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De

lo Fantástico y los Relatos


Perdidos

Por

Adolfo León Pérez




Siempre me pregunté cuál sería el destino de las cosas perdidas, me refiero


a cuando extraviamos un bolígrafo, aquella única copia de las llaves de la
casa, las superfluas amistades de la gente que viene y que va y hasta los
calcetines que van a parar debajo de la cama. Pero en particular, nunca dejé de
preguntarme a donde fueron a parar todos aquellos libros que eran de mi padre
y que hacían parte de mis días de infancia. Concordaba con Penelope
Fitzgerald, los libros parecían escritos por seres fuera de este mundo. Pero
también, consideré siempre que un libro es una puerta que se abre al corazón
de todos aquellos que los han leído previamente, y sí lo necesitas nuevamente,
de seguro te encontrará.
Todo empezó en el año 86, tengo ese año grabado en mi memoria, ese fue
el año en el que cumplí ocho años y recuerdo que ese día mi madre horneó un
pastel Betty Crocker que compartimos después del almuerzo. Después de
comer y repetir en mi caso una porción adicional, apareció mi madre al
comedor con un regalo generosamente envuelto, que no tardé en hacer trizas.
Eran tres revistas de «Comics» que me encantaron, la primera a la que le eché
un vistazo fue la más grande, era de Hulk, el gran hombre verde que tenía
problemas de actitud y una solución bastante curiosa para todo, en realidad
que parecía salirse de las viñetas. Era muy divertida. La segunda, era del
Fantasma, El Fantasma que camina, un justiciero enmascarado que infringía
terror sobre contrabandistas y cazadores furtivos en la selva. Y una selva era lo
que parecía la sala donde estaba el televisor, donde mis hermanos habían
huido con su parte del «ponqué» y discutían efusivamente para escoger el
canal de televisión. Aunque sólo eran tres canales realmente en ese entonces, o
más bien dos, porque uno de ellos era el canal cultural y educativo y ese sólo
lo veía yo. Pero la que más me gustó de las tres, era la versión en caricatura de
Star Trek, de la serie original, con todo y el Capitán Kirk y Míster Spock. Una
aventura cada día, miles de mundos por descubrir y recursos ilimitados para
lograrlo.
En esos años, años de ir a la escuela, llegar a casa al almuerzo y vivir en un
pueblo pequeño y olvidado, todo cuanto ocurría en el mundo parecía ser una
realidad lejana e improbable. Pese a la extraña calma, ambos hemisferios se
lamentaban en una zozobra mustia de una guerra que era muda, pero que no
había olvidado dejar viudas y huérfanos, como los que toda guerra engendra.
Quedaban extensas regiones de espíritus yermos, sin esperanza y corazones
rotos en naciones dividas y mutiladas, donde el tiempo parecía haberse
quedado congelado. Lejos, los emporios de la mafia en el país, alcanzaban su
esplendor, ante la mirada ingenua y estupefacta de un país campesino, devoto
y sumiso que volvía a experimentar el horror de una guerra adaptable y servil,
que estaba viva y se alimentaba del miedo y el odio de sus hijos. Mientras en
casa seguíamos reconfortados por las bendiciones que recibiríamos luego de la
visita del Santo Padre en el mes de Julio.
Recuerdo en efervescencia la inclemencia del clima cálido, el solaz
imposible que aporreaba sin descansó nuestras cabezas, mientras esperábamos
en línea frente al profesorado―para iniciar el día de la manera más castrense
que pudiese recordar, con los himnos y símbolos patrios, vestigios de una
Colombia prisionera e obnubilada―, estratégicamente ubicados al cobijo del
zaguán que proveía el techo, mirando con desdén, esperando que esos rayos
ocres incandescentes brindaran alguna claridad sobre nuestras confusas
mentes, pero sin olvidar el amor a todo lo patrio. Tres, cuatro. Descansen.
Luego en las aulas la cosa no se ponía mejor, luego de entrar en resuellos
desbocados nos veíamos todos respirando del mismo aire enrarecido, el
miasma que expulsábamos en concupiscencia, cuando todos juntitos, sentados
en los pupitres escolares, que en ese entonces, venían dispuestos para parejas
como solía usarse antiguamente, compartíamos nuestro sudor pueril y el
bullicio de nuestros impulsos desosegados.
Aquel mobiliario era una colección vetusta, que habían visto mejores
tiempos, aporreados por el uso, seguramente de los años sesenta en el mejor de
los casos. Teníamos maderas de cedro, roble y algunos de conglomerado de
madera—para quienes eran más afortunados, ya que estos eran los de aspectos
más modernos—, algunos pintados con ese color que me recordaba los
sembrados eternos de sorgo a orillas de la vía Panamericana, la cual
recorríamos en las ocasiones en que visitábamos a la tía Eloisa en su finca.
Otros eran simplemente de color verde, en una tonalidad eficiente y fuerte, que
daba un aspecto severo y de uniformidad, básico en la forma de inculcar la
disciplina para nuestra formación.
No solía ser un estudiante muy aplicado, constantemente me encontraba
absorto en mis pensamientos, repasando infinidad de detalles sin sentido.
Pasaba horas con los brazos cruzados sobre la tapa levantadiza del pupitre, y
con la barbilla apoyada en ambos, entreteniéndome detallando las pinturas
pastosas y los trazos desprolijos que se apreciaban a simple vista. En algunos
de estos brochazos, inclusive, podrían apreciarse los pelos sueltos de las
brochas con que habían sido pintados, y esto me distraía profundamente.
Mientras en el pizarrón el señor Sánchez, mi profesor de segundo grado,
repetía una lección lejana que nunca pude memorizar.
Luego de llegar a profundidades abismales en mi mente, me pareció
escuchar una voz que decía mi nombre, un llamado que me traía a la superficie
nuevamente y lograba llevar mi atención hacia el tablero. Se sentía como si se
me arrebatase los últimos minutos de sol en un día de invierno. Era como
escuchar los autos que se encuentran yendo y viniendo en una carretera en una
tarde de lluvia veraniega. Como el abrazo del viento en las copas de los
árboles en una danza meliflua, lentamente llegando a mí, volviéndose a cada
centímetro más fuerte, como el sonido de los trenes al acercarse desde lejos,
presintiendo el inminente crujir de los hierros de la maquinaria.
—Señor Pérez—escuché, luego de que tuviese que repetirlo, no sin
muestras de enojo, al menos tres veces hasta que pude volver a enfocar mi
atención en el pizarrón. Con una expresión cansina, perdía la paciencia
conmigo, mientras entonaba con desazón mi apellido. Que raro sonaba todo
esto, no estaba acostumbrado a que se me llamase así. En el San Pedro Claver,
mi antigua escuela, jamás se habían dirigido hacia mí de esa manera.
—¿Recuerda usted lo qué vengo diciendo desde el inicio de clases?— me
dijo agachando la mirada viéndome entre ojos.
—Tal vez sí me lo recuerda usted profesor— Atiné a responder,
percatándome que el salón ya se encontraba vacío.
—Para la próxima clase tendremos una película y todos sus compañeros ya
se han ido al aula máxima, le volveré a insistir que se dirija usted para allá,
¿me comprende usted ahora?—volvía a insistir el pobre.
Luego para rematar, le volví a preguntar qué quería decir con eso, y la
reacción instintiva del señor Sánchez fue cubrirse el rostro con su mano
derecha, mientras la escurría hacia abajo como enjuagándose su frustración. Él
no lo podía entender pero yo sí, tenía una razón para estar confundido, y es
que en el horario de clases seguía matemáticas. Las odiaba, pero eran las que
seguía, era lo que estaba después de la hora de biología pero antes de la de
español. Estaba seguro de eso y no lograba comprender que pasaba―qué
puedo decir, así funcionaba mi cerebro en esos días. O tal vez aún lo haga―.
—Sí, una película señor Pérez, por favor acompáñeme que ya estamos a-
tra-sa-dos—Me espetó ya con los ojos un tanto desorbitados, pronunciando en
sílabas la última frase, lo que creo que era algo de ironía y otro tanto de enojo
contenido. O tal vez era amable, no lo sé bien. Qué gracioso era.
