Ángel Rama y
Antonio Cándido:
un diálogo crítico
A principios de 1960 el crítico e investigador brasileño Antonio Cándido pasó una semana
en Montevideo, invitado para dictar una serie de conferencias en los cursos de verano de la
Universidad de la República. Por entonces, Ángel Rama se desempeñaba como profesor de
Literatura en Enseñanza Media, era cronista teatral en el diario Acción, comenzaba a dirigir
una colección de la Editorial Alfa y aún escribía ficciones (teatro y narrativa). Por sobre todas
estas actividades, ejercía la dirección de la página literaria de Marcha, semanario al que se
había integrado en marzo de 1959. Esta era la más febril de sus ocupaciones y, como se
sabe, la de mayor incidencia en el medio cultural rioplatense. El conocimiento personal con
Cándido ocupó, para el caso, una posición central.
Un cruce de caminos
Poco tiempo atrás, cuando tomó a su cargo "literarias", bajo la luz del nuevo proceso político
cubano Rama bregaba por la difusión de la literatura latinoamericana, que pensaba ligada a
un contexto revolucionario al que se adhería con entusiasmo. En ese plan, Brasil aparecía
como un inmenso espacio vacío. Nunca las páginas de este semanario habían dispensado
mayor atención a la literatura del enorme vecino. Sólo consiguieron lecturas circunstanciales
unas pocas traducciones de Jorge Amado y de Graciliano Ramos, pero nunca la reseña de
las ediciones en su lengua original, privilegio del que sí gozaron las letras inglesas mientras
Emir Rodríguez Monegal dirigió la página literaria (1945-1958). Este panorama no cambió
mucho cuando se produjo el relevo en esa zona del semanario dirigido por Carlos Quijano.
Por lo menos hacia fines de los sesenta, Rama, quien durante una década comentó libros
hispanoamericanos y trazó vastos recuentos generales sobre literaturas nacionales, casi no
se ocupó de Brasil. Para verificarlo alcanza con revisar su bibliografía preparada por Álvaro
Barros Lémez (Montevideo, Arca, 1986).
Tanto Rama como Cándido advirtieron en aquella ocasión que era necesario empezar a
remover estas barreras. La iniciativa correspondió al uruguayo, tal como lo testimonia la
evocación-evaluación de su tarea crítica que hizo Antonio Cándido en un artículo de 1995
para Casa de las Américas:
En el momento en que se conocieron, Rama poseía una sola herramienta con la que
aspiraba a contribuir al debate de la intelligentsia latinoamericana: las páginas literarias de
Marcha. Cándido estaba envuelto en la actividad universitaria y en su discurso no muy afecto
a la difusión masiva, siendo el desvelo de esa hora la teoría literaria. Por eso nunca colaboró
en el periódico uruguayo. Pero no sólo los separaban las formas de producción intelectual
sino también las condiciones de labor. La especialización de Cándido y la concentración en
su objeto de trabajo chocaba con la fértil dispersión del montevideano. Este último no vacila
en señalar ese desencuentro en la entrevista que publica en Marcha:
[Cándido] vuelve a Assis, un lugar de veinticinco mil habitantes donde se ha creado hace un
año una Facultad de Letras y que es "el lugar ideal para estudiar". "Imagínese –dice,
previendo la envidia–, tengo que dar tres horas de clase por semana, nada más; de ocho a
doce estudiamos en absoluto silencio, como en un convento benedictino, y de tarde
auxiliamos a los estudiantes que no pasan de tres o cuatro.
Además de tener que desempeñarse en condiciones nada ideales –algo que no limita la
riqueza de sus aportes–, Rama poseía una formación autodidacta. Sólo en 1966 llegará a la
cátedra de Literatura Hispanoamericana y a la dirección del Departamento correspondiente
en la Facultad de Humanidades. Años después, cuando todo esto era apreciado como la
prehistoria, recordó en una página autobiográfica la honda huella que le dejó ese "sistema de
muñecas chinas, unas dentro de otras que es la norma de trabajo de los intelectuales en los
países subdesarrollados". Ésta quizá no había sido la norma para su nuevo amigo, por lo
menos en las proporciones que le había tocado a él. La conclusión a que llegaría Rama en el
prólogo a La novela en América Latina (1986) –libro dedicado a Antonio Cándido y a José
Luis Martínez–, no podía incluir por completo al profesor brasileño: "Escribimos en nuestra
América sobre el papel del tiempo, sobre el tiempo perecedero, escribimos sobre la urgencia
del lector y el medio y la hora que vivimos o nos vive." Es verdad que Cándido nunca
desdeñó colaborar en revistas y suplementos culturales de su país y del extranjero, como en
1945 cuando era "crítico titular, como se decía, del Diario de Sao Paulo", en el que publicó
una serie de notas dedicadas a Graciliano Ramos, que después pasaron al libro. Pero, hacia
1960, escribir para Marcha le hubiera demandado someterse a la implícita tensión del
presente, incluso cuando tratara de cosas del pasado más o menos inmediato, ya que en
aquellos tiempos el calendario latinoamericano del semanario se articulaba pensando en la
emergencia de una red que incluía a la cultura como derivada de la serie política.
