producían la existencia de acuerdo con su conciencia. No cabía por lo tanto a la
práctica social romper con esta historicidad. Alienación y crítica más que contrarios,
ahora se tornaban contradictorios. En un intenso movimiento de negación, ambas se
excluian mutuamente, confrontándose de modo activo en una lucha que producía un
real movimiento de crisis. La conciencia crítica de los agentes, tornada aún más crítica a
movimiento y vitalidad; pues solamente al contener en sí una contradicción, una cosa se mueve, tiene
impulso y actividad” (Hegel, 1969: 208).
158
través de su aproximación constante a la sociedad como totalidad histórica, de su
reflexión sobre la identidad de su profesión y sobre los caminos y descaminos de su
práctica, impulsaba a luchar por la superación de la alienación, por la producción de
nuevas alternativas de práctica. Por su vez, la práctica tradicional luchando para no
perecer frente ese movimiento dialéctico, procuraba prenderse a las estructuras de las
organizaciones, enclaustrándose en los espacios institucionales que le eran atribuidos.
Intentando despojarse de aquellos aspectos externos que la dejaban vulnerable: su
limitación, su reduccionismo, su enfoque controlador y conservador, la práctica
tradicional se tornaba aún más racional y abstracta, asumiendo su carácter de práctica
instituida y subordinada a intereses no producidos en el ámbito interno del colectivo
profesional.
Así en una relación compleja, alienación y crítica luchaban por permanecer vivas
en el mismo escenario profesional; sin embargo el movimiento más radical y profundo
de la negación recíproca, negación de la negación, produjo el enfrentamiento más
intenso y de éste resultó la superación, lo nuevo. Dejando de existir en sí misma,
aislada, como etapa superada pero existente a través de su negación en el resultado
obtenido, la alienación permanecía presente en la nueva práctica como una
contradicción viva y vivida, conservada y negada, conformando con ella una unidad de
diversos, una unidad dialéctica. Pero la conciencia crítica de la cual los agentes eran
portadores, y que se materializó con la ruptura de la alienación con el amplio asumir
de la contradicción oportunizada por el Movimiento de la Reconceptualización, les
intensificaba el deseo y les direccionaba las acciones en el sentido de luchar
continuamente por nuevas superaciones dialécticas, por la expansión de la conciencia
política del colectivo profesional, por la ampliación de espacios para la producción de
lo nuevo. A partir del momento vivido en Brasil, de modo predominante a lo largo de
las décadas del ’70 y ’80 donde consiguieron identificarse como un grupo portador de
un proyecto profesional común, construido con base en una conciencia política
159
colectiva del papel que desempeñaban y que deberían desempeñar en la totalidad del
proceso social, los agentes se colocaban en condiciones de ingresar en el universo de la
“clase para sí” del movimiento obrero, superando su propia conciencia burguesa y
participando de la práctica política de la clase obrera. La contradicción básica entre
alienación y crítica, entre práctica conservadora y práctica política, revolucionaria, si no
totalmente resuelta, a lo largo del tiempo se tornó una contradicción consciente y
asumida. La propia identidad en el curso de ese proceso dialéctico dejó de ser encarada
como algo estático, inmóvil y definitivo. Colocada en su lugar, en el centro del
movimiento, envuelta por múltiples fuerzas contradictorias, la identidad comenzó a
ganar una nueva dimensión de fuerza viva, de movimiento permanente, de construcción
incesante.
