Siempre me pregunté cuál sería el destino de las cosas perdidas, me refiero
a cuando extraviamos un bolígrafo, aquella única copia de las llaves de la casa, las superfluas amistades de la gente que viene y que va y hasta los calcetines que van a parar debajo de la cama. Pero en particular, nunca dejé de preguntarme a donde fueron a parar todos aquellos libros que eran de mi padre y que hacían parte de mis días de infancia. Concordaba con Penelope Fitzgerald, los libros parecían escritos por seres fuera de este mundo. Pero también, consideré siempre que un libro es una puerta que se abre al corazón de todos aquellos que los han leído previamente, y sí lo necesitas nuevamente, de seguro te encontrará. Todo empezó en el año 86, tengo ese año grabado en mi memoria, ese fue el año en el que cumplí ocho años y recuerdo que ese día mi madre horneó un pastel Betty Crocker que compartimos después del almuerzo. Después de comer y repetir en mi caso una porción adicional, apareció mi madre al comedor con un regalo generosamente envuelto, que no tardé en hacer trizas. Eran tres revistas de «Comics» que me encantaron, la primera a la que le eché un vistazo fue la más grande, era de Hulk, el gran hombre verde que tenía problemas de actitud y una solución bastante curiosa para todo, en realidad que parecía salirse de las viñetas. Era muy divertida. La segunda, era del Fantasma, El Fantasma que camina, un justiciero enmascarado que infringía terror sobre contrabandistas y cazadores furtivos en la selva. Y una selva era lo que parecía la sala donde estaba el televisor, donde mis hermanos habían huido con su parte del «ponqué» y discutían efusivamente para escoger el canal de televisión. Aunque sólo eran tres canales realmente en ese entonces, o más bien dos, porque uno de ellos era el canal cultural y educativo y ese sólo lo veía yo. Pero la que más me gustó de las tres, era la versión en caricatura de Star Trek, de la serie original, con todo y el Capitán Kirk y Míster Spock. Una aventura cada día, miles de mundos por descubrir y recursos ilimitados para lograrlo. En esos años, años de ir a la escuela, llegar a casa al almuerzo y vivir en un pueblo pequeño y olvidado, todo cuanto ocurría en el mundo parecía ser una realidad lejana e improbable. Pese a la extraña calma, ambos hemisferios se lamentaban en una zozobra mustia de una guerra que era muda, pero que no había olvidado dejar viudas y huérfanos, como los que toda guerra engendra. Quedaban extensas regiones de espíritus yermos, sin esperanza y corazones rotos en naciones dividas y mutiladas, donde el tiempo parecía haberse quedado congelado. Lejos, los emporios de la mafia en el país, alcanzaban su esplendor, ante la mirada ingenua y estupefacta de un país campesino, devoto y sumiso que volvía a experimentar el horror de una guerra adaptable y servil, que estaba viva y se alimentaba del miedo y el odio de sus hijos. Mientras en casa seguíamos reconfortados por las bendiciones que recibiríamos luego de la visita del Santo Padre en el mes de Julio. Recuerdo en efervescencia la inclemencia del clima cálido, el solaz imposible que aporreaba sin descansó nuestras cabezas, mientras esperábamos en línea frente al profesorado―para iniciar el día de la manera más castrense que pudiese recordar, con los himnos y símbolos patrios, vestigios de una Colombia prisionera e obnubilada―, estratégicamente ubicados al cobijo del zaguán que proveía el techo, mirando con desdén, esperando que esos rayos ocres incandescentes brindaran alguna claridad sobre nuestras confusas mentes, pero sin olvidar el amor a todo lo patrio. Tres, cuatro. Descansen. Luego en las aulas la cosa no se ponía mejor, luego de entrar en resuellos desbocados nos veíamos todos respirando del mismo aire enrarecido, el miasma que expulsábamos en concupiscencia, cuando todos juntitos, sentados en los pupitres escolares, que en ese entonces, venían dispuestos para parejas como solía usarse antiguamente, compartíamos nuestro sudor pueril y el bullicio de nuestros impulsos desosegados. Aquel mobiliario era una colección vetusta, que habían visto mejores tiempos, aporreados por el uso, seguramente de los años sesenta en el mejor de los casos. Teníamos maderas de cedro, roble y algunos de conglomerado de madera—para quienes eran más afortunados, ya que estos eran los de aspectos más modernos—, algunos pintados con ese color que me recordaba los sembrados eternos de sorgo a orillas de la vía Panamericana, la cual recorríamos en las ocasiones en que visitábamos a la tía Eloisa en su finca. Otros eran simplemente de color verde, en una tonalidad eficiente y fuerte, que daba un aspecto severo y de uniformidad, básico en la forma de inculcar la disciplina para nuestra formación. No solía ser un estudiante muy aplicado, constantemente me encontraba absorto en mis pensamientos, repasando infinidad de detalles sin sentido. Pasaba horas con los brazos cruzados sobre la tapa levantadiza del pupitre, y con la barbilla apoyada en ambos, entreteniéndome detallando las pinturas pastosas y los trazos desprolijos que se apreciaban a simple vista. En algunos de estos brochazos, inclusive, podrían apreciarse los pelos sueltos de las brochas con que habían sido pintados, y esto me distraía profundamente. Mientras en el pizarrón el señor Sánchez, mi profesor de segundo grado, repetía una lección lejana que nunca pude memorizar. Luego de llegar a profundidades abismales en mi mente, me pareció escuchar una voz que decía mi nombre, un llamado que me traía a la superficie nuevamente y lograba llevar mi atención hacia el tablero. Se sentía como si se me arrebatase los últimos minutos de sol en un día de invierno. Era como escuchar los autos que se encuentran yendo y viniendo en una carretera en una tarde de lluvia veraniega. Como el abrazo del viento en las copas de los árboles en una danza meliflua, lentamente llegando a mí, volviéndose a cada centímetro más fuerte, como el sonido de los trenes al acercarse desde lejos, presintiendo el inminente crujir de los hierros de la maquinaria. —Señor Pérez—escuché, luego de que tuviese que repetirlo, no sin muestras de enojo, al menos tres veces hasta que pude volver a enfocar mi atención en el pizarrón. Con una expresión cansina, perdía la paciencia conmigo, mientras entonaba con desazón mi apellido. Que raro sonaba todo esto, no estaba acostumbrado a que se me llamase así. En el San Pedro Claver, mi antigua escuela, jamás se habían dirigido hacia mí de esa manera. —¿Recuerda usted lo qué vengo diciendo desde el inicio de clases?— me dijo agachando la mirada viéndome entre ojos. —Tal vez sí me lo recuerda usted profesor— Atiné a responder, percatándome que el salón ya se encontraba vacío. —Para la próxima clase tendremos una película y todos sus compañeros ya se han ido al aula máxima, le volveré a insistir que se dirija usted para allá, ¿me comprende usted ahora?