Con frustración, dio dos pasos desde el marco de la puerta, desde donde se
encontraba, escrutándome con su mirada acerada, sacudiendo levemente la
cabeza, buscando poder entender mi vacilación y la forma errática de mi
comportamiento. Una vez mostró un poco de sosiego frente a la frustración a
ciernes, respiró profundamente, y blandiendo su mano frenéticamente,
suplicaba que saliera y lo acompañara sin importarle que aún tuviese la mirada
de quién ve impotente hacía una aporía. Intuía que su enfado tenía que ver
conmigo pero nunca entendí el por qué y eso lo volvía loco. Lo encontraba
exagerado, era como verle por un caleidoscopio.
Poniendo a un lado mis dudas, decidí seguir su juego. Me aposté a seguirlo
tratando torpemente de meter mis útiles en la maleta. Mientras él cruzaba la
puerta y atravesaba el patio principal. Yo aún estaba allí luchando por
encontrar al fondo oscuro del escritorio, el lapicero rojo y el borrador de nata
que había tenido que tomar prestado de mi hermana, ya que siempre los
perdía. Sólo atinaba a agarrar las migas de lápiz dejando mi mano embarrada
en grafito. Luego de luchar sin cuartel me di por vencido, cerré la tapa del
escritorio, y allí estaban, exactamente en frente de mis narices metidos
apropiadamente en mi cartuchera. Sin perder ni un segundo más, la arrojé
dentro de la maleta, me puse de pie y corrí tras el señor Sánchez.
Lo seguí atravesando el patio que me llevó ante la entrada de lo que
parecía un salón, con una puerta de dos alas, era la puerta más grande que
había visto en todo el lugar. En realidad que sí eran enormes, del color grave
que adopta la hierba cubierta de rocío en las mañanas frías. Era un color plano,
sin brillo, no tenía personalidad ni nada que contar sus trazos. Me animé a
entrar luego, pero intenté no tocarla con mis manos directamente, ya que se
me parecía un anuncio infausto de cosas que prefería evitar.
Aún sonrío nostálgico cuando recuerdo lo extraño que era de niño al
clasificar y calificar los acabados del mobiliario de cualquier lugar en que me
encontrase. Los muebles pintados con terminados planos y sin detalles ni
personalidad me parecían aburridos, a diferencia de los trazos burdos de mi
pupitre, que me distraía por horas, aunque no podría decir que me encantaran,
sino que, me inquietaban a tal manera, de no poder concentrarme en nada de lo
que me propusiera. No podía evitar perderme absorto cavilando sobre el por
qué los trazos nunca eran iguales. Me dejaba llevar por un rosario de
inquietudes que anotaba atrás de los cuadernos, con garabatos que sólo yo
lograba entender: ¿Era esto intencional? o ¿Quién los había pintado? O tal vez,
¿Qué ocupaba la mente del pintor mientras lo hizo? En otras ocasiones
adoptaba unos pensamientos detectivescos, y pensaba en que sí sería posible
que esa persona aún trabajara en la escuela y que sí me viera tal vez sentado en
su pupitre, qué pensaría al verme tumbado sobre el escritorio garabateando
con el dedo a través de los brochazos o qué sentiría ser esa persona,
mirándome sentado allí.
Un gran bullicio me recibió de golpe, se me presentó la visión de otro
salón, igualmente mullido de gente y mucho más caluroso que del que
veníamos con mi profesor. Pese al inmenso ventilador de techo metálico, con
aspas color crema que giraban en torno a su eje describiendo movimientos
erráticos y sonidos crepitantes, aquel lugar despedía un efluvio espeso.
Mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra, mis otros sentidos
buscaban insensibilizarse frente a la afluente de estímulos que me provocaban
una gran ansiedad.
Una vez adentro, me percaté que dicho lugar se encontraba infestado de
niños de todos los cursos, rapaces de seis a doce años, algunos de rodillas y
otros sentados en el suelo, cruzando sus piernas en una flor de loto imperfecta
y otros en cuclillas, pero ninguno totalmente quieto. Pocos prestaban atención,
excepto las primeras dos o tres hileras de estudiantes, estos últimos, con sus
ojitos ignotos y prestos, obedeciendo como borregos pendientes de cualquier
instrucción. No los envidié, no me hubiese querido sentar allí en medio de
todos ellos, ni aunque me compraran con helado o que se yo. Bueno, tal vez
con comida sí era la forma más segura de persuadirme, pero no me sentaría
junto a ellos. Opté por quedarme hasta atrás de toda la gente.
Al frente del salón, habían dispuesto un televisor enorme, era un Sony, a
color, no como el nuestro qué era a blanco y negro. No me acuerdo cuántas
pulgadas, pero creo que me parecía que era gigante. Nunca había visto uno
igual en mi vida. Pero una cosa es segura, este no tenía de esas perillas que le
dabas vueltas para sintonizar los canales como el televisor que teníamos en
casa, y tenía un mando a distancia que era genial. Parecía uno de los phasers
que portaba el Capitán Kirk. Y otra cosa es segura, y es que no te debía dar
una descarga eléctrica si lo tocabas sin zapatos como el que teníamos en casa.
Venía hacía nosotros un ruido lánguido e incipiente de la película que se
perdía en medio de todas las cabezas que tenía en frente mío. Luego de un
breve rato todos quedaron en silencio, mientras yo permanecía de pie, hasta
que pude ver al «Gigante come roca». Fue hermoso. Era La Historia sin Fin,
no pude evitar quedar eclipsado frente a lo que mis ojos veían. Fue allí cuando
me senté en un espacio que quedaba en el suelo del aula, viendo a la pantalla,
entregado por completo y con la boca entreabierta e inmóvil.
La escena de Sebastián leyendo el libro grandote, con el símbolo del
«auríl» elaborado en lo que parecía una aleación de plata y oro en su cubierta,
encerrado en el desván de su escuela, mientras criaturas mágicas cobraban
vida frente a mis ojos, hizo que algo en mi cerebro explotara, de ahí en
adelante en mi cabeza, el mundo de «Fantasía» se creaba en mí también y el
ruido circundante se tornó mudo y resultó indistinguible y distante. Esa vieja
cinta se quedó grabada en mi memoria como lo más hermoso de mi niñez.
Hasta ese momento, no conocía que existiese el concepto de la
imaginación. No sabía que existía un lugar remoto y de recursos inagotables,
en los que, la realidad no era relevante, y uno podía soñar sin freno ni reparo y
mientras más lo hiciera más podría obtener aventuras nuevas cada día. Un
mundo que me necesitaba, en donde no era menester encajar y donde no tenía
que tratar de seguir conectado, concentrado, tratando de entender a cada
minuto lo que me estaban pidiendo hacer y el por qué lo tenía que hacer.
Mientras los mocosos de todos los cursos llegaban al final de la historia,
había entre ellos un niño, que guardó esto como el tesoro más valioso, que
ninguno apuró a codiciar. Mientras todos se paraban en bullicio y estrepitoso
frenesí, me vi abocado a pararme y a esforzarme para no moverme mientras
los créditos inundaban la pantalla en una procesión de nombres que brotaban
incesantemente en la pantalla. Yo, en sentido contrario, procuraba sortear los
empujones de mis compañeros al salir, sin reparo de mi presencia ni mi
terquedad a no abandonar el lugar aún. Necesitaba seguir unido a la historia
sin fin, yo quería ser el héroe de Fantasía. Tenía que hallar a Sebastián, para
ayudarle a reconstruirla. Al mismo tiempo, podía escuchar la canción final
«Never Ending Story» y aunque no entendía ni pito, yo la sentía en mi
corazón. Estaba emocionado y sobresaltado.
Pero, cómo la vida muy acendrada se empecinó en enseñarle a todos los
cabeza huecas que nos encontrábamos entre esas cuatro paredes, todo en ésta
tiene un precio indiscutible. Y para obtener lo que se desea, un pago de
equivalente valor ha tenido que haberse entregado. Sin embargo, algo que sólo
supe años luego, es que esta adaptación al cine de la novela alemana Die
Unendliche Geschichte, escrita por Michael Ende, transcurría mucho más allá
de lo que presentaba la película. Los guionistas adaptaron únicamente la
primera parte de la historia, quedando por fuera el resto de la obra, una parte
más oscura, una parte donde quedaba demostrado como la fantasía es el
comienzo, y que luego hay que enfrentarse a un mundo donde cada decisión
trae consecuencias, y donde cosas pasan sin razón aparente. Quieras o no, no
hay más salida que enfrentarlos para poder madurar.
