Planteamiento de la cuestión
Una palabra metodológica al comienzo de mi conferencia. He elegido como método de exposición
de las tesis que debo proponer en torno al tema titular la alternativa del enfrentamiento «con las
cosas mismas», tal como nos las presentan los fenómenos sociales, políticos, religiosos del presente
o del pretérito «pertinente»; he abandonado, por tanto, la «alternativa doxográfico-crítica»
habitual. No voy, pues, a aproximarme al tema a través de la exposición de las últimas o las primeras
corrientes del pensamiento ético; quiero atenerme «a los hechos» (sin olvidar que las opiniones de
Wittgenstein o de Habermas, pongamos por caso, serán ante todo, para nosotros, «hechos», pero
«hechos ideológicos»).
2. Ahora bien, el enunciado titular que los organizadores de este Curso me han propuesto y cuyo
desarrollo he aceptado como un gran honor, sugiere que las virtudes individuales (que la tradición
aristotélica consideraba como los contenidos mismos de la vida ética) y las orientaciones políticas,
tal como las que se representan en los conceptos de «Izquierda» o «Derecha», lejos de mantenerse
sin conflictos, como cursos paralelos (es decir, sin tocarse en ninguna parte), se intersectan,
conflictivamente muchas veces, y por varios puntos: los propios aristotélicos hablaron largamente
de la virtud de la prudencia, como prudencia política, no siempre bien armonizada con la virtud de
la justicia; por otro lado, un discípulo de Aristóteles, Montesquieu, postuló que las diversas formas
de gobierno, según su naturaleza, debían mantener una relación interna con correspondientes y
diferentes «principios de acción» –es decir, con las virtudes («su naturaleza es la que hace a cada
gobierno ser tal; su principio el que le hace obrar»)– tales como el honor, el temor, la moderación y
la «virtud», por antonomasia. Si, provisionalmente, consideramos a la Izquierda del lado de las
«repúblicas democráticas» (aunque la recíproca no pueda mantenerse siempre) concluiríamos que
la Izquierda, a través de la democracia, necesita la virtud, y una virtud muy peculiar (distinta, y a
veces opuesta, a la virtud del honor, del temor, &c.). ¿Cuál podría ser ésta virtud específica?
Montesquieu habla de la probidad. ¿No habría que pensar, sin embargo, en otra virtud más
específica? Algunos, con Genovessi, pensaron que la virtud específica de la democracia sería la
tolerancia. Más adelante tendremos que volver sobre el asunto.
En cualquier caso, con lo que hemos dicho estamos reconociendo que la ética «puede verse» desde
una perspectiva distinta de la que cabría considerar como propia de la Izquierda; es decir, estamos
reconociendo que la ética puede verse también desde las perspectivas de la «derecha» o del
«centro». Pues sólo así cobrará sentido hablar de la ética desde la Izquierda. En el otro supuesto, el
enunciado constituiría una redundancia o una expresión vacía.
3. Por lo demás, el admitir que la ética pueda ser vista desde la Izquierda, desde la Derecha o desde
el Centro, no implica un postulado de invariancia absoluta de la ética. Mucho menos implica un
postulado de independencia total de la ética como algo que hubiera que poner en un plano diferente
de aquel en el que se constituyen las perspectivas de Izquierda o de Derecha; pues bastaría
reconocer la necesidad alternativa (o disyuntiva) de estas perspectivas para tener que admitir una
cierta dependencia ligada a la conexión «sinecoide» que la ética mantiene, sin duda, con la
Izquierda, con la Derecha o con el Centro. Pero, al mismo tiempo, si aquella ética «que se ve desde
la Izquierda» fuese algo totalmente distinto de la ética «que se ve desde la Derecha», entonces no
podríamos hablar siquiera de algo que «está siendo visto» desde perspectivas diferentes. En este
sentido, la ética debe tener algún género de independencia respecto de las perspectivas desde las
cuales puede considerarse o utilizarse. Es esta una independencia acaso relativa (o simplemente
resultante de lo que permanece «invariante en las transformaciones» que nos llevan de la Izquierda
a la Derecha, o a la inversa, pasando o no por el Centro), la que se nos hace patente en observaciones
populares similares a la siguiente: «El hambre no es ni monárquica ni republicana»; y está en el
fondo de la crítica a comportamientos en función de principios fanáticos, como aquel que Voltaire
nos describe en su Cándido referido a la esposa de un pastor calvinista: cuando Cándido llama a su
puerta pidiendo pan se asoma la esposa del pastor y le pregunta, «–¿Creéis que el Papa es el
Anticristo?; –Yo no creo ahora en nada más sino en que tengo hambre». El dar pan al hambriento
se nos presenta, en efecto, como un deber ético, tanto desde la Izquierda deísta, como desde la
Derecha calvinista.
4. ¿Y cómo determinar estas relaciones? Podríamos proceder, ante todo, ateniéndonos a los
métodos positivos de la Historia filológica o de la Sociología. Ello nos llevaría a renunciar a comenzar
a hablar (y acaso hablar también después) de las implicaciones que, en general, puedan establecerse
entre Ética e Izquierda, a fin de circunscribirnos a campos mejor delimitados que permitieran la
aplicación de los métodos empírico-positivos. Por ejemplo: «La Ética, vista desde la Izquierda en la
España republicana: 1873-74 y 1931-39». Estudiaríamos, desde el punto de vista émico, lo que se
entendía por Ética y por Izquierda –si es que existían los significados, aún con otros significantes, en
la época de la Primera República–; analizaríamos las ideas constituidas sobre el particular a través
de los Diarios de Sesiones del Congreso de los Diputados, de los libros de texto o de las teorías de
los filósofos, &c. También sería posible, desde luego, un estudio ético (etic, en el sentido de Pike)
del mismo asunto, si bien éste ya nos comprometería con ideas constituyentes, muy poco neutrales
respecto de la Izquierda o de la Derecha; pues el punto de vista etic implica en estos casos un cierto
grado de partidismo vinculado ya al mero significado sistemático de los términos. Un partidismo
que no excluye la consideración de la otra parte, pero sí su consideración crítica o polémica.
5. Ahora bien, el enunciado titular nos invita a referirnos al análisis de las relaciones de la Ética y la
Izquierda, en general, o, si se quiere, en el presente práctico (comprometido, partidista); invitación
que no implica autorización para poder desentendernos de las realidades empíricas recogidas en la
perspectiva emic (o, de otro modo, fenomenológicamente). En cualquier caso parece evidente que
para analizar el «postulado de independencia relativa» de la Ética respecto de la Izquierda,
tendremos forzosamente que presuponer una cierta idea acerca de esta Izquierda, y para analizar
el «postulado de dependencia» de la Izquierda respecto de la Ética tendremos que presuponer una
idea de ética suficientemente precisa.
Estos presupuestos, que se concatenan en círculo, descartan, entre otras cosas, la posibilidad de
ajustar nuestra exposición al método axiomático. Más adecuado se nos presenta el recurso al
método dialéctico, en el cual los axiomas (exentos y significativos por sí mismos, en cuanto se
suponen mutuamente independientes) son sustituidos por tesis (que cobran sentido por relación a
las antítesis correspondientes).
Organizaremos, en consecuencia, la materia de nuestra exposición en torno a tres tesis, la primera
de las cuales tratará de presentar las razones por las cuales puede afirmarse que la ética es
independiente de la Izquierda, así como determinar el alcance de esta independencia; la segunda
tesis girará en torno a la dependencia que la Izquierda mantiene respecto de la Ética; y la tercera
tesis, por fin, propondrá las diferencias internas en la propia idea de la Izquierda, en tanto que
puedan ser determinadas en función precisamente de sus diferencias en el modo de entender la
ética.
Tesis I
La Ética es independiente de la Izquierda
§1. Sobre los fundamentos de la Ética, sobre sus contenidos normativos y sobre la fuerza de
obligar de sus normas.
1. Conviene comenzar advirtiendo un hecho cuya formulación resultará seguramente para todos
muy enojosa: que cuando la gente apela, en la vida política, a la ética («lo que se necesita, para la
democracia, es más ética»), no sabe muy bien lo que quiere decir, políticamente hablando.
Seguramente quiere decirse que lo que se necesita es que los policías o los jueces sean amables,
que los funcionarios no sean prevaricadores, que todo el mundo sea honrado y que «se de a cada
uno lo suyo». Pero todas estas virtudes también pueden pedirse en las sociedades esclavistas, o
incluso en las dictaduras fascistas. Y en ellas, cuanto más honrados fueran los hombres (por ejemplo,
cuando, en una sociedad esclavista, todos siguieran la máxima de Ulpiano, suum cuique tribuere),
más contribuirían a consolidar el esclavismo, es decir, la definición político-jurídica de lo que es mío,
de lo que es suyo o tuyo.
2. Esto nos lleva a la necesidad de diferenciar, cuando nos referimos a la ética, el plano de los
fundamentos, y el plano de los contenidos (constituidos principalmente por normas que no son
jurídicas, ni tampoco morales). Puede probarse aquella necesidad a partir de la consideración de la
posibilidad de que un mismo contenido ético esté fundamentado en principios distintos y aun
mutuamente incompatibles (prescindimos aquí de la posibilidad de que un mismo fundamento, al
componerse con otros, dé lugar a normas diferentes). La norma ética que me prohíbe matar a otro,
puede parecer fundamentada en un único principio, a saber, el que nos presenta al otro como
hermano («no matarás a tu hermano»); sin embargo, tras esta fórmula, aparentemente sencilla y
común, se esconden fundamentaciones muy distintas, puesto que «hermano» puede entenderse
en el sentido positivo de la institución de la familia, o bien en el sentido metafórico zoológico de la
familia como «género humano», o incluso en el sentido teológico de la «familia de hermanos»
constituida por los hijos de Dios (y aquí habrá que determinar si se trata del Dios cristiano, de Yahvé
o de Oñancopón). La norma ética permisiva del aborto libre a noventa días puede estar
fundamentada en «el derecho de la mujer en cuanto tal a disponer de su cuerpo», o bien, en la
obligación que la mujer tiene, en cuanto ciudadana, de cooperar al control de la natalidad. Por
último, la norma preceptiva de cuidar de la salud propia puede fundarse en nuestra condición de
miembros de un grupo social que nos necesita (y al que no debemos ser gravosos) o bien en nuestra
condición de criaturas de un Dios con quien debemos cooperar en la obra de la Creación.
Las respuestas unidireccionales, o bien siguen el sentido del progressus (de los fundamentos a los
contenidos) o bien el del regressus (de los contenidos a los fundamentos). En el primer caso los
fundamentos figurarían como principios y los contenidos como conclusiones (que es el punto de
vista implícito en la teoría del silogismo práctico). Aquí, por tanto, los contenidos se suponen
dependientes de los fundamentos; sin estos fundamentos, todo pierde su valor. Podría aplicarse al
caso la regla que Platón da en el Menón para las verdades especulativas: «Las proposiciones
verdaderas son muy bellas pero nada valen si no se vinculan a sus fundamentos».
En el segundo caso los contenidos se suponen dados «intuitivamente». Ellos son lo valioso, los
únicos puntos de partida, a la manera como los colores son primeros respecto de las explicaciones
que de ellos puedan ofrecernos los físicos, a través de las frecuencias o de las longitudes de onda.
Primero los contenidos, y después los fundamentos. Primero los hechos y después las teorías.
Aquéllos se supondrán apodícticos, invariables; éstas problemáticas: es lo que pensaba Epicuro. Lo
importante es el «hecho»: «Más vale sentir la compunción que saber definirla», decía Kempis; «La
libertad es un hecho, no una teoría», decía Boutroux; o Wittgenstein: «No penséis, ¡mirad!».
Muchas veces se ha dicho que la «crisis de fundamentos» de las Matemáticas, en los comienzos de
nuestro siglo, afectó muy poco a sus teoremas.
Daremos aquí por supuesta la irrelevancia de las alternativas unidireccionales. Ellas nos meten en
un pozo del que no es posible salir cuando se siguen sus instrucciones. Y, por otra parte, sería muy
difícil defender la tesis según la cual un contenido o norma ética aislada sólo cobra su sentido al
subsumirla en un fundamento. No es necesario, sin embargo, mantenerse en esta línea para poder
llegar a comprender la conexión entre los contenidos y sus fundamentos. Es posible alcanzar esta
comprensión sin comprometerse a establecer una relación inmediata entre un contenido y su
fundamento. La razón es que ningún contenido de la ética o de la moral se da aislado; ni siquiera un
bonum honestum puede considerarse como si estuviese exento, refulgiendo solitario ante la
conciencia: está siempre codeterminado o concatenado con algún otro «bien honesto», así como
con otros «contenidos malignos». Y es a propósito de esta concatenación de los contenidos éticos,
mediante la cual unos bienes codeterminan a los otros y a los males, como se hace precisa la
consideración de los fundamentos y de los criterios. En este sentido diremos que los fundamentos
no pueden considerarse enteramente extrínsecos a los contenidos, puesto que son, de algún modo,
internos (aun diaméricamente) a ellos. Por tanto, no es concebible una «conciencia ética» que
pudiese decidir atraída intuitivamente por la fascinación de un bien honesto puntual, como tampoco
es concebible una «conciencia lingüística» que no tenga intercalado un metalenguaje gramatical
mínimo. La «conciencia moral» de los hombres implica, por consiguiente, una filosofía mundana
práctica así como, recíprocamente, la filosofía mundana, en cuanto «legisladora de la razón», tiene
como núcleo principal la conciencia moral.
Los fundamentos, en resolución, no serían extrínsecos a las normas y, por tanto, simple materia de
la ocupación académica, puesto que pueden considerarse como implicados en las mismas normas
en el momento en que éstas se organizan según sistemas que no son necesariamente idénticos a
otros sistemas alternativos. De este modo concluiremos que la filosofía moral, en su forma
mundana, es un momento más de la conciencia moral, y que quien actúa por intuiciones, aunque
sean certeras, no puede ser considerado como un sujeto ético, sino como un sujeto psicológico o
etológico: el sentido de la acción moral o ética, en cuanto tal, no se agota en su cumplimiento sino
en el «sistema disposicional» en el cual ese cumplimiento debe estar insertado. Reanalizando los
ejemplos precedentes: la norma prohibitiva «no matarás» cambia enteramente de significado ético
si se fundamenta en la raza («nada de lo humano me es ajeno, pero los individuos de las otras razas
me son ajenos, no son hermanos míos, porque no son hombres») o en el género humano (con lo
que sería lícito matar a un antropoide) o en los seres vivientes (en cuyo caso no sería ético matar a
un animal); y esa norma debe ir concatenada con la justificación de la acción de matar a otro en
legítima defensa, o con la justificación de la acción de matar eutanásicamente al enfermo terminal,
&c. La conciencia ética de quien no dispone de un sistema capaz de coordinar todas estas
situaciones a las que nos enfrenta la norma del no matar es sin duda muy precaria. En cuanto a la
norma permisiva del aborto libre: es evidente que esta norma cambia totalmente su sentido ético
si se fundamenta en el «derecho de la mujer como propietaria de su cuerpo a disponer de lo que en
él se encierra» –pues este derecho debiera también permitirle venderlo como cuerpo esclavo– o
cuando se fundamenta en la condición, aún no personal, del embrión, porque entonces habría que
preguntar: «¿por qué a los noventa y un días el embrión se transforma en persona?». Otra cuestión
es la de si toda norma debe tener un fundamento o si acaso hay normas que no tienen ningún
fundamento, puesto que ellas se apoyan, más que en los principios, en las consecuencias que de
ellas pudieran derivarse (en cuyo caso las consecuencias vienen a desempeñar el papel de principios
o, al menos, han de estar relacionadas con los principios de modo apagógico), o si se
autofundamentan (es decir, si no necesitan más fundamentos que su propia supuesta exenta
normatividad).
4. Los fundamentos que aquí buscamos tienden a diferenciar los contenidos éticos, los morales y los
jurídicos; diferenciación que toma en ocasiones la forma de una diferenciación del signo normativo
mismo que las diversas fundamentaciones confieren a un mismo contenido práctico. La
«insumisión» (en el contexto de la objeción de conciencia al servicio de armas) puede estar apoyada
en fundamentos éticos, y, a la vez, puede estar impugnada desde fundamentos morales, o bien, por
último, regulada por una ley que se impone coactivamente «desde fuera» y que, en cierto modo,
«resuelve» o «zanja» los conflictos que puedan surgir entre la «ética» y la «moral».
Podría decirse que los deberes son, sobre todo, de naturaleza ética, mientras que las obligaciones
tienen, principalmente, un carácter moral. Las normas jurídicas presupondrían, de algún modo,
tanto los deberes como las obligaciones características en un grupo social dado, así como sus
conflictos, y se orientarían en el sentido de la conciliación práctica y externa de los conflictos,
aunque no se agoten en esa función.
La diferenciación entre la ética y la moral, según esto, deriva de los mismos contenidos normativos
y de sus fundamentos correspondientes. Pero no en el sentido de que la moral deba entenderse
(como es hoy frecuente, desde la perspectiva de la filosofía analítica) como un «conjunto de
contenidos normativos dados» y la ética como la reflexión académica sobre los fundamentos
(principalmente) de esos contenidos. Rechazamos enérgicamente una distinción semejante entre
ética y moral que, pese a su naturaleza totalmente gratuita, desde el punto de vista de la tradición
(por ejemplo, la que opone a los estoicos y a los epicúreos{2}) y de las cosas mismas, ha ido
cristalizando entre los «profesores» de filosofía moral o ética afines a esa llamada «corriente
analítica» que tiende a ver la ética como la «teoría filosófica de la moral»; visión que implica, de
algún modo, una disociación sustantivada de los «fundamentos teóricos» y de los «contenidos
normativos» (una «ética sin metafísica» en el sentido de Günther Patzig), análoga a la disociación
que el positivismo establece entre las «teorías» y los «hechos». Semejante distinción, aparte de
gratuita, envuelve una gran confusión de conceptos, por ejemplo, entre la ética y la metaética, en
el sentido de A. Albert; supone una teoría intuicionista de la moral y además una ideología
gremialista orientada a fijar el lugar que pueda corresponder al cuerpo de profesores de filosofía
moral, y la determinación autocrítica de sus límites.
La distinción que venimos utilizando entre ética y moral se apoya no tanto en la diversidad de
fundamentos, o de relaciones entre fundamentos y contenidos, cuanto en la diversidad de
contenidos de la acción práctica, cualesquiera que sean los fundamentos que damos a esos
contenidos. Por lo demás, nuestro concepto de ética no quiere ser nominal-estipulativo; pretende
fundarse en una predefinición, que tiene que ver con el uso del término «ética» que hace
quienquiera que trata del asunto. ética y moral, en efecto, son nombres que designan las normas y
sus fundamentos que orientan de modo sui generis (a saber, en orden a preservar la existencia de
los sujetos humanos, y yo entre ellos, en cuanto son sujetos prácticos, actuantes) las acciones de los
sujetos operatorios humanos en el momento de poner en ejecución sus planes o sus programas, es
decir, los proyectos que incluyen un trato con las personas o con las cosas que forman parte de su
mundo entorno.
Ahora bien, las multiplicidades constituidas por estos sujetos humanos operatorios, en tanto no se
dan jamás en estado solitario, han de poder ser analizados desde la perspectiva correspondiente a
las dos dimensiones lógico materiales propias de cualquier totalidad, a saber, la dimensión
distributiva y la dimensión atributiva. Esta distinción es dual, es decir, no cabe una mera
yuxtaposición de ambas perspectivas, puesto que siempre desde una de ellas ha de contemplarse
la otra. En función de esta distinción entre las dos perspectivas conjugadas, definiremos la ética en
el contexto de los deberes del «sujeto distributivo» orientados a la preservación o reproducción de
la individualidad corpórea operatoria (y no sólo de la propia) en cuanto tal, asignando, como campo
de la moral, el de las obligaciones que afectan al individuo en cuanto parte atributiva de un grupo
humano constituido (banda, familia, nación, partido político, clase social) al cual pertenece. Por ello
tanto las normas éticas como las morales presuponen ya un notable desarrollo de la inteligencia
(por ejemplo, un desarrollo de conceptos abstractos tales como el de «individuo» en tanto que es
un invariante de diferentes contextos sociales). El significado etimológico y la historia semántica de
los términos ética y moral justifican esta asignación de sentidos: ethos alude al comportamiento de
los individuos según su propio carácter (esta raíz se conserva incluso en el término más reciente
«etología»; en realidad ethos es una transcripción de dos términos griegos diferentes –«con
epsilon» y «con eta»–{3}); mos, moris alude a las «costumbres» que regulan los comportamientos
de los individuos en cuanto miembros de un colectivo social, dotado de lenguaje articulado.
El fundamento trascendental atribuido a la ética permite fijar el sistema de sus deberes: la fortaleza
sería la principal virtud ética, en tanto va orientada a la preservación de la existencia propia;
acogiéndonos a la terminología de Espinosa diríamos que la fortaleza (o «fuerza del alma») se
manifiesta como firmeza cuando la acción o el deseo de cada individuo se esfuerza por conservar su
ser y se manifiesta como generosidad en el momento en el cual cada individuo se esfuerza en ayudar
a los demás.
El mal ético por excelencia es el asesinato; también son males éticos de primer orden la traición, la
doblez, la mentira o, simplemente, la falta de amistad (de generosidad). Las normas éticas, por ello,
entran con frecuencia en conflicto con las normas morales que obligan muchas veces a mentir, a
engañar o incluso a matar. La dialéctica que Kant encontraba, en términos de contradicción, entre
las leyes morales y las leyes naturales –entre los estoicos, «para quienes la felicidad es la virtud», y
los epicúreos, «para quienes la virtud es la felicidad»– tendría que ser reinterpretada como una
dialéctica entre las normas éticas y las normas morales. Pero, para coordinar la distinción propuesta
con las escuelas tradicionales, citadas por Kant, habría que decir que la perspectiva del epicureismo
fue predominantemente ética, mientras que la perspectiva del estoicismo habría sido
preferentemente moral y política. La ética se manifiesta sobre todo en la medicina; cabría decir que
la medicina es una profesión predominantemente ética. De hecho Epicuro definió la ética como la
therapeia tes psyches, medicina del alma (y para Epicuro valdría, como para Espinosa, la
equivalencia: anima sive corpus).
Las normas éticas tienen un campo virtual de radio, en principio, mucho más amplio
(extensionalmente hablando) que las normas morales, puesto que «atraviesan» las barreras de
clanes, naciones, partidos políticos y aun clases sociales; su horizonte es «la Humanidad», puesto
que el individuo humano corpóreo es la figura más universal del campo antropológico. De hecho,
los llamados «Derechos humanos», podrían verse principalmente (salvo el punto 3 del artículo 16,
que se refiere a la familia) como un reconocimiento y una garantía de las normas éticas en la medida
en que ellas estén amenazadas por normas morales. Sin embargo, sería excesivo afirmar, como
única alternativa posible, que las normas éticas (al menos por su estructura, o cuanto a su validez)
son anteriores y, por decirlo así, a priori en cuanto derivadas de la misma condición específica (en
el sentido mendeliano) de la «especie humana»; cabe también suponer que los límites de esta
especie (tanto filogenéticos como ontogenéticos) no están dados de antemano, sino que van
estableciéndose, consolidándose y ampliándose dialéctica e históricamente y precisamente a través
de las normas morales, en tanto normas conjugadas con las normas éticas. En efecto, las normas
éticas sólo pueden abrirse camino en el seno de las normas morales (de la familia, del clan, de la
nación) y únicamente de este modo se configuran los contenidos morales e históricos de la idea de
hombre, como ser moral, que suelen tomarse como fundamento de la ética, según el famoso lema,
procedente de Terencio: homo sum et nihil humani a me alienum puto (también es verdad que
Terencio utilizó su lema en un contexto de dudoso valor ético, puesto que, al invocarlo, lo que hacía
Menedemo era comprometer la «privacidad» de Chremes). Porque lo humano presupone al
hombre y, por tanto, bastaría que alguien considerase «ajeno» a determinado sujeto o norma para
que, en virtud del mismo principio, ya no tuviera por qué considerarlo como humano.
5. Además de las normas (o contenidos) y de los fundamentos, tenemos que tener en cuenta el
concepto de fuerza de obligar o impulso capaz de conferir su vigencia a la misma norma. La
determinación de la fuerza de obligar o impulso, que confiere significado a una norma ética, tiene
que ver ya con la fundamentación de esa norma, pero teniendo en cuenta que la fundamentación,
como fundamentación del impulso, no agota la cuestión de la fundamentación de la norma en el
contexto de las demás. Las tesis generales que presupondremos aquí a propósito de la
fundamentación de la fuerza de obligar de las normas son las siguientes:
(a) El impulso de las normas éticas es de índole etológico-psicológica y tiene, por decirlo así, una
naturaleza hormonal. Esto significa que el impulso ético puede considerarse, hasta cierto punto,
controlado por la educación o el adiestramiento de los individuos, que, también hasta cierto punto,
es independiente de los contenidos. Es el individuo quien habrá de asimilar (a veces se dice:
«interiorizar») la norma ética, de suerte que ésta se identifique con su propia voluntad individual
práctica.
(b) El impulso de las normas morales procede, no tanto del individuo, cuanto del control o presión
social a través del código deontológico o de las normas morales del grupo.
(c) El impulso de las normas jurídicas tiene la naturaleza coactiva propia del Estado.
Estos tres tipos de impulsos han de suponerse dados conjuntamente, dentro de una compleja
dialéctica; por ejemplo, a veces, las normas morales prevalecen sobre las legales (un escándalo
«privado» –la revelación de las relaciones de un político con su amante– puede en Inglaterra o en
Estados Unidos derribar a un gobierno); y la presión de la norma moral puede ser más fuerte que el
impulso ético (un grupo terrorista asesinará a un individuo inocente, incluso a un familiar suyo, en
nombre de la «causa» del grupo).
La conclusión principal que quisiéramos sacar de las ideas que preceden sería ésta: que la palanca
de la conducta ética es principalmente la educación, pues sólo mediante la educación puede un
individuo («instintos» aparte) identificarse con sus normas éticas. De aquí la paradoja de que la ética
suela necesitar la contribución de una coacción legal emanada de una Ley de educación. Pues la
fuerza de obligar asociada a la norma equivale a la energía cinética (o térmica) capaz de acelerar a
las partículas de un sistema en estado inercial; los contenidos equivalen a las partículas o a las
disposiciones de las máquinas y el fundamento a su composición con otras. Cuando un miembro de
la «clase política» hace apelación a la ética «para que la democracia funcione» es porque confunde,
por vía idealista, el contenido de las normas con su fuerza de obligar, es decir, con el impulso que
las vivifica. Este impulso se canaliza a través del aprendizaje, que tiene lugar en los grupos primarios
y también en la escuela; sin embargo, cabe observar en nuestros días un fuerte recelo hacia lo que
se llama «adoctrinamiento» ético, y aquí otra vez se confunden los contenidos con su fuerza de
obligar. Porque el adoctrinamiento se refiere a los contenidos, al juicio ético, pero la instauración
del impulso (o la aplicación de otros impulsos dados a la norma) tiene lugar por otros caminos y
debe suponerse ya establecida. El desconocimiento de la naturaleza etológica de la «fuerza de
obligar» puede conducir al necesario descuido de su «reforzamiento», en nombre de una metafísica
y espiritualista «conciencia subjetiva» (aquella que aparece en la «objeción de conciencia»). Por
otra parte, cuando alguien denuncia la inutilidad de los códigos deontológicos de los grupos
profesionales (de médicos, de periodistas o escritores, en cuanto se oponen a los editores) o los
tacha de ser meras «declaraciones de principio», es porque echa de menos su fuerza de obligar (al
advertir la debilidad del impulso ético de sus normas) y porque no advierte que su fuerza de obligar
ha de tomarla del grupo o colegio profesional que la suscriba, y no de la norma misma.
§2. En qué sentido la ética es independiente de la Izquierda
1. Antítesis: la ética depende de la Izquierda
Comenzaremos construyendo la antítesis, en su forma más radical, de nuestra tesis primera: «La
ética depende de la Izquierda; fuera de la Izquierda no hay ética (a lo sumo, sólo existe la moral)».
Cabría decir que es en el contexto de esta antítesis (que ha alcanzado cierta presencia en algunos
«profesores/as de ética», afectos a la socialdemocracia) en donde alcanza un cierto significado una
observación según la cual habría una tendencia de la izquierda a preferir el uso del término «ética»
respecto del término «moral», que sería considerado como término de elección de la derecha.
El sentido más radical de la antítesis viene a decir que la ética es, por sí misma, izquierda. El paralelo,
en Estética, de esta proposición radical podríamos encontrarlo en una opinión de Sartre, en tiempos
muy celebrada: «Es imposible una buena literatura de derechas». Una novela que describa episodios
de la vida burguesa o proletaria, desde un punto de vista derechista, ha de ser una obra
estéticamente deleznable.
La antítesis podría referirse a una cierta interpretación de los postulados kantianos; al menos
algunos marxistas neokantianos (por ejemplo, Vorländer) entendieron la ética como una
característica de la Izquierda. Pues la ética supone autonomía «frente a heteronomía», que tendría
una estirpe religiosa; pero la ética, dada su condición laica, nos pondría en la línea de la Izquierda.
Una ética que no fuera de izquierdas no sería propiamente ética. Podríamos argumentar la antítesis,
también, a partir de la consideración de la génesis del Código de los Derechos humanos, en la
medida en que convengamos que sus contenidos son predominantemente éticos; pues este Código,
al menos históricamente, ha sustituido a los «Derechos cristianos»; y ha permitido a la izquierda
disponer de un código alternativo al código tradicionalmente invocado por la «derecha cristiana»
(de hecho la Declaración de los Derechos del Hombre fue ya condenada por el papa Pío VI, en su
Breve de 1791).
Ante todo, la antítesis obligaría a subordinar la Izquierda a la ética, lo que implicaría tener que
desviar el concepto de Izquierda, que es político, hacia contextos en sí mismos no políticos. O
incluso, apolíticos, en el sentido, sobre todo, del anarquismo.
Concluimos: la ética no es, en principio, una idea que pueda atribuirse a la Izquierda, en sentido
absoluto, y menos aún excluyente. Queda abierta la cuestión sobre si existen, al menos, algunos
contenidos éticos que no sean independientes de la Izquierda, sino patrimonio de ella. Las normas
relativas al aborto, a la eutanasia, al suicidio, a la objeción de conciencia, ¿no han sido muchas veces
reivindicadas como normas éticas características de la Izquierda? El análisis de estas circunstancias
nos conducirá al planteamiento de la propia crítica de los contenidos que muchas veces se
confunden con la crítica a los fundamentos desde el punto de vista de la Izquierda o de la Derecha.
2. Independencia de la ética respecto de la Izquierda en cuanto a los contenidos o normas éticas
No postulamos una independencia de modo absoluto, pues en ética no cabe decir, como en
Geometría, lo que Euclides dijo a Tolomeo: «No hay caminos reales para aprender Geometría».
Aunque hubiera algunos contenidos éticos «de izquierda», hay otros que son comunes con la
derecha o con el centro. Esto nos obligará a reconocer que no cabe poner a la ética, como a la
Geometría, en un lugar enteramente neutral respecto de la Izquierda, de la Derecha o del Centro.
Bastaría que hubiese algún contenido común para poder concluir la inconveniencia de establecer
una dicotomía terminante entre una ética de la Izquierda y una ética de la Derecha.
Existen, no ya contenidos, sino unos mismos contenidos éticos que son independientes de la
diferenciación entre izquierdas y derechas, y, si no previos a ella, sí invariantes o reconocidos por
todos. No es tan fácil defender si estos contenidos éticos previos (históricamente conquistados,
como pueda serlo el habeas corpus) son independientes de toda moral o de toda política. La ética
del buen salvaje es una mera fantasía. Y con ello, no queremos decir que la civilización sea el
principio de la ética (es difícil dejar de sonreír ante quienes hablan de una «derecha civilizada», en
el sentido pacifista, olvidando que es la civilización el escenario en el que se desencadenan los
mecanismos que más directamente atacan a los valores éticos, a saber, las guerras en su más pleno
sentido, la sedición o los crímenes de Estado).
Tesis II
La Izquierda no es independiente de la ética
Suponemos que todo concepto se configura según un determinado formato lógico; sólo que, a
veces, este formato aparece simplemente determinado por los materiales constitutivos de la
definición y otras veces esto no ocurre en virtud de la complejidad del concepto o de la
indeterminación respecto de la forma posible de composición de los materiales. Este es el caso del
concepto de Izquierda. él depende, más que otros, del formato según el cual sean concatenados los
materiales denotados en la predefinición.
Cabe observar que, de hecho, y como de pasada (por no decir de modo «inconsciente», desde un
punto de vista lógico sistemático), quienes se disponen a definir el concepto de izquierda
comienzan, en general, apelando a alguna forma lógica para, mediante ella, tratar de justificar la
definición que ofrecen referida a un definiendum denotativamente presupuesto. Así, algunos
comienzan subrayando (como si no lo supiéramos) el carácter «relativo» de los conceptos de
Izquierda y Derecha, refiriéndose además al sentido topográfico de tales términos; pero con esto no
se sabe muy bien si se quiere subrayar que las ideas de Izquierda y Derecha no tienen un contenido
intrínseco, sino que son meramente posicionales (algo así como las manos enantiomorfas, derecha
e izquierda, que flotan en el espacio vacío), o bien si, teniéndolo, mantienen alguna relación
correlativa que queda, por cierto, indeterminada. Algunos comienzan subrayando la ambigüedad o
el «carácter difuso» de la «dicotomía» constituida por el par de conceptos Izquierda/Derecha. Este
introito podría ser interpretado como un trámite galeato, orientado a justificar, mediante la
apelación al formato de los «conceptos difusos» de Zadeh, la borrosidad del concepto propuesto de
Izquierda o de Derecha, en tanto sus límites no han quedado establecidos de modo muy nítido (la
«extrema Derecha» puede estar a gran distancia de la «extrema Izquierda»; pero el «centro
Derecha» y el «centro Izquierda» se aproximan muchas veces hasta confundirse en la práctica
concreta de una votación presupuestaria o de un reglamento). ¿Acaso la atribución al concepto de
Izquierda (o de Derecha) del formato de los conceptos borrosos tiene más efectos que el de
«justificar» la renuncia a llegar a definiciones precisas, contentándose con la ambigüedad de las
denotaciones históricas o sociales? Además, esa «indefinición de fronteras» entre las denotaciones
de los términos, acaso quedaría mejor recogida acogiéndose al formato por el cual se definen los
términos contrarios. Con frecuencia, por cierto, se comienza subrayando que Izquierda y Derecha
son conceptos opuestos; se habla de una dicotomía entre ellos, incorrectamente, porque la
dicotomía implica oposición contradictoria, que es la que no admite grados o posiciones
intermedias. Además la Derecha y la Izquierda ni siquiera forman una disyuntiva, puesto que hay
posiciones que no son propiamente ni de derechas ni de izquierdas. Por ejemplo, la tribu de los
aruntas –tal como existe en el «presente etnológico»– no parece un espacio capaz de contener la
diferencia entre una Izquierda y una Derecha en sentido político. Y los movimientos chiítas, ¿son de
izquierdas o son de derechas, o más bien están más allá de esta oposición? Si la oposición fuese de
contrariedad, Izquierda y Derecha no se opondrían como se opone lo negativo y lo positivo (a pesar
de la tendencia que se observa en nuestros días, en la clase política, a simplificar, por una especie
de pereza mental, todo tipo de oposiciones en términos de la oposición «positivo» y «negativo»)
sino como se opone lo frío a lo caliente. Sin embargo, el formato que la mayor parte de las veces es
invocado en el momento de definir nuestra oposición, es el concepto de relación: Izquierda y
Derecha, se comienza diciendo muchas veces, son «conceptos relativos». Pero con esto no parece
querer expresarse tanto su correlación, en cuanto opuestos contrarios o contradictorios (que
además no es universal), sino que más bien ocurre que al decir que Izquierda y Derecha son
conceptos relativos se está pensando confusamente no tanto en que sean correlativos, sino en que
carecen de una connotación intrínseca, que las notas que lo definen son cambiantes y que sus
diferencias son coyunturales y puramente posicionales. En cierto modo vendría a decirse que
Derecha e Izquierda, como ocurre con la mano derecha e izquierda antes citadas, son iguales, sin
perjuicio de que sean incongruentes; lo que sirve algunas veces para concluir la conveniencia de
«superar la oposición» entre izquierdas y derechas. «Los términos derecha e izquierda –dice, por
ejemplo, Alvin Toffler– son reliquias del periodo industrial, que ahora ha pasado ya a la historia.
Derecha e izquierda tienen que ver con quién consigue qué: cómo se dividieron la riqueza y el poder
del sistema industrial. Pero hoy día la lucha entre los mismos es algo parecido a una riña sobre unas
tumbonas en un transatlántico que se hunde.»{4}
Sin duda, la apelación al formato posicional podría apoyarse en la etimología misma del concepto.
Como es sabido, las denominaciones de «izquierda» y «derecha», con significado político, se
tomaron del lugar relativo (pero en sentido topográfico) que en el Parlamento ocupaban los
«partidos» respecto del presidente de la Cámara. Según unos la inglesa, en la cual, desde 1730, el
partido gubernamental se sentaba a la derecha del speaker; según otros la francesa, desde que en
la Asamblea nacional de 1789 los moderados se sentaron a la derecha del presidente y los radicales
a la izquierda.
Fácilmente podrá pensarse, con todo esto, que la Izquierda podría haber sido una denominación
dada simplemente desde el partido opuesto. Sin embargo, es obvio que una cosa es el reparto de
nombres y otra son los contenidos nombrados. Acaso el subrayar la posición topográfica que
ocupaba un determinado partido tuvo que ver con la connotación que, para la «derecha», tomaban
los que estaban a la «izquierda», representando lo siniestro, lo heterodoxo (siendo ellos la derecha,
lo ortodoxo, la «diestra del Padre»). En todo caso, en España, las denominaciones de Izquierda y
Derecha, en el primer lugar en que las conocemos, se dieron previa una definición de contenidos
internos: «Creo que en estos momentos –dijo en una sesión del Congreso de los Diputados, en 1871,
el Ministro de la Gobernación, don Francisco de Paula Candau– no hay más que dos caminos, no hay
más que dos puertas: o con la Internacional o contra la Internacional; del lado de allá, los que están
con la Internacional; del lado de acá los que están con la sociedad en peligro: escoged» («Aplausos
en la derecha, murmullos en la izquierda», anota el Diario de Sesiones). En suma, las apelaciones de
Izquierda y Derecha estarían inspiradas en la circunstancia de que determinadas posiciones de
Izquierda (como podrían serlo las de los «militantes izquierdistas» del PCUS antes de Gorbachov) se
convierten en posiciones de Derechas (o «conservadoras») cuando aparecen terceras posiciones
«revolucionarias», y no porque éstas se sitúen «más a la izquierda», sino simplemente porque han
representado el cambio en las posiciones relativas del orden establecido. Otras veces, al atribuir al
concepto de Izquierda el formato de un concepto relativo, acaso se quiere decir simplemente que
tal concepto no es unívoco o fijo, que carece de connotaciones estables y que es un concepto
cambiante, puramente histórico; propiamente no sería un concepto de contenidos, sino un término
equívoco en este sentido. Esto sería un modo de dar cuenta de la efectiva «transformación» que los
conceptos de Izquierda y Derecha van experimentando: por ejemplo, la Derecha, que se definía en
la Francia revolucionaria por su defensa del Trono y del Altar, no puede aceptar hoy semejantes
definiciones. ¿Acaso hoy la Derecha francesa es monárquica? ¿Acaso no hay una Derecha
republicana en Francia, en Italia, en Alemania? Sencillamente lo que ha ocurrido es que la institución
de la monarquía ha dejado de ser punto de referencia en las Constituciones republicanas.
Sin embargo, nos parece que los conceptos de Izquierda y de Derecha no son meramente
posicionales, enantiomorfos, o meramente relativos, como si no tuviesen connotaciones intrínsecas
irreductibles. Por otra parte, el tenerlas no excluye que puedan mantener relaciones de oposición
y, por supuesto, de correlación (un cuerpo caliente y otro frío, aunque puedan cambiar por respecto
a la sensibilidad de quien los toca, tiene diferencias intrínsecas, según que sus moléculas estén en
determinado grado de movimiento o de reposo, y se oponen unas veces por contrariedad y otras
veces por contradicción, en el cero absoluto). Por otro lado el tener «connotaciones intrínsecas» no
quiere decir que hayan de ser conceptos unívocos o rígidos, es decir, conceptos sustancialistas (para
decirlo con las palabras de Cassirer). No entenderemos, por tanto, la Izquierda (o la Derecha) como
un conjunto invariable de proyectos, planes y programas «escritos desde siempre en el corazón de
los hombres sencillos». La Izquierda no es invariante en el tiempo en cuanto a sus valores. Pero su
variabilidad difícilmente puede ser recogida en un concepto sustancialista. Un concepto
sustancialista de «izquierda» o de «derecha», en efecto, es sencillamente el que se ajusta al formato
lógico-gramatical del «sujeto» que soporta «predicados» uniádicos; predicados que, a su vez, serán
entendidos como determinaciones o adjetivaciones (cuando hablamos desde un punto de vista
gramatical) del sujeto. Según esto, Izquierda y Derecha serían sujetos de predicados; y si la Izquierda
se opone a la Derecha será porque los predicados unívocos que ella recibe son opuestos (contrarios
o contradictorios) de los predicados que recibe la Derecha. Así, cuando se dice, al menos en
determinadas épocas (por ejemplo, en la España de 1931): «La Izquierda es republicana, o se
caracteriza por ser republicana, mientras que la Derecha es monárquica»; o bien, como se decía en
1914: «La Izquierda es internacionalista («¡abajo las armas!», de Liebknecht y Rosa Luxemburgo)
mientras que la Derecha es nacionalista». Ahora bien, el intento de definir la Izquierda o la Derecha
por medio de conceptos sustancialistas es inviable, por la sencilla razón de que los predicados (al
menos los que se nos ofrecen a la apariencia) que se nos presentan en primer plano, tales como
«republicano» o «internacionalista», se aplican también a la derecha, aunque no ya indistintamente,
pero sí distinguiendo épocas o situaciones. Así, por ejemplo, aunque la derecha del año 1931 en
España se consideró, en parte, monárquica, también comenzó a transigir, otra parte de ella, con la
República, particularmente dentro de la CEDA. Por contra, la izquierda española, a partir de 1978,
comenzó a transigir abiertamente con la Monarquía, y en el presente, si no toda la Izquierda, sí su
mayoría, defiende la Constitución monárquica, es decir, es monárquica. ¿Se dirá acaso que los
predicados «republicano» o «monárquico» no son discriminativos de Derechas o Izquierdas? Así lo
dicen muchos y acaso en este contexto cabe subrayar su inclinación hacia la famosa tesis de la
«accidentalidad» de las formas de gobierno (o lo que es lo mismo, acaso la tesis de la accidentalidad
depende muy estrechamente del pensamiento sustancialista). Pero ocurre que esto mismo tiene
lugar con otros predicados: si también consideramos accidental la oposición
internacionalista/nacionalista, o la oposición anarquismo/estatalismo, y así sucesivamente, ¿no
estaríamos vaciando los conceptos de Izquierda y de Derecha, es decir, no estaríamos declarándolos
vacíos, o lo que es lo mismo, equívocos o inconsistentes? Ahora bien: ¿de qué modo podemos
recuperar el sentido esencial, y no accidental, de predicados tales como republicano o monárquico,
para la Izquierda o para la Derecha, sin perjuicio de hacer concebible la transformación de un
predicado desde un signo hasta otro opuesto? Desde luego, esto es imposible manteniéndonos en
el formato de los conceptos sustancialistas. Habrá que acogerse a otros formatos muy distintos,
desde los cuales los predicados «republicano» o «monárquico», pongamos por caso, dejen de ser
propiamente predicados de un sujeto, y puedan comenzar a verse como valores de una función
característica (valores que exigen, sin duda, variables y parámetros).
Vamos a ensayar la interpretación de los conceptos de Izquierda y de Derecha por medio del
formato característico de los conceptos funcionales (que Cassirer opuso a los conceptos
sustanciales). Con ello, por de pronto, nos será posible comenzar reconociendo la gran variedad y
heterogeneidad de las «acepciones» que pueden tomar los conceptos de Izquierda y Derecha a raíz
de sus posiciones políticas concretas. Sólo que esta variedad y heterogeneidad no tendrá por qué
ser vista como indicio de mera relatividad coyuntural o de caos conceptual. Las acepciones diversas
y heterogéneas, y aun opuestas, podrían interpretarse como valores o posiciones que «arroja» un
mismo concepto funcional (de Izquierda, o de Derecha) cuando son dadas las variables
(independientes) y los parámetros de la función. Por lo demás, damos por supuesto que un concepto
funcional no es necesariamente un concepto matemático, aun cuando las funciones matemáticas
sean las más fértiles. Una función, desde el punto de vista lógico-material, es una operación que,
aplicada a términos dados, o pares o ternas... de términos variables, nos lleva «unívocamente a la
derecha» a otros términos que son los valores de la función (las funciones que regulan las relaciones
de paternidad, de matrimonio, &c. no son matemáticas, sino sociales, aun cuando puedan
formalizarse por medio de álgebras lógicas).
Ahora bien, para establecer un concepto político funcional de Izquierda o de Derecha tenemos que
partir de las posiciones empíricas de Izquierdas o de Derechas, interpretándolas como valores de la
característica de la función buscada; sólo así (puesto que estamos ante conceptos materiales, de
semántica política) podremos determinar la materialidad semántica de los conceptos de referencia.
Por lo demás, estos valores empíricos pueden desempeñar también el papel de fenómenos, que, al
relacionarse entre sí, nos conducirán a «estructuras fenoménicas», a partir de las cuales habrá que
regresar hacia una «estructura esencial» del concepto funcional.
2. Una función sólo puede ser definida a la vista del contenido de los materiales sobre los que se
aplican sus operaciones. La función «primo cruzado» supone un material antropológico constituido
por varones, mujeres, matrimonios, relaciones de descendencia; la función «hipérbola equilátera»
supone un material geométrico constituido por planos, líneas, distancias, parámetros, &c. Carece
de sentido aplicar la función hipérbola a un material no geométrico (otra cosa es la posibilidad de
re-presentar determinadas relaciones sociales o lingüísticas por hipérbolas equiláteras).