—volvía a insistir el pobre. Luego para rematar, le volví a preguntar qué quería decir con eso, y la reacción instintiva del señor Sánchez fue cubrirse el rostro con su mano derecha, mientras la escurría hacia abajo como enjuagándose su frustración. Él no lo podía entender pero yo sí, tenía una razón para estar confundido, y es que en el horario de clases seguía matemáticas. Las odiaba, pero eran las que seguía, era lo que estaba después de la hora de biología pero antes de la de español. Estaba seguro de eso y no lograba comprender que pasaba―qué puedo decir, así funcionaba mi cerebro en esos días. O tal vez aún lo haga―. —Sí, una película señor Pérez, por favor acompáñeme que ya estamos a- tra-sa-dos—Me espetó ya con los ojos un tanto desorbitados, pronunciando en sílabas la última frase, lo que creo que era algo de ironía y otro tanto de enojo contenido. O tal vez era amable, no lo sé bien. Qué gracioso era. Con frustración, dio dos pasos desde el marco de la puerta, desde donde se encontraba, escrutándome con su mirada acerada, sacudiendo levemente la cabeza, buscando poder entender mi vacilación y la forma errática de mi comportamiento. Una vez mostró un poco de sosiego frente a la frustración a ciernes, respiró profundamente, y blandiendo su mano frenéticamente, suplicaba que saliera y lo acompañara sin importarle que aún tuviese la mirada de quién ve impotente hacía una aporía. Intuía que su enfado tenía que ver conmigo pero nunca entendí el por qué y eso lo volvía loco. Lo encontraba exagerado, era como verle por un caleidoscopio. Poniendo a un lado mis dudas, decidí seguir su juego. Me aposté a seguirlo tratando torpemente de meter mis útiles en la maleta. Mientras él cruzaba la puerta y atravesaba el patio principal. Yo aún estaba allí luchando por encontrar al fondo oscuro del escritorio, el lapicero rojo y el borrador de nata que había tenido que tomar prestado de mi hermana, ya que siempre los perdía. Sólo atinaba a agarrar las migas de lápiz dejando mi mano embarrada en grafito. Luego de luchar sin cuartel me di por vencido, cerré la tapa del escritorio, y allí estaban, exactamente en frente de mis narices metidos apropiadamente en mi cartuchera. Sin perder ni un segundo más, la arrojé dentro de la maleta, me puse de pie y corrí tras el señor Sánchez. Lo seguí atravesando el patio que me llevó ante la entrada de lo que parecía un salón, con una puerta de dos alas, era la puerta más grande que había visto en todo el lugar. En realidad que sí eran enormes, del color grave que adopta la hierba cubierta de rocío en las mañanas frías. Era un color plano, sin brillo, no tenía personalidad ni nada que contar sus trazos. Me animé a entrar luego, pero intenté no tocarla con mis manos directamente, ya que se me parecía un anuncio infausto de cosas que prefería evitar. Aún sonrío nostálgico cuando recuerdo lo extraño que era de niño al clasificar y calificar los acabados del mobiliario de cualquier lugar en que me encontrase. Los muebles pintados con terminados planos y sin detalles ni personalidad me parecían aburridos, a diferencia de los trazos burdos de mi pupitre, que me distraía por horas, aunque no podría decir que me encantaran, sino que, me inquietaban a tal manera, de no poder concentrarme en nada de lo que me propusiera. No podía evitar perderme absorto cavilando sobre el por qué los trazos nunca eran iguales. Me dejaba llevar por un rosario de inquietudes que anotaba atrás de los cuadernos, con garabatos que sólo yo lograba entender: ¿Era esto intencional? o ¿Quién los había pintado? O tal vez, ¿Qué ocupaba la mente del pintor mientras lo hizo? En otras ocasiones adoptaba unos pensamientos detectivescos, y pensaba en que sí sería posible que esa persona aún trabajara en la escuela y que sí me viera tal vez sentado en su pupitre, qué pensaría al verme tumbado sobre el escritorio garabateando con el dedo a través de los brochazos o qué sentiría ser esa persona, mirándome sentado allí. Un gran bullicio me recibió de golpe, se me presentó la visión de otro salón, igualmente mullido de gente y mucho más caluroso que del que veníamos con mi profesor. Pese al inmenso ventilador de techo metálico, con aspas color crema que giraban en torno a su eje describiendo movimientos erráticos y sonidos crepitantes, aquel lugar despedía un efluvio espeso. Mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra, mis otros sentidos buscaban insensibilizarse frente a la afluente de estímulos que me provocaban una gran ansiedad. Una vez adentro, me percaté que dicho lugar se encontraba infestado de niños de todos los cursos, rapaces de seis a doce años, algunos de rodillas y otros sentados en el suelo, cruzando sus piernas en una flor de loto imperfecta y otros en cuclillas, pero ninguno totalmente quieto. Pocos prestaban atención, excepto las primeras dos o tres hileras de estudiantes, estos últimos, con sus ojitos ignotos y prestos, obedeciendo como borregos pendientes de cualquier instrucción. No los envidié, no me hubiese querido sentar allí en medio de todos ellos, ni aunque me compraran con helado o que se yo. Bueno, tal vez con comida sí era la forma más segura de persuadirme, pero no me sentaría junto a ellos. Opté por quedarme hasta atrás de toda la gente. Al frente del salón, habían dispuesto un televisor enorme, era un Sony, a color, no como el nuestro qué era a blanco y negro. No me acuerdo cuántas pulgadas, pero creo que me parecía que era gigante. Nunca había visto uno igual en mi vida. Pero una cosa es segura, este no tenía de esas perillas que le dabas vueltas para sintonizar los canales como el televisor que teníamos en casa, y tenía un mando a distancia que era genial. Parecía uno de los phasers que portaba el Capitán Kirk. Y otra cosa es segura, y es que no te debía dar una descarga eléctrica si lo tocabas sin zapatos como el que teníamos en casa. Venía hacía nosotros un ruido lánguido e incipiente de la película que se perdía en medio de todas las cabezas que tenía en frente mío. Luego de un breve rato todos quedaron en silencio, mientras yo permanecía de pie, hasta que pude ver al «Gigante come roca». Fue hermoso. Era La Historia sin Fin, no pude evitar quedar eclipsado frente a lo que mis ojos veían. Fue allí cuando me senté en un espacio que quedaba en el suelo del aula, viendo a la pantalla, entregado por completo y con la boca entreabierta e inmóvil. La escena de Sebastián leyendo el libro grandote, con el símbolo del «auríl» elaborado en lo que parecía una aleación de plata y oro en su cubierta, encerrado en el desván de su escuela, mientras criaturas mágicas cobraban vida frente a mis ojos, hizo que algo en mi cerebro explotara, de ahí en adelante en mi cabeza, el mundo de «Fantasía» se creaba en mí también y el ruido circundante se tornó mudo y resultó indistinguible y distante. Esa vieja cinta se quedó grabada en mi memoria como lo más hermoso de mi niñez. Hasta ese momento, no conocía que existiese el concepto de la imaginación. No sabía que existía un lugar remoto y de recursos inagotables, en los que, la realidad no era relevante, y uno podía soñar sin freno ni reparo y mientras más lo hiciera más podría obtener aventuras nuevas cada día. Un mundo que me necesitaba, en donde no era menester encajar y donde no tenía que tratar de seguir conectado, concentrado, tratando de entender a cada minuto lo que me estaban pidiendo hacer y el por qué lo tenía que hacer. Mientras los mocosos de todos los cursos llegaban al final de la historia, había entre ellos un niño, que guardó esto como el tesoro más valioso, que ninguno apuró a codiciar. Mientras todos se paraban en bullicio y estrepitoso frenesí, me vi abocado a pararme y a esforzarme para no moverme mientras los créditos inundaban la pantalla en una procesión de nombres que brotaban incesantemente en la pantalla. Yo, en sentido contrario, procuraba sortear los empujones de mis compañeros al salir, sin reparo de mi presencia ni mi terquedad a no abandonar el lugar aún. Necesitaba seguir unido a la historia sin fin, yo quería ser el héroe de Fantasía. Tenía que hallar a Sebastián, para ayudarle a reconstruirla. Al mismo tiempo, podía escuchar la canción final «Never Ending Story» y aunque no entendía ni pito, yo la sentía en mi corazón. Estaba emocionado y sobresaltado. Pero, cómo la vida muy acendrada se empecinó en enseñarle a todos los cabeza huecas que nos encontrábamos entre esas cuatro paredes, todo en ésta tiene un precio indiscutible. Y para obtener lo que se desea, un pago de equivalente valor ha tenido que haberse entregado. Sin embargo, algo que sólo supe años luego, es que esta adaptación al cine de la novela alemana Die Unendliche Geschichte, escrita por Michael Ende, transcurría mucho más allá de lo que presentaba la película. Los guionistas adaptaron únicamente la primera parte de la historia, quedando por fuera el resto de la obra, una parte más oscura, una parte donde quedaba demostrado como la fantasía es el comienzo, y que luego hay que enfrentarse a un mundo donde cada decisión trae consecuencias, y donde cosas pasan sin razón aparente. Quieras o no, no hay más salida que enfrentarlos para poder madurar. La