La vacuidad fue el precio que tuve que pagar, el olvido paulatino de ese ser
inicial, que tenía todos los sueños y toda la fortaleza para lograrlos. Uní mi
destino al de la letra muerta que quedó en el limbo más allá de los créditos
finales, entregué los recuerdos traídos de otras vidas, fue desapareciendo todo.
A mi transcurrir por todos los eventos subsecuentes, una gran confusión se
apoderó de mi ser primordial y se creaba uno más, uno desconocido, confiable
y funcional. Era una imitación. No tenía alma ni esencia. Mi ser primordial
quedaba atrapado en Fantasía, por un tiempo que al momento no podía
determinar.
Pero que antes que todo en mi vida se tornara lánguido y plano, tengo unos
vagos recuerdos de haber vivido una niñez extraña y de haber sido señalado
como una persona rara y nefelibata, sin amigos. Pero en realidad era así,
prefería por mucho pasar largas sesiones de lectura frente a nuestra biblioteca.
Mientras en el resto de nuestra casa, la agitación diaria de una familia y los
gritos enarbolados cruzaban los flancos, yo me adentraba en universos ricos,
elucubraciones de fantasías fértiles y distantes. Aún hoy recuerdo la que para
entonces era una gran biblioteca, de la cual, fui quien se aventuró a sacar los
primeros libros en mucho tiempo. Pasaba eternidades parado frente al viejo
mueble. Nunca pregunté su origen, pero me maravillaba con los detalles que
tenía.
La biblioteca estaba pintada con un color cerezo claro y un acabado
brillante, la tintilla usada se encontraba aplicada con tal destreza que se podía
apreciar las formas propias de la madera y también el reflejo de quién lo
observase. Tenía además, unos tocados a lo largo de los bordes, dibujando los
contornos con una cinta de una madera del color del trigo, incrustada
maravillosamente que permitía ver el esfuerzo del ebanista en su elaboración.
Poseía tres naves, separadas por unas columnas que al final de su longitud,
terminaban en un detalle que recordaba las columnas dóricas o tal vez jónicas
de los templos griegos. Claro, en la primera ala encontré una publicación sobre
la historia de Alejandro Magno, que poseía unas fotos de esculturas, grabados
y pinturas al óleo de su vida, sus batallas y tácticas militares. Siempre me
imaginé que este libro lo había comprado mi padre pensado en mí y fantaseaba
sobre una cierta conexión entre ambos al compartir el mismo nombre. Y desde
ese entonces, la habitación que se dispuso para la biblioteca, se convirtió en el
lugar favorito en toda la casa.
Ningún otro ejemplar pudo compararse con aquel libro biográfico del gran
Alejandro Magno. ningún otro compendio de conocimiento pudo sacarme de
este mundo, ya que esas páginas lograron transportarme a uno íntimo, seguro,
en el que podía ser sin la angustia ni los límites del mundo exterior. En mi
mente ejércitos y campañas tomaban lugar y todo se recubría de un brillo y
unos colores que hacían palidecer las paletas de colores de la realidad.
Pude percatarme de los cambios que como hombre uno experimenta
debido a como mi experiencia cambiaba con los años con los libros de papá,
luego de los diez años, empecé a notar cierto interés no antes percibido por la
evidente genitalidad y los impulsos llenos de interrogantes, cuyas respuestas
no tenía a mi disposición. En estos tiempos la única pornografía que se podía
conseguir parecía tan imposible de hallar como una copia de “La rebelión en
la granja” de George Orwell en algún recodo de la Plaza roja o en una librería
en alguna calle del Kitay-goród. Un día como cualquier otro, al llegar a la
escuela, encontré un corrillo de niños en un rincón del patio posterior, cerca de
los baños de los niños, con sonrisas nerviosas y anticipadas, escandalizados
por algo que parecía ser una revista, ni más ni menos que una revista
pornográfica que estaba en manos de uno de ellos, el más grande de todos, que
creo que ya estaba en quinto de primaria.
La verdad que no pude ver mucho, pero sí alcancé a ver un hombre
desnudo por primera vez y allí mismo, algo en mi mente se despertó aquel día.
Nunca tuve acceso a tal literatura tan refinada nuevamente, pero sí tenía libros,
y en ellos cientos de ilustraciones y fotografías. Me perdía tardes enteras en
ellos, y para estos asuntos, ya había desarrollado mi propio acervo
bibliográfico.
Eventualmente, me enamoré de una de las pinturas, era una al óleo
hermosísima, sobre Alejandro Magno. Se convirtió en mi propio objeto oscuro
del deseo. Al llegar de la escuela, entraba directamente al estudio donde
teníamos la biblioteca, sólo para abrir las páginas del libro que la contenía y la
observaba durante un buen rato, intentando impregnarme de su belleza y no
perderme ni uno solo de sus suaves detalles. Nunca pude averiguar sí fue
pintada por Jaques Antoine Beafort o tal vez Charles Le Brun, aunque lo más
seguro es que me equivoque. Hace aproximadamente cinco años, logré
toparme en la librería que trabajé durante algún tiempo, con un libro sobre
esculturas, óleos y grabados de pintores que retrataron a Alejandro el Grande.
En dicha obra, encontré un impecable trabajo de Henryk Siemiradzki, mi
corazón saltaba de gozo frente a la ilusión satisfecha de ver nuevamente esta
pieza tan querida para mí, pero, lamentablemente, no era la misma pintura.
Aunque era en sí, la misma escena que busqué por años, no me trasmitía la
misma flema ni reflejaba la misma sensualidad que solía enervarme tanto tan
sólo por su recuerdo.
Aún hoy puedo detallarla al cerrar mis ojos como si la viera en frente mío.
Para empezar, en la escena se encontraba Alejandro en su lecho de muerte,
alrededor de él seis personas en primer plano, cada uno con una expresión más
severa que la del otro, pero en el centro de toda la conmoción, estaba un
Alejandro diáfano, inexpresivo e incrédulo frente a su inminente deceso,
sumergido en una ataraxia cautivadora, con el torso desnudo. Recostado sin
mayor cuidado. Se encontraba cubierto hasta la cintura, con una sencilla
sábana color salmón, con una copa de oro en la mano y la magnanimidad
sempiterna de su legado.
Esa misma noche tuve un sueño, empezó con un corredor amplio, con
columnas erigidas a lado y lado del mismo que invitaban a seguir adelante,
una sensación de alerta me retenía, pero una urgencia me empujaba. Pude ver
una copa dorada sobre el suelo y dos pasos más allá un lecho de pieles y sedas
arremolinadas sin tender y sin un cuerpo que lo ocupase. Entonces me
acerqué, recogí la copa del suelo y advertí entonces que ya había alguien a mi
lado. Resultó ser un hombre adulto, recostado en la cama, estaba desnudo
aparentemente, debajo de unas sábanas sin forma, que se volvían una nebulosa
en mi recuerdo y se difuminaban como las espirales que describe la leche al
mezclarse con el café. Recuerdo que veía los ojos del hombre que me
intimidaban y que habitaban en una cara sin rostro. Luego, reproduje en el
sueño la imagen de la revista para adultos, cruda y vívida. Sentía un placer
incomparable y una vergüenza indescriptible, ya que no sé cómo, supe que mi
padre me estaba viendo desde unos metros más allá, con esa sonrisa amable
que sólo él sabía brindarme.
Desperté, con un salto en el corazón, con un palpo punzante en el centro de
mi pecho, pude sentir mi madre llamando a la puerta ya que era la hora de
despertar e ir a la escuela nuevamente. Veía el café con leche que me había
traído, y detallaba el baile de la leche describiendo series de Fibonacci en la
superficie ―mi madre siempre nos levantaba con un «trago» de café con
leche. Era dulcísimo el momento, ahora que puedo recordar―
Bajé las escaleras hasta el primer piso junto con ella, la veía muy callada y
era inusual. Ella siempre pintó arreboles en mis cielos más grises y fue por ella
que pude suavizar los bordes de la aristas más crudas de una realidad que me
desbordaba. Pude ver mis hermanos sentados en la sala uno al lado del otro en
su uniforme de colegio. Me percaté al pasar en frente de la habitación
principal que mi padre estaba en su pijama camino al baño y que las sábanas
estaban recogidas en un lío al lado de la cama. Había pasado la noche
vomitando y lo llevaban a la sala de urgencias del seguro social y mamá me
despertaba para dejarme al cuidado de mi hermano, mientras ella se dirigía
con mi hermana para ver que se podía hacer por él.
