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colección

AiSThESiS
ESTéTiCA y TEoríA
DE lAS ArTES
3
Comité asesor
José Francisco Zúñiga García (Universidad de Granada)
Carmen rodríguez Martín (Universidad de Granada)
José García leal (Universidad de Granada)
Sixto J. Castro (Universidad de Valladolid)
Alberto ruiz de Samaniego (Universidad de Vigo)
rafael Argullol (Universitat Pompeu Fabra)
José luis Molinuevo (Universidad de Salamanca)
Jorge Juanes lópez (Universidad de Puebla, México)

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BALIOEN FILOSOFIA ETA


GIZARTE ANTROPOLOGIA
SAILA
DEPARTAMENTO DE
FILOSOFÍA DE LOS VALORES
Y ANTROPOLOGÍA SOCIAL

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del Gobierno Vasco para el desarrollo de sus seminarios y publicaciones.

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Sumario

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ix
Aitor Aurrekoetxea y Fernando Golvano

La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación . . . . . . . 1


Gerard Vilar

Constelaciones críticas. Autonomía del arte, forma y compromiso en


Adorno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
Fernando Golvano

Recordando a Adorno: estrategias narrativas y memoria de la violencia . . 41


Mikel Iriondo Aranguren

Vigencia y obsolescencia del Ensayo sobre Wagner de Adorno . . . . . . . . . . 63


Miguel Salmerón Infante

Dialéctica de la ilustración. sapere aude. incipit . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75


Aitor Aurrekoetxea

Adorno y Hegel: avatares de una larga y compleja relación . . . . . . . . . . . . . 103


Xabier Insausti
La precariedad del arte.
Adorno, telos del arte y reconciliación
Gerard Vilar
Universitat Autònoma de Barcelona

La precariedad del arte es la condición general del arte de esta época.


En ella se resume el Zeitgeist, como se decía en otros tiempos. Esta con-
dición ha venido desarrollándose a lo largo del siglo xx, pero la teoría
y la crítica no han caído en la cuenta de la centralidad de este concepto
hasta hoy, salvo quizás, en el caso de Walter Benjamin, quien en los años
treinta intentó pensar esta condición del arte con el único concepto que
tenía a mano, el de «pobreza». En su célebre texto de 1936 sobre El autor
como productor subrayaba que el cometido más urgente del escritor actual
era «conocer lo pobre que es y lo pobre que tiene que ser para poder
empezar desde el principio» 1. Sin duda la pobreza es un aspecto de la
precariedad. Recientemente, notorios críticos de arte contemporáneo han
manifestado la importante conexión existente entre éste y la precariedad.
Para Nicolas Bourriaud «la realidad del arte contemporáneo está situada
en la precariedad», algo esencial puesto que «toda reflexión ética acerca
del arte contemporáneo está inextricablemente ligada a su definición de
realidad» 2. Dado el descrédito del concepto de realidad hoy en día, no es
de extrañas ese auge del sentido de la precariedad. Por su parte, Hal Foster
ha afirmado que aunque «ningún concepto incluye todo el arte de la pasa-
da década, hay, sin embargo, una condición compartida, la precariedad», si
bien ello no implica que el arte sea mera mímesis de esta condición, pues
de algún modo tal vez paradójico «la precariedad constitutiva de muchas
obras de arte, lo es, no obstante y a veces, de un modo que transforma esa

1
  Benjamin (1975), p. 129.
2
  Bourriaud (2009), p. 22.
2 Gerard Vilar

aflicción debilitadora en una llamada apremiante» 3. Ciertamente, el arte


contemporáneo lleva mucho tiempo pensando y reflexionando acerca de
la precariedad. Desde que se generalizaron algunos de los rasgos comu-
nes en el arte desartizado de hoy —desestetización, desmaterialización,
efimerización— la precariedad se ha ido convirtiendo en el estatus más
común del arte. Para empezar, la precariedad ontológica se ha asentado en
los fundamentos del arte contemporáneo, un fundamento completamente
distinto del que constituía la base del arte de Picasso o de Pollock. El arte
siempre había sido más o menos frágil. A pesar de las pretensiones de
intemporalidad y eternidad, ni las pirámides de Egipto ni los Budas de
Bamiyan han podido resistir la acción del tiempo y la mano humana. La
mayor parte de la pintura griega y romana se ha perdido, al igual que la
música y la danza. Y es un milagro que todavía hayamos retenido y salva-
do algo de esos mundos. El arte contemporáneo se ha alejado a propósito
de esa pretensión que algunas artes tuvieron en el pasado para acercarse a
los modos de existencia más frágiles de las artes performativas o efímeras.
Sin embargo, el arte contemporáneo, además de frágil como ha sido siem-
pre en un grado u otro, es precario, esto es, su modo de ser a penas reposa
sobre su forma y su materia. Los problemas contemporáneos acerca de la
definición e identificación del arte solo son síntoma de esta precarización
ontológica. Dicha precarización tiene que ver con la desaparición de la es-
pecificidad de las cualidades de las obras de arte que se confunden con los
objetos y las acciones del mundo real, especialmente de la vida cotidiana.
Cocinar un curry verde tailandés (Rirkrit Tiravanija) o una grieta en el
suelo (Doris Salcedo) son obras de arte cuya ontología no solo es frágil,
sino precaria porque depende de un sofisticado sistema de identificación
que es el mundo del arte contemporáneo. La precarización del arte no es
solo un fenómeno que afecte a la ontología, sino que necesariamente la
encontramos, a su vez, en otras dimensiones de las obras.
La precariedad epistémica o semántica suele ser también muy eviden-
te. En el Renacimiento las artes empezaron un camino hacia la autono-
mía que, al fragilizar la conexión entre la obra, el público y el contexto
evitando las funciones tradicionales, acabaría estableciendo una esfera
diferenciada en el modo de significar y comunicar las obras de arte, el
modo estético. La fragilidad del significado de las obras artísticas y su le-
gibilidad tras la conquista de su autonomía a partir del siglo xviii ha sido
tematizada y teorizada repetidamente con categorías como «obra abierta»,
«carácter enigmático», pero la creciente precarización ontológica del arte

