Apelar al Estado de opinión, como ha hecho recientemente Álvaro Uribe, es
sencillamente recurrir al caballo de batalla por excelencia del populismo: la voz del pueblo. Y decir, como en efecto dijo y ha dicho en otras ocasiones, que el Estado de opinión es superior al Estado de derecho supone darle prioridad a la voluble sensibilidad de las masas, siempre manipulable mediante el clientelismo o el temor a un enemigo interno o externo, sobre la arquitectura institucional que da estabilidad a las democracias en todos los países modernos. Limando los eufemismos que recubren estas afirmaciones, lo que viene a decir Uribe es que la ley no puede ser un obstáculo para la acción y el deseo del pueblo. Por eso hay que consultarle, mediante plebiscitos y en últimas a través de una constituyente, qué opina frente a determinados temas, en especial el proceso de paz y el entramado jurídico que arrastra.
La tendencia a poner en duda la legalidad apelando al clima sentimental o a la
opinión de las masas está, por decirlo de alguna manera, de moda en todo el mundo. Un tremendo populista como Carles Puigdemont, expresidente de la Generalidad de Cataluña y hoy en día prófugo de la justicia española, justificaba su intento de independizar a Cataluña de España con una palabras muy similares a las de Uribe: las leyes están bien, pero por encima de ellas debe tenerse en consideración el sentimiento de las nuevas generaciones, que en ocasiones no se ve reflejado en los textos constitucionales. En otras palabras: por encima de la ley están los sentimientos del pueblo. O, para decirlo con más claridad, por encima de la ley estoy yo, que sé interpretar los sentimientos de mi gente.
La tendencia a proclamar que no hay nada más democrático que preguntar al
pueblo mediante plebiscitos, referendos o constituyentes no es sino la penúltima estrategia que usan los populistas para saltarse la división de poderes que regula el funcionamiento de las instituciones. Y es evidente que en las sociedades contemporáneas la idea de la consulta popular les resulte excitante. No hay mejor oportunidad para exacerbar los ánimos del electorado, una dinámica en la cual las redes sociales han demostrado enorme eficacia. Dada su novedad y el uso salvaje que les damos, acaban poniéndose al servicio del más ponzoñoso y visceral. De todo ocurre en estas campañas; todo vale en medio de la guerra. Se miente, se exagera, se atemoriza. No gana el más sensato o el que mejor defiende sus argumentos, sino el que atiza las pasiones y las blinda contra la razón. Colombia, que ha vivido a contracorriente de los demás países latinoamericanos, no pudo contener la violencia que se desató por todas partes en los años 30 y 40, pero sí las dictaduras y el autoritarismo. Mientras América Latina se llenaba de dictadorzuelos, nosotros, mal que bien, mantuvimos cierta solidez institucional que impidió mayores descalabros. Uno de ellos hubiera sido la perpetuación de Uribe en el poder durante un tercer período presidencial, cosa que intentó hacer y que la Corte Constitucional desestimó por improcedente. Desde entonces Uribe ha querido reemplazar la democracia liberal por una democracia populista, fundada no en la división de poderes sino en la voluntad de las masas. Es un alivio comprobar que sigue fallando en sus intentos.