ensayo
Cultura
13 Jun 2019 - 7:34 PM
Jaír Villano/ @VillanoJair
O.K. Chesterton, quien decía: "Trata constantemente de cuestiones teóricas sin la responsabilidad de ser
teórico o de proponer una teoría”. Cortesía
El primer concepto viciado del ensayo es que tiene como imperativo recoger lo
que otros han dicho, y dilatar y dilatar y ampliar el panorama para que todo
quede reducido a unas cuantas conclusiones.
Pareciera que, a mayor cita, mayor profundidad, y aunque ello es prueba de una
buena pesquisa, no garantiza calidad. Más que escuchar lo que ciertos autores
han indagado, importa más la propia percepción. Y para eso hay que ser
irreverente, audaz e incluso transgresivo. Lo que dice Mauss sobre este género es
importante, pero solo si es necesario, si complementa, si refuta, si conversa con
lo que tengo por decir, funciona. De resto, es accesorio, ornamento, vacuidad
acumulativa.
Si le interesa leer otri texto de Jaís Villano, ingrese acá: La culpa no es del
muerto
Un musculoso estado del arte que conduce a redundantes conclusiones. Como si
el género tuviera por obligación arrojar respuestas. ¿De dónde salió eso? Si hay
algo que aporta a la comprensión de cualquier aspecto de la vida, del mundo, de
las experiencias, de las cosas, son las preguntas. Y un ensayo puede ser una
pregunta y los interrogantes que van surgiendo mientras se hallan sus respuestas.
Una respuesta de esto puede derivar en más preguntas. El ensayo no ayuda a
resolver; no necesariamente. Es un género controversial y provocador: le
encuentra más problemas al problema. Es como esa víbora referida por
Chesterton: “la serpiente es tentativa en todos los sentidos de la palabra. El
tentador está siempre tentando su camino y averiguando cuánto pueden resistir
los demás”.
Ahora, que tenga esta actitud no quiere decir que no pueda ser agradable. Me
acuerdo que cuando estaba en la facultad de humanidades de la universidad
donde cursé mis estudios de pregrado, me esforzaba por escribir como los
académicos. Los profesores censuraban mi deseo de aunar literatura al discurso,
me decían que había que escribir “en tono elevado”. O sea: en estilo farragoso;
plagado de conectores; de adjetivos y verbos pálidos, opacos, insensibles, sin
alma, sin fuerza; propietarios de la sintaxis más rígida.
Hoy veo los ensayos que escribí en argot académico y me asombra esa dialéctica
tan despersonalizada. A algunos de estos profesores habría que sugerirles que, en
lugar de abarrotarse de referencias, sería conveniente contagiarse de los pasos de
la danza de que hablaba Valéry: la poesía. Despojarse de esa inflexibilidad
discursiva; perderse por esas dimensiones por donde transcurren las formas. No
en vano uno de los grandes críticos de la historia, Georg Lukács, consideraba que
el ensayo es una forma de arte, un género artístico, que conversa sobre libros,
sobre ideas, sobre imágenes.
Tan es así que uno a veces se pregunta si las reflexiones del diario de Amiel no
son acaso material ensayístico; si en La tentación del fracaso, Ribeyro no crea
expresiones que, para otros, -que se identifican con él-, eran hasta antes de leerlo
indecibles, y por lo mismo progenitoras de beldades nuevas. Al respecto y con
mucha mayor claridad, Lukács dice: “pues hay muchos escritos nacidos de
sentimientos semejantes que no entran en contacto con la literatura ni con el
arte, escritos en los que se plantean las mismas cuestiones vitales que en los que
se llama crítica, sólo que directamente enderezadas a la vida; no necesitan
mediación de la literatura y del arte. De este tipo son precisamente los escritos
de los más grandes ensayistas: los diálogos de Platón y los escritos de los
místicos, los ensayos de Montaigne y las imaginarios páginas de diario y
narraciones de Kierkegaard”.