Los conceptos funcionales «izquierda» y «derecha» suponen un «material político» y sólo sobre un
campo de términos políticos podrían ser definidos. Esta constatación tiene gran trascendencia,
puesto que con ella no hacemos otra cosa sino salir al paso de una tendencia (que se acentuó en los
años de la segunda postguerra mundial, en el contexto de los debates entre el fascismo y el
marxismo –Lukacs, Lefebvre, Rougemont– y que se renueva hoy, precisamente en el momento de
confrontar las ideas de izquierda y de ética) a definir a la izquierda regresando más allá del tablero
político, de suerte que la idea de izquierda (o la de derecha, correlativa) parece tender a ser
presentada como una especie de «concepción del mundo» o como un nuevo «humanismo». Aunque
sea evidente que las posiciones políticas de izquierda (o de derecha) hayan de insertarse
forzosamente en algunas de las pocas concepciones del mundo alternativas, o «actitudes primarias»
disponibles (la «democracia cristiana» es un partido político explícitamente implicado en la
concepción cristiana del mundo), esto no quiere decir, recíprocamente, que las «concepciones del
mundo» puedan caracterizarse, en sí mismas, como de izquierdas o como de derechas; pues sólo a
través del marco político podrían recibir esta determinación, y, además, no siempre de modo
unívoco. ¿Cómo calificar de «derechas» a la metafísica de Parménides y de «izquierdas» a la
metafísica de Heráclito, sin perjuicio del paralelismo que podríamos establecer entre la oposición
inmovilismo/cambio de esas dos metafísicas y la oposición clásica entre los «partidos inmovilistas
de derecha» y los «progresistas o revolucionarios de izquierda»? Sería preciso, por lo menos,
desarrollar las proyecciones políticas que tales concepciones metafísicas pudieran haber tenido en
las ciudades de Elea y de Efeso respectivamente. De hecho, y refiriéndose a la oposición entre las
«concepciones del mundo» representadas por las teorías de la Mecánica cuántica, se ha puesto
repetidas veces en correspondencia la «escuela realista» (Planck, Einstein, Ehrenfest) con la
izquierda y la «escuela positivista» (llamada también «escuela ortodoxa», la escuela de
Copenhague-Gotinga, la de Bohr, Born y sus discípulos Heisenberg y Jordán) con la derecha; la
escuela realista arraigó también, en principio, entre físicos vinculados al materialismo dialéctico,
aun cuando a partir de los años setenta, en la Unión Soviética se generalizaron los puntos de vista
de la «ortodoxia cuántica»{5}.
Ahora bien, ni siquiera el «cuerpo político», tomado en general, constituye una determinación
suficiente para definir el campo de las funciones de izquierda y de derecha, de manera análoga a
como tampoco el espacio geométrico, tomado en general, es suficiente para definir el campo en el
que se dibujan las funciones de la hipérbola y de la elipse: es preciso circunscribirnos, dentro del
espacio geométrico, al plano. La cuestión se nos plantea, por tanto, como cuestión del criterio de
determinación de la naturaleza o escala del campo político que, dentro del concepto general de
«cuerpo político», resulte proporcionada precisamente para definir los conceptos funcionales de
izquierda y de derecha política tal como los presuponemos{6}. Pues es evidente que en un cuerpo
político, organizado según la forma de una monarquía feudal, tiene poco sentido, salvo muy
analógicamente, definir las funciones de izquierda o de derecha política; ni siquiera tiene sentido
distinguir izquierdas y derechas en el reino español de la época de Carlos I, porque ni los comuneros
pueden llamarse de izquierdas (pese a que algunos partidos los tomen como bandera) ni los
imperiales pueden llamarse de derechas; menos sentido tendría aún interpretar, a propósito de las
guerras civiles de Castilla del siglo XIV, a los enriqueños, como la izquierda, frente a los realistas de
don Pedro como la derecha, o al revés; ni tampoco tendría sentido asignar a los azules (asociados a
los blancos) del hipódromo de Constantinopla un signo de derecha frente a los que corrían en carros
llevando librea roja (asociada a la verde), y esto sin perjuicio de que azules y rojos formasen dos
partidos rivales (mere, factiones) con gran trascendencia política derivada del hecho de que el
emperador bizantino, a su advenimiento, solía «tomar partido» por una u otra de las facciones, o
demos, y de que los azules solían pertenecer a la aristocracia, mientras que los verdes se reclutaban
entre calafates u obreros de las orillas del Cuerno de Oro.
Algunas veces se ha propuesto, como condición necesaria para poder definir los conceptos de
Izquierda y de Derecha, el presupuesto de un cuerpo político estructurado en la forma de una
democracia parlamentaria. Esta propuesta cuenta con el apoyo positivo, filológico, por decirlo así,
de que efectivamente los nombres de «izquierda» y «derecha», como ya hemos dicho, suponen la
topografía de una cámara, en la cual los miembros pudieran agruparse y oponerse en términos de
izquierda o derecha respecto de un punto de referencia. Sin embargo, este criterio, aun cuando
fuese aceptado desde el punto de vista de la «extensión» (que no lo es, en modo alguno, puesto
que en función de él habría que quitar todo el sentido y referencia a autodenominaciones tales, en
la época del XIV Congreso del PCUS de 1925, como la de «oposición de izquierda» –la de Trotsky,
Piatakof, Preobazhenski– y la «corriente derechista» –la de Stalin o Bujarín, aunque por diversos
motivos–, a pesar de que a la sazón, no se podía hablar en la URSS de un régimen parlamentario,
según aquella fórmula atribuida a Bujarín: «Bajo la dictadura del proletariado pueden existir dos,
tres o incluso cuatro partidos políticos, pero a condición de que uno de ellos se encuentre en el
poder y los demás en la cárcel») sería insuficiente desde el punto de vista de la definición
conceptual. Pues la razón política por la cual se establece la diferenciación no puede obviamente
reducirse no ya, desde luego, al plano de la colocación topográfica, sino tampoco a las posiciones
históricamente concretas que esta colocación lleve asociada. Es precisa una generalización; hay que
tener en cuenta los contenidos políticos, pero no de cualquier modo (que nos aleje, de nuevo, de la
estructura asamblearia) sino de modo tal que en él se mantenga la esencia de esa estructura
asamblearia. Una estructura que, por lo demás, podrá desbordar, desde luego, los límites estrictos
de las democracias parlamentarias, ampliándose a otros regímenes diferentes, de tal suerte que la
democracia parlamentaria pueda pasar a ser un caso particular privilegiado (a la manera como los
triángulos rectángulos isósceles fueron los triángulos «privilegiados» en la demostración de la
relación pitagórica). Ahora bien, ¿cuál es la esencia política de una asamblea más allá de sus formas
empíricas de realización, como puedan ser una asamblea directa por sufragio no censitario, una
asamblea de representantes o de comisarios, el sistema soviético con inclusión de los «sin partido»
en el cuerpo electoral (como en las elecciones al Soviet Supremo de la URSS de diciembre de 1937)?
Acaso podría tomarse como criterio necesario y suficiente para establecer los límites de ampliación,
dentro del cuerpo político, de un campo capaz de soportar las funciones de Izquierda y de Derecha,
la institución de la asamblea legislativa, no ya como una mera sinagoga, sino como una asamblea en
la que se debaten planes y programas diferentes, que han de ser elegidos a través de las unidades
de esta asamblea, entendidas como individuos corpóreos (y no por ejemplo como ciudades,
comarcas o departamentos, centurias o curias, órdenes militares o estamentos, como ocurría en las
Cortes de Castilla o bien en un Senado de representación territorial). Sería secundario que esta
asamblea de ciudadanos fuese asamblea directa o representativa (no corporativa); sería esencial en
cambio que esta asamblea entendiese de planes y programas de interés público cuyo contenido ha
de ser, en principio, amplio e indeterminado. Y no solamente de planes y programas circunscritos al
terreno legislativo, sino también al ejecutivo y al judicial. Lo decisivo es que la determinación de los
planes y programas propuestos alternativamente pueda corresponder precisamente a la asamblea
(un Consejo real no es propiamente una asamblea, en la medida en que corresponde al Monarca la
decisión final).
Pero es absolutamente necesario tener presente que «asamblea», en el sentido en que estamos
tratando esta idea, no ha de reducirse a la institución subjetiva (es decir, al terreno en el que actúan
los individuos y los grupos) sino que implica obligadamente la referencia de esa asamblea a la
«diversidad objetiva de opciones posibles opuestas entre sí». La elección entre estas diversas
opciones sólo puede determinarse según sus consecuencias, retrospectivamente; en el momento
de adoptarlas siempre tiene que haber un coeficiente de incertidumbre en cuanto a sus
consecuencias. Pero si no existiesen estas opciones objetivas posibles no habría propiamente
asamblea, o ésta sería irrelevante desde el punto de vista político. Una banda de aves no puede
celebrar asambleas: la asamblea política supone representaciones prolépticas de radio
suficientemente amplio y esto solamente es posible una vez en posesión de un lenguaje fonético
articulado, a partir de un cierto nivel histórico de desarrollo, cuya anamnesis pueda ofrecer diversas
alternativas. Lo importante es, por tanto, que una asamblea tenga que decidir entre programas de
direcciones objetivamente opuestas (y, con esto, tenemos planteada la cuestión de si es legítimo
considerar como «asamblea» a una sinagoga que no se encuentre, de hecho, ante la posibilidad de
decidir entre planes y programas objetivamente diversos). Con esto queremos también decir que es
secundario, o de otro orden, el sistema adoptado para tomar una decisión (minoría mayoritaria,
mayoría simple, absoluta, cualificada, unanimidad, &c.). Además, hay que dar por supuesto que los
planes o programas de los cuales hablamos no han de entenderse como si fuesen proyectos
originarios o axiomáticos (ya fuera porque se supone que son los proyectos de una sociedad
considerada en estado natural –Rousseau, Rawls–, ya sea porque se supone que, tras hacer tabla
rasa o abstracción de todo proyecto, plan o programa históricamente dado, es posible redefinir un
sistema de planes y programas ex principiis). Supondremos en cambio que los planes o programas
de los que se habla son aquellos que se proyectan in medias res de instituciones ya dadas (tales
como la familia, el trono o el altar, Europa o el impuesto sobre la renta); son planes o programas
que presuponen morfologías naturales y sociales ya dadas (tales como los animales que nos rodean,
los bosques y los ríos, o instituciones que figuran como tales –familias, profesiones, ceremonias, ...–
y que contienen ya grabada en su estructura planes o programas de acción). La asamblea se define
por tanto, en cuanto asamblea política, no como asamblea fundamental u originaria, ni siquiera
como asamblea constituyente, ni como «fundamento de la soberanía»; se define como asamblea
política que tiene que decidir entre planes y programas re-expuestos, a su vez, dentro de la
asamblea.
Acogiéndonos a esta idea de «asamblea objetiva» podemos desentendernos de las exigencias, que
consideramos muy estrechas, de quienes ponen como condición para poder definir la oposición
izquierda/derecha el contar con asambleas propias de las democracias parlamentarias. Esta
condición dejaría fuera de toda posibilidad de polarización hacia la izquierda o hacia la derecha a
una asamblea en la que no hubiera oposición de partidos (o de partes «parlamentarias»), como
ocurría en la Unión Soviética cuando se inspiraba en las tesis de abril de Lenin («no una república
parlamentaria, sino una república de los soviets de diputados, obreros, braceros y campesinos de
todo el país») que excluía del cuerpo electoral a quienes (por ser propietarios, clérigos, &c.) no
fuesen miembros de un soviet. Pero es evidente que las asambleas soviéticas podían tomar y
tomaron de hecho direcciones opuestas; incluso en la época de la unanimidad estalinista más
monolítica, también el Soviet Supremo tenía que tomar decisiones susceptibles de polarizarse hacia
la Izquierda o hacia la Derecha. Incluso en el caso de que estas decisiones se considerasen inspiradas
por el déspota (sin contar que, desde un punto de vista político –aunque no lo fuera desde el punto
de vista jurídico– el déspota más autocrático habría de considerarse siempre como parte de un
grupo de decisión, dentro de la «asamblea objetiva»).
Es necesario, en resolución, tomar en cuenta la diferencia conceptual entre los dos planos o
situaciones en las cuales la «asamblea objetiva» puede determinarse según direcciones o sentidos
opuestos coordinables con las funciones de Izquierda o de Derecha: el plano que llamaremos
material (o de situaciones materiales, en lo que concierne a las relaciones internas de oposición) y
el plano que llamaremos formal (o de situaciones de oposición formal). Hablaremos, en
consecuencia, de una oposición izquierda/derecha según una acepción material y de oposición
según una acepción formal.
I. En el plano material (de las operaciones materiales) las direcciones tomadas por la asamblea no
permiten (salvo aparentemente) dibujar una oposición en su ámbito, entre sus partes o partidos,
entre una Derecha y una Izquierda. Pero la oposición entre una política de Izquierdas y otra de
Derechas puede establecerse en relación con las asambleas de otras sociedades políticas o incluso
con las direcciones virtuales, de signo opuesto, que la asamblea de referencia pudo haber asumido.
Advertimos que la oposición entre Derecha e Izquierda puede adquirir en este plano su pleno
significado político, es decir, no tiene por qué ser trasladada al terreno de las «concepciones del
mundo» (en el cual, por lo demás, también pueden entrar las Derechas y las Izquierdas en su sentido
formal).
En este plano material podríamos reconocer diversas situaciones. Atengámonos a las dos siguientes:
A. Situaciones en las cuales la asamblea real es unánime, no contiene oposiciones de partidos (sea
porque éstas no son reconocidas, sea porque el consenso es pleno). En esta situación, las
resoluciones de la asamblea no podrían considerarse de derecha o de izquierda por relación formal
a partidos políticos interiores a su ámbito, aunque sí por relación a terceros términos.
A'. Situaciones en las cuales la asamblea real no es unánime, pero el partido mayoritario domina de
tal modo (e indefinidamente) que puede decirse que los partidos de oposición mantienen posturas
meramente testimoniales o simbólicas. Aquí sería posible hablar de resoluciones izquierdistas o
derechistas en un sentido formal (es decir, ateniéndonos a la oposición interna entre los partidos);
pero esta posibilidad tendría un alcance más convencional que efectivo, puesto que la dirección de
la «gravitación» real de la asamblea habría que establecerla por su relación a terceros términos; y
en todo caso el partido mayoritario podría representar precisamente la Izquierda y no la Derecha.
II. En un plano formal (o plano de oposición formal) la oposición entre la Derecha y la Izquierda
podrá ser dibujada en el ámbito mismo de la asamblea, porque ahora las opciones significativas
están asociadas a partidos efectivos (una efectividad que obviamente, no sólo hay que medir por su
posibilidad de obtener la victoria: basta su capacidad o «peso» para influir –limitando, desviando,
&c.– el curso de un programa o plan del partido opuesto). También en el plano formal caben
situaciones muy diversas. Atengámonos a las dos siguientes:
B. Que en el contexto de los programas alternativos se den franjas de intersección entre la derecha
y la izquierda respecto de los valores de las variables (lo que suele llamarse «consenso ante
cuestiones de Estado», por encima de los intereses de los partidos, o sencillamente, «cuestiones
menores», de escasa significación política).
B'. Que, en el contexto de los programas o planes debatidos, no se den franjas de intersección, es
decir, que el desacuerdo sea generalizado y disyuntivo.
Podemos afirmar que en las situaciones B la oposición entre la derecha y la izquierda quedará
neutralizada en el intervalo de los valores de intersección (aunque subsista en general); mientras
que en las situaciones B' la oposición se mantendrá plenamente en toda la línea.
Si comparamos, en este respecto, el plano de las oposiciones materiales y el plano de las oposiciones
formales, concluiremos que, en el plano material, la oposición puede no existir prácticamente, al
menos subjetivamente; por tanto, no existiría la posibilidad de considerar a la asamblea a la derecha
o a la izquierda, salvo que se postule gratuitamente el criterio de que por el mero hecho de que una
asamblea sea monolítica, por efecto de una dictadura o por cualquier otro motivo, haya que
considerarla de derechas, y que, por el hecho de que una minoría esté en la oposición haya que
considerarla de izquierdas. En el plano formal cabrá hablar de una oposición interna entre derechas
e izquierdas, pero, en cambio, no podremos apreciar oposición objetiva de valores en las franjas
neutralizadas. En un caso, no hay derechas o izquierdas internas, pero hay valores de izquierda o de
derecha; en el otro hay derechas o izquierdas internas, pero no hay valores internos de derecha o
de izquierda.
Vemos también que es necesario distinguir, sobre todo cuando nos situamos en el plano formal, dos
líneas de oposición funcional entre la Izquierda y la Derecha, a saber, las líneas de las funciones y la
línea de los valores de resolución o valores resultantes de la aplicación de la función a las variables
que vayan siendo dadas. La oposición entre valores implica, en general, oposición de funciones; pero
no siempre recíprocamente, puesto que los valores de resolución no solamente derivan de la
función sino de las variables y de los parámetros. Este es el motivo por el cual, como hemos dicho,
muchas veces los valores de resolución de la Izquierda y los de la Derecha coinciden; es decir, que
tanto la Izquierda como la Derecha, aun sin «traicionar» a sus funciones, se ven conducidas a
adoptar los mismos valores de resolución. Podríamos ilustrar esta «paradoja» asimilando las tareas
inmediatas propuestas a la asamblea (aquellas que la realidad cotidiana va proponiendo) al
planteamiento de las funciones primitivas y=f(x) y asimilando la adopción de posiciones de los
partidos políticos de izquierda y de derecha con la determinación de las funciones derivadas (tanto
en sentido positivo y'=f'(x) como negativo, -y'=-f'(x)). Es obvio que, desde un punto de vista
filosófico, podríamos poner en correspondencia las funciones de la izquierda con las funciones
derivadas de signo positivo –«negar el Altar es afirmar la Razón»– o bien mantener la
correspondencia entre las fuerzas de la izquierda y las funciones negativas (con ello, la izquierda, en
el límite, estaría siendo concebida como una tendencia al nihilismo o, por lo menos, a la «perpetua
reivindicación» de los oprimidos contra poderes supuestamente ineluctables).
Supongamos que hemos hecho corresponder la derecha a la función derivada positiva de una
función resolutiva inmediata, y la izquierda a la negación de esa función. Si la función primitiva es
ascendente, la función derivada (digamos, la izquierda) tomará valores positivos; si es descendente,
tomará valores negativos (correspondería a valores de la derecha). Pero si los valores de la función
primitiva son constantes en un intervalo [a,b] entonces la función derivada dará valores nulos a lo
largo de todo el intervalo [a,b] y otro tanto ocurrirá con sus opuestos: diremos que la oposición
entre «izquierdas» y «derechas» se anula o se neutraliza.
Nos veremos obligados, en resumen, a reconocer las situaciones de «intervalos de valores [a,b]» en
los cuales la oposición entre los valores de la función derivada (por ejemplo la izquierda) y de su
negación (por ejemplo la derecha) se anula. En estos casos habrá que decir que tanto la Derecha
como la Izquierda eligen las mismas opciones, o, con terminología habitual, que son
«convergentes»; terminología muy incorrecta pues sugiere que son las funciones las que convergen,
cuando lo que ocurre es que es la oposición en un intervalo de valores la que se neutraliza.
Por eso, hablamos de valores de «neutralización» más que de valores de «convergencia». Puede
ocurrir que la decisión de construir una carretera, o la de extinguir un incendio o incluso la de una
declaración de guerra, sean opciones que habrían de adoptar tanto la Izquierda como la Derecha.
La oposición se neutralizará aquí en un intervalo de valores concretos; pero la oposición funcional
permanece e incluso cabrá suscitar si la carretera gestionada por la derecha no se distinguirá de
algún modo de la gestionada por la izquierda, aunque sólo sea por la elección de algunos símbolos
o señales de tráfico. Y la oposición podrá volver a aparecer en cualquier otro intervalo de valores,
del modo más inesperado. Sin embargo, este planteamiento permite suscitar una cuestión teórica
de suma importancia, a saber, la cuestión acerca de si cabe admitir una situación política tal en la
cual el intervalo de valores [a,b] que arroja constantes en la función derivada, pueda ampliarse de
tal manera que cubra «todo el campo político». Esta posibilidad nos llevaría a una neutralización
práctica completa entre las resoluciones de la derecha y de la izquierda; su oposición sería sólo
epifenoménica, porque derecha e izquierda estarían siempre de acuerdo «en la práctica», aun
cuando mantuviesen su enemistad en el lenguaje y en las fundamentaciones. Pero la cuestión es
ésta: ¿estamos ante una situación puramente especulativa, es decir, sin la menor probabilidad de
ser realizada alguna vez, o bien estamos ante la situación ordinaria? No es fácil responder. Se podría
decir que efectivamente esto ha ocurrido en intervalos «tan importantes» como los suscitados por
el Altar o el Trono, por cuanto la oposición entre las izquierdas y las derechas se ha neutralizado, en
este intervalo, en la mayor parte de las sociedades democráticas. Más aún, cabría acordarse aquí
de la reiterada observación de que «una vez alcanzado el poder», y en el mejor de los casos, la
izquierda se ve forzada a hacer las mismas cosas que hizo la derecha. En el límite, estaríamos en el
caso de que la izquierda y la derecha «responsables» o «solventes», manteniendo sus
planteamientos opuestos, llegarían sistemáticamente a los mismos resultados. La oposición
Izquierda/Derecha se mantendrá entonces, únicamente, en el plano formal, ideológico, o, si se
prefiere, en los «imaginarios» de cada corriente. Cabría acogerse aquí también al sueño racionalista
de Leibniz: «una vez que todo el lenguaje haya sido formalizado se acabarán las controversias; los
antagonistas se sentarán cada uno enfrente del otro en torno a una mesa y dirán: ¡calculemos!».
Ahora bien, el hecho de que la consideración de este límite nos haga sonreír no autoriza a quitar
importancia a la necesidad de reconocer amplios intervalos en los cuales, aun con posibilidades de
opción, la oposición se neutraliza, y, si se mantiene, es por motivos puramente artificiosos. De otro
modo, plantear la oposición Derecha/Izquierda de un modo dicotómico y constante es tan sólo un
maniqueismo infantil.
Y, si pasamos ahora al plano de la oposición material, el planteamiento funcional que venimos dando
permite sacar otra consecuencia importante: la de hacer posible considerar como legítimo el seguir
hablando de izquierda (o de derecha) en regímenes en los cuales no hay posibilidad de aplicar
funciones opuestas, por las razones que sean. Pues en este caso, la función y'=f'(x) dará valores de
izquierda, aunque no encuentre oposición, y los de -y'=-f'(x) dará valores de derecha en las mismas
circunstancias.
Estos presupuestos abren cuestiones muy variadas y difíciles relativas a la determinación de si una
asamblea históricamente dada debe o no considerarse como una asamblea objetiva. La asamblea
ateniense, en la época de Pericles, aun cuando estuviera implantada en una sociedad esclavista,
¿podría considerarse como una asamblea de ciudadanos? Los Senados de las ciudades romanas de
la época republicana y aun algunas de la época imperial, ¿no desempeñaban también el papel de
asambleas de ciudadanos? Si la respuesta fuese afirmativa no constituiría un anacronismo investigar
si en su seno no se dibujaron corrientes de izquierda o de derecha (los Gracos, Mario –frente a Sila–
y, más tarde, Julio César, podrían ser considerados «de izquierdas»).
3. La cuestión que nos queda es la de determinar las características materiales que en los cuerpos
políticos que reúnen las condiciones que hemos esbozado, cuanto a la asamblea objetiva, puedan
corresponder a las funciones de Izquierda y de Derecha. Es evidente que una tal determinación no
puede ser estipulativa, sino que debe estar fundada en la «realidad empírica». A estos efectos, el
procedimiento de determinación más expeditivo, desde una metodología empírica, sería el de
establecer una enumeración suficiente de instituciones opcionales, según planes o programas
vinculados a ellas, que pudieran interpretarse como variables independientes sobre las cuales se
obtuvieran valores diferenciales por la aplicación de las funciones a definir. Pero también –y esto es
indispensable– tendríamos que considerar los procesos en virtud de los cuales las posiciones o
valores asignados a las supuestas funciones de la izquierda (o de la derecha), en unas circunstancias
determinadas, se deslizan o son asumidas por la función opuesta y de qué modo la oposición se
reproduce en otro plano. Pongamos por caso otra vez: si en el siglo XVIII, a raíz de la Convención
francesa, la facción de «izquierdas» se hace republicana (frente a la facción monárquica
representada por los partidos de la monarquía absoluta del Antiguo régimen) es a raíz de los sucesos
posteriores (ligados al 18 Brumario, coronación de Napoleón, e incluso restauración de la monarquía
con Luis XVIII, Luis Felipe, &c.); la izquierda, por lo menos una parte importante, se hace monárquica,
pero según una redefinición de la monarquía, como monarquía constitucional, que caracterizará a
la Izquierda frente a la derecha absolutista (también en España cabría llamar, aunque no circulasen
los nombres en estos momentos, izquierda y derecha a los monárquicos doceañistas y a los
monárquicos absolutistas, a los cristinos y a los carlistas, &c.). Tomemos otro ejemplo: si en 1914 el
internacionalismo caracterizaba la izquierda marxista, frente al nacionalismo de la derecha
burguesa y aun de la socialdemocracia, en 1936 el nacionalismo aparece como una reivindicación
de la Izquierda, característica que se acentuará mucho más después de la Segunda Guerra Mundial;
pues fue sobre todo la izquierda marxista (y no la derecha burguesa o fascista, es decir nacional-
socialista) la que asumió la promoción de los movimientos de liberación nacional. En realidad, ya en
la Guerra civil española, las Brigadas inter-nacionales venían a España para defender la
independencia de su nacionalidad frente al «secuestro» al que la estaban sometiendo las «potencias
fascistas»; posteriormente es la izquierda (o por lo menos una parte de la izquierda) la que en
España apoya la autodeterminación de las naciones, si bien éstas se suponen ahora presentes
dentro del «Estado español»; de suerte que puede afirmarse ahora que una parte importante de la
izquierda apoya el nacionalismo (sobre todo si este se llama nacionalismo vasco o catalán, con tal
de que no se llame nacionalismo español). ¿No estamos ante una situación de confusionismo total?
¿Acaso el nacionalismo de la izquierda no es meramente coyuntural, puesto que él habría
cristalizado contra el nacionalismo fascista de Hitler en tanto pretendía la hegemonía política y
colonial de Alemania frente a otras naciones?
La dificultad de principio radica, por tanto, en que los «valores empíricos» que la Izquierda (o la
Derecha) toma ante la mayor parte de las «variables independientes» no pueden considerarse como
indicadores seguros de la característica de la función, y esto es debido no solamente a que los
valores adoptados no son siempre los mismos, según las circunstancias (lo que no constituiría una
dificultad insalvable de principio, pues cabe apelar a los «parámetros») sino también a que los
valores empíricos (adoptados por la izquierda o por la derecha) podrán ser muchas veces resultado
de una aplicación «errónea» (por tanto, rectificable) de una función determinada.
Hemos escogido veinte líneas diferentes de variables a partir de las cuales comenzaríamos a
explorar los «valores de la Izquierda», considerada como una función cuya característica
pretendemos determinar sobre la base de estos valores. Las diez primeras líneas tienen un
significado directamente político, puesto que se refieren a instituciones formales (que son partes
formales, y no meramente materiales) de un cuerpo político. Las otras diez líneas no pasan ya por
territorios organizados por categorías estrictamente políticas, aunque son partes materiales suyas;
sin embargo son tales que alcanzan, al menos empíricamente, un significado político en los
programas de los partidos. Además, las líneas de nuestro segundo bloque resultan tener todas ellas
un significado inmediato de índole ética, sin que por ello queramos decir que las diez primeras líneas
se mantengan al margen de los problemas éticos y, por supuesto, morales. (Se advertirá que no
hemos introducido, como líneas específicas, «variables» tales como la «esclavitud» o el «tercer
mundo»; en un caso, debido al carácter de particularismo histórico que conviene a variables como
la citada y, en el otro caso, porque el particularismo geográfico restringiría la contraposición
Izquierda y Derecha a marcos «eurocéntricos» o afines).
Por último, además de estos dos bloques de diez líneas cada uno, agregaríamos otros conjuntos de
líneas que aun no teniendo una incidencia inmediata en las categorías políticas, ni como partes
formales ni como partes materiales, sin embargo inciden oblicuamente sobre las opciones de
izquierda y derecha, a título, por lo menos, de discriminadores semánticos. La efectividad de estas
líneas oblicuas en la polarización de las posiciones de izquierda o de derecha pueden corroborar las
tesis sobre el carácter abstracto de esta oposición o, lo que es lo mismo, sobre el carácter abstracto
de las categorías políticas mismas (en cuyo ámbito se dibuja la oposición Izquierda/Derecha) en el
conjunto de la vida social e histórica. De aquí la necesidad de reconocer la inserción efectiva de las
categorías políticas en «estructuras envolventes» más amplias y, por tanto, la posibilidad de
extender a estas mismas estructuras envolventes, en ciertas condiciones, la oposición entre Derecha
e Izquierda. Aquí residiría el fundamento de quienes pretenden aproximarse a las ideas de Izquierda
y Derecha a título de «concepciones del mundo».
Línea 1: el Trono. Se dice a veces que este criterio ha sido ya neutralizado, o incluso que carece de
sentido, en las sociedades políticas secularmente consolidadas como repúblicas, en la mayoría de
Europa y en la totalidad de América. Sin embargo, esta objeción es muy superficial, desde un punto
de vista conceptual, porque históricamente los conceptos de Izquierda y de Derecha se configuraron
precisamente en función del trono; lo que significa que no es posible reconstruir una idea funcional
de Izquierda o de Derecha poniendo entre paréntesis esta primera línea. En segundo lugar, desde
un punto de vista práctico, porque siguen existiendo Estados monárquicos que tienen relaciones
reales con los Estados republicanos y, por consiguiente, la oposición entre Derecha e Izquierda no
puede dejar de lado tampoco esta línea discriminativa. Históricamente, desde luego, fue la cuestión
del trono la que polarizó a la Asamblea francesa en dos alas, la de la derecha y la de la izquierda, ya
en 1789, a propósito de la discusión del proyecto del diputado Mounier del 4 de septiembre, para
conceder al monarca el veto suspensivo («derecho de disolver la Cámara de diputados y decretar
nuevas elecciones, derecho indispensable para la existencia de la Monarquía»; la muchedumbre
gritaba: «¡Abajo el veto!»); polarización que cristalizó en la Asamblea legislativa reunida en la Sala
del Picadero el 1° de octubre de 1791, después de la tentativa de Luis XVI en Varennes: a la izquierda
del presidente se situaron los diputados no realistas y los jacobinos, Condorcet, &c. (que, sin
embargo, no pedían la eliminación de la figura del Rey, sino la reducción de sus funciones a las de
un mero presidente de una república hereditaria); a la derecha se situaron los fuldenses, que
alcanzaban el número de 250; otros tantos en el centro. Cabría decir, en conclusión, que la «función
izquierda», ante la institución del trono, tomada como «variable independiente», equivale a una
operación de atenuación progresiva (por ejemplo, según la fórmula de Thiers: «El Rey reina, pero
no gobierna») cuyo valor límite es la anulación de la variable, la clase vacía (la experiencia histórica
parece demostrar, con el ejemplo de los zares y de otras monarquías renacidas de sus cenizas, que
sólo la extinción física de las dinastías monárquicas garantiza el logro de este valor límite); pero que
no cabe definirla, en principio, a partir de este valor límite, como función de anulación, por la sencilla
razón de que es más fácil pasar de la serie decreciente de valores al cero que pasar del cero a los
diversos valores de la serie.
En consecuencia, habrá que decir que las «izquierdas» no comenzaron impugnando el trono
absolutamente; incluso lo aceptaron una vez transformado en monarquía constitucional. El trono,
por tanto, no es, tomado en absoluto, una variable discriminadora, de modo simple, entre la
derecha y la izquierda. Pero nadie negará que es un criterio decisivo cuando a esta variable se la
concatena con la constitución democrática en tanto que, a su vez, tiene vínculos internos, por
ejemplo, con el altar, a raíz de la interpretación tradicional de la sentencia de San Pablo: «Todo
poder viene de Dios» (todavía en los años setenta, las monedas acuñadas con la efigie de Franco,
llevaban como leyenda: «Francisco Franco Caudillo de España por la Gracia de Dios»).
Línea 2: el Altar. Conseguir la emancipación de la sociedad política respecto del altar ha sido una de
las características de la Izquierda, mientras que la Derecha ha tendido siempre a mantener algún
tipo de conexión interna, sea con el altar, sea con los libros canónicos sobre él depositados (desde
el Antiguo al Nuevo Testamento, el Corán, el Libro de Mormón o incluso el Popol-Vuh). En este
sentido, la derecha estaría representada por los partidos que se inspiran, más o menos lejanamente,
en alguna confesión religiosa, desde el integrismo de los «neos» antiliberales, inspirados por Pío IX,
hasta las democracias cristianas que inspiró Pío XI. Nadie puede discutir la trascendencia política de
estas inspiraciones, que no son meramente metafísicas sino que tienen incidencia inmediata en las
partes de los programas relativas a la forma de gobierno, a la propiedad privada, al derecho de
familia, &c.
Línea 3: el Estado. ¿Cabría decir que la Izquierda se define por su posición extrema en la línea del
debilitamiento del Estado y, en el caso límite, de su extinción, es decir, el anarquismo? De este
modo, la Izquierda, al menos en sus valores más extremos, se caracterizaría por su triple negación
del Trono, del Altar y del Estado. Esta conclusión obligaría, sin embargo, a considerar a los partidos
socialistas de izquierda como una falsa izquierda (las acusaciones que la Primera Internacional hizo
a la Segunda giraban principalmente en torno a esta cuestión); y no sólo a los socialdemócratas sino
a los comunistas leninistas-estalinistas de la Tercera Internacional (aunque aquí el Estado siempre
se consideró ambiguamente como una situación transitoria que se encaminaba hacia su extinción).
Esto nos lleva a la cuestión de la necesidad de distinguir diversos planos en los cuales ha de
entenderse la idea de democracia; pero la dificultad de definirlos es muy grande. La mayor parte de
los criterios utilizados son metafísicos. Por ejemplo, cuando se distingue una «democracia
fundamental» (como «soberanía del pueblo, para el pueblo y por el pueblo» de Lincoln) y una
«técnica de la democracia» o «democracia procedimental». Pues no es nada evidente (salvo
petición de principio) que sea legítimo considerar a las democracias procedimentales como la
expresión de la democracia genuina; en todo caso el leninismo tendría derecho a ser considerado
también como un procedimiento, entre otros, de democracia, por cuanto el procedimiento de las
elecciones de representantes a través de las urnas, por sufragio universal, es uno más y en modo
alguno puede identificarse con el único modo existente de expresión del «pueblo soberano» (y esto,
aun en el supuesto de que los mecanismos electorales funcionasen con el mayor rigor y
transparencia imaginables). Pues lo que se discute no es el sufragio sino quien elige y qué se elige.
Es pura metafísica identificar un pueblo soberano con treinta, cincuenta o cien millones de «votos
libres y conscientes» escrupulosamente recogidos. Lo que se discute no es sólo si cada individuo
puede ser «consciente» del alcance de su voto, sino también si la suma de estos votos, aunque
fuesen conscientes, pueda identificarse con el «pueblo soberano autodirigiéndose». Por ello,
retirándonos de semejantes supuestos metafísicos, desde los cuales sería imposible alcanzar, en
principio, criterios diferenciales entre una izquierda y una derecha, nos inclinamos a tomar en
consideración la democracia en un sentido material y no en un sentido meramente procedimental;
nos inclinamos a definir la democracia, a estos efectos, no ya por sus principios, sino por su
estructura metodológica. La característica de la estructura metodológica, ligada a la materia, es la
democracia representativa (lo que obliga a evitar tener que ver a esta democracia «desde» la idea
roussoniana de la democracia directa). Pues la democracia representativa no estribaría en ser una
forma de «aproximarse lo más posible» a la democracia directa, venciendo las dificultades derivadas
del crecimiento del tamaño de la sociedad: Aristóteles desaconsejaba la forma democrática (=
republicana) para las ciudades agrícolas «porque los labradores no acuden a la asamblea». La
representación, en efecto, no se hace necesaria tanto en función de la magnitud del cuerpo
electoral, sino cuanto de los problemas objetivos que lo envuelven y resulta del hecho de que «todos
no pueden dirigir todo», ni siquiera en función de sus propios intereses, por lo que se necesitan
representantes para entender los planes y programas adecuados y ejecutarlos. Por tanto, la
cuestión estructural hay que retrotraerla a otro lugar: al lugar, por así decirlo, de la intensión y no
de la extensión. Por ejemplo, a la cuestión de si los representantes son delegados o comisarios,
como decía Rousseau, que deben dar cuenta de su gestión (que no se limitan a representar, puesto
que les cabe también una misión de formulación y resolución) en cada momento; si la democracia
implica separación de poderes o no; si la democracia ha de ser parlamentaria (con partidos políticos)
y si los representantes han de elegirse mayoritariamente (por circunscripciones) o
proporcionalmente; si el sistema ha de ser el de oposición (llamado sistema Westminster) o de
consenso. Es a propósito de estas diferencias, y no a propósito de la democracia, en general,
metafísicamente definida, en donde pueden aparecer rasgos diferenciales entre la Izquierda y la
Derecha.
Línea 5: la Tolerancia. La libertad de opinión (de prensa, de cátedra, &c.) es una de las
reivindicaciones tradicionales de la izquierda, frente a la censura, defendida por la derecha
tradicional. Pero este criterio se vincula directamente con la cuestión de la tolerancia, entendida
por algunos como la virtud por excelencia de la democracia, como respeto a las opiniones del
interlocutor.
La cuestión no puede tratarse tampoco in genere, o formalmente, atribuyendo, por ejemplo, a cada
ciudadano (como hace Sócrates irónicamente en el Protágoras de Platón) el pleno uso de la razón
política y, por tanto, el derecho a expresar su opinión y que ella sea tolerada. Es este un principio
formal que suele ir vinculado al agnosticismo teológico o político; en todo caso, el principio de la
tolerancia tiene un campo de aplicación muy limitado y más bien propagandístico. Kant (en ¿Qué es
la Ilustración?) distinguía ya el uso privado y el uso público de la razón (el individuo debe ser sumiso
a la autoridad). En realidad, Kant viene a formular la misma situación que definía Federico II: «Mis
vasallos y yo hemos llegado a un acuerdo, ellos dicen lo que quieren [podría decirse: tolero todo lo
que ellos digan] y yo hago lo que me da la gana». De hecho, la tolerancia es utópica y el diálogo es
una regla también utópica e ideológica: siempre hay un moderador o un consejo editorial que corta
el diálogo infinito por motivos extrínsecos al diálogo (falta de tiempo en televisión, falta de espacio
editorial, &c.). No hay «tolerancia», salvo formal, ni puede haberla, por razones «topológicas»; lo
que encierra el peligro del subjetivismo, al no poder ser nunca razonadas las propias opiniones (el
principio de la tolerancia conduce a formular «como opinión mía» tanto las verdades comunes,
como delirios subjetivos).
Línea 7: el Poder Legislativo. La preferencia por el poder legislativo puede ser invocada muchas
veces por la izquierda como una característica suya, frente al «judicialismo», que cabría ligar más
bien a la derecha, dado el carácter «conservador» que, por estructura, suele tener el poder judicial,
al menos en muchas constituciones. Los jueces tienen la misión de «dar a cada uno lo suyo», pero
«lo suyo» de cada cual es aquello que determina el Parlamento. Muchas veces la preferencia
parlamentarista suele oponerse también a la preferencia por el ejecutivo, considerada por muchos
como rasgo típico de la Derecha; lo cual tampoco puede considerarse aisladamente, sino que es
preciso determinar las relaciones de estas preferencias junto con las de las otras variables.
Línea 8: la Iniciativa popular. La actitud ante la institución llamada de «iniciativa popular» suele ser
reivindicada por la izquierda, como una vía mediante la cual «el pueblo» puede directamente
intervenir, sin mediación de los partidos políticos y sin ajustarse a los plazos electorales, en el
planteamiento de una nueva norma legal. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, de hecho, la
iniciativa popular puede ser también una vía abierta para que por ella camine una corporación, o
cualquier otra facción o secta que, por sí misma, podría representar tanto valores de la Derecha
como de la Izquierda.
Línea 10: el Ejército. La izquierda ha solido reivindicar los valores antimilitaristas, en relación con el
pacifismo («¡Abajo las armas!», de los espartaquistas); esta reivindicación ha vuelto a ponerse en
primer plano en nuestros días a propósito de la «objeción de conciencia» al servicio de armas, y aun
de la «insumisión». Sin embargo, tampoco parece posible adscribir a la Izquierda el antimilitarismo,
porque en esta hipótesis no podría darse cuenta de las tendencias de la izquierda revolucionaria, no
solamente de la tradición leninista, sino también guevarista y, en general, de los ejércitos de
liberación nacional.
Observación. No hemos considerado como línea discriminadora de primer orden a la cuestión del
crecimiento económico (o del progreso económico, o del progreso en general), a pesar de que esta
cuestión no puede menos de ocupar un puesto central en los programas políticos de la izquierda (y
también de la derecha). Sin embargo, acaso cabría afirmar que las opciones de la izquierda (o de la
derecha) ante las cuestiones del crecimiento o del progreso, no se fundan tanto en la consideración
del crecimiento económico o del progreso «en sí mismo» (sólo cuando se adopta una perspectiva
ética –que suele ser llamada filosófica– invocando, ya sea un desarrollismo utópico que conduciría
al hombre del futuro, al modo de la Crítica al programa de Gotha, ya sea, al modo de W. Harich, la
conveniencia de una planificación austera, ajustada a las necesidades básicas; puede decirse que
tiene lugar una polarización ante el crecimiento o el progreso, considerados por sí mismos) cuanto
en la consideración de las implicaciones sociales y ecológicas de su proceso. Así, «la izquierda»
apoyó la política del crecimiento económico en porcentajes próximos al 10% del PIB en los
momentos del auge de la revolución científica e industrial (Bernstein, Hilferding,...; así también, la
consigna «soviets y electrificación de Rusia» de Lenin), pero teniendo en cuenta que el crecimiento
económico implicaba la expansión de la clase obrera –que se traducía en una ventaja electoral– o
bien el fortalecimiento de la «Patria del socialismo». Sin embargo, una vez advertidas, en la segunda
mitad del siglo, las consecuencias sociales y ecológicas del crecimiento económico indefinido y de
su estructura, es decir, «los costes del desarrollo económico» (para utilizar la fórmula de E.J.
Mishan), se ha ido consolidando una corriente izquierdista de opinión favorable a una revisión de
las políticas desarrollistas, ligadas a la idea del progreso, en general (W. Harich, J. Herbirg, &c., por
no hablar de la escuela de Frankfurt o de la izquierda verde, &c.).
Línea 12: los Sexos. Las cuestiones relacionadas con la diferencia de sexos suelen también ser
tomadas como discriminadores entre izquierda y derecha; la Izquierda se caracterizaría por su
reivindicación de la igualdad de derechos, mientras que la Derecha tendería a mantener
determinadas diferencias. Sin embargo, este criterio sigue siendo muy ideológico puesto que el
concepto de «igualdad» es por sí mismo muy ambiguo y tiene que ser definido en cada caso en
términos políticos.
Línea 13: la Homosexualidad. También la Izquierda suele caracterizarse por su respeto hacia las
relaciones homosexuales y su reconocimiento público; la Derecha se caracterizaría en cambio por
su tendencia a no reconocer estas situaciones, o considerarlas más en términos médicos que
políticos.
Línea 14: la Eutanasia. Como discriminador semántico, cabría advertir una tendencia de la Izquierda
empírica hacia la defensa de la eutanasia, frente a una tendencia de la Derecha hacia su limitación
o incluso su total prohibición.
Línea 15: el Aborto. En las últimas décadas el «derecho al aborto libre» ha sido una reivindicación
asumida por los partidos de la izquierda, frente a la prohibición, total o parcial, que habría sido
característica de los partidos de la derecha. Este discriminador, sin embargo, constituye uno de los
puntos en donde los presupuestos ideológicos de la izquierda ofrecen las mejores oportunidades
para su análisis.
Línea 16: la Pena de muerte. Esta variable suele constituir un discriminador muy característico de la
izquierda, aun cuando las posturas abolicionistas suelen también ser compartidas por la derecha en
algunos países. El análisis de esta variable, cuanto a su fundamento, ofrece también oportunidades
muy fértiles para determinar el significado de la oposición entre Izquierda y Derecha.
Línea 17: el Manicomio. La política que tiende a la supresión de la institución del manicomio ha
solido también ser considerada como propia de la Izquierda; lo verdaderamente importante aquí
también, desde un punto de vista teórico, es regresar hacia los fundamentos en los que se apoya
esta política.
Línea 18: el Diálogo. La contraposición entre procedimientos de diálogo para resolver las
discrepancias políticas o de otra índole y procedimientos dogmáticos (o simplemente de
intervención externa o factual en la toma de decisiones), suele también servir de discriminador
entre las posturas de la derecha y de la izquierda; pero en cualquier caso este discriminador tiene
que ver con la cuestión de la tolerancia.
Línea 19: el Ecologismo. La «defensa de la Naturaleza», el comportamiento ético ante los animales,
&c., suelen ser variables discriminadoras de las posiciones de Izquierda o de Derecha; también aquí
es imprescindible la consideración de los fundamentos. Una encuesta que se atuviese
exclusivamente a las posiciones prácticas ante estos problemas serviría de muy poco a efectos de
una diferenciación teórica entre Izquierda y Derecha.
Línea 20: la Redistribución de la riqueza. Englobamos en esta línea a todas las instituciones que
regulan la posibilidad de participar a los ciudadanos en una riqueza o renta común (agrícola,
industrial, &c.). Es esta variable una de las más importantes desde el punto de vista teórico. ¿Por
qué no considerarla como formalmente política, puesto que atañe al núcleo de los planteamientos
de la política económica misma de los partidos políticos? La razón es que esta «variable» no es por
sí misma política, desde el momento en que sus valores (al menos teóricamente) podrían
establecerse en virtud de mecanismos «apolíticos» (de mercado, de azar, &c.). Sin embargo, lo
cierto es que estos valores constituyen materia de principal significación para cualquier orientación
política; pues incluso la actitud «ultraliberal» de quienes recomiendan dejar a las leyes del mercado
o a la iniciativa privada la resolución de los problemas relativos a las pensiones (contributivas o no
contributivas) de los ciudadanos, tiene un significado político. Un significado que es, además,
calificado de «derechas» (sin perjuicio de que el partido considerado en España como conservador,
o de centro derecha, el PP, se haya distanciado de esta actitud con ocasión de la reunión en Madrid,
en octubre de 1994, del FMI, acusando incluso a la política del PSOE, en el poder, de estar
practicando de hecho las recomendaciones del Fondo, a pesar de sus declaraciones retóricas en
contra de ellas. La Izquierda suele mantener en sus programas reivindicaciones más o menos
precisas relativas al Impuesto sobre la Renta, a la Seguridad Social, a las jubilaciones y las pensiones,
los subsidios regulares a los desempleados, y, en general, al llamado «Estado de bienestar». Estas
variables obligan a interconectar la mayor parte de todas las restantes, incluyendo las que tienen
que ver con el Estado y con la democracia.
Línea C: Toros/Baloncesto/Fútbol. Es más probable la adscripción de la preferencia por los toros (en
los países hispánicos), acaso del boxeo (en los anglosajones), a la derecha; el fútbol sería una
preferencia de la izquierda y el baloncesto pertenecería a una subsección que flota entre la derecha
y la izquierda (dada la vinculación del baloncesto a los deportes universitarios: de hecho, el
baloncesto fue inventado por un profesor para entretenimiento de sus alumnos durante el recreo).