Los reencuentros
Con los años, las distancias se van acortando. Cuando a fines de los sesenta Rama se
desplaza de la crítica en el periodismo al territorio universitario, sus contribuciones crecen en
densidad teórica. Sin embargo, nunca abandona sus colaboraciones en periódicos de amplia
circulación. Cándido le llevaba una ventaja: ya era el autor del ineludible Formação da
literatura brasileira (1959), cuando Rama no contaba más que con artículos y prólogos. Eso
sí, eran varios centenares de artículos, algunos con un fuerte desarrollo crítico-teórico y,
sobre todo, con un propósito de conocimiento integrador de las letras de América Latina,
como ningún especialista podía llevar adelante con tanta velocidad y tanta eficacia
reproductiva. Este modus operandi hará ver a Cándido la pertinencia de esa meta, así como
la simultánea dificultad y urgencia de crear un dispositivo (revistas, jornadas universitarias,
congresos, bibliotecas) que permitiera reorientar el examen de las letras latinoamericanas,
esta vez como tarea colectiva encarada por los intelectuales de las dos Américas, la hispana
y la lusitana.
Hacia fines de la década de los sesenta podrán dialogar en pie de igualdad. Todavía en
Montevideo, Ángel Rama consigue sacar una publicación académica, la Revista de
Literatura Iberoamericana, en la que colabora Cándido en su segundo y último número
(1970). Es cierto que será durante el exilio que Rama pasará de los congresos de escritores
a los congresos de especialistas en cultura latinoamericana; también es verdad que sólo en
los últimos años de su vida alcanzará un último resto de serenidad para escribir los libros
unitarios, no necesariamente armados con base en notas de distintas fechas y procedencias:
Transculturación narrativa en América Latina (1982), y los póstumos La ciudad letrada (1984)
y Las máscaras democráticas del modernismo (1985).
Podría decirse que, en el terreno profesional, donde comienza Cándido concluye Rama, y
que en la visión integradora, donde comienza Rama sigue Cándido. Pero hay, en el plano de
la reflexión latinoamericana y cultural de cualquiera de los dos, un punto de corte en el que
las genealogías se confunden, en el que las ideas se entrecruzan.
Coincidencias de fondo
En la entrevista de 1960 Cándido se autodefinía como un crítico que "cree combinar diversas
direcciones, dentro de una formación humanista con su atemperado ingrediente marxista". El
entrevistador uruguayo no estaba lejos de esta opción. Esto no sólo se aclara a lo largo de
una práctica que, precisamente, en el caso de Rama comienza a crecer y a consolidarse por
esa fecha –con lecturas que dejan a la vista las marcas de Adorno, de Lukács, de Della
Volpe y, sobre todo, de Hauser–, sino que se hace explícita en un texto central aparecido
unos meses después de la visita del profesor brasileño: "llamamos ‘literatura’ [a] una
creación estética que promueve el desarrollo histórico de una sociedad merced a un conjunto
de escritores que en ella actúan y a ella se dirigen" ("La construcción de una literatura",
Marcha, 30/12/1960). Esta afirmación supone la apropiación del concepto de "sistema
literario", que Cándido había rediseñado seguramente partiendo de los formalistas rusos
Jakobson y Tiniánov. Rama leyó la introducción a Formação da literatura brasileira, en la que
se reflexionaba sobre el problema, a pocos meses de la aparición de este libro, y citó
extensamente sus reflexiones sobre el punto.
En adelante el diálogo funcionará como un circuito donde uno y otro se prestan ideas que se
amplían, se proyectan, que van y vienen. Ese juego de canjes teóricos y prácticos corre, en
principio, de Cándido a Rama. En rigor, una vez que Rama se apropia y procesa la noción de
"sistema", está listo para plantear su proyecto crítico inicial, que consiste en la recensión-
promoción de lo presente y en la revisión del pasado y de lo inmediato a través de la
escritura del "panorama". Pero nunca como en sus estudios sobre poesía gauchesca la
eficacia de la noción de "sistema" fue empleada como vector fundamental del análisis.
Precisamente porque entendió que en la gauchesca, como lo había pensando Cándido en un
sentido general, el triángulo autor-obra-público se entrelazaba con una coherencia interna de
la que carecía cualquier otro segmento articulado de la literatura ripolatense.
Rama se apresuró a reseñar extensamente casi todos estos libros y llegó a cerrar, en su
Transculturación narrativa en América Latina, una categorización que superaba los
esquemas interpretativos de mediados de siglo. Quizá, otra vez, el origen de sus soluciones
sobre el caso esté en la lectura de un artículo de Cándido, "Literatura y subdesarrollo"
(1972), en el que se califica a este tipo de literatura como "suprarregional". Cándido y Rama,
para esa época, habían cumplido un prolongado esfuerzo común por capitalizar la crítica
antecedente, discutiéndola, negándola, recogiendo algunas incitaciones. Ahora, el objetivo
era crear –juntos y cada uno por su cuenta–, algo más serio y arriesgado: una teoría literaria
latinoamericana.