vacuidad fue el precio que tuve que pagar, el olvido paulatino de ese ser inicial, que tenía todos los sueños y toda la fortaleza para lograrlos. Uní mi destino al de la letra muerta que quedó en el limbo más allá de los créditos finales, entregué los recuerdos traídos de otras vidas, fue desapareciendo todo. A mi transcurrir por todos los eventos subsecuentes, una gran confusión se apoderó de mi ser primordial y se creaba uno más, uno desconocido, confiable y funcional. Era una imitación. No tenía alma ni esencia. Mi ser primordial quedaba atrapado en Fantasía, por un tiempo que al momento no podía determinar. Pero que antes que todo en mi vida se tornara lánguido y plano, tengo unos vagos recuerdos de haber vivido una niñez extraña y de haber sido señalado como una persona rara y nefelibata, sin amigos. Pero en realidad era así, prefería por mucho pasar largas sesiones de lectura frente a nuestra biblioteca. Mientras en el resto de nuestra casa, la agitación diaria de una familia y los gritos enarbolados cruzaban los flancos, yo me adentraba en universos ricos, elucubraciones de fantasías fértiles y distantes. Aún hoy recuerdo la que para entonces era una gran biblioteca, de la cual, fui quien se aventuró a sacar los primeros libros en mucho tiempo. Pasaba eternidades parado frente al viejo mueble. Nunca pregunté su origen, pero me maravillaba con los detalles que tenía. La biblioteca estaba pintada con un color cerezo claro y un acabado brillante, la tintilla usada se encontraba aplicada con tal destreza que se podía apreciar las formas propias de la madera y también el reflejo de quién lo observase. Tenía además, unos tocados a lo largo de los bordes, dibujando los contornos con una cinta de una madera del color del trigo, incrustada maravillosamente que permitía ver el esfuerzo del ebanista en su elaboración. Poseía tres naves, separadas por unas columnas que al final de su longitud, terminaban en un detalle que recordaba las columnas dóricas o tal vez jónicas de los templos griegos. Claro, en la primera ala encontré una publicación sobre la historia de Alejandro Magno, que poseía unas fotos de esculturas, grabados y pinturas al óleo de su vida, sus batallas y tácticas militares. Siempre me imaginé que este libro lo había comprado mi padre pensado en mí y fantaseaba sobre una cierta conexión entre ambos al compartir el mismo nombre. Y desde ese entonces, la habitación que se dispuso para la biblioteca, se convirtió en el lugar favorito en toda la casa. Ningún otro ejemplar pudo compararse con aquel libro biográfico del gran Alejandro Magno. ningún otro compendio de conocimiento pudo sacarme de este mundo, ya que esas páginas lograron transportarme a uno íntimo, seguro, en el que podía ser sin la angustia ni los límites del mundo exterior. En mi mente ejércitos y campañas tomaban lugar y todo se recubría de un brillo y unos colores que hacían palidecer las paletas de colores de la realidad. Pude percatarme de los cambios que como hombre uno experimenta debido a como mi experiencia cambiaba con los años con los libros de papá, luego de los diez años, empecé a notar cierto interés no antes percibido por la evidente genitalidad y los impulsos llenos de interrogantes, cuyas respuestas no tenía a mi disposición. En estos tiempos la única pornografía que se podía conseguir parecía tan imposible de hallar como una copia de “La rebelión en la granja” de George Orwell en algún recodo de la Plaza roja o en una librería en alguna calle del Kitay-goród. Un día como cualquier otro, al llegar a la escuela, encontré un corrillo de niños en un rincón del patio posterior, cerca de los baños de los niños, con sonrisas nerviosas y anticipadas, escandalizados por algo que parecía ser una revista, ni más ni menos que una revista pornográfica que estaba en manos de uno de ellos, el más grande de todos, que creo que ya estaba en quinto de primaria. La verdad que no pude ver mucho, pero sí alcancé a ver un hombre desnudo por primera vez y allí mismo, algo en mi mente se despertó aquel día. Nunca tuve acceso a tal literatura tan refinada nuevamente, pero sí tenía libros, y en ellos cientos de ilustraciones y fotografías. Me perdía tardes enteras en ellos, y para estos asuntos, ya había desarrollado mi propio acervo bibliográfico. Eventualmente, me enamoré de una de las pinturas, era una al óleo hermosísima, sobre Alejandro Magno. Se convirtió en mi propio objeto oscuro del deseo. Al llegar de la escuela, entraba directamente al estudio donde teníamos la biblioteca, sólo para abrir las páginas del libro que la contenía y la observaba durante un buen rato, intentando impregnarme de su belleza y no perderme ni uno solo de sus suaves detalles. Nunca pude averiguar sí fue pintada por Jaques Antoine Beafort o tal vez Charles Le Brun, aunque lo más seguro es que me equivoque. Hace aproximadamente cinco años, logré toparme en la librería que trabajé durante algún tiempo, con un libro sobre esculturas, óleos y grabados de pintores que retrataron a Alejandro el Grande. En dicha obra, encontré un impecable trabajo de Henryk Siemiradzki, mi corazón saltaba de gozo frente a la ilusión satisfecha de ver nuevamente esta pieza tan querida para mí, pero, lamentablemente, no era la misma pintura. Aunque era en sí, la misma escena que busqué por años, no me trasmitía la misma flema ni reflejaba la misma sensualidad que solía enervarme tanto tan sólo por su recuerdo. Aún hoy puedo detallarla al cerrar mis ojos como si la viera en frente mío. Para empezar, en la escena se encontraba Alejandro en su lecho de muerte, alrededor de él seis personas en primer plano, cada uno con una expresión más severa que la del otro, pero en el centro de toda la conmoción, estaba un Alejandro diáfano, inexpresivo e incrédulo frente a su inminente deceso, sumergido en una ataraxia cautivadora, con el torso desnudo. Recostado sin mayor cuidado. Se encontraba cubierto hasta la cintura, con una sencilla sábana color salmón, con una copa de oro en la mano y la magnanimidad sempiterna de su legado. Esa misma noche tuve un sueño, empezó con un corredor amplio, con columnas erigidas a lado y lado del mismo que invitaban a seguir adelante, una sensación de alerta me retenía, pero una urgencia me empujaba. Pude ver una copa dorada sobre el suelo y dos pasos más allá un lecho de pieles y sedas arremolinadas sin tender y sin un cuerpo que lo ocupase. Entonces me acerqué, recogí la copa del suelo y advertí entonces que ya había alguien a mi lado. Resultó ser un hombre adulto, recostado en la cama, estaba desnudo aparentemente, debajo de unas sábanas sin forma, que se volvían una nebulosa en mi recuerdo y se difuminaban como las espirales que describe la leche al mezclarse con el café. Recuerdo que veía los ojos del hombre que me intimidaban y que habitaban en una cara sin rostro. Luego, reproduje en el sueño la imagen de la revista para adultos, cruda y vívida. Sentía un placer incomparable y una vergüenza indescriptible, ya que no sé cómo, supe que mi padre me estaba viendo desde unos metros más allá, con esa sonrisa amable que sólo él sabía brindarme. Desperté, con un salto en el corazón, con un palpo punzante en el centro de mi pecho, pude sentir mi madre llamando a la puerta ya que era la hora de despertar e ir a la escuela nuevamente. Veía el café con leche que me había traído, y detallaba el baile de la leche describiendo series de Fibonacci en la superficie ―mi madre siempre nos levantaba con un «trago» de café con leche. Era dulcísimo el momento, ahora que puedo recordar― Bajé las escaleras hasta el primer piso junto con ella, la veía muy callada y era inusual. Ella siempre pintó arreboles en mis cielos más grises y fue por ella que pude suavizar los bordes de la aristas más crudas de una realidad que me desbordaba. Pude ver mis hermanos sentados en la sala uno al lado del otro en su uniforme de colegio. Me percaté al pasar en frente de la habitación principal que mi padre estaba en su pijama camino al baño y que las sábanas estaban recogidas