3
Foster (2009).
La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación 3

en las últimas décadas ha hecho que la dependencia del discurso y la poé-


tica sea cada vez más explícita y fuerte. ¿Cómo podría llegar a entenderse
algo de tantas de las obras de un artistas político como Hans Haacke sin
un notable esfuerzo intelectual de lectura y comprensión? ¿O de la crítica
institucional de Marcel Broothaers, o del feminismo de Martha Rosler o
Nancy Spero?
La precariedad epistémica, la dificultad de acceder al significado de
las obras de arte y su profunda ambigüedad, su dependencia del trabajo
del receptor, implican igualmente un precariedad de la dimensión ética y
política de las obras. Desde que el arte es autónomo la conexión entre la
estética y la política es frágil. Las obras moral o políticamente educativas
del pasado las miramos como productos culturales que hoy serían ente-
ramente imposibles y descalificables. Sin embargo, nada hay en el arte
contemporáneo más buscado que las formas de conexión de la ética y la
estética. Jamás hubo tanta auténtica ansia moral y política en el arte como
hoy, cuando las dificultades para hacer auténtico arte político son mayores
que nunca. Las obras de Manet o de Rodchenko y Eisenstein, las de Georg
Grosz o Renato Guttuso fueron obras políticas a las que el paso del tiempo
ha depotenciado, pero que podemos seguir respetando como arte político.
La precariedad moral y política del arte contemporáneo genera, por el
contrario, enormes dudas sobre la autenticidad y el efecto de las mismas.
Basta una ojeada por cualquier bienal para ver hasta qué punto eso es así.
Sin embargo, esta condición precaria del arte contemporáneo tiene sus
antecedentes, como todo en esta vida, y la filosofía ya la había anticipado,
en cierto modo sin saber en qué grado lo estaba haciendo. De entre los
pensadores que se han ocupado de los fenómenos artísticos, y que tienen
interés para la tarea de conceptual la precariedad del arte hoy, destaca
el nombre de Theodor W. Adorno (1903-1969). Quizás a alguno pueda
sorprenderle la elección frente a W. Benjamin o tal vez a otros pensadores
igualmente importantes porque Adorno tiene fama de dogmático. Inten-
taré argumentar en las próximas páginas por qué creo que, más allá de los
aspectos sin duda dogmáticos y hasta autoritarios que puedan señalarse
en la filosofía de este pensador, su filosofía es una suerte de filosofía de la
precariedad en la que, sin embargo, esta categoría nunca aparece como
tal. Voy a centrarme en su filosofía del arte, que es lo que aquí nos ocupa,
aun cuando muchas de las cosas que voy a decir también pueden decirse
de otros aspectos de su pensamiento y, en general, al conjunto del mismo.
Para empezar, quiero afirmar, contra lo que algunos han sostenido, que
la filosofía del arte de Adorno tiene asegurada su permanente interés en el
futuro. La principales razones de esta pervivencia se reducen básicamente
a una: porque puso el énfasis en la crítica y la negatividad. Más allá de sus
4 Gerard Vilar

inevitables elementos caducos, propios de las limitadoras circunstancias


biográficas e históricas que condicionan cualquier discurso filosófico, la tesis
de que el arte reposa en la negatividad, y el modo en que es desarrollada
esta tesis en una extensa obra, la convierten en candidata a la inmortalidad.
Voy a intentar explicar por qué soy tan optimista en relación a la estética
de Adorno, y en mi argumentación voy a tener en mente ante todo a su
filosofía de la música, que es sin duda la parte menos conocida y estudiada
de su filosofía, quizás porque ha estado sometida a una lectura estereoti-
pada que miraba al dedo en lugar de a la Luna. Adorno ya vivió el rechazo
de muchos hacia sus ideas en relación al arte, y no sólo el arte. Para unos
—radicales de izquierda y para el movimiento estudiantil— porque no
eran suficientemente comprometidas, por ser herméticas y antipopulares,
por ser demasiado contemplativas y sin conexión con las prácticas reales
de transformación política del mundo. Para otros, por el contrario, por
ser demasiado izquierdistas y comprometidas con una crítica ideológica
desfasada. Para la mayoría, por ser sus ideas elitistas y moralistas, por su
manifiesta aversión a la cultura de masas, por su sectaria defensa de una de-
terminada corriente de las vanguardias y por su condena de todas las demás
a las tinieblas de la reacción. Todas estas lecturas son unilaterales. Unos
convirtiéndolo en un intelectual melancólico sentado confortablemente
en una terraza del Gran Hotel Abismo mientras, sin hacer nada, contem-
pla cómo el mundo se desmorona a la vez que se consideraba el último
representante de la auténtica cultura. Otros, convirtiéndolo en un diablo
empeñado en seguir corrompiendo a los jóvenes con ideas trasnochadas y
peligrosas —caería en esta lectura extremista hasta alguien tan inteligen-
te como J-F. Lyotard 4—. Estas lecturas empequeñecedoras de uno de los
grandes del siglo XX no empezaron a teorizarse en serio hasta poco después
de la muerte del autor en 1969. Se suele señalar como primera versión de
ellas la lectura realizada en un artículo, poco conocido fuera del ámbito de
la filosofía alemana, debido a Thomas Baumeister y Jens Kulenkampff 5, en
el que los autores señalaban la conexión de las ideas estéticas de Adorno con
una filosofía de la historia que convierte a la estética en la forma última de
la filosofía condenada necesariamente al fracaso por su radicalidad. Rudiger

4
«J-F. Lyotard, «Adorno come Diavolo», en Los dispositivos pulsionales, Madrid:
Fundamentos, 1981.
5
T. Baumeister y J. Kulenkampff, «Geschichtsphilosophie und Philosophische
Ästhetik. Zu Adornos Ästhetischer Theorie», Neue Hefte für Philosophie, 5 (1973), pp.
74-104.
La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación 5

Bubner y Hans-Robert Jauss 6, desde diferentes posiciones hermenéuticas,


socavaron la defensa adorniana de la dimensión crítica del arte apelando a
una reivindicación del placer estético, de la experiencia estética en sentido
kantiano, del juego y lo lúdico, preparando así el terreno a la avalancha
postmoderna que se produciría en la década de los ochenta y noventa. Des-
de las propias filas de los simpatizantes de la teoría crítica, por así decirlo,
algunos incluso contribuyeron a dar solidez filosófica a las acusaciones de
sus enemigos. Así la británica Gillian Rose con su importante libro The
Melancholy Science 7. Lecturas de Adorno que intentasen separar el grano
vivo y productivo de la paja envejecida y caduca no se produjeron hasta
finales de los años ochenta. Albrecht Wellmer sería el mejor ejemplo, pero
también hay que mencionar a Frederic Jameson, Axel Honneth, Christoph
Menke o Alex G.-Düttmann 8. Wellmer, particularmente, a quien en parte
sigo en este texto, intentó trazar las líneas principales de lo que denominó
una «lectura estereoscópica» 9 de la obra de Adorno. No voy a proponer
una lectura sistemática de Adorno como proyecto en una perspectiva de
continuidad teorética y menos aún de escuela. No se puede continuar a
Adorno, sería algo totalmente contrario al espíritu de su filosofía, que,
como el arte, tiene su anclaje en una constelación histórica determinada.
Y la nuestra es distinta, por muchos elementos parecidos que tengan. Sin
embargo, creo que podemos aprender muchas cosas de Adorno para nuestro
complejo e incierto presente. Propongo leer a Adorno desde la categoría de
precariedad, algo que, a su vez, es una lectura precaria en sí misma.
Lo primero que podemos aprender de la estética filosófica de Ador-
no es la modestia de la empresa y la necesidad de mantenerla pegada al
desarrollo de los fenómenos artísticos contemporáneos. Kant, Hegel o