Las mañanas de escuela en casa eran muy silenciosas, sentía como sí la
vida de los patios vecinos hubiese sido drenada y dejada a secar, mientras solo
quedaban en los tenderos la ropa húmeda al sol y las gotas sucias que
escurrían pesadas y lastimeras al suelo dejando un rastro perlado al andar. Mi
hermano de un gesto huraño, una vez cerrado el portón con el alboroto de la
angustia por mi padre, optó por dejar el plato del desayuno en la mesa y subió
las escaleras de a dos peldaños por paso, mientras yo en silencio le seguía con
la mirada, y mis manos entrelazadas aguardaban un abrazo insoluto que nunca
pediría. No sabía que hacer ahora con el tiempo libre que tenía, sentí una breve
corriente de aire en la parte de atrás de mi cuello y miré hacia atrás, por el
corredor a la habitación del frente donde se encontraba la biblioteca. Pensando
constantemente en mi papá.
Sí intentase buscar una forma de describir a mi padre, podría llegar a
varios apelativos, y pragmático sería uno de ellos. Siempre pude notar su
preocupación constante por hacer de mí una persona íntegra con intereses
variados y una cultura general que me permitiera mostrarme al mundo como
un ser invaluable. Nunca sentí que mi padre nos subestimara, a mis hermanos
y a mí, sino más bien, quería que sus hijos fueran mucho más de la persona,
que tan al punto de la exageración, él se había convertido. No puedo culparle
el que detestase escuchar mis historias escolares, plagadas de invenciones y
exageraciones, fruto de la mente febril de quién quiere impresionar a su héroe.
Por eso es que desde muy pequeño aprendí a disfrazarlas dentro de un
evangelio de hechos científicos, históricos y fácticos, todas mis fantasías se
forjaban a partir de los libros a los que tenía acceso en nuestra biblioteca y en
secreto viví las campañas marciales más impresionantes, tanto como las
avanzadas de las falanges macedonias por Helesponto, en los Dardanelos e
incluso el paso por el continente Asiático.
Gran parte de mi tiempo esa mañana, lo invertí volviendo a repasar los
hermosísimos óleos de las grandes batallas, y fastuosos desfiles de
recibimiento al gran Alejandro III de Macedonia. —Mi padre orgulloso me
recitaba todos los epítetos épicos que le conocía a este, entusiasmado al ver
cómo me apasionaba la historia, recitaba de memoria esperando que yo los
aprendiera. Aún me parece escucharlo: «El Hegemón de Grecia», «El Faraón
de Egipto» y «El Gran Rey del Imperio Medo y Persa»― y solo por diversión
me imaginaba escuchando como lo anunciaban en los inmensos salones de las
cortes en todos los lugares que conquistó. Dejé mi vista fija en el vacío
entrañable, donde empezaron a surgir imágenes ya conocidas para mí.
Comencé a imaginar como hacía trazos en un lienzo a medio terminar y todo
lo que había traído a la vida la noche anterior volvía a trasmigrarse
exactamente en el lugar en que había habitado.
La escena empezaba con la formación en falange de nuestro ejército, que
era impenetrable, se disponía la ubicación de la caballería ligera tanto a la
izquierda como a la derecha del campo y estos se apostaban a cada costado,
separados por unos quinientos metros del Emperador su majestad el Gran
Póntos―nombre que le di al héroe de mi fantasía y que en ocasiones resultaba
ser yo mismo―, detrás de él estaba yo, ensillando una yegua soberbia, de
color blanco resplandeciente a quién aún no bautizaba. Se apostaban atrás de
nosotros, al menos mil activos de infantería, quienes se encontraban plantados
en el campo de batalla uno al lado del otro en perfecta sincronía. Al flanco
derecho, una apertura de alrededor de cuatro metros a setenta pasos de un
epilektoi de nosotros, por el que emergería la columna de caballería pesada, a
la primera orden de su majestad, con unos corceles majestuosos que podían
entrar en acción en segundos.
Miraba extasiado los caballos vestidos con armaduras doradas, estas les
cubrían desde el pecho hasta los costados, ajustándose por el paso de la
cincha, adornada con unos estoperoles exquisitamente detallados. Poseían
tendidos además, unos faldones de mallas doradas que caían sobre el lomo y la
grupa, que protegía el resto del animal. Debajo de toda esta indumentaria
digna de ser puesta por labor de escuderos a la usanza medieval, podía verse
como los caballos golpeaban constantemente con pasos inquietos el campo de
batalla, con los músculos exaltados y con constantes sacudidas de cabeza. Las
crines bailaban al compás con libertad, relinchando briosos como llamando a
la batalla con impaciencia, anticipándose nerviosos, pero con un poderío
intoxicante. El sentimiento de la anticipación a la batalla me llevaba a la
emotividad. Me embargaba la emoción y a la vez el temor a mi propia muerte,
pero sentía la serenidad de Póntos cada vez que le descubría mirándome de
soslayo desde su silla de montar, con la cabeza ligeramente inclinada hacia
atrás donde me encontraba. Mientras, sentía el olor a césped y a fango
mezclado con el vaho de los animales y cerraba los ojos para disfrutarlo.
Después de todo esto, intenté imaginar cómo sonaban los heraldos y nos
dirigíamos a las armas, pero fue infructuoso, fútil. No pasó nada. Mi cabeza se
tornó en blanco, los corceles desaparecían como desvaneciéndose en una nube
de polvo, no pude seguir visualizando los ojos de Póntos. No pude recordar
quién era él para mí y quién se suponía era yo para él. Todo dejó de tener
sentido. Tal vez, fue allí donde todo se esfumó. Un minuto después en el
silencio de la mañana, me sobresalté y brinqué con violencia mientras el viejo
teléfono de disco sonaba con una campana insistente e implacable. Mi
hermano se asomó por la ventana de su cuarto en el segundo piso, desde donde
se podía ver hacia la planta baja, abriendo brevemente con sus dedos la
persiana, para luego girar la clavija y cerrarla completamente, y así aislarse
por completo. Yo en cambio, me acerqué a la mesa de teléfono saliendo de la
biblioteca por el pasillo a la izquierda, hasta la sala de visitas, pero no fui
capaz de coger el auricular.
Nuevamente repicó el teléfono, igualmente me volví a asustar pegando un
pequeño brinco y contrayendo mis hombros por el sobresalto, no sabía que
decir o que pensar. Respiré profundo e intenté poner mi mente en blanco para
engañarme a mí mismo y levantar el aparato mientras imaginaba que una
mano extraña lo levantaba por mí para ponerlo en mi oído, y que no tenía otra
opción más que escuchar y no tendría que responder a nada de lo que me
preguntaran. Las noticias llegaron, sin poder contenerlas, como el galope
incesante de una centena de corceles. Podía sentir mis oídos como se agitaban
sin parar y como miles de pensamientos cruzaban por mi mente, dejando una
terrible sensación de un pitido agudo adentro de mi cabeza.
Luego de que nuestro abuelo nos recogiera en el viejo Studebaker
Champion Starlight del 54, llegamos a la sala de espera de Nuestra Señora de
Fátima, con la mirada perdida, de quién acepta lo que ve, esperando despertar.
Esperé cuatro horas y veintitrés minutos sentado en una dura banca de madera
de cerezo color caoba ciruela, ―aunque bien podría haber sido polisandro o
jacobeo―, hasta que mi madre que se encontraba sentada al otro lado de la
sala había quedado sola, e inmediatamente me incorporé y crucé el cuarto
adornado con cuadros de enfermeras muy guapas colocando el dedo índice en
la boca en señal de silencio, e ilustraciones religiosas cómo el Sagrado
Corazón de Jesús y otra a la entrada del salón, con una imagen de la Virgen de
Fátima y sus pastorcitos en solemnidad absoluta. Al sentarme a su lado,
conservé prudente veinte centímetros entre nosotros. Ella aguardaba
pacientemente reconociendo mi necesidad y no hizo movimiento alguno,
esperé unos instantes y respiré profundo. Una vez que intuí que se había
acostumbrado a mi presencia, me arrimé a ella completamente hasta sentir su
calor, recostando mi cabeza en su regazo mientras ella me abrazaba y me
besaba en la cabeza con ternura, mientras yo estrujaba el libro que me había
entregado mi padre antes de salir de casa en la mañana. Me aferré a este como
una tabla de salvación, mientras ríos de gente pasaba frente a nosotros para
saludar a mi madre, hablando con un tono muy suave como para no despertar
a alguien de sus sueños.