A lo cual agregaría los diálogos socráticos y la convicción de un solo saber: que
no se sabe. Y es que hay que repetirlo: el ensayo no tiene como imperativo hallar
respuestas o pontificar “a manera de conclusiones”. Abrir más interrogantes;
resaltar contradicciones, incongruencias, lagunas, también hace parte de su
composición. Vivir en permanente cuestión y hacer de ellas un lugar de
enunciación es una forma; un estilo de vida que bien se puede reflejar en la
escritura. El ensayo es “radical en el no radicalismo, en la abstención de reducirlo
todo a un principio, en la acentuación de lo parcial frente a lo total, en su carácter
fragmentario”.
Su tono no tiene que ser grave, intelectual, alambicado, “elevado”. ¿No es acaso
la lectura de unos de los grandes filósofos, -Schopenhauer-, un deleite por la
exquisitez y transparencia con que derrama su pesimismo? Incluso cuanto uno no
está de acuerdo con él, -verbigracia: su despiadada misoginia-, se siente sacudido
por la potencia con que descarga sus pensamientos. Lo mismo, -y esto lo explica
mejor Vargas Llosa-, ocurre con Sartre, quien expresaba sus ideas con una
retórica tan potente, que suscita la duda. No soy de los que cree que el arte deba
estar dispuesto a alterar el statu quo, que era como el francés pretendía, pero al
leer Qué es la literatura uno queda extasiado por esa manera en que manifiesta
sus pretensiones. Digo todo esto para resaltar que ello es prueba de que una
escritura prolija y sensible -en el buen sentido de la palabra- es un arma letal,
persuasiva, absorbente.
Hablando de filósofos, recordé que en La barbarie de la especialización, Ortega y
Gasset se refiere a un sujeto que podría encajar con este perfil: “Habremos de
decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un
señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora, no como un
ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un
sabio”. Y por eso las texturas de los ensayos cambian de acuerdo a las facultades:
no es lo mismo el de literatura que el de ciencias políticas; no es lo mismo el de
filosofía que el de economía. Es increíble que haya docentes, con portentosos
títulos encima, que cometan los errores idiomáticos más básicos. Hace poco fui
testigo de una situación confusa: el profesor llamaba “muy bien escrito” a
trabajos con desaciertos en la ortografía y la redacción. (Alguna coherencia
había: pues el mismo docente no atendía la súplica de las tildes cada que escribía
sus explicaciones en la pizarra).
Todo lo cual me lleva a pensar que por causa de estos atropellos se han
fomentado equívocos sobre el género. Y por eso hay gente que le huye, que se
resiste a su lectura, que se distancia por prejuicio, porque lo ven pesado y para
individuos muy inteligentes.
Y, así, se cae en una tristísima paradoja: se fabrica conocimiento, pero los medios
para que este llegue a la sociedad siguen alejados, remotos de personas que no
son sus “pares académicos”. Y eso explica muchas cosas: tanta frivolidad que
prolifera y convierte lo insignificante como materia imprescindible. A riesgo de
ser digresivo, propongo un ejemplo: los “doctores” (ay, las licencias del
lenguaje) que comentan partidos de fútbol con el más rebuscado y ampuloso
vocabulario, y que son asumidos por sus audiencias como sujetos de buen y
refinado hablar.
Todo esto para decir que se hace necesario ser flexibles en la manera en que se
enseña cómo escribir ensayos, o en otras palabras: cómo poner el pensamiento en
texto; cómo conversar con las experiencias y las intuiciones; cómo leer el mundo
y cómo expresarlo; cómo ser y no ser en interrogantes que amplían las propias
preguntas y las inquietudes ajenas; cómo dirigir lo que se observa, lo que se
siente, lo que se oye, lo que se experimenta, lo que se consiente y lo que no;
cómo impregnar todo eso en palabras. En un medio al que no hay que tenerle
temor, ni lejana reverencia.
Yo mismo he sido víctima de este flagelo. Pues por las ideas equivocadas que
tenía sobre el género había preferido distanciarme de él. Y ahora que recapacité
he vuelto, y no creo que me vaya. ¿O le subo el tono, profes?
***
1. ADORNO, Theodor. Notas de literatura, Ediciones Ariel. Pág. 12.
4. IBID