Se volvía cada vez más claro que era preciso desalojar del interior del colectivo
profesional la reificante identidad atribuida luchando colectivamente por la construcción
de una nueva identidad, plena de historicidad y capaz de articularse con las fuerzas
revolucionarias que buscan la construcción de una nueva sociedad. Tal identidad por
cierto no podría ser encontrada en el “desierto de la esencia”40 al que se refirió Hegel, ni
siquiera en las estructuras organizacionales en donde el Servicio Social estaba inserto, y
mucho menos en el enmarañado de intereses contenidos en el proyecto de hegemonía de
la clase dominante. Era en la realidad concreta, en el movimiento de lucha de clases, en
el conjunto de relaciones, diferencias, interacciones y contradicciones que su
construcción podría consolidarse, ganando materialidad, concreción histórica y
movimiento interno incesante. La toma de conciencia de esa nueva y fecunda dimensión
de la identidad determinaba un nuevo percurso para la trayectoria del colectivo
profesional, pues colocaba como un verdadero imperativo la búsqueda de
aproximación con las clases populares. Estas, en cuanto usuarias de sus servicios eran
compañeras inseparables en la tarea de construcción de identidad. Solamente
conociendo su realidad de clase, las reivindicaciones colectivas de sus miembros, las
dificultades materiales en la producción de la existencia, es que se podría revertir el
cuadro de una práctica impositiva, coercitiva y controladora. En el plano del ejercicio
profesional, a ese movimiento vivido a finales de los años ’70 e inicios de los ’80
40. Citado por Henri Lefebvre: “Hegel, en una de sus fórmulas más fuertes, habla del ‘desierto de
la esencia’ ...” (1979: 221).
160
correspondió un significativo avance de la práctica social, especialmente en el sentido
de que pasó a tener un nuevo punto de apoyo construido sobre las alianzas con la clase
trabajadora. Si no hegemónicamente por lo menos con gran expresión, había un
reconocimiento por el conjunto de los profesionales en relación a la importancia de
aquellas alianzas, y principalmente de la necesidad de crear marcos de referencia para la
acción profesional que extrapolaran los límites de las estructuras institucionales. La
práctica profesional se imponía ineludiblemente como una práctica política, cuyas
acciones, vinculadas a los intereses de las clases populares, procuraban sumarse a las
fuerzas democráticas que impulsaban el desarrollo de la sociedad. La propia expansión
del colectivo profesional, sobre todo a lo largo de la década del ’70, es reveladora de ese
nuevo momento de la práctica profesional. Ciertamente ese dato no puede ser analizado
de forma aislada pues está relacionado también con un aumento de la demanda de las
llamadas profesiones sociales, en función de la compleja coyuntura histórica que
caracterizó Brasil de los años ’70. En ese período, el aumento de la cantidad de
profesionales brasileños fue de forma más acelerada y más intensa que en cualquier otro
momento de su historia. Apenas para tener una idea de lo que significó ese incremento,
basta recordar que a inicios de la década del ’70 el Centro Brasilero de Cooperación e
Intercambio de Servicios Sociales — CBCISS — consideró relevante y significativo el
número de asistentes sociales brasileños que participaban de los encuentros promovidos
por éste al finalizar los años ’60 y comienzos de los ’70. El número total de
participantes era de 958 profesionales, según se puede verificar en el Cuadro I de la
Introducción. En aquel momento, las fuentes oficiales informaban que había no más de
diez mil asistentes sociales en todo el territorio brasileño. Hoy los datos ofrecidos por el
Consejo Federal de Asistentes Social — CFAS — revelan que en los últimos cinco años
— de 1983 a 1988 — más de 54 000 asistentes sociales se inscribieron en los Consejos
Regionales, encontrándose por lo tanto legalmente en condición de ejercicio profesional.
La demanda por los cursos de Servicio Social también aumentó en ese período,
trayendo para los centro de formación un significativo número de profesionales
161
provenientes de los estratos populares donde los impactos producidos por una política
nacional autocrática y recesiva se hacía sentir de forma contundente.
A inicios de la década de los ’80, para atender a esa creciente demanda, había en
el país cuarenta y seis centros de formación ofreciendo cursos de grado, seis de los
cuales también ofrecían cursos de posgrado. La distribución de esos centros por la
Federación puede ser vista en el Cuadro III.
