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Escuela y escritura, una dupla problemática

Liliana Peralta

La formación de “escritores competentes” sigue siendo, sin duda, uno de los


enunciados básicos del discurso escolar, sin embargo, y a pesar del lugar
omnipresente que la enseñanza de la lengua escrita ocupa en los contenidos
básicos comunes, los docentes , al momento de revisar sus prácticas suelen
preguntarse qué hacer con la escritura. De esta manera ya sea como
“contenido estanco”, “eje transversal” o “modalidades de taller”, la escritura
dentro del ámbito escolar parece pivotear entre el lugar de lo difuso y el “deber
ser” institucional.
Ligada muchas veces a las prácticas de “relleno” o reproducción de formatos
y tipos textuales dosificados según el nivel, (el informe y la monografía para
primer año, el ensayo en tercer año del polimodal); las prácticas de escritura en
la escuela parecen diluir cuestiones particularmente significativas a la hora de
construir nuevas estrategias de enseñanza, como por ejemplo, los posibles
modos de apropiación que los distintos sujetos ponen en funcionamiento a la
hora de producir textos de cualquier tipo, o los procesos de construcción de
subjetividades que la escritura en tanto práctica social pone en escena,
ligados ,a su vez, a nuevas formas de lectura no siempre reconocidas en el
ámbito escolar.
Esto último nos lleva a pensar qué modelo de “sujeto productor de textos”
imagina la escuela cuando propone, nuevamente desde los CBC de Lengua y
Literatura “que los estudiantes obtengan un control de la propia escritura”.
Enunciados de este tipo parecen actualizar la vieja idea de lo escrito como el
espacio de lo evaluable, sustentada por cierta representación de la escritura
como una práctica estable, modélica y homogénea.

Una práctica diferente

Esta experiencia en particular tuvo lugar en el ámbito de una escuela especial


que funciona dentro de un instituto de menores de la localidad de Abasto en el
partido de la ciudad de La Plata.
El grupo estaba formado por adolescentes de un segundo ciclo de entre
quince y dieciséis años aproximadamente, la mayoría tenía una escolaridad
interrumpida y en casi todos los casos había una historia de fracaso escolar
junto con una fuerte resistencia a la lectura y a la escritura en general.
Como docente a cargo del curso había intentado generar algunas prácticas de
escritura y lectura dentro del grupo, planteando consignas abiertas, acercando
algunos textos, leyendo en voz alta textos breves, todo esto sin mucho éxito.