Para mi padre siempre fue muy claro qué era yo quién mayor tiempo
pasaba con él, solía esperarlo impacientemente los viernes entre cinco y seis
de la tarde, llegaba con una sonrisa y trayendo una enorme bolsa de dulces de
panadería y la «parva» para el resto de la semana que no tardábamos en
devorar. Se producía en la casa un júbilo de alegría y en esas rarísimas
ocasiones participaba con mis hermanos e interactuaba con ellos. Otra
particularidad de los viernes era toda esa ingesta de azúcar que se me permitía
en medio del alborozo de su llegada. El resto de la semana me sometían a una
dieta baja en carbohidratos y agüitas de pepino en ayunas con el fin de que no
siguiera siendo el niño rechoncho que ya era ―que me resultaban un castigo
no merecido―. Lo irónico de todo, resultaba en que la culinaria de mi madre
sin duda alguna era un compendio de preparaciones a base de papas, yuca,
maíz y arroz, así que era una empresa inútil y destinada al fracaso.
Al día siguiente mi padre solía llevarme de paseo al mismo parque todos
los sábados, bajando por la calle principal hasta la bajada de la estación de
bomberos y de allí a este lugar que nunca podría olvidar, pasábamos por una
de las panaderías más viejas del pueblo, «Panadería Inglesa» era el nombre.
Era una casona que tenía más de doscientos años de antigüedad, ubicada en el
marco de la Plaza de Bolívar, por donde miles de padres llevaron a sus hijos
por un helado tal y como lo hacía el mío. Rompo en llanto lleno de
agradecimiento, al recordar como esperaba que llegara él a llenar ese vacío
que experimentaba toda la semana. Me solía comprar en ese sitio un cono de
helado de vainilla, consistentemente sin ninguna variación de itinerario―era
1988, los 24 sabores de helados solo existían en las películas gringas―, no
tardaba en devorármelo con ferocidad, engullendo la felicidad que ostentaba y
que no sabía que pronto iba a acabar.
Otro ritual que teníamos mi padre y yo sucedía más o menos cada mes,
―aunque estoy seguro que lo tenía anotado en el calendario o en el cuaderno
que empleaba a modo de diario―, nos llevaba a mis hermanos y a mi a la
biblioteca y empezaba a revisar sus libros, a revisar autores, géneros, tamaños
y colores, de su orgullosa colección en su mayoría adquiridos en el catálogo
mensual del círculo de lectores, del cual presumió ser miembro fiel durante
casi una década. Escogía un libro para cada uno de nosotros, pero mis
hermanos―por su desgana e inconformismo adolescente―, se escabullían de
cualquier forma, arguyendo cualquier pretexto y escapando por la puerta del
salón inadvertidos, mientras mi padre se volteaba entusiasmado, para ver que
solo quedaba yo, suspirando apacible y sonriendo con los ojos llenos de
ternura. Quedaba por lo regular sin percatarme allí sentado, mirándolo
fijamente, con las rodillas juntas y los codos clavados en ellas, sosteniendo mi
cabeza impaciente, esperando ver que nuevo libro me iba a devorar ese mes.
Es curioso ahora que lo pienso, que debido a esa membresía, la gran
mayoría de nuestros ejemplares eran ediciones del año 1965 al 1975, pero
siendo justos, debo reconocer que esto fue lo que permitió leer autores
maravillosos que me acompañan hasta el día de hoy y me llenan con una
emoción inexorable.
La primera noche de vigilia en la clínica, la tía Eloisa me trajo a casa para
que descansara, mientras mis hermanos y mi madre se quedaron esperando
noticias de mi padre. Podía escucharla al teléfono confirmando nuestra llegada
a casa, mientras le decía a su esposo al otro lado del auricular, que le
aterrorizaba ver este niño de diez años mostrando un estoicismo tal que le
helaba la sangre. Honestamente me pregunté lo mismo, sin embargo yo tenía
otro mundo, no tenía por qué coexistir en este si no me apetecía.
―Ya lo dejé en su cama, y no vas a creer que ha tomado un libro
gordísimo y lo lee sin musitar ruido alguno, no lo he sentido moverse de su
cuarto, el silencio me pone incomoda, ya sabes cómo es. Uno siente en los
momentos de agonía, cómo los muertos recorren sus pasos―. La escuché
claramente, ya que la quietud de esa noche estrellada, permitía escuchar hasta
el caminar de los ratones en el techo. La odié por decir eso, mi padre seguía
vivo. Sólo que no sabía por cuanto tiempo.
Ya otra vez en silencio, inicié la lectura del libro que sostuve en mis brazos
todo el día, era una edición pasta dura de 1971 del clásico «Un árbol crece en
Brooklyn» de Betty Smith, tuve el coraje de leerlo, aún sabiendo que los dedos
de mi padre habían recorrido esas páginas, rogando a Dios espero no por
última vez. Solo quería imaginar como me acariciaban sus ásperas pero
gentiles manos, con la calidez que siempre me brindó, llevando estas líneas
directamente a mi corazón, y luego leí el primer párrafo que decía:
«Apacible era la palabra que uno hubiese empleado para calificar a
Brooklyn, Nueva York. Especialmente en el verano de 1912. como palabra,
«sombrío» era mejor; pero no era adecuada para Williamsburg, uno de sus
suburbios.»
Por más que cerraba mis ojos y apretaba con todas mis fuerzas no lograba
plasmarlo en mi mente, era una noche magnífica para imaginar, la apacibilidad
del silencio inusitado ante la tragedia se antojaba un cómplice insospechado,
pero solo sombras habitaban mi corazón. Logré llorar desconsoladamente con
sollozos mudos. De mi boca no se escapó más que el ahogo de mi voz
moribunda y de mis ojos brotaron amargas lágrimas de rabia y
desolación―Nunca antes la soledad me dio tanto miedo―. Luego de un rato,
ya desahogado y completamente exhausto caí en un sueño profundo.
A lo largo de esa misma madrugada me encontré nuevamente en medio de
la campaña de guerra en pleno. De nuevo pude ver como trazaba el lienzo
blanquecino sobre un caballete eterno y las mismas imágenes inabarcables
volvían a sus lugares. La exaltación de la anticipación, los sonidos previos a la
batalla, me recordaban a los sonidos de una gran filarmónica, afinando prestas
a empezar con la Marcha Eslava de Tchaikovsky, como la que escuchábamos
en el tocadiscos con mi padre en Semana Santa. Allí donde los vientos de
guerra se arremolinaban, era representado en la parte media de la sinfonía, por
la lucha a muerte entre las cuerdas vivaces de los violines y los amargos
ruegos de los chelos. Desafiándose mutuamente, mientras los platillos
estallaban y chocaban las caballerías henchidas de ferocidad y deseo.
No podía divisar a Pontos por ningún lado, pregunté a cuantos pude, pero
mis suplicas se ahogaban en el blandir de los metales y los gritos de los
soldados en las embestidas. Decidí irme al frente sin importar qué podría
encontrarme allí. Sentía una urgencia inconmensurable por decirle algo―aún
hoy intento descifrar que era aquello―, pero con lágrimas en los ojos apee de
la hermosa yegua para poder ascender por las montañas de acero retorcido,
escudos abollados y cuerpos tendidos para lograr divisar mejor. Una vez logré
asirme de la empuñadura de una espada grandiosa que se enarbolaba solitaria
en la cima del montículo, me encontré con un desierto, un campo estéril donde
las almas jamás hubiesen hallado sosiego más allá de lo que jamás podría
haber imaginado. Me encontraba solo, en medio del silencio sepulcral, era un
campo tan vasto que ni las palabras parecían propagarse por el vacío severo.
Era un campo árido, donde las nubes al frente se extendían grises hasta el
infinito pesadas sobre la estepa, no se veía ni un solo soldado ya y a mis
espaldas el desierto se había apoderado totalmente del lienzo. Fue en ese
momento, en medio del sueño, donde recuerdo haber deseado despertar con
todas mis fuerzas.
Luego me senté en el suelo desprovisto, podía sentir al tacto las rocas y la
arena al arrellanarme sobre un montículo que aparentaba ser de mayor
comodidad, percibiendo el viento calmo acariciando mi cara, pero sin
musitarse sonido alguno. La tierra había sido despojada de todo sentido y mi
búsqueda habíase tornado una duda constante y un vacío inembargable.