en un lío al lado de la cama. Había pasado la noche vomitando y lo llevaban a la sala de urgencias del seguro social y mamá me despertaba para dejarme al cuidado de mi hermano, mientras ella se dirigía con mi hermana para ver que se podía hacer por él. Las mañanas de escuela en casa eran muy silenciosas, sentía como sí la vida de los patios vecinos hubiese sido drenada y dejada a secar, mientras solo quedaban en los tenderos la ropa húmeda al sol y las gotas sucias que escurrían pesadas y lastimeras al suelo dejando un rastro perlado al andar. Mi hermano de un gesto huraño, una vez cerrado el portón con el alboroto de la angustia por mi padre, optó por dejar el plato del desayuno en la mesa y subió las escaleras de a dos peldaños por paso, mientras yo en silencio le seguía con la mirada, y mis manos entrelazadas aguardaban un abrazo insoluto que nunca pediría. No sabía que hacer ahora con el tiempo libre que tenía, sentí una breve corriente de aire en la parte de atrás de mi cuello y miré hacia atrás, por el corredor a la habitación del frente donde se encontraba la biblioteca. Pensando constantemente en mi papá. Sí intentase buscar una forma de describir a mi padre, podría llegar a varios apelativos, y pragmático sería uno de ellos. Siempre pude notar su preocupación constante por hacer de mí una persona íntegra con intereses variados y una cultura general que me permitiera mostrarme al mundo como un ser invaluable. Nunca sentí que mi padre nos subestimara, a mis hermanos y a mí, sino más bien, quería que sus hijos fueran mucho más de la persona, que tan al punto de la exageración, él se había convertido. No puedo culparle el que detestase escuchar mis historias escolares, plagadas de invenciones y exageraciones, fruto de la mente febril de quién quiere impresionar a su héroe. Por eso es que desde muy pequeño aprendí a disfrazarlas dentro de un evangelio de hechos científicos, históricos y fácticos, todas mis fantasías se forjaban a partir de los libros a los que tenía acceso en nuestra biblioteca y en secreto viví las campañas marciales más impresionantes, tanto como las avanzadas de las falanges macedonias por Helesponto, en los Dardanelos e incluso el paso por el continente Asiático. Gran parte de mi tiempo esa mañana, lo invertí volviendo a repasar los hermosísimos óleos de las grandes batallas, y fastuosos desfiles de recibimiento al gran Alejandro III de Macedonia. —Mi padre orgulloso me recitaba todos los epítetos épicos que le conocía a este, entusiasmado al ver cómo me apasionaba la historia, recitaba de memoria esperando que yo los aprendiera. Aún me parece escucharlo: «El Hegemón de Grecia», «El Faraón de Egipto» y «El Gran Rey del Imperio Medo y Persa»― y solo por diversión me imaginaba escuchando como lo anunciaban en los inmensos salones de las cortes en todos los lugares que conquistó. Dejé mi vista fija en el vacío entrañable, donde empezaron a surgir imágenes ya conocidas para mí. Comencé a imaginar como hacía trazos en un lienzo a medio terminar y todo lo que había traído a la vida la noche anterior volvía a trasmigrarse exactamente en el lugar en que había habitado. La escena empezaba con la formación en falange de nuestro ejército, que era impenetrable, se disponía la ubicación de la caballería ligera tanto a la izquierda como a la derecha del campo y estos se apostaban a cada costado, separados por unos quinientos metros del Emperador su majestad el Gran Póntos―nombre que le di al héroe de mi fantasía y que en ocasiones resultaba ser yo mismo―, detrás de él estaba yo, ensillando una yegua soberbia, de color blanco resplandeciente a quién aún no bautizaba. Se apostaban atrás de nosotros, al menos mil activos de infantería, quienes se encontraban plantados en el campo de batalla uno al lado del otro en perfecta sincronía. Al flanco derecho, una apertura de alrededor de cuatro metros a setenta pasos de un epilektoi de nosotros, por el que emergería la columna de caballería pesada, a la primera orden de su majestad, con unos corceles majestuosos que podían entrar en acción en segundos. Miraba extasiado los caballos vestidos con armaduras doradas, estas les cubrían desde el pecho hasta los costados, ajustándose por el paso de la cincha, adornada con unos estoperoles exquisitamente detallados. Poseían tendidos además, unos faldones de mallas doradas que caían sobre el lomo y la grupa, que protegía el resto del animal. Debajo de toda esta indumentaria digna de ser puesta por labor de escuderos a la usanza medieval, podía verse como los caballos golpeaban constantemente con pasos inquietos el campo de batalla, con los músculos exaltados y con constantes sacudidas de cabeza. Las crines bailaban al compás con libertad, relinchando briosos como llamando a la batalla con impaciencia, anticipándose nerviosos, pero con un poderío intoxicante. El sentimiento de la anticipación a la batalla me llevaba a la emotividad. Me embargaba la emoción y a la vez el temor a mi propia muerte, pero sentía la serenidad de Póntos cada vez que le descubría mirándome de soslayo desde su silla de montar, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás donde me encontraba. Mientras, sentía el olor a césped y a fango mezclado con el vaho de los animales y cerraba los ojos para disfrutarlo. Después de todo esto, intenté imaginar cómo sonaban los heraldos y nos dirigíamos a las armas, pero fue infructuoso, fútil. No pasó nada. Mi cabeza se tornó en blanco, los corceles desaparecían como desvaneciéndose en una nube de polvo, no pude seguir visualizando los ojos de Póntos. No pude recordar quién era él para mí y quién se suponía era yo para él. Todo dejó de tener sentido. Tal vez, fue allí donde todo se esfumó. Un minuto después en el silencio de la mañana, me sobresalté y brinqué con violencia mientras el viejo teléfono de disco sonaba con una campana insistente e implacable. Mi hermano se asomó por la ventana de su cuarto en el segundo piso, desde donde se podía ver hacia la planta baja, abriendo brevemente con sus dedos la persiana, para luego girar la clavija y cerrarla completamente, y así aislarse por completo. Yo en cambio, me acerqué a la mesa de teléfono saliendo de la biblioteca por el pasillo a la izquierda, hasta la sala de visitas, pero no fui capaz de coger el auricular. Nuevamente repicó el teléfono, igualmente me volví a asustar pegando un pequeño brinco y contrayendo mis hombros por el sobresalto, no sabía que decir o que pensar. Respiré profundo e intenté poner mi mente en blanco para engañarme a mí mismo y levantar el aparato mientras imaginaba que una mano extraña lo levantaba por mí para ponerlo en mi oído, y que no tenía otra opción más que escuchar y no tendría que responder a nada de lo que me preguntaran. Las noticias llegaron, sin poder contenerlas, como el galope incesante de una centena de corceles. Podía sentir mis oídos como se agitaban sin parar y como miles de pensamientos cruzaban por mi mente, dejando una terrible sensación de un pitido agudo adentro de mi cabeza. Luego de que nuestro abuelo nos recogiera en el viejo Studebaker Champion Starlight del 54, llegamos a la sala de espera de Nuestra Señora de Fátima, con la mirada perdida, de quién acepta lo que ve, esperando despertar. Esperé cuatro horas y veintitrés minutos sentado en una dura banca de madera de cerezo color caoba ciruela, ―aunque bien podría haber sido polisandro o jacobeo―, hasta que mi madre que se encontraba sentada al otro lado de la sala había quedado sola, e inmediatamente me incorporé y crucé el cuarto adornado con cuadros de enfermeras muy guapas colocando el dedo índice en la boca en señal de silencio, e ilustraciones religiosas cómo el Sagrado Corazón de Jesús y otra a la entrada del salón, con una imagen de la Virgen de Fátima y sus pastorcitos en solemnidad absoluta. Al sentarme a su lado, conservé prudente veinte centímetros entre nosotros. Ella aguardaba pacientemente reconociendo mi necesidad y no hizo movimiento alguno, esperé unos instantes y respiré profundo. Una vez que