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de que un algo engendra otro algo, Dios, perfecto e infinito, creó a la humanidad con la
capacidad de poseer la idea de lo infinito y lo inmortal, de tal modo que el aquélla tiene, antes
que la idea de sí misma, la de Dios.
En la tercera meditación, el escritor del Discurso de método se aísla de sus sentidos
para que pueda sostener un coloquio consigo mismo; el resultado: introduce como criterio de
verdad la distinción y la claridad, de tal modo que aquellos objetos, que se interpretan de
forma clara y distinta, son verdaderos; con base en lo anterior, el filósofo examina la
posibilidad de que Dios exista y, si existe, que éste no le mienta. Para tal empresa,
primeramente, expone que las ideas se clasifican de tres maneras (las ideas que se consideran
como: innatas, ajenas o inventadas por uno mismo), para después declarar que: “no sólo que
la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene
más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto... Para que una idea contenga tal
realidad objetiva (…), debe haberla recibido, (…), de alguna causa, en la cual haya tanta
realidad formal, por lo menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea”1; así, colige que: si
sabe claramente que una idea de él no está en él formal ni esencialmente, entonces hay algo
externo, pues en el universo no está solo, que provoca tal idea, el cual se presenta como el
fin del proceso infinito del nacimiento de una idea (es decir, una idea origina a otra y así
sucesivamente), porque ese algo es la idea primera, en la que se concentra toda la realidad;
que Dios existe, finalmente, por causa de que la humanidad desea, porque le falta algo, en
otras palabras, lo que es completo, perfecto, y, aunque lo consiguiéramos, cabe la
probabilidad de que se no presentara la pregunta incómoda sobre la identidad y el paradero
de nuestro creador: “El cuerpo evidentemente nace de un parto y (…). Evidentemente debe
venir de un ser superior, Dios; sólo Él es capaz de unir al cuerpo una alma”2, así, la existencia
de Dios es posible, porque, si Descartes lleva en sí mismo la idea de Dios, entonces ese ser
divino existe, puesto que sólo él pudo colocarle aquella idea en ese ‘yo’.
1
René Descartes, Meditaciones metafísicas, Quito, Libresa, 1995, pág. 96.
2
Ibídem, pág. 108.