Edificaba castillos y blandía estandartes de campañas épicas sólo para mi
diversión, pero ahora solo podía dirigir mi vista para encarar el firmamento
teñido de un gris que cobijaba lo que solía ser un glorioso campo de batalla, y
que ahora no era más que un campo que inspiraba una tristeza que dolía.
De repente llegaron a mis oídos los primeros sonidos en este prolongado
interludio. Me percaté de ellos volviendo levemente mi cabeza hacia la
derecha, era como el golpeteo de una batuta contra un atril―como en los que
los directores de orquesta apoyan sus partituras― en los minutos previos al
arranque de la interpretación de una orquesta filarmónica. Luego, sin poder
explicarme lógicamente de dónde habría provenido, a unos pocos metros a mis
espaldas, se encontraba un anciano cómodamente tumbado dentro de lo que
parecía ser un tonel de vino muy grande a modo de cubil, pero curiosamente,
pese a la oscuridad y humedad de esta gran barrica, la mirada apacible de este
hombre, la hacía ver como un oasis en medio de ese desierto. Empujado por la
curiosidad, me di vuelta y decidí acercarme un par de pasos para escuchar algo
que parecía estar murmurando, luego, en cuclillas para verlo a los ojos, pude
darme cuenta que emitía un sonido con los labios cerrados a modo de
conclusión o afirmación frente a esta paradoja hecha paraje al que hacía frente,
con un cinismo que me irritó.
―Hmmm...―expresó moviendo su cabeza en forma afirmativa y
prosiguió con gran pompa― ¡Por fin termina usted mi señor! Gran creador y
Padre de todos, ¡Os saludo! Sabido es por todas las criaturas que esperamos el
glorioso resurgimiento y me he atrevido yo en supina insolencia y sin rogar su
audiencia, me permita conocer que nueva página se adviene sobre nuestros
destinos y cuán magnífico podrá ser, ya que se toma usted el tiempo que por
derecho divino es suyo, por cuanto...
―Discúlpeme señor, ―me sentí obligado a interrumpir sin observar mis
modales―pero no sé de que me habla, ¿qué es el resurgimiento? ―Interrogué
al extraño confundido a más no poder, antes que pudiese continuar con su
parloteo.
―¡Oh! ―exclamó con suficiencia y entendimiento y continuó
―Discúlpeme usted, su excelencia, con mi exaltación no deseo agraviarlo
todo lo contrario― me respondió como anticipándose a mi confusión en este
sin sentido―, sé que es una herejía fácilmente castigada con la horca, el
suponer tan solo, que su merced desconoce el significado de tan maravilloso
fenómeno. Pero, sí dispensa usted, podría yo recordarle brevemente a que nos
enfrentamos―arrastrando estas palabras mientras su previa mirada de pleitesía
y alabanza se tornaba maliciosa y cómplice. Noté inmediatamente que traía un
juego oculto, pero intuí que no tenía más opción que seguirle la corriente, y
entonces juntando mis manos en tono de súplica esperé a que el extraño y
seguramente loco anciano, reuniera tan solo un poco de cordura como para
pedirle direcciones, esperando que quisiera ayudarme a encontrar el camino de
regreso al inicio del lienzo. Luego con una sonrisa socarrona, que al principio
sentí como la de un baquiano experto en caminos, me confrontó sin titubeos.
―Loco soy, pues las mentes cuerdas no albergan pensamientos audaces y
por tanto inservibles, y quienes se apegan al consenso no pueden deconstruir
las ideas y llevarlas al mundo de la materia. Anciano también―exhibiendo
descaradamente sus genitales, levantando con ambas manos el himatión y
encogiéndose de hombros prosiguió.―la vida me ha quitado vigor, es cierto,
pero en desagravio me ha dotado de sabiduría para saber qué es indispensable
en la vida y qué definitivamente no lo es. Caminos humanos no es lo que usted
necesita su excelencia, no existe destino alguno, que desde esta yerma
planicie, podamos ni usted ni yo llegar―. Turbado o más propiamente
horrorizado por su soez desparpajada, pude conjeturar que sí quería encontrar
la forma de despertar me encontraba en sus manos, prisionero y acorralado,
ahora tenía sentido, seguramente habíamos sido derrotados. Pontos debía estar
prisionero o debía ser el botín de guerra o tal vez me retenían en custodia para
pedir la rendición y retiro de las tropas. Conservé silencio, en realidad no
podía pensar en nada útil que decir.
―¿Aún desea su excelencia saber cómo llegar al «Resurgimiento»?―
Preguntó esta vez con gravedad en su voz.
―Así es, ¿qué tengo que hacer para regresar por donde venía?―pregunté
con la voz ahogada en un graznido de adolescente prematuro carraspeando mi
garganta y garabateando con mi dedo en el aire, como buscando en el vacío la
colina de escombros y cadáveres que había atravesado, pero que ya no estaba
allí.
―Ya no está allí, ¿no es cierto? Es una pena en verdad. Me llamo Dikastís
su excelencia, pero los lugareños me llaman el perro, puede llamarme como
guste mi señor.
―No, nunca me atrevería señor, señor Dis...
―Dikastís, su señoría, con acento prosódico. Subrayaba el anciano
cerrando sus ojos y suspirando profundamente con complacencia.
―¿Y bien?
―¿Qué es lo que usted pregunta sí está bien su excelencia?
―¿Cómo me regreso? Señor Dikastís― insistí impaciente. Pero luego,
agregó con una expresión adusta, que ya no albergaba contubernio alguno.
―La pregunta no es cómo, sino cuál, cuál es el precio que debe usted
pagar para abandonar el desierto de las mentes llanas mi señor. Verá usted, el
campo árido es el lugar al que vienen las conciencias que deambulan por los
sinsentidos. Volver atrás es una empresa imposible, ni siquiera con el Auril de
los deseos. El olvido es el precio y nosotros nos nutrimos con sus frutos, los
recuerdos.
―Por favor señor Dikastís, ¿dígame de una buena vez qué recuerdo desea
usted?―le imploré dejándome caer sobre mis rodillas en el suelo árido,
mirándole a los ojos pero sin encontrar su mirada, que se encontraba perdida,
elevada al cielo encandilado por lo que en este mundo representaba al sol. De
repente, fijé mi mirada en el firmamento, en dirección igualmente al vacío, y
me di cuenta de dos cosas en ese preciso instante. Primero, la luz solar en este
mundo languidecía si se le comparaba con la luz del día del mundo real, y
Segundo, lo comprendí al recordar como este ser podía leer mi mente, y que
en mis cavilaciones de manera desesperada, intentaba albergar imágenes de mi
padre a mi lado, dándome un abrazo fortísimo, recordando el tacto de su pecho
en mis mejillas, la caricia áspera de su barba en mi frente, y la dulce fragancia
a musgo humedecido y a polvo del camino que emanaba de él. Sin duda
alguna intuí que todo esto tenía que ver con mi padre, y al parecer algo malo le
estaba ocurriendo.
―Busco hombres―agregó volviendo su rostro aciago hacia mí.―busco
portadores de una luz que ridiculizaría la insipiente luminarias del firmamento
dentro y fuera de este mundo. Nada puede florecer en los campos yermos que
deja la tristeza, le tragará vivo, su excelencia. Tan sólo a unas leguas de aquí,
encontrará usted nuevamente el inicio del lienzo, una nueva página señor, el
Resurgimiento. Pontos, su ejército, la ciudad de Pyrgos en expectación al
asedio, y en algún lugar de las calles ensortijadas o de los edificios de piedras
y lamentos acallados, la reliquia más codiciada de este mundo, la fuente
inagotable de nuevas y mejores páginas. Lo único expedito mi señor, como le
imploraba, es el pago. Es inevitable. Me veo tentado a asegurar que me
preguntará usted sí tiene que ver su padre, realmente no es así. ¿Qué es
realmente sobre lo que trata la cuestión? Es algo que usted mi señor, deberá
determinar. Sólo en el rincón más profundo de la razón encontrará usted la
respuesta, más no se me es permitido revelarlo, ya que en sí, el pago involucra
el descubrimiento de tal verdad. Dicho de otra manera, y para que pueda usted
en toda su sabiduría dilucidarlo, es el símil a la moneda que se da al barquero
inexorablemente para poder cruzar.
