“No hay que ser exigente, señora, usted está muy bien”, había dicho el turco, pero esa
a la señora K. no le quitaba la sensación de andar como un tanque de guerra. Por eso
le gustaba ducharse. Cerró la ventana entreabierta, desapareció el cielo azul y la
puerta ovalada del espejo tembló ligeramente.
No se ducho; en vez de eso, apareció ante el armario sin brizna de ropa, ni interior ni
exterior, sin toalla, encogiéndose un poco, como hacían las mujeres de su edad cuando
estaban desnudas en alguna parte. Y se volvió a mirar, aguantando a pie firme el
arbusto granate que le subía desde el cuello. Todos los cuerpos le daban rubor a la
señora K. No; los de niños no, pero esos eran distintos, eran para estar desnudos, con
los muslos creciendo en una apretazón llena de gracia.
….De pronto, las manos de la señora K. se detuvieron en las rodillas y fueron girando
imperceptiblemente hacia la parte posterior de las piernas. Y detrás de las rodillas,
encontró algo viviente, no a la manera de sus parpados, convexos y palpitantes, si no
más hondos, oscureciendo, más inquietante que las puertas batientes de los armarios
o de las pisadas sin dueño o incluso que los silencios súbitos del mundo.
Ahí estaban las corvas de sus rodillas. Lo que desaparecía cuando uno se hincaba,
pensó la señora K. Se las tocó muy suavemente con las puntas de sus anulares.
Primero fueron como una leve línea entre dos volúmenes más decididos, un delgado
canal, se le figuro a la señora K. O como las redondas articulaciones de las marionetas.
Pero no. Una pequeña cavidad distendiéndose, que se iba entibiando a medida que la
tocaba su dedo medio, aparecía, secreta y húmeda, detrás de su rodilla. Hacia el lado
interior de las piernas se anunciaban una pequeña hondonada, más caliente aun; ahí,
los dedos tendían a quedarse, besados por el beso justo de la yema y una cierta ansia
de la pequeña cavidad por retener la piel de sus dedos.