6
R. Bubner, «Über einige Bedingungen gegenwärtiger Ästhetik», en Neue Hefte
für Philosophie 5 (1973), luego reproducido en R. Bubner, Ästhetische Erfahrung, Frankfurt:
Suhrkamp, 1989, pp. 9-51. H.-R- Jauss, Ästhetische Erfahrung und literarische Hermeneutik,
vol I, Munich, 1977, pp. 37-46.
7
Acerca de Adorno y el intelectual melancólico véase Gillian Rose, Melancholy
Science, Londres: MacMillan, 1978; Wolf Lepenies, Melencholie und Gesellchaft, Frankfurt:
Suhrkamp, 1998; Jordi Gracia, El intelectual melancólico, Barcelona: Anagrama, 2011; Félix
de Azúa, «Adorno, el reaccionario», Letras libres (2004): http://www.letraslibres.com/
revista/tertulia/adorno-el-reaccionario. Asimismo, «El Arte y la Crisis», El Boomeran(g)
9 y 14 de junio de 2010: http://www.elboomeran.com/blog-post/1/9114/felix-de-azua/
congreso-en-berlin-el-arte-y-la-crisis-conferencia-inaugural/.
8
A. Wellmer, La dialéctica de la modernidad y la postmodernidad, Madrid: Visor,
1993; «La unidad no coactive de lo multiple», en A. Wellmer/V. Gómez, Teoría crítica
y estética, Valencia, 1994; «¿Podemos aún hoy aprender algo de la estética de Adorno?».
9
La dialéctica…, cit, p. 50, 155. «La unidad…», cit., p. 34.
6 Gerard Vilar

Schopenhauer desarrollaron sus filosofías por razones sistemáticas y sus


análisis de fenómenos estéticos eran siempre ilustración de categorías
estéticas concebidas previamente. Para Adorno, la auténtica filosofía, y
especialmente la estética, es «la experiencia plena, no reducida, en el me-
dio de la reflexión conceptual» (6, 24) 10. De modo que las categorías de
su pensamiento estético son resultado de la elaboración de su experiencia
del arte, particularmente del arte de las vanguardias históricas, y sus aná-
lisis materiales de obras literarias y musicales no son «aplicaciones, sino
momentos integrales de la teoría estética misma» (7, 480). De ahí que
en realidad estética filosófica, crítica e historia del arte son inseparables
—y al menos en su aspecto más teórico, una misma cosa—. Al final de
la exposición volveré sobre este punto. De la compleja constelación de
conceptos que concurren en el pensamiento adorniano sobre el arte y la
estética voy a fijarme especialmente en tres, a saber: negatividad, función
y reconciliación. Por un lado, pues, voy a centrarme en la negatividad
de la estética adorniana, un concepto con muchas acepciones en su pen-
samiento que habremos de desgranar en seguida. El segundo vértice de
este triángulo conceptual se encuentra en la cuestión de la función o telos
del arte en su estética, esto es, el para qué sirve algo aparentemente tan
inútil como el arte. Y el tercer vértice se encuentra en el papel de la idea
de reconciliación, una herencia del idealismo alemán y de la tradición re-
ligiosa, en esta constelación de conceptos y argumentos que trascienden su
estética para formar parte de los conceptos configuradores de su filosofía en
general. No voy a organizar mi exposición en tres partes correspondientes
a cada uno de estos conceptos. Me parecería escasamente productivo ha-
cerlo así. En su lugar, voy a emplear como hilo conductor expositivo los
cuatro sentidos principales en los que en la estética de Adorno aparece el
concepto de negatividad. El arte auténtico es, para Adorno, «negativo»
en cuatro sentidos: (1) es negativo por estar en relación crítica con una
realidad social dada; (2) es negativo en tanto relacionado antitéticamente
con la realidad empírica a través de su autonomía, esto es, como esfera
independiente de validez sui generis no reductible a aquellas de la verdad,
lo moralmente bueno o lo socialmente útil; (3) es negativo en el sentido
de trascendente a cualquier normatividad estética; y, finalmente, (4) el arte
moderno auténtico es negativo en el doble sentido de que es hermético
y rechaza la comunicación, y en el sentido de que habla de sufrimiento y
produce displacer.

10
Citaré siempre las traducciones por la edición siguiente: T. W. Adorno, Obra
Completa, Madrid: Akal, 2006 y ss.
La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación 7

Crítica normativa
En tanto que piezas de una teoría crítica, las tesis de la estética ador-
niana son siempre normativas. Así, cuando Adorno escribe acerca del arte
junto a este substantivo no es nada extraño encontrar el adjetivo calificati-
vo de «auténtico». Hay un «arte auténtico del pasado» (7, 61) 11, al igual
que hay un «auténtico arte nuevo» (7, 45), «obras de arte auténticas» (7,
90), «auténticos artistas» (7, 65), e incluso la autenticidad tiene grados ya
que hay «las obras de arte más auténticas» (7, 147). Por supuesto también
hay «música auténtica» (7, 333), «experiencia estética auténtica», «formas
auténticas», y un largo etcétera. Lo auténtico se opone a inauténtico, lo
falso o lo incorrecto. Por consiguiente, hay también, y presumiblemente
en mayor abundancia, lo contrario del arte auténtico. ¿Cómo distingue
Adorno lo auténtico de lo inauténtico? Quien tenga cierta familiaridad
con la filosofía de Adorno, sabrá que para él no hay puntos de vista ab-
solutos o ahistóricos, y en cualquier materia, pero especialmente en la
estética, no valen las definiciones 12. Toda cuestión estética depende de la
configuración histórica en la que se planeta y en la que se resuelve. No
hay una definición universal e intemporal de arte, solo hay constelaciones
históricas. Solo los conservadores culturales «quieren encontrar unas in-
variantes del arte que, modeladas patente o latentemente de acuerdo con
algo pasado, sirvan para difamar lo actual y lo futuro» (10/1, 387). Ello
significa que la autenticidad o inautenticidad de una obra de arte depende
de su presente histórico y no de criterios invariables. De hecho, además,
aunque toda la filosofía de Adorno está impregnada de filosofía de la his-
toria y hasta en cierto modo bien pudiera definirse como una filosofía de
la historia, se trata de una concepción negativa de la misma, que incluye
el elemento de la discontinuidad, algo desconocido por la tradición filo-
sófica que se inició con la Ilustración y el idealismo alemán. Adorno no
renuncia al progreso, pero va mucho más allá de la mera visión trágica de
la historia universal de Hegel y Marx —la historia avanza, pero siempre
por su lado malo—. Para él la historia universal es «la unidad de la conti-

11
Cito según volumen y página de la edición castellana de la Obra Completa, de
Akal, Madrid, 2003 y ss.
12
«La negatividad del concepto de arte concierne a éste en su contenido. La propia
naturaleza del arte, no la impotencia de los pensamientos sobre él, prohíbe definirlo; su
principio interior, el principio utópico, se rebela contra el principio del dominio de la
naturaleza de la definición» (10/1, 395).
8 Gerard Vilar