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Esta ausencia de escritura en el aula me preocupaba particularmente, porque
por otro lado, yo sabía que dentro del instituto, los chicos escribían con cierta
frecuencia cartas a sus familiares o amigos.
De esta manera la resistencia a la escritura era muy evidente pero a la vez
muy significativa, porque a pesar de no conseguir articular ninguna estrategia
que diera buenos resultados, yo podía llegar a presentir que existía dentro del
grupo cierta demanda o necesidad de escribir. En realidad era yo la que no
conseguía en ese momento, entender o encontrarle un sentido a estas
actitudes de resistencia, sucedía que estos chicos no escribían ni leían, pero
tampoco generaban ningún tipo de desorden en la clase, se había instalado allí
un ambiente de espera, una especie de bloqueo que desde mi lugar de
docente no conseguía modificar.
Recuerdo que en uno de los encuentros, cuando repartía las hojas y los lápices
para trabajar, de pronto se me cayó del bolso una fotocopia de un texto que
había llevado para trabajar con otro grupo En ese momento, Miguel. uno de los
chicos, me la pide, el texto era un poema corto de Mario Benedetti, comienza a
leerlo, enseguida el resto me pide otras copias, las reparto, y por primera vez
toman sus lápices y comienzan a escribir sobre la misma poesía, tachando,
preguntando algún significado, escribiendo por sobre las palabras o al costado.
La escritura apareció por primera vez, también recuerdo que no me animé a
pedir que alguien leyera en voz alta, pero si podía observar como cada uno
releía lo escrito, volvía a tachar, resaltaba con algún círculo alguna palabra. Así,
absolutamente todos trabajaron de la misma manera como si hubiera habido
una consigna preestablecida. Pasado un tiempo cuando terminaron de escribir,
me entregaron las hojas, preguntaron si podían retirarse, pero antes de hacerlo
me pidieron que para la próxima volviera a llevar poesías o “alguna otra cosa
bien escrita”.
A partir de ese momento tuve que enfrentarme con mis propias imposibilidades,
sobre todo desde mi formación, para poder registrar y entender todo el
universo que comprendían y desplegaban estos nuevos escritos. En algún
sentido, estas producciones me resultaban ajenas, absolutamente inesperadas,
ya que justamente ninguna de las consignas o representaciones posibles de
escritura que yo manejaba las hubiera podido generar.
De todas maneras, lo primero que pude registrar en esa “sobre-escritura” o
escritura al margen, fue un trabajo de apropiación y selección, en algunos
casos, los chicos elegían una palabra, por ejemplo del título del poema que
recuerdo era “Memorandum”, como no sabían el significado, lo preguntaron
para tacharlo en casi todos los casos. En su lugar jugaron con el significado,
agregando otra palabra dentro del campo semántico o adulterándolo
completamente, así aparecieron versiones como “memoria”, “aviso”, “palabras”,
“mentira”, “marcas”, “mordaza”.
La mismo sucedió con determinadas zonas del texto, generando estas
escrituras paralelas pero autónomas; algunas palabras servían como especies
de disparadores para generar sentidos cercanos o para en otros casos
anularlos, construyendo una serie impensada, pero en ninguno de los casos
hubo la mera copia del original.
Durante los próximos encuentros llevé textos fotocopiados además de los
libros donde estaban esos textos, en su mayoría era poesía, el corpus era
diverso, y comencé a llevar además algunos cuentos cortos, también había dos

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o tres diccionarios que al principio manejaba yo, pero que luego comenzaron a
utilizarse de otra manera.
La clase era un absoluto silencio, pero ahora el silencio no era un problema
sino sólo el costado de una actividad de escritura casi febril. Yo llegaba y
colocaba sobre la mesa un montón de libros y fotocopias que con el tiempo
fueron sustituidas únicamente por los textos ya que los chicos al principio me
pidieron permiso para escribir los propios libros, luego comenzaron a escribir
en las hojas pero siempre con los libros ahí marcados. En cada una de las
clases, lo primero era hojear los textos, a veces se quedaban con uno en
particular, pero en general los libros circulaban de mano en mano. En realidad
me llamaba terriblemente la atención que salvo algunas excepciones no había
peleas, lo que sí parecía existir era como un acuerdo tácito de que los libros
podían ser mirados por todos de una manera más o menos rápida, en el medio
estaba sólo la escritura. Al principio yo me encargaba de buscar las palabras
desconocidas en los diccionarios, pero más adelante, los diccionarios
comenzaron a circular como un texto más, y en realidad eran usados para
elegir palabras “raras” que ellos mismos incluían en sus escritos, inventándole
algún otro significado nuevo.
A pesar de que la escritura siguió ocupando casi todo el espacio de la clase,
poco a poco comenzaron a diferenciarse ciertas prácticas de lectura más
individuales, de esta manera los chicos empezaron a pedirme libros para
llevarse a leer, libros que volvían marcados y anotados, y que resultaron
siendo el ida y vuelta de una nueva modalidad de discusión de algunas
lecturas. El circuito se iba cerrando. Esta forma de lectura se distinguió
claramente de la que se hacía en el momento de escribir, y de hecho tardó un
tiempo en aparecer, pero de todas maneras lo hacía siempre acompañada de
nuevas reescrituras.
Esta forma de trabajo ocupó la segunda mitad del año , en un proceso donde
se podía observar que paulatinamente la escritura de estos jóvenes se iba
haciendo más autónoma, aunque los libros siempre estuvieron ahí, y ellos
seguían operando de la misma manera, leyéndolos de a pedazos, tomando lo
que sirviera para modificarlo y mezclarlo con lo propio o con otros textos que no
estaban allí, restos de canciones o grafitis que rescataban de la memoria, o en
otros casos incorporando significados de tatuajes que tenían en sus cuerpos.
Para finalizar con el relato de esta experiencia me gustaría contar que en un
determinado momento, surgió dentro del grupo, la idea de armar una revista; lo
más significativo ocurrió en el momento de elegir un nombre. Recuerdo que
aparecieron varias propuestas pero no conseguían ponerse de acuerdo, hasta
que uno de los chicos comenzó a hojear el diccionario, como hacían siempre,
buscando palabras nuevas. En un momento Julio, que era quien buscaba en el
diccionario, lee en voz alta dos palabras: “siniestro” y “aditivo”; todos
preguntan, Julio explica que quieren decir y comienzan a armar significados y
relaciones con la revista. La explicación fue: “siniestro aditivo es lo que se
arma mal, lo que se te pega para hacer algo distinto”, la decisión fue unánime
la revista se llamó “Siniestro aditivo” y creo que sin duda y de manera evidente
ahí estaba la idea de esta escritura de ellos “devaluada” desde sus historias,
esta escritura que se adhería, se ponía al lado, tachoneaba incluso los versos
de Benedetti y tantos otros.