intuí que se había acostumbrado a mi presencia, me arrimé a ella completamente hasta sentir su calor, recostando mi cabeza en su regazo mientras ella me abrazaba y me besaba en la cabeza con ternura, mientras yo estrujaba el libro que me había entregado mi padre antes de salir de casa en la mañana. Me aferré a este como una tabla de salvación, mientras ríos de gente pasaba frente a nosotros para saludar a mi madre, hablando con un tono muy suave como para no despertar a alguien de sus sueños. Para mi padre siempre fue muy claro qué era yo quién mayor tiempo pasaba con él, solía esperarlo impacientemente los viernes entre cinco y seis de la tarde, llegaba con una sonrisa y trayendo una enorme bolsa de dulces de panadería y la «parva» para el resto de la semana que no tardábamos en devorar. Se producía en la casa un júbilo de alegría y en esas rarísimas ocasiones participaba con mis hermanos e interactuaba con ellos. Otra particularidad de los viernes era toda esa ingesta de azúcar que se me permitía en medio del alborozo de su llegada. El resto de la semana me sometían a una dieta baja en carbohidratos y agüitas de pepino en ayunas con el fin de que no siguiera siendo el niño rechoncho que ya era ―que me resultaban un castigo no merecido―. Lo irónico de todo, resultaba en que la culinaria de mi madre sin duda alguna era un compendio de preparaciones a base de papas, yuca, maíz y arroz, así que era una empresa inútil y destinada al fracaso. Al día siguiente mi padre solía llevarme de paseo al mismo parque todos los sábados, bajando por la calle principal hasta la bajada de la estación de bomberos y de allí a este lugar que nunca podría olvidar, pasábamos por una de las panaderías más viejas del pueblo, «Panadería Inglesa» era el nombre. Era una casona que tenía más de doscientos años de antigüedad, ubicada en el marco de la Plaza de Bolívar, por donde miles de padres llevaron a sus hijos por un helado tal y como lo hacía el mío. Rompo en llanto lleno de agradecimiento, al recordar como esperaba que llegara él a llenar ese vacío que experimentaba toda la semana. Me solía comprar en ese sitio un cono de helado de vainilla, consistentemente sin ninguna variación de itinerario―era 1988, los 24 sabores de helados solo existían en las películas gringas―, no tardaba en devorármelo con ferocidad, engullendo la felicidad que ostentaba y que no sabía que pronto iba a acabar. Otro ritual que teníamos mi padre y yo sucedía más o menos cada mes, ―aunque estoy seguro que lo tenía anotado en el calendario o en el cuaderno que empleaba a modo de diario―, nos llevaba a mis hermanos y a mi a la biblioteca y empezaba a revisar sus libros, a revisar autores, géneros, tamaños y colores, de su orgullosa colección en su mayoría adquiridos en el catálogo mensual del círculo de lectores, del cual presumió ser miembro fiel durante casi una década. Escogía un libro para cada uno de nosotros, pero mis hermanos―por su desgana e inconformismo adolescente―, se escabullían de cualquier forma, arguyendo cualquier pretexto y escapando por la puerta del salón inadvertidos, mientras mi padre se volteaba entusiasmado, para ver que solo quedaba yo, suspirando apacible y sonriendo con los ojos llenos de ternura. Quedaba por lo regular sin percatarme allí sentado, mirándolo fijamente, con las rodillas juntas y los codos clavados en ellas, sosteniendo mi cabeza impaciente, esperando ver que nuevo libro me iba a devorar ese mes. Es curioso ahora que lo pienso, que debido a esa membresía, la gran mayoría de nuestros ejemplares eran ediciones del año 1965 al 1975, pero siendo justos, debo reconocer que esto fue lo que permitió leer autores maravillosos que me acompañan hasta el día de hoy y me llenan con una emoción inexorable. La primera noche de vigilia en la clínica, la tía Eloisa me trajo a casa para que descansara, mientras mis hermanos y mi madre se quedaron esperando noticias de mi padre. Podía escucharla al teléfono confirmando nuestra llegada a casa, mientras le decía a su esposo al otro lado del auricular, que le aterrorizaba ver este niño de diez años mostrando un estoicismo tal que le helaba la sangre. Honestamente me pregunté lo mismo, sin embargo yo tenía otro mundo, no tenía por qué coexistir en este si no me apetecía. ―Ya lo dejé en su cama, y no vas a creer que ha tomado un libro gordísimo y lo lee sin musitar ruido alguno, no lo he sentido moverse de su cuarto, el silencio me pone incomoda, ya sabes cómo es. Uno siente en los momentos de agonía, cómo los muertos recorren sus pasos―. La escuché claramente, ya que la quietud de esa noche estrellada, permitía escuchar hasta el caminar de los ratones en el techo. La odié por decir eso, mi padre seguía vivo. Sólo que no sabía por cuanto tiempo. Ya otra vez en silencio, inicié la lectura del libro que sostuve en mis brazos todo el día, era una edición pasta dura de 1971 del clásico «Un árbol crece en Brooklyn» de Betty Smith, tuve el coraje de leerlo, aún sabiendo que los dedos de mi padre habían recorrido esas páginas, rogando a Dios espero no por última vez. Solo quería imaginar como me acariciaban sus ásperas pero gentiles manos, con la calidez que siempre me brindó, llevando estas líneas directamente a mi corazón, y luego leí el primer párrafo que decía: «Apacible era la palabra que uno hubiese empleado para calificar a Brooklyn, Nueva York. Especialmente en el verano de 1912. como palabra, «sombrío» era mejor; pero no era adecuada para Williamsburg, uno de sus suburbios.» Por más que cerraba mis ojos y apretaba con todas mis fuerzas no lograba plasmarlo en mi mente, era una noche magnífica para imaginar, la apacibilidad del silencio inusitado ante la tragedia se antojaba un cómplice insospechado, pero solo sombras habitaban mi corazón. Logré llorar desconsoladamente con sollozos mudos. De mi boca no se escapó más que el ahogo de mi voz moribunda y de mis ojos brotaron amargas lágrimas de rabia y desolación―Nunca antes la soledad me dio tanto miedo―. Luego de un rato, ya desahogado y completamente exhausto caí en un sueño profundo. A lo largo de esa misma madrugada me encontré nuevamente en medio de la campaña de guerra en pleno. De nuevo pude ver como trazaba el lienzo blanquecino sobre un caballete eterno y las mismas imágenes inabarcables volvían a sus lugares. La exaltación de la anticipación, los sonidos previos a la batalla, me recordaban a los sonidos de una gran filarmónica, afinando prestas a empezar con la Marcha Eslava de Tchaikovsky, como la que escuchábamos en el tocadiscos con mi padre en Semana Santa. Allí donde los vientos de guerra se arremolinaban, era representado en la parte media de la sinfonía, por la lucha a muerte entre las cuerdas vivaces de los violines y los amargos ruegos de los chelos. Desafiándose mutuamente, mientras los platillos estallaban y chocaban las caballerías henchidas de ferocidad y deseo. No podía divisar a Pontos por ningún lado, pregunté a cuantos pude, pero mis suplicas se ahogaban en el blandir de los metales y los gritos de los soldados en las embestidas. Decidí irme al frente sin importar qué podría encontrarme allí. Sentía una urgencia inconmensurable por decirle algo―aún hoy intento descifrar que era aquello―, pero con lágrimas en los ojos apee de la hermosa yegua para poder ascender por las montañas de acero retorcido, escudos abollados y cuerpos tendidos para lograr divisar mejor. Una vez logré asirme de la empuñadura de una espada grandiosa que se enarbolaba solitaria en la cima del montículo, me encontré con un desierto, un campo estéril donde las almas jamás hubiesen hallado sosiego más allá de lo que jamás podría haber imaginado. Me encontraba solo, en medio del silencio sepulcral, era un campo tan vasto que ni las palabras parecían propagarse por el vacío severo. Era un campo árido, donde las nubes al frente se extendían grises hasta el infinito pesadas sobre la estepa, no se veía ni un solo soldado ya y a mis espaldas el desierto se había apoderado totalmente del lienzo. Fue en ese momento, en medio del