nuidad y la discontinuidad» (6, 294) 13. Y es en ella que la autenticidad de


cualquier obra de arte debe medirse: «El material histórico es constitutivo
en las obras de arte; son auténticas las obras que se abandonan al material
histórico de su tiempo sin reservas y sin jactarse de estar por encima de
él» (7, 244-245). Naturalmente, a Adorno no le vale cualquier forma de
abandono al material histórico de su tiempo. Cualquier novela romántica
de Rosamunde Pilcher o cualquier film de entretenimiento hollywoodiano
se entregan al material histórico de su tiempo. Adorno está pensando en
otra cosa distinta, porque este material es solo el material visto a la luz
del progreso y del imperativo de la emancipación, y, por consiguiente, la
autenticidad tiene que ver no con el mero entretenimiento y el conformis-
mo ideológico sino con la crítica social y cultural con toda su dimensión
ética y política porque el arte auténtico se mantiene vivo «debido a su
fuerza de resistencia social (gesellschaftliche Resistenzkraft)» (7, 299). Por
eso las obras de arte son negativas frente a la sociedad, porque se oponen
a ella poniendo en evidencia sus miserias e insuficiencias. «Lo asocial del
arte es la negación determinada de la sociedad determinada», sentenció
(7, 298). Como es sabido, Kafka, Beckett, Schönberg o Berg ejemplifi-
caban para Adorno la autenticidad del arte en su época. Claro que, esta
suerte de negatividad se ha hecho más intensa en el último siglo. Cuesta
ver en qué sentido la música de Bach, la de Beethoven o la de Wagner
eran auténticas en este sentido crítico de la sociedad. Cuando existían las
bellas artes, desde el Renacimiento hasta principios del siglo xx, o, más
atrás en el tiempo, cuando el arte estaba fundamentalmente al servicio
de la religión, ¿en qué sentido el arte auténtico podía ser «crítica de la
sociedad»? Adorno nunca pretendió pensar una teoría estética para el arte
de todas las épocas. Las alusiones al arte anterior a la cultura burguesa y
a la época del capitalismo son raras en sus escritos. Pero para el arte del
barroco en adelante apunta algunas ideas. Por ejemplo, el arte bello en el
pasado encierra una «promesse de bonheur», según expresión de Stendhal
en su escrito sobre el amor adoptada por aquél. Dicha promesa apuntaba a
la utopía, a una mundo en el que, a diferencia del mundo real, la felicidad
fuera una promesa cumplida. La utopía, de la que apenas podemos decir
nada porque está cubierta con un velo negro, que no se puede concretar
ni siquiera negativamente, es tabú, lo indecible (7, 51). En la fórmula de
una «utopía sin palabras y sin imágenes» («wortlose, bilderlose Utopie»,
7, 326) resuena inevitablemente la prohibición religiosa judía de las imá-

13
Véase también, las lecciones editadas con el título Zur Lehre von der Geschichte
und von der Freiheit, Frankfurt: Suhrkamp, 2001, pp. 134 ss.
La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación 9

genes y los nombres, una intuición de clara raíz teológica que le acercaba
a Benjamin 14. El último párrafo de Minima moralia, Adorno formula su
radical intuición epistémica y ético-política en unos términos cercanos a
la teología, tan familiares por otra parte en el discurso de Walter Benja-
min. Permítaseme citarlo en toda su extensión porque formula una clave
decisiva de su filosofía en general:
El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse a
la vista de la desesperación es intentar ver las cosas tal como aparecen
desde la perspectiva de la redención. El conocimiento no tiene otra luz
iluminadora del mundo que la que arroja la idea de la redención: todo
lo demás se agota en reconstrucciones y se reduce a mera técnica. Es
preciso fijar perspectivas en las que el mundo aparezca trastrocado, ena-
jenado, mostrando sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el
grado en que aparece bajo la luz mesiánica. Situarse en tales perspectivas
sin arbitrariedad ni violencia, desde el contacto con los objetos, sólo le
es dado al pensamiento. Y es la cosa más sencilla, porque la situación
misma incita perentoriamente a tal conocimiento, más aún, porque
la negatividad consumada, cuando se la tiene a la vista sin recortes,
compone la imagen invertida de lo contrario a ella. Pero esta posición
representa también lo absolutamente imposible, puesto que presupone
una ubicación fuera del círculo mágico de la existencia, aunque sólo
sea en un grado mínimo, cuando todo conocimiento posible, para que
adquiera validez no sólo hay que extraerlo primariamente de lo que es,
sino que también, y por lo mismo, está afectado por la deformación y la
precariedad mismas de las que intenta salir. Cuanto más afanosamente
se hermetiza el pensamiento a su ser condicionado en aras de lo incon-
dicionado es cuando más inconsciente y, por ende, fatalmente sucumbe
al mundo. Hasta su propia imposibilidad debe asumirla en aras de la
posibilidad. Pero frente a la exigencia que de ese modo se impone, la
pregunta por la realidad o irrealidad de la redención misma resulta poco
menos que indiferente (4, 257).
Vemos ahora cómo se encadenan los tres grandes conceptos adornia-
nos de los que quería tratar. La negatividad del arte, en el primer sentido,
significa que el arte es crítico con la sociedad, es una fuerza de resisten-
cia social. Lo ha sido de distintas maneras en la historia, pero esa crítica
siempre tiene un último anclaje en la perspectiva de la redención que es

14
Véase D. Kaufmann, «Beyond Use, Within Reason: Adorno, Benjamin and
the Question of Theology», New German Critique 83 (2001), pp. 151-173. Para una
interpretación más arriesgada, véase J. Wells, «Theodor Adorno’s Augustinian Project»,
Telos 137 (2006), pp. 7-35.
10 Gerard Vilar

la que, en última instancia, permite ver a su luz las deformaciones, las


injusticias y la precariedad de la realidad. Sólo eso, para Adorno, justifica
ese momento de resistencia que hay en todo arte auténtico.
El arte es apariencia incluso en su mayor sublimidad; pero la apa-
riencia, lo que hay en él de irresistible, le viene de algo que no es
aparente. Al deshacerse del juicio, el arte, sobre todo el tachado de
nihilista, dice que no todo es sólo nada. De otro modo, sea lo que sea,
sería pálido, incoloro, indiferente. No hay luz sobre los hombres y las
cosas en que no se refleje la trascendencia. Hay algo indestructible en
la resistencia contra el mundo fungible del cambio: la del ojo que se
niega a que los colores del mundo sean aniquilados. En lo aparente se
promete lo carente de apariencia (6, 370).
Algo parecido encontramos en la filosofía auténtica: «La esperanza en
una reconciliación es la compañera del pensamiento irreconciliable» (6, 30).
Si el arte auténtico tiene un sentido y una función críticos es porque en él
se perciben los destellos de una trascendencia muda en resistencia contra
la aniquilación de los colores del mundo. Todo esto es muy metafórico y
parece lleno de sentido, pero ¿cómo lo entiende de modo más concreto?
¿No hay una cierta contradicción entre la afirmación de que el corazón de
todo arte auténtico es histórico y la perspectiva de una trascendencia que
inevitablemente apunta a lo suprahistórico e intemporal? Evidentemente,
desde la perspectiva de la redención la realidad siempre es insuficiente,
precaria y deformada, además de injusta. Por otra parte, Adorno no tenía
la menor simpatía por aquellas formas de arte críticas que denuncian la
injusticias y las insuficiencias del mundo de modo directo, como discurso
ideológico y consignas políticas. Todo el arte propagandístico característico
del movimientos de las izquierdas desde la primera guerra mundial hasta
los años sesenta lo consideraba pobre y de segunda mano en el mejor de
los casos y normalmente mera propaganda, alejada del arte auténtico. Eso
incluía la obra del dramaturgo Bertold Brecht o la de los artistas dadaístas
y surrealistas, obras todas ellas por las que en general nunca expresó la
menor simpatía, a diferencia de Walter Benjamin. Los ejemplos que en-
contramos en su obra casi siempre son los mismos: Proust, Kafka y Beckett
en la literatura. En música la Segunda escuela vienesa en la música, a la
que estuvo llamando «Nueva Música» hasta su muerte, cuando esa música
ya no era nueva en los años treinta, y con un olímpico silencio sobre las
creaciones contemporáneas, solo roto muy al final de la vida con menciones
a Boulez o a Stockhausen. En artes visuales, meras citas de Picasso, Kand-
insky o Klee, sin entrar nunca en análisis. En los casos de Kafka, Beckett
o Schönberg está relativamente claro por qué Adorno les defendía como
modelos de su concepción normativa del arte: la conexión con el momento
La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación 11