Asimismo, la oposición entre golf y petanca (o bolos) discrimina muy bien a la derecha y a la
izquierda (y nos referimos al golf a pesar de los intentos de la socialdemocracia de convertir al golf
en un deporte de masas). También la oposición entre tenis y frontón constituye un discriminador
muy probable entre la derecha aristocrática o burguesa (sin perjuicio de que muchos campeones
sean de extracción popular; también los grandes músicos barrocos solían ser criados de príncipes) y
la izquierda populista. También la oposición entre ruleta y bingo podrían constituir discriminadores
eficaces. En cambio es interesante observar la escasa función discriminativa de oposiciones tales
como tresillo y mus, dominó y parchís, damas y ajedrez, &c.
Línea E: Whisky/Tinto. Las razones por las cuales la derecha se inclinaría por el whisky no son difíciles
de explicar, sobre todo si se tienen en cuenta las circunstancias y modos de utilización de este
líquido. Otro tanto se diga del vino. Pese a la regresión actual del uso del tabaco, sería interesante
seguir la evolución de los hábitos de la izquierda y de la derecha ante el cigarro puro, el cigarrillo
con o sin filtro y el cigarrillo de picadura.
Línea F: Transporte privado/transporte público. Esta distinción, en otros tiempos muy significativa,
se desvirtúa con la generalización de los coches utilitarios; sin embargo, subsiste como criterio de
principio en relación con argumentos ecologistas.
Línea G: Bigote/barba. En muchas épocas y países el bigote y la barba han sido emblemas de
identificación partidista, sobre todo en los miembros de la clase política, tan eficaces como puedan
serlo los carnets del partido (bigote hitleriano, falangista, &c.; barbas fidelistas, socialdemócratas
españolas, &c.). Este criterio plantea la cuestión de si estos emblemas tienen un alcance meramente
coyuntural o si tienen raíces más profundas de índole psicoanalítica (en este contexto sería
interesante analizar las razones por las cuales las ordenes religiosas, aparte de aquellas cuyos
miembros se afeitan, llevan barba –venerabilis barba capuchinorum, para utilizar la letra del célebre
motete irónico de Mozart–, pero no bigote).
Línea I: Amarillo/Rojo... Los colores eran los símbolos de los partidos ecuestres en el imperio
bizantino, como antes hemos dicho; la izquierda ha propendido a elegir el rojo y el verde; el amarillo
o el negro han sido preferidos por partidos de derecha. El simbolismo político de las preferencias
cromáticas puede tener un fundamento muy primario o meramente coyuntural; tampoco hay que
descartar simbolismos de base subconsciente.
Línea J: Escuela/Colegio. Esta oposición clásica entre escuela pública y colegio privado (que en el
terreno de las palabras intenta ser desvirtuada por la nueva denominación oficial de «colegio» que
han recibido las antiguas escuelas públicas) sigue polarizando la derecha y la izquierda desde el
punto de las familias que eligen centros de estudios para sus hijos. Durante el franquismo, sin
embargo, la izquierda de élite tendió a fundar sus propios centros privados de enseñanza; sin
embargo, la izquierda popular siguió enviando a sus hijos a las escuelas públicas, muchas veces por
la única razón de ser más baratas.
4. A la vista de una denotación tan abundante, y fluida de valores, como la que nos ofrece la muestra
de treinta líneas que hemos esbozado, habría que suscitar la cuestión previa sobre la posibilidad de
alcanzar la determinación de algún tipo de unidad entre valores tan diversos y heterogéneos. ¿Qué
tiene que ver el trono con la eutanasia, o la abolición de la pena de muerte con la guitarra?
Sin duda, hay correlaciones estadísticas entre las líneas, desde el punto de vista de las preferencias
de los diversos valores por parte de una población dada. Por ejemplo, un alto cargo político (un
socialista, Presidente del Senado) se ha atrevido a hablar, en 1994, de un «nacionalismo españolista
que nunca ha superado la dimensión del trono y del altar y que encuentra su fundamento y su
rentabilidad electoral en la especificidad catalana o vasca». Además, las correlaciones pueden
rebasar el campo estrictamente político; diremos que están asociadas o correlacionadas
positivamente (en mayor o menor grado) con las opciones políticas de Izquierda o de Derecha. Así,
preferir el vino a la cerveza puede estar correlacionado con la izquierda o con la derecha, y otro
tanto se diga con las preferencias históricas o estéticas (preferir a Carlos V frente a los comuneros,
o el patronazgo de Santiago al de Santa Teresa, o a Pompeyo frente a Espartaco, o a Wagner frente
a Mahler).
Estas correlaciones entre valores o posiciones de izquierda y de derecha manifiestan por lo menos
la gran amplitud de estas opciones. A partir de correlaciones empíricas podríamos establecer
estructuras fenoménicas (de tipo estadístico) del estilo de las llamadas «actitudes primarias»
(Eysenck), determinando, por análisis factorial, las líneas principales de correlación, las
composiciones necesarias, pero bifurcables (la derecha puede ser dura –derecha fascista– y blanda
–derecha democrática o liberal–; la izquierda puede también ser dura –comunismo soviético– y
blanda –la «izquierda democrática»).
Pero, desde el punto de vista filosófico no es suficiente mantenernos en el plano de estos conceptos
fenoménicos (estadísticos), propios de la Sociología política o de la Psicología social, porque nos
interesan las razones de la conexión entre los valores correlacionados (y a título de razones etic, y
no meramente emic). En cualquier caso, la característica de una función capaz de conducir a cada
valor (dadas las variables y los parámetros) y, más aún, a las modificaciones en la polarización de los
valores (a partir, desde luego, de la inserción de una variable en contextos diferentes) requiere
regresar a conceptos muy abstractos, que no por ello han de tener que dejar de ser rigurosos.
En cualquier caso, el racionalismo no es una nota exclusiva de la Izquierda, puesto que, a pesar de
Lukacs, también hay un racionalismo de derechas. Pero con el socialismo ocurre otro tanto: hay un
socialismo de izquierdas, pero también hay un nacional socialismo, considerado generalmente de
derechas, y esto sin contar con el socialismo real de la Rusia soviética, que muchos consideran hoy
como conservador. Asimismo, los movimientos socialistas, y aun colectivistas, de naturaleza
teológica (islámica o cristiana) difícilmente pueden llamarse de izquierda, en el sentido político,
precisamente por su componente irracionalista.
Además, es preciso redefinir racionalismo y socialismo, de tal modo que no se nos den como dos
características externas, la una respecto de la otra, meramente yuxtapuestas; pues del hecho de
que puedan variar independientemente, en ciertos intervalos, y aun llegar a un límite nulo alguna
de ellas, subsistiendo la otra, no cabe deducir que su unión sea sólo de mera yuxtaposición.
Tampoco puede formularse su unidad como una identidad analítica, puesto que, en tal caso, sería
suficiente considerar a la variable «envolvente». La identidad entre ambas variables puede ser
sintética, es decir, establecida a través de terceros componentes materiales e históricos (entre ellos,
los intereses de grupo, de clase o individuales) que han de suponerse dados.
Podríamos, en todo caso, representar la función Izquierda por la recta diagonal de un paralelogramo
de fuerzas (z) cuyos lados representasen el racionalismo (r) y el socialismo (s). Cuando el
racionalismo se anula, o se aproxima a cero, aun manteniéndose la componente socialista, la
Izquierda desaparece, y no ya necesariamente para convertirse en una derecha, sino sencillamente
en un «movimiento tercerista» (como pueda serlo el del nacionalismo chiíta iraní, o el
fundamentalismo argelino de nuestros días); cuando la componente socialista desaparece, aun
manteniéndose el racionalismo, desaparecen también las posiciones de Izquierda, reapareciendo
ahora, con toda probabilidad, ciertas posiciones de derecha («burguesa», «liberal», «anticlerical»).
La Derecha se dará, según esto, de tres modos: (1) la que corresponde a los valores r=1, s=0 (la
derecha liberal burguesa podría caracterizarse por estos valores); (2) la que corresponde a los
valores r=0, s=1 (el nacional socialismo podría aducirse como ejemplo); y (3) la que corresponde a
los valores r=0, s=0 (es decir, la derecha irracionalista y particularista, la derecha carismática que,
por cierto, tiene precedentes en la «geniocracia» de Fichte o de Nietzsche).
El racionalismo del que hablamos no se entiende en el sentido de esas concepciones propias del
espiritualismo subjetivista (el «yo pienso»), al modo cartesiano, por ejemplo, según el cual la razón
es la facultad de una conciencia pura, en virtud de la cual ella tiene acceso a las verdades eternas (y
en cuyo contexto alcanza toda su fuerza la llamada objeción de conciencia); tampoco es la
racionalidad del «discurso formal» (en el contexto de la llamada, por Apel, «ética del discurso»), ni
una razón que pueda considerarse «limitada» por los contextos «instrumentales» en los cuales se
aplica (siendo así que tales contextos son constitutivos de la razón y no limitativos de la misma). Es
la «racionalidad de las manos», el racionalismo quirúrgico, y sólo por extensión, de los músculos
estriados; una racionalidad que sólo tiene sentido cuando trabaja con materiales ligados
necesariamente a intereses muy diversos y, por supuesto, no siempre compatibles entre sí.
Entendemos en efecto el racionalismo ligado a los sujetos corpóreos operatorios, mediante
operaciones con las cuales es posible componer y separar objetos estableciendo relaciones y
concatenaciones materiales de identidad causal o estructural. Desde este punto de vista la
distinción entre el trabajo manual y el trabajo intelectual debe ser puesta en ridículo, en tanto
implica que cabe hablar de algún trabajo que no sea «intelectual». Por lo demás, recalcamos que
las operaciones han de suponerse orientadas, originariamente, en un sentido práctico, operaciones
orientadas a conseguir la satisfacción de las necesidades o intereses más perentorios de índole
biológica y social. En este punto sería preciso plantear la conexión entre racionalismo y verdad: la
práctica no puede disociarse enteramente de la verdad objetiva dada en función de los fines, aun
cuando esta verdad sólo pueda ser establecida retrospectivamente, y no en el momento de planear
las operaciones cuyas consecuencias no pueden conocerse plenamente por quien ejecuta la acción.
Sobre todo, es imprescindible establecer la conexión entre el racionalismo y el error.
Una pregunta fundamental que debe ser hecha es la siguiente: el error, ¿es práctica preferida por
la derecha o bien por la izquierda? ¿Acaso la mentira, el engaño o la impostura (incluyendo en la
impostura el acto de ofrecer como verdades evidentes lo que son sólo verdades de fe o reveladas)
no ha sido práctica inveterada de la derecha? Toda política fundada en mitos habría de ser
considerada de derecha y no de izquierda. En una palabra, el racionalismo del que hablamos no
puede ser entendido en un sentido formal, como si la conciencia individual fuese el tribunal
supremo, al modo como la entendió el cartesianismo o el liberalismo kantiano, o como lo entienden
en nuestro días los defensores de la llamada «objeción de conciencia». No es el racionalismo del
homo sapiens, sino el racionalismo del homo faber. Pero si nos atuviésemos al concepto cartesiano
o kantiano de racionalismo, la izquierda definida sería la izquierda individualista liberal, un paralelo
del anarquismo, pero no toda la Izquierda. Es necesario establecer la conexión entre el racionalismo
y la verdad material, lo que nos lleva necesariamente a los criterios operatorios necesarios para
establecer las verdades objetivas; la cuestión del dogmatismo, y sus implicaciones con la
intolerancia ante quienes se niegan a admitir los criterios racionales, son muy delicadas y motivo de
extravíos y confusiones incesantes.
Es de importancia fundamental, en todo caso, dar cuenta del nexo interno que pueda mediar entre
racionalismo y socialismo, elegidas como características de la función Izquierda. No es suficiente,
como hemos dicho, considerar a estas características como meramente yuxtapuestas, un poco al
modo a como Bertrand Russell manifestaba las convicciones fundamentales que constituyeron el
argumento de su vida: «los motores de mi vida han sido la pasión por el conocimiento y la pasión
por la justicia». Pues no se trata de fundamentar aquí un «socialismo de la benevolencia», o
simplemente la conexión empírica de dos características que pudieran ir por separado desde su
principio. Es preciso tratar de regresar hacia un punto en el cual el nexo interno entre racionalismo
operatorio y socialismo pueda ser establecido, de suerte tal que las disociaciones puedan ser
explicables desde esa unión originaria. Desde las coordenadas del materialismo filosófico el nexo
entre el racionalismo operatorio y el socialismo hay que establecerlo a partir de la igualdad
originaria entre los sujetos operatorios que constituyen los grupos sociales de la misma especie, a
partir de un determinado estado de desarrollo. Por ello, y no solamente en una perspectiva
distributiva, sino en la perspectiva atributiva del trabajo cooperativo del grupo. Desde este punto
de vista cabe afirmar que el racionalismo es originariamente «democrático» (aunque dejando al
margen el concepto de la democracia del voto, o de la opinión), pues democrática es la igualdad en
el logos operatorio y manual de los miembros del grupo: lo que vale para mi racionalmente, debe
valer para los demás, y esto, no en virtud de ningún presupuesto ético o humanista-formal, sino en
virtud de presupuestos materiales. Lo racional-causal es común a los diversos hombres de cada
cultura (y luego de las diversas culturas entre sí). También es el fundamento por el cual puede
decirse que unas culturas son superiores a las otras (tomando como criterio de superioridad la
capacidad de una cultura para reconstruir en sus términos, racionalmente, a otra, teniendo en
cuenta que esta capacidad no es simétrica). En consecuencia será irracional el arrogarme un
privilegio individual o de grupo en cuanto a mis capacidades racionales, en el sentido dicho. Según
esto el socialismo no se deriva del racionalismo, por cuanto éste, en cierto modo, implica a aquél,
una vez que hemos retirado los «velos» echados por el particularismo o el elitismo (velos que
tienden a entender la razón como efecto de un don divino o de una inspiración angélica, o acaso
como expresión de algún cerebro privilegiado por la raza o por la historia).
Si definimos la Izquierda por este racionalismo socialista que renuncia a construir desde el principio,
haciendo tabla rasa del pasado, y que sabe que sólo puede construirse in medias res, a partir de
materiales operables, entonces habrá que admitir también que la Izquierda tiene un signo
predominantemente metodológico. Es de la mayor importancia constatar, para el entendimiento
del alcance de esta función, que su efectividad normativa no depende de los valores extremos más
altos que ella pueda arrojar: la función se realiza igualmente en los valores intermedios que en los
extremos. Dicho de otro modo: la Izquierda, así definida, no tiene por qué entenderse como un
«proyecto de sociedad igualitaria y racional definitiva» (que podría ser tenido por utópico); pero ni
siquiera porque esta sociedad haya de concebirse como un «ideal inalcanzable, pero de valor
regulativo». No, al menos desde la perspectiva de una idea funcional, sólo se requiere la posibilidad
de aplicación de la función en determinadas franjas del curso de las variables. Una ley sobre el
impuesto progresivo de la renta es de izquierdas, aunque no suprima a los ricos. Con esto quiere
decirse que la razón por la cual esa ley del impuesto puede considerarse de izquierdas hay que
ponerla no tanto en el supuesto «milenarista» de que sus resultados hayan de entenderse
únicamente como estadios intermedios hacia la «igualdad final», cuanto porque la misma ley del
impuesto puede ser considerada de izquierdas ya en el presente y al margen del ulterior curso de
los acontecimientos históricos. Advertimos que, en la otra hipótesis, no sería posible hablar nunca,
en términos positivos, de «valores de la Izquierda». Por parecidos motivos por los que no podemos
hablar, en el proceso de las investigaciones científicas, de los «contextos de descubrimiento» mas
que cuando hemos alcanzado ya el «contexto de justificación». En realidad, cabría incluso pensar
que la sociedad actual, dada in medias res, con la que se encuentra hoy la izquierda (800 millones
de habitantes con un nivel de vida «normal» y 5.200 millones de habitantes con vida «infranormal»),
es históricamente irreductible dentro de unos intervalos de tiempo «manejables»; no por ello la
izquierda, como fuerza de acción, sería menos real. Ni siquiera creemos posible plantear cuestiones
sobre «condiciones de posibilidad» previas a toda materia, que pudieran llevarnos a fingir algo que
siendo «lógicamente posible» fuese «fácticamente inviable», como algunos dicen del perpetuum
mobile de primera especie; pues no hay posibilidades lógico formales previas a las condiciones
constitutivas de una materialidad dada, ni hay «condiciones generales de posibilidad para una ética
del discurso» (en el sentido de Appel o Habermas), ni «condiciones iniciales» (de Rawls). Sólo hay
situaciones reales asimétricas en las cuales la única relación es la de dominación y conflicto, y a
partir de las cuales habrá que definir la función de Izquierda (o la de Derecha). Consideramos al
«formalismo germánico», que se extiende desde Kant hasta Habermas, como una última pulsación
del idealismo.
La Izquierda, como actitud metodológica, no sólo no implica, por tanto, la hipótesis de una igualdad
de origen, sino que tampoco requiere la conquista de una igualdad de término o final (lo que
obligaría a definir a la Izquierda en función de ese estado final igualitario de la Humanidad). La
«disposición izquierdista» no tiene por qué entenderse siquiera como comprometida en el proyecto
de una «Humanidad total» (que tampoco tiene por qué negar); puede explicarse simplemente como
resultante de la dinámica de la «energía expansiva» de intereses canalizados por un racionalismo
socializado cuyo desarrollo, a partir de un cierto nivel histórico, se encuentra con los obstáculos
constantes del elitismo de los grupos privilegiados, con las aristocracias de sangre o con las
oligarquías, y procede en el sentido de tratar de borrar esas diferencias sin necesidad, para ello, de
forjar planes universales de signo milenarista. La imposibilidad de construir una máquina que sea
perpetuum mobile no es motivo para desistir del intento de construir máquinas de movimientos no
perpetuos pero con el mayor rendimiento posible.
Línea 1. Dada una sociedad política constituida como monarquía hereditaria, sin perjuicio de la
eutaxia que ella pueda comportar, se comprende que la metodología de los grupos o partidos de
Izquierda haya de orientarse, salva prudentia, a alejarse lo más posible de la monarquía absoluta
dinástica, y a transformar, en el límite, la institución monárquica en republicana. En efecto, el
principio de la monarquía hereditaria es irracional tanto por la desigualdad que él implica (el
privilegio en favor de una dinastía) como por el carácter gratuito de esta asignación. La monarquía
constitucional suaviza estas contradicciones y aun reduce teóricamente la monarquía al terreno
puramente ornamental, cuya justificación tiene que apelar a fundamentos sumamente oscuros de
índole estético, aunque en el fondo dependientes de una concepción de la política (sobre todo
internacional) como actividad colindante con las prácticas de la taumaturgia, del engaño o de la
charlatanería ante terceras potencias o, simplemente, del disimulo de los verdaderos «grupos de
poder» que la Corona encubre.
Línea 2. La desvinculación, en grados diversos, del altar, es una reivindicación de cualquier forma de
izquierda, deducible inmediatamente de las pretensiones praeterracionales o sobrerracionales
asociadas a cualquier iglesia o confesión religiosa. La izquierda, en este orden, será la defensora de
una constitución laica. Las gradaciones que aquí son posibles son bien conocidas: desde un
reconocimiento constitucional de una dogmática determinada, hasta las relaciones establecidas por
concordatos o por una política puntual (relativa al patrimonio artístico, a la educación, &c.). En este
punto es en donde se plantea la cuestión de la posibilidad misma de una izquierda cristiana o
musulmana, y, por tanto, la cuestión de la naturaleza política de los movimientos ligados a la
denominada «teología de la liberación». Sin duda, el adjetivo «cristiano» puede tener un significado
muy general (de «inspiración» más que de sumisión a las directivas de una Iglesia positiva). En
general, nos inclinaríamos a entender, desde las coordenadas establecidas, que los componentes
izquierdistas de una corriente confesional tienen un carácter más bien social (por sus tendencias
comunitarias, de beneficencia, &c.) que político, o dicho de otro modo, que este izquierdismo tiene
un alcance más bien analógico y oblicuo.
Línea 3. La determinación de los valores que puede tomar la función Izquierda ante el Estado es
asunto de complejidad casi inabordable, dada la diversidad de valores codeterminantes. Lo único
que podremos decir aquí es manifestar la posibilidad de concluir, al menos, desde nuestras
coordenadas, lo inconveniente de asociar sin más la Izquierda a los valores 0 dados en esta línea (es
decir, de identificar sencillamente Izquierda con anarquismo), considerando, por tanto, como
valores de la derecha, abierta o enmascarada, a los de cualquier posición que implique el
reconocimiento del Estado. Pues el Estado no es una institución abstracta («el poder») sino
determinada, de la que partimos (como Estado feudal, u oligárquico, o como Estado socialista); y
sólo a su través las características de racionalismo y socialización pueden alcanzar, como hemos
dicho, un significado político. Lo que nos parece pura metafísica política es comenzar presuponiendo
que racionalidad equivale sin más a «juicio individual o subjetivo», o que hacer tabla rasa de
cualquier forma de reconocimiento de las configuraciones de grupo o históricas es la única forma
de mantener una posición racionalista y libre; esto equivaldría a un formalismo muy próximo al que
se presupone en la teoría de la «democracia formal». Los valores de la Izquierda, en esta línea, son
muy diferentes según las variables de partida. Si un Estado está controlado por una oligarquía
nacional o multinacional, la izquierda, por su variable socialista, tendrá que orientarse en el sentido
de la estatalización de las grandes empresas productoras o comerciales; si el Estado es socialista (en
cuanto al control de las grandes fuentes de producción y distribución) la izquierda, por su variable
racionalista, y en determinadas circunstancias (en las cuales la socialización burocrática haya
conducido a situaciones «irracionales») podrá defender la privatización en algún sentido,
precisamente para devolver la posibilidad de que actúen otros mecanismos de la razón dialéctica.
Línea 4. Es muy difícil, por no decir imposible, «deducir la democracia parlamentaria» de la función
de la Izquierda. Para plantear políticamente el problema, creemos imprescindible situarnos en la
perspectiva de la eutaxia (pues la eutaxia de la sociedad política dada no tiene nada que ver con
ningún planteamiento doctrinario, utópico o apocalíptico, sino que se refiere a la misma existencia
de la sociedad política de la que partimos{7}). Ante todo, hay que distinguir también aquí el plano
en el que tiene lugar la composición de los intereses subjetivos (individuales o colectivos) y el plano
en el que tienen lugar las composiciones de las líneas objetivas (que, por su parte, contienen
también entre ellas a las propias decisiones subjetivas, a la «voluntad popular», en el mejor caso).
La línea de las decisiones subjetivas puede dibujarse, a veces, a contracorriente de las líneas
objetivas atribuibles a la eutaxia (la voluntad popular puede estar «equivocada» o «fanatizada»,
eligiendo, por ejemplo, plebiscitariamente a un Führer capaz de llevarle a la ruina); pero la línea de
las composiciones objetivas no puede ir a contracorriente de las líneas subjetivas de quienes tienen
que realizarla. Pues esto convertiría aquellas líneas objetivas en líneas puramente virtuales o
utópicas. Ahora bien, es evidente que el sistema parlamentario no puede considerarse como el
único modo de expresión de la «voluntad general»; el consensus omnium puede atribuirse también
a una sociedad política de tipo feudal, pues también allí hay un «plebiscito cotidiano», para utilizar
la expresión de Renan, hay un pacto social (o multitud de «contratos sinalagmáticos»), si se tiene
en cuenta que «pacto» no implica igualdad o simetría entre los acuerdos de las partes contratantes.
¿Se diría que, mediante la democracia parlamentaria todos los ciudadanos pueden expresar su
opinión y que, por tanto, este es el sistema más racional posible? No, puesto que no se ha definido,
en cada caso, la racionalidad política; y la racionalidad política no puede entenderse, desde luego,
al margen del poder político (del mismo modo a como la racionalidad mecánica no puede definirse
al margen de las fuerzas gravitatorias o de las inerciales). Pero el poder político tiene que ver, sobre
todo, con las fuerzas subjetivas efectivas, «fácticas» (que son de naturaleza social), por tanto, con
sus intereses (aunque estos tengan un fundamento imaginario). Si se defiende la racionalidad
política en función de la eutaxia objetiva, sólo en el caso en el cual las decisiones subjetivas
estuviesen de acuerdo con las líneas racionales objetivas supuestas cabría hablar de racionalidad
política; pero esto no tiene por qué ocurrir, es decir, la «voluntad unánime» no es infalible. ¿Quien
se atrevería a defender la tesis de que la voz del pueblo es la voz de Dios? Es por tanto pura
metafísica, teológica o secularizada, suponer que las urnas expresarán inmediatamente la
racionalidad de una voluntad política del pueblo. Y, en el caso ordinario de la multiplicidad de
decisiones que representan intereses diferentes, tampoco hay ninguna garantía para afirmar que la
mayoría (absoluta, simple, minoritaria) sea la más racional, puesto que las minorías pueden tener
también «muy buenas razones». Luego la racionalidad de la democracia parlamentaria habría, en
todo caso, que ponerla en otro lado. No, desde luego, de un modo inmediato, en la «razón de las
fuerzas subjetivas, voluntaristas», pues no está demostrado que la mayoría numérica, en una
sociedad política dada, tenga por ello la superioridad militar. El «criterio de la mayoría» debe tener
otros fundamentos funcionales (al margen de los ideológicos), y esto sin perjuicio de que,
simbólicamente al menos, la mayoría suela ser asociada groseramente al mayor poder y fuerza.
Probablemente el fundamento del «criterio de la mayoría» tiene que ver, más que con su
correlación con la «fuerza militar», con la previa renuncia de las fuerzas políticas a la violencia,
dentro de una sociedad política que, a su vez, forme parte de un sistema internacional de sociedades
políticas democráticas. Esto supuesto, la racionalidad de la democracia parlamentaria, en función
de la eutaxia, podrá darse como probada, pero sólo en virtud de una petición de principio, a saber:
que se esté dispuesto a atenerse a las decisiones de la mayoría expresada cada cuatro, seis o n años;
porque, si de hecho, la regla es respetada, podrá asegurarse, en virtud de esa petición (tautológica)
de principio, que la eutaxia existe, y que no está amenazada, por ejemplo, por una potencia exterior
de dimensiones tales –derivadas de su poder militar o demográfico– que comprometan la propia
eutaxia de las sociedades que se ajustan a las reglas democráticas. Podríamos llamar a esta
fundamentación de la democracia la «justificación tautológica de la democracia», pero siempre que
se entienda la tautología en un sentido sintético, y no analítico (un sentido análogo al que suele
atribuirse al principio darwiniano de la «selección natural de los mejor dotados»). La democracia,
en suma, no es en estas circunstancias la causa de la eutaxia política cuanto el efecto o síntoma de
esta eutaxia (como lo era, en el sistema feudal, la ausencia de motines campesinos o la ineficacia de
los mismos). No se trata, por tanto, de que «el pueblo soberano» exprese en las urnas su voluntad
política sobre determinados planes y programas que, en ningún caso, «él» ha formulado ni puede
entender en todo su alcance; que, además, ni siquiera acepta, por «juicio propio», sino en virtud de
un juicio que está determinado (aunque no se considere coactiva esta determinación) por la
propaganda electoral. Se trata de que, por el hecho de aceptar los resultados de las urnas, al
manifestar su voluntad de mantener el status quo (lo que implica, a su vez, que juzga posible
mantenerlo y que considera, por tanto, cumplidas las «condiciones mínimas») se actúa en el sentido
de una reiteración de este cumplimiento (reiteración que, a su vez, «refuerza» las probabilidades
de reproducción del ciclo). De otro modo, las democracias parlamentarias no garantizan por sí
mismas la eutaxia de las sociedades políticas que no reúnan a su vez las condiciones mínimas cuanto
a los problemas económicos, jurídicos, religiosos, &c., propios y derivados del contexto
internacional. Por ello, en el «fundamento tautológico» de las democracias parlamentarias habrá
de incluirse la participación que corresponda a las sociedades políticas colindantes, dada la
interconexión social, comercial o militar, que entre todas ellas existe regularmente. Una «sociedad
de naciones democrático parlamentaria» no puede admitir fácilmente en su entorno la existencia
de una sociedad política de otro género, aun cuando cuente eventualmente con el consenso popular
interno. La razón es que en una sociedad no parlamentaria es preciso contar, por definición, con la
probabilidad de los procedimientos violentos que implican necesariamente la complicidad de otros
Estados; y ello dará lugar a que una sociedad no democrático parlamentaria constituya siempre una
especie de «agujero negro» para la sociedad de naciones democráticas. Por consiguiente, y frente
a las ideologías democráticas radicales (tipo Fukuyama), que pretenden deducir la «racionalidad»
de las democracias parlamentarias del mismo desarrollo de la conciencia política de la Humanidad,
cuando ésta ha alcanzado su madurez, la fundamentación «tautológico-funcional» de la democracia
parlamentaria que estamos exponiendo limita esa racionalidad política a las condiciones en las
cuales la renuncia a la violencia sigue siendo compatible con la eutaxia. Y esto significa, en
conclusión, que no es posible deducir la democracia parlamentaria como una consecuencia interna,
incondicional y característica, de la «racionalidad izquierdista» y que, en todo caso, también la
derecha puede deducir, y, a veces, mejor que la izquierda, la defensa del sistema democrático
parlamentario de los Estados del hemisferio norte o de sus socios.
Línea 5. Suele darse como un dogma de la izquierda democrática el «tomar partido» por el diálogo,
por la libertad de prensa y de cátedra y por el «respeto» a las opiniones ajenas y aun a las acciones
de los demás, que no comprometan la eutaxia. Sin embargo, hay aquí muchas cosas confundidas,
sobre todo cuanto a sus fundamentos, que suelen estar formulados muchas veces en un plano ético,
a saber, en relación con la libertad de la persona individual. Pero es el respeto a la persona el que
puede llevarnos a no respetar sus opiniones si estas son delirantes o gratuitas. Incluso se han
formulado ingeniosidades «paradójicas» que (aun presentadas por autores tan prestigiosos, como
pueda serlo Popper) no van más allá de una vergonzante excursión por algún fragmento de una
combinatoria puramente formal, oscuramente intuida. «Hay que ser tolerantes contra la
intolerancia». Esta fórmula no tiene mucho más alcance que el que resulta de las leyes algebraicas
de los signos +, -, * («menos por menos igual a más», «más por menos igual a menos», «menos por
más igual a menos» y «más por más igual a más»): «la intolerancia de la intolerancia es la
tolerancia», «la tolerancia de la intolerancia es la intolerancia» y «la intolerancia de la tolerancia es
la intolerancia» y «la tolerancia de la tolerancia es la tolerancia». De donde resulta que la
«intolerancia de la intolerancia» es equivalente a la «tolerancia de la tolerancia». Estas simples
consideraciones algebraicas son suficientes, nos parece, para poner en ridículo la pretendida
profundidad de semejantes «sentencias paradójicas». La tolerancia, sencillamente, no es una
magnitud que pueda tratarse formalmente, sino que depende de un marco de condiciones que
hacen posible precisamente su aplicación; este marco es el que no puede ser discutido, si el
concepto mismo de tolerancia puede mantener su sentido. Según esto no es la ética la que debe ser
tolerante, sino que es la tolerancia ética la única que puede tener importancia: no se puede
«tolerar», desde un punto de vista ético, que alguien exprese su opinión sobre mis deficiencias
físicas o intelectuales por el hecho de ser verdaderas; pero es aquí la ética la que determina la
«intolerancia», puesto que la tolerancia no es la medida de la ética, sino que es la ética la que debe
constituirse en medida de la tolerancia.
Por otra parte, al establecer los límites de la tolerancia tanto en lo que se refiere a las conductas
como a las opiniones, no se trata de defender la conveniencia o la necesidad de la «censura de los
expertos», de suerte que nada pueda ser publicado sin censura previa (y no ya política, sino
académica); aun cuando esto tampoco puede juzgarse en abstracto (en una economía de mercado,
un individuo que tiene opiniones delirantes sobre la composición química de la Luna, podrá
publicarlas a sus expensas, y nadie podrá impedírselo; otra cosa es si, tras la aprobación de una
«comisión de cultura», las publica con dinero público). Lo que sí es necesario constatar es que la
tolerancia omnímoda es un concepto vacío y utópico y que, de hecho, la «libre emisión de
opiniones» está limitada económicamente, pero también académicamente, por no decir
políticamente. En cualquier caso, la tolerancia no puede desconectarse de la verdad, como si
cualquier opinión, por el hecho de ser pronunciada o defendida (ya sea serenamente, digámoslo así,
en un Mi bemol representativo, ya sea apasionadamente, digámoslo así, en un Sol mayor apelativo),
haya de ser respetada. En cualquier caso ningún respeto puede mantener una posición de izquierdas
ante la mentira o el error (un ciudadano o un grupo político militante que, en España, defiende la
opinión del «derecho a la autodeterminación» de Cataluña o del País Vasco, basándose en la
petición de principio de que dichas autonomías son naciones y que además han tenido conciencia
de tales desde por lo menos los orígenes medievales de Europa, hasta el punto de pretender que el
«nacionalismo español» debiera considerarse «científicamente» como un producto del siglo XIX, no
merece respeto de la izquierda, o merece tanto respeto como el que merecía la Iglesia romana
cuando fundaba sus derechos al dominio de la Tierra en la «donación» de Constantino).
Línea 6. ¿Qué tiene que ver la Izquierda con los nacionalismos, con las etnias, con las razas? De las
características generales de la función Izquierda puede obtenerse fácilmente una conclusión
antirracista, puesto que la razón materialista no puede fundarse en la raza, sino en la naturaleza
operatoria de los sujetos corpóreos, ligados al medio y a las condiciones históricas y culturales más
que a la raza. No es tan fácil obtener valores en el contexto de la oposición
nacionalismo/internacionalismo. La Izquierda es, en principio, internacionalista, pero no puede
oponerse al nacionalismo por motivos formales (no-internacionalistas) como si al internacionalismo
pudiera llegarse desde una posición cero, y como si fuera una «cantidad despreciable» la
circunstancia de que es absolutamente imprescindible partir de una nación, de una lengua o de una
cultura históricamente dadas. Lo que significa que la oposición nacionalismo-internacionalismo
debe ser transformada inmediatamente en una oposición entre naciones y naciones en conflicto
permanente. Y ello significa que no puede olvidarse el peligro de renunciar a la propia nación, en
beneficio de otra, y en nombre de un internacionalismo formal (por ejemplo, un europeismo) que
encubre los intereses de otras naciones, puesto que esto no tiene nada que ver con la «razón» ni
con la izquierda. En el contexto de esta misma línea se plantea la opción política ante la cuestión de
los inmigrantes extranjeros que solicitan el permiso de estancia por motivos laborales o por asilo
político. La defensa de la política de fronteras abiertas, sobre todo en el caso de la inmigración
laboral, suele estar ordinariamente a cargo de los partidos de izquierda, mientras que los partidos
de derecha suelen inclinarse hacia una política restrictiva y, en el límite, hacia el cierre de fronteras.
Lo que importa aquí subrayar es que la argumentación izquierdista suele apoyarse, sobre todo, en
argumentos éticos, más que políticos (los derechos humanos de todo individuo racional a buscar
trabajo o refugio sin discriminación de raza, sexo, &c.); la argumentación contraria, que no es
tampoco monopolio de la derecha, se apoya en fundamentos morales (referidos a la comunidad
nacional) declarando fuera de lugar a los argumentos de la izquierda (¿no es irracional defender el
derecho incondicional de inmigración a grupos de personas en cantidades tales que lleguen a
comprometer la posibilidad misma de la vida de los ciudadanos del interior?; dicho de otro modo:
¿no es pura retórica de «izquierda progresista de oposición irresponsable» la defensa de la apertura
incondicional de fronteras, puesto que ningún partido de izquierdas, en el poder, podría defender
tal política?).
Línea 9. Las reivindicaciones de los sindicatos de trabajadores como instituciones (que han llegado
a tener un carácter público) con derecho a participar en las funciones de gobierno, o incluso, en su
calidad de tales, en las funciones legislativas, ha sido mantenida por la izquierda una y otra vez, y
están en el origen del sistema soviético. Pero también son características de la constitución fascista
italiana y del «sindicalismo vertical». No nos parece posible tampoco derivar directamente de los
principios de la izquierda una opción determinada sin que con ello queramos decir que no cabría,
según los casos, una argumentación en pro o en contra por parte de socialismo izquierdista.
Línea 10. En nuestros días, el creciente «colectivo de insumisos», considerará como derechista
(suele decirse: «facha») a todo aquel que defienda de algún modo el servicio militar obligatorio, o
incluso, el servicio civil sustitutorio. Parece evidente que el criterio que actúa en esta polarización
tiene mucho que ver con el valor «anarquismo» (el anarquismo político suele ser mantenido
también desde posiciones confesionales –«pacifismo cristiano», «objeción de conciencia»– o, dicho
de otro modo, desde la crítica tradicional que desde la Iglesia se ha llevado frente al Estado, en
circunstancias preconstantinianas, aunque conducidas a su forma más extrema). La naturaleza
metafísica (objeción de conciencia, autonomía absoluta del juicio moral individual, utopismo
cuasimilenarista de algunas propuestas) de las ideologías pacifistas que alimentan a los
movimientos de insumisos podría tomarse como motivo para dudar del significado político formal
(de izquierdas o de derechas) de estos movimientos. Sólo de este modo podría explicarse la
admirable conjunción que estos movimientos suelen ofrecer de un indudable «heroísmo ético»
junto con un no menos indudable «cretinismo político».
Línea 11. Tanto la derecha como la izquierda se polarizan, dentro de la sociedad occidental, en el
marco del matrimonio monógamo; ningún partido de izquierda reivindica en sus programas la
poliandria o la poliginia; sin embargo, cabe descartar que un tal partido pudiera ser clasificado entre
los partidos de derecha. ¿Tendría por ello que ser clasificado entre los de izquierda? Evidentemente
no, salvo que se entienda la oposición Derecha/Izquierda como oposición disyuntiva o dilemática. Y
esto corrobora la tesis de que la oposición Derecha/Izquierda no es una disyunción universal. La
opción se aplica pues, históricamente, al matrimonio monógamo, ya sea según la propia existencia
de la institución (algunos partidos de izquierda han mantenido tradicionalmente que, si no la
abolición de la institución, es necesario admitir el abstencionismo en nombre de una «unión libre»),
ya sea según alguna modalidad suya, principalmente referida la indisolubilidad del nexo (la izquierda
ha propugnado casi siempre la posibilidad del divorcio), por no hablar de la oposición entre
matrimonio civil y religioso. Es relativamente fácil dar cuenta de la actitud de la izquierda
individualista (en nombre del racionalismo del «contrato») ante el matrimonio religioso e incluso
ante el divorcio (sin perjuicio de «episodios» como el de la llamada «contrarrevolución familiar» que
habría tenido lugar a mediados de la década de los treinta en la Unión Soviética, cuando el divorcio
estaba «mal visto» en ambientes del Partido, que llegaba a obstaculizarlo, mediante tasas). Pero no
es tan sencillo fundamentar las opciones civiles y acaso es preciso reconocer aquí una bifurcabilidad
de la Izquierda, según que se oriente en el sentido de la defensa de la institución del matrimonio, o
bien en el sentido abolicionista.
Línea 12. Podría dudarse de la pertinencia de plantear esta opción (¿igualdad o desigualdad de
sexos?) como una opción especial, puesto que ella puede considerarse como un simple caso
particular de derechos de todos los hombres. Pero la cuestión no se plantea en este terreno jurídico
abstracto, sino en el terreno social, laboral y político, y se plantea en el momento en el cual se
reconocen las diferencias, no solamente fisiológicas (con sus repercusiones sobre los derechos
laborales) sino históricas. No son cuestiones ante las cuales pueda considerarse indiferente la
distinción entre Izquierda y Derecha. La oposición Izquierda/Derecha se ha polarizado de formas
muy diversas en torno a estas cuestiones; por ejemplo, las corrientes feministas de extrema
izquierda han solido defender, en nombre de la igualdad, incluso la necesidad de neutralizar la
diferenciación sexual o, al menos, la carga que para la mujer representa el embarazo, mediante una
política de fecundación in vitro. Sin embargo, sería gratuito considerar de derechas a toda oposición
que se oponga a este tipo de políticas neutralizadoras del sexo; una tal consideración implicaría un
entendimiento disyuntivo de la oposición Derecha/Izquierda en un punto en el que cabe defender
que la racionalidad no es incompatible con el reconocimiento de la diferenciación sexual. Otro tanto
diríamos de las abundantes cuestiones ligadas a diferenciaciones que tienen lugar en la vida laboral
y política; cuestiones en las que se suele pedir el principio considerando que la liberación de la mujer
equivale exclusivamente a su liberación relativa a determinados modelos de sociedad o de cultura
previamente definidos (los trabajos propios del «ama de casa», que son valorados muy altos en
algunas sociedades, son considerados serviles o degradantes en otras; en todo caso el concepto de
«liberación de la mujer» debe distinguir en cada caso, cuidadosamente, las perspectivas etic y emic,
en términos culturales). No es posible concluir, de modo terminante, que la derecha tienda al
patriarcado y la izquierda radical al matriarcado; o que el término medio racional esté en un
cincuenta por ciento.
Líneas 14, 15 y 16. Sin perjuicio de sus grandes diferencias estas tres líneas tienen en común su
relación directa con la normativa que mira a la preservación de la vida humana y, por consiguiente,
han de considerarse como cuestiones formalmente éticas, en el sentido que venimos dando a este
término. Además, son cuestiones que parecen polarizar a la izquierda y a la derecha de un modo
muy claro: la izquierda (en España, en Italia, en Francia, en Holanda) ha solido mostrarse partidaria
de la eutanasia y del aborto (dentro de ciertas condiciones que, a su vez, la bifurcan) y contraria a
la pena de muerte; la derecha suele mantener las posiciones justamente opuestas (condena del
aborto y de la eutanasia y propensión hacia la defensa de la pena de muerte). No nos encontramos
ante una cuestión de actitudes psicológicas, de hecho, sino ante cuestiones éticas. Desde este punto
de vista hay que reconocer la paradoja de la conjunción en un mismo programa de posiciones
incondicionalmente abolicionistas, ante la pena de muerte, en nombre de la ética, por un lado, y de
posiciones defensivas de la eutanasia y del aborto por otro (siempre que se dé por descontado, de
acuerdo con la Genética, que el embrión, aunque tenga menos de noventa días, posee ya
prefigurada plenamente la morfología de su individualidad adulta). Cabe afirmar que los programas
de izquierda han utilizado, más de lo debido, ante estas opciones éticas, las reglas de la disyunción
booleana, es decir, que se han polarizado en posiciones diametralmente opuestas de las que suele
defender la derecha. Sin duda, los fundamentos que la derecha suele ofrecer para apoyar sus
posiciones son metafísicos o teológicos, pero esto no autoriza a situarse en sus antípodas por
motivos meramente «posicionales». La izquierda tiene también que regresar a sus propios
fundamentos y no ir sólo «a la contra»; incluso reconocer (por ejemplo, en la cuestión del aborto)
que los fundamentos son meramente convencionales (¿por qué 90 días y no 110 o 75?). Es decir,
que no hay fundamentos éticos o que incluso se conculcan los derechos del nasciturus, de su padre
o de sus herederos, en nombre de los derechos éticos atribuidos en exclusividad a la madre. En todo
caso no deja de ser vergonzoso el espectáculo de una izquierda que defiende apasionadamente el
derecho al aborto libre como evidente reivindicación «progresista y racional» (en lugar de, por lo
menos, limitarse a defenderlo ex consequentiis, como una conveniencia miserable consecutiva a un
error de principio). Tampoco son muy claras las razones que suelen alegarse desde la izquierda en
pro de la abolición de la pena de muerte y acaso será preciso reconocer que aquí se abre una
bifurcación ética en la propia izquierda. ¿No puede concluirse que es racional, en nombre
precisamente de la ética, aplicar la pena de muerte al autor probado de crímenes horrendos, cuya
magnitud suponemos que no puede dejar fuera de su radio de acción a la vida entera del asesino?
En este supuesto, la pena de muerte podría ser defendida precisamente en nombre de la ética por
motivos análogos, al menos, a los que se utilizan para defender la eutanasia: la pena de muerte iría
orientada a «descargar» al criminal de la insoportable conciencia de su culpa; en la hipótesis de que
el asesino fuese un «imbécil moral» habría que tratar de hacerle comprender primero, mediante el
razonamiento, la magnitud de su culpa para poder pasar después a liberarle de la carga que esa
comprensión habría de entrañarle.
Línea 17. Esta cuestión, que tiene también un contenido predominantemente ético, ha polarizado
la oposición Derecha/Izquierda. La política de reclusión manicomial sería característica de la
derecha, mientras que la política de reinserción de los locos (también de los deficientes mentales,
&c.) en la vida ordinaria de la ciudad, de la familia o de la escuela, sería característica de la izquierda.
Sin embargo, la complejidad de estas cuestiones, obliga también a dudar sobre la posibilidad de un
fundamento inmediato de polarizaciones de naturaleza booleana.
Línea 18. Los procedimientos de intervención externa y aun la abolición de todo intervencionismo
externo en las relaciones interindividuales (cuestión referida muy principalmente a las relaciones
contraídas en la enseñanza regularizada o en los debates públicos de televisión o radio) suele ser
una reivindicación de la izquierda; la cuestión está relacionada con la del autoritarismo y el no
dirigismo. El problema filosófico que subyace a esta cuestión es el de la necesidad (o no necesidad)
de los procedimientos externos (incluso violentos: censura, disciplina, interrupción externa del
debate) en el proceso del discurso racional, lo que implica el regressus hacia la materia, relativa a la
naturaleza misma de la razón (lo racional, ¿es sólo una propiedad del discurso lingüístico?).
Tampoco aquí es posible una deducción directa y absoluta a partir de las «funciones de la Izquierda».
Línea 19. La izquierda reivindica como propia la defensa de la Naturaleza, el trato de amistad y aun
jurídico con los animales (Bobbio). Pero también alguna tradición medieval (el franciscanismo, sobre
todo) tendió al «respeto» ante la «Naturaleza». El papa Juan Pablo II dice, en 1994, que la
inseminación, con éxito, a una mujer de 64 años, ha significado una desviación del «proyecto de
Dios», lo que implica de paso identificar a la Naturaleza con Dios. Es evidente que este tipo de
deducción no puede ser asumida por una izquierda aún afectada del naturalismo más radical. Por
otra parte, la izquierda progresista y tecnológica ha considerado durante muchas épocas como fruto
de la razón la manipulación de la Naturaleza y su puesta al servicio de los intereses humanos; en
todo caso es muy diferente defender a la Naturaleza en función de estos intereses, que defenderla
«por sí misma».