sueño, donde recuerdo haber deseado despertar con todas mis fuerzas. Luego me senté en el suelo desprovisto, podía sentir al tacto las rocas y la arena al arrellanarme sobre un montículo que aparentaba ser de mayor comodidad, percibiendo el viento calmo acariciando mi cara, pero sin musitarse sonido alguno. La tierra había sido despojada de todo sentido y mi búsqueda habíase tornado una duda constante y un vacío inembargable. Edificaba castillos y blandía estandartes de campañas épicas sólo para mi diversión, pero ahora solo podía dirigir mi vista para encarar el firmamento teñido de un gris que cobijaba lo que solía ser un glorioso campo de batalla, y que ahora no era más que un campo que inspiraba una tristeza que dolía. De repente llegaron a mis oídos los primeros sonidos en este prolongado interludio. Me percaté de ellos volviendo levemente mi cabeza hacia la derecha, era como el golpeteo de una batuta contra un atril―como en los que los directores de orquesta apoyan sus partituras― en los minutos previos al arranque de la interpretación de una orquesta filarmónica. Luego, sin poder explicarme lógicamente de dónde habría provenido, a unos pocos metros a mis espaldas, se encontraba un anciano cómodamente tumbado dentro de lo que parecía ser un tonel de vino muy grande a modo de cubil, pero curiosamente, pese a la oscuridad y humedad de esta gran barrica, la mirada apacible de este hombre, la hacía ver como un oasis en medio de ese desierto. Empujado por la curiosidad, me di vuelta y decidí acercarme un par de pasos para escuchar algo que parecía estar murmurando, luego, en cuclillas para verlo a los ojos, pude darme cuenta que emitía un sonido con los labios cerrados a modo de conclusión o afirmación frente a esta paradoja hecha paraje al que hacía frente, con un cinismo que me irritó. ―Hmmm...―expresó moviendo su cabeza en forma afirmativa y prosiguió con gran pompa― ¡Por fin termina usted mi señor! Gran creador y Padre de todos, ¡Os saludo! Sabido es por todas las criaturas que esperamos el glorioso resurgimiento y me he atrevido yo en supina insolencia y sin rogar su audiencia, me permita conocer que nueva página se adviene sobre nuestros destinos y cuán magnífico podrá ser, ya que se toma usted el tiempo que por derecho divino es suyo, por cuanto... ―Discúlpeme señor, ―me sentí obligado a interrumpir sin observar mis modales―pero no sé de que me habla, ¿qué es el resurgimiento? ―Interrogué al extraño confundido a más no poder, antes que pudiese continuar con su parloteo. ―¡Oh! ―exclamó con suficiencia y entendimiento y continuó ―Discúlpeme usted, su excelencia, con mi exaltación no deseo agraviarlo todo lo contrario― me respondió como anticipándose a mi confusión en este sin sentido―, sé que es una herejía fácilmente castigada con la horca, el suponer tan solo, que su merced desconoce el significado de tan maravilloso fenómeno. Pero, sí dispensa usted, podría yo recordarle brevemente a que nos enfrentamos―arrastrando estas palabras mientras su previa mirada de pleitesía y alabanza se tornaba maliciosa y cómplice. Noté inmediatamente que traía un juego oculto, pero intuí que no tenía más opción que seguirle la corriente, y entonces juntando mis manos en tono de súplica esperé a que el extraño y seguramente loco anciano, reuniera tan solo un poco de cordura como para pedirle direcciones, esperando que quisiera ayudarme a encontrar el camino de regreso al inicio del lienzo. Luego con una sonrisa socarrona, que al principio sentí como la de un baquiano experto en caminos, me confrontó sin titubeos. ―Loco soy, pues las mentes cuerdas no albergan pensamientos audaces y por tanto inservibles, y quienes se apegan al consenso no pueden deconstruir las ideas y llevarlas al mundo de la materia. Anciano también―exhibiendo descaradamente sus genitales, levantando con ambas manos el himatión y encogiéndose de hombros prosiguió.―la vida me ha quitado vigor, es cierto, pero en desagravio me ha dotado de sabiduría para saber qué es indispensable en la vida y qué definitivamente no lo es. Caminos humanos no es lo que usted necesita su excelencia, no existe destino alguno, que desde esta yerma planicie, podamos ni usted ni yo llegar―. Turbado o más propiamente horrorizado por su soez desparpajada, pude conjeturar que sí quería encontrar la forma de despertar me encontraba en sus manos, prisionero y acorralado, ahora tenía sentido, seguramente habíamos sido derrotados. Pontos debía estar prisionero o debía ser el botín de guerra o tal vez me retenían en custodia para pedir la rendición y retiro de las tropas. Conservé silencio, en realidad no podía pensar en nada útil que decir. ―¿Aún desea su excelencia saber cómo llegar al «Resurgimiento»?― Preguntó esta vez con gravedad en su voz. ―Así es, ¿qué tengo que hacer para regresar por donde venía?―pregunté con la voz ahogada en un graznido de adolescente prematuro carraspeando mi garganta y garabateando con mi dedo en el aire, como buscando en el vacío la colina de escombros y cadáveres que había atravesado, pero que ya no estaba allí. ―Ya no está allí, ¿no es cierto? Es una pena en verdad. Me llamo Dikastís su excelencia, pero los lugareños me llaman el perro, puede llamarme como guste mi señor. ―No, nunca me atrevería señor, señor Dis... ―Dikastís, su señoría, con acento prosódico. Subrayaba el anciano cerrando sus ojos y suspirando profundamente con complacencia. ―¿Y bien? ―¿Qué es lo que usted pregunta sí está bien su excelencia? ―¿Cómo me regreso? Señor Dikastís― insistí impaciente. Pero luego, agregó con una expresión adusta, que ya no albergaba contubernio alguno. ―La pregunta no es cómo, sino cuál, cuál es el precio que debe usted pagar para abandonar el desierto de las mentes llanas mi señor. Verá usted, el campo árido es el lugar al que vienen las conciencias que deambulan por los sinsentidos. Volver atrás es una empresa imposible, ni siquiera con el Auril de los deseos. El olvido es el precio y nosotros nos nutrimos con sus frutos, los recuerdos. ―Por favor señor Dikastís, ¿dígame de una buena vez qué recuerdo desea usted?―le imploré dejándome caer sobre mis rodillas en el suelo árido, mirándole a los ojos pero sin encontrar su mirada, que se encontraba perdida, elevada al cielo encandilado por lo que en este mundo representaba al sol. De repente, fijé mi mirada en el firmamento, en dirección igualmente al vacío, y me di cuenta de dos cosas en ese preciso instante. Primero, la luz solar en este mundo languidecía si se le comparaba con la luz del día del mundo real, y Segundo, lo comprendí al recordar como este ser podía leer mi mente, y que en mis cavilaciones de manera desesperada, intentaba albergar imágenes de mi padre a mi lado, dándome un abrazo fortísimo, recordando el tacto de su pecho en mis mejillas, la caricia áspera de su barba en mi frente, y la dulce fragancia a musgo humedecido y a polvo del camino que emanaba de él. Sin duda alguna intuí que todo esto tenía que ver con mi padre, y al parecer algo malo le estaba ocurriendo. ―Busco hombres―agregó volviendo su rostro aciago hacia mí.