―Está bien anciano, estoy dispuesto, sólo dígame, ¿qué debo hacer? y
¿qué camino debo tomar?
―Ya está hecho, siempre ha estado allí, la forma la escoge cada quién.
Cuénteme mi señor Alejandro, ¿qué puede ver?
Y sí que pude ver algo, de la nada se presentó una inmensa puerta,
imponente, con unos acabados tallados en la madera desnuda, sólo la
acompañaba una cubierta de hollín y de sueños rotos qué no pude evitar tocar.
Tenía en piedra bruñida con esmero sus pilares y el dintel tallado al centro con
un escudo que no pude reconocer. Luego, se abrió y vi al vacío absoluto allí
dentro, donde florecieron en frente mío, cientos de imágenes que me
horrorizaron a un nivel imposible de soportar, y aunque intenté apartar mi
mirada, aún cerrando mis ojos, podía ver claramente lo que se mostraba por
esta puerta. Me vi a mí mismo en diferentes momentos de una vida que
parecía ser la mía, pero que no reconocía, pude identificarme unos años
mayor, solitario, triste. Podía sentir en mis huesos la urgencia de correr al
abrazo y consolar la congoja que exhibía. Me vi en senectud con canas en mi
cabello, sentado frente a un escritorio, enfrentando día a día la agónica espera
de la muerte, una espera inusitada y descuadernada. Una espera en una banca
de estación de tren, o de aeropuerto o de sala de espera en una clínica u
hospital. Además me vi a mí mismo, recorriendo un callejón oscuro, mientras
recibías caricias de manos muertas. Pude verme marchitando viviendo en las
calles, solo, masturbándome en la banca de un parque en el medio del
transcurrir nocturno. Sentí el marchitar de sembrados ostentosos y los frutos al
caer al suelo volverse albergue de insectos y en su interior verse el brotar de
hifas de hongos que incubaban pequeñas versiones pusilánimes de mí mismo
necesitados de atención y afecto. Sentí deseos de vomitar, era miedo y
repulsión. Pude ver a mi padre yaciendo en su cama de hospital, frágil y
temeroso de su muerte, aceptando qué el tiempo había llegado. No podía
dejarlo ir, mi padre no estaba muriendo, él debía estar bien y listo a llevarme a
uno de nuestros paseos. Él siempre había estado allí, como una verdad
indefectible ―todo este caldo espeso de vaticinios o espejismos de vidas
extrañas debía ser fruto de mi imaginación, aunque, hoy por hoy, estupefacto
me asqueo con estos recuerdos, debía por tanto ser yo mismo una abominación
peor que lo que vi o imaginé haber visto―. Tenía que despertar de inmediato.
Tras sentir un dolor agudo en el centro de mi pecho, compungido, abrí mis
ojos tempestivamente. Rayos de color ocre se colaban por los agujeros de la
ventana y se posaban sobre la cama como cuchillos que me abrazaban a esta.
Entorné mis ojos a la izquierda buscando mi reloj despertador y veía
claramente qué era algo más de las seis de la mañana. Recuerdo intentar abrir
mi boca y no sentir ni siquiera el más mínimo aliento salir y entonces me
propuse gritar. Pero por alguna extraña razón, brazos cubiertos de cieno
pastoso y gélido me restringían a la cama. Grité desde el fondo de mi garganta,
pero no lograba emitir sonido alguno. Ordenaba a mis brazos moverse y no
podía lograrlo. Luego de unos segundos de esfuerzos continuados, que para mí
resultaron ser horas de lucha, logré expulsar un hilillo de sonido, el cual me
dio el coraje para empeñarme en mi propósito, para luego empezar a brotar
como una corriente abriéndose paso por la espesura de mi adormilado cuerpo,
hasta que un lamento salió por mi boca junto con el aire de mis pulmones.
Lloré por papá, no podía dejarlo ir. Papá podía haber muerto.
Tan pronto como pude incorporarme, me aventé de la cama raudo,
buscando las escaleras al primer piso, encontré a mi madre en el recibidor con
mis hermanos y se prestaban a salir. Pude fijarme en sus rostros, con la sombra
violácea de la tristeza en sus ojos. El abuelo esperaba afuera en su Champion
Starlight y yo me cambié tan rápido como pude la ropa para ir con ellos. Una
vez llegamos a la sala de recepción, entró el internista cirujano que trataba a
mi padre, le comentó algo a mi madre, quién volteaba con disimulo hacía
donde estábamos inundados en llanto mis hermanos y yo, para luego entrar
acompañada de una enfermera, dejándonos con un gesto de manos en señal de
espera y tranquilidad.
Cerré los ojos, apreté muy duro, ya que mis ojos ardían en busca de más
llanto. Nuevamente tuve el miedo que sentí como en el sueño. Sentí abandono
y desolación, necesitaba verlo como fuera posible una vez más. Los impulsos
febriles de mi imaginación me hacían pensar que era la última vez y una
puerta nuevamente se cerniría sobre nosotros y el temor a lo desconocido nos
arrasaría. Corrí hacia este portón que marcaban una frontera invisible. Una
penumbra la cubría y le infundía una impenetrabilidad absoluta, pero ya no me
importaba, ni mi hermana pudo detenerme, empujé fuertemente y entré en el
corredor corriendo por este, atravesando un jardín y recorriendo puerta por
puerta hasta que encontré a mi padre. Me detuve al instante, recuperando el
aliento, y allí estaba sentado en la cama mientras mi madre hablaba con la
enfermera, quienes ni se inmutaron a detenerme o sacarme de allí. Abracé a mi
padre, estaba tan quebradizo como lo había visto en mi sueño y supe que este
era el momento. De pronto, crecí tanto, que pude abarcarlo con mis brazos y le
besé la frente dulcemente, a lo que él rompió en llanto y sin siquiera volver sus
ojos hacía mí, recostó su cabeza en mi pecho y preso del miedo me llamó por
el nombre de mi hermano por error. De pronto, era tal vez era la manera de
intentar despedirse de todos sus hijos en ese solo abrazo.
Mi padre murió al amanecer de un 19 de mayo, dos días después. Cerca de
las cuatro de la mañana, y puedo asegurarlo ya que recuerdo haber visto la
hora en mi reloj despertador al sonar el teléfono. Instintivamente supe lo que
había pasado, no necesitaba que nadie me lo dijera. Me levanté de la cama, me
bañé y vestí formalmente para asistir a un servicio funerario. Bajé las escaleras
al recibidor y la casa estaba llena de gente. Estoico caminé por entre mis
familiares y me senté en una silla al frente de la biblioteca a leer. Mientras las
miradas de extrañeza se posaban en mí y yo evitaba dejar caer una sola gota de
mis ojos. La muerte de mi padre se sintió como una bofetada en el rostro,
como una traición, en mi mente repicaba la misma pregunta, ¿por qué Dios
nos hacía esto? Nunca se piensa en que los padres son perennes cuando se es
un niño. Ellos están allí como la verdad misma. Ellos son los portadores de
ella y uno no tiene que salir a buscarla. Pero tuvimos que hacerlo.
*
Nunca más volví a soñar despierto, simplemente las tonterías de los lienzos
se quedaron en el pasado cubiertos de olvido. Pasaron los años, me fui a vivir
a Manizales. Logré entrar a la universidad de Caldas, donde me gradué como
historiador. Luego de unos años, me fui del país a la Argentina, me fui al
lograr obtener una beca en la Universidad Nacional de Rosario y dónde ahora
me gano la vida trabajando como catedrático medio tiempo. Me permito tener
una vida modesta y pagar el alquiler de un pequeño estudio cerca del centro de
la ciudad y de una de las librerías que frecuento todos los días.
Luego de la muerte de mi padre, con el tiempo, decidimos vender la casa
donde crecimos, para comprar luego una casa más pequeña. Donde no hubiese
lugar a los recuerdos. La biblioteca de mi padre igualmente desapareció, en
aquellos días se tomaron decisiones basadas en la lógica que parecían no ser
discutibles y como mi padre solía decir parafraseando de memoria a El
Decamerón de Bocaccio «a nadie ofende quien honradamente usa su razón».