histórico, el mostrar la falta de sentido del orden social, que aparece como
perfectamente desordenado, imposibilitando la existencia de individuos
libres, la reverberación de la perspectiva de la redención. Pero con Proust
o Picasso es todo más confuso, porque en ambos domina una celebración
de la vida solo cuestionada en pocos momentos. Cierto que para ambos
la verdadera vida se encuentra en el arte, porque nos reconcilia con ella,
aunque sea mera ilusión o esa mentira que nos hace comprender la verdad,
según afirmó Picasso. Pero no es muy fácil ver en qué sentido las obras de
estos grandes artistas fueron crítica de la configuración determinada de
una sociedad determinada. En Proust hay más bien una constatación de
la imposibilidad del amor y de la felicidad, algo sostenible en cualquier
momento histórico y en cualquier sociedad. La crítica proustiana sería,
entonces, más bien de naturaleza existencial o metafísica. Y en el caso de
Picasso todo es menos evidente. En sus años comunistas Picasso hizo obras
deleznables. Y el resto de su obra difícilmente puede interpretarse como
una mirada desde la perspectiva de la redención, salvo quizás el Guernica.
Ayuda a comprender la posición de Adorno los casos de artistas y obras a
los que puso objeciones con algún detenimiento, algo que se produce solo
ante músicos, como por ejemplo, Sibelius, Hindemith o, claro está, Strav-
inski. En todos ellos encontramos la falta de autenticidad por ausencia de
una conexión con el momento histórico. El primero por haberse quedado
anclado en un lenguaje decimonónico y los otros por haber retrocedido
sobre sus pasos a partir de los años veinte con una vuelta al orden pedido
por Cocteau y no haber superado nunca posteriormente el reaccionarismo
neoclásico. En este sentido la obra de estos compositores, para Adorno, no
representa una negatividad frente a la sociedad, sino que está dominada
por la (falsa) reconciliación con ella y, por consiguiente, carece de carácter
crítico. Pero ¿no resulta muy unilateral esta crítica? ¿No es cierto que en
la música de Sibelius, por ejemplo, habla, como dice el tópico, a menudo
una naturaleza que reivindica su belleza frente al horrible mundo urbano
e industrial moderno, y que el propio Adorno defiende la belleza natural
como utopía de un mundo verdaderamente habitable más allá de la socie-
dad burguesa, de su trabajo y de sus mercancías, como «alegoría de este
más allá» (7, 98), y que se le parece lo reconciliado» (7, 104). La respuesta
de Adorno sería seguramente que la música de Sibelius no es naturaleza
sino arte, y que su belleza es inauténtica, ya que en el mundo deformado
de la sociedad administrada no hay lugar para el arte bello, a diferencia de
lo que todavía era posible en siglo xix, porque detrás la belleza hoy sólo
hay heteronomía, ideología, ocultación del horror.
Se podría preguntar entonces si el arte auténtico, en tanto que crítica
de lo existente, no es él mismo también en cierto modo ideológico, si no
12 Gerard Vilar

participa también de aquella sociedad a la que supuestamente se opone,


si no participa también del fetichismo, y si en cierto sentido no está ya
neutralizado, ya que aunque se resisten a la sociedad participan de ella.
La respuesta de Adorno es que, efectivamente eso es lo que ocurre y ahí
radica la inevitable precariedad del arte hoy: «Las obras de arte, que son
productos del trabajo social y están sometidas a la ley formal, o generan
una, se cierran a lo que ellas mismas son. Por tanto, cada obra podría estar
afectada por el veredicto de la falsa consciencia y ser atribuida a la ideolo-
gía. Formalmente, con independencia de lo que digan, son ideología… el
contenido de verdad de las obras de arte (que también es su verdad social)
tiene como condición su carácter fetichista… pero la subsistencia del arte
se vuelve precaria en cuanto toma consciencia de su fetichismo y (como
ha ocurrido desde mediados del siglo xix) se aferra a él. El arte no puede
denunciar su propia ofuscación; no sería nada sin ella. Esto lo conduce
a la aporía» (7, 300-301). Para explicar esta precariedad, sin embargo,
se nos hace necesario pasar a otra acepción del concepto de negatividad
vinculada al de autonomía.

Autonomía y negatividad
El arte auténtico es negativo respecto a la sociedad y al mundo real
en general porque es autónomo y cuando no lo es tampoco es auténtico.
Como es sabido, para Adorno todas aquellas obras artísticas que renie-
gan de la autonomía para venderse al mercado, a la cultura de masas y
al espectáculo son heterónomas. Así, su rechazo en bloque de la música
de jazz, de la música pop, de casi todo el cine, y de compositores del
siglo xx como Stravinski o Gershwin se basaba en reprocharles su falta
de autonomía en un grado u otro. De hecho, este concepto es la piedra
miliar desde la que se traza la línea divisoria entre la auténtica cultura
y la industria cultural y es el fulcro a partir del cual levanta su teoría
estética. Adorno no inventa el concepto de autonomía. Lo asume como
un logro de la cultura burguesa en su primera época, cuando el arte se
emancipó de sus tareas tradicionales en el culto religioso y sus secuelas.
Y contra todas las tendencias persistentes e insistentes en el siglo xx de
abandonar la autonomía defendidas por tantos movimientos artísticos
en vida de Adorno, desde el Rodchenko y Mayakovski hasta John Cage
y los happenings de los sesenta, él defendió hasta el último día que el
arte debe ser autónomo y debe distinguirse de la vida so pena de desa-
parecer, una posibilidad que siempre contempló. Naturalmente, Adorno
jamás fue ingenuo en su pensamiento y sus manifestaciones acerca de
la problemática de la autonomía del arte. La Teoría estética lo deja claro
La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación 13