Meditando sobre ese conjunto de datos, así como sobre los significados históricamente
prestados al Servicio Social por la sociedad capitalista brasileña, se verifica el peso
opresivo y la acción alienadora que sobre él ejercieron la identidad atribuida y el
fetiche de la práctica. Reduciéndolo a un “no-ser”, un ser no efectivo y abstracto, lo
llevaron a producir una práctica igualmente abstracta, no efectiva, sin conexión con la
realidad. Todas las evidencias históricas recogidas a lo largo del camino ratificaron la
hipótesis inicial sobre como la ausencia de identidad profesional fragilizó la conciencia
social de los agentes, abriendo espacio para la penetración de la alienación, verdadero
estigma de la existencia social en el régimen capitalista. Fue sólo a partir del momento
que comenzó a romper la alienación, a negar la identidad atribuida, a rechazar los
modelos importados, que el colectivo profesional consiguió expandir sus bases críticas,
produciendo nuevas alternativas de práctica. Si históricamente su legitimidad derivó de
su papel auxiliar en el proceso de reproducción de las relaciones sociales capitalistas,
ahora la ruptura de la alienación le permitía divisar un nuevo horizonte en el cual el
orden capitalista ya no ocupaba más una posición hegemónica, expresándose más como
producto de un régimen marcado, como todo lo que es humano, por la transitoriedad.
CUADRO II
Profesionales inscriptos en los Consejos Regionales
de Asistencia Social
1ª Belém, PA 1 200
2ª São Luís, MA 1 238
3ª Fortaleza, CE 1 375
4ª Recife, PE 2 303
5ª Salvador, BA 1 789
162
6ª Belo Horizonte, MG 2 746
7ª Rio de Janeiro, RJ 10 200
8ª Brasília, DF 1 250
9ª São Paulo, SP 22 000
10ª Porto Alegre, RS 1 995
11ª Curitiba, PR 1 565
12ª Florianópolis, SC 1 018
13ª João Pessoa, PB 1 169
14ª Natal, RN 830
15ª Manaus, AM 985
16ª Maceió, AL 741
17ª Vitória, ES 788
18ª Aracaju, SE 619
19ª Goiânia, GO 901
20ª Cuiabá, MT 914
TOTAL 54 626
41. Gramsci se refiere así a la cuestión del deseo: “Sólo quien desea fuertemente identifica los
elementos necesarios para la realización de su voluntad” (1984b: 41).
163
Conteniendo una grave paradoja, tal opción, posible sólo para un colectivo
profesional cuya conciencia crítica lo haya llevado a ingresar en el universo de la “clase
para sí”, de la práctica política de la clase trabajadora, implica una amplia, intensa y
profunda reflexión. En realidad, al asumir como su finalidad última la superación de la
sociedad capitalista, la profesión está asumiendo su propia superación en términos de
la condicionalidad material que hoy peculiariza su práctica. Al participar de la
demolición de las nefastas condiciones que engendraron el capitalismo y que lo
caracterizan, identificándolo como un régimen pleno de desigualdades y
contradicciones, atravesado por la explotación, está destruyendo las condiciones en que
fue generada y en las cuales desarrolló sus modelos de práctica. Problematizar tales
modelos, buscar resolver las contradicciones que los acompañan, implica negar la
práctica instituida, destruirla dialécticamente, llevarla a su disolución para que en una
verdadera superación dialéctica sea posible producir y consolidar una nueva alternativa
de práctica.
CUADRO III
Distribución de los centros de formación en el país*
REGIÓN TOTAL
Naturaleza Federal Estadual Municipal Particip. Dipl. Post
NORTE
Grado 4 — — — 4 —
Posgrado — — — — — —
NORDESTE
Grado 5 1 — 3 9
Posgrado 2 — — — 2
ESTE
Grado 4 — — 2 6
Posgrado 1 — — 1 2
CENTRO OESTE
Grado 1 — — 2 3
Posgrado — — — — —
SUR II
Grado — 1 1 16 18
Posgrado — — — 1 1
SUR I
Grado — 1 — 5 6
164
Posgrado — — — 1 1
TOTALES
GENERALES 17 3 1 31 46 6
* Datos suministrados por la Associação Brasileira de Ensino de Serviço Social — ABESS en 1984 y
divulgados por la Revista Serviço Social & Sociedade, Nº 14.