―busco portadores de una luz que ridiculizaría la insipiente luminarias del firmamento dentro y fuera de este mundo. Nada puede florecer en los campos yermos que deja la tristeza, le tragará vivo, su excelencia. Tan sólo a unas leguas de aquí, encontrará usted nuevamente el inicio del lienzo, una nueva página señor, el Resurgimiento. Pontos, su ejército, la ciudad de Pyrgos en expectación al asedio, y en algún lugar de las calles ensortijadas o de los edificios de piedras y lamentos acallados, la reliquia más codiciada de este mundo, la fuente inagotable de nuevas y mejores páginas. Lo único expedito mi señor, como le imploraba, es el pago. Es inevitable. Me veo tentado a asegurar que me preguntará usted sí tiene que ver su padre, realmente no es así. ¿Qué es realmente sobre lo que trata la cuestión? Es algo que usted mi señor, deberá determinar. Sólo en el rincón más profundo de la razón encontrará usted la respuesta, más no se me es permitido revelarlo, ya que en sí, el pago involucra el descubrimiento de tal verdad. Dicho de otra manera, y para que pueda usted en toda su sabiduría dilucidarlo, es el símil a la moneda que se da al barquero inexorablemente para poder cruzar. ―Está bien anciano, estoy dispuesto, sólo dígame, ¿qué debo hacer? y ¿qué camino debo tomar? ―Ya está hecho, siempre ha estado allí, la forma la escoge cada quién. Cuénteme mi señor Alejandro, ¿qué puede ver? Y sí que pude ver algo, de la nada se presentó una inmensa puerta, imponente, con unos acabados tallados en la madera desnuda, sólo la acompañaba una cubierta de hollín y de sueños rotos qué no pude evitar tocar. Tenía en piedra bruñida con esmero sus pilares y el dintel tallado al centro con un escudo que no pude reconocer. Luego, se abrió y vi al vacío absoluto allí dentro, donde florecieron en frente mío, cientos de imágenes que me horrorizaron a un nivel imposible de soportar, y aunque intenté apartar mi mirada, aún cerrando mis ojos, podía ver claramente lo que se mostraba por esta puerta. Me vi a mí mismo en diferentes momentos de una vida que parecía ser la mía, pero que no reconocía, pude identificarme unos años mayor, solitario, triste. Podía sentir en mis huesos la urgencia de correr al abrazo y consolar la congoja que exhibía. Me vi en senectud con canas en mi cabello, sentado frente a un escritorio, enfrentando día a día la agónica espera de la muerte, una espera inusitada y descuadernada. Una espera en una banca de estación de tren, o de aeropuerto o de sala de espera en una clínica u hospital. Además me vi a mí mismo, recorriendo un callejón oscuro, mientras recibías caricias de manos muertas. Pude verme marchitando viviendo en las calles, solo, masturbándome en la banca de un parque en el medio del transcurrir nocturno. Sentí el marchitar de sembrados ostentosos y los frutos al caer al suelo volverse albergue de insectos y en su interior verse el brotar de hifas de hongos que incubaban pequeñas versiones pusilánimes de mí mismo necesitados de atención y afecto. Sentí deseos de vomitar, era miedo y repulsión. Pude ver a mi padre yaciendo en su cama de hospital, frágil y temeroso de su muerte, aceptando qué el tiempo había llegado. No podía dejarlo ir, mi padre no estaba muriendo, él debía estar bien y listo a llevarme a uno de nuestros paseos. Él siempre había estado allí, como una verdad indefectible ―todo este caldo espeso de vaticinios o espejismos de vidas extrañas debía ser fruto de mi imaginación, aunque, hoy por hoy, estupefacto me asqueo con estos recuerdos, debía por tanto ser yo mismo una abominación peor que lo que vi o imaginé haber visto―. Tenía que despertar de inmediato. Tras sentir un dolor agudo en el centro de mi pecho, compungido, abrí mis ojos tempestivamente. Rayos de color ocre se colaban por los agujeros de la ventana y se posaban sobre la cama como cuchillos que me abrazaban a esta. Entorné mis ojos a la izquierda buscando mi reloj despertador y veía claramente qué era algo más de las seis de la mañana. Recuerdo intentar abrir mi boca y no sentir ni siquiera el más mínimo aliento salir y entonces me propuse gritar. Pero por alguna extraña razón, brazos cubiertos de cieno pastoso y gélido me restringían a la cama. Grité desde el fondo de mi garganta, pero no lograba emitir sonido alguno. Ordenaba a mis brazos moverse y no podía lograrlo. Luego de unos segundos de esfuerzos continuados, que para mí resultaron ser horas de lucha, logré expulsar un hilillo de sonido, el cual me dio el coraje para empeñarme en mi propósito, para luego empezar a brotar como una corriente abriéndose paso por la espesura de mi adormilado cuerpo, hasta que un lamento salió por mi boca junto con el aire de mis pulmones. Lloré por papá, no podía dejarlo ir. Papá podía haber muerto. Tan pronto como pude incorporarme, me aventé de la cama raudo, buscando las escaleras al primer piso, encontré a mi madre en el recibidor con mis hermanos y se prestaban a salir. Pude fijarme en sus rostros, con la sombra violácea de la tristeza en sus ojos. El abuelo esperaba afuera en su Champion Starlight y yo me cambié tan rápido como pude la ropa para ir con ellos. Una vez llegamos a la sala de recepción, entró el internista cirujano que trataba a mi padre, le comentó algo a mi madre, quién volteaba con disimulo hacía donde estábamos inundados en llanto mis hermanos y yo, para luego entrar acompañada de una enfermera, dejándonos con un gesto de manos en señal de espera y tranquilidad. Cerré los ojos, apreté muy duro, ya que mis ojos ardían en busca de más llanto. Nuevamente tuve el miedo que sentí como en el sueño. Sentí abandono y desolación, necesitaba verlo como fuera posible una vez más. Los impulsos febriles de mi imaginación me hacían pensar que era la última vez y una puerta nuevamente se cerniría sobre nosotros y el temor a lo desconocido nos arrasaría. Corrí hacia este portón que marcaban una frontera invisible. Una penumbra la cubría y le infundía una impenetrabilidad absoluta, pero ya no me importaba, ni mi hermana pudo detenerme, empujé fuertemente y entré en el corredor corriendo por este, atravesando un jardín y recorriendo puerta por puerta hasta que encontré a mi padre. Me detuve al instante, recuperando el aliento, y allí estaba sentado en la cama mientras mi madre hablaba con la enfermera, quienes ni se inmutaron a detenerme o sacarme de allí. Abracé a mi padre, estaba tan quebradizo como lo había visto en mi sueño y supe que este era el momento. De pronto, crecí tanto, que pude abarcarlo con mis brazos y le besé la frente dulcemente, a lo que él rompió en llanto y sin siquiera volver sus ojos hacía mí, recostó su cabeza en mi pecho y preso del miedo me llamó por el nombre de mi hermano por error. De pronto, era tal vez era la manera de intentar despedirse de todos sus hijos en ese solo abrazo. Mi padre murió al amanecer de un 19 de mayo, dos días después. Cerca de las cuatro de la mañana, y puedo asegurarlo ya que recuerdo haber visto la hora en mi reloj despertador al sonar el teléfono. Instintivamente supe lo que había pasado, no necesitaba que nadie me lo dijera. Me levanté de la cama, me bañé y vestí formalmente para asistir a un servicio funerario. Bajé las escaleras al recibidor y la casa estaba llena de gente. Estoico caminé por entre mis familiares y me senté en una silla al frente de la biblioteca a leer. Mientras las miradas de extrañeza se posaban en mí y yo evitaba dejar caer una sola gota de mis ojos. La muerte de mi padre se sintió como una bofetada en el rostro, como una traición, en mi mente repicaba la misma pregunta, ¿por qué Dios nos hacía esto? Nunca se piensa en que los padres son perennes cuando se es un niño. Ellos están allí como la verdad misma. Ellos son los portadores de ella y uno no tiene que salir a buscarla. Pero tuvimos que hacerlo. * Nunca más volví a soñar despierto, simplemente las tonterías de los lienzos se quedaron en el pasado cubiertos de olvido. Pasaron los años, me fui a vivir a Manizales. Logré entrar a la universidad de Caldas, donde me gradué como historiador. Luego de unos años, me fui del país a la Argentina, me fui al lograr obtener una beca en la Universidad Nacional de Rosario y dónde ahora me gano la vida trabajando como catedrático medio tiempo. Me permito tener una vida modesta y pagar el alquiler de un pequeño estudio cerca del centro de la ciudad y de una de las librerías que frecuento todos los días. Luego de la muerte de mi padre, con el tiempo, decidimos vender la casa donde crecimos, para comprar luego una casa más pequeña. Donde no hubiese lugar a los recuerdos. La biblioteca de mi padre igualmente desapareció, en aquellos días se tomaron decisiones basadas en la lógica que parecían no ser discutibles y como mi padre solía decir parafraseando de memoria a El Decamerón de Bocaccio «a nadie ofende quien honradamente usa su razón». Todos aquellos libros que me capturaban la imaginación por tardes enteras, todas aquellas novelas que nunca pude leer, y tantos escritores a los