Línea 20. Sobre las redistribuciones abiertas de la renta nacional, o de la riqueza privada: la izquierda
suele defender la institución del subsidio de paro por cuenta del Estado, fundándose en motivos de
solidaridad social. Esta política está vinculada a la política de nacionalizaciones (o estatalizaciones)
de la industria pesada o de las infraestructuras, frente a la política de privatizaciones atribuida a la
derecha; el vínculo izquierda-política nacionalizadora y redistribuidora (de la Seguridad Social, de
Pensiones de paro o de jubilación) es derivable obviamente del componente «socialista» de la
función «izquierda», aunque la vinculación no es siempre recíproca, como lo demuestra la política
estatalizadora del propio régimen español en la época del franquismo. En general, hay
circunstancias en las cuales a las oligarquías soportadas en el capital financiero puede interesar la
nacionalización de las infraestructuras (autopistas, energía eléctrica de alta tensión); por estos
motivos no parece posible erigir, en general, en «seña de identidad» izquierdista, a una política de
nacionalizaciones, en cuanto opuesta a una política de privatizaciones, aun cuando no es difícil
percibir los motivos por los cuales la izquierda tiende a defender la política de nacionalizaciones y
de redistribución de los subsidios de desempleo o de jubilación. Más difícil le será a la izquierda
defender las loterías nacionales o privadas o la redistribución mediante sorteos o concursos venales,
de sumas escandalosamente importantes de dinero o de bienes. En la medida en que una lotería
confía al azar del bombo el derecho a recibir parte importante de una riqueza, en todo caso, común
–así como el calvinista confiaba en el «azar» de una «voluntad divina» atrabiliaria– podría
considerarse como una práctica irracional o como una «regulación racional de la sinrazón»; pues la
«igualdad de oportunidades» de los jugadores –por lo demás utópica– está calculada precisamente
en función de la «desigualdad de los premios».
Sin embargo, la distinción entre una «razón de Estado» y una «razón ética» es muy confusa, y, en
todo caso, los contenidos de la ética ocupan un lugar tan central en todos los programas políticos
de derecha o de izquierda que impiden hablar seriamente de la independencia de la política
respecto de la ética. La política de izquierdas necesita, en todo caso, contar con la ética (o con la
falta de ética) de los sujetos individuales a través de cuyas operaciones la razón se desarrolla, y esto
es tanto como decir que es absurdo que un político, aunque sea de izquierdas, apele a la ética,
cuando es algo que debe dar por supuesto.
La Izquierda es diversa –en realidad habría que decir: las izquierdas– pero, sin embargo, se procede
una y otra vez como si tal diversidad fuese debida a motivos accidentales, que podrían ser
eliminados y no sólo en momentos excepcionales de coalición ante terceros, en momentos de
constitución de bloques históricos. Suele darse muchas veces, por cierto, como si fuera evidente,
que, «en el fondo», entre las fuerzas de izquierda más alejadas entre sí ha de haber siempre una
mayor afinidad práctica que la pueda mediar entre dos fuerzas, una de izquierda y otra de derecha.
Por este motivo, cuando dos fuerzas de izquierda se enfrentan a muerte entre sí (como ocurrió en
el Madrid del final de la Guerra Civil, con el enfrentamiento de anarquistas y comunistas), se hablará
de «irracional lucha fratricida»; y cuando una fuerza de izquierda se coaligue con otra de derechas,
se hablará también de un «matrimonio o cohabitación contra natura».
Ateniéndonos, como es lógico, a la idea funcional de Izquierda que hemos esbozado en la tesis II,
podemos comenzar constatando que las diferencias de la Izquierda no tienen por qué considerarse,
en general, como accidentales, puesto que, desde una concepción dialéctica, no unívoca, de la
razón, ellas pueden aparecer en virtud del mismo proceso de desarrollo de la idea izquierdista.
Porque un tal desarrollo es precisamente una diferenciación, y no precisamente de diferencias que
puedan convivir en «coexistencia pacífica», sino diferencias incompatibles en la práctica, pues
incompatibles son muchas veces los valores que toma la función cuando cambian los parámetros
en donde tienen que cambiar, a saber, en la práctica. Pero esta es la única referencia pertinente
tratándose de una idea metodológica, o si se quiere, de una «teoría de la praxis». Porque hablar de
un «acuerdo en la teoría», como si esto fuera un consuelo, es hablar en vano; el llamado acuerdo
en la teoría es sólo un modo perezoso de referirse al acuerdo en unos principios genéricos recogidos
precisamente antes de su diferenciación dialéctica. Ante la ineludible cuestión del Estado,
históricamente dado in medias res a los partidos de izquierda, se separaron abismalmente (pese a
su «acuerdo en la teoría») no sólo anarquistas y marxistas, sino también, después, la Segunda
Internacional (la izquierda que se autodenominó marxista ortodoxa) y la Tercera Internacional (la
izquierda marxista-leninista). Pero no solamente ante la cuestión del Estado –cuestión agravada en
la situación de los Estados en guerra–, sino ante otras muchas variables o piedras de toque (las
colonias, las nacionalidades, las políticas de desarrollo industrial, el matrimonio o el aborto, el
Proletkult), las fuerzas de la izquierda se diferenciarán profundamente entre sí y, al parecer, de
modo irreductible. La razón suficiente para que esta diferenciación se lleve a cabo de formas
discordantes –o si se prefiere, el motivo de las discordias– lo pondremos, por nuestra parte, en la
propia «naturaleza» de la Izquierda en cuanto metodología funcional genérica que no puede
considerar a priori, como si estuvieran previstas, las líneas de acción o los materiales sobre los cuales
han de ejercerse sus operaciones, así como la composición con otras variables imprescindibles para
un desarrollo práctico. Pero además de esta razón suficiente cabría hablar de una razón necesaria
de la diferenciación interna de la Izquierda, de una raíz de la diferenciación en virtud de la cual la
Izquierda no se diferencia sólo en el momento de enfrentarse a los materiales dados por el curso
histórico (por así decirlo, a posteriori), para tomar posición ante ellos, sino también en el mismo
modo de aproximarse a los materiales, es decir, según una diferenciación de principio en cuanto a
su «estilo» y, por así decir, a priori.
En la primera alternativa, la racionalidad habría de ser asignada por estructura a los individuos,
cualquiera que fuera la vía genética que conduce a tal estructura (biológica, espiritual, &c.).
Ontogenéticamente este principio se traducirá, por ejemplo, en la tendencia a la eliminación de
toda «compulsión» en el proceso de transformación del recién nacido en un sujeto racional (en la
tendencia hacia una «educación no directiva»). Esta alternativa, por tanto, comenzará atribuyendo
a los individuos una situación de igualdad originaria en el plano esencial o estructural, aun cuando
en el plano de los fenómenos (y aun descontando casos especiales, como los de los hermanos
siameses), ese estado de igualdad se considere como una ficción o como resultado de una
abstracción producida por el «velo de ignorancia» del que ha hablado Rawls. Pero inmediatamente
se introducirán las relaciones de unos individuos con los otros: relaciones de simpatía, para decirlo
con Hume (dada la igualdad originaria desde el punto de vista de «la especie»), a la que se dotará
de la propiedad de la transitividad. La simpatía conducirá, por tanto, a la solidaridad, para decirlo
con Comte; una solidaridad que se supondrá implicada en el contrato social (como si el pacto social,
pidiendo el principio, implicase la igualdad). La solidaridad, según esto, entrará en escena como
personaje posterior al amor propio o al egoísmo, en el sentido de Le Dantec. Esto sitúa a la
«Izquierda de la solidaridad» muy cerca del epicureismo, porque la asfaleia, la seguridad que el
individuo necesita recibir de los demás, según Epicuro, para ser feliz, camina muy cerca de la
solidaridad. Las desigualdades que puedan aparecer se nos mostrarán sobre el fondo de la igualdad
originaria: esto es lo que explica la práctica de apelar a la igualdad y a la solidaridad, como si se
apelase a la esencia misma de la humanidad, como si de la consigna «hay que ser solidarios» pudiera
seguirse algo con alcance práctico. Se comprende bien la «insistencia ética» de la izquierda blanca
ante cuestiones tales como la abolición de la pena de muerte o de la conveniencia de edificar
murallas legales –por no decir también petreas– destinadas a proteger la «privacidad». Y, desde el
momento en que se parte de una igualdad originaria, por tanto, de una igualdad que no necesita
ser «reivindicada», será más fácil fijar como metas del socialismo práctico la igualación de los
ciudadanos, que ya son iguales en su sustancia, por la vía del consumo que satisfaga las necesidades
consideradas básicas: el «Estado del bienestar» y su correlato, el «consumidor satisfecho», podrán
constituir el esqueleto de un modelo político de socialismo blanco que subestima las desigualdades
que puedan aparecer por encima del nivel suficiente de consumo que se juzgue adecuado para la
vida de un ciudadano feliz.
En la segunda alternativa la racionalidad habría de ser atribuida a los individuos, pero sólo en la
medida en que ellos son miembros de un grupo (lo que tendrá como reflejo, por ejemplo, un cierto
entendimiento «directivo» de la disciplina escolar). Incluso, por así decirlo, ahora no se parte de la
igualdad originaria (ni siquiera de la terminal: «a cada cual según sus necesidades, de cada cual
según sus posibilidades») sino de una desigualdad originaria («no hay dos cosas iguales», decían los
estoicos). Que es, ante todo, la desigualdad en la fratría (la «fraternidad»), la desigualdad en la
familia, constituida, tal como enseñó Aristóteles, sobre las relaciones de desigualdad (la desigualdad
que media entre varones y mujeres, padres e hijos, viejos y jóvenes, y aun señores y siervos); una
sociedad cuya unión se funda no tanto en la díke (la justicia, ligada al Estado) cuanto en la filía. La
racionalidad se le atribuirá a los individuos –y, con ella, la igualdad– partiendo de la situación de
«desigualdad fraternal»; la solidaridad podrá aparecer aquí como redundante; propiamente no
tiene ella cabida en el mapa práctico de la izquierda roja, puesto que su lugar está ocupado, desde
el punto de vista ético (si hablamos con Espinosa), por la generosidad.
Sin embargo, una tal convergencia tiene lugar únicamente en el marco de una pura abstracción, es
decir, en el marco de la ignorancia. La metodología puede ser muy diferente en ambos casos y sus
resultados inconmensurables. La alternativa primera no podrá menos de reconocer que en su
despliegue ha de tener lugar la formación ineludible de desigualdades (de clase, de raza, de cultura,
de lenguaje o idiosincrásicas); sólo que estas formaciones intermedias serán interpretadas sobre el
fondo de la igualdad y la solidaridad, siempre que las «mantengamos a raya» (mediante una política
fiscal, por ejemplo), siempre que limitemos sus eventuales virtualidades, tendentes a atenuar,
incluso a borrar, a la igualdad entre los individuos ya presupuesta.
Una mujer que defiende el aborto libre «porque lo que ella lleva en su cuerpo es suyo» es una mujer
que podría ser incluida en las filas de la izquierda blanca (pese a la escasa solidaridad para con su
futuro hijo); una mujer que defiende el aborto libre, no ya porque el embrión sea suyo (pues pensará
que, por lo menos, su mitad es también del padre) sino porque así le conviene al grupo, podría ser
una mujer de la izquierda roja. Parece que llegan a lo mismo desde distintos fundamentos, pero
esto no es así. ¿Qué habría que decir en torno a la cuestión del abolicionismo de la pena de muerte?
La izquierda blanca fundamentará el abolicionismo en el principio «no matar», como principio
supremo y sin excepciones; en cambio la izquierda roja podrá incluir a la pena de muerte «dentro
de sus cálculos», cuando la vida de un individuo parezca incompatible con la vida del grupo.
No se llega a lo mismo necesariamente desde cada una de las perspectivas, según las cuales
suponemos que se bifurca la Izquierda. Se trata de dos procesos dialécticos opuestos. En el primer
caso, de la igualdad teórica se pasa a la solidaridad entre los ciudadanos; en el segundo, de la
desigualdad, como punto de partida, se pasa a la fraternidad entre los hombres.
La izquierda blanca, en cuanto izquierda de la igualdad y de la solidaridad, puesto que parte de una
situación originaria de igualdad, tiende a considerar a las desigualdades advenientes como
obstáculos que, sin embargo, no pueden comprometer el fondo de la realidad humana; propenderá
a mantener una actitud «armonista», y no sólo ante las desigualdades económicas de la libre
competencia, sino también ante las desigualdades políticas y sociales, confiada en que, por debajo
de todas las diferencias advenientes (de nacionalidad, de Estado, de cultura, de clase), subsiste la
igualdad y la solidaridad. Será suficiente una política de limitación interna de los poderes
intermedios por parte del Estado. Asimismo, convendría limitar a los propios Estados, abriendo la
posibilidad de la acción de las empresas multinacionales, porque ellas podrán dar lugar al despliegue
de la solidaridad entre los pueblos. Se estimarán en poco, o se subestimarán, ciertas formaciones
intermedias, porque la socialización se supone que viene dada ex opere operato, dada la hipótesis
de la igualdad.
Pero la izquierda roja, en cuanto Izquierda que cree estar pisando continuamente sobre la
desigualdad, mantendrá la visión de la pluralidad como una pluralidad constitutivamente desigual y
agresiva, en la que se enfrentan unas clases a otras, unas culturas a otras culturas, unas razas a
otras, sin que pueda afirmarse como principio la «armonía» entre esos enfrentamientos, y por
tanto, la posibilidad de la propia libertad. Sin embargo, es desde alguna de estas formaciones
(estatales, nacionales, de clase, &c.), desiguales entre sí, desde donde únicamente puede actuarse
en sentido racional; ni siquiera la violencia tiene por qué ser excluida a priori, ni en la «ontogenia»
ni en la «filogenia». Se desconfiará, por tanto, de la ética individual y espontánea como recurso al
que el político pueda apelar en momentos en los cuales sus planes estén a punto de fracasar; pues
no supondrá que un comportamiento ético pueda darse como presupuesto espontáneo y previo
para el ejercicio de los planes y programas políticos. Son estos planes y programas los que tienen
que determinar, a través de la moral, las propias conductas éticas.
Dos modos de la Izquierda que no tendrían por qué carecer de paralelos en la Derecha. En efecto,
la Derecha, tal como la hemos definido, también está sometida a la dualidad de la que venimos
hablando. O bien partirá de individuos privilegiados, héroes de empresa o superhombres, genios
«en los que ha soplado el Espíritu», como individuos que tratarán de extender su influencia benéfica
a los demás; los héroes no se reclutan entre todos los hombres, tomados al azar, sino en círculos de
escogidos (muchas veces secretos). A lo sumo, se referirá a los grupos privilegiados particulares
(razas, clases, culturas, iglesias, sectas, &c.) de cuya vitalidad podrán beneficiarse los otros pueblos
o clases dirigidos por ellos. No deja de tener interés la posibilidad de poner en correspondencia
estas dos modalidades de la derecha con la «bifurcación» que el catolicismo de finales del siglo XIX
experimentó en Europa, a raíz de la cristalización de la corriente denominada «catolicismo liberal»,
en cuanto opuesta al «catolicismo romano»: «Parece [dice un autor que mereció la aprobación
vaticana en 1887, don Félix Sardá, en su libro El liberalismo es pecado, libro que mereció también
una monumental edición políglota con versiones en español, catalán, vasco, gallego, latín, italiano,
francés y alemán] según dan razón de la suya los católicos liberales, que hacen estribar todo el
motivo de su fe, no en la autoridad de Dios infinitamente veraz e infalible [traduciendo esta frase
metafísica a un lenguaje más positivo: que hacen estribar el motivo de su fe no en el magisterio de
la Iglesia, «como único autorizado por Dios...»] sino en la libre apreciación de su juicio individual que
le dicta al hombre ser mejor esta creencia que otra cualquiera».
Estas dos modalidades de la Derecha se corresponden muy bien, cuanto a la función asignada a la
ética, con las dos modalidades que hemos distinguido en la Izquierda, y se aclaran las unas por las
otras. Cabría utilizar los mismos símbolos cromáticos que hemos utilizado a propósito de la Izquierda
(blanco, rojo), aunque acaso sea preferible, para evitar «contaminaciones», acudir a otros colores
que mantengan análoga proporción, aun cuando cada uno por separado suba un tono cromático
más alto; de esta manera a la «izquierda blanca» le correspondería una «derecha amarilla», y a la
«izquierda roja» una «derecha negra».
Final
Concluimos: la función «Izquierda» sólo puede tomar sus «valores» en un campo político en el que
puedan estar definidos proyectos opuestos susceptibles de ser determinados por una asamblea (sea
una asamblea democrático-parlamentaria, sea un soviet de obreros y campesinos): fuera de este
campo no cabe hablar propiamente de Izquierda ni de Derecha, salvo por extensión más o menos
débil; como tampoco cabe hablar de energía eléctrica, positiva o negativa, más que en las
situaciones en las que existen los campos eléctricos, y sólo por analogía o por metáfora podrá
decirse, por ejemplo, que un orador «electriza» a su público. Además, la determinación del
significado de la izquierda o de la derecha no puede fundarse únicamente en la apariencia de los
fenómenos, es decir, en la trayectoria empírica de uno u otro partido; sobre todo, porque las
decisiones que un partido de izquierda haya podido adoptar de hecho son significativas y
diferenciales, en principio, en relación con muchas opciones de valores concretos (koljoses o
sovjoses, autopistas o ferrocarriles, &c.) pero pueden estar «equivocadas» en relación con la función
característica. Las izquierdas, o las derechas, pueden extraviarse o desviarse en el modo de elegir
los parámetros en cada caso, y sobre todo, en el momento de componer los valores de una línea
dada, con los de las demás.
Hemos propuesto un modelo funcional de «ley esencial de la Izquierda» que contiene la posibilidad
de la variación de sus posiciones por la codeterminación de los valores posibles. Más aún, hemos
sugerido muchas diferencias constatadas en las izquierdas (o en las derechas), que, según su
posición, no son explicables por circunstancias aleatorias, sino sistemáticas, que hemos intentado
concretar en criterios éticos. En función de estos criterios o parámetros, la función de la Izquierda
se modularía habitualmente según direcciones bien diferenciadas que entran en conflicto mutuo, a
veces tan intenso como el que pueden mantener con respecto a las posiciones de la Derecha.
Con esto estamos reconociendo que la función general de la Izquierda propuesta no tiene capacidad
suficiente para definir (o decidir) en todas las líneas por igual, valores que puedan considerarse
genuinamente de Izquierda o de Derecha (lo que no quiere decir que la oposición entre Izquierda y
Derecha pueda considerarse como una mera reliquia histórica). Y esto significa, por tanto, que
muchos de los valores empíricos atribuidos a la izquierda (pongamos por caso, la defensa de la
eutanasia o la del aborto libre) no pueden recibir una justificación terminante desde la idea general,
sino que tienen que irse determinando precisamente en la confrontación y oposición a los valores
de sus contrarios. Asimismo, tampoco las discrepancias de la izquierda podrán atribuirse siempre a
sus modulaciones éticas.
Y esta incapacidad de reconstruir una posición dada a partir de principios, aunque no significa
necesariamente que la reconstrucción es imposible, tampoco excluye esta posibilidad. Si esta se
acepta tendríamos que atenuar notablemente, en muchas líneas, las diferencias, que muchos
quieren atribuir a una oposición general, dicotómica y «maniquea», entre izquierdas y derechas; y
no sólo en función de la Realpolitik, sino en función de la propia ética.
Concluiremos diciendo que las decisiones éticas y morales han de considerarse, en gran número de
casos, mucho más independientes del hecho de estar insertas en una izquierda o en una derecha,
al menos empírica, de lo que pueden estarlo las izquierda o las derechas políticas, respecto de las
decisiones éticas o morales.
Notas
{1} El presente artículo constituye la base de la conferencia pronunciada por el autor el 26 de julio
de 1994, dentro del curso de verano titulado Ética laica y sociedad pluralista (Valencia, 25-29 julio
1994) organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y dirigido por Victorino
Mayoral (en este curso intervinieron como profesores, por orden de intervención: Victorino
Mayoral, Manuel Núñez, Elías Díaz, Enrique Dussel, Gustavo Bueno, Esperanza Guisán, Michel
Morineau, Juan Gay Armenteros, José Montoya, Rafael Calvo Ortega, Enrique Miret Magdalena y
Miguel Angel Quintanilla).
{2} En el sentido que dimos a esta oposición en La Metafísica Presocrática, Pentalfa, Oviedo 1974,
pág. 359.
{3} Cuyas implicaciones, para nuestro caso, se tratan agudamente en el libro de Alberto Hidalgo,
¿Qué es esa cosa llamada Ética?, Cives, Madrid 1994, pág. 27-ss.
{4} Alvin Toffler, Avances y premisas (1983), Plaza&Janés, Barcelona 1983, pág. 100.
{5} Véase F. Selleri, Die Debatte um die Quantentheorie, Wieweg & sohn, Brauschweig/Wiesbadem
1983.
{6} Un desarrollo del concepto de «cuerpo político» en Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las
categorías de las 'ciencias políticas', Cultural Rioja, Logroño 1991, págs. 273, 285, 307.
{7} Una exposición del concepto generalizado de eutaxia en nuestro libro antes citado, Primer
ensayo..., págs. 177-ss.
Ahora bien: si es difícil establecer las diferencias entre dos conceptos que no son enteramente claros
(como exigiría una conceptuación unívoca de los mismos), y si es difícil determinar las características
que definen a cada concepto, es porque éstos son oscuros y confusos. En efecto, en la medida en
que cualquier concepto o Idea está siempre «en sociedad» con otros conceptos o Ideas, podemos
hablar de su «dintorno» y de su «entorno», separados ambos por un «contorno». Podemos decir
entonces que un concepto será distinto cuando las líneas o notas que constituyen su dintorno se
nos muestran con una mínima precisión (en caso contrario, estaríamos ante un concepto confuso);
y un concepto será claro cuando las notas diferenciales respecto de otros conceptos de su entorno
estén bien determinadas (en caso contrario, hablaremos de un concepto oscuro o, acaso,
«borroso»). Por supuesto, la claridad y la distinción son «magnitudes» que admiten muchos grados
y que pueden establecerse en diversos planos. Puede darse el caso además de que alguien utilice
un concepto claro (al menos a ciertos efectos) que, sin embargo sea confuso (alguien puede utilizar
con claridad el concepto de «célula» respecto del concepto «cristal», pero sin por ello poseer un
concepto distinto de célula); y puede darse el caso de un concepto que, aun siendo oscuro, sea sin
embargo distinto. Y, por su parte, caben conceptos que a la vez sean claros y distintos y conceptos
que a la vez sean oscuros y [4] confusos en un grado tan alto que su condición de concepto quede
comprometida.
Por nuestra parte, no afirmamos, en general, que los conceptos de izquierda y de derecha se
presenten siempre como confusos y oscuros, sino todo lo contrario. Y desde determinados sistemas
de premisas o axiomas, como podrían ser los del anarquismo tradicional o los del marxismo clásico,
o también desde determinadas definiciones de formato unívoco que utilizan alguna característica
abstracta («solidaridad», «optimismo hacia el futuro», &c.) para definir la izquierda, el concepto de
izquierda puede considerarse formalmente como un concepto claro y distinto. Lo que ocurre es que
estas distinciones claras y distintas desde determinadas premisas no son aplicables muchas veces al
terreno político empírico (¿acaso no hay gente de derecha que es optimista, cara al futuro?). Y sobre
todo estas distinciones «claras y distintas» son múltiples, y no de un modo complementario, sino
muchas veces, incompatible, como incompatibles son las definiciones de izquierda que ofrece un
anarquista, un leninista o un socialdemócrata. Y ocurre que la mera acumulación o superposición
de definiciones claras y distintas de un «mismo» concepto convierte a tales definiciones en confusas
y oscuras, de parecida manera a como las definiciones claras y distintas del Dios de las religiones
monoteístas, por el hecho de ser diferentes y aun mutuamente incompatibles (unas veces Dios es
Yahvé, otras veces es Alá, y otras, la Santísima Trinidad), convierten al Dios de las religiones
superiores en un término «socialmente» confuso y oscuro.
Por ello nos parece más adecuada una metodología que parta de la constatación de la multiplicidad
«empírica» de definiciones de izquierda y derecha. Y sólo contando con esa multiplicidad (sin
suponerla a priori resultado de una degeneración del concepto originario), podremos iniciar el
regreso a algún concepto que sea capaz de dar cuenta de la propia multiplicidad de definiciones; no
necesariamente en el sentido de ponerlas a todas en el mismo plano, sino tratando de reconstruirlas
y situarlas ordenadamente en los lugares que puedan considerarse más adecuados.
Nuestro punto de partida, en la cuestión que nos ocupa, será la constatación misma de la oscuridad
y confusión «social» del concepto de «izquierda», y correspondientemente, del concepto de
«derecha», tal como se utilizan en nuestros días. Partimos así del supuesto de que nos encontramos
ante conceptos sumamente confusos y oscuros, y de que quien crea poder utilizar el concepto de
izquierda (o de derecha) como si fuera claro o distinto, es acaso quien en mayor oscuridad y
confusión se encuentra, al menos desde el punto de vista que hemos llamado «social», en la medida
en que no advierte que las premisas o criterios desde los cuales él puede ofrecer sus conceptos
«claros y distintos» no son compartidos por los demás. Ni tampoco, por tanto, son aplicables
fácilmente al material empírico. Los conceptos ofrecidos como claros y distintos resultan ser, por
tanto, al menos socialmente, confusos y oscuros.
Algunos (muchos) dirán que, en cualquier caso, no son las Ideas claras y distintas las que importaría
tener en cuenta en el momento de definir a la «izquierda» o a la «derecha», sino los sentimientos
o, como suele decirse, las sensibilidades (la «sensibilidad de la izquierda», por ejemplo).
Transportando al terreno político la sentencia de Tomás de Kempis, dirán algunos que es «más
importante sentir la izquierda que saber definirla». Pero al margen de la importancia relativa que
ese sentimiento tenga como indicio de la cohesión del grupo, lo que aquí nos importa directamente
es la definición de la izquierda y, por tanto, la determinación de sus diferencias con la derecha,
supuesto que no aceptamos la conclusión de Toffler. Las diferencias entre izquierda y derecha son
oscuras, al menos en muchas circunstancias; los conceptos de izquierda y de derecha serán
borrosos. Por tanto, no habrá por qué esperar que la claridad exigible al [5] hablar de izquierda,
frente a derecha, tenga por qué ser la claridad propia de las distinciones dicotómicas o disyuntivas
(en blanco y negro). En la España del año 2000, las diferencias entre el Partido Socialista (suponiendo
que represente la izquierda) y el PP (suponiendo que represente la derecha, supuesto que él mismo
no acepta) se oscurecen en todo lo que concierne a su política relativa al «Estado del bienestar», a
la OTAN, a Europa, &c.; pero esto no significa que no existan diferencias; simplemente que éstas se
mantienen muy oscuras, incluso encubiertas por diferencias que aparecen en la superficie (como
puedan ser por ejemplo, las diferencias ante el Plan Hidrológico Nacional en un momento dado).
3. Refirámonos ahora a los dos conceptos que tradicionalmente eran pensados como las
dimensiones lógicas comunes a todo concepto, a saber, la dimensión de la intensión y la dimensión
de la extensión. Estas dos dimensiones afectan, en principio, a los conceptos nomotéticos o
universales (como «Nación»); porque lo que algunos (con Windelband) llaman conceptos
idiográficos no tendrían propiamente extensión (sino a lo sumo denotación o referencia, como le
ocurriría al concepto «España»); y porque otros conceptos, que podrían llamarse utópicos (como el
concepto de hipercubo en el espacio euclidiano) no tendrían si quiera una extensión unitaria, sino
nula (la propia de las clases vacías).
Hay que reconocer que tanto la intensión como la extensión del concepto de izquierda (o de
derecha) es muy indeterminada, por no decir escandalosamente indeterminada.
Por de pronto, se viene observando, en las últimas décadas, la tendencia, al menos desde una
perspectiva emic a considerar al concepto de derecha (descontando los grupúsculos de extrema
derecha) como si tuviera una «extensión 0». O, dicho de un modo más llano, se viene observando
que ningún partido político, ni sus militantes, quieren llamarse, ni ser llamados de derechas, sino de
centro. Pero en todo caso, una simple ojeada a la variedad de autodenominaciones (emic, por tanto)
de los partidos políticos de izquierdas, que además muchas veces se presentan como incompatibles
entre sí (es decir, que rehusarían reconocerse como meras especies de un género), nos autorizará a
llegar a la conclusión de que ni la intensión ni la extensión del concepto de izquierda
(correlativamente, de derecha) están mínimamente definidas. Podremos escoger: «izquierda
unida», «izquierda política», «izquierda social», «izquierda nacional», «nueva izquierda», «izquierda
radical», «izquierda democrática», «izquierda republicana», «izquierda burguesa», «extrema
izquierda», «izquierda marxista», «izquierda anarquista», «izquierda transformadora», «tercera
izquierda», «izquierda liberal», «izquierda cristiana», «centro izquierda», «izquierda verde», &c.; y
otro tanto ocurriría con la derecha: «extrema derecha», «derechas autónomas», «derecha
nacional», «derecha nacionalista», «derecha fascista», &c.
Es cierto que muchos consideran que esta variedad de manifestaciones no excluye «la unidad de la
izquierda» (o de la derecha), y que todas las diferencias son sólo matices del «arco multicolor de la
izquierda eterna» (o de la «derecha de siempre»). Pero esta hipótesis es sólo un buen deseo, porque
estos «matices» representan a veces diferencias irreconciliables entre las izquierdas, como lo fueron
las diferencias entre Marx y Bakunin en la I Internacional o las diferencias entre comunistas y
anarquistas en el Madrid de 1939. Y porque no es evidente que cuando se forma un «Frente
Popular», sea, salvo en los discursos, la condición «izquierda» la que une a los partidos, sino acaso
otros motivos coyunturales que determinan la formación de un «bloque histórico» ante terceros.
(¿Qué tiene que ver con la «izquierda» la conjunción de socialistas y nacionalistas aragoneses en las
manifestaciones del invierno del 2001 contra el Plan Hidrológico Nacional? ¿Acaso los proyectos
técnicos sobre el trasvase del Ebro son de derechas?, &c.). Constituirá, según esto, una forma
definitiva de confusión y oscuridad de conceptos el presuponer que la unión de las izquierdas sea
su «destino manifiesto».
4. Si nos referimos ahora al campo de los conceptos: salvo los conceptos (o mejor Ideas) llamados
trascendentales (porque desbordan todo campo categorial), los conceptos tienen un campo
categorial que hace imposible transportar, sin «error categorial», los conceptos de un campo a otro
campo distinto, salvo por analogía. No puedo transportar el concepto de organismo, propio de la
biosfera, al campo constituido por las coalescencias moleculares: en los colmillos de un lobo
encontraremos moléculas de calcio o aminoácidos, pero en las moléculas de calcio o en los
aminoácidos, no podríamos encontrar colmillos de lobo, ni nada semejante.
Según algunos, estos conceptos se aplicarían también a campos filosóficos o científicos. Así, ya a
principios del siglo XIX se habló de la «izquierda hegeliana» y a mediados del siglo XX, E. Bloch definió
la «izquierda aristotélica», en la que hizo militar tanto a Estratón de Lampsaco como a Avicena. Mas
aún: se habla, de vez en cuando, por parte de los historiadores de la Física, de una «izquierda
realista» (Planck, Einstein, Ehrenfest) y de una «derecha positivista» (la escuela de Copenhague-
Gotinga, Bohr, Born, Heisenberg, Jordan...). Incluso algunos historiadores del pensamiento griego,
Thompson por ejemplo, insinuaron que mientras la Geometría griega era una disciplina aristocrática
(diríamos, de derecha), la Aritmética habría sido una disciplina democrática (de izquierda).
Pero aun manteniéndonos en el campo de las categorías políticas habrá que preguntar por la
legitimidad de utilizar los conceptos de izquierda y derecha más atrás del siglo XVIII. ¿Es legítimo
hablar de izquierda o de derecha refiriéndonos a las sociedades esclavistas (en las que Mario y César
representarían la izquierda, frente a Sila, a la derecha) o de la época moderna (Carlos I representaría
la derecha y los comuneros la izquierda)? Y aún en la época contemporánea ¿qué alcance puede
tener hablar etic de la «oposición de izquierda» (Trotsky, Preobazhenski) en la Unión Soviética de la
época de Stalin, a quien habría que situar por el «automatismo posicional» en la derecha? O
refiriéndonos a los Estados Unidos ¿qué alcance puede tener clasificar al partido republicano como
partido de derecha y al partido demócrata como partido de izquierda?
5. Por último, tendremos que referirnos a aquel aspecto de cualquier concepto que consideramos
como «su formato lógico» por antonomasia, por cuanto afecta a la [6] conformación interna misma
de sus contenidos semánticos, hasta el punto de poder decirse que forma parte, y en primer grado,
aunque parte genérica, sin duda, de tales contenidos semánticos.
El formato lógico de un concepto, en efecto, sin perjuicio de su carácter genérico puede llegar a ser
parte del constitutivo esencial del concepto, y la mejor prueba es que un concepto que está siendo
interpretado desde un determinado formato lógico (por ejemplo, desde el formato de una clase
booleana) cambia profundamente de significado cuando se le interpreta desde un formato lógico
diferente (por ejemplo, desde el formato de un concepto relacional). No está de más constatar aquí
la gran frecuencia con la que se utiliza una fórmula, que es propiamente lógica, por parte de quienes
se disponen a responder a la pregunta: «¿Qué entiende usted por izquierda política?»; una fórmula
que indica inequívocamente la intención (más o menos representada) de regresar previamente
hacia los constitutivos formales del concepto de izquierda que va a ser ofrecido, como condición, e
incluso como parte de la respuesta: «La izquierda (tal es la fórmula) es, ante todo, un concepto
relativo.» No es ya tan evidente qué es lo que quiere decirse con esto. ¿Que es un concepto
relacional (como mayor, o menor, o doble), o bien que es un concepto que expresa una correlación
binaria posicional con la derecha, o bien que expresa una correlación ternaria posicional con
respecto a terceros términos, respecto de los cuales es relativo (como ocurre al término «entre»)?
¿O acaso que es un concepto funcional cuyos valores son relativos a los valores de la variable
independiente y de los parámetros? Lo que sí parece evidente es que quien se decide a definir
comenzando por subrayar el carácter relativo del concepto de izquierda (o de derecha) está
comenzando también por tener en cuenta, acertada o erróneamente, el «formato lógico» de este
concepto.
6. Consideraremos aquí tres tipos de formatos lógicos, por la incidencia que ellos tienen en los
conceptos de izquierda y de derecha: el primero de ellos, es el formato propio de los conceptos
unívocos (que corresponden aproximadamente a los conceptos sustancialistas de Cassirer); los
otros dos tienen el formato propio de los conceptos relacionales.
I. Un concepto con formato unívoco (absoluto, sustancial) es un concepto construido como si fuese
una clase booleana (generalmente uniádica, aunque también podría ser diádica o n-ádica) –aunque
podría también tratarse como si fuera un conjunto borroso en el sentido de Zadeh– definida por
una intensión (o «acervo intensional») susceptible de reproducirse distributiva e indefinidamente
en los diversos «elementos» de la clase, que constituyen la extensión del concepto. Los elementos
de una clase están dados, por lo demás, a la «escala» establecida por la intensión de la propia clase.
Los elementos de la clase aritmética de las unidades, a una escala dada (por ejemplo, los individuos
humanos), no son los elementos de la clase de las parejas o de las ternas o de los grupos, más o
menos extensos, susceptibles de ser constituidos a partir de aquellas unidades.
Por lo demás, un concepto con formato de clase puede ser genérico respecto de otras subclases en
él contenidas. La clase de los «militantes de partidos políticos» es genérica porque contiene tanto a
la clase de los individuos que militan en partidos de izquierdas como a los que militan en partidos
de derechas. La clase de los «partidos políticos de un Estado» tiene como elementos a los propios
partidos políticos y es, por tanto, una clase distinta de la clase de los «militantes de partidos
políticos».
II. Lo que llamamos conceptos con formato posicional son conceptos de relación y, a veces, incluso
de relación funcional sui generis.
Un concepto puede, sin dejar de ser unívoco, ser un concepto de relación, ya sea binaria o ternaria,
&c, ya sea simétrica, asimétrica o transitiva; pero un concepto de relación no tiene por qué ser
funcional (la relación de madre a hijo no es «por sí misma» unívoca a la derecha). En general,
supondremos que el formato posicional implica una relación binaria de oposición contraria (de
distancia, de orientación o sentido del movimiento) que generalmente es tratada extensionalmente,
de tal suerte que, sólo después de establecida la posición (o las coordenadas) del término, quede
fijada, mediante una definición coordinativa, la posición del opuesto. El formato posicional puede
aproximarse al formato funcional en el que se haya puesto entre paréntesis la característica de la
función, quedando «libre» la regla de la determinación del término opuesto (la característica habrá
sido encerrada entre paréntesis, no porque se haya eliminado, sino porque aparece confusamente
envuelta con otras características). En una carretera unidimensional por la que circulan varios
automóviles puedo determinar la posición relativa de cada uno de ellos respecto del mío, según el
sentido de su movimiento (contrario o el mismo); si la carretera mantiene siempre su dirección (de
norte a sur, por ejemplo) las diversas posiciones de distancia que mi automóvil va ocupando
respecto de los demás describirá una trayectoria recta; pero si la carretera va cambiando de
dirección el automóvil describirá una trayectoria en zigzag respecto de un sistema de coordenadas
espaciales fijas. Análogamente ocurre con las relaciones topográficas «a mi izquierda» o «a mi
derecha»: basta que yo gire 180 grados para que se inviertan diametralmente las relaciones a la
izquierda o a la derecha; y, según los grados del giro, estas relaciones variarán siguiendo una
trayectoria en zigzag.
Acaso el ejemplo más notorio de conceptos con formato posicional puro sea el concepto de la
relación enantiomorfa entre configuraciones tridimensionales (mi mano derecha, por ejemplo,
respecto de mi mano izquierda) –o bidimensionales– cuando se suponga que los términos de la
relación son iguales (desde el punto de vista métrico y coordinativo). Sin perjuicio de esta igualdad,
los términos vinculados por la relación enantiomorfa serán incongruentes, es decir, «no
superponibles». En estos casos, los términos opuestos no se diferenciarán por su contenido, que
suponemos ser el mismo, sino solamente por su posición relativa, por su «orientación» (dextrógira
o sinistrógira). Y ocurre muchas veces que los partidos de izquierda o de derecha, tal como se
dibujan en una determinada democracia parlamentaria, llegan a asumir programas o actitudes tan
semejantes o indiscernibles que sólo cabría diferenciarlos por su «orientación», como si la relación
entre los partidos de izquierda y de derecha fuese una relación enantiomorfa, similar a la que media
entre una mano derecha y su correspondiente mano izquierda. [7]
III. Por último, un concepto con formato funcional es aquel que no tiene un significado unívoco, sino
varios significados o valores; pero no arbitrarios, sino determinados por otras variables dadas según
una regla o característica propia de cada función. En el concepto funcional habrá que distinguir, por
tanto, una característica de la función, y un campo de variables, independientes o dependientes;
además tendremos que tener en cuenta los parámetros de la función.
Los conceptos funcionales estrictos podrán considerarse como desempeñando un papel intermedio
entre los papeles desempeñados por los conceptos unívocos absolutos y papeles desempañados
por los conceptos relacionales-posicionales. En efecto, la característica de la función puede
equipararse, en gran medida, a un concepto unívoco (en la función aritmética y=k+3x, definida en
el campo de los números enteros, la característica de la función equivale, para k=0 al concepto
unívoco «triple»); sin embargo, los valores de la función ya no constituyen directamente la extensión
propia de un concepto clase unívoco, puesto que estos valores sólo alcanzan sentido como resultado
de la aplicación de la función a los valores de la variable independiente, dados ciertos parámetros k
(que, eventualmente, podrán ser igual a 0).
Como hemos dicho, al hablar de la condición genérica del formato lógico de un concepto, la
determinación de este formato lógico no nos dispensa del análisis de su contenido específico;
simplemente ocurre que, en vez de atenernos a estos contenidos semánticos específicos, con
abstracción, en la medida en que sea posible, de sus formatos lógicos, nos obligamos a mantener la
perspectiva de ese formato, en cuanto perspectiva de alcance muy largo (incluso:
sorprendentemente largo, para los analistas que aborrecen todo tipo de «reflexión lógica»).
Distinguiremos de este modo tres tipos, según su formato lógico, de conceptos de izquierda (o de
derecha):
Por supuesto, si las diferencias de tipo lógico tienen siempre algo que ver con las diferencias en la
materia (o contenido) de los conceptos, habrá que concluir que las confusiones y oscuridades que
advertimos, una y otra vez, en los conceptos de izquierda o de derecha, cuanto a sus contenidos,
requerirán un análisis que tenga en cuenta, entre otras cosas, las confusiones y oscuridades de los
formatos lógicos correspondientes.
Sin embargo, a nuestro entender, la cuestión hay que analizarla de otro modo, porque una cosa es
la denominación de las corrientes o partidos que se formaron en la Asamblea Revolucionaria y otra
cosa es el concepto de esas corrientes y partidos así denominados. La denominación se tomaba de
un formato relacional, propio de una relación topográfica; pero esto no autoriza a considerar como
relacional a los [8] conceptos designados por ella. La connotación relacional podría haberse añadido,
sin duda, a un concepto absoluto, pero de un modo secundario, incluso accidental; originariamente
acaso el concepto que se utilizó en la Asamblea francesa podría haber sido concebido según el
formato unívoco-absoluto (sobre todo, cuando nos referimos al concepto de «derecha»).
2. En efecto, lo que definía a quienes estaban situados topográficamente a la derecha del presidente
era su identificación con el Antiguo Régimen, que en su estructura implicaba muchas instituciones,
principalmente el Trono (absoluto) y el Altar (único). Pero este concepto de la sociedad política del
Antiguo Régimen era, sin duda, un concepto unívoco o absoluto; un concepto que estaba
constituido mucho antes de que la «oposición de izquierda» comenzase a perfilarse; aunque sin
duda podrán citarse antecedentes o correlatos republicanos en la antigüedad clásica o en las
ciudades italianas de la Edad Media. Solo que estos correlatos del Antiguo Régimen no tenían por
qué estar presentes durante los siglos y siglos que duró el «régimen feudal» (que derivaba sus
conceptos teóricos de los principios absolutos de la Teología dogmática).
Otro tanto podrá decirse del concepto de «izquierda», en el momento en el cual representaba la
soberanía del pueblo (de la Asamblea) frente al poder real y al poder aristocrático (el debate sobre
la votación por brazos o por cabezas). También podría apelar a las épocas anteriores al Antiguo
Régimen, más o menos legendarias, para apoyar la «sustantividad de estirpe» de sus posiciones.
En cualquier caso, estas clases admiten grados intermedios y extremos, como cuando formamos las
clases «animales con sangre fría» y «animales con sangre caliente». Así, quien define la izquierda
por la no-violencia (como hacía G. Vattimo) y a la derecha por la violencia (tomando al fascismo
como prototipo) está regresando en realidad a características de índole etológica o psicológica,
capaces de clasificar a los hombres (y también a los animales) en dos clases extremas: «no violentos»
(ya sean hombres, ya sean palomas) y «violentos» (ya sean hombres, ya sean halcones). Las clases
resultantes, aunque por su oposición puedan formar pares de clases opuestas, no se constituyen a
partir de esa oposición, porque la clase de los no-violentos o pacíficos podría darse, y aún se
pretende que se dé, aunque no existiera la clase de los violentos (por lo menos cuando la extensión
de esta clase llegase a ser próxima a cero). Así también, quien como M. Tournier (El espejo de las
Ideas), supone que un hombre es de derechas si mira al pasado como al depósito de los valores más
firmes, manteniendo gran recelo ante todo lo que es nuevo; mientras que un hombre será de
izquierdas cuando mira hacia el futuro pensando que de allí vendrá el progreso y el remedio a las
injusticias y miserias procedentes del pasado. Pero los anarquistas españoles que describe Brennan
miraban con nostalgia, como la fuente de los valores políticos, al pasado remoto en el que los
hombres comían los alimentos crudos y no conocían las diferencias entre lo tuyo y lo mío.
El inconveniente de estas definiciones por características tan sencillas como abstractas, es que nos
llevan a Ideas claras y distintas, sin duda, pero «cortas»; es decir, a Ideas de un alcance muy limitado.
Porque tales definiciones son aplicables únicamente a aquellas corrientes de la derecha o de la
izquierda que satisfagan el criterio, pero no son aplicables a otras corrientes de la izquierda o de la
derecha que no lo satisfagan sin que se ofrezca justificación alguna de la exclusión (la derecha liberal
y progresista, incluso el fascismo, por su reconocido «vanguardismo», mantiene actitudes
literalmente opuestas a las que, según la definición de Tournier debieran corresponderle).
Izquierda y derecha se entenderán, de hecho, como dos clases en las cuales habrá que clasificar a
los hombres, casi al modo como, según Calvino, los hombres se clasifican o bien en la clase de los
precitos o bien en la clase de los elegidos; clasificación calvinista que tanto juego ha dado en España
a través de la célebre clasificación de los españoles que Antonio Machado tuvo a bien habilitar: «una
de las dos Españas ha de helarte el corazón.».
4. Ahora bien, uno de los motivos por los cuales puede tener interés la constatación del formato
unívoco y absoluto de muchos conceptos de izquierda y de derecha es que ella nos permite
reinterpretar algunos conceptos de izquierda o de derecha que pasan como conceptos derivados,
incluso como de-generados (como si fueran el resultado de la sustantivación de alguna relación o
función interpretada a título de concepto originario). De hecho, el formato unívoco del concepto de
izquierda sigue vivo en nuestros días, incluso en su forma trascendental o «cósmica». Aún hoy
interpretan muchos la condición de pertenecer a la izquierda como si estuviese derivada de ciertos
atributos trascendentales constitutivos de la propia personalidad. Muchos de quienes aún hoy en
día se definen, con convicción cuasi mística, como «de izquierdas de toda la vida» (incluyendo en
esa vida a la tradición familiar), y muchos de quienes entienden su condición de «izquierdas» (no ya
de «comunista» o de «anarquista») como una concepción del mundo que colorea y penetra todos
los aspectos y detalles de su vida (algo similar a lo que para otros significa la condición de «cristiano
viejo» o de «musulmán chiíta») están utilizando el formato absoluto. Y así fue interpretado el
concepto de «izquierda», hace décadas, por hombres como Lukacs, Lefebvre, Sartre. El «ser de
izquierdas» se presenta entonces como un atributo capaz incluso de conferir un sentido a la vida;
un atributo que permitiría situar a los hombres en el puesto real que les corresponde en el Mundo,
y ello aunque su vida transcurra en lujosos apartamentos o en la vida social de los círculos más
aristocráticos: «video meliora proboque, deteriora sequor.» (¿No le ocurre otro tanto al cristiano
viejo o al chiíta pecador?)