165
CONCLUSIONES
166
El largo itinerario de búsqueda que nos propusimos realizar nos permite
considerar que algunos resultados importantes derivaron de esa trayectoria. Siempre
acompañada de la indagación fundamental sobre la identidad profesional del Servicio
Social y sobre el real significado de su práctica en la sociedad capitalista, y equipada
apenas con las categorías fundamentales de la dialéctica, por permitir desvendar la
realidad, iniciamos ese camino. Con el auxilio de tales categorías y apoyada en aquella
indagación transformada en pregunta guía de nuestro caminar, tratamos de penetrar en la
historia a través de una transversal del tiempo, buscando tomar, ya desde su nacimiento,
tanto el capitalismo como el Servicio Social como fenómenos profundamente
relacionados.
167
acogiendo la burguesía y el proletariado como clases sociales antagónicas, además de
acoger un gran contingente de pobres producidos por la propia acumulación capitalista.
Se trataba así de una organización societaria que no sólo fue engendrada de modo
violento y doloroso, nutriéndose de la decadencia del antiguo orden feudal como
también alimentaba cotidianamente brutales formas de explotación del trabajador, de
violencia a los pobres. Una sociedad con tales características, así como el régimen
capitalista que la produjo, ambos atravesados por las marcas de la desigualdad, de la
explotación y de la contradicción, traían como determinación y condición de su
existencia el hecho de ser permanentemente impuestos. Incluso como estrategia de
autopreservación del régimen y de la garantía de su estabilidad interna, la clase
dominante buscó crear bases de sustento ideológico para él, generalizando la imagen del
capitalismo como orden social definitiva. Tal imagen no guardaba coherencia con la
realidad, donde la “cuestión social” se pronunciaba de forma cada vez más incisiva,
dejando claro que el centro de gravedad del mundo burgués estaba pasando por una
importante alteración: si durante todo el transcurso del siglo XVIII el capital dominó el
proceso de trabajo, en el siglo XIX el curso histórico producido por el avance del
movimiento de los trabajadores eurooccidentales determinaba una nueva correlación de
fuerzas. Ya no era más posible para la burguesía dejar de reconocer que el orden social
producido por ella emitía señales de debilitamiento y que la reproducción de las
relaciones sociales de producción capitalista se encontraba en riesgo. La clase
trabajadora, cuyo crecimiento físico la pequeña burguesía estimuló — al ver en la
superpoblación relativa y en el ejército industrial de reserva un factor de expansión de
su capital y de equilibrio de su mano de obra —, ahora la atemorizaba. Los trabajadores
no habían apenas crecido numéricamente. Más que eso, habían asumido su condición de
clase, con conciencia de clase. Por su vez la pobreza ya no tenía más condición de ser
mantenida como la cara oculta del capitalismo, pues como un verdadero flagelo social,
estaba cada vez más evidente. La contradictoria realidad del capitalismo estaba ahí
nítidamente delineada: la expansión del capitalismo industrial al mismo tiempo que
extendió el poder económico de la burguesía, también fortaleció la conciencia de clase
del proletariado. Por otro lado, la expansión del capitalismo se hizo acompañar de la
expansión de la “cuestión social”. El progreso capitalista produjo en su marcha la
acumulación de la pobreza y la generalización de la miseria. La acumulación de la
riqueza, en un polo, había producido la generalización de la miseria, en el otro. En una
168
coyuntura histórica tan compleja, plena de contradicciones y antagonismos, se tornaba
más difícil para la burguesía realizar su ambicioso proyecto de extender para todas la
sociedad una estructura económica unificada, capaz de garantizar la expansión de su
capital y la reproducción de las relaciones sociales de producción capitalista, dando
estabilidad a su poder político. Buscando la superación de tales dificultades, la
burguesía fue a buscar socorro con los filántropos burgueses responsables por la
operacionalización de la práctica de asistencia social. Construida a partir de la
experiencia pre-capitalista, tal práctica visualizaba la asistencia como una forma de
controlar la pobreza y de ratificar la sujeción de los trabajadores a los intereses de la
clase dominante, expresándose esencialmente como un mecanismo de control social. En
este sentido despertaba un vivo interés en la burguesía, para quien un control más
efectivo y riguroso de la cuestión social era crucial para la estabilidad del régimen