que tanto admiré gracias a mi padre, como Bradbury, Orwell, de Beauvoir, Kafka, Grass, Lorca, Woof, García Márquez,Mutis. No sé, tantos que sólo mi padre podría acordarse de ellos, pero sobre todo a Betty Smith, con un Árbol crece en Brooklyn, aquella novela que leía mi padre, y que me entregó antes de salir de casa rumbo a ese horrible hospital, a cuyos últimos capítulos no pude llegar, y que se quedaron perdidos en la marea gris donde los recuerdos y el olvido se encuentran en un eterno devenir. Durante un mes de junio de intensas tormentas, que cubrían de un manto gris las calles color mármol y de aspecto melancólico de Rosario, huyendo de la lluvia, entré en la librería, a la esquina del café bistró, donde trabajaba en un artículo sobre las colonizaciones antioqueñas que tuvieron lugar en el país durante el siglo XVIII. Una vez adentro, furioso y vociferando al sentir húmeda mi espalda y mis pies también, podía sentir esa sensación punzante de una gota acerada recorriendo mi cuello hasta la espalda. Ante la mirada atónita de los clientes del lugar, decidí pretender ser uno más y me vi atraído a un escaparate que exhibía unos libros antiguos. Me fijé en un cartel donde claramente se podía ver que estaban en promoción. Como era costumbre, nadie parecía interesarse en ellos. A decir verdad, recuerdo como luego de la partida de mi padre, no había osado posar mis ojos sobre novela alguna. Estos volúmenes eran realmente asombrosos. La mayoría tenía lomo de cuero y encuadernados con guardas de papel decorado al agua, con visos de mármol grises y verdes. Tomé uno de los ejemplares y no pude evitar sonreír con los ojos inundados de nostalgia al constatar que las hojas eran de papel de cebolla, como solía llamarles mi padre. Pasé un buen tiempo acariciando sus hojas, que olían a las lecciones del sábado en el parque. Posé mis manos con el pecho compungido sobre un ejemplar en particular, el volumen II de las obras completas de Calderón De la Barca, en casa había uno igual, luego algunos de Tolstoi, Wilde, Víctor Hugo y hasta Cervantes. Todos unas joyas indiscutibles. El encargado se acercó, noto mi presencia al verme sonreír con proceder taciturno y meditabundo. Mientras acariciaba las hojas suaves como sábanas de seda y el resto de la tienda era un tropel de estudiantes y amas de casa, arrancando de los anaqueles las piezas de su interés con rapacería. Sin expresar la molestia que me generaba su intromisión, le observé mientras me hablaba de lo poco valorados que eran dichas obras al momento, de cómo los libros de teorías modernas basadas en religiones orientales arrasaban en ventas y de como los ignorantes transeúntes los consideraban poco menos que basura. Este último comentario logró realmente captar mi atención, sin darle razón a ese comentario anodino, levanté mi mirada eclipsándole la suya y me percaté de su cercanía. Era evidente que me estaba coqueteando. Le devolví el libro y me dirigí a otra estantería de libros usados escapando de él, y fue allí donde logré ver lo que cambió el curso de mi historia y la razón por la cual me he sentado a escribir estas líneas. Era el mismo libro. No podía equivocarme, el mismo lomo con letras doradas, las mismas esquinas raídas por el uso. Al tacto pude recordar mis dedos acariciando la portada y cuando lo abrí, sentí el olor inconfundible a polvo, a nubes azufradas y a hierro confinado. Por instinto, fui inmediatamente a la página en donde mi padre había escrito algo para mí, y allí estaba, había viajado más de tres mil kilómetros hasta volver a mí, y con esa misma caligrafía inconfundible y los trazos satinados de su pluma, que rezaba: ―«Para mi retoño, mi amante de las letras, sólo espero leerte algún día, hecho hombre, con los ojos llenos de vida y experiencia, con el sol en tu rostro y no sobre la espalda como lo tengo yo»―. Luego tomé el libro, pagué el importe, evitándole la mirada al dependiente y me dirigí al estudio donde vivía. Aquella noche veinte años atrás, antes de caer en ese sueño al que me llevó el sopor del cansancio de regreso de ver a mi padre en el hospital, encontré en este libro la misma misiva. Yo mismo la había dejado allí, olvidada, en el último recodo de mi mente―perdiéndose en centenares de escaparates hasta venir a encontrarlo nuevamente casi al borde de la destrucción―. Olvidé al igual, todas aquellas horas que pasaba imaginándome mundos paralelos, donde solía esconderme. Decidí en ese momento, que era hora de madurar, de enfrentar la vida y conectarme con ella. El miedo al fracaso me hizo querer enterrar todo aquello y aceptar la muerte de mi padre y olvidar mis sueños infantiles con él. Luego de ese despertar no quise volver a enfrentarme a la posibilidad de encontrarme en mis fantasías con ese anciano que repudié entonces y verme nuevamente al espejo de esa vida que me amilanaba tras aquella maldita puerta. Al llegar al pequeño recoveco que llamaba hogar―aunque desde que me marché de casa, nunca pude sentir el estar en algún lugar al que llamar hogar―, me cambié la ropa empapada, puse a hacer algo de café y alimenté a la gata que arqueaba su espalda, maullando y atravesándose a mi paso para llamar mi atención. Me senté en una de las sillas de la pequeña mesa que utilizaba como comedor, con una taza de café hirviendo, y me dispuse a leer sin cuartel desde donde tenía como separador un viejo negativo de foto muy antiguo de mi padre, cuando aún no se había casado con mi madre. Mientras en las ventanas las gotas de mineral azotaban con ira los cristales de las ventanas, no pude discernir el paso de las horas, ni cuando me había sorprendido el alba de un nuevo día, a la vez que llegaba al final de la novela. Una vez terminada mi lectura, cerré mis ojos, estrujé el libro en mi pecho y exhalé profundamente mientras repetía en mi mente: ―adiós, Francie. Fue allí dónde mediante un subterfugio desconocido, una voz conocida irrumpió en el silencio matutino. ―Pon el gato a salvo que ha llegado el perro. Tarde o temprano y a veces más tarde que temprano, tenemos que dejar de huir a nuestras tribulaciones. ―¡No! ―¡Sí! Dikastís en persona. ¿A que sí me recordaba usted? ―No soy el mismo niño y sé que no es usted real― Le respondí pausado, buscando mitigar el miedo. ―Pero lo soy, tan real como su cobardía señor Alejandro― Era cierto, el sólo pensar en perder el control de mi realidad, me hizo querer salir corriendo fuera del estudio, pero Dikastís bloqueaba la salida. Luego con cinismo y sonriendo mientras se recostaba en el suelo, agregó. ―Le hemos esperado por mucho tiempo, los lienzos continúan extendidos al sol aguardándolo. ―¿Qué quiere usted de mí? Anciano. ―Anciano soy y por ende sabio debería ser, sin embargo soy real en el mundo que usted ha creado, tan real como sus sueños y esperanzas, y tan sapiente como logre usted ser. Pero mucho me apena reclamarle que lo necesitamos. Usted nos necesita. Necesita abrir los ojos y transigir conmigo en que el pago debe ser entregado― y viendo a Beatrice mi gata durmiendo plácidamente, lo entendí. El resurgimiento demandaba un combustible, nada puede obtenerse sin dar algo a cambio, para crear algo tan valioso, algo de igual valor debe entregarse. Debía olvidar el dolor, el sentimiento de abandono y el odio que me generó perder a mi padre, a mi amigo, a mi mentor. La rabia que me cerró los ojos a mis sueños, me había hecho un adulto miserable, me había confinado a una realidad, cuando podía vivir habitar en miles de almas a la vez. Pude haber hecho tanto, pude haber conocido tanta gente y permitir que tanta gente llegara a mi vida, qué el sólo hecho de pensarlo me hacía llorar sin parar. Luego caí en cuenta que el anciano ya no estaba en el cuarto, en su lugar una niebla luminosa hacía espirales en el aire, mientras las primeras saetas del sol matutino y tímido entraba por la ventana. Y escribí. Escribí cuanto pude, todo aquello que mi mente albergó alguna vez, la plasmé en la vieja máquina de escribir «Underwood» de mi padre, que rescatamos antes que se llevaran todo lo d e m á s