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Actividad II.

Constitucionalismo

La razón de ser de una constitución consiste en “limitar” el poder basado en una


“legitimidad tradicional o carismática (monarquía, líder plebiscitario, presidente, etc.), a
favor de “derechos” y “garantías” del pueblo. Ya sea que se trate de las Bill of Rights
inglesa o estadounidense (1689, 1791 respectivamente), o la Declaración de los Derechos
Humanos francesa de 1789 o la Constitución dada en ese país en 1791, o incluso las
diversas constituciones latinoamericanas de las primeras décadas del siglo XIX, este tipo de
carta o “ley fundamental” (Lasalle, 1975: 38), tiene su motivación central en la contención
del poder tradicional/carismático. Es por ello que la esencia de una constitución puede
expresarse con la frase “no haréis” (Sartori, 1996: 228).

Históricamente, este tipo de motivación se ha traducido en la necesidad de cortes


“radicales” con el pasado (tradición, costumbres, religión) e favor de la racionalidad de
derechos (basada en la dignidad del individuo). Es decir, generalmente se ha expresado a
través de revueltas, insurgencias y, sobre todo, “revoluciones”, las cuales pueden implicar
considerables dosis de “violencia”. Muchas veces, este tipo de limitación ha implicado el
derrocamiento de una Monarquía, otras la negociación entre esta y un sistema
republicano, y otras un sistema de “pesos y contrapesos” para restringir al poder
ejecutivo.

Como se ha visto en la actividad anterior, el poder monárquico históricamente ha sido


limitado por el “derecho natural” (leyes divinas o de la naturaleza, costumbres y
tradiciones de una nación, o los derechos naturales del hombre). Es a este último tipo de
limitación al que se hace referencia, principalmente, cuando se habla de
“constitucionalismo”. Es por ello que Sartori menciona que, en sentido estricto, sólo se
puede hablar de “constitucionalismo” a partir del siglo XVIII, en especial en torno a la
experiencia estadounidense anteriormente mencionada (Sartori, 1996: 227). Durante la
“era de las revoluciones” (expresión de Erik Hobsbwan), periodo que expresa la entrada en
el mundo contemporáneo, las constituciones fueron índice y componente del tránsito de

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la soberanía del monarca absoluto (como representante de Dios), a la soberanía del
pueblo, quien gobierna a través de sus representantes elegidos por sufragio (dada la
imposibilidad técnica de la democracia participativa en las sociedades industriales).
Diferentes son los derechos, entonces, que se reclaman ante el poder
tradicional/carismático: desde los más básicos como la “libertad de tránsito”, el “derecho a
la integridad física”, a la “identidad”, etc., hasta el derecho a un mínimo “bienestar
material/económico” o a la “educación”, pasando por el reclamo de derechos referidos a la
“libertad de expresión”, “libertad de prensa”, de “asociación”, de “contrato”, y de
“sufragio”. Generalmente, estos derechos se han agrupado en tres categorías según como
fueron apareciendo aproximadamente en la historia de las sociedades contemporáneas. Es
así que podemos hablar de “generaciones de derechos” (propuesta de Thomas Marshall).
Estas serían: “civiles”, “políticos”, “económico/sociales” y, en la actualidad, “culturales”, los
cuales más que referir a derechos individuales refieren a identidades de grupo (como el
derecho a pertenecer a una minoría étnica fuera del margen de pertenencia del Estado-
Nación).

Lo anteriormente señalado, explica por qué las constituciones suelen estar divididas en
tres partes fundamentales: un “preámbulo” o parte de presentación, donde se expresa la
constitución de un “poder constituyente” que está excepcionalmente por fuera del marco
jurídico para poder generarlo (los “representantes del pueblo” o el “pueblo” mismo); una
“parte dogmática”, en donde se explicitan los derechos y garantías de la ciudadanía (lo que
suele denominarse como “declaración de derechos”) (Sartori, 1996: 227); y un parte
“orgánica” o de “estructura de gobierno”, donde se describe el diseño institucional bajo el
cual se reparte el poder (Ibíd.). Es fundamentalmente en esa tercera sección donde cobra
visibilidad lo que se ha denominado forma de gobierno.

Si bien es cierto que una constitución, en tanto expresión de la distribución de poderes


“reales” de una sociedad, puede darse también en una Monarquía absoluta, lo que
interesa aquí (según lo dicho más arriba), es el constitucionalismo como derrocador o
limitador de aquella antigua legitimidad de poder. Es decir, lo que interesa son las formas
de gobierno resultantes del impacto de una constitución sobre aquella antigua forma de

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legitimidad, o sus vestigios. Por lo tanto, interesa más que nada el constitucionalismo
moderno (a partir del siglo XVIII), cuando este tipo de texto fundamental refleja la
inclinación de la balanza de poder en favor de la “ciudadanía” (Lasalle, 1975: 62).

Es por ello que, desde aquél periodo hasta la actualidad, generalmente las constituciones
occidentales han organizado diferentes formas de gobierno, resultantes de aquél choque
entre poder tradicional/carismático y aquél basado en el la legitimidad legal-racional. Más
allá de las tipologías clásicas organizadas por Platón, Aristóteles, Maquiavelo, puede
sostenerse que las dos formas de gobierno principales son “Monarquía” y “República”. A
partir de ellas, suelen existir las siguientes formas de gobierno:

-Monarquía: A- Monarquía constitucional o limitada; B- Monarquía parlamentaria (el


poder lo posee el parlamento y un gabinete de ministros desprendido de él, entre los
cuales se encuentra el “primer ministro”, y el rey ocupa un cargo simbólico, sin poder
efectivo) (Serra Rojas, 1998: 582-585).

-República: A- Parlamentaria o semipresidencialista (el poder ejecutivo recae en el


Parlamento a través de un gabinete de ministros del que se desprende un “jefe de
gobierno”); B- Presidencialista, en la cual existe una clara “división de poderes” como
expresión de un sistema de equilibrios autónomos (Serra Rojas, 1998: 587 aprox.).

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