capitalista. Así, al enfrentarse con las prácticas sociales en uso y proponer la
racionalización de la asistencia como forma de dotarla de mecanismos más ágiles y de
estrategias más eficaces, la burguesía tenía objetivos muy claros, relacionados con su
proyecto hegemónico de dominio de clase. La reproducción de las relaciones sociales,
mediatizada por la práctica de la asistencia como una estrategia importante de control
social, era la reproducción ampliada de la dominación de clase. Racionalizar la
asistencia en esa fase final de la primera mitad del siglo XIX y comienzos de la segunda,
momento histórico en que Europa era una vasta república burguesa después de las
derrotas de los trabajadores, significaba transformarla en un instrumento auxiliar del
proceso de consolidación del modo de producción capitalista, en una ilusión necesaria a
la eterna reproducción de las relaciones capitalistas de producción. Lo que la burguesía
deseaba, al aproximarse de la práctica social, era apropiarse de ella para someterla a sus
designios. No era su objetivo producir ninguna alteración substancial en el orden social
vigente, sino apenas amoldarla a las exigencias del capital, manteniéndolo bajo su
riguroso control. Fuertemente apoyados en el ideario de la Escuela Filantrópica, que
veía en los antagonismos sociales una condición del modo de producción capitalista, los
dueños del capital trataron de fortalecer las alianzas con sus clásicos aliados: la Iglesia y
el Estado, intentando estratégicamente atemorizar a la clase trabajadora con esa
renovada conjugación de fuerzas. Tanto el organismo que resultó de esa unión — la
Sociedad de Organización de la Caridad — como la práctica social engendrada por éste
— el Servicio Social — tenían así la marca precisa del interés burgués, articulándose
169
orgánicamente con la sociedad del capital y colocándose a su servicio. A los asistentes
sociales — responsables por la operacionalización de la práctica de la asistencia — se
les atribuían las tareas de control de la cuestión social, complementadas por aquellas
relativas a la socialización del modo capitalista de pensar, o sea “el modo de pensar
necesario a la reproducción capitalista”. Transformados en agentes ideológicos de la
burguesía, en modernos guardianes de la cuestión social, se multiplicaron rápidamente,
así como se ampliaron los radios de influencia de la Sociedad de Organización de la
Caridad por toda Europa, alcanzando a los Estados Unidos en los últimos años del siglo
XIX, cuando los efectos de la Gran Depresión ya eran apreciables. En igual medida y
con misma intensidad aumentaban los problemas políticos, sociales y económicos que el
sistema capitalista no solucionaba. La burguesía europea intentando fortalecerse con el
propio Estado cuya presencia en el área económica venía aumentando en el último tercio
del siglo XIX, trató de incorporar la práctica de la asistencia social y su estrategia
operativa — el Servicio Social — a la estructura organizacional de la sociedad burguesa
constituida, como un importante instrumento de control social. Absorbidos por la
tecnoburocracia y enclaustrados en las instituciones para dar operatividad a propuestas
políticas de prácticas profesionales de cuya elaboración no habían participado, unas
veces al servicio de la clase dominante otras al Servicio del Estado burgués, a los
asistentes sociales les fue robado sus espacios de construcción de identidad. Así
acabaron por sucumbir a las artimañas del capitalismo, ratificando y sancionando, por la
continuidad del uso, la identidad atribuida por él. En un verdadero fetichismo, la
identidad atribuida ganaba un estatuto ontológico propio, marcando persistentemente su
práctica profesional. La gran conclusión que se imponía era, que la ausencia del
movimiento de construcción de identidad fragilizó la conciencia social de los agentes
profesionales, impidiéndoles asumir colectivamente el sentido histórico de la profesión,
que por lo tanto terminó expresando y reproduciendo la cara del capitalismo,
transformándose en uno de sus instrumentos de reproducción de las relaciones sociales
capitalistas. Las propias condiciones históricas que marcaron el surgimiento del Servicio
Social y que lo particularizaron como una acción direccionada para el control de los
problemas que derivaban de la industrialización capitalista y de su marcha
expansionista, fueron ratificadoras de la aprehensión del Servicio Social como un modo
de aparecer típico del capitalismo constituido, producido por él a su imagen y semejanza
para servirlo eternamente.