desde los primeros párrafos: «Es incierto si el arte sigue siendo posible;
si, tras su emancipación completa, no habrá socavado y perdido sus
propios presupuestos» (7, 10). Adorno es de los pocos pensadores que
comprendió el alcance de la precariedad del arte una vez que alcanzó
su autonomía respecto a las tradicionales funciones religiosa, política,
moral, o de entretenimiento. Antes que él, claro, lo entendió Hegel,
quien, sin embargo, sentenció al arte por su progresiva desconexión de
la verdad y lo condenó a una progresiva irrelevancia, a pesar de haberlo
tenido por una de las formas del Espíritu Absoluto. Adorno cree que el
arte aún tiene un papel relevante como forma de acceso a lo verdadero,
junto a la filosofía, en un momento histórico en el que amenaza el triunfo
de la cosificación y la sinrazón. Entonces, si el arte auténtico es el arte
autónomo que no sirve a ningún señor, ¿cómo cabe en este concepto de
arte que éste tenga alguna función crítica de la sociedad y de resistencia
frente al dominio de la racionalidad instrumental? Y, si se ha definido
la autenticidad de las obras por su conexión con la realidad histórica de
su presente, ¿cómo puede hablarse de autonomía del arte?
Para responder a estas dos cuestiones es necesario introducir una dis-
tinción que no encontramos en las reflexiones del propio Adorno y que éste
no estableció nunca como tal, pero que a efectos al menos expositivos, nos
puede ayudar a comprender de qué estamos hablando. Distinguiremos la
autonomía estética de la autonomía social. La relatividad de ésta última
nunca la cuestionó. Para Adorno el arte era un fait social, esto es, todo
arte es hijo de su tiempo y objeto posible de las ciencias sociales. La idea
misma de teoría crítica pretende hermanar filosofía y ciencias sociales. Él
mismo, en este sentido, fue fundador, por ejemplo, de la sociología de
la música y una parte sustancial de su obra está dedicada a ella. La auto-
nomía social del arte puede variar mucho con las culturas y las épocas.
En la Europa cristiana del románico el arte era mucho menos autónomo
socialmente que en la Grecia clásica. Y en los regímenes autoritarios del
siglo XX menos que en los regímenes democráticos. La Teoría Estética co-
mienza reconociendo «el carácter doble del arte en tanto que autónomo y
en tanto que fait social» (7, 15). Pero lo que quiere decir Adorno con esta
fórmula es que hay otra cosa que la relativa y variable autonomía social,
esto es, hay la autonomía estética, esa condición precaria que alcanzó el arte
en el siglo XVIII y que es permanentemente cuestionada desde entonces,
es otra cosa que la autonomía social. La autonomía estética significa para
el arte la ausencia de sometimiento a función alguna, libertad respecto
a toda norma o regla. Tal como la defiende Adorno, la autonomía no se
contradice con la función crítica. Adorno emplea una fórmula paradójica
que traduce la kantiana «finalidad sin fin»: «la función del arte en el
14 Gerard Vilar

mundo completamente funcional es su carencia de función» (7, 424) 15.


Naturalmente, la no funcionalidad es una propiedad no de cualquier forma
de arte, sino solo del arte auténtico en el presente de la sociedad admi-
nistrada o capitalismo tardío. Esto convierte al arte en una de las formas
fundamentales en las que los objetos producidos por el mundo humano
se resisten al dominio del principio de intercambio y al fetichismo de la
mercancía, pues, como hemos apuntado anteriormente, aun siendo pro-
ductos sociales que participan de los rasgos básicos de la sociedad que los
ha visto nacer, escapan a ese dominio total del principio del intercambio
y de la racionalidad instrumental para convertirse en lugartenientes de lo
no-idéntico. «Las obras de arte son los lugartenientes (Statthalter) de las
cosas ya no desfiguradas por el intercambio, de lo que no está estropeado
por el beneficio y por la falsa necesidad de la humanidad humillada» (7,
300). Por consiguiente, para Adorno, con su mera existencia autónoma las
obras de arte ya se oponen críticamente a la sociedad existente, es decir,
para Adorno el arte autónomo era político no por tener contenidos direc-
tamente políticos, y menos aún por defender consignas políticas concretas,
sino porque su mera existencia en un mundo donde todo está sometido
a las funcionalidad y sirve al sistema representa un elemento afuncional,
algo que no se somete al dominio imperante, algo que nos habla de otro
mundo posible. Y ahí, paradójicamente, encuentra su función —en no
tener función. Otra expresión de este pensamiento que utilizará en alguna
ocasión Adorno para decir lo mismo tiene que ver con el concepto de or-
den. Por ejemplo en Minima moralia: «La misión del arte hoy es introducir
el caos en el orden» (4, 230) 16. En la medida que las formas de arte no
autónomas, como los productos prefabricados de la industria cultural son
un elemento en la conservación y la saludo del orden dominante, las obras
autónomas con su mera presencia se aparecen como un desorden, como
una alteración del reino armónico de la cultura sometida. En tanto que
portadoras de este desorden sistémico, por así decirlo, o como resistentes
representan la llama viva de un orden distinto, de la utopía y, por tanto,
tiene esa fuerza crítica: «El arte no es solo el lugarteniente de una praxis
mejor que la dominante hasta hoy, sino también la crítica de la praxis en
tanto que dominio de la autoconservación brutal en medio y en nombre
de lo existente. El arte desmiente a la producción en su propio beneficio;

15
Véase, asimismo: (7, 300).
16
También en la Teoría estética: «Muchas veces se ha dicho (primero, tal vez, por
Karl Krauss) que en la sociedad total el arte ha de traer antes el caos al orden que lo
contrario» (7, 130).
La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación 15

opta por una praxis liberada del hechizo del trabajo. Promesse de bonheur no
significa simplemente que hasta ahora la praxis ha impedido la felicidad:
la felicidad estaría por encima de la praxis. El abismo entre la praxis y la
dicha lo mide la fuerza de la negatividad en la obra de arte» (7, 24).
Sin duda, el estatus del arte autónomo defendido por Adorno es de
gran precariedad y la evolución histórica ha mostrado que su posición era
demasiado radical y partidaria, hasta el punto que resulta una tarea muy
difícil explicarle a un joven de hoy por qué al autor de la Teoría estética
casi todo el arte del siglo xx le parecía reaccionario y hasta descartaba el
calificativo de arte para el jazz o el cine, y al tiempo hacerle ver el lado
positivo de la estética de este importante pensador. En el último tramo
de su vida, Adorno comprendió que el paso del tiempo también estaba
afectando a la fuerza crítica y resistente del arte que había elegido como
modelo crítico y autónomo. En los años sesenta, aquella música que venía
calificando de «nueva» desde su juventud empezaba a ser sexagenaria y
su importancia histórica estaba relativizándose a toda velocidad. La libre
atonalidad representa una línea compositiva más entre otras que igual-
mente han representado al arte autónomo, innovador y revolucionario,
crítico y hasta políticamente subversivo en el ámbito de la música. Ador-
no ya lo reconoció en las composiciones atmosféricas de Ligeti, la música
electrónica de Stockhausen o los happenings musicales de Cage 17. En un
artículo de 1964 sobre las dificultades para componer música reconoce
el gran mérito de éste último es haber hecho perder la confianza en una
lógica musical que se convierte en su contrario, la confianza en el ciego
ideal de una dominación completa de la naturaleza dentro de la música»,
y que «no es posible una vuelta atrás. Se caería casi necesariamente en el
reaccionarismo si, frente a la técnica dodecafónica, el principio serial y la
aleatoriedad se quisiera recobrar sencillamente la libertad subjetiva, es
decir el atonalismo libre en el sentido de Erwartung de Schönberg» (17,
290). Pero la precariedad de esta música autónoma se evidencia en que si
bien es cierto que «se opone obstinadamente a toda neutralización», por
otro lado, «sus happenings, en concordancia con la situación política, no
tienen ya un contenido político demoledor y por ello asumen fácilmente
un aspecto de scéances sectarias: mientras que todos creen haber asistido
a algo tremendo, no ocurre nada, no aparece ningún espíritu» (ibid.).
Así que, la envejecida «música nueva» pierde progresivamente su fuerza
crítica, como toda obra vanguardista con el paso de los años, y, además,

17
Véase, por ejemplo, el artículo de 1961 «Ver une musique informelle», en Quasi
una Fantasia (16, 503-549).
16 Gerard Vilar

es difícil escapar a los mecanismos de la neutralización si se confía de-


masiado en que la mera búsqueda de lo nuevo es ya una garantía de au-
tenticidad y autonomía. Desgraciadamente, el mero anhelo de lo nuevo
no es garantía de casi nada. Adorno es realista al respecto: «Las obras
suelen actuar críticamente en el momento de su aparición; más tarde
quedan neutralizadas debido al cambio de la situación: La neutralización
es el precio social de la autonomía estética. Una vez que las obras de arte
están sepultadas en el panteón de los bienes culturales, están dañadas
ellas mismas, su contenido de verdad. La neutralización es universal en
el mundo administrado» (7, 302) 18.