Todos aquellos libros que me capturaban la imaginación por tardes enteras,
todas aquellas novelas que nunca pude leer, y tantos escritores a los que tanto
admiré gracias a mi padre, como Bradbury, Orwell, de Beauvoir, Kafka, Grass,
Lorca, Woof, García Márquez,Mutis. No sé, tantos que sólo mi padre podría
acordarse de ellos, pero sobre todo a Betty Smith, con un Árbol crece en
Brooklyn, aquella novela que leía mi padre, y que me entregó antes de salir de
casa rumbo a ese horrible hospital, a cuyos últimos capítulos no pude llegar, y
que se quedaron perdidos en la marea gris donde los recuerdos y el olvido se
encuentran en un eterno devenir.
Durante un mes de junio de intensas tormentas, que cubrían de un manto
gris las calles color mármol y de aspecto melancólico de Rosario, huyendo de
la lluvia, entré en la librería, a la esquina del café bistró, donde trabajaba en un
artículo sobre las colonizaciones antioqueñas que tuvieron lugar en el país
durante el siglo XVIII. Una vez adentro, furioso y vociferando al sentir
húmeda mi espalda y mis pies también, podía sentir esa sensación punzante de
una gota acerada recorriendo mi cuello hasta la espalda.
Ante la mirada atónita de los clientes del lugar, decidí pretender ser uno
más y me vi atraído a un escaparate que exhibía unos libros antiguos. Me fijé
en un cartel donde claramente se podía ver que estaban en promoción. Como
era costumbre, nadie parecía interesarse en ellos. A decir verdad, recuerdo
como luego de la partida de mi padre, no había osado posar mis ojos sobre
novela alguna.
Estos volúmenes eran realmente asombrosos. La mayoría tenía lomo de
cuero y encuadernados con guardas de papel decorado al agua, con visos de
mármol grises y verdes. Tomé uno de los ejemplares y no pude evitar sonreír
con los ojos inundados de nostalgia al constatar que las hojas eran de papel de
cebolla, como solía llamarles mi padre. Pasé un buen tiempo acariciando sus
hojas, que olían a las lecciones del sábado en el parque. Posé mis manos con el
pecho compungido sobre un ejemplar en particular, el volumen II de las obras
completas de Calderón De la Barca, en casa había uno igual, luego algunos de
Tolstoi, Wilde, Víctor Hugo y hasta Cervantes. Todos unas joyas indiscutibles.
El encargado se acercó, noto mi presencia al verme sonreír con proceder
taciturno y meditabundo. Mientras acariciaba las hojas suaves como sábanas
de seda y el resto de la tienda era un tropel de estudiantes y amas de casa,
arrancando de los anaqueles las piezas de su interés con rapacería.
Sin expresar la molestia que me generaba su intromisión, le observé
mientras me hablaba de lo poco valorados que eran dichas obras al momento,
de cómo los libros de teorías modernas basadas en religiones orientales
arrasaban en ventas y de como los ignorantes transeúntes los consideraban
poco menos que basura. Este último comentario logró realmente captar mi
atención, sin darle razón a ese comentario anodino, levanté mi mirada
eclipsándole la suya y me percaté de su cercanía. Era evidente que me estaba
coqueteando. Le devolví el libro y me dirigí a otra estantería de libros usados
escapando de él, y fue allí donde logré ver lo que cambió el curso de mi
historia y la razón por la cual me he sentado a escribir estas líneas. Era el
mismo libro. No podía equivocarme, el mismo lomo con letras doradas, las
mismas esquinas raídas por el uso. Al tacto pude recordar mis dedos
acariciando la portada y cuando lo abrí, sentí el olor inconfundible a polvo, a
nubes azufradas y a hierro confinado. Por instinto, fui inmediatamente a la
página en donde mi padre había escrito algo para mí, y allí estaba, había
viajado más de tres mil kilómetros hasta volver a mí, y con esa misma
caligrafía inconfundible y los trazos satinados de su pluma, que rezaba:
―«Para mi retoño, mi amante de las letras, sólo espero leerte algún día,
hecho hombre, con los ojos llenos de vida y experiencia, con el sol en tu rostro
y no sobre la espalda como lo tengo yo»―. Luego tomé el libro, pagué el
importe, evitándole la mirada al dependiente y me dirigí al estudio donde
vivía.
Aquella noche veinte años atrás, antes de caer en ese sueño al que me llevó
el sopor del cansancio de regreso de ver a mi padre en el hospital, encontré en
este libro la misma misiva. Yo mismo la había dejado allí, olvidada, en el
último recodo de mi mente―perdiéndose en centenares de escaparates hasta
venir a encontrarlo nuevamente casi al borde de la destrucción―. Olvidé al
igual, todas aquellas horas que pasaba imaginándome mundos paralelos,
donde solía esconderme. Decidí en ese momento, que era hora de madurar, de
enfrentar la vida y conectarme con ella. El miedo al fracaso me hizo querer
enterrar todo aquello y aceptar la muerte de mi padre y olvidar mis sueños
infantiles con él. Luego de ese despertar no quise volver a enfrentarme a la
posibilidad de encontrarme en mis fantasías con ese anciano que repudié
entonces y verme nuevamente al espejo de esa vida que me amilanaba tras
aquella maldita puerta.
Al llegar al pequeño recoveco que llamaba hogar―aunque desde que me
marché de casa, nunca pude sentir el estar en algún lugar al que llamar
hogar―, me cambié la ropa empapada, puse a hacer algo de café y alimenté a
la gata que arqueaba su espalda, maullando y atravesándose a mi paso para
llamar mi atención. Me senté en una de las sillas de la pequeña mesa que
utilizaba como comedor, con una taza de café hirviendo, y me dispuse a leer
sin cuartel desde donde tenía como separador un viejo negativo de foto muy
antiguo de mi padre, cuando aún no se había casado con mi madre. Mientras
en las ventanas las gotas de mineral azotaban con ira los cristales de las
ventanas, no pude discernir el paso de las horas, ni cuando me había
sorprendido el alba de un nuevo día, a la vez que llegaba al final de la novela.
Una vez terminada mi lectura, cerré mis ojos, estrujé el libro en mi pecho y
exhalé profundamente mientras repetía en mi mente: ―adiós, Francie.
Fue allí dónde mediante un subterfugio desconocido, una voz conocida
irrumpió en el silencio matutino.
―Pon el gato a salvo que ha llegado el perro. Tarde o temprano y a veces
más tarde que temprano, tenemos que dejar de huir a nuestras tribulaciones.
―¡No!
―¡Sí! Dikastís en persona. ¿A que sí me recordaba usted?
―No soy el mismo niño y sé que no es usted real― Le respondí pausado,
buscando mitigar el miedo.
―Pero lo soy, tan real como su cobardía señor Alejandro― Era cierto, el
sólo pensar en perder el control de mi realidad, me hizo querer salir corriendo
fuera del estudio, pero Dikastís bloqueaba la salida. Luego con cinismo y
sonriendo mientras se recostaba en el suelo, agregó.
―Le hemos esperado por mucho tiempo, los lienzos continúan extendidos
al sol aguardándolo.
―¿Qué quiere usted de mí? Anciano.
―Anciano soy y por ende sabio debería ser, sin embargo soy real en el
mundo que usted ha creado, tan real como sus sueños y esperanzas, y tan
sapiente como logre usted ser. Pero mucho me apena reclamarle que lo
necesitamos. Usted nos necesita. Necesita abrir los ojos y transigir conmigo en
que el pago debe ser entregado― y viendo a Beatrice mi gata durmiendo
plácidamente, lo entendí.
El resurgimiento demandaba un combustible, nada puede obtenerse sin dar
algo a cambio, para crear algo tan valioso, algo de igual valor debe entregarse.
Debía olvidar el dolor, el sentimiento de abandono y el odio que me generó
perder a mi padre, a mi amigo, a mi mentor. La rabia que me cerró los ojos a
mis sueños, me había hecho un adulto miserable, me había confinado a una
realidad, cuando podía vivir habitar en miles de almas a la vez. Pude haber
hecho tanto, pude haber conocido tanta gente y permitir que tanta gente llegara
a mi vida, qué el sólo hecho de pensarlo me hacía llorar sin parar. Luego caí en
cuenta que el anciano ya no estaba en el cuarto, en su lugar una niebla
luminosa hacía espirales en el aire, mientras las primeras saetas del sol
matutino y tímido entraba por la ventana. Y escribí. Escribí cuanto pude, todo
aquello que mi mente albergó alguna vez, la plasmé en la vieja máquina de
escribir «Underwood» de mi padre, que rescatamos antes que se llevaran todo
lo
d
e
m
á
s

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