5. Se comprende también así la paradoja que, a medida en que las circunstancias históricas o la real
politik arroje a los militantes de partidos de izquierda a formas de vida muy próximas, y aun de
mayor calidad de vida que las de tantos y tantos militantes de la derecha, es decir, a medida que se
vacíen más y más de contenido las diferencias positivas o empíricas entre los militantes de izquierda
y los de derecha, se aducirá con mayor énfasis la condición de su pertenencia a una izquierda
unívoca, absoluta y casi meta-política (por no decir metafísica). Esto tendrá lugar ya, por ejemplo,
cuando los contenidos positivos, tradicionalmente asignados a la derecha (por ejemplo el Trono y
el Altar), hayan sido asimilados también por la izquierda. La izquierda española, después de la
transición del 78, votó al Trono en la forma constitucional, y apoyó inequívocamente al Altar (a
través, entre otros procedimientos, del llamado «impuesto religioso»). Se explicará la legitimidad
de estas asimilaciones, aun dentro del formato unívoco, subrayando que si bien el Antiguo Régimen
implicaba las instituciones del Trono y el Altar, en cambio estas instituciones no implican el Antiguo
Régimen, siempre que se las transforme adecuadamente. Porque en todo caso, se dirá, Trono y Altar
–y ahora se acudirá al análisis marxista– son superestructuras, siendo así que la verdadera
estructura del Antiguo Régimen no se define en la superficie de esas instituciones, «accidentales»,
del Trono y del Altar, sino en las «relaciones de clase» que subyacen a ellas. Se añadirá: la «izquierda
revolucionaria», que se mantuvo en el terreno de la «izquierda burguesa», en realidad sustituyó a
la clase dominante explotadora del Antiguo Régimen por la nueva clase explotadora del régimen
capitalista, lo que no le impidió recuperar las «superestructuras» del Trono (de Napoleón) y del Altar
(¿no estuvo el Papa Pío VII presente durante su coronación en París el día 2 de diciembre de 1804?).
En cualquier caso, la condición de «izquierda» corresponderá ahora a los herederos de las clases
revolucionarias. La izquierda no se definirá en función del Trono y del Altar, sino en función de las
clases explotadas y explotadoras, en función de los herederos de los sans culottes y del nuevo
proletariado industrial, es decir, en función de los «pobres del mundo». Este será el «nivel de la
izquierda» establecido por la I Internacional, como concepto absoluto o unívoco; concepto que, más
tarde, evolucionará en la II Internacional («la izquierda es la socialdemocracia»), o en la III
Internacional («la izquierda es el partido comunista de la URSS y los partidos hermanos»).
Un proceso paralelo al que ocurre en Europa, tendrá lugar en España. Después de las Cortes de Cádiz
y de la «ominosa década», los liberales, en cuanto opuestos al Trono absoluto, y limitadores, aunque
muy débilmente del Altar, serán considerados más tarde, retrospectivamente, por sus sucesores
republicanos, como la izquierda, en cuanto opuestos al absolutismo de los «serviles». En realidad,
el concepto de izquierda no aparece en España, como denominación parlamentaria formal, hasta
1871, cuando en una sesión del Congreso de los Diputados el Ministro de la Gobernación, don
Francisco de Paula Candau, y a propósito precisamente de la I Internacional dijo: «Creo que en este
momento no hay más que dos caminos, no hay más que dos puertas: del lado de acá, los que están
con la I Internacional; del lado de allá los que están con la sociedad en peligro: escoged.» El Diario
de sesiones anota: «Aplausos en la derecha, murmullos en la izquierda.»
Ahora bien, la relación topográfica de izquierda y de derecha, medida a través del centro
topográfico, puede considerarse como una relación transitiva, si se tiene en cuenta que el centro o
presidencia estaba él mismo a la derecha de la izquierda y a la izquierda de la derecha. La izquierda
de la izquierda es la izquierda, y la derecha de la derecha es la derecha; por lo que la derecha y la
izquierda de la cámara podrían considerarse como posiciones directas y no como posiciones
mediadas por el centro. En el momento en el que esta posición, que consideraríamos como
derivativa o secundaria respecto del formato absoluto, se utilice como criterio inmediato o primario,
por motivos prácticos, en este mismo momento, el concepto de izquierda y el de derecha se
transformarán en conceptos posicionales. En su virtud, muchos, si no todos los contenidos de los
conceptos unívocos originarios irán situándose poco a poco en un plano oblicuo, cada vez más
oscuro y confuso, «nebuloso», sobre todo a medida en la que los propios contenidos, instituciones,
planes, programas, vayan evolucionando y conformándose.
En muchas ocasiones, el formato posicional inspira ciertos usos del concepto de izquierda (que
desbordan, desde luego, el campo de la política, aunque sin necesidad de destruirlo) en los cuales
este concepto se utiliza en realidad analógicamente, según una analogía de proporción fundada en
una relación de oposición entre determinadas posiciones conservadoras (a la derecha) y otras
renovadoras (a la izquierda), poniendo de hecho entre paréntesis los contenidos que se pretenden
conservar o renovar. Es muy frecuente considerar, incluso tratándose de contenidos religiosos,
como «derechas» a las posiciones de los conservadores u «ortodoxos», y como «izquierdas» a las
posiciones de los revolucionarios o «heterodoxos» (aunque estos sean, desde otros puntos de vista,
mucho más «reaccionarios» e irracionales que aquellos). Así, dentro del cristianismo es frecuente
considerar a los «herejes» o «radicales» como «izquierdas», frente a los ortodoxos que
representarían la derecha (en la novela de Delibes, El hereje, se procede como si los «intelectuales
luteranos» de la Valladolid del siglo XVI anticipasen la «izquierda progresista» española); los
talibanes afganos, como los chiítas iraníes de Jomeini, suelen ser considerados como «movimientos
de izquierda revolucionaria», aunque políticamente representen la reacción conservadora más
fanática propia de las derechas más negras.
3. Pero, en ningún caso, la definición posicional podría considerarse como una definición
autosuficiente. El formato posicional de los conceptos de izquierda y derecha no es un formato puro,
pues ello implicaría que los contenidos de las corrientes de izquierda y las de derecha habrían
llegado a ser los mismos, sin perjuicio de la permanencia de la oposición posicional e irreductible
propia de los opuestos enantiomorfos idénticos pero incongruentes, de los que hemos hablado,
pero en el terreno de la política («cristianos y marxistas podemos ir juntos hasta la muerte: allí nos
separaremos, ustedes irán al cielo y nosotros al infierno»).
El análisis de estos puntos puede tener lugar desde muy diversas perspectivas, principalmente
desde estas dos:
(I) La perspectiva global, la que da por supuesta una posición global previa, que podría representarse
gráficamente por dos líneas continuas gruesas, dotadas de [11] incurvaciones, pero exteriores entre
sí, y a partir de las cuales habría que ir determinando los puntos sobre los cuales haríamos incidir la
confrontación.
(II) Una perspectiva puntual, gráficamente representada por pares de puntos discretos susceptibles
de ser unidos en su momento por una línea. Por lo demás y casi siempre, cada punto ha de
considerarse como intersección de dos líneas; por lo que la representación desde la perspectiva
global (y con arreglos pertinentes desde la puntual) podrá tomar la forma de dos líneas enfrentadas
cortadas por otras líneas paralelas o convergentes, cuyas intersecciones determinasen los puntos
opuestos.
Estas líneas pueden ser muy numerosas. En otro lugar («La Ética desde la izquierda», El Basilisco, nº
17, págs. 3-36) propusimos hasta treinta líneas diferentes a título de «discriminadores semánticos».
Unos, con un significado formalmente político («Trono», «Altar», «Estado», «constitución
democrático-parlamentaria», «tolerancia», «Nación», «poder legislativo», «iniciativa popular»,
«sindicato», «ejército»); otras, con una significación materialmente política («matrimonio», «sexo»,
«homosexualidad», «eutanasia», «aborto», «pena de muerte», «manicomio», «diálogo»,
«ecología», «redistribución de la riqueza»), y unas terceras con significación política oblicua (teísmo,
agnosticismo, cristianismo...).
Cuando adoptamos la perspectiva global (I), la definición posicional (o cada definición posicional) de
izquierda o de derecha se nos presenta como un desarrollo puntual de una oposición global
presupuesta, que confiere unidad y aun coherencia a los diversos «puntos» determinados; pero
cuando adoptamos la perspectiva analítica (II), la definición posicional de izquierda o de derecha se
nos muestra, ante todo, como un «agregado» de pares de posiciones cuya unidad, representada por
la línea que los une no puede considerarse asegurada de antemano. En la medida en la que
impugnemos el significado objetivo de esa línea globalizadora, la oposición izquierda / derecha se
disolverá en una multitud de oposiciones independientes (cuanto a su génesis social, su alcance,
&c.). Sólo desde supuestas ideologías ad hoc podrían aparecer estas oposiciones como participantes
de una misma y coherente oposición.
Ahora bien, en tanto los puntos opuestos que podamos ir determinando no estén dados
simultáneamente, sino sucesivamente, la línea globalizadora representativa de la izquierda irá
discurriendo sobre puntos que no tienen por qué estar situados en una recta, es decir, tomará la
forma de una línea en zigzag. (A veces, la posicionalidad del partido político de izquierda resulta ser
puramente verbal, aunque pueda ser muy intensa: se subrayará la oposición a las posiciones de la
derecha, pero sin que las alternativas políticas ofrecidas sean eficaces, o sean alternativas más
propias de una ONG que de un partido político.)
5. «Ser de izquierda es no ser de derecha.» Esta definición, que ha sido muy celebrada, contiene una
ironía demasiado sutil para ser advertida por quienes no quieren saber nada de «formatos lógicos».
Es una definición, que no podría ser otra cosa sino tautología evasiva (o a lo sumo «metafísica
cósmica»), cuando es interpretada en el contexto del formato unívoco absoluto. Pero cuando es
interpretada en el contexto del formato posicional, se transforma en una definición operatoria,
práctica, y que nada tiene ya de forma tautológica o evasiva. Porque ahora la fórmula «no ser de
derechas» equivale a la regla práctica que utilizan los dirigentes o los militantes de partidos de
izquierda para fijar las posiciones diferenciales en zigzag respecto de la derecha: ser de izquierda
como un modo de ser diferente del que es propio de la derecha, es adoptar sistemáticamente las
posiciones opuestas a las que ha adoptado la derecha (dentro de un marco común presupuesto): si
se trata del marco de un Plan Hidrológico Nacional y la derecha ha proyectado el trasvase del Ebro,
ser de izquierda implicará oponerse a ese trasvase. Y en la medida en que las «posiciones de
derecha» hayan ido evolucionando en zigzag, también tienden a evolucionar las de la izquierda.
Como procedimiento más expeditivo, la «izquierda» utilizaría muchas veces el procedimiento que
podría describirse por la fórmula «primero disparar, y luego apuntar». Primero se definirá
posicionalmente el proyecto de izquierda por su oposición a algún proyecto propuesto por el
adversario de derecha (o de centro); a continuación se buscaraá una interpretación ad hoc tratando
de derivar el «proyecto de oposición» de los principios, aunque esta derivación sea gratuita porque
habrá de comenzar fingiendo que se conocen ya los efectos del «proyecto de la derecha». Por
ejemplo, un gobierno de centro derecha propone una reforma de la política educativa cuyo núcleo
sea la eliminación de la selectividad; este proyecto podrá, en abstracto, ser reivindicado por partidos
de izquierda que son opuestos a todo lo que implique «selección elitista» de los estudiantes que
aspiran a una carrera universitaria. En cualquier caso, los efectos de la eliminación proyectada no
son fáciles de preveer. Pero los partidos de izquierda, una vez tomada la decisión de oponerse,
desde luego, al proyecto de un gobierno de derechas, buscarán una justificación teórica (ideológica)
y la encontrarán enseguida: «la eliminación de la selectividad es una medida tomada por el gobierno
para favorecer a los estudiantes pertenecientes a las familias burguesas». Pero esto es precisamente
lo que se trata de demostrar.
Pero esto es tanto como decir que la «definición funcional de la izquierda» (o de la derecha), por su
característica metamérica, pierde propiamente su significado político específico o material,
precisamente por el regressus que tal definición se ve obligada a llevar a cabo hacia un terreno
«antropológico genérico», que es sin duda esencial pero no específicamente político (aunque pueda
servir de nexo de unión con las concepciones «trascendentales» sobre la «transformación de la
realidad» que suelen acompañar siempre, como una nebulosa política, al concepto de izquierda).
Para recuperar el significado específicamente político de la izquierda será preciso reintroducir las
variables, y, sobre todo, los parámetros, no sólo los parámetros nomotéticos («Nación») sino
también los idiográficos («Nación española», por ejemplo). De este modo podremos redefinir los
conceptos de izquierda y de derecha sólo que ya no en la forma que nos lleva a un concepto unívoco-
unitario, sino en la forma que nos lleva a diversos conceptos o valores de la izquierda (que, además,
no tienen por qué ser compatibles entre sí). Y esto no constituye en principio un fracaso de la Idea
de función. Los valores de una función no tienen por qué ser uniformes, si la función admite
inflexiones. De hecho, la Idea de «izquierda», pensada como si tuviese un campo uniforme, es sólo
un fantasma que hay que comenzar a resolver en el conjunto de «las izquierdas» (sin perjuicio de
mantener el proyecto de una definición funcional común).
La característica de una definición funcional ha de ser, sin duda, abstracta; pero esto no quiere decir
que la característica de la función, si ha de ser operatoria, no tenga necesidad de engranar con los
materiales políticos, empíricos o históricos. Aunque no represente por sí misma sus «figuras», habrá
de ser capaz de conducir a ellas, apoyándose, es cierto, en los parámetros y las variables. Tampoco
la característica de la función y2=2px nos ofrece por sí misma la «figura» de la parábola, pero
constituye una guía o un canon de las operaciones que, partiendo de un campo de variables x y de
parámetros p, dados en un plano ordenado nos conducirán a los valores de la función. Cabría decir
que la característica de la función desempeña los papeles de una esencia o estructura, mientras que
cada uno de sus valores representa el papel de un fenómeno.
Por lo demás, la conveniencia del regressus hacia alguna característica abstracta (genérica y en
cierto modo metapolítica), desde la cual fuera posible, en el progressus definir la izquierda (o la
derecha), lejos de ser una propuesta particular nuestra podría ser confirmada por el análisis del
proceder de casi todos los que han buscado una definición política de la izquierda, comenzando por
los propios revolucionarios franceses que, en el momento mismo de llevar a cabo la transformación
del concepto de izquierda, como concepto topográfico, en un concepto político, pusieron entre
paréntesis el parámetro o plataforma desde la cual actuaban (y que nosotros identificaremos
después con la Nación política) y regresaron hasta las ideas genéricas, aunque sin duda esenciales,
de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ahora bien, estas Ideas, sólo genéricamente pueden
considerarse como guías políticas; por sí mismas son demasiado indeterminadas a efectos de
establecer planes y programas políticos. Pero pueden interpretarse (como nosotros lo haremos)
como características de Ideas funcionales en el sentido dicho. Y como la libertad, la igualdad y la
fraternidad no son Ideas mutuamente reducibles, puesto que gozan de una gran independencia en
cuanto a la variación de sus grados (en otra ocasión hemos comparado los tres principios de la gran
revolución con los tres axiomas de la Mecánica de Newton), y como estas Ideas genéricas, desde el
punto de vista político, son no-paramétricas, se comprende que cada una de estas Ideas por
separado haya podido ser ensayada como característica intensional para construir una definición
que podríamos considerar de naturaleza funcional.
Ante todo, se ha ensayado la libertad (o bien, la libertad en una de sus expresiones políticas más
comunes, [13] a saber, la del liberalismo o el neoliberalismo). Según esto, la izquierda se
caracterizaría por una suerte de «liberalismo» o «libertarismo constitucional» (Philiph Pettit, en su
obra Republicanismo, 1997, mantiene esta idea) que se opondría al autoritarismo tradicional,
mediante el cual podría ser definida la derecha (así procede Isaiah Berlin). Louis Blanc, en su Histoire
de la Révolution Française, ya interpretaba (aunque críticamente) el «principio de la libertad»,
enarbolado sobre todo por los Girondinos, como un principio inspirado en la tradición individualista
(en la que él hace figurar a Lutero, Voltaire, D´Alembert, Helvetius... Condorcet) y orientado hacia
un federalismo muy propio de una república burguesa, oligárquica o censitaria. La izquierda se
definirá en esta línea, a lo sumo, por la democracia, decidida dentro del Estado de derecho. Pero
esta definición, al margen de que deja fuera las izquierdas autoritarias, o incluso totalitarias (al
modo de los partidos comunistas de tradición leninista, estalinista y aún maoísta) no sirve para
diferenciar, dentro de un Estado de derecho democrático, tal como se define al Estado español en
1978, los partidos de izquierda y los partidos de derecha, salvo que éstos sean interpretados como
«pseudo demócratas» (o, para dar parámetros idiográficos, como «cripto franquistas»). La
definición de la izquierda por la libertad es, por tanto, muy indeterminada, porque el liberalismo o
el libertarismo entendido frente al poder político, salvo que se vaya determinando por medio de
restricciones ad hoc (y que son prácticamente meramente posicionales) recubre tanto al
anarquismo radical (la «auténtica izquierda» sería la izquierda bakuninista) como al liberalismo
burgués, defendido por la derecha burguesa o por los popperianos defensores de la sociedad abierta
(como concepto fundamentalmente negativo, anticomunista o antifascista).
Ha sido, sin embargo, la igualdad la característica más comúnmente utilizada como definición de la
izquierda. Es el criterio que propone Norberto Bobbio, si tenemos en cuenta que la igualdad, tal
como él la utiliza, le sirve para cubrir tanto a la extrema izquierda como al centro izquierda
(prácticamente: al comunismo y a la socialdemocracia), puesto que diferencia a la izquierda de la
derecha, tanto de la extrema derecha (el fascismo) como del centro derecha. Bobbio hace intervenir
también, sin duda, en sus definiciones, a la libertad (frente al autoritarismo); pero estas
intervenciones tienen lugar en un rango subordinado al que ocupa la igualdad: la igualdad
discriminaría izquierdas y derechas, mientras que la libertad subdividiría a la izquierda (en extrema
y centro) y a la derecha (en extrema y centro). Esto demuestra el carácter artificioso de la
construcción de Bobbio, y su imperfección lógica: su definición de izquierda está hecha a la medida
de la socialdemocracia y, por ello, tiene que recurrir al concepto de centro, oponiéndolo a la
izquierda, para evitar que en las subdivisiones hubiera que reduplicar o complicar los conceptos:
«izquierda izquierda», «centro izquierda» y «derecha izquierda». En todo caso, la «igualdad» carece,
en su estado de abstracción, de definición política y en ella se confunden, por tanto, no solamente
posiciones como las de los «iguales» de Babeuf, sino también las posiciones de quienes entienden
la igualdad política «aritmética y distributiva», ya sea como una característica subordinada a la
fraternidad (en el sentido del inigualitarismo de Marx: «a cada cual, según sus necesidades»), ya sea
como una «igualdad de participación», según las posibilidades de cada miembro de la sociedad
política.
3. Ahora bien: partimos del supuesto (apoyado en motivos históricos) de que la construcción de las
Ideas políticas de «izquierda» y «derecha» tuvo lugar en Asamblea de 1789. Los conceptos de
izquierda y de derecha, como conceptos políticos, son propios de la «Edad Contemporánea»
(cuando utilizamos como criterio de esta categoría histórica a la Revolución francesa). Esta
suposición implica, a su vez, la afirmación de que en las sociedades políticas del Antiguo Régimen
no es posible encontrar una oposición entre corrientes o partidos políticos estructuralmente
idéntica a la que ulteriormente se constituirá por la oposición entre izquierdas y derechas. Sólo por
analogía, o muy genéricamente, podríamos retrotraer estas denominaciones a las sociedades
anteriores a la Edad Contemporánea.
Es obvio que estas extensiones retrospectivas (de indudable valor analógico) de los términos
izquierda y derecha reciben un apoyo decisivo desde las coordenadas dualistas, desde la visión de
la historia, como el proceso del conflicto entre dos clases, la clase explotadora (representada por la
derecha), y la clase explotada (representada por la izquierda). Pero una visión dualista semejante es
tan sólo una simplificación didáctica, cuasi infantil, del materialismo histórico.
4. Como característica genérica de la «función izquierda» tomaremos aquí la Idea del «racionalismo
universalista». Generalizamos así la definición de la característica de la «función izquierda» que
utilizamos hace unos años (artículo citado, El Basilisco, nº 17). En aquella ocasión, y en las
coordenadas «nacionales» en las cuales se mantenía el debate de entonces, nos acogimos a los
conceptos de «racionalismo» y de «socialismo», como componentes más significativos de la
característica que buscábamos. En la presente ocasión, mantendremos el «racionalismo», pero
sustituiremos el «socialismo» por uno de los componentes más genuinos del concepto de socialismo
racionalista, a saber, el «universalismo». El término «socialismo» (una vez desaparecido el
«socialismo realmente existente», en la forma en que se presentó en la Unión Soviética), ha ido hoy
aproximándose indisolublemente, en España y en Europa, a determinados partidos políticos (los
partidos socialdemócratas) que, tras su gestión en el gobierno (que introdujo a España en la OTAN
y en la Europa del «Estado del bienestar» y de la «calidad de vida») no tendrían por qué tomarse
como la izquierda por antonomasia.
El racionalismo, así entendido, es una característica que puede ser asignada a las sociedades
humanas desde los primeros días de su diferenciación respecto de las sociedades precursoras (sin
duda con fronteras muy borrosas). Es cierto que el «racionalismo» al que nos referimos (un
racionalismo que tiene lugar no sólo en el campo técnico, sino en el moral y el político) sólo podría
desarrollarse y abrirse camino en el seno de las «nebulosas mitológicas» que intervienen, también
desde el principio, en la construcción de la realidad.
La «universalidad del logos» no se reduce, por tanto, a la uniformidad «cartesiana» del «logos
geométrico», ni menos aún a la universalidad del «logos lingüístico» (del dia-logo). Desde una
perspectiva materialista, es preciso contar desde el principio con la pluralidad de las categorías
racionales y con su inconmensurabilidad (y, en particular, con la pluralidad misma y la
inconmensurabilidad de los «propios lenguajes» en cuyo marco puede establecerse un diálogo). La
racionalidad lógica es, desde una perspectiva materialista, una racionalidad dialéctica.
Y desde este punto de vista la virtualidad universalista (o social) de la racionalidad habrá que
entenderla ante todo como una capacidad de incorporación de los nuevos individuos y grupos (los
individuos de otras culturas, o los individuos de las nuevas generaciones que van llegando dentro
de una misma cultura) a los círculos de racionalidad que hayan podido ya consolidarse, tanto en el
terreno tecnológico como en el social. Por este motivo, los límites de este racionalismo universal no
pueden darse como definidos a priori, circunscribiéndolos, por ejemplo, al territorio del homo
sapiens; ni puede descartarse tampoco a priori que el proceso de propagación de esta racionalidad
universal puede desbordar las fronteras biológicas del homo sapiens para comenzar a extenderse
en el futuro por el terreno de sus «hermanos simios», con todas las consecuencias políticas que ello
implicaría.
Una bifurcación que puede también formularse por medio de la distinción entre las categorías lógico
materiales de participación distributiva y de la igualdad de participación atributiva. No es lo mismo
la igualdad de los individuos derivada de su condición de hombres (a los que, a su vez, se les atribuye
la iniciativa del contrato social o del plebiscito cotidiano) y la igualdad de los individuos derivaba de
su condición de ciudadanos, igualdad que presupone ya dada la ciudad, es decir, el Estado, y por
tanto, la multiplicidad de otras ciudades o Estados (así como la presencia de los conflictos entre
Estados, como canal principal a través del cual los propios conflictos de clase, dados dentro de cada
Estado, se manifiestan).
Si faltase alguno de los componentes (racionalidad, universalidad) del polígono de fuerzas cuya
resultante venimos considerando como la característica de la función izquierda, la función misma
se desvanecería. Un partido, grupo o individuo que enarbola la bandera de la racionalidad, pero la
reduce a propiedad de una elite, de una raza o de una cultura, no podría ser considerado de
izquierdas. Un partido, grupo o individuo que enarbola la bandera de la universalidad o del
socialismo, pero como efecto de una inspiración divina (como es el caso de algunas repúblicas
islámicas de nuestros días), tampoco puede considerarse de izquierdas, según la definición de la
característica de la «función izquierda» propuesta.
Para cobrar o «recuperar» su significado político será preciso aplicar estas características a
determinados campos de variables de significado político, dotados de pertinentes parámetros. Sólo
entonces los valores de la función podrán alcanzar un significado político estricto, los conceptos
contenidos en esa característica abstracta. La característica algebraica de la función de las cónicas
carece por sí misma de significado geométrico; ella es un simple polinomio abstracto (respecto de
las curvas geométricas de referencia) y su significado geométrico sólo podrá comenzar a
manifestarse cuando, aplicando la característica a los puntos dibujados en un plano coordenado,
una vez determinados los parámetros pertinentes, comiencen a aparecer gráficamente las figuras-
valores de la función (las parábolas, las elipses o las hipérbolas)
9. Lo que no podemos esperar de la simple consideración de las variables podemos, sin embargo,
esperarlo de la consideración de los parámetros, en la medida en que éstos no sean enteramente
externos a la característica de la función que estamos utilizando. Y la razón es que, en una cierta
medida, puede decirse que los componentes de la característica de la función han debido «pasar»,
en muchos casos, por los mismos parámetros de la función (o por una cierta familia de parámetros)
para perfilarse como tales. El racionalismo universalista, con sentido político, en efecto sólo a través
de la constitución de la Nación política habría podido madurar, tanto o más como él habría
necesitado pasar a través del «Derecho de gentes», de la «Geometría analítica» o de la «Mecánica
racional».
En la medida en que los parámetros puedan ofrecerse como «derivados» de algún modo unos de
otros, entonces el «concepto funcional paramétrico» de izquierda se aproximará a un concepto
plotiniano; un concepto capaz de ponernos delante de unos valores que no estarán ya enteramente
desvinculados, por modo distributivo entre sí, sino determinados, según un orden, unos a otros.
10. El término «Nación» no es unívoco sino multívoco; pero esta multivocidad de acepciones no es
caótica, meramente aleatoria o equívoca. Existen conexiones internas entre las múltiples
acepciones del término «Nación», que permiten interpretar este término como un análogo, ante
todo, de proporción simple. Más aún, estas conexiones internas entre las diversas acepciones del
término «Nación» son, en gran medida (por no decir: en toda medida), conexiones genéticas, de
derivación (por inflexiones, ampliaciones, cambios de parámetro, &c.) de unas acepciones dadas a
partir de otras previas, que, sin embargo, pueden subsistir (al igual que ocurre en la evolución o
derivación de unas especies biológicas a partir de otras). En este sentido, y aun cuando demos por
supuesto que «evolución» en sentido estricto, ha de entenderse como «evolución orgánica», sin
embargo, en un sentido lato, «evolución» puede entenderse también analógicamente como
transformación de unas morfologías en otras y, en nuestro caso, como transformación de unas
acepciones del término «Nación» en otras. Situados en esta perspectiva puede ser útil considerar a
las múltiples y variadas acepciones del término «Nación» como un orden de conceptos
concatenados, susceptibles de ser clasificados, en una suerte de taxonomía evolutiva, en géneros,
y estos, a su vez, en especies. (Por supuesto, no habrá que exigir que la evolución de los géneros o
de las especies dentro de un género, haya que entenderla linealmente; mucho más probable es una
evolución «ramificada».).
Simplificando al máximo, distinguiremos, dentro de este orden de acepciones del término «Nación»
tres géneros de acepciones que denominamos: I. Género de las acepciones «biológicas» del término
«Nación». II. Género de las acepciones étnicas (en el sentido más amplio del término «etnia», en el
que subrayamos los contenidos sociales, culturales e históricos, sobre los estrictamente raciales).
III. Género de las acepciones políticas (tomando como criterio de la política al Estado). Dentro de
estos Géneros, de su conjunto, podremos a su vez distinguir, con suficiente precisión, siete especies
(dos, dentro del primer Género; tres, dentro del segundo; y otras dos, dentro del tercer Género).
I. El primer género de acepciones del término «Nación» tiene que ver con la generación biológica,
con los nacimientos (nascor); nacimiento o «nación» que, obviamente habrá de ser conceptualizado
oblicuamente desde la morfología resultante de ese mismo nacimiento. Múltiples especies,
agrupables en subgéneros, podríamos distinguir. Por ejemplo, las especies del subgénero que
engloba la «nación» de los organismos individuales (la «nación» de una oveja) y las especies del
subgénero que englobe la «nación» de partes u órganos de esos individuos (la «nación» de sus
dientes, natio dentium).
II. El segundo género de acepciones del término «Nación», el que engloba a las acepciones étnicas,
puede considerarse como derivado del primero mediante la extensión (analógica) del concepto
biológico de nacimiento orgánico (individual) al campo «superorgánico» de las realidades sociales
constituidas por grupos de individuos; y no solamente esto, sino cuando nos refiramos a realidades
sociales de carácter antropológico, puesto que si nos refiriésemos solamente al nacimiento de un
rebaño de ovejas nos mantendríamos, sin perjuicio del sesgo analógico de la nueva acepción, en un
terreno más biológico que étnico-antropológico.
Según las relaciones que la plataforma «sociedad política» mantenga con la Nación étnica cabría
distinguir tres especies principales de Nación étnicas (con sus correspondientes variables), según
que la Nación mantenga con la plataforma relaciones «extra políticas» (al menos, por parte de uno
de los términos de la relación, del término «Nación») o bien mantenga relaciones «intra políticas»
o, por último, mantenga relaciones «inter-políticas» (lo que sólo podrá ocurrir si entra en juego no
una sola sociedad política, sino varias).
(1) La primera especie del género Nación étnica englobará a las acepciones más primitivas de este
género, a saber, aquellos casos en los cuales las naciones son vistas desde el Estado, como grupos
sociales (étnicos) que permanecen en los bordes de la sociedad política de referencia, sin integrarse
propiamente en ella, como partes formales suyas (aunque pueda suministrar efectivos, a título de
soldados o de esclavos). [18] En la obra de Arnobio (época de Diocleciano) Adversus nationes, el
término «Nación» podría interpretarse como una variedad de esta primera especie del género
Nación étnica (natio, se corresponde aquí a gens: San Jerónimo tradujo la obra de Arnobio con el
título Adversus gentes). Una variante muy significativa de esta Nación étnica se constituirá cuando
se amplíe la acepción oblicua originaria a su inflexión sustantiva o refleja, lo que tiene lugar sobre
todo, en un contexto geográfico (natio, genus, hominum qui non aliunde venerunt sed ibi<dem>
nati sunt).
(2) La segunda especie del género Nación étnica englobará acepciones posteriores de este género,
a saber, aquellos casos en los cuales las naciones, aun manteniéndose a una escala antropológica,
aparecen ya como partes integradas, o en proceso de integración, de una sociedad política, que
desempeña el papel de plataforma. «La nación de los godos», tal como aparece en San Isidoro,
designa una parte de la Monarquía, que aparece integrada en ella, incluso como parte dirigente,
pero junto con otras estirpes hispano-romanas o judías. «Varias naciones que vinieron a poblar
España» [cartagineses, romanos, &c.] es unos de los títulos de la obra de Luis Alonso Carvallo,
Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias (1695); antes aún, la expresión,
«nación asturiana», que se integra en el ejército del Alfonso VII, El emperador, en el Poema de
Almería; o las naciones de estudiantes o de mercaderes de París, Salamanca o Medina del Campo.
En todas las acepciones de esta segunda especie el término «Nación» no tiene aún un significado
político, sino étnico, sin perjuicio de que este significado esté actuando en el contexto de una
sociedad política.
(3) La tercera especie del género «Nación étnica» es la especie más moderna. Se le podría llamar
«Nación histórica». La constatamos ya a mediados del siglo XVI en España, y se mantiene viva
durante los siglos XVII y XVIII. Muchos historiadores la interpretan como un término político; sin
embargo, a nuestro juicio, no es un concepto político, si nos mantenemos en una perspectiva
formal, aunque pueda considerarse como un concepto materialmente político, en la medida en que
ahora «la Nación» no figura ya tanto como una parte integrada de la sociedad política sino como la
totalidad misma de contenido de esa sociedad política. Esto explicaría que tantos historiadores
afirmen que la Idea moderna de Nación política comience ya en el siglo XVI y en España. Sin
embargo, a nuestro entender, se trata de una confusión de conceptos que pertenecen a géneros
distintos; una confusión del mismo calibre que la que tendría lugar en Zoología si viésemos a un
escualo, a un ictiosaurio (a su esqueleto), y a un delfín –dada la convergencia adaptativa de sus
morfologías–, como si fuesen organismos del mismo género, cuando en realidad pertenecen no ya
a géneros distintos, sino a clases distintas (peces elasmobranquios, reptiles, o mamíferos).
Pero las naciones de esta tercera especie del género nación étnica, las «Naciones históricas»,
aunque puedan superponerse en extensión a la que es propia de determinadas Ideas políticas, no
constituyen aún un concepto político. Siguen siendo un concepto étnico, solo que referido a una
sociedad que aparece circunscrita en el marco de una sociedad política (de un Reino, por ejemplo)
pero sin por ello referirse a su formalidad legal, sino precisamente a lo que se mantiene con
abstracción de esa formalidad. Por eso el término Nación» en su acepción de «Nación histórica»,
podría aproximarse a lo que en nuestros días pretende significarse con la expresión «sociedad civil»,
en cuanto contradistinta de la «sociedad política», en cuyo ámbito aquella se desenvuelve. La
Nación histórica va asociada, por tanto, en general, a la «Patria», como lugar en el cual la Nación
vive: se trata por tanto, de una acepción «geográfica» de Nación. A ella se refieren, sin duda, las
palabras de Ricote a Sancho Panza: «doquiera que estamos, lloramos por España; que en fin,
nacimos en ella y es nuestra patria natural.» Esta es la acepción de Nación que actúa también en la
obra de Adam Smith, Riqueza de las Naciones (Wealth of Nations, 1776), cuando todavía el sintagma
«economía política» tiene mucho de oximoron. Y la Nación histórica no es un concepto político
porque ni siquiera sustituye al concepto de «pueblo» (por ejemplo, en los debates escolásticos del
siglo XVI en torno al origen del poder político).
La Nación histórica, la Nación española, por ejemplo, durante el siglo XVI, XVII y parte del XVIII, no
es sin embargo, formalmente, un concepto político; a lo sumo, para las teorías escolásticas, será la
materia de una sociedad política, cuya forma se identifica con la Autoridad (con el poder, con la
soberanía). Pero esta forma queda de lado del Rey y no del lado de la nación, y ni siquiera del lado
del pueblo. Incluso en las doctrinas más avanzadas (Mariana, Suárez) según las cuales «el poder
viene de Dios pero a través del pueblo», no se quiere significar que la soberanía residiese en el
pueblo, sino más bien que éste habría sido el instrumento de Dios para designar a los reyes que,
una vez ungidos, serán los titulares de la soberanía, a la manera como el Papa, aún siendo elegido
por el Espíritu Santo, no directamente, sino a través del Cónclave, asume su condición de vicario de
Cristo en nombre propio y no por delegación del Cónclave o del Concilio.
(III) El tercer género de acepciones del término Nación, las acepciones de la Nación política, en
sentido estricto, comprende a aquellos usos del término en los cuales este asume unas
características del término formalmente políticas. La Nación política procede, sin duda, por
evolución de las acepciones anteriores; pero, en este caso, por una evolución que comporta una
ruptura violenta, precisamente la ruptura con el Antiguo Régimen (dentro del cual se desenvolvía el
concepto de Nación histórica), una ruptura que conocemos como la Gran Revolución. Esta ruptura
implica concretamente la eliminación de las dos instituciones más características del Antiguo
Régimen, las instituciones que [19] expresaban la «distancia genérica» del significado de la
soberanía que es propia de este régimen y del nuevo, el Trono y el Altar. Pues es preciso tener en
cuenta que la Nación política brota precisamente a partir de la mutilación de estas dos instituciones
constitutivas del Antiguo Régimen (mutilación que tuvo lugar además físicamente por medio de la
guillotina). La Nación política es, según esto, originariamente, un concepto republicano y laico, lo
que no significa que ulteriormente estas características no evolucionen a su vez de modo
«regresivo», pero dentro ya del nuevo régimen, tomando la forma de Monarquías constitucionales
(«el Rey reina pero no gobierna») o de Naciones confesionalmente definidas.
En cualquier caso añadiremos que las dos especies principales del nuevo género de «Nación
política» son las que denominamos «naciones canónicas» (que son las originarias dentro del nuevo
género) y las «naciones fraccionarias» (que se forman o pretender formarse a partir de la secesión,
escisión o putrefacción de la nación canónica madre). En ningún caso la nación política puede
considerarse como una mera superestructura burguesa, como un contenido ideológico o un mito
destinado a sustituir a las superestructuras o mitos de la soberanía divina de la monarquía propia
del Antiguo Régimen. El principio de la soberanía de la Nación, tal es nuestra tesis, no es un simple
mito alternativo al principio de la «soberanía del Rey». Implica la posibilidad de realización de planes
y programas políticos totalmente nuevos (sin precedentes en las democracias del esclavismo
antiguo o en las repúblicas aristocráticas de la época moderna); planes y programas que rebasan
«el corto plazo» y requieren un plazo medio o largo para llevarse a efecto: educación universal,
pleno empleo, redistribución de renta, sanidad y obras públicas, es decir, la busca de la «felicidad»,
o, como se dice hoy del «bienestar de los pueblos», del «Estado de bienestar»
11. La Nación política –tal es nuestra tesis– en cuanto plataforma de la Real Politik, en un momento
histórico determinado, debe ser ensayada como el primer parámetro de la idea funcional de
izquierda, según la característica mediante la cual la hemos definido. Al tomar como parámetro de
la función izquierda a la Nación política nos encontramos con la primera inflexión de esta Idea, es
decir, con la primera «generación» de valores de la izquierda que podrían considerarse como
constitutivos de la primera acepción de la Idea de «izquierda» (como su «primer analogado», si
utilizamos la terminología escolástica); justamente la Idea de una «izquierda política» (en tanto no
se confunde enteramente con la «izquierda social», que aparecerá en las sucesivas generaciones de
valores de la función). Pero la «izquierda política», la «izquierda nacional republicana» no es
únicamente el primer valor de la función izquierda; es un valor que, aun siendo el primero,
mantendrá su prestigio en las épocas sucesivas en las cuales las nuevas generaciones de valores de
la izquierda parezcan haber desbordado y anegado el valor originario.
La Nación política, en efecto (cuando entendemos esta Idea –que lejos de poder ser reducida a una
modulación más de la Nación étnica, representa en cierto modo la liquidación de este concepto–,
como resultante de un complejo proceso dialéctico semejante al que hemos analizado en el capítulo
IV de España frente a Europa) es una «creación» del siglo XVIII. No es una creación ex nihilo, sino un
proceso que ha tenido lugar en el seno del Antiguo Régimen, y en particular, de las sociedades
políticas o Estados constituidos como reinos o como grandes Imperios universales (generadores o
depredadores) que «acompañados» por las pequeñas repúblicas aristocráticas u otras sociedades
políticas análogas se distribuían en el «hemisferio occidental»: el Imperio español, el Imperio
portugués, el Imperio inglés, el «incipiente» Imperio francés, el Sacro Imperio romano-germánico,
el Imperio ruso. Estos imperios, sobre todo a raíz de la circunvalación de la Tierra, que llevaron a
cabo los imperios hispánicos, establecieron las primeras redes de una universalidad efectiva (no
meramente intencional), la primera «globalización» de la Humanidad (que incluía a los Imperios
orientales y a las sociedades preestatales africanas, &c.), una globalización a partir de la cual podrá
comenzarse a hablar de «Humanidad» o de «Género humano», no en un sentido meramente
taxonómico, sino en el sentido de la totalidad atributiva, en la cual las partes comienzan a
interrelacionarse a través del comercio, la evangelización, el saqueo, la explotación o de una
esclavización mucho más dura de la que pudo haber tenido lugar en el mundo antiguo.
La Nación política no es, según esto, una entidad social o étnica que, una vez «madurada» (en su
riqueza, en su cultura, &c.) requiere «darse a sí misma» la forma del Estado. La Nación política,
suponemos, no es algo así como el guión de un Estado, anterior por tanto a él, puesto que sale de
un Estado preexistente, del Estado del Antiguo Régimen como una «refundición» anamórfica de sus
partes integrantes, según los imperativos de la máxima razón práctica a la sazón alcanzable. Todos
aquellos individuos, grupos, etnias, &c., que forman parte de la Nación se definirán como iguales,
en cuanto son partes de ella, «ciudadanos» (no sólo «hombres»). No hace falta que hayan pactado
previamente. El contrato social de Locke o de Rousseau no es más que un fantástico anacronismo,
porque no son los individuos humanos, los hombres, los que configuran a la Nación sino que es la
Nación política la que conforma a los hombres como ciudadanos.
La Nación política es una república de ciudadanos y en ella reside la soberanía y, por tanto, la
autonomía política genuina, que ya no recibe órdenes ni instrucciones de ninguna instancia
sobrenatural sino que se autogobierna según las leyes soberanas de su propia razón. Esta es la idea
que se hizo presente a través de representaciones o fiestas similares a las que la Convención montó
el día 8 de junio de 1794, cuando Robespierre, oficiando como Presidente de la Convención, dio
cumplimiento al programa anunciado del 7 de mayo, aprobado por decreto de la Asamblea
Revolucionaria: «El pueblo francés reconoce la existencia del Ser Supremo [no de sus revelaciones
positivas] y de la inmortalidad del alma [lo que constituía una limitación de individualismo epicúreo,
del ideal de felicidad individual de los girondinos]»; las fiestas nacionales (decía el Decreto) se
instituyen «para recordar al hombre el pensamiento de la divinidad y de la dignidad de su ser». [20]
La razón, por principio, se supone que ha de ser participada por todos los individuos humanos
maduros capaces de llegar a ser ciudadanos, sin quedarse en su mera condición de hombres. No
llegan a la condición de ciudadanos los individuos humanos disminuidos, los que no hayan alcanzado
la mayoría de edad, los niños, ante todo, y los que se les asimilan: los analfabetos, los indigentes e
incluso las mujeres. Pero se trata de una situación transitoria. La Nación procurará que los
ciudadanos en cuanto tales (no ya en cuanto hombres, aquellos que contemplaba la «Primera
declaración europea de los derechos del Hombre», propuesta por Lafayette) sean letrados (puedan
hablar y escribir, pero no en general, sino en francés), tengan empleo y renta y, por tanto, puedan
romper las barreras impuestas por la república censitaria, alcanzando la igualdad política por encima
de su condición de plebeyos o de aristócratas, de francos o de galos, de ricos o de pobres, de
católicos o de protestantes.
Por eso, la nación política es ella misma republicana, por estructura (por esencia) y es laica (respecto
de cualquier religión positiva): excluye el Trono y el Altar, es decir, representa la subversión total
del Antiguo Régimen. Según esto, la nación política, como primer parámetro de la función
«izquierda», nos permite determinar el valor (o los valores) de «primera generación» de esta
función izquierda (valores que no se perderán sino que seguirán «funcionando» en los siglos
sucesivos). La izquierda política, en su misma inflexión originaria, se constituye, por tanto, a la escala
de nación política, y simultáneamente al proceso en que se constituyó esta nación política.
Correspondientemente, la Idea de derecha política se determinará, en principio (en sus valores de
primera generación), frente a la izquierda, como el mismo proyecto de conservación o de
restauración del absolutismo, del Antiguo Régimen. Esto no quiere decir que la «defensa del
republicanismo» implique la izquierda (aunque la defensa de la izquierda implique el
republicanismo); la república de patricios de Venecia no podría llamarse de izquierda y el propio
«republicanismo» de Philip Pettit es más una tentativa «tercera vía» (entre la vía liberal y la vía
comunitaria o, si se prefiere, entre la I y la II Internacional) que es incluso compatible con el Trono.
12. Ahora bien: la Nación política o, si se prefiere, el Estado nacional, es una categoría tan «racional»,
redonda y cerrada, en el terreno político, como abstracta en el terreno real y social (y sin que este
carácter abstracto que le atribuimos pueda justificar su consideración como superestructura desde
el momento en que es por su abstracción precisamente por lo que se erige en plataforma de una
acción política real y duradera). La «realidad abstracta» de la Nación política no se reduce a la
«realidad de un proyecto»; implica un cuerpo político «realmente existente», con un volumen
demográfico y territorial determinado, un desarrollo social y cultural preciso. Todas esas
condiciones son las que permiten, justamente, la «puesta en marcha» del nuevo proyecto
revolucionario.
Pero hablar del carácter abstracto de cada Nación política es tanto como decir que la Nación política
es abstracta respecto de su entorno, y es abstracta respecto de su dintorno.
a) Porque la Nación política no es una realidad sustantiva, autárquica, aislable; de hecho aparece
rodeada de las potencias imperialistas que constituían el entramado del Antiguo Régimen. Pero el
racionalismo que lleva a la Idea de Nación política, incluye el proyecto universal de su propagación
a la escala de su propia estructura de Nación y se presenta como un modelo reproducible en el seno
de los Estados Imperio del Antiguo Régimen. Sólo de ese modo la Nación política podría subsistir en
un contexto constituido como «Sociedad de Naciones políticas».
b) Una Nación política, precisamente por carecer de autarquía económica, necesita del mercado
exterior con las demás Naciones o con las colonias. Las leyes de este mercado, en tanto desbordan
las fronteras nacionales, demostrarán la artificiosidad de las propias naciones políticas y, en
particular, el carácter contradictorio de esa nueva disciplina que tomó el nombre de «Economía
política» (denominada otras veces, como para evitar el escándalo de los aristotélicos, «Economía
nacional, social o civil»).
La Nación política es abstracta en relación con su dintorno, porque los hombres, individuos o grupos
que la constituyen sólo resultan ser iguales (teóricamente) en cuanto ciudadanos pero siguen siendo
muy diferentes en cuanto al trabajo, la riqueza, la propiedad privada, &c. Esto lo vieron claramente
ya hombres como Marat, o como Babeuf, precursores de un comunismo que era, sin duda, de cuño
inequívocamente utópico.
La abstracción inherente a la nueva Idea de la Nación política es la que hará imposible que ella, sin
perjuicio del núcleo de racionalidad contenido en su proyecto político, pueda mantenerse y subsistir
realmente en su mismo aislamiento. Necesita, por de pronto, y de modo perentorio, liquidar los
imperios que la envuelven de modo amenazador. Pero no para aniquilarlos cuanto para
transformarlos en otras naciones homólogas, a fin de constituir más tarde esa «sociedad de
Naciones» que cada nación requiere. Un requerimiento que conducirá inexcusablemente a la
guerra, como resultado no sólo de la reacción de las potencias que envolvían a la nación republicana,
sino también como resultado de la propia acción que la república nacional tenía que ejercer sobre
las sociedades políticas que la rodeaban. El jacobino Bonaparte, que se había incorporado muy joven
aún a la Revolución, en la época de Robespierre, asumirá el destino que a la Nación política le
corresponde en orden a su reproducción en una Sociedad de Naciones. Una sociedad a la cual
Napoleón intentará dar la forma, en primera instancia, de una Europa organizada en función de la
hegemonía de Francia. Obedeciendo a su destino, Napoleón liquida el Sacro Imperio, y desmembra
el Imperio español, pero es detenido por la resistencia del Imperio inglés y del Imperio ruso. [21]
Ahora bien, paradójicamente, el imperialismo napoleónico habría que verlo como el despliegue
mismo exigido por la «izquierda nacional revolucionaria»; una izquierda que habría de considerarse
representada por Napoleón, en tanto pretendía universalizar el nacionalismo político considerado
como el último resultado de la racionalidad política frente al Antiguo Régimen.