Contra toda norma


La negatividad del arte, entendida como autonomía de éste frente a
las funciones que la sociedad pretende imponerle, se traduce en un tercer
sentido del concepto, a saber: la negatividad como libertad frente a toda
norma estética. Este tercer sentido de la negatividad viene implícito en
el concepto de autonomía formulado. El auténtico arte autónomo no está
sometido a ninguna norma y debe explorar libremente su material resis-
tiendo a toda subsunción bajo los principios que rigen la sociedad total o
administrada. Adorno pensaba que el despliegue del arte moderno estaba
dando la pauta de esta normatividad y que la tarea de la estética consiste
en pensar este movimiento y acompañarlo como reflexión que explique y
justifique su normatividad. Desde el punto de vista lógico-metafísico este
imperativo es muy radical. Las obras de arte, como lugartenientes de lo no
idéntico resisten al principio de identidad. Eso debería querer decir que en
ellas lo universal se presenta como lo singular, aquello que no es un caso
particular de algo general. Ello parece, de entrada, como contradictorio
con el carácter normativo de la estética adorniana y con su defensa de
ciertas corrientes artísticas concretas, por ejemplo, el dodecafonismo en
la música. Pero para Adorno, aquí solo hay una verdadera contradicción
dialéctica tal como él la entendía, esto es, de la dialéctica negativa que
no conoce síntesis o reconciliación real. Para Adorno los objetos siempre
tienen prioridad o preeminencia (Vorrang) frente al pensamiento, y la
filosofía no puede reducirlos mediante sus conceptos, especialmente tra-
tándose del arte.

18
Sobre el fenómeno de la neutralización véase el cap. vii («¿Muerte del arte o
neutralización?») de mi libro Desartización. Paradojas del arte sin fin, Salamanca: eusal,
2010, pp. 167-190.
La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación 17

El problema que se nos presenta aquí no es del arte, el problema es


de la filosofía, que difícilmente puede pensar sin conceptos, que siempre
representan una universalidad impuesta al objeto. Pensar es siempre iden-
tificar. La filosofía, el pensamiento, tiene su propia utopía formulada por
Adorno en su Dialéctica negativa como «abrir con conceptos lo privado de
conceptos, sin equipararlo a ellos». De ahí que la gran búsqueda filosófica
de Adorno, comparable a la de Benjamin, Heidegger o Bataille, fuera
encontrar una forma de pensamiento que evitara al máximo esa condición
identificante el pensar y encontrara, como antaño quiso Hegel, un pen-
samiento más respetuoso con el objeto. Adorno creyó encontrarlo como
pensamiento configurativo, en constelaciones o prismático 19. Esa búsqueda
no estaba menos condenada al fracaso que el pensamiento como Andenken
del último Heidegger con su acercamiento a la poesía, pues al final lo que
hay siempre es la reconversión de la filosofía en literatura y la renuncia
al momento de la filosofía como resolución de problemas, que siempre es
mediante análisis de conceptos y argumentación.
Pero la filosofía hace un mal servicio al arte cuando se convierte en
arte literario, porque entonces no puede satisfacer la necesidad que el arte
tiene de la filosofía para llevar a concepto lo que el arte es y hace en cada
momento. Algunos artistas han considerado que la estética es innecesaria.
Barnett Newman es conocido por su famosa frase según la cual «la estética
es al arte lo que la ornitología a los pájaros.» Y Antoni Tàpies escribió
todo un manifiesto sobre El arte contra la estética. Adorno, por el contrario,
consideraba, como Hegel, que el arte sin reflexión es una fantasía anacróni-
ca en nuestra cultura reflexiva. El arte se ha vuelto reflexivo; la reflexión ha
penetrado en su interior (7, 454). Eso es cierto especialmente del arte de
vanguardia, cuya tendencia es tematizar sus propias categorías por medio
de la reflexión sobre sí mismo (7, 451), incluso hasta convertirse en eso
tan frecuente en los conceptualismos que es el arte sobre arte. La verdad
de las obras de arte necesita de la filosofía. «La estética no puede juzgar
el arte desde arriba ni desde fuera, sino que ha de ayudar a convertir en
conciencia teórica sus tendencias inmanentes» (7, 469). La crítica, como
momento de análisis filosófico concreto, es imprescindible. De hecho, son
inseparables para Adorno. El trabajo de la crítica no es juzgar las obras
desde unos criterios preestablecidos, ni mera ilustración. Para Adorno, en
la tradición romántica alemana, la crítica es substantiva, es compleción

19
Véase mi trabajo «Composición: Adorno y el lenguaje de la filosofía», Isegoría
11 (1995), pp. 195-203.
18 Gerard Vilar

de las obras 20. La crítica explicita el contendido de verdad de las obras así
como su no verdad (7, 460 s.), y en esa tarea visibiliza y pone conceptos
a la relación histórica de las obras de arte unas con otras. Ese trabajo de
la crítica desemboca en la formación del canon. Que ese canon sea con-
servador o no depende de cómo se plantee. Los conservadores culturales
quieren un canon para tener una definición de arte con la que defenderse
de lo nuevo y lo actual. Sin embargo el canon puede estar perfectamente
abierto a lo nuevo. «Las obras auténticas son críticas de las pasadas. La
estética se vuelve normativa al articular esta crítica» (7, 476). Así, en la
obra de Adorno encontramos claramente un canon. Y en él no hay obras
equivocadas. Todos los artistas que él celebró son comúnmente aceptados
hoy en el canon: Proust, Beckett, Mann, Schönberg, Berg, Webern, Valéry,
Celan, incluso John Cage. No estoy tan seguro del trabajo de reflexión
que hacen hoy tantas instituciones en el campo del arte contemporáneo
decididas a formar su canon crítico desde dogmatismos supuestamente
radicales, y como si ello no tuviera mucho de acto de poder. Todo ello, sin
embargo, no es otra cosa que signo de la precariedad creciente en la que se
encuentra el arte desde hace algo más de un siglo. Dicha precariedad está
instalada hoy en el corazón del arte más allá de su condición histórica, en
su condición temporal. Adorno creía como Baudelaire que las genuinas
obras de arte tienen una dimensión intemporal y otra histórica y caduca, la
que éste denominó modernité. Pero Adorno reconoció la posibilidad que la
dimensión intemporal desapareciera intensificando la precariedad del arte.
Frente a la pretensión tradicional de permanencia de las obras de arte, éstas
están hoy comúnmente dominadas por el carácter efímero característico de
las artes performativas. Aunque sus afinidades electivas no iban por ahí,
lo reconoció en muchos momentos de su reflexión. Por ejemplo, cuando
escribe: «Hoy son pensables, tal vez necesarias, las obras que mediante
su núcleo temporal se queman a sí mismas, entregan su vida al instante
de aparición de la verdad y desaparecen sin dejar huella, lo cual no las
empequeñece lo más mínimo» (7, 237). Adorno murió demasiado pronto
para tematizar por extenso este rasgo del arte contemporáneo. Sin embargo
dejó constancia de él en su estética y en su crítica. Una nueva tendencia
que afecta también directamente a la filosofía y a la crítica. Más adelante
volveremos sobre la precariedad de la crítica. Pero ahora hay que pasar al
último momento de la negatividad del arte según Adorno.