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Construir otras miradas

La idea de presentar esta experiencia en particular es justamente, intentar


establecer algunas líneas de análisis acerca de los distintos procesos de
apropiación que estos jóvenes en particular, han puesto en marcha a partir de
sus prácticas de escritura.
Estas escrituras al margen o por sobre el texto impreso, se producen en
general adulterando “lo que está bien escrito”, se integran a la serie, sin
problema. El texto literario, en este caso la poesía, sirve para crear nuevos
sentidos, que a su vez en muchos casos terminan dejando de lado al original y
utilizándolo como una especie de “puente” o lugar intermedio entre lo que se
trae y lo nuevo que se produce
Creo que en este sentido sería interesante rescatar y comparar estas formas
de escritura con la idea de “mosaico” o más precisamente de “palimpsesto”,
como aquel tipo de texto que permite entrever huellas de una escritura
anterior.
Esta imagen de escrituras superpuestas nos permite abrir la mirada hacia una
práctica social, constantemente atravesada por cuestiones de época, clase
social , género etc. Pero además podemos entrever otro tipo de sujeto,
distinto a ese sujeto “socialmente disciplinado”, alguien que produce sus
propios textos, esto es, su lugar en la serie de las posibles escrituras a partir de
estrategias siempre en conflicto.
Precisamente estas nuevas escrituras, las últimas huellas del palimpsesto, se
construyen siempre en relación a otras, hegemónicas, marginales, devaluadas.
La yuxtaposición casi “insolente” de la escritura de estos jóvenes al lado del
texto impreso, consagrado, aparece como la imagen paradigmática del conflicto
necesario para construir la propia versión, siempre en una relación dialógica,
problemática con el sentido de los otros. Pero a su vez abre el camino para
una escritura autónoma, como en el caso de la producción de la revista que fue
madurando dentro del grupo.
Este tipo de experiencias muestran sólo algunos de los aspectos que tienen
que ver con la producción de textos escritos y que la escuela parece anular al
encasillar la escritura entre expectativas de formatos y variables de control,
imaginando detrás un sujeto homogéneo y estable.
Muy por el contrario, pensamos que resignificar las prácticas de escritura y
lectura, entendiendo los diversos modos de apropiación como actos
culturalmente significativos, puede ser un camino útil y productivo para
construir otras miradas.

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