13. La izquierda política originaria, la izquierda revolucionaria de 1789, es decir, el valor originario
(de primera generación) de la función izquierda, al multiplicarse en otras «izquierdas nacionales»
dará lugar a una dialéctica característica en virtud de la cual los valores originarios de la izquierda
habrán de enfrentarse entre sí, dando lugar, por tanto, a unos valores de izquierda «de segunda
generación», que no son otra cosa sino los mismos valores de la primera generación pero
determinados con parámetros idiográficos. La época napoleónica ha puesto en marcha la
constitución de nuevas Naciones políticas en Europa y en América (las repúblicas americanas). Una
vez más, la «lucha de clases», sin dejar de ser un «motor profundo» de la dinámica histórica, sólo
encuentra su posibilidad de acción efectiva canalizada a través de los Estados nacionales (en tanto
también estos envuelven una «apropiación» por parte de cada Estado territorial de los medios de
producción a los que pueden aspirar también los demás Estados). Una segunda generación de
«valores de la izquierda» se habrá constituido, de este modo, en esta época.
La consecuencia más importante es que en este proceso la misma dialéctica de los valores de la
izquierda, dados dentro del parámetro nomotético de «Nación política», que definía a la izquierda
originariamente, los diversificará mediante los parámetros idiográficos, tales como España,
Alemania, Italia (naciones canónicas) o las repúblicas americanas. De este modo la «izquierda
nacional» comenzará a estar representada por los patriotas de cada Nación que luchan contra el
imperialismo napoleónico; lo que implica, paradójicamente, que los patriotas de la izquierda
española (los liberales o constitucionalistas), deban unirse con los patriotas «de derecha», que
buscaban restaurar el absolutismo. Pero también los «afrancesados» españoles, representarán a la
izquierda de primera generación (a la Revolución francesa) sin perjuicio de su enfrentamiento con
los «patriotas españoles».
Sólo para quienes piensan a la izquierda como un concepto unívoco y armónico resultará un absurdo
reconocer que los valores de la izquierda, incluso los valores de una misma generación, se enfrentan
entre sí. Sin embargo, es en el proceso de enfrentamiento entre los valores de la izquierda de
segunda generación, en el que los diferentes Estados habrán de orientarse a liquidar, no ya
solamente al Antiguo Régimen, en primer lugar, sino inmediatamente a los Imperios nuevo
coloniales que se habrán ido formando («el Imperialismo, última fase del capitalismo»), cuando el
Estado-Nación comenzará a manifestar su condición abstracta. Y es así como la «izquierda», en
virtud de la lógica interna de su racionalismo universal, se verá obligada a regresar más atrás de la
forma misma del Estado y a tomar la forma del anarquismo, como la tomó ya explícitamente en la I
Internacional.
Ahora bien es esta «nueva izquierda social», anarquista e internacional, la que dará lugar a una
«tercera generación» de valores de la función izquierda, valores que se superpondrán o se
enfrentarán a los valores de las izquierdas nacionales republicanas, tanto o más como éstas se
oponían al Antiguo Régimen. La izquierda nacional liberal o burguesa, es decir, los valores de la
segunda generación de la izquierda, comenzarán a ser considerados como valores de la derecha
(respecto de los valores de la «verdadera izquierda», los valores de la tercera generación). La
izquierda, una vez desvelados estos valores que consideramos de tercera generación, se definirá,
por tanto, por su proyecto libertario, que busca la universalización de la razón política, no tanto en
la multiplicación de los Estados nacionales, cuanto en la investigación de los modos de llegar a la
extinción de los mismos Estados. Será esta una izquierda que, por definición, se niega a asentar su
acción en una plataforma política positiva; dicho de otro modo, se niega a reconocer cualquier tipo
de parámetro positivo, y se verá obligada, en cambio, a tomar parámetros imaginarios («el Género
humano», «la Humanidad»). Propiamente se trata de una izquierda negativa, que se manifestará en
muy diferentes modulaciones de valores. Acaso la modulación más moderada sea la que parte de
un Estado definido para buscar su extinción, no ya globalmente, sino mediante su fragmentación o
su «emulsión», de suerte que el Estado del que se partió pueda ser reducido a sus supuestas partes
elementales, a las cuales se atribuirá la capacidad de autodeterminación; otra cosa será delimitar
cuál pueda ser la escala de estas partes elementales –las comunas, los cantones, las comarcas, &c.–
. A partir de estas hipotéticas partes elementales, esta «izquierda sin parámetros» buscará
reconstruir racionalmente el Género humano mediante el esquema teórico de la federación. El
federalismo (que en [22] España fue expuesto por Pi y Margall) fingiendo que las unidades políticas
históricamente dadas serían ellas mismas el resultado de un proceso de federación, llegará a creer
que los límites del proyecto de la izquierda se encontrarían en una Confederación universal de los
pueblos: algunas corrientes del krausismo marcharán muy cerca de este proyecto (la «Europa de los
pueblos»).
14. Las dificultades suscitadas por los valores de izquierda de tercera generación, que son los valores
de una izquierda sin parámetros, determinarán, teniendo en cuenta que el racionalismo universal
del anarquismo o del federalismo tenía mucho de política-ficción (que derivaba necesariamente
hacia la acción individual, o al terrorismo), la ruptura de la I Internacional.
Y de esta ruptura resultará una cuarta generación de valores de la izquierda, a partir de los cuales,
la II Internacional recuperará de algún modo el proyecto originario del Estado nacional, pero
tratando de reconstruirlo mediante una política racional de izquierda, que se aparte del Estado
burgués, y que se aproxime al modelo de un Estado socialista, socialdemócrata.
15. La Primera Guerra Mundial, resultado de la dialéctica entre los Estados nacionales y la busca de
su equilibrio con los Imperios supervivientes, pareció demostrar que la unidad existente entre los
trabajadores de todo el mundo, pertenecientes a los diferentes Estados nacionales, era más bien
una unidad de naturaleza isológica que una unidad sinalógica. O, dicho de otro modo, que los
obreros franceses estaban de hecho más vinculados a sus patronos, a través de Francia, que a sus
hermanos de clase, los obreros alemanes. La I Guerra mundial daría lugar, por tanto, al
alumbramiento de una nueva generación de valores de izquierda, los valores de «quinta
generación», a saber, aquellos valores que cristalizaron en la III Internacional, y que se asentaron,
como en su plataforma de acción inmediata, en la «Patria del socialismo», en la Unión Soviética,
desde la cual, los valores de la cuarta generación se consideraron como mero marxismo revisionista
(Bernstein o el «renegado Kautsky»).
17. Ahora bien: tras la constitución de los Estados fascistas los nuevos valores de la izquierda
tendrán que redefinirse como izquierda posicional (ante el fascismo); una izquierda que, unas veces,
volverá a la plataforma de los Estados nacionales de la socialdemocracia, orientados a la
consecución del Estado de bienestar, y otras veces al fortalecimiento de los valores de quinta
generación. Pero el principal acontecimiento, consecuencia de la II Guerra mundial y comparable al
que había tenido lugar al final de la primera (en la que se constituyeron los valores que llamamos
de quinta generación), será la aparición de unos valores de izquierda de «sexta generación» que
asociaremos a los valores de la izquierda maoísta.
18. En la posguerra de casi cincuenta años, la política de bloques, la Guerra fría, los conflictos entre
los valores de las diferentes generaciones de la izquierda, darán como resultado esa situación de
turbulencia tal en la que muchos creen ver el principio de una disolución de la izquierda, y no tanto
por el agotamiento de sus raíces, cuanto por la superfloración de sus troncos. En cualquier caso, se
resisten a reconocer que la dialéctica de los valores de la izquierda, al menos desde el punto de vista
funcional, no se reduce a su oposición a los valores de la derecha, sino a la confrontación, muchas
veces a muerte, entre sus diferentes tipos o generaciones de valores.
19. Con la caída del muro de Berlín las izquierdas perderán las referencias de los valores de la quinta
generación. Perdida la plataforma soviética (la plataforma china queda muy lejos, de momento, de
Occidente) los valores de la izquierda quedarán «flotando» en las aguas de las diferentes corrientes
generacionales. El anarquismo, en su forma federalista o ecologista, por un lado; el nacionalismo
socialdemócrata, en convergencia con los partidos cristiano-demócratas, tenderá a reconstruir los
Imperios continentales (napoleónicos, nazis o soviéticos) en la forma de confederaciones de
Naciones (por ejemplo la Unión Europea) en las cuales las diferentes posiciones de la derecha
tradicional y de la izquierda se diluyen, sobre todo por la orientación de la izquierda hacia valores
que tienen más que ver con la ética de los Derechos Humanos (con la autodeterminación de los
pueblos, con la defensa de los emigrantes, &c.) que con criterios realmente políticos.
La influencia de los valores de izquierda de cuarta y quinta generación se mantendrá tras la «caída
del Muro» en la forma de tendencia a orientar la política económica y social sin olvidar «el punto de
vista de clase». Los partidos de izquierda se orientarán, desde luego, en el sentido de la distribución
más justa posible de la renta, en beneficio de las clases más desfavorecidas, generalmente
identificadas con los trabajadores asalariados y sindicados en las grandes centrales sindicales –no
ya con los «trabajadores de todas clases», incluyendo a los trabajadores intelectuales (ingenieros,
arquitectos), a los trabajadores autónomos, incluso a los trabajadores-gerentes, y excluyendo a los
desempleados. Pero esta orientación de principio de la izquierda se mantiene más bien en el terreno
de la ideología general que inspira los programas, que en el terreno de los proyectos prácticos de la
política efectiva. Y ello es debido a que no es fácil [23] definir proyectos concretos hacederos que
puedan considerarse deducidos de ciertos «principios generales de la izquierda», es decir, que
puedan ser calificados como proyectos de izquierda. En efecto, como quiera que los «principios de
la izquierda» fundados en el punto de vista de clase (de la clase internacional de los trabajadores)
han de ser compuestos con los principios propios del Estado democrático de derecho definido en el
contexto de la sociedad de mercado (un Estado en el que no sólo son ciudadanos los trabajadores
manuales, ni siquiera los trabajadores de todas las clases, sino también los empresarios, los
rentistas, los jubilados y los desempleados), cualquier «proyecto de izquierda», considerado en
abstracto puede resultar ser, aplicado en concreto, opuesto a la Constitución y, en consecuencia,
más próximo a otros valores de la derecha que a los valores de la izquierda de tercera, cuarta o
quinta generación. Por ejemplo, la política de «nacionalizaciones» (transportes públicos, alta
tensión, sanidad...) podría considerarse en abstracto, como derivada de los principios de la
izquierda, cuando se toman como criterio de esta izquierda los valores de la cuarta y sobre todo de
la quinta o la sexta generación, pues se supone que esta política trata de reducir el poder de gestión
de las clases burguesas y aun las propiedades a su cargo, poniendo todo al servicio de las «clases
populares»; desde el punto de vista de estos criterios, se considerará como propia de la derecha
cualquier política orientada a la «privatización». Sin embargo, en el momento en el cual, la izquierda
antitotalitaria (antiestalinista, pero también antifascista) acepte el concepto del Estado democrático
de derecho y el principio de la economía libre de mercado (compartido con la llamada «derecha
civilizada»), la política de nacionalizaciones podrá comenzar a ser considerada como un signo
característico, no ya de la izquierda en general, sino de la izquierda de quinta o sexta generación (de
izquierda comunista) que se considerará colindante con los totalitarismos fascistas y, en particular,
con las nacionalizaciones impulsadas por el franquismo. De este modo veremos como los partidos
de izquierda fueron los primeros que propugnaron, después de la II Guerra mundial, las políticas de
privatización en nombre de la libertad de empresa y de mercado (y en la práctica para conseguir
eventualmente una gestión más eficaz y barata, menos burocrática); lo que les conducirá a alinearse
de hecho con los valores de la izquierda de la tercera generación, es decir, con los valores que tienen
que ver con el «menos Estado»; y, sin llegar al anarquismo, pero confluyendo con el liberalismo de
los derechos democráticos, proclamarán como objetivo propio de la izquierda el fortalecimiento de
la «sociedad civil» (un concepto comodín, interpretado ad hoc en cada caso) y la defensa de los
Derechos humanos (defensa que tiene más bien alcance ético que político).
20. En cualquier caso, parece que la izquierda en este milenio ya no tiene posibilidad de reivindicar
la validez de los valores originarios (de primera generación) propios de la izquierda política primitiva,
de la izquierda nacional. El incremento demográfico, el desarrollo de las nuevas tecnologías y
medios de transporte, la creación de un mercado internacional y de una producción y distribución
disociadas, en gran medida, de los Estados nacionales –es decir, todos los procesos que cubrimos
hoy con el término «globalización»– desbordan ampliamente el marco de la Nación canónica, como
plataforma de una acción política racional, tanto si es de derechas, como si es, sobre todo, de
izquierdas. Mucho más quedarán desbordados los marcos de las Naciones fraccionarias
reivindicadas por algunos sectores de la izquierda (bajo el ideal de la autodeterminación, vinculada
a su vez a la «libertad») o de la derecha. El proceso de globalización implica, en efecto, un proceso
de confederación de naciones orientado a la construcción de unidades políticas de escala
continental, como puedan serlo los Estados Unidos, la Federación de Repúblicas rusas o la Unión
Europea. Estas nuevas plataformas continentales de la Nación política reproducen además, como
hemos dicho, la distribución política de la época del imperialismo: el Imperio inglés, el Imperio de
los Zares, o el Sacro Romano Imperio. El Imperio español, por cierto, no se encuentra aquí
representado. Sin duda le correspondería una confederación hispánica que tendría que
confrontarse con la Unión Europea.
Las nuevas plataformas continentales no sirven para definir la izquierda o la derecha, como opciones
de política positiva, porque tanto las izquierdas como las derechas han de trabajar ahora en las
nuevas plataformas continentales. La cuestión de las diferencias entre una política de izquierdas y
otra de derechas acaso no consiste tanto en quedar o salir fuera de esas plataformas continentales,
no se trata de elegir entre plataformas continentales o plataformas nacionales, sino más bien de
elegir entre diversas plataformas continentales, reales o posibles. Pongamos por caso para España:
la Unión Europea o la Comunidad Hispánica.
Pero esta supuesta izquierda eterna, unitaria e invariante, es una ficción, cuando se la considera en
el campo político (y no meramente en el campo ético o metafísico), o un simple producto del
subjetivismo de quienes identifican su concepto de izquierda con la izquierda (las izquierdas) en
general.
Dos son las conclusiones principales, de orden metodológico, que se deducen de los análisis
precedentes. La primera es una conclusión negativa: la invitación a rechazar de plano cualquier
investigación orientada a determinar cuál sea la «Idea que la izquierda tenga de España». La
segunda conclusión es positiva: que habrán de tener sentido, en principio, las investigaciones
orientadas a determinar cuáles hayan sido las Ideas de España de los diferentes valores o
generaciones de la izquierda (tal como se expresan en sus programas, escritos doctrinales, discursos
o incluso en sus acciones políticas, gestiones administrativas, &c.). Estas investigaciones tienen, sin
duda, una base empírica, pero sólo si se dispone de un esquema general capaz de ordenar e
introducir un cierto orden taxonómico en un material tan superabundante como caótico, estas
investigaciones podrán rebasar el nivel de la mera erudición. [24]
2. Por lo que respecta al campo de la investigación, sólo diremos que, si nos atenemos a las
coordenadas establecidas, habría que circunscribir aquel campo a los siglos XIX y XX. La razón es
obvia: antes del siglo XIX no puede hablarse en España, al menos desde un punto de vista emic, de
izquierdas o de derechas. Lo que no significa que carezca de interés la investigación de los
precedentes del siglo XVIII. No puede hablarse de izquierda y de derecha emic, ni se habló de hecho,
al menos en el Parlamento, hasta el último tercio del siglo XIX, en una sesión parlamentaria de 1871,
según hemos dicho; aun cuando el Manifiesto del Partido demócrata (con el título: «Programa de
gobierno de la extrema izquierda») se publicó ya en 1849.
Sin embargo, sería excesivamente restrictivo dejar fuera del campo de investigación a todo lo que
precede inmediatamente en la última mitad del siglo XVIII. Si mantenemos la conexión entre la
aparición de la Idea de izquierda, en sus valores de primera generación, y la constitución de la Idea
de Nación política, es cierto que tendremos que considerar como un anacronismo investigar la
supuesta Idea de España que pudo estar presente en las «izquierdas del reinado de Felipe V», o
incluso del reinado de Carlos III. Es bien sabido, sin embargo, que muchos ideólogos de la social-
democracia han buscado, durante los años 80 del siglo XX, entre los ilustrados del reinado de Carlos
III los precedentes de algunos de sus propios proyectos políticos reformistas, en gran medida, con
el objetivo implícito de «poner entre paréntesis» las conexiones históricas que los valores de
izquierda de la tercera generación pudieran tener con el marxismo; se trataba, de algún modo, de
sustituir en la cadena que une la «Ilustración» del final del siglo XVIII y la «Ilustración» de finales del
siglo XX, el eslabón «Hegel» por el eslabón «Krause». Pero nos parece un anacronismo considerar a
los hombres de la «Ilustración», al Conde de Aranda o a Floridablanca, como hombres de izquierda
precursores de la social-democracia.
Para que comience a tener algún sentido, no de todo punto anacrónico, hablar de izquierdas en
España (aun en la forma de una proto-izquierda) habrá que esperar, sin por ello ignorar los
precedentes (por ejemplo, la «Conjura del Cerrillo de San Blas», en 1796), a las Cortes de Cádiz, que
es en donde se definió por primera vez en el tablero político la Nación española. La Constitución de
1812 es el «punto oficial» de ruptura de España con el Antiguo Régimen y, por consiguiente, el
momento de referencia, según nuestras premisas, para poder hablar sin anacronismo (aunque sea
etic) de izquierdas o de derechas españolas.
3. La izquierda, según sus valores de primera generación, tendríamos que buscarla, como hemos
dicho, en el ámbito de la «izquierda napoleónica», en la España representada por los
«afrancesados»; la derecha estaba representada, en primer lugar, por los «patriotas» anti-
napoleónicos. Pero en la medida en la cual los constitucionalistas de Cádiz, aun enfrentados con los
afrancesados, subordinaron su enfrentamiento a ellos a la Constitución de una nueva Nación
soberana, oponiéndose a los absolutistas, incluso a los que combatían en las guerrillas, comenzaron
a encarnar también valores de la izquierda de primera generación. Otra cosa es que en la práctica
las posiciones de los no afrancesados (liberales, constitucionalistas, guerrilleros absolutistas)
estuviesen bien definidas, y que no sea fácil clasificar como izquierda o como derecha a figuras como
la de Jovellanos, a quien tanto socialdemócratas como populares o centristas –¿por qué no los
comunistas, al menos los utópicos («Todo será común...»)?– reivindican hoy como su precursor.
En cualquier caso, la obra de Jovellanos nos depara un excelente campo para el análisis de la
evolución de la Idea de Nación, y no tanto porque Jovellanos nos haya «representado» los
momentos del curso de esa evolución, cuanto porque ha ejercitado muy diversas acepciones que
pueden considerarse como dadas en ese curso, susceptibles de ser interpretadas desde nuestras
coordenadas taxonómicas. Es cierto que si no dispusiéramos de un sistema taxonómico preciso, las
probabilidades de interpretar una determinada utilización del término de acuerdo con la idea
preconcebida (e inadecuada, supondremos) que de él tengamos, son muy altas, porque el contexto
suele «resistir» la confusión. Otro tanto ocurre con un término muy vinculado al término «Nación»,
a saber, el término «cultura». Quien sobreentiende este término en un sentido antropológico
moderno –«cultura objetiva»– es fácil que no advierta que, en muchos textos, «cultura» está
significando «cultura subjetiva» (la cultura animi de Cicerón). «En ninguna parte se enseña ni se
aprende el español; pero en todas se pretende decidir sobre la cultura de los españoles», leemos
en el Teatro histórico-crítico de Antonio de Capmany, Madrid 1786. Algunos aducirán este texto
como prueba fehaciente de que el concepto moderno de «cultura objetiva» (que acaso han
aprendido en Spengler) está ya utilizado en la España del siglo XVIII. Sin embargo, si disponemos de
la distinción entre cultura objetiva y cultura subjetiva podemos advertir que Capmany está
utilizando la acepción subjetiva. Por cierto, en Jovellanos encontramos, sin embargo, alguna
acepción objetiva del término cultura, pero tal que no tiene que ver propiamente con el concepto
antropológico moderno, porque la cultura no está pensada como alguna entidad que «recae» sobre
el hombre, sino más bien sobre el «Mundo natural», siguiendo la etimología (agri-cultura, viti-
cultura): «A este sagrado interés [por la tierra] debe el hombre su conservación y el Mundo su
cultura» (Informe sobre la Ley Agraria, párrafo 20). En esta misma línea Jovellanos distinguirá
también las «grandes culturas» de los «pequeños cultivos»; pero el alcance de esta distinción no
rebasa el alcance de la distinción entre latifundios y minifundios.
Jovellanos utiliza el término Nación», ante todo, según acepciones claramente clasificables en el
segundo género (Nación étnica), según sus diversas especies. A veces, el término «Nación» es
utilizado por Jovellanos en el sentido de la nación geográfica, es decir, designando al pueblo que
vive circunscrito a un territorio más o menos definido y que curiosamente, por metonimia, es
designado también como «Nación» (a la manera como designamos al Templo, por metonimia como
«Iglesia», por la Iglesia de los fieles que en el Templo se reúnen). Así, en el mismo Informe sobre la
Ley Agraria, de 1785, leemos: «¿Qué nación hay en que no se vean muchos terrenos, o del todo
incultos, o muy imperfectamente cultivados?», párrafo 334 de la edición de Palma, 1814. Jovellanos
utiliza también una Idea de Nación que puede clasificarse dentro de la rúbrica «nación histórica».
Hablando del desarrollo de la agricultura en España dice Jovellanos que «hasta la paz de Augusto no
pudo gozar el cultivo en España ni estabilidad ni gran fomento», y añade: «es cierto que desde aquel
punto, la agricultura, protegida por las leyes y perfeccionada por el progreso de las luces que recibió
la nación con la lengua y costumbres romanas....» (Informe, párrafos 7 y 8). [25]
Pero sobre todo se diría que la Idea de Nación que utiliza Jovellanos de modo principal es la Idea de
Nación política, tomada precisamente en el momento de su metamorfosis a partir de la Nación
histórica. En este sentido cabría cifrar el interés de los textos de Jovellanos como un banco de
pruebas para estudiar la misma figura «auroral» de la Nación política en cuanto va desprendiéndose
(y además sin ruptura) de su crisálida, la Nación histórica. En los escritos de su última época leemos
frases de este tenor: «los que disfrutábamos el alto honor de estar al frente de la Nación más heroica
del mundo y aclamados en ella por padres de la patria ¿iríamos a postrarnos a los pies del soldan de
la Francia para que nos pusiese la vista de sus viles esclavos?» (Memoria firmada en Muros del Nalón
el 22 de julio de 1810). O bien, al comienzo de la Consulta de la convocación de las Cortes por
estamentos (Apéndice XII a la Memoria en defensa de la Junta Central) se dice: «Señor: entre los
grandes y continuos esfuerzos que ha hecho vuestra Majestad para procurar la seguridad, la
independencia y la felicidad de la Nación española....». ¿Acaso hay posibilidad de interpretar el
término Nación que aparece en este texto, en un sentido distinto del que corresponde al tercer
género de las acepciones de Nación, es decir, a la acepción de Nación política, según la especie
originaria, la que hemos denominado Nación canónica (encarnada por la Nación española)?
Estamos, sin duda, ante textos políticos de combate. ¿Cómo podría en ellos la «Nación» ser utilizada
fuera de su sentido político?
Y, sin embargo, también es posible interpretar la «nación» que aparece en este texto como un
término cuyo significado no fuera formalmente político, sino histórico, auque esté enmarcado en
una «armadura política», la constituida por aquellos que «tienen el alto honor de estar a su frente»;
pero la Nación es «heroica» al margen de ellos; o bien la armadura política en la que se apoyan los
grandes y continuos esfuerzos de su Majestad para procurar la felicidad de una Nación, que no está
definida propiamente en el terreno político, sino que está concebida como una realidad previa a ese
terreno. Y se refuerza nuestra sospecha cuando en el párrafo 5ª de la misma Consulta dice
Jovellanos: «Haciendo, pues, mi profesión de fe política diré que, según el Derecho público de
España, la plenitud de la soberanía reside en el Monarca, y que en ninguna parte ni porción de ella
existe ni puede existir en otra persona o cuerpo fuera de ella». Y añade: «Que, por consiguiente, es
una herejía política decir que una Nación cuya constitución es completamente monárquica es
soberana o atribuirle las funciones de la soberanía».
Estamos, según esto, ante una inequívoca concepción de la Nación previa y contraria a la concepción
de la Nación política; se trata del concepto de Nación al parecer, propio del Antiguo Régimen y, por
tanto, según estas coordenadas, ante un concepto de Nación del segundo género (Nación histórica)
y no del tercer género (Nación política). Por ello Jovellanos rechaza la forma democrática o
republicana de gobierno. Porque la idea de Nación política, por su oposición a la Monarquía (tanto
en su forma recta, como en su forma desviada de tiranía, en la terminología de Aristóteles)
implicaba, en efecto, en su versión originaria, la forma republicana ya fuera en su versión
aristocrática, ya fuera en su versión democrática. Suele sobreentenderse que Jovellanos se mueve
en estos escritos dentro de las coordenadas de Montesquieu (así Caso, en la Introducción a la
edición de la Memoria en defensa de la Junta Central, Junta del Principado, Oviedo 1992, tomo
primero, pág. XXX); pero no puede olvidarse que Montesquieu no hace en este punto otra cosa que
una «reclasificación» de la clasificación aristotélica, reagrupando en una rúbrica a las uniarquías de
Aristóteles (las Monarquías rectas y las Tiranías, que Montesquieu llama «despotismos», tomando
como criterio objetivo lo que hoy llamamos «leyes constitucionales escritas») y oponiéndolas a las
otras cuatro formas (las no uniárquicas) a las que denomina «republicanas» (tanto si son
aristocráticas como si son democráticas). Aristóteles había identificado (en el libro III, 7, 1279a de
su Politeia) a las «repúblicas desviadas» con las democracias (a las que en el libro VI, 1319b, llamará
«demagogias»); si bien en el libro V (1302a) utiliza el término «democracia» para designar a las
repúblicas «no desviadas». Por consiguiente puede decirse que cuando Jovellanos se opone a las
repúblicas (o a las democracias) está siguiendo las denominaciones, no tanto de Montesquieu,
cuanto de Aristóteles. Y, en función de estas denominaciones, Jovellanos está manifestando su
inclinación por la forma monárquica de gobierno, en el sentido aristotélico, es decir, como
monarquía opuesta a una tiranía; y esta era una fórmula propia del Antiguo Régimen, al menos en
la tradición escolástica española que subrayaba la oposición entre monarquía y la tiranía (llegando
incluso a justificar en algunos casos el tiranicidio).
Y con todo, si seguimos leyendo, advertimos como Jovellanos, a la vez que utiliza estas fórmulas del
Antiguo Régimen al mismo en que habla de la Nación Española, está aceptando los principios de una
constitución nacional en sentido político, aún cuando ponga estos principios en nuestra propia
historia (algunos consideran por ello a Jovellanos como un «precursor» de Savigny) cuando
establece que nuestros soberanos no son absolutos en el ejercicio del poder ejecutivo (porque la
Nación tienen derecho a representarse contra sus abusos) ni menos aún en el poder legislativo (pues
las Cortes proponen las leyes), ni en el ejercicio de la potestad judicial. Y todo esto «por el carácter
de la soberanía según la Antigua y venerable constitución de España». Se diría que Jovellanos está
de este modo rechazando los proyectos de una nueva constitución escrita, pero no tanto en el
nombre del absolutismo que la resiste, ni tampoco en nombre exclusivo de unas «leyes históricas
no escritas», sino en el nombre de la historia (de la Nación histórica) en la que ve a España como
poseedora ya de su propia constitución expresada a través de los textos de nuestra tradición, desde
el Fuero Juzgo y las Partidas, hasta el Ordenamiento de Alcalá. Porque, «¿qué otra cosa es una
constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan los derechos del soberano en los
súbditos y de los medios saludables de preservar unos y otros?»
En resolución: cabe decir que la Idea de Nación de Jovellanos tiene ya las alas del ave política
moderna pero conserva aún las escamas del reptil. La Idea de Nación de Jovellanos ocuparía así, en
la serie evolutiva de las Ideas de Nación (desde el género II de las Naciones históricas hasta el género
III de las Naciones políticas) el lugar que al Archeopteris lithographica le corresponde en la serie
evolutiva de los vertebrados.
4. Simplificando, nos arriesgaríamos a decir que la principal referencia histórica que la «izquierda»
puede fijar en el momento de establecer una Idea de España que pueda considerarse vinculada a la
Nación política es la Constitución de 1812. En la medida en que esta Constitución representa la
ruptura con el absolutismo del Antiguo Régimen podremos [26] considerarla como liberal o de
izquierda (de hecho la Constitución del 12 fue suspendida por Fernando VII durante la «ominosa
década»). Y esto nos permitirá decir que fue la propia izquierda española, y no la derecha
absolutista, aquella que definió por primera vez a España como Nación política y, por cierto,
incluyendo en la unidad nacional de España no solamente a los individuos pertenecientes a los
diferentes reinos o regiones peninsulares o de las islas adyacentes, sino también a los individuos
que pertenecían a los diversos «reinos» o regiones ultramarinas. Artículo 1º: «La Nación española
es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Artículo 3º: «La soberanía reside en la
Nación». (Artículos que, por nuestra parte, interpretamos como una corroboración de la tesis según
la cual la Nación política no precede al Estado sino que lo presupone, refundiendo en él a las
diferentes nacionalidades étnicas que estaban integradas en su estructura.)
También es verdad, como es sabido, que la nueva Idea de España que realmente iba a existir a lo
largo del siglo XIX fue, en gran medida, el resultado del enfrentamiento de las guerrillas contra
Napoleón (de la «acción sin ideas», junto a las «ideas sin acción» de las Cortes de Cádiz, según la
célebre fórmula de Marx); y no cabe olvidar que los guerrilleros, muchas veces, al luchar contra
Napoleón, querían antes la guerra que la revolución, porque creían estar luchando contra el
Anticristo (es decir, estaban más cerca del padre Zeballos que de los constitucionalistas). En todo
caso, y una vez separadas las repúblicas americanas, fue la política de los gobiernos liberales (de la
«proto-izquierda» burguesa), ya fueran moderados, ya fueran progresistas, aquella que moldeó la
Idea de España como Nación política (Conde de Toreno: «Formar una Nación sola y única»;
Mendizábal: «Formar un todo de esta Monarquía casi con tantos Estados como provincias»; Artículo
1º del proyecto constitucional de 1856: «Todos los poderes públicos emanan de la Nación en la que
reside esencialmente la soberanía»). Y, por cierto, la conformación de la Idea de España como
Nación política, por obra principal de los liberales y, en general, de los diputados de Cádiz, se llevó
a efecto con una originalidad muy notable respecto del modelo francés, demasiado inclinado al
«universalismo abstracto» o, como suele decirse, «cartesiano». La Constitución de 1812 no quiso
tirar por la borda la historia de España, ni sus antecedentes históricos. La «constitución interna» de
España, su constitución histórica (como decía Jovellanos), habrá de ser tenida en cuenta. La
Constitución del 12 se redacta, de hecho, en gran medida, a título de refundición de las tradiciones
de los reinos de Castilla o de Aragón, del Fuero juzgo, de las Partidas o del Ordenamiento de Alcalá,
&c., como explícitamente podemos constatarlo leyendo el Discurso preliminar escrito por Argüelles.
Se ha subrayado muchas veces, además, cómo la Constitución de Cádiz fue modelo, no sólo de la
Constitución de Portugal y de la de Italia, sino también de las constituciones de las Repúblicas
americanas.
Sin embargo es evidente que las denominaciones «izquierda» y «derecha» son anteriores a los
reglamentos de la II República. Una atención especial habrá que prestar a los años del «sexenio
revolucionario», porque es entonces cuando los términos izquierda y derecha se hacen explícitos
en el Parlamento, y porque aparecen asociados precisamente a los valores de la izquierda de la
«tercera generación», propios de la I Internacional (la izquierda «proletaria», a diferencia de la
«izquierda burguesa», parecía más preocupada por el inter-nacionalismo que por el nacionalismo).
Sin embargo, será la generación de los valores asociados a la izquierda liberal la que llegará al poder
durante la I Republica, en el año 1873, hasta que el general Pavía entre en el Parlamento (3 de enero
de 1874). El partido llamado «Izquierda dinástica», que buscaba la canalización de la gran corriente
liberal, se fundó en noviembre de 1882 (pero el libro de Santiago Alba, La izquierda liberal, no será
presentado hasta 1919). Sin embargo, a los presidentes de la I República (de «izquierdas») podemos
encontrarlos encarnando tanto valores de la izquierda de primera generación, como valores de la
izquierda influidos por el anarquismo. Particularmente esto es cierto en el caso de Pi y Margall, el
creador de la Idea federalista de España, que hoy han heredado muchas corrientes que militan en
la social-democracia y, desde luego, en Izquierda Unida.
El periodo decisivo para la investigación de las izquierdas españolas es el que transcurre entre la
constitución 1876 y la constitución de 1978. Un «bloque de izquierdas» se constituyó en 1909,
frente al maurismo. Pero, en general, es durante este siglo cuando se irán diferenciando las distintas
Ideas de España adscribibles a alguna forma de izquierda, a alguna familia de sus valores. Y será a
raíz del 98, la fecha simbólica del final del Imperio español, cuando la discusión nacional «sobre
España» alcanzará su clímax.
Las ulteriores generaciones de valores de izquierda, y en particular, los valores del marxismo
leninismo, se hacen presentes en España ya durante la II República. En su programa electoral del 15
de febrero de 1936 el Partido Comunista de España se sitúa ya explícitamente frente a la «burguesía
izquierdista». Durante la II República los parámetros se mantuvieron dentro de la Idea de España
republicana de signo tradicional (Azaña, Madariaga, &c.) o «radical-socialista» (Albornoz, Marcelino
Domingo). Pero estos parámetros fueron ya discutidos en torno a la cuestión de los Estatutos
(¿dónde habría que clasificar a Ortega, entre las izquierdas o entre las derechas?). Y por supuesto,
la reacción representada por la Guerra civil y la Idea de España que se forjaron no solo desde el
«lado nacional», sino desde el «lado republicano», manteniendo muchas veces el parámetro de la
Nación española: Miguel Hernández, Prieto, la ideología de las Brigadas Internacionales, que
buscaban intervenir en la Guerra civil «para defender a la Nación española del peligro de su
reabsorción por parte de las potencias fascistas». «La guerra del 36 –dice certeramente César Alonso
de los Ríos en La izquierda y la nación, 1999, pág. 85– fue una emulación trágica de los dos bandos
en el fortalecimiento de la Idea nacional. Las dos Españas se enfrentaron a muerte por ser
exactamente ellas mismas. Por ello, Miguel de Unamuno escribe en sus últimos días que no hay dos
Españas, que es una sola, como corresponde al suicidio.»
Decisiva fue la orientación que el PCE tomó en los comienzos de la Guerra Civil (El problema de las
nacionalidades a la luz de la guerra popular por la independencia de la República española, de
Vicente Uribe, Ministro y miembro del ejecutivo del PCE): si en los tiempos de la Monarquía
burguesa tenía algún sentido destruir la Nación española este sentido se perdía en los tiempos de
una guerra popular nacional, en la cual, «los intereses específicos, la pequeña patria de los
catalanes, vascos y gallegos se ha convertido (dice Uribe) en parte inseparable de los intereses
generales de la Gran Patria». Es cierto que al acabar la II Guerra Mundial el PCE reconsiderará la
cuestión de los nacionalismos, por el argumento de que el franquismo podría considerarse como un
medio de fortalecimiento del Estado burgués opresor. En esta línea se decantó, al terminar la II
Guerra Mundial, el pleno del Comité Central del PCE (Toulousse, 1945). Pero la crítica a esta línea
iba a venir del propio Stalin, que sabía, desde antes de la I Guerra Mundial, que el principio de la
«autodeterminación nacional» implica también el «principio de autodeterminación de las secciones
regionales del propio partido Comunista». Las políticas de «reconciliación nacional» y del
«entrismo» estaban así ya prefiguradas y con ellas las posibilidad de la transformación de los
«sindicatos verticales» en las grandes centrales sindicales (Comisiones Obreras, UGT) como
instituciones de carácter público.
Sobre todo, será preciso analizar las interpretaciones de España que en la transición (los equilibrios
de Solé Tura, representante del PCE en la ponencia constitucional defendiendo la tesis absurda de
una «Nación de naciones capaz de culminar en un Estado de Estados») y en el periodo de la «España
de las autonomías» han ido ofreciendo tanto las diversas corrientes políticas, como las diversas
corrientes de la Iglesia católica asociadas a aquella. Es ahora cuando mayores dificultades
encontramos al problema de «identificar» los tipos conceptuales desde los cuales se mueven tales
interpretaciones.
6. Acaso un signo de la dificultad que en nuestros días encontramos para delimitar el sentido de
cada «valor» de la izquierda y de sus relaciones con la España actual estriba en la tendencia (sobre
todo a propósito del País Vasco) a desplazar los debates ideológicos hacia un terreno abstracto,
«nomotético», respecto de los parámetros «idiográficos» que consideramos están en el fondo de la
cuestión. En efecto, es el parámetro «España» el que suele ser sistemáticamente eliminado en los
debates y en las campañas electorales. Y no ya porque el término «España», como término tabú,
sea sustituido por eufemismos tales como «Estado español» o «este País» (o «el País»), sino porque
en los debates el término España se sustituye por términos no paramétricos-idiográficos tales como
«democracia», «libertad», «diálogo», «derechos humanos», «Estado de derecho», «identidad
cultural», «no violencia», incluso «Europa» o «Constitución» (a veces la «frontera sur de Europa» o
incluso la «globalización»). Pero la abstracción de este parámetro «España», como Nación, significa
que los partidos de izquierda que la practican (aunque sea por motivos tácticos: no nombrar la soga
en casa del ahorcado) se vuelven de espalda a los valores de izquierda de primera y segunda
generación, y también a los valores de izquierda de cuarte y quinta generación, y se alinean de
hecho, a lo sumo, con los valores de la tercera generación, es decir, con los valores del anarquismo
humanista, en la forma suavizada de liberalismo y de la sustitución de los valores políticos por los
valores éticos, por los Derechos humanos. [28]
Por nuestra parte suponemos que el «problema vasco», en cuanto problema político, no es un
problema de libertad (los soberanistas piden la suya), ni de democracia (aquí ocurre otro tanto), ni
de Estatuto o de Constitución (los soberanistas quieren precisamente cambiar la Constitución y el
Estatuto). El problema vasco, desde un punto de vista político, es un problema de secesión. Un
porcentaje importante de vascos (acaso un tercio) quiere separarse de España; dos terceras partes
del País Vasco, junto con los demás españoles, su inmensa mayoría, no quieren esa separación
porque consideran como suyo al País Vasco, o bien consideran como suya a España. El conflicto se
plantea, según esto, como un conflicto de voluntades políticas y de derechos entre España y una
parte suya que busca la secesión. Aquí nada tiene que hacer, por tanto, la «libertad», la
«democracia», la «Constitución» o el «Estado de derecho». Y por eso la cuestión es esta: ¿Por qué
nadie nombra a España en este pleito? Se condena a ETA como a una organización que conculca los
derechos humanos antes que como una organización que proyecta la secesión del País Vasco de
España; con ello no se reivindica, por parte de España, su derecho a mantener el País Vasco como
una parte de la Patria. Los nacionalistas salen a la calle con sus ikurriñas, pero quienes se manifiestan
contra el terror etarra no llevan banderas españolas, sino a lo sumo pancartas llenas de palabras
abstractas: libertad, derechos humanos, &c. Cuando se invoca el diálogo, también se significan cosas
diferentes para los partidos nacionalistas y aún para la Iglesia dialogante: porque, según las
circunstancias, pedir el diálogo es tanto como reconocer a ETA el derecho a que se dialogue con ella
sobre la posibilidad de una autodeterminación circunscrita al propio territorio vasco. Y lo mismo se
diga de los términos «democracia», «Estado de derecho» o «Constitución». ¿Acaso el PNV no busca
la democracia en un Estado independiente del Estado español? ¿Acaso el PNV no busca una
Constitución propia y un Estado de derecho pero independientes del Estado de derecho español?
Condenar los asesinatos de ETA, como suelen hacerlos los obispos y tantos políticos, como
violaciones sangrantes de los derechos humanos, o de los deberes cristianos, equivale a asumir una
perspectiva ética y no política. Otro alcance tienen las condenas del terrorismo etarra en nombre
de la Unión Europea. Pero buscar en la Unión Europea la justificación de la condena del terrorismo,
es tanto como considerar «reabsorbido» el parámetro España, sin contar que también los
soberanistas vascos o catalanes se consideran europeos. Lo que es un modo de decir que si España
juega algún papel en el conflicto es por su condición de ser parte de Europa. A esta consecuencia
conducía en realidad la visión que Ortega tuvo de España en su España invertebrada y en su famosa
fórmula «España es el problema y Europa su solución»; consecuencia agravada cuando la
consideramos desde la perspectiva de la Comunidad Hispánica, porque entonces la Idea de España
de Ortega, por ejemplo, resulta estar insertándose en esa tradición, de hecho «antiespañola» que,
desde América, sólo valorará a España en la medida en que ésta era una «parte de Europa», acaso
un puente hacia ella que convendría romper una vez que se hubiese traspasado: es la tradición de
Sarmiento en su Facundo. Incluso cuando, desde el partido del gobierno, se combate el soberanismo
de algunas corrientes políticas invocando la condición arcaica de las autarquías, se sigue incurriendo
en la misma abstracción de parámetros, porque lo que se les objeta a los soberanistas es su proyecto
de emancipación de España en cuanto «mercado natural» suyo; pero los soberanistas no se
reconocerán en esta acusación de autarquismo porque ellos no pretenden romper con el mercado
europeo ni tampoco, a través de él, con el mercado español.
7. Una y otra vez se habla de las expectativas de «reconstrucción de la izquierda» una vez
desaparecido el «socialismo real» tras las embestidas del capitalismo liberal. Lo más asombroso es
que se citen a veces, como indicios (en la España del 2001) de esta recuperación, a fenómenos tales
como los de las manifestaciones contra el Plan Hidrológico Nacional (como si el plan propuesto fuese
de derechas por haber sido defendido por el gobierno del PP), o el apoyo a las marchas de los
inmigrantes ilegales. En estas ocasiones no se precisa qué tipo de izquierdas se supone está
reconstruyéndose, y se confunde el ideal lejano de una izquierda en busca de una sociedad del
bienestar, pero sin clases, con una izquierda real, positiva, con organizaciones, proyectos y planes
capaces de movilizar a la gente.
Quien no quiera «engañarse» o engañar a los demás (poniendo como objetivo político principal de
la izquierda la federalización o la balcanización de España, por ejemplo) ha de reconocer que las
diferencias positivas entre los partidos o coaliciones nacionales autoconsideradas de «izquierda» (el
PSOE, IU) y el partido nacional considerado, por sus enemigos, de «derechas» (el PP, que se
autoconsidera de centro), a la altura de los principios del siglo XXI, se mantienen, si existen, en otro
lado. Tan correcto como decir que la izquierda se ha derechizado, sería decir que es la derecha la
que ha asumido las orientaciones de un racionalismo político democrático muy próximo al que
mantuvo la izquierda social-demócrata, y que a veces llega a alcanzar posiciones incluso más a la
izquierda que las que antiguamente ocupaba esta. Esto no significa que la «izquierda» y la
«derecha» se hayan confundido enteramente, sino que las diferencias se mantienen en otro plano.
Mejor que hablar de una convergencia de las corrientes de izquierda y de las de derecha, sería acaso
hablar de una evolución conjunta de sus cursos respectivos, que puede llevar a las corrientes de la
derecha hacia pendientes izquierdistas que determinarán su cruce o intersección con corrientes
tradicionalmente consideradas de izquierda.
En cualquier caso, si España puede ser vista «desde la izquierda» como una «magnitud política» de
mayor relevancia que la que pueda convenir, por ejemplo, a Cerdeña, a Bretaña, a Albania o al País
Vasco, lo será precisamente desde la característica de la universalidad, definida desde una
plataforma política efectiva y no meramente negativa e intencional. Dicho de otro modo: España,
sobre todo por su vinculación a la Comunidad Hispánica puede ofrecer, al menos en principio, una
plataforma para la acción política, de un alcance incomparablemente más potente, que el que pueda
ofrecer Cerdeña, Andorra, Albania o el País Vasco, cuyo alcance, en este terreno es próximo a cero.
Pero nos limitaremos por nuestra parte, como conclusión de estas páginas, a formular la siguiente
interrogación: ¿No es cierto que la «izquierda», si bien encuentra grandes dificultades para fijar una
definición de la unidad política de España en premisas doctrinales firmes, según los valores de la
función izquierda que considere, los encontrará insuperables para defender la posibilidad o la
conveniencia de una «balcanización» o incluso de una federalización de España desde premisas
doctrinales de izquierda más o menos firmes?
El mito de la Derecha
«Final» del libro El mito de la Derecha, Temas de Hoy, Madrid (octubre de 2008)
¿Cómo aplicar a la España de hoy la idea de derecha y de sus modulaciones, así como las relaciones
de esta idea con las de la izquierda, que se exponen en el cuerpo de este libro?
Nos referimos a la España de las elecciones de marzo de 2008, que permitieron volver al PSOE al
gobierno; a la España del congreso del PP de junio del mismo año, presidido por su candidato a la
presidencia, que había sido derrotado en aquellas elecciones; a la España de los Estatutos de
Autonomía de Andalucía, de Valencia, ya aprobados por las Cortes, o de Cataluña; o la España del
proyectado referéndum Ibarreche, que todavía no acaba de estar plenamente reconocido.
Sin embargo, a algunas corrientes del PP no les gusta ser consideradas como de derechas, y
prefieren autodefinirse como de centro (a lo sumo de centro derecha o de centro reformista) o
como liberales.
Las únicas dudas que en la izquierda se han suscitado, al menos antes de la victoria electoral de
marzo de 2008, se referían al caso de si algunos dirigentes no se habían inclinado a la derecha
excesivamente, hasta el punto de recibir alguna advertencia de la vieja guardia. Pero todas estas
críticas se han apaciguado tras la victoria en las urnas y, por su parte, Rodríguez Zapatero se ha
anticipado a anunciar, en el congreso de su partido, también celebrado en junio de 2008, una
especie de «giro a la izquierda»: va a impulsar medidas de ampliación de supuestos para legitimar
el aborto, va a profundizar en la cuestión de la eutanasia, va a promover medidas de igualdad entre
las mujeres y los varones, pero sin necesidad de decirnos las razones por las cuales interpreta estas
medidas como propias de un giro a la izquierda. Es suficiente que su electorado crea que con estos
medios, la bandera de la izquierda se está desplegando todavía más alta.
¿Y dónde situar a los partidos nacionalistas como el PNV, ERC y BNG? Han sido aliados del PSOE en
la última legislatura, tras el Pacto del Tinell. Pero ¿es suficiente esto para considerarlos de
izquierdas? Sin duda ellos se consideran de izquierdas, pero esta autoconsideración carece de toda
importancia, fuera del plano puramente parlamentario y propagandístico.