20
Véase mi trabajo «La crítica como redención de la obra. Una tradición alemana»,
en mi libro El desorden estético, Barcelona: Idea Books, 2000, pp. 123-142.
La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación 19

La negación de la comunicación, del placer y la diversión


Una de las críticas más frecuentes, y fundadas, a la estética adorniana,
es la de haberse casado con una de las tendencias más duras de las diver-
sas vanguardias en contra de todas las demás, a saber: con las tendencias
al hermetismo y que boicoteaban toda comunicación. Adorno veía en la
comunicación sólo un dispositivo de la dominación, un forma de control
de la sociedad administrada. Es una idea que cristalizó en su estancia en
los eeuu y que, por supuesto, tiene su momento de verdad. Pero Adorno
sacó unas consecuencias extremistas de su conocimiento de la verdad de
la comunicación y los mass media norteamericanos en torno a la Segunda
Guerra Mundial. El arte auténtico solo podría ser aquél que se cerrase a la
comunicación, el arte de carácter hermético que se asocia a nombres como
los de Beckett, Celan o Hans Helms en la literatura. En la actualidad, «la
comunicación de las obras de arte con el exterior, con lo exterior, con el
mundo, ante el que se cierran por suerte o por desgracia, sucede mediante
la no-comunicación» (7, 14). Esa fue una elección elitista, explicable, pa-
recida a la de muchos artistas vanguardistas, que hoy podemos considerar
sectaria y burguesa. Sin embargo, se puede separar perfectamente esta
opción partidaria de las reflexiones generales de Adorno sobre la comu-
nicación estética y sobre el «carácter enigmático» del arte que leídas hoy
resultan cercanas a las de filósofos tan poco sospechosos como Lyotard o
Derrida 21. Puede formularse en distintas jergas filosóficas, pero la tesis de
que el arte hoy, y en cierto modo siempre, comunica sin comunicar o habla
sin decir es en general un lugar común, pero que apunta a la precariedad
extrema a la que ha llegado el arte contemporáneo.
El segundo elemento de negatividad es el referido a las emociones y
sentimientos. ¿Por qué el arte bello no puede ser hoy también auténtico,
y vehicular la promesse de bonheur que todavía hacía el arte del xix? La
respuesta Adorniana es que ante el grado que ha alcanzado el horror en el
mundo nada que no sea expresión y memoria del sufrimiento puede ser
hoy legítimo. Y eso se traduce en que la variedad de las emociones estéti-
cas disponibles si el arte quiere mantenerse en la autenticidad ha quedado
reducido a las emociones negativas. Ello se ve en su defensa de lenguajes
artísticos que ejemplifican este principio, como son la narrativa kafkiana
o la música dodecafónica cuya relación con el placer es negativa, en la

21
Esa cercanía ya fue puesta de manifiesto a finales de los ochenta por Ch. Menke en
su libro sobre La soberanía del arte, Madrid: Visor, 1997. Véase también, A.G. Düttmann,
Teilnahme. Bewusstsein des Scheins, Konstanz u.p., 2011.
20 Gerard Vilar

estela de la tragedia clásica. Ya en la Dialéctica de la Ilustración se podía


leer la tesis radical según la cual «divertirse significa estar de acuerdo»
(3, 157) 22. O, como se lee en la Teoría estética: «Toda ƞδovή es falsa en un
mundo falso»(7, 24). Sin duda, este es uno de los aspectos más caducos
de la tesis adorniana, comprensible biográficamente por la época que le
tocó vivir y las experiencias del nazismo, exilio, la guerra y la Shoa. El
propio Schönberg afirmaba acertadamente respecto de su obra que «my
music is not lovely». Recordemos aquel citado pasaje de la Filosofía de la
nueva música, casi cristológico: «La inhumanidad del arte debe sobrepasar
a la del mundo por mor de lo humano… [la nueva música] Ha tomado
sobre sí todas las tinieblas y culpas del mundo. Toda su felicidad estriba
en reconocer la infelicidad; toda su belleza, en negarse a la apariencia de
lo bello. Nadie quiere tener nada que ver con ella, ni los individuos ni los
colectivos. Ella expira sin que se la oiga, sin eco» (12, 119). Leído hoy,
este Adorno se nos antoja ascético y moralista, y, por tanto, el menos de-
fendible. Es muy posible que aquí se encontremos ese momento teológico
que no estaba presente solo en Adorno, sino también en buena parte de la
vanguardia y que ha sido denunciado repetidamente en la posmodernidad
como rasgo autoritario y hasta totalitario 23. Adorno aplazaba el pluralismo
para la reconciliación (6, 18), como la izquierda autoritaria, y, entre tanto,
defendía la verdad de la línea correcta. En eso fue hijo de su tiempo y de
la tradición religiosa. Resulta curioso constatar, no obstante, cuando se
leen su correspondencia y sus biografías, que Adorno era personalmente
un tipo más bien jovial y a menudo juguetón. Que ponía motes a todo el
mundo y le encantaba divertirse. Pero su obra teórica, desde su más tier-
na infancia, es una apología del lenguaje del sufrimiento y se encuentra
dominada por el supuesto de que no están los tiempos para bromas y todo
lo que sea diversión, humor y entretenimiento no puede ser otra cosa que
caída en la inanidad o el colaboracionismo con el orden total. Estos pre-
juicios, pues no es posible calificarlos de otra manera, nos lo convierten a
menudo en un señor antipático que, como dice Azúa, al ser bajito se subía
a un taburete moral en el que predicaba algo tan veterotestamentario como
que a la verdad solo se accede a través del sufrimiento. Es una tesis poco
dialéctica. Es cierto que muchas veces aprendemos por haber sufrido, pero
también es verdad lo contrario y que el sufrimiento puede cegar y obliterar
las posibilidades del conocimiento. Es parte de la condición precaria del
arte en estas últimas décadas que su conexión con las emociones y senti-

22
di, 189.
23
Véase, por ejemplo, J. Clair.
La precariedad del arte. Adorno, telos del arte y reconciliación 21

mientos también lo es y no hay norma alguna que la restrinja, seriedad,


alegría, humor, dolor, tristeza y melancolía. Todo puede y debe encontrar
lugar en el arte. La experiencia artística es posible tanto en la negatividad
del asco o el dolor como en la positividad del disfrute sensible, de la iro-
nía o el sarcasmo. Pero pienso que esta crítica no es tan esencial para las
ideas estéticas de Adorno que mantienen su vigencia. Quizás la estética
de Adorno como tal no se puede salvar más que la de Hegel o la de Kant.
Pero no se trata de salvarla. Se trata de aprender de ella en todo aquello
que pueda tener de válido para nuestro presente y para lo que esperamos
del arte hoy. Pensar en serio hoy el arte de hoy significa revolver en el in-
menso cajón de herramientas de la estética del último siglo para ver cuáles
nos pueden servir aún. Muchas de las intuiciones de Adorno acerca del
arte como crítica y resistencia están, sin duda, llenas de actualidad. Hay
muchas otras que no. Eso es lo que caracteriza a los clásicos.

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