170
Todo lo que podemos observar y constatar en la trayectoria que realizamos
reforzaba estas conclusiones. Recordemos los hechos:
1º) el origen del Servicio Social como profesión tiene la profunda marca del
capitalismo y del conjunto de variables subyacentes — alienación, contradicción y
antagonismo —, pues en ese vasto caudal fue engendrado y desarrollado;
2º) es una profesión que nace articulada con un proyecto de hegemonía del poder
burgués como una importante estrategia de control social, como una ilusión de servir,
para conjuntamente con muchas otras ilusiones creadas por el capitalismo, garantizarle
la efectividad y la permanencia histórica;
3º) es una profesión que ya surge en el escenario histórico con una identidad
atribuida por el capitalismo. En vez de ser producida históricamente, derivó del poder
hegemónico de la clase dominante que le robó a los agentes la posibilidad de construir
formas peculiares de práctica auténticamente sociales;
5º) en este sentido, ni siquiera las referencias históricas extraídas de los modelos
anteriores de asistencia fueron elaborados críticamente. Reproduciendo de forma lineal
y mecánica las características de las prácticas pre-capitalistas (controladoras, represivas,
punitivas e intimidatorias) la práctica social burguesa era marcada por una acción
coercitiva e impuesta, no legitimada por la clase trabajadora;
6º) la práctica objetiva desarrollada por los agentes a lo largo del tiempo dejaba
claro que la base persistente de la práctica fue siempre la identidad atribuida.
Adhiriendo firmemente a la práctica como un verdadero fetiche, penetró a través de los
flancos abiertos por la fragilidad política del colectivo profesional, pasando a sustituir la
conciencia en su insustituible tarea de indicar la dirección de la marcha, de definir las
171
perspectivas de práctica de los agentes, teniendo por referencia el proyecto más amplio
de la propia sociedad;
172
de contribuir con la búsqueda de nuevas totalizaciones. Teniendo presente una de las
leyes de la dialéctica, la ley de la conexión universal, la cual nos enseña que todo está
relacionado, que todo lo existente se relaciona recíprocamente, consideramos que de la
riqueza de lo hechos, circunstancias y constataciones con las cuales nos enfrentamos a
lo largo de ese trayecto, debíamos extraer aquellas portadoras de lo nuevo y que podían
constituir vías de ruptura de los problemas señalados. En ese sentido se volvían
significativas los siguientes aspectos descubiertos:
173
capital-trabajo. Rompiendo con la alienación y superando sus propios orígenes
burgueses, el Servicio Social dará el paso inicial para asumir colectivamente el sentido
histórico de la profesión y para un nuevo momento de práctica profesional producida
por un colectivo profesional crítico, políticamente asumido y capaz de luchar por su
identidad, no como ansiedad grupal o obsesión por lo idéntico, sino como lucha social
por la transformación de la sociedad. Es necesario romper la estagnación y realizar la
travesía pues “es en medio de la travesía que la realidad se nos revela” (Guimarães
Rosa, 1956: 274).
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