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“Lentamentente, la señora K .

se quito la solera y se acordó, no se sabía por qué, del


pleno invierno, de sus caderas enfundadas en una falda príncipe de gales, tan gruesa
que aprecia una piel de animal malhumorado y blusa de diario, que había sido de su
marido, con las mangas acortadas y abotonada sin recurso desde el primer botón. Esta
vez ,entre la ropa suave, apareció su dulce cuello en el espejo; se veía alto, elegantes y
levemente arqueados vio los huesos de su clavícula, se enderezo la señora K..Pensó en
una yegua de carrera que había conocido en el campo de su abuelo, cuando niña, tan
grácil que casi deshacía al galopar. Saco una manchita del espejo con la punta de la
uña.

-Me voy a duchar-dijo fuerte la señora K. en el silencio de su baño. Y se saco sostén


potente, con un refuerzo de ballena insobornable, que quedaba con un pequeño
espacio vacío, porque uno no le puede andar haciendo asco a los artículos importados
y no hay que ser tan exquisito en la vida, decía su suegra. Igual se le hundía en las
costillas cuando caminaba con paquetes pesados. Y también se saco el calzón –faja;
según el turco de la paquetería, le daría la silueta perfecta y le mostraba la tapa de la
caja, pero a ella solo la convertía en un cilindro perfecto.

“No hay que ser exigente, señora, usted está muy bien”, había dicho el turco, pero esa
a la señora K. no le quitaba la sensación de andar como un tanque de guerra. Por eso
le gustaba ducharse. Cerró la ventana entreabierta, desapareció el cielo azul y la
puerta ovalada del espejo tembló ligeramente.

No se ducho; en vez de eso, apareció ante el armario sin brizna de ropa, ni interior ni
exterior, sin toalla, encogiéndose un poco, como hacían las mujeres de su edad cuando
estaban desnudas en alguna parte. Y se volvió a mirar, aguantando a pie firme el
arbusto granate que le subía desde el cuello. Todos los cuerpos le daban rubor a la
señora K. No; los de niños no, pero esos eran distintos, eran para estar desnudos, con
los muslos creciendo en una apretazón llena de gracia.

Su cuerpo… era difícil mirar su propio cuerpo. La señora K. sentía el rubor


ramificándose como corales pequeños por sus mejillas. También enrojecía al sonido de
las roncas conversaciones, de esas que se derramaban al oído en las fiestas donde se
sacaban las alfombras, llenas de puntos suspensivos y olor a licor, de esas que oía en
los distintos sillones de la penumbra, mientras observaba a su marido bailar bajo
tómbolas lejanas; todo eso la hacía ponerse muy roja y buscar cortaúñas en su cartera,
sin saber para qué.”

….De pronto, las manos de la señora K. se detuvieron en las rodillas y fueron girando
imperceptiblemente hacia la parte posterior de las piernas. Y detrás de las rodillas,
encontró algo viviente, no a la manera de sus parpados, convexos y palpitantes, si no
más hondos, oscureciendo, más inquietante que las puertas batientes de los armarios
o de las pisadas sin dueño o incluso que los silencios súbitos del mundo.
Ahí estaban las corvas de sus rodillas. Lo que desaparecía cuando uno se hincaba,
pensó la señora K. Se las tocó muy suavemente con las puntas de sus anulares.
Primero fueron como una leve línea entre dos volúmenes más decididos, un delgado
canal, se le figuro a la señora K. O como las redondas articulaciones de las marionetas.
Pero no. Una pequeña cavidad distendiéndose, que se iba entibiando a medida que la
tocaba su dedo medio, aparecía, secreta y húmeda, detrás de su rodilla. Hacia el lado
interior de las piernas se anunciaban una pequeña hondonada, más caliente aun; ahí,
los dedos tendían a quedarse, besados por el beso justo de la yema y una cierta ansia
de la pequeña cavidad por retener la piel de sus dedos.

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