¿Y si aplicamos el criterio plotiniano, el de la proximidad que los diversos partidos puedan tener con
el Antiguo Régimen? También, entonces, nos encontraríamos con grandes dificultades, derivadas
tanto de lo que entendamos en cada caso por Antiguo Régimen, como de lo que entendamos por
reliquias del Antiguo Régimen en los partidos actuales.
Todavía una gran parte de la población española de hoy sigue considerando como expresión casi
viviente del Antiguo Régimen al «régimen fascista del general Franco»; más aún, presupone, o al
menos da por sobreentendido, que los dirigentes, militantes y gran parte de los votantes del PP son
criptofranquistas, por lo que, en consecuencia, según el criterio objetivo que utilizamos, habrían de
considerarse de derechas.
La catarata de películas, series de televisión, libros, artículos de prensa… que giran en los últimos
años en torno a la llamada memoria histórica, catarata alimentada por las caudalosas subvenciones
directas o indirectas que las instituciones dependientes del PSOE, en el Gobierno central o en los de
las Comunidades Autónomas, vienen entregando a los «intelectuales y artistas» –directores de cine,
de televisión, periodistas, novelistas– han estimulado esa memoria histórica que está orientada a
sugerir, más o menos subliminalmente, que las gentes del PP son franquistas residuales, y por tanto,
gentes de la más genuina derecha (algunos, de la derechona). Y si algunos no lo confiesan es porque
se avergüenzan de serlo, es decir, porque son de derechas vergonzantes, como es natural, porque
«todos los que votan a la derecha son fascistas».
Sin embargo, si nos atenemos al marcador o seña de identidad objetiva más evidente que nos
permitiría reconocer las huellas del Antiguo Régimen en la España política actual, a saber, la
monarquía dinástica establecida en el título II («De la Corona») de la Constitución de 1978, entonces
habría que decir que todos los partidos constitucionales (el PP y UPN, pero también el PSOE e IU)
son de derechas. Porque todos son monárquicos, y por tanto, con ello, manifiestan la impronta
formal que el Antiguo Régimen ha dejado en ellos.
Conclusión que ni el PSOE, ni IU, ni otros aceptarían, porque encuentran formas ad hoc para explicar
su rechazo. Unos dirán que el título II de la Constitución de 1978 define una monarquía
constitucional, que ya no tiene nada que ver con el absolutismo. Y que el artículo 57, en el que se
dispone, en contra de todos los principios generales de la democracia, el carácter hereditario de la
Corona de España en los sucesores de Su Majestad Don Juan Carlos I de Borbón, es casi un detalle
oligofrénico cuando se le considera en el conjunto del articulado. Y quien tiene una «sensibilidad
democrática» más a flor de piel, se consolará intentando democratizar este artículo de la
Constitución mediante la modificación del criterio antifeminista que hizo que la Constitución
prefiriese la sucesión del varón a la de la mujer.
Otros, sin embargo, no satisfechos con esta justificación, dirán claramente que son republicanos de
corazón, y que si acatan el título II de la Constitución es por motivos de prudencia política y de
consenso, dando a entender que intentarán suprimir el título entero de la Constitución cuando las
circunstancias lo permitan. El antiguo dirigente de Izquierda Unida, Julio Anguita, a toro pasado de
las elecciones de 2008, vuelve a reivindicar la necesidad de la III República en España…
Ahora bien, si aplicamos las ideas sobre la derecha tradicional que se defienden en este libro, habría
que concluir que la Constitución de 1978 ha dado lugar (salvo reliquias muy localizadas, aunque
importantes, como pueda serlo la reliquia monárquica, que como vemos, no sirve de discriminante)
a una ecualización política ente los convencionalmente denominados partidos de derecha (el PP y
aliados) y entre los llamados partidos de izquierda (el PSOE y aliados): precisamente el acatamiento
al título II de la Constitución es una prueba más de esta ecualización.
No puede decirse hoy que el PSOE sea de izquierdas, puesto que su política es prácticamente la
misma que la del PP. Y, por este motivo, tampoco puede decirse que el PP sea de derechas. Incluso,
ateniéndonos a ciertos marcadores, el PSOE está más a la derecha en muchos puntos que el PP. Las
diferencias que suelen alegarse por los ideólogos del PSOE en el Gobierno son fatuas: la
preocupación por la seguridad social, por las pensiones de jubilación, por la igualdad… es común
tanto al PSOE como al PP, o a cualquier partido que sabe que los electores de la tercera edad forman
en España un colectivo de casi ocho millones de votos, de los cuales dos millones tienen más de
ochenta años.
Y si se acude una y otra vez a airear la bandera del dualismo trascendente entre la izquierda y la
derecha, contando con la preparación artillera de la memoria histórica, es por motivos
estrictamente electorales. Porque los especialistas del aparato saben, o creen saber, que una gran
parte del pueblo, sin perjuicio de su vocación como costaleros de los pasos de Semana Santa, o
como rocieros, sigue siendo muy sensible también al mito populista del enfrentamiento entre la
izquierda y la derecha. Sensibilidad que también encontramos a flor de piel entre los «intelectuales
y artistas», y en muchas capas de profesiones liberales, dadas al agnosticismo y al ateismo, y
simpatizantes con la ampliación del aborto, con la eutanasia o con el Proyecto Gran Simio.
¿Queremos decir con esto –es decir, con la tesis de la ecualización política de las derechas e
izquierdas tradicionales en la España de hoy– que hayan desaparecido en la España de hoy las
diferencias y antagonismos profundos de antaño y que la homogeneidad política, sin perjuicio de la
pluralidad de libertades individuales y grupales, deba ser considerada como su norma, expresión de
la armonía social que corresponde a un estado de bienestar?
En modo alguno: las diferencias sociales y económicas se han incrementado con la crisis económica.
Y aún cuando quienes tienen rentas millonarias son hoy mucho más numerosos de lo que lo eran
sus hombres en la época del Régimen franquista, sin embargo los que pertenecen a los estratos más
bajos de renta han subido notablemente su nivel de vida comparados con sus homólogos de hace
setenta años.
Tampoco cabe hablar de una situación de armonía en todo cuanto se refiere a los problemas
políticos. Estos se han agrandado profundamente en los últimos años de la democracia con el
desarrollo del régimen de las Autonomías. La política, constante y acumulativa, de las transferencias
de competencias del Estado a las Autonomías ha ido debilitando al Estado, y ha transformado a las
Comunidades Autónomas en cuasi Estados. Por ejemplo, refiriéndonos a Cataluña, en el nuevo
Estatuto de 2006, «más de 100 competencias exclusivas o compartidas llegan a incluirse, por las 32
que atribuye el artículo 149 de la Constitución al Estado» (Luis González Antón, op. cit., pág. 617.).
Esta política ha marchado paralela, como es natural, al que se ha llamado, por Jorge de Esteban,
huracán estatutario, una carrera hacia la autodefinición de las comunidades autónomas como
Naciones (Cataluña, Andalucía, Valencia…), no sólo tolerada sino alentada por el Gobierno
socialdemócrata, que ha dejado abiertos en España una serie de problemas muy graves que no
pueden considerarse propiamente como problemas de política democrática parlamentaria entre
partidos políticos legales. Son problemas políticos constituyentes, que ya no tienen que ver con la
democracia, sino con la realidad misma del Estado.
Problemas cuya condición política es similar a la que pudiera corresponder a un conflicto bélico
entre Estados, o entre facciones sediciosas que tratan de despedazar el territorio basal sobre el que
se asienta necesariamente el Estado.
Problemas en los cuales las leyes de la democracia, que van siempre referidas y necesariamente a
cada Estado, como a un todo del cual son partidos o partes atributivas los partidos parlamentarios,
ya no tienen nada que hacer; porque cuando una facción independentista (considerada
formalmente como partido político, como puedan serlo en España el PNV, ERC o BNG) pretende
segregar territorios regionales que son del Estado, no está suscitando cuestiones que puedan ser
resueltas en un parlamento democrático. Son cuestiones similares a las que tienen que ver con la
ingerencia entre Estados, aquellas en las cuales un Estado pretende apoderarse de alguna parte que
pertenece a otro Estado, o la parte de un Estado que pretende apropiarse de los territorios basales
que pertenecen al Estado mismo.
Las pretensiones de independencia de algunas facciones vascas, catalanas, &c., no son cuestiones
que tengan que ver con la voluntad de los vascos o con la voluntad de los catalanes; son cuestiones
que están al margen de estas voluntades, porque las tierras vascas o las tierras catalanas pertenecen
a España y por tanto a todos los españoles. Y si un grupo faccioso vasco o catalán quiere
arrebatársela, es porque están pretendiendo robársela, sin que pueda justificarse este proyecto de
latrocinio por derivarlo de una voluntad de autodeterminación. Cuando los cuarenta ladrones, en
virtud de su voluntad unánime, expresada a mano alzada en una reunión, se autodeterminan para
apoderarse de una gran cueva o de varias, están proyectando una acción que nada tiene que ver
con la democracia, aunque su decisión haya surgido de una reunión o asamblea que se haya
ajustado a la forma de una democracia procedimental. Contra las decisiones de autodeterminación
de los cuarenta ladrones sólo cabe una respuesta por parte del propietario, la que tiende a recuperar
por la violencia (sea a través de los tribunales, sea directamente cuando los tribunales no son
internacionales) los bienes que le han sido arrebatados o pretenden serle arrebatados.
Parece que nuestros constitucionalistas, con su democratismo infinito, han olvidado que la
democracia es una estructura política que únicamente tiene asiento en cada Estado. Parece como
si los procedimientos democráticos de la Asamblea general de la ONU les hubieran nublado el juicio
hasta el punto de llegar a creer que tal Asamblea es democrática en sentido político.
Y todo esto no implica que las democracias parlamentarias, con partidos políticos circunscritos a
cada Estado, carezcan entre sí de cualquier tipo de relación, dado que, por de pronto, esos Estados
democráticos son a su vez parte de un todo. Pero de un todo que, en cuanto democrático, no es
atributivo sino distributivo. Entre los Estados democráticos y sus respectivos partidos, caben
afinidades y semejanzas sobre las cuales pueden fundarse, sin duda, asociaciones o federaciones
internacionales, a través de las cuales los Estados gobernados por un partido determinado pueden
influir, ayudando o bloqueando, sobre otros Estados gobernados por un partido de su mismo color.
Pero estas influencias no pueden traspasar nunca los límites de cada soberanía. En ningún caso las
federaciones internacionales de partidos democristianos o socialdemócratas o comunistas pueden
confundirse con un Estado soberano, o con una confederación de Estados.
Ahora bien, si las ideas de derecha e izquierda, en el sentido de la política democrática, sólo pueden
aplicarse a los ámbitos constituidos por cada Estado, ¿cómo alguien, aunque sea jurista, politólogo
o político de profesión, si está en su sano juicio, puede considerar a las facciones secesionistas de
un Estado como partidos políticos, y más aún, cómo puede calificarlos de izquierdas o de derechas?
Estaría haciendo operaciones parecidas a las de alguien que, habiendo establecido la relación
universal y distributiva entre cada uno de los perímetros de las circunferencias y sus diámetros
correspondientes (la razón o relación π) pretendiese aplicar, de un modo disparatado, esta misma
razón o relación π para expresar la razón o relación atributiva (sinalógica) entre las distancias
intercentro (medidas en la recta que contiene a sus diámetros) entre dos circunferencias
cualesquiera y las distancias interperímetro (medidas en esa misma recta).
Los problemas políticos que España tiene planteados, a raíz sobre todo del reconocimiento como
partidos políticos de las facciones autonómicas separatistas, no son problemas de política
parlamentaria entre la derecha y la izquierda; son problemas políticos que afectan a la existencia
misma del Estado, y ante los cuales es totalmente disparatado intentar aplicar medidas
democráticas.
Sobre la transformación de la oposición política izquierda/derecha en una
oposición cultural (subcultural) en sentido antropológico
Este rasguño tiene por objeto (partiendo del supuesto de la ecualización, en las democracias
homologadas tras la caída de la Unión Soviética, de los términos de la oposición política
izquierda/derecha) el reconocimiento de la persistencia de esta oposición izquierda/derecha, si bien
transformada en una oposición extrapolítica.
En el artículo «La Ética desde la Izquierda» seleccionamos treinta criterios, líneas o «piedras de
toque», a las que concedíamos diversa capacidad de discriminación. De estas treinta líneas, las diez
primeras se ofrecían clasificadas como criterios formalmente políticos; las diez siguientes se ofrecían
clasificadas como materialmente políticas, y las diez últimas como extrapolíticas (o indirectamente
políticas).
Sin embargo, estas clasificaciones encubrían, en cierto modo, la intención «empírica» (morfológica,
tecnológica) de la metodología directa de los criterios clasificados, al sugerir algo así como una teoría
sistemática de una sociedad organizada en tres niveles o estratos: políticos formales, políticos
materiales y extrapolíticos. En realidad, el artículo de referencia no presuponía ninguna teoría de
esta índole, sino que simplemente ofrecía una reclasificación más bien «didáctica» (dirigida a un
público heterogéneo) de criterios morfológicos, cada uno de los cuales podría utilizarse en las
encuestas como ítem independiente de los demás. Por ejemplo: entre los criterios políticos el
Estado figuraba en la línea 3 como un contenido más, al lado del Trono, del altar, de la democracia
parlamentaria, de la tolerancia, de la Nación, del poder legislativo, de la iniciativa popular, del
sindicato o del ejército. Entre los discriminadores semánticos «materialmente políticos» (es decir,
sociales o económicos) figuraba el matrimonio, los sexos, la homosexualidad, la eutanasia, el aborto,
la pena de muerte, el manicomio (¿la oposición izquierda/derecha quedaba discriminada por los
que defendían los movimientos antipsiquiatría, y los que defendían la institución tradicional?), el
diálogo, el ecologismo o el sistema de redistribución de la riqueza. Como discriminadores
semánticos extrapolíticos (u oblicuamente políticos) se tomaban los pares teísmo/ateísmo,
violín/guitarra, toros/fútbol, chalet/piso, whisky/tinto, transporte privado/transporte público,
bigote/barba, corbata/sin corbata, amarillo/rojo, colegio privado/escuela pública.
Las siguientes: los caracteres técnico morfológicos atribuidos a la izquierda tendrían que ver con
una composición (en un «paralelogramo de fuerzas») entre el «racionalismo» y el «socialismo».
Ahora bien: por racionalismo se entendía el componente supuestamente más universalista de la
conducta (puesto que todos los hombres podrían participar de él), un racionalismo vinculado al
«operacionalismo quirúrgico», a la manipulación de los objetos con las manos o, en general, con
implicación de músculos estriados; el método racionalista de organizar al mundo entorno se oponía
al método de la fe (no sólo en una autoridad divina, sino también humana). Según esto, si la
izquierda se definía por el principio racionalista, a la derecha le correspondería el principio de la
revelación, y de este modo se pretendía recoger el componente fundamentalmente polémico del
racionalismo de la Ilustración, cuando se autoconcebía como desenmascaramiento de la
superstición asociado a la crítica anticlerical a la Iglesia católica, principalmente.
Cuanto al «socialismo», se entendía en un terreno más abstracto que el que podía ser propio de
cualquier corriente política históricamente dada (socialismo comunista, socialdemocracia o
nacionalsocialismo), significando que las propuestas o valores «socialistas» desbordaban cualquier
círculo o élite de escogidos y se ofrecían como participables por cualquier individuo de una sociedad
dada. Se suponía que cuando este criterio (el socialismo) no se utilizase en composición con el
racionalismo, su valor discriminativo se extinguiría: tal sería el caso del llamado «socialismo
frailuno», o bien del «socialismo» emergente entre los musulmanes del Irán, tras la revolución
jomeinista.
La parte final del artículo (tesis III, página 32) estaba dedicada a demostrar que la oposición
izquierda/derecha no era una oposición disyuntiva (dicotómica) universal, ante todo porque la
izquierda y la derecha tenían amplias intersecciones en el terreno ético (mucho menos en el terreno
moral), utilizando allí la distinción entre ética y moral en un sentido similar al que más tarde
seguimos utilizando.
El principal «resultado» que creímos poder ofrecer (frente a la interpretación entonces ordinaria de
la oposición izquierda/derecha, como oposición monolítica, maniquea, en el sentido en que la
entendió Antonio Machado en una fórmula mitológica que asumió la izquierda y que ha influido y
sigue influyendo funestamente como esquema fundamental histórico filosófico –en realidad, como
esquema metafísico maniqueo–: «una de las dos Españas ha de helarte el corazón») era el siguiente:
que cabía reconocer en el terreno ético una bifurcación de la izquierda en dos corrientes (que
rotulábamos como blanca y roja); y que esta bifurcación era paralela a la que podía reconocerse en
la derecha, que rotulábamos como amarilla y negra.
La conclusión del artículo equivalía, por tanto, a una primera crítica interna y radical a la concepción
de la izquierda como una opción monolítica, puesto que, por lo menos, habría que distinguir dos
izquierdas, la blanca y la amarilla. Es decir, no cabría hablar de «la izquierda», en singular, sino de
las izquierdas. Y mutatis mutandis podría decirse lo mismo de la derecha.
3. Sobre la idea de «izquierda política», considerada no desde la Ética sino al margen de ella
Siete años más tarde, en 2001, apareció en el número 29 de El Basilisco un artículo titulado «En
torno al concepto de izquierda política». Este artículo estaba escrito en un tiempo en el que ya se
podía apreciar el alcance de la caída definitiva de la Unión Soviética (un hecho que permitía, por
ejemplo, dar por liquidada no sólo la idea del «proletariado» como clase universal, sino también el
proletariado mismo como entidad política realmente existente), lo que determinaba un
replanteamiento de la teoría marxista del Estado establecida en función de la dialéctica de las clases
sociales. Replanteamiento que fue esbozado en el libro Primer ensayo sobre las categorías de las
ciencias políticas, de 1991, en el cual se presentaban las líneas principales de una teoría materialista
del Estado como alternativa a la teoría del Estado del Diamat (que, por cierto, sigue presente en las
cabezas de muchos antiguos militantes de la «izquierda genuina»).
En este artículo de 2001 se dejó de lado el tratamiento de la oposición izquierda/derecha «desde la
ética». Y se sustituyó la nota «socialismo» por «universalismo», con objeto de dar lugar a una
distanciación de un término demasiado «contaminado» por su vecindad con partidos políticos o
sindicatos actuantes en el momento.
Este significado habría de obtenerse de sus mismas realizaciones institucionales, tales como el
sufragio universal, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, la política tributaria
o la política lingüística de los revolucionarios. Y si podían considerarse como «racionales» a estas
prácticas institucionalizadas, sería debido no ya a un postulado ad hoc (fundado en la misma
profesión racionalista de los revolucionarios frente al Antiguo Régimen), sino a la analogía o
isomorfismo que los procedimientos racionales revolucionarios pudieron haber mantenido con las
formas de tratamiento que tuvieran lugar en otros campos (no políticos), tales como los que
actuaban en los siglos XVII y XVIII en las diversas ciencias modernas (Teoría cinética de los gases,
Química de los elementos, Teoría celular...). El mito de la izquierda acuñó la idea de la holización,
como la metodología racionalista (no la única, y además como una metodología que no podía
ofrecer por sí misma garantías firmes de verdad) que habría sido utilizada por los revolucionarios
izquierdistas. Una metodología racionalista que tendría paralelos en las metodologías de las ciencias
físicas y naturales más recientes, entre cuyas filas encontrábamos, por cierto, algunas figuran
eminentes que también tuvieron presencia en la revolución política (D’Alembert, Laplace,
Condorcet, Lavoisier...).
¿Cómo explicar esta persistencia? ¿Se trata de una mera supervivencia, o de una nostalgia
alimentada por la «memoria histórica»? ¿Acaso es sólo una oposición política residual, que se
mantiene en el terreno emic, pero sin fundamento objetivo etic?
¿En qué terreno extrapolítico situar las fuentes o raíces de esta supuestamente viva oposición entre
la izquierda y la derecha en las sociedades europeas posteriores a la caída de la Unión Soviética?
Sin duda –esta es la tesis de este rasguño–, en el terreno de la cultura,tomando este término en el
sentido antropológico general, no en el sentido «oficial» de «cultura circunscrita» (me remito, para
esta distinción, a El mito de la cultura, 7ª ed., pág. 33).
Se trata de preparar aquí el terreno para que futuras investigaciones puedan profundizar en la
naturaleza de la oposición izquierda/derecha en su sentido «cultural» (sentido que no excluye todo
componente político, pero sí lo «anega» entre otros componentes de índole no política, como
pudieran serlo los componentes que habíamos llamado político materiales y oblicuos en «La Ética
desde la izquierda»).
Sin embargo, queremos mantenernos, en este rasguño, en los límites más estrictos de la cultura no
circunscrita del presente occidental.
Por ejemplo, las oposiciones culturales de esta índole fueron entendidas como patrones
culturales (en el sentido de la discípula de Boas, Ruth Benedict, en su famoso libro Patterns of
Culture, Nueva York 1934). Ruth Benedict caracterizó la oposición (presupuesta) entre la cultura de
los Zuñi y la cultura de los Kwakiutl, inspirándose en la oposición de Nietzsche (interpretada como
oposición cultural), entre lo apolíneo y lo dionisiaco, y añadiendo, como tercer patrón alternativo,
el de lo paranoide. Los indios Zuñi serían apolíneos, los Kwakiutl serían dionisíacos
(megalómanos...), y los Dobu serían paranoides.
También era común entre los antropólogos oponer la cultura de las sociedades de cazadores (como
los wandorobos del siglo XIX) y la cultura de las sociedades de ganaderos agricultores (como los
kikuyos); o bien la cultura de los hutus, agricultores, y la de los tutsis, ganaderos (que se impusieron
a aquellos al modo de señores feudales, y en 1972 masacraron, en Burundi, a trescientos mil hutus).
Agustín Thierry decía en 1820: «Creemos [los franceses] ser una nación, y somos dos naciones sobre
la misma tierra, dos naciones enemigas en sus recuerdos, irreconciliables en sus proyectos.»
Por de pronto habría que hablar en algunos de estos ejemplos, más que de culturas, de subculturas,
dadas dentro del dominio de una cultura común. En nuestro caso, «Occidente» o «España». La
oposición entre izquierda y derecha tendría entonces el alcance de una bifurcación similar a la
oposición que C. P. Snow (en su famosa conferencia de 1959, Las dos culturas), atribuyó a la
oposición entre las dos «subculturas» que él creyó constatar en la Inglaterra, y aún en la Europa de
la segunda posguerra, a saber, las que llamó primera cultura (de tradición literaria y humanística) y
la segunda cultura (de tradición científica e implicada con las «nuevas tecnologías» de la época). Y
todo esto sin perjuicio de que ulteriormente el desarrollo de los ordenadores y de internet
ecualizase, en gran medida, a las dos culturas de Snow, y en la dirección que él mismo había previsto
en su hipótesis de una tercera cultura emergente, que él veía estar naciendo en la Unión Soviética.
En cualquier caso, queremos subrayar que Snow buscó establecer su oposición entre las dos
«culturas» en un sentido objetivo, y no en el sentido subjetivo (el de la cultura animi) de dos estilos
de educación de las generaciones de ingleses o de europeos: «Hablamos de dos culturas –decía– en
un sentido similar a como se habla de cultura de La Tène o de cultura de los trobriandeses.»
El materialismo cultural formuló certeras objeciones contra las oposiciones culturales reducidas a
los términos intemporales y cuasipsicológicos de los patrones de cultura de Benedict, exigiendo que
las oposiciones estuviesen fundadas causalmente en las capas de la infraestructura o de la
tecnología. Pero no cabe olvidar que las mismas oposiciones llamadas cuasipsicológicas (al modo de
la escuela Cultura y Personalidad de Linton, o del Psicoanálisis de Freud o de Kardiner) no eran acaso
en realidad meramente psicológicas, sino que, al menos en manos de los funcionalistas, tenían en
cuenta las culturas objetivas asociadas. Y aún los mismos criterios psicológico-emic habrían de
entenderse no como criterios espirituales o metafísicos, sino como criterios positivos tomados de
un marco material segundogenérico, en tanto involucraban en las instituciones diversos sujetos
operatorios a través de su corporeidad primogenérica.
En el primer lugar cabría decir que las configuraciones culturales izquierda/derecha son los telones
tras los cuales podríamos llegar a realidades más profundas opuestas entre sí, es decir, a la base de
las señas de identidad respectivas de las configuraciones izquierda/derecha. En el segundo lugar
cabría decir que detrás de esos telones no hay nada, sino sólo las diferencias que ellos mismos
puedan haber generado.
Entre quienes defendieron la tesis (por ejemplo) de que las señas de identidad de las
configuraciones culturales izquierda/derecha son manifestaciones de una oposición profunda de
razas o de culturas pretéritas, citaríamos a quienes apelaran a la oposición celtas/iberos en España,
o bien cristianos viejos/musulmanes, judíos o moriscos; o bien francos y galos en Francia, según
Thierry. Y también a quienes interpretasen la oposición izquierda/derecha como expresión de la
oposición histórica entre clases sociales, en el sentido marxista: la derecha sería la decantación de
los hábitos de los nobles terratenientes feudales, o de los conquistadores, o de los forjadores de las
grandes fortunas en la época del capitalismo, de «los ricos», mientras que la izquierda sería la
expresión de los descendientes de los hábitos culturales propios de los vasallos, de los siervos, de
los desposeídos, de «los pobres». A las señas de identidad fenoménicas les correspondería un papel
eminentemente «distintivo» o diferencial.
Y entre quienes defendieran la tesis de que el entretejimiento de las señas de identidad respectivas
de las configuraciones izquierda/derecha no es expresivo de diferencias profundas, sustanciales-
causales, situadas «más allá de los fenómenos», sino que son resultados históricos de una
polarización de composiciones en mosaico y más o menos aleatorias, aunque consolidadas o
amalgamadas en el curso del tiempo, de diversos contenidos o instituciones históricamente dadas,
podríamos citar a quienes dejan de lado las razas o las clases sociales, considerando a las
configuraciones izquierda/derecha como resultado de composiciones de afinidades empíricas de
contenidos de muy diversos estilos de vida, similares a los que en pintura, por ejemplo, constituyen
las configuraciones que llamamos impresionismo o cubismo. Lo que equivaldría a reconocer que las
señas de identidad fenoménicas asumen la consideración de constitutivas de las mismas
configuraciones.
En cualquiera de las dos hipótesis serían precisas pruebas suficientes para poder mantener la
interpretación de la oposición izquierda/derecha (fuera de la política) como configuraciones
subculturales, como una concatenación de diversas costumbres o mores dotados de una
consistencia mínima. Supuesta ya dada esta consistencia, cabría plantear la cuestión de las
interferencias que tales configuraciones culturales pudieran llegar a tener, o hubieran tenido
históricamente, con las categorías políticas.
Y, desde luego, la tabla de Wissler debería tener también aplicación a las «subculturas»
izquierda/derecha de nuestra cultura común. Carecería, en cambio, de aplicación referida a la
cultura de los trobriandeses o a la cultura de los macacos de las islas Kiriwinas (que también se
bifurcaron en «macacos progresistas», que lavaban los boniatos, y «macacos conservadores», que
se resistían al progreso). Y no sólo parcialmente (si las subculturas se circunscribiesen sólo a alguna
de las categorías, como pudieran serlo la 8, gobierno, o la 9, guerra, o la 5, religión, o bien a dos o
tres o más de estas categorías) sino totalmente, cuando las ausencias en alguna categoría pudieran
interpretarse como significativas (privativas, respecto de la tabla, y no sólo negativas). Por ejemplo,
sería significativa la ausencia de religión (la asebeia propugnada por el laicismo) en la izquierda o en
la derecha, o bien la ausencia de ejército o de familia.
(1) Suele afirmarse, por quienes buscan suprimir la fiesta de los toros, que esta fiesta es seña de
identidad de la derecha, y que la izquierda se opone a los taurinos de derechas. Esta diferencia es
claramente un rasgo cultural, y no político, aunque los antitaurinos digan que «la tortura no es
cultura».
(2) La defensa del aborto se considera como una seña de identidad de la izquierda; su impugnación
sería seña de identidad de la derecha (clerical y medieval). Pero la oposición
abortistas/antiabortistas no es por sí misma política, sino moral, porque refleja costumbres (mores)
diversas de diferentes sociedades del salvajismo, de la barbarie o de la civilización.
(3) Los defensores del matrimonio homosexual suelen considerarse de izquierdas, frente a quienes
lo impugnan (y por ello, serán considerados como de derechas). Pero la institución del matrimonio
homosexual o heterosexual es una oposición cultural, y no política.
(4) Las numerosas columnas de prensa diaria dedicadas a ironizar o a recordar los «escandalosos
gastos» ocasionados por la visita del papa Benedicto XVI a Santiago de Compostela o a Barcelona
(sin que falten en ellas las alusiones a los sacerdotes pedófilos o a las opiniones del Santo Padre
sobre la pertinencia del uso del preservativo), son interpretadas generalmente, y como algo
evidente, como propias de la izquierda. Las opuestas serán atribuidas a la derecha.
(5) El lema que una cadena de televisión, Intereconomía, en pleno proceso de expansión, utiliza
como «seña de identidad»: «Orgullosos de ser de derechas», tiene sin duda una interpretación de
oposición cultural a la izquierda (también interpretada como concepto cultural y no solo político).
Ahora bien: el caso 1 nos pone ante una seña de identidad de la ingenua o iletrada condición de
aquellos jóvenes espontáneos, que son sensibles al dolor de los animales; una seña de identidad
ingenua e iletrada porque por «salvaje» y «aborrecible» que parezca a estos jóvenes la fiesta de los
toros, no puede confundirse su supuesto salvajismo o aborrecimiento con fenómenos de carácter
no cultural, dado que la fiesta de los toros es evidentemente, desde los tiempos de Creta, anterior
a la oposición entre izquierdas y derechas. Otra cosa es que la oposición cultural tradicional entre
taurinos y antitaurinos (muy anterior a la oposición derecha/izquierda: basta recordar, con el
libro Los dioses olvidados de Alfonso Tresguerres en la mano, las recusaciones religiosas del toreo
de Juan de Torquemada en tiempos de Enrique IV, o las del arzobispo de Valencia, Santo Tomás de
Villanueva, por no hablar de la prohibición terminante de Pío V en su Bula de 1577) sea en nuestros
días aprovechada por las políticas antiespañolas, especialmente cercanas a ETA, en sentido político.
Y quienes así proceden son simplemente analfabetos en materias de ciencias culturales e históricas,
porque ni siquiera han oído hablar de la cultura cretense, y no tienen en cuenta que el salvajismo y
la barbarie son ellas mismas categorías culturales. Por este motivo las cuestiones englobadas en (1),
en boca de los jóvenes analfabetos que sin embargo argumentan «en nombre de la cultura» no
puede considerarse como seña de identidad de la izquierda en sentido político, sino simplemente
como seña de identidad de ignorancia ingenua y pretenciosa en materia de Antropología cultural.
Es cierto que, cuando este asunto es tratado por los diputados en una sesión parlamentaria en
Cataluña, ya cabrá interpretarlo como una seña de identidad, no sólo de ignorancia culpable en
Antropología cultural, sino también como seña de identidad política, pero no ya de la izquierda, sino
también de partidos de derecha secesionistas, si es que los diputados catalanes utilizan este criterio
como un ataque a fiesta considerada como seña de identidad de España.
En el caso 4, por ejemplo, cabría afirmar que los columnistas de referencia se definen como hombres
de izquierda; pero no sería tan seguro incluir esta izquierda en la categoría 8 de Wissler (gobierno o
categorías políticas). Podríamos incluirla en la categoría 5 (religión), por aquello de contraria sunt
circa eadem; o acaso en la categoría 3 (arte, categorías estéticas), interpretando que los columnistas
de referencia critican al Papa en cuanto foco de mensajes antiestéticos y de mal gusto, puesto que
habla de pedofilia, preservativos, abortos, &c. (que son asuntos relacionados con lo que los
psicoanalistas llamaban «complejo de la cloaca»).
Se intentará paliar o minimizar estos efectos apelando a las llamadas «virtudes democráticas», tales
como la tolerancia, el respeto y el diálogo; sin embargo acaso el paliativo más eficaz de la violencia
derivada de tal bifurcación sea precisamente la misma ignorancia y desprecios recíprocos. Acaso
hay que ver un funcionalismo prudente en el hecho de que las dos subculturas izquierda/derecha
se miren la una a la otra como si fueran no ya bifurcaciones de una misma cultura, sino como
culturas íntegras, en divorcio irreductible, y tan extrañas y lejanas que evitan cualquier tipo de
comunicación y aún de confrontación como el mejor medio para evitar «llegar a las manos».
La ignorancia mutua, derivada del desprecio recíproco, disimulada con la ficción de la tolerancia y
el respeto mutuo, resulta ser así funcionalmente la mejor forma de mantener la «coexistencia
pacífica» entre ambas subculturas. Cualquier diálogo entre ellas conduciría siempre a una ruptura
violenta.
También es verdad que la partición dicotómica de una Nación en las subculturas izquierda y derecha
(sobre todo en las naciones europeas cristianas: España, Italia, Francia...), o las similares (tales como
la partición demócratas/republicanos en Estados Unidos, o laboristas/conservadores en Gran
Bretaña) afecta acaso más a las generaciones que rebasan los cincuenta años que a las generaciones
más jóvenes, entre los cuales, por ignorancia o por lo que sea, las particiones izquierda/derecha se
cruzan con otras particiones (tales como catalanes/españoles, vascos/españoles o jóvenes/viejos)
que las neutralizan.
El rótulo «izquierda» se aplicó, desde «Occidente», al Partido Comunista de la URSS (aún cuando,
desde su interior, ni Lenin ni Stalin aceptaron este rótulo); un rótulo que sigue aplicándose a los
ulteriores y disminuidos herederos de los partidos comunistas o anarquistas, pero, sobre todo, a los
partidos socialdemócratas más o menos «homologados» de la Europa occidental, EEUU –mediante
la correspondencia de los demócratas con la izquierda y de los republicados con la derecha–,
Repúblicas americanas, Israel, algunos Estados de África del Sur, Australia, incluso Japón.
El rótulo «derecha» se aplica, en Occidente, no sólo a los partidos considerados como «extrema
derecha» (incluso «fascistas») sino también a los liberal-conservadores y, sobre todo, a los partidos
democristianos.
Hasta los últimos años del siglo XX la hegemonía cultural, científica y tecnológica correspondió,
desde luego, a Occidente, sobre todo a Estados Unidos («el Imperio»). Podría hablarse de la
hegemonía de mil quinientos millones de individuos, organizados en democracias homologadas,
sobre los cinco mil quinientos millones de individuos no occidentales (o no plenamente
occidentales, como es el caso de Rusia y de repúblicas afines).
Sin embargo, durante la primera década del siglo XXI, el crecimiento tecnológico, científico e
industrial de China, y aún de la India, ha ido incrementándose hasta un punto tal que hace pensar a
muchos analistas que los «centros de poder» del Mundo globalizado se están desplazando hacia
Asia, y principalmente hacia la «China confuciana».
Sin embargo, la oposición entre izquierdas y derechas subsiste, y mantiene su intensidad, sobre todo
en Europa (y particularmente en España, Francia e Italia), aunque tal oposición acaso se haya
desplazado desde el terreno estrictamente político originario hasta un terreno llamado «cultural»,
incluyendo aquí muchos dominios o instituciones de gran alcance político –es decir, determinados
antes por motivos ideológicos que tecnológicos–, tales como el llamado matrimonio homosexual, el
aborto, la abolición de la pena de muerte, la eutanasia, el rechazo a la energía nuclear, &c.
(remitimos a nuestro artículo de El Catoblepas, nº 105: «Sobre la transformación de la oposición
política izquierda/derecha en una oposición cultural (subcultural) en sentido antropológico»).
Nadie pone en duda la afinidad entre las derechas democráticas occidentales y las «ideologías
trascendentes», propias de las iglesias cristianas, católicas o protestantes, afinidad explícitamente
reconocida en las democracias cristianas. En cambio no aparece correspondencia similar alguna
entre las socialdemocracias (en cuanto contradistintas al socialismo, incluyendo en él a los partidos
comunistas, más estatistas que liberales) con instituciones eclesiásticas de cualquier tipo; por el
contrario, cabría aducir el laicismo –y aún el «laicismo integral», del que ha hablado Martin
Rhonheimer–, generalmente vinculado a la izquierda comunista, socialista y socialdemócrata, como
razón de su tendencia a enfrentarse, en el terreno político, con las confesiones religiosas y con el
Estado confesional. De aquí será fácil inferir que la izquierda socialdemócrata estaría de hecho
«vuelta de espaldas» a cualquier preocupación celestial o trascendente (respecto del campo de la
política positiva terrestre), y esto se explicaría por el carácter «racionalista y progresista» que estaría
actuando en el núcleo de tales democracias.
Por nuestra parte, consideramos totalmente errónea esta inferencia. La izquierda socialdemócrata,
en el sentido dicho (como también la izquierda socialista residual) –y no sólo los militantes,
simpatizantes o votantes de los partidos correspondientes–, también está envuelta en una
ideología, nematología o «nebulosa trascendente» o metafísica, aunque ésta no se reconozca, como
consecuencia de su falsa autoconciencia racionalista.
La tesis del presente rasguño es esta: los «componentes trascendentes» de las ideologías socialistas,
socialdemócratas y democristianas proceden de ideologías metafísicas (por no decir míticas) muy
antiguas, del siglo I, vinculadas al cristianismo; y este nexo está explícitamente reconocida en las
«democracias cristianas». Pero también cabría poner en correspondencia al socialismo, y al
comunismo, con las doctrinas maniqueas del siglo III, mientras que las socialdemocracias se
corresponderían con concepciones ideológicas afines a las de los gnósticos del siglo II.
También habría que constatar las correspondencias entre los enfrentamientos y alianzas de aquellas
sectas y estos partidos políticos. Por ejemplo, los enfrentamientos de los gnósticos del siglo II con
los cristianos del helenismo se corresponderían con los enfrentamientos actuales de la
socialdemocracia española y europea con la Iglesia católica o con las iglesias protestantes. A fin de
cuentas, el cristianismo que envuelve a la derecha tiene todavía más años que el gnosticismo: la
diferencia está en que el cristianismo del siglo I llegó a nuestra época canalizado en la caudalosa
corriente de la iglesia romana, mientras que el gnosticismo no dispuso de un cauce tan preciso, y lo
que pudo llegar de él fueron las gotas de una lluvia difusa (lo que no quiere decir que esta lluvia no
hubiera podido transportar los inconfundibles aromas de sus fuentes).
En su acepción nomotética, son gnósticos todos aquellos grupos o personas que participan de
la gnosis, entendida como un «sistema teológico-cósmico» –o como una familia de sistemas– a los
cuales se atribuyen capacidades soteriológicas, independientemente de que estos sistemas hayan
sido asumidos, incluso creados, por individuos del siglo II, o de cualquier otro siglo posterior o
incluso anterior.
La distinción entre estas dos acepciones del término gnóstico fue de hecho establecida por un
congreso de investigadores reunido en Mesina, en 1966, en sus propuestas concernientes al «uso
científico» de los términos «gnosis» y «gnosticismo». Según la exposición que hace José Montserrat
Torrents (en la introducción general a una colección de escritos sobre Los gnósticos, publicada en
dos volúmenes por la Editorial Gredos, Madrid 1983), la distinción sería esta:
«Para evitar un uso indiferenciado de los términos ‘gnosis’ y ‘gnosticismo’, parece útil identificar, a
través de los métodos histórico y tipológico, un hecho determinado, el gnosticismo, partiendo de
un cierto grupo de sistemas del siglo II d. C., que vienen siendo generalmente así denominados. Se
propone, en cambio, concebir la ‘gnosis’ como ‘conocimiento de los misterios divinos reservado a
una élite’.» (op. cit., pág. 8.)
Pueden señalarse muchos paralelos a la distinción, así establecida, entre gnosis y gnosticismo. Por
ejemplo, el término «socialismo» puede entenderse como «la forma de pensar y de vivir» de
individuos o de grupos de diversos lugares o siglos, por oposición a «socialista», cuando se utiliza
para designar a los individuos afiliados, votantes o simpatizantes de un partido político socialista
durante un intervalo determinado históricamente.
Cuando los historiadores de la filosofía clasifican como gnóstico al último gran pensador de la
antigüedad, Plotino, que vivió en el siglo III, no por ello quieren significar siempre que Plotino fuera
un discípulo o un epígono de una secta gnóstica del siglo II; precisamente Plotino se distinguió por
su enérgica actitud antignóstica. Quiere decirse que el sistema de Plotino incluye una gnosis sui
generis. La definición que Max Scheler, en De lo eterno en el hombre, dio de la gnosis y de los
gnósticos, se corresponde más bien con la acepción nomotética o sistemática que con la acepción
histórica: «Entendemos por gnosis a toda concepción del mundo y de la vida que enseña la salvación
por el conocimiento» (cita como gnósticos a Averroes o a Schopenhauer).
La misma diferencia entre la gnosis verdadera (cristiana) y la gnosis falsa, utilizada por heresiólogos
tales como San Ireneo de Lyon o San Hipólito de Roma, tiene que ver con la distinción que nos ocupa:
el cristianismo sería una gnosis verdadera (en su sentido sistemático, en tanto predica la necesidad
del conocimiento por revelación para la salvación); la gnosis falsa nos remitiría a la gnosis en su
sentido referencial-histórico.
Las dificultades que entraña la definición de gnosis, en el sentido sistemático de Scheler, deriva sin
duda de la ambigüedad del término «conocimiento salvador». ¿De qué conocimiento se trata? ¿A
qué salvación nos referimos? Además, el conocimiento, cualquiera que sea, ¿se considera salvador
por sí mismo o conjuntamente con otras prácticas o actividades? Por ejemplo, el conocimiento del
sendero de salida de un bosque en llamas, es un conocimiento salvador para quien se encuentra
dentro de él, pero no por sí mismo, sino acompañado de la marcha efectiva por este sendero, capaz
de alejarnos del bosque en llamas.
Thomas Huxley había partido del concepto de gnosticismo, en su acepción historiográfica, a la que
tuvo acceso a través de los Hechos de los Apóstoles,atribuido a San Lucas, discípulo de San Pablo.
Lucas (Hechos 17-22 y 23) pone en boca de Pablo, «de pie en medio del Areópago», las siguientes
palabras: «Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie, porque al pasar y contemplar
vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba escrito: ‘Al dios
desconocido’.»
Sin duda, Huxley advirtió la paradoja de la concepción de un «dios desconocido», y sin embargo,
presente en un altar; la paradoja entre alguien que revela conocimiento en un altar, pero cuya
esencia se desconoce. Este dios desconocido sería precisamente el propio del agnóstico que,
además, se enfrenta al gnóstico que cree poder estar conociendo, por revelación, lo que le
manifiesta ese dios incógnito. Huxley habría aplicado, según esto, este «dios desconocido», pero
revelado a una secta de fieles escogidos o gnósticos, a las iglesias cristianas de su época.
«Agnosticismo» significó entonces no ya la negación de Dios (ateísmo), sino el desconocimiento de
la esencia y de la existencia del Dios revelante; y este agnosticismo significaba, para algunos (por
ejemplo, el agnosticismo trágico de Unamuno), una limitación trágica, capaz de impedir conocer
nuestro destino; y para otros (el agnosticismo positivista) un descubrimiento que en nada tenía por
qué afectar al conocimiento necesario en otros terrenos, sino que más bien despejaba el camino de
este conocimiento. En todo caso, el agnosticismo se enfrentaba así con el gnosticismo, es decir, con
la actitud de quienes, por lo menos, creían necesario, en el momento de fijar planes o programas
políticos, desbordar el horizonte de un humanismo genérico o terrenal y envolver al hombre con la
compañía de otras entidades cósmicas, en función de las cuales se definiría también el destino
humano.
Este gnosticismo, opuesto al agnosticismo trágico o al agnosticismo positivista, será asumido, por
un lado, por el gnosticismo tradicional (por la gnosis cristiana), y por otro lado, tomando la forma
de un gnosticismo racional y anticatólico, por la socialdemocracia de cuño krausista, que a través
del Ideal de la Humanidad que hizo suyo Julián Sanz del Río, inspiró a una gran parte del socialismo
español, apartándole del marxismo leninismo.
III. Dos «estrategias hermenéuticas» para entender los textos gnósticos
1. Es muy difícil saber qué significa «entender» los textos gnósticos del siglo II que se nos han
conservado, principalmente en las obras de sus enemigos heresiólogos cristianos, tales como la obra
de San Ireneo de Lyon, conocida como Adversus haereses –escrita probablemente entre 180 y 190–
y la obra de San Hipólito de Roma, Elenchos (Refutación de todas las herejías), que apareció en torno
al año 222.
Sin duda no hay mayores dificultades para entender, al modo como se entiende un texto surrealista,
frases como esta, de San Ireneo:
«El Logos y la Vida, después de emitir al Hombre y a la Iglesia, emitieron a otros diez eones, cuyos
nombres son los siguientes: Profundo y Mezcla, Inmarcesible y Unión, Genuino y Placer, Inmóvil y
Comunión, Unigénito y Beata. Éstos son los diez eones que, según ellos, fueron emanados por Logos
y Vida. Por su parte, el Hombre, en unión con la Iglesia, emitió doce eones, a los que otorgan los
nombres siguientes: Paráclito y Fe, Paternal y Esperanza, Maternal y Caridad, Intelecto Perdurable
y Entendimiento, Eclesia y Beatitud, Deseado y Sabiduría.» (pág. 95.)
Comparemos la frase anterior con la siguiente, extraída de un libro de Cosmología actual (Los tres
primeros minutos del Universo, en el que Steven Weinberg, en funciones de San Ireneo, dice
reexponer la gnosis de Murray Gell-Mann y de George Zweig):
«Los quarks se presentan en diferentes tipos o sabores, a los que dan nombre como Arriba, Abajo,
Extraño y Encantado. Además, cada sabor de quark puede tener tres distintos colores, que los
teóricos [gnósticos científicos] de Estados Unidos habitualmente llaman rojo, blanco y azul. El
pequeño grupo de los físicos teóricos de Pequín se ha adherido hace tiempo a una versión de la
teoría de los quarks, pero los llaman ‘estratones’ en vez de quarks, porque estas partículas
representan un estrato más próximo a la realidad que los hadrones ordinarios.»
Sin duda, tampoco hay dificultad para entender esta frase de la gnosis científica actual, en la
literalidad de sus palabras, en cuanto significantes de significados de la lengua española
(«profundo», «mezcla», «rojo», «blanco»), pero la cuestión es: ¿de qué estamos hablando? ¿Acaso
estamos leyendo sencillamente textos literarios escritos por algún dadaísta? ¿Acaso estamos
leyendo textos que pretenden decirnos algo sobre la realidad (entendiendo por tal precisamente a
entidades que de algún modo tienen que ver con nuestro mundo práctico, tales que podamos tocar,
oler o ver a distancia, para decirlo de un modo redundante)?
En el caso del texto gnóstico, la perspectiva pragmática se nos impone cuando, por ejemplo, después
de haber leído los tres primeros capítulos del libro I de San Ireneo en perspectiva alfa operatoria
(filológica, en este caso), acaso como quien lee un cuento de la vieja, «caemos en la cuenta»,
inducidos por el propio texto, de que lo que trata este texto es de lo mismo de lo que tratan los
textos cosmológicos relativos a la teoría de la expansión del Universo y del Big Bang:
«La Intención –a la que, asímismo, llaman Achamot– de la Sabiduría superior [el último eón emitido
en el Pleroma que buscaba volver al padre, al Abismo], una vez apartada del Pleroma, entró en
ebullición por necesidad en regiones de sombra y de vacío, porque salió de la luz y del Pleroma,
informe y sin figura, a manera de aborto, por no haber comprendido nada.» (pág. 110)
En una palabra, la lectura pragmática de los textos gnósticos nos lleva a interpretarlos, no como
simples delirios o fantasías semántico sintácticas, sino como, sin abandonar la hipótesis del delirio
sobrevenido, como delirios que tienen que ver con los intereses de mi ego corpóreo, o con las cosas
que nos rodean en la superficie de la Tierra y en el Cielo, o con los demás egos que interaccionan
con nosotros como amigos o enemigos.
Y con esto ya podemos entender qué tengan que ver los relatos gnósticos o científicos con nuestra
salvación, es decir, con la seguridad o inseguridad de nuestro propio cuerpo y de los demás cuerpos
de los otros sujetos que viven en un Mundo desconocido. Y, por ello, cuando retrocedemos al
comienzo del libro I de San Ireneo, y releemos la exposición que Tolomeo hace sobre la ogdóada
primordial, que dará origen al Pleroma, intentaremos entender pragmáticamente –es decir, a partir
de experiencias pragmáticas actuales, y semejantes por completo a las que pudieron tener lugar
hace veinte siglos (porque si no fuera así no podríamos en modo alguno entender nada de lo que
ellos nos dicen), por sujetos que tenían manos y ojos prácticamente iguales a los nuestros– que de
lo que estamos hablando es de la génesis del Mundo visible.
Pero la cuestión de la génesis del Mundo visible (supuesto que tuviera un comienzo, es decir, que
no fuese eterno), nos lleva, como sin duda llevó a nuestros semejantes de hace veinte siglos o más,
a la pregunta: ¿qué había antes de su aparición?
Quien supone que el Mundo visible fue creado por Dios, formulará necesariamente la pregunta
siguiente: ¿Qué hacía Dios antes de crear el Mundo? ¿Acaso crear otros Mundos? (San
Agustín, Ciudad de Dios, libro XI, capítulo 6).
Quien, aun partiendo del supuesto de un origen del Mundo visible, como era el caso de los gnósticos,
no comparte el dogma judeocristiano de la creación, también tendrá que formularse la pregunta
sobre lo que pudiera haber antes de la aparición del Mundo. Desde nuestra propia perspectiva
epistemológica materialista, descartamos la posibilidad de una «intuición» de lo que pudiera existir
más allá del Mundo visible o antes de él, y mantendremos la tesis de que todo cuanto pueda
afirmarse de ese trasmundo o realidad transmundana, tiene que proceder del Mundo visible o
fenoménico, en tanto que en él hay también dominios delimitados y realidades exteriores a estos
dominios y aún dominios anteriores a los dominios presentes. Como decisivo para la gnosis
podríamos poner el dualismo entre una realidad espiritual, la del Pleroma, y la realidad del Mundo
visible, subordinado al Pleroma, el Kenoma, que se supone que tiende a volver, de algún modo,
hacia el Pleroma que lo emitió. Esto nos da ya una indicación hermenéutica sobre el texto inicial de
la exposición de Tolomeo:
«Había, según dicen, un Eón perfecto, supraexistente, que vivía en alturas invisibles e innominables.
Llámase Pre-Principio, Pre-Padre y Abismo, y es para ellos inabarcable en su manera de ser e
invisible, sempiterno e ingénito.» (pág. 91.)
Filológicamente es incontestable que el Abismo ocupa en el relato gnóstico el puesto que Yahvé-
Dios ocupaba en el relato bíblico. Con una diferencia: Dios creó al Mundo, lo que implica por tanto
un dualismo radical entre el Dios eterno y el Mundo creado por él.
Ahora bien, los cristianos, que defendieron ya de algún modo el dogma trinitario, no veían al Dios
creador como uno y simple, sino como una trinidad que, en su inmanencia, también podía hacerse
consistir en el conjunto de las procesiones de las personas divinas. Sabelio ya habría dado un paso
más: las procesiones divinas no habrían tenido lugar en la inmanencia del Dios eterno, sino también
en el propio proceso de la creación del Mundo; y, por ello, la Segunda Persona de la Trinidad, lejos
de mantenerse en la inmanencia divina (en su vida ad intra), ni siquiera se mantuvo en la inmanencia
constituida por los coros angélicos que había creado antes de crear al Mundo visible, porque se
encarnó en el Mundo corruptible como Cristo-Jesús. Para los cristianos, el dualismo maniqueo entre
el Dios invisible y el Mundo visible, ni siquiera se producía. Pascal llegaría a decir: «Sólo conozco a
Dios a través de Jesucristo.»
Los gnósticos, en cambio, mantuvieron el dualismo. El Abismo, el Proto-Padre, «Vivió infinitos siglos
en magna paz y soledad. Con él vivía también Pensamiento, a quien denominan asimismo Gracia y
Silencio. Una vez, pensó este Abismo emitir de su interior un principio de todas las cosas, y esta
emisión que pensaba emitir la depositó a manera de simiente en Silencio, que vivía con él, como en
una matriz. Habiendo ella recibido esta simiente y resultado grávida, parió un Intelecto [Nous]... y
junto con él fue emitida Verdad [Aletheia].» (págs. 91-92.)
De esta tétrada, primera y principal, resultará, por procesos similares (más próximos a la emanación
que a la creación), la segunda tétrada, cuyo primer estrato está constituido por Logos y Vida, que, a
su vez, emitirán a Hombre e Iglesia. Y así, hasta completar las treinta emisiones o eones del Pleroma,
que todavía no se confunde con un Mundo visible y corruptible, sino con un Premundo espiritual
(correlativo con el mundo de los ángeles y de los arcángeles de los cristianos, pero con la diferencia
de que en él ya aparecen el Hombre y la Iglesia; sin duda, un Hombre y una Iglesia que todavía no
son los hombres y las iglesias históricos, sino sus arquetipos o Ideas, en el sentido platónico).
El Mundo visible surgirá del Pleroma, autocontenido en sí mismo, como consecuencia de una
anomalía o desviación del último eón (a la manera como el Big Bang habría surgido de una anómala
«fluctuación del vacío cuántico»), Sophia, en su intento de volver al Padre, su paralelo cristiano es
evidente: Dios crea a los ángeles y es a raíz del intento de uno de ellos de ser como Dios, es decir,
de volver al Padre, cuando Dios Padre decide crear el Mundo material y encarnarse en él, en un
hombre real de carne y hueso, Cristo. Cristo-Jesús, que, en cuanto es divino, se situará por encima
de los mismos ángeles (circunstancia en la que se haría consistir siglos después, en el Renacimiento,
la celebrada «dignidad del hombre» del humanismo cristiano, enfrentado a los humanismos
gnósticos y a los musulmanes).
La hermenéutica pragmática nos estimula, por tanto, a interpretar los textos en función de
referencias extralingüísticas, al modo como se interpretan los mapas lingüísticos (Wörten und
Sachen). Porque las cosas son las cosas del Mundo visible, que a pesar de sus cambios, siempre se
mantienen de algún modo, al menos durante el periodo de unos cinco mil años, en los que existen
los textos escritos (en los cuales la Luna y el Sol de hoy son muy parecidos a los objetos que pudo
ver el filósofo Anaximandro o el faraón Micerino; periodo extensible hasta los 40.000 años, o el
doble de años, en los que hay representaciones rupestres de cabras o de caballos, muy parecidos a
los de hoy, o hachas de piedra muy similares a las que todavía en nuestros días empleaban los
tasmanios).
Y, si esto es así, se justifica, por razones objetivas, que nos atengamos, al hablar del «ideario
socialdemócrata actual», a las sociedades occidentales. Y esto es tanto como decir que nuestro
enfoque no está determinado por un eurocentrismo, o incluso por un occidencentrismo subjetivo.
2. Ahora bien: las democracias homologadas actuales suelen clasificarse según la coloración
derechista o izquierdista que en ellas prevalezca en un intervalo de tiempo dado. Esta clasificación,
a nuestro entender, carece de significado político inmediato estricto, puesto que las democracias
homologadas, al reconocer el juego de los partidos de derechas o de izquierdas y admitir los turnos
cíclicos de prevalencia de cada color, reduce notablemente el alcance de la oposición, que alcanza,
sin embargo, un relieve desproporcionado en función de las elecciones legislativas cada cuatro,
cinco o seis años. Es entonces en donde la lucha electoral por conquistar el parlamento y el gobierno
busca excitar las diferencias hasta el punto de que, entonces (sobre todo en España, Italia o Francia),
los partidos de izquierda intentan reducir a los de derecha a la condición de reliquias totalitarias,
fascistas o nazis.
Pero lo cierto es que, tras las elecciones, con la victoria de alguna de las alternativas, el rumbo que
toma la sociedad política será muy semejante al que hubiera tomado en el caso de la victoria de los
partidos opuestos.
El reconocimiento que los partidos demócrata cristianos hacen de su ideario cristiano suele ser
explícito. Un ideario que, desde la izquierda laica, aparece como una superestructura teológico
metafísica, de naturaleza extrapolítica, que envuelve oscuros intereses de clase, de privilegios o
simplemente de apego a tradiciones supersticiosas. Un reconocimiento que puede conducir, por
contraposición, a la opinión errónea, pero muy generalizada, de que los partidos democráticos de
izquierda tienen un ideario más sobrio y ceñido, como el guante a la mano, a las exigencias prácticas
racionales de la sociedad política. Y esto se aplicará sobre todo a la socialdemocracia, porque los
partidos comunistas (y aún los socialistas no comunistas ni socialdemócratas) aún conservarían
ciertas ideas estructurales y metafísicas que se manifiestan en la configuración misma de la
oposición derecha/izquierda desde perspectivas maniqueas (remitimos a nuestro libro El mito de la
derecha, pág. 92-93). También, en el recurso a la idea metafísica de «alienación» como fundamento
de la oposición entre obreros y patronos capitalistas, entre explotadores y oprimidos. Incluso el
interés «morboso-científico» que ya manifestaron los soviéticos por los animales no linneanos
extraterrestres (en función de su doctrina sobre el mundo, el hombre y la historia).
4. Ahora bien, no cabe confundir, como si se tratara de una misma cosa, el socialismo de los
llamados partidos políticos socialistas, y la socialdemocracia,muchas veces reivindicada también por
partidos que se dicen socialistas. Una socialdemocracia que algunas veces se manifiesta como una
corriente que fluye en el mismo «río socialista», y a través de la cual tienen lugar reconocidas
intersecciones entre el socialismo y algunas corrientes de la derecha democrática, sobre todo, del
llamado centro-izquierda.
Esto hace que no sea nada fácil establecer las relaciones que median entre la democracia y el
socialismo de los partidos políticos llamados «socialistas», como pudo serlo el Partido Obrero
Francés de J. Guesde, o el Partido Socialista Obrera Español de J. Mesa y de P. Iglesias, el PSOE. Los
partidos socialistas tuvieron siempre una gran influencia de Marx, y tendieron a entender
instrumentalmente la democracia y el Estado de derecho, asumiéndolos ocasionalmente como
meras alternativas para la conquista del poder político, o mantenerse en él. Pero estando dispuestos
siempre a recurrir a la dictadura totalitaria o a la revolución violenta, al modo del socialismo
soviético.
Este habría sido el caso, en España, del PSOE de Largo Caballero, el «Lenin español», en la época de
la Revolución de Octubre de 1934, o incluso en la primera época del gobierno del PSOE con Felipe
González, tras su victoria electoral de 1982, en ocasiones tales como la intervención de Rumasa o la
fundación del GAL (desde este punto de vista no es nada extraño que la expresión
«fundamentalismo democrático», tal como la utilizaron Felipe González y su vocero Juan Luis
Cebrián, fuera utilizada con sentido peyorativo, atribuyendo este fundamentalismo a Aznar, que al
parecer, según ellos, exigía demasiada obediencia a los principios democráticos). Remitimos a
nuestro artículo «Historia (natural) de la expresión ‘fundamentalismo democrático’», El
Catoblepas, nº 95 (enero 2010).
En la realidad histórica, la distinción entre los partidos socialistas y los partidos socialdemócratas
fue más bien ideológica o programática que efectiva o tecnológica. Baste recordar cómo el SPD, que
había mantenido el «abajo las armas» en los comienzos de la Primera Guerra Mundial, cuando llegó
al poder (siendo Ebert jefe del gobierno y Noske ministro de la guerra) fusiló a Rosa Luxemburgo y
a Liebknecht.
Se introduce de este modo una dualidad que nos conduce a la alternativa (incluso a la disyuntiva)
siguiente: o bien considerar al grupo o a la sociedad como resultante de la asociación de individuos
previamente dados (es la tesis del contrato social, orientada hacia la subordinación del Estado a los
individuos, a los «derechos humanos», en el sentido del «liberalismo»), o bien considerar al
individuo como resultante de su moldeamiento por el grupo (por la sociedad), lo que equivale
muchas veces a suponer que el individuo libre, responsable de sus actos (supuesto de la democracia
y del Estado de derecho, que se guía por el principio societas delinquere non potest), es propiamente
una ficción jurídica, indispensable sin embargo para mantener la democracia y el Estado de derecho.
5. Ahora bien: mientras que las democracias cristianas reconocen explícitamente la influencia
histórica que en sus concepciones políticas ejercieron las «revelaciones evangélicas» del siglo I (y se
dejaron llevar también, en el momento de dar cuenta de sus enfrentamientos con las izquierdas
socialistas y comunistas, por las revelaciones maniqueas del siglo III, que afectaron también a las
mismas izquierdas socialistas o comunistas de inspiración hegeliano-marxista: ver El mito de la
derecha, pág. 93), la socialdemocracia pretendió mantenerse al margen (en sus principios
doctrinales y planteamientos), de cualquier influencia teológica, buscando sus fundamentos en
fuentes naturales, humanísticas y laicas, enfrentadas por tanto directamente con las iglesias
católicas o protestantes, y, en consecuencia, con las democracias cristianas.
Pero, ¿realmente puede aceptarse que la socialdemocracia, al menos la más «humanista y liberal»,
surgió de fuentes puramente «racionales», «positivas», incluso «científicas»?
A nuestro entender, no es posible aceptar esta tesis, que forma parte de la ideología de la propia
socialdemocracia.
En efecto, aún cuando los precursores de la ideología socialdemócrata más liberal reivindican
siempre la racionalidad, y aún la racionalidad científica, de sus principios, lo cierto es que la
racionalidad de tales principios mantiene su carácter metafísico; el carácter de una metafísica
resultante de la transformación o secularización de tradiciones o revelaciones también muy lejanas,
que aparecen claramente en el siglo II (muy próximas por tanto a las revelaciones cristianas del siglo
I y a las maniqueas del siglo III), y que creemos poder identificar con las tradiciones gnósticas.
No entraremos aquí en las tareas de seguir el rastro de estas tradiciones gnósticas a lo largo de la
edad media y de la edad moderna. Nos atendremos a las fuentes más recientes. Y así como las
tradiciones cristianas o maniqueas se «refundan», depurándose, en el siglo XIX, en la escolástica
hegeliana (que se continuó en el marxismo y en la neoescolástica tomista), así también las
tradiciones gnósticas se habrían refundido y depurado en sistemas afines al que Krause ofreció a
principios del siglo XIX, oponiéndose precisamente al estatismo de Hegel (que condicionaba su
humanismo y su filosofía de la Historia), en nombre de una asociacionismo federalista mucho más
próximo a lo que después serían las constituciones democráticas.
Las posiciones krausistas encontraron en España suelo abonado por las tradiciones representativas
de su historia política (los Concilios de Toledo, el Concilio de Coyanza, &c.). Algún historiador, como
Pierre Jobit (Les éducateurs de l’Espagne moderne, París 1936), señaló una corriente «prekrausista»
en la España del siglo XVIII; un concepto historiográfico de prekrausismo que deforma enteramente
la realidad histórica, a la manera como la deforman conceptos tales como el de preerasmismo o
precartesianismo español. Ese prekrausismo se manifestaría en obras como los Principios del orden
esencial de la Naturaleza, de 1785, de Antonio Javier Pérez y López. En cualquier caso, el libro de
Pérez y López no se nos presenta como una alternativa a las doctrinas ortodoxas de la Iglesia
católica; por el contrario parece escrito con la voluntad de atenerse a tales doctrinas. Sólo
retrospectivamente podría advertirse en él una cierta afinidad con el panenteísmo de Krause
(afinidad que también podría percibirse en otras exposiciones de la metafísica cristiana ortodoxa de
la época). Leemos al comienzo de su capítulo III, «Del orden esencial del Universo»:
«Si a la luz de una verdadera Metafísica, que hasta los Deístas modernos cultivan y celebran, se
examina cuál es la tendencia necesaria de la gran obra de la creación hacia su Creador infinitamente
perfecto, aparece que es su gloria accidental. Siendo cierto, como lo es, que las criaturas, que nada
tienen por sí, y todo el bien que poseen lo recibieron de otra mano, carecen de motivo para
gloriarse, ¿cómo dejará de ser evidente que todas las cosas deben glorificar al Señor, que por su
propia esencia atesora toda perfección? Ciertamente así como es el principio del Universo debe ser
también su fin.» (pág. 11.)
En cualquier caso fue don Julián Sanz del Río quien, a partir del año 1854 (en el que ocupó la cátedra
de Historia de la Filosofía en Madrid), quien publicó en 1860 el Ideal de la Humanidad para la
vida, que en realidad era una traducción fiel de un artículo de Krause. De hecho Sanz del Río fundó
una escuela llamada a tener una enorme importancia en la socialdemocracia española, sobre todo
a través de su discípulo Francisco Giner de los Ríos, Federico de Castro y Fernández, Gumersindo de
Azcárate, Nicolás Salmerón, Francisco Pi Margall o Francisco de Paula Canalejas (estos tres últimos
ocuparon las magistraturas más altas en la Primera República o en la Restauración).
6. Ahora bien, venimos presuponiendo que las principales corrientes políticas del presente no se
mantienen dentro de los límites inmanentes (en realidad jurídicos) del campo político (tal como
pretende la llamada «ciencia política»), sino que desbordan constantemente y ampliamente esta
supuesta inmanencia. Por tanto, no serían sólo las democracias cristianas, sino también las
socialdemocracias, quienes estarían envueltas por idearios metafísicos o teológicos. Aquellas de
modo explícito, y éstas de modo implícito; como también están envueltos en ideologías metafísicas
o metapolíticas los movimientos políticos totalitarios, tanto los de signo comunista (como lo prueba
la misma autodenominación «materialismo dialéctico», que contiene obviamente significados que
desbordan el campo estricto de la política y de la economía política) como los de signo nacional
socialista (que intercalaban en su ideario fragmentos explícitos de carácter mitológico). Los idearios
a los que nos referimos, en resolución, desbordan, desde luego, la escala de los planes y programas
políticos estrictos, y se mantienen a la escala de las llamadas «concepciones del mundo»
(o Weltanschauungen, generalmente aludidas con el nombre de «filosofía» (la «filosofía de
Zapatero», &c.). Con frecuencia hemos escuchado a militantes de la izquierda, que su condición de
izquierdista confiere «sentido a su vida».
Sin embargo, las «concepciones del mundo» alternativas que nos interesan (para establecer el
sistema de concepciones políticamente interesantes), no son, en general, las concepciones del
mundo que pudiéramos considerar como expuestas en tercera persona, es decir, en los
planos semántico o sintáctico(como pudiera serlo la Megále Sintaxis de Ptolomeo, que antes hemos
citado), sino precisamente las concepciones del mundo orientadas pragmáticamente. Y no en el
sentido utilitario inmediato (que conviene a la escala de los planes y programas de un partido
municipal), sino en el sentido propio dado a una escala tal que el Mundo, y no sólo el municipio,
tenga que ver con «el Hombre», en general. Tal es el pragmatismo que hay que atribuir al ideario
de un partido político de ámbito nacional, que necesariamente tiene que estar en contacto con
otros partidos políticos de otras naciones, y que, en consecuencia, ha de enfrentarse con la
necesidad de moverse en coordenadas propias de la Antropología filosófica (tales como la Idea de
Cultura, la Idea de Religión, la Idea de Derechos Humanos, &c., con las cuales tiene que tratar
ineludiblemente).
Lo que llamamos «concepciones del mundo», en sentido pragmático, acaso tiene, como asunto
fundamental, la cuestión que Max Scheler formuló como pregunta por «el puesto del hombre en el
cosmos».
No entraremos aquí en la cuestión de si cabe hablar de una concepción del mundo que no sea
pragmática, teniendo en cuenta que las concepciones del mundo aparentemente más impersonales
(semánticas o sintácticas, en tercera persona) no lo son en realidad. Es decir, no contienen
referencia al hombre, en primera o segunda persona, singular o plural. La apariencia de
impersonalidad deriva, acaso, del hecho de que la primera o segunda persona queden desdibujadas
en un universo infinito: el universo abierto por los atomistas griegos y reabierto en la época de la
«revolución copernicana», que fue vivida muchas veces como expresión de la insignificancia del
hombre «perdido en la inmensidad del polvo estelar». Un hombre que se rescatará acaso no como
contenido interno del Universo, sino como autor externo de su representación (como ocurre en las
cosmologías que asumen el llamado «principio antrópico fuerte»).
Presupondremos que, dada la afinidad entre el Hombre, como sujeto corpóreo, y el Dios de las
religiones terciarias (en cuanto sujeto infinito que conmensura al Mundo y al Hombre), las
concepciones del mundo de signo pragmático mantendrán siempre una determinada relación con
las concepciones teológicas (sobre todo si asumen la interna conexión con el universo, como
resultante de una totalización de la omnitudo rerum, y la idea de un Dios totalizador). Y esto tanto
si la relación se supone positiva como si se supone negativa (sea porque se niega a Dios, sea porque
se niega al Mundo como totalidad efectiva de la omnitudo rerum).
7. Distinguimos así, dentro de la serie de concepciones del Mundo en sentido pragmático que nos
interesa, cuatro sistemas fundamentales:
Los afines a las concepciones del teísmo cristiano, que, por un lado, supone a Dios creador como
principio de la unidad del universo, es decir, de la totalidad del mundo de las criaturas angélicas (del
mundo de los espíritus, incluyendo aquí a los ángeles caídos, a Satán) y a la naturaleza cósmica, y
principalmente al Hombre como destino de la unión hipostática, en Cristo Jesús, de Dios y las
criaturas. A través de esta unión hipostática el hombre adquirirá la condición de «Rey de la
Creación» y podrá considerarse situado, en la scala naturae, «por encima de los ángeles».
No cabría, según esto, hablar de «humanismo cristiano», sino más bien de «sobrehumanismo
cristiano». El cual implica el gobierno de la política y de la historia desde la Iglesia de Cristo, desde
la Ciudad de Dios agustiniana, al menos como regla negativa.
Según esto, la concepción del mundo teológica de las democracias cristianas no es, por tanto, un
mero acompañamiento histórico, sino que es constitutiva de su propia orientación. Lo que implica
que el conflicto entre los partidos demócratas cristianos y los que no comparten su concepción del
mundo es radical e irreversible.
Los afines a lo que Jacob Fay (Defensio Religionis, 1709) denominó panteísmo. El panteísmo designa
a toda concepción del mundo que identifica al Mundo con Dios. El panteísmo es un monismo cuando
se le considera en perspectiva semántica o sintáctica, pero es también una concepción pragmática
del Mundo en la medida en la cual envuelve también la identificación de Dios con el Hombre.
El panteísmo supone una exaltación de la Naturaleza y del Hombre. En todo caso el panteísmo no
es un término unívoco, y habrá que distinguir distintos tipos de panteísmo según diferentes
criterios. Por ejemplo, cabe señalar un panteísmo negativo, el que entiende la identificación, al
modo del idealismo, como «reabsorción» del Mundo en Dios –es el panteísmo que Max Scheler,
en De lo eterno en el hombre, llamó «panteísmo acosmista» (cuando se considera equivalente a la
negación del mundo)–. Y hay un panteísmo que entiende la identificación, al modo «materialista»,
como una «reabsorción» de Dios en el Mundo (un «panteísmo cosmista», que acaso cuando se
interpreta como la negación de un Dios trascendente al Mundo, se aproxima a un panteísmo ateo,
que Scheler llamaba también «vulgar»).
En el tercer tipo de sistemas de esta serie incluimos a los sistemas que podríamos
llamar circumteístas (cuyo prototipo, en su versión mítica, lo encontraríamos en el gnosticismo de
Valentín).
Según esto el circumteísmo no es un monismo, sino un dualismo, que reconoce una distancia infinita
entre Dios (el Abismo, Buzos) y los entes que surgen o emanan de él; sólo que todos estos entes
están envueltos «por Dios». Un Dios que, además, no se mantiene «de espaldas» al resto de estos
entes.
El dualismo entre Dios y los entes emanados de él se reproduce porque entre los entes emanados
de Dios, a su vez, se produce una división esencial, la que media entre el conjunto de los entes que
miran a Dios –el Pleroma– y el conjunto de los entes que, surgidos del Pleroma, pueblan
el Keroma, una suerte de espacio vacío en el que se contiene el Mundus adspectabilis.
En cualquier caso, el circumteísmo está orientado, sin duda, en sentido pragmático, porque el Reino
de los Espíritus contiene de algún modo a los hombres, aunque no necesariamente con exclusividad.
Dicho de otro modo: una concepción del Mundo circumteísta supone a un Dios envolvente de la
Naturaleza y del Hombre, ya sea como una especie más del Reino de los Espíritus, ya sea como la
única o la más noble. Sin duda, el hombre podrá ser interpretado como un colectivo (es decir, como
una totalidad atributiva) pero también como el conjunto de cada uno de los individuos humanos (es
decir, como una totalidad diairológica o distributiva).
Los textos gnósticos apuntan claramente a una concepción circumteísta de signo pragmático. En la
exposición de Ptolomeo valentiniano, Anthropos es un eón emitido por Buzós –el Protopadre, el
Abismo– dentro del Pleroma, situado en la frontera de la primera ogdóada. Y, lo que consideramos
decisivo desde el punto de vista pragmático, ese Anthropos parece concebido como un individuo, si
se quiere, como individuo «vago», nominalista, pero capaz de figurar en el Pleroma en lo que éste
tenga de «reino de los arquetipos» (con ecos platónicos), como se deduce de su dual en la ogdóada,
a saber, Ecclesia, que podemos interpretar como la «comunidad de los individuos humanos».
Y esto es tanto como decir que la orientación pragmática de la concepción del mundo gnóstica del
Mundo va dirigida a la salvación de los individuos humanos. Ante todo por métodos pacíficos (por
la predicación de la gnosis), es decir, no políticos (por una organización estatal que incluya la
violencia). Aquí cabría ver ya prefigurada la oposición práctica radical que se abrirá entre los
gnósticos frente a los cristianos.
En cualquier caso, el Mundo (compuesto por los espíritus del Pleroma y por los cuerpos el Keroma),
aunque no es Dios Padre, tampoco está «fuera de Dios». Ni tampoco Dios Padre, aunque no es el
Mundo, está «de espaldas al Mundo». Dios trasciende al Mundo, pero envolviéndolo y
sosteniéndolo en el Ser, aunque sin identificarse con él.
Como sistemas situados en el límite de la serie de las concepciones del mundo pragmáticas,
pondremos al deísmo y al ateísmo.
Ambos sistemas, en efecto, quedan en el límite de la serie de las concepciones del mundo
pragmáticas, puesto que los dioses del deísmo (el Dios de Aristóteles o los dioses de Epicuro, por
ejemplo) desdibujan la figura del Hombre. En este sentido pragmático, el deísmo equivale al
ateísmo, por cuanto en ambas concepciones del mundo la figura del hombre deja de tener cualquier
privilegio en el Universo. Es decir, se «disuelve» en el Universo como una parte más; ya hemos
recordado cómo la revolución copernicana fue vista, y suele seguir siéndolo, por los físicos y
cosmólogos que no aceptan el principio antrópico fuerte, como liquidación del antropocentrismo
cosmológico, al «destronar» al hombre del trono que ocupaba como Rey del Universo. Desde el
punto de vista pragmático, deísmo y ateísmo coinciden; Voltaire ya había dicho irónicamente que
el deísmo es un ateísmo cortés.
Sobre todo cuando estos jueces, a su vez, y por su cuenta, están movidos por la soberbia y enfermiza
voluntad de poder que los mueve a un intervencionismo despótico que no duda en aplicar su poder
para destruir, antes del juicio, durante el periodo de instrucción y saltándose por encima la
presunción de inocencia, el prestigio de un ciudadano hasta entonces honorable, y el de su familia,
que haya sido imputado, en nombre de ese talibanismo jurídico que se contiene en el principio Fiat
justitia, pereat mundus.
No podemos entrar aquí en el análisis del panenteísmo de Krause y de sus discípulos. Me limitaré
aquí a recordar alguna idea central que figura en el Ideal de la Humanidad para la Vida, que en 1860
publicó don Julián Sanz del Río; una obra que es, por lo demás, como ha demostrado Enrique M.
Ureña, traducción literal de otra obra de Krause.
«Así como Dios es el Ser absoluto y el supremo, y todo ser es su semejante, así como la naturaleza
y el espíritu son fundados supremamente en la naturaleza divina, así la humanidad es en el mundo
semejante a Dios, y la humanidad de cada cuerpo planetario es una parte de la humanidad universal,
y se une con ella íntimamente.» (Madrid 1860, págs. 34-35.)
La lectura descuidada o ingenua de este texto tenderá a no dar importancia a eso de «la humanidad
de cada cuerpo planetario», interpretando la frase simplemente como expresión del interés por el
hombre en la universalidad de su presencia en la Tierra, frente al interés por el hombre de la
estrecha «política de campanario» o incluso de la política de un Estado (aunque éste asuma las
pretensiones imperialistas que le llevarían a «salvar» a los hombres de los demás Estados, como
habría sido el caso del Imperio romano o del Imperio español, y más tarde, después de Krause y de
Sanz del Río, o de sus últimos epígonos socialdemócratas, el caso del Imperialismo soviético).
Pero este texto no es único, y hay otros aún más explícitos, incluso poco antes en el mismo párrafo:
«Dios quiere, y la razón y la naturaleza lo muestran, que sobre cada cuerpo planetario, en que la
naturaleza ha engendrado su más perfecta criatura, el cuerpo humano, el espíritu se reuna en sus
individuos a la naturaleza, en unión esencial, en humanidad, y que unidos en este tercer ser vivan
ambos seres opuestos su vida íntima bajo Dios y mediante Dios.» (Madrid 1860, págs. 34.)
La primera posibilidad, que apoyaríamos en la influencia reconocida que Kant ejerció sobre Krause,
sería la interpretación de esa «humanidad de cada cuerpo planetario», o de esa «humanidad
universal», no ya como la humanidad extendida por toda la Tierra, sino como «la personalidad
extendida por todas las esferas planetarias», de las que, desde una perspectiva especulativa
(semántica, más que pragmática), habló Kant –y no fue el primero– en su Historia general de la
Naturaleza y teoría del Cielo, de 1755 (remitimos a la breve exposición contenida en El sentido de la
vida, págs. 158-160).
Sanz del Río (traduciendo a Krause: «Gott will, und Vernunft und Natur stimmen dahin zusammen,
dass auf jeden Himmelkörper...»), se encuentra ya en la línea pragmática que unas décadas después
asumirían l= os soviéticos y luego Estados Unidos, la línea de la carrera espacial, orientada
principalmente hacia el encuentro con los extraterrestres. Una vía en la cual, sin embargo,
difícilmente podría haber pensado Sanz del Río, cuya época estaba todavía a casi un siglo de
distancia de los V-1 y de los primeros viajes espaciales.
Por ello hay que pensar en una segunda posibilidad –al menos esta es la que encontramos en los
sucesores socialdemócratas de Krause y de Sanz del Río–. No es la vía de los extraterrestres, en el
sentido de nuestros días, sino la vía del espiritismo. Acaso ya Sanz del Río asumió creencias
espiritistas referidas, no ya a la humanidad planetaria, sino al individuo (rasgo socialdemócrata)
capaz de transformarse, a su muerte, en un cuerpo astral. Las palabras que Sanz del Río pronunció
en su lecho de muerte (tras rechazar, por cierto, los sacramentos de la Iglesia católica, en la que
había sido bautizado) apoyarían esta interpretación: «Muero en comunión con todos los seres
racionales finitos.»
Y en este punto es necesario tener en cuenta las curiosas conexiones entre el socialismo de
tendencia socialdemócrata y el espiritismo: la solidaridad que Pierre Lerroux (que fue uno de los
primeros promotores, sino el primero, del término socialismo) había introducido en Francia para
sustituir al principio de fraternidad –de la Revolución Francesa–, que mantenía excesivos sabores
frailunos (ligados además a la fundamentación de la fraternidad de los hombres en el mito de los
hijos de Adán y Eva), sólo podría alcanzar un significado capaz de desbordar las categorías zoológicas
(desde las cuales la fraternidad, como principio revolucionario, no podría reclamar más alcance que
el que conviene a la fraternidad del rebaño de ovejas o de la bandada de pájaros), mediante su
extensión planetaria. Mediante el espiritismo, los krausistas españoles encontraron también
argumentos «racionalistas» para atacar a la Iglesia católica y reinterpretar su Angelología. En el
«catecismo krausista espiritista» del funcionario de telégrafos Manuel González Soriano, titulado El
espiritismo es la filosofía (San Martín de Provensals 1881), vemos explícitamente esta conexión
entre solidaridad y espiritismo; y en el Primer Congreso Espiritista Internacional (Barcelona 1888)
encontramos este sorprendente epígrafe: «Progreso infinito. Comunión universal de los seres.
Solidaridad.»
A partir del espiritismo podríamos advertir, sin ninguna duda, la afinidad entre el krausismo
socialdemócrata y el gnosticismo, y no simplemente la afinidad del espiritismo con el «reino de los
ángeles y arcángeles» tradicional de la Iglesia católica. Esa «comunión con todos los seres racionales
finitos», a la que aspiraba don Julián Sanz del Río en el momento de su muerte, tiene más que ver
(supuesta la idea de un Dios que todo lo envuelve, pero sin necesidad de unirse hipostáticamente a
un ente terrenal, el Hijo de María) con el Pleroma gnóstico que con las «legiones arcangélicas»; y la
animadversión de los krausistas españoles hacia el clero católico coetáneo, así como la
animadversión recíproca, tiene su exacto paralelo con la animadversión de San Ireneo o de San
Hipólito hacia las sectas gnósticas de Valentín o de Marco.
Lo que nos parece digno de constatar es que este conflicto (en el que Krause se vio envuelto) entre
la Hermandad masónica (las logias) y la Humanidad se reproducirá literalmente como conflicto
entre cada Estado (con sus arcana imperii,sus rituales y costumbres específicas, sus intereses
propios) y la Humanidad o el Género Humano. Krause parece reconocerlo en el momento en el cual
comienza a alejarse, si no ya de la idea de un Estado Mundial (sí en adjudicarle «un puesto de
segunda línea en la estructura orgánica de la sociedad humana, sentando a la Alianza de la
Humanidad en el trono que él había ocupado antes» (Ureña, pág. 166), Krause pasa «de ver en el
inicio napoleónico de la transformación de los Estados hacia la configuración de una Federación
Mundial el acontecimiento que caracteriza sin más el comienzo de la tercera y definitiva Edad de la
Humanidad, a ver en él sólo el acontecimiento o el signo externo de la entrada en esa nueva Época»
(Ureña, pág. 166). Tal será el sentido de su distinción entre la Masonería y la idea de la Hermandad
masónica que se corresponde con el proyecto de la Alianza de la Humanidad (en el que hemos visto,
en otras ocasiones, la prefiguración de la Alianza de las Civilizaciones de Rodríguez Zapatero).
Culmina así la distancia radical de Krause con el concepto de Estado absoluto de Hegel, una distancia
que prefigurará la distinción entre el anarquismo de Bakunin y la concepción del Estado de Marx,
como instrumento de la revolución final. La distancia, necesariamente confusa y oscilante, entre la
socialdemocracia y el comunismo de signo marxista leninista.
Son los conflictos que, en el curso de los siglos XIX, XX y XXI, saldrán a la superficie en escenarios
diferentes. Por ejemplo, en el conflicto entre el hombre y el ciudadano (que la declaración de 1789
había vinculado mediante una conjunción copulativa, que enmascaraba la disyuntiva de fondo): el
«hombre», en efecto, «disolverá» al «ciudadano de cada nación», a la manera como la Alianza de la
Humanidad disolvía a las logias masónicas. Antes que español, decía Pi Margall, desde su ideología
krausista, soy hombre.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de
1948, lejos de funcionar como un reconocimiento urgente de las minorías, es decir, de los individuos
aplastados en los diversos Estados, o de los individuos que habían quedado por la guerra «flotando»
sin la protección de ningún Estado, comenzó a funcionar como un instrumento en contra de las
prerrogativas de cada Estado. Un terrorista checheno, o kurdo, o vasco, dejará de ser visto como un
criminal de lesa Patria, y sus actos se conceptualizarán como «crímenes contra la Humanidad»
(contra los Derechos Humanos); conceptualización que utilizó el Tribunal de Nuremberg para evitar
ser acusado de instrumento de las represalias ordinarias que los vencedores ejercen sobre los
vencidos tras una guerra, acogiéndose una vez más al principio societas delinquere non
potest (acaso para evitar tener que ahorcar a millones de alemanes, de austriacos, de italianos o de
japoneses).
«Y todavía las potestades de izquierda, emitidas por ella antes que las de derecha, no reciben
formación por la presencia de la luz; sino que las de la izquierda fueron abandonados para que las
formase el Lugar.» (pág. 361.)
leemos en un texto valentiniano conservado por Clemente de Alejandría (Stromata, 32, 2):
«Por esto predicó [Pablo] al Salvador bajo uno y otro aspecto, como engendrado y pasible para los
de la izquierda, porque pudieron conocerlo en este lugar y lo temen; y, según el elemento espiritual,
como procedente del Espíritu Santo y de la Virgen, al modo que lo conocen los ángeles de la
derecha» (Clemente, 17, 3-20, págs. 354-355.).
Se buscará, en cambio, superar otros inevitables dualismos reconocidos por los gnósticos, y
principalmente el dualismo masculino/femenino (al que los gobiernos socialdemócratas españoles
hacen responsable de la mal llamada «violencia de género»). Los socialdemócratas españoles
intentan superar este dualismo utilizando diferentes recursos, desde la equiparación de los
matrimonios homosexuales con el matrimonio de tradición romana, hasta los proyectos del
Ministerio de Igualdad, orientados a suprimir las diferencias entre varones y mujeres. Una
preocupación por la equiparación o la igualdad entre lo masculino y lo femenino que también
encontramos en el gnosticismo del siglo II. Leemos en un texto de Clemente:
«Así pues, los elementos masculinos se concentraron con la Palabra, mientras los elementos
femeninos, convertidos en hombres, se unen a los ángeles y entran en el Pleroma. Por eso se dice
que la mujer se transforma en hombre y la Iglesia de aquí abajo en ángeles.» (pág. 352.)
Ahora bien, la luz y la iluminación es la única idea responsable del concepto historiográfico que
conocemos como Ilustración (como iluminismo, Aufklärung). Dicho de otro modo: tal concepto
historiográfico es sólo una metáfora gratuita que otorga el papel luminoso a los ilustrados (a la
izquierda) y el papel tenebroso a la Iglesia (a la derecha).
La socialdemocracia española, acaso para borrar las huellas de sus antecedentes marxistas, quiso
encontrar en la Ilustración, en el sentido corriente historiográfico, su verdadera fuente de
inspiración. Impulsó, desde su perspectiva, los actos del centenario, a escala nacional, de Carlos III,
el Rey ilustrado; bautizó, con el nombre de Avenida de la Ilustración, a una vía madrileña. Es decir,
intentó recoger, con espíritu gnóstico, la antorcha de la Ilustración, una vez que había renunciado
al cristianismo y al marxismo-leninismo.
Y de hecho, su política se alineó ideológicamente a las políticas que suelen autodefinirse como
orientadas a la «sociedad del conocimiento» o afines (K-Government o Knowledge Government),
sociedad de la información, &c. Autodeficiniones ideológicas y en ocasiones sostenidas por el mero
mercadeo comercial o propaganda de venta de ordenadores o servicios de internet.
La idea de la sociedad de conocimiento lleva en su seno el mito de que las sociedades sólo alcanzan
el grado superior de felicidad democrática cuando puedan absorber conocimiento, entendido
como cultura, principalmente la cultura visual que ofrecen los escenarios teatrales, las pantallas de
televisión o de internet. Fukuyama ya lo había tenido en cuenta: el fin de la historia humana se
alcanza con la democracia y el video. O dicho del modo gnóstico: con la democracia y con la gnosis.
Sección I
Cuestiones generales
El rico material reunido en ese trabajo permite concluir que la expresión «fundamentalismo
democrático» se consolida en España en el contexto de la lucha política entre diversas corrientes o
partidos enfrentados en el arco parlamentario. Y la diversidad de acepciones no queda agotada en
una rapsodia alfabética o cronológica. Se hace necesaria una clasificación y esta clasificación es muy
difícil por la sencilla razón de que un solo criterio de clasificación no agota el material, puesto que
funcionan diversos criterios entremezclados y confundidos entre sí. La dificultad de la clasificación
o taxonomía estriba por tanto, ante todo, en establecer los criterios que comunican significado
genérico o específico a nuestro sintagma. Confrontando las acepciones diversas, no siempre bien
diferenciadas, del rótulo, hemos creído constatar, como cuestión de hecho, que estas acepciones
pueden considerarse afectadas por criterios muy diversos (por ejemplo, por el ascenso del
movimiento llamado Globalización, asociado con el intento de democratización universal, disputada
con los movimientos antiglobalización), que pueden tratarse disociadamente, sin perjuicio de su
intersección.
Según esto las relaciones que mantiene el presente rasguño sobre la historia natural de la
expresión fundamentalismo democrático y el libro que acabamos de citar vendría a ser la relación
que media entre la exposición directa de una doctrina política y la historia, en sentido taxonómico,
de esta misma doctrina; una exposición histórica que, en cierto modo, podría considerarse como
posterior, e incluso externa, a la exposición directa y a sus consecuencias, pero que sin embargo
resulta ser complementaria e inevitable desde una perspectiva práctica, política o dialéctica.
Pero no queremos aquí mantenernos en el ámbito del análisis del lenguaje, es decir, del análisis
morfológico de este sufijo tónico, -ismo, ni siquiera de su análisis semántico (que muchos
diccionarios o enciclopedias circunscriben al campo de las doctrinas filosóficas, políticas o
científicas, tales como platonismo, marxismo, evolucionismo o estructuralismo). Como si el sufijo -
ismo no estuviese presente también en campos muy diversos de los doctrinales, campos que
contienen realidades dadas en categorías muy distintas (estrabismo, botulismo, canibalismo,
comensalismo...). Precisamente esta universalidad de los campos en los cuales constatamos la
presencia del sufijo -ismo (es decir, la universalidad de los campos en los que encontramos la
presencia de raíces o núcleos de las palabras formadas con el sufijo átono -ismo) lo que requiere
para su análisis una perspectiva más filosófica, es decir, lógica y ontológica, una perspectiva que
desborda los límites del «análisis del lenguaje» en sentido estricto, porque necesita utilizar ideas
lógicas y ontológicas que los gramáticos generalmente no utilizan, al menos de modo explícito y
sistemático, o no quieren utilizar para mantener su independencia gremial.
Por lo demás, el análisis filosófico que ofrecemos aquí del sufijo -ismo ha de entenderse sólo como
un esbozo. Por supuesto dejamos de lado aquí formaciones lingüísticas terminadas en ismo
(como asimismo o abismo) en las cuales la terminación no desempeña funciones de sufijo átono,
sino que derivan de otras palabras latinas o griegas. Asimismo –antiguamente meismo– no es un
derivado de me y del sufijo -ismo, aunque algunos también lo interpretan así, sino, según
Corominas, una transformación de medipsimus, forma enfática de ipse [el mismo, el propio]
mediante el met enfático que se agregaba a los pronombres personales (egomet = yo en
persona; tumet = tú en persona), por lo que metipsimus se explicaría sin dificultad gracias a la
evolución del medesme, del francés antiguo. También abismo, del latín vulgar abbysimus (del
latín abyssus, y este del griego αβυσσоς, es decir, sin fondo o βυσσоς). Estas terminaciones ismo
acaso proceden de superlativos afectivos opuestos aquí a altissimus; pero el sufijo -ismono se
confunde con el superlativo -isimo.
El sufijo -ismo transforma a las significaciones o conceptos formados a partir de raíces, bases,
núcleos o constituyentes pertenecientes a campos categoriales muy diversos en ideas (derivadas de
los constituyentes) que representan o bien modos de ser o de organización, natural o
cultural, identificables dentro de un sistema de alternativas o disyuntivas posibles frente a las cuales
se definen (identificables implica que esos modos de ser sean repetibles, principalmente como
efectos de causas o principios de la más diversa índole, y que posean una relativa estabilidad en su
ámbito), o bien modos o modelos de hacer o de proceder (tanto institucionales como no
institucionales, ya sean «naturales», ya sean «culturales») identificables (repetibles, estables)
dialécticamente, es decir, dentro de un sistema de alternativas o disyuntivas posibles frente a las
cuales se definen.
De este análisis se desprende que el significado -ismo actúa ante todo como un clasificador, en la
enorme variedad de modos de ser o de hacer, tanto de la realidad no institucional (sea natural, sea
cultural) como de la realidad institucional en función de la cual caracterizamos a la cultura humana.
Por vía de ejemplo, el estrabismo se entenderá como un modo de organizarse los ejes del globo
ocular, efecto morfológico de causas orgánicas (ya sean programas genéticos, ya sean programas
somáticos o simplemente lesiones); el estrabismo es una disposición o modo de ser un organismo
binoculado, una disposición identificable entre otras disposiciones alternativas, y dotadas de una
relativa estabilidad, la suficiente para eliminar cualquier hipótesis aleatoria. El botulismo es un
efecto real (un modo de ser, no una doctrina o cosa parecida, como sugiere el diccionario)
provocado tras el consumo de carne pasada (latín botulus = salchicha) o de otros alimentos
(generalmente embotados), efecto provocado por un microbio anaerobio denominado Bacilus
botulinus. Este efecto, aunque tiene lugar en un campo cultural-industrial (en el que hay salchichas,
latas o botes de conservas), se produce por vía naturales, no culturales. Es un efecto, o modo de ser
efecto, que se produce dentro de un conjunto de alternativas o disyuntivas posibles, un efecto
identificable por los síntomas característicos (y entre ellos, por cierto, a veces, ciertos trastornos
oculares como la diplopía o estrabismo interno).
Por supuesto, el sufijo -ismