Por ilustrada que sea su época, ninguna mujer puede mantener con soltura la imagen de estar
consagrada al placer. Y por más que intente distanciarse de ello, la mancha de ser una mujer fácil sigue
siempre a la sirena. A Cleopatra se le odió en Roma, donde se le consideraba la prostituta egipcia. Ese
odio la llevó finalmente a la ruina, cuando Octavio y el ejército buscaron extirpar el estigma para la
virilidad ro-mana que ella había terminado por representar. Aun así, los hombres suelen perdonar la
reputación de la sirena.
Pero a menudo hay peligro en la envidia que causa en otras mujeres; gran parte del
aborrecimiento de Roma por Cleopatra se originó en el enfado que provocaba a las severas
matronas de esa ciudad. Exagerando su inocencia, haciéndose pasar por víctima del deseo masculino, la
sirena puede mitigar un tanto los efectos de la envidia femenina. Pero, en general, es poco lo que puede
hacen su poder proviene de su efecto en los hombres, y debe aprender a aceptar, o ignorar, la envidia
de otras mujeres. Por último, la enorme atención que la sirena atrae puede resultar irritante, y algo peor
aún.
La sirena anhelará a veces que se le libre de ella; otras, querrá atraer una atención no sexual.
Asimismo, y por desgracia, la belleza física se marchita; aunque el efecto de la sirena no depende de un
rostro hermoso, sino de una impresión general, pasando cierta edad esa impresión es difícil de
Hace falta cierta genialidad, como la de Madame de Pompadour, la sirena amante del rey Luis XV,
para transitar al papel de animosa mujer madura que aún seduce con sus inmateriales encantos.
Cleopatra poseía esa inteligencia; y si hubiera vivido más, habría seguido siendo una seductor
irresistible durante mucho tiempo. La sirena debe prepararse para la vejez prestando temprana atenció
a
las formas más psicológicas, menos físicas, de la coquetería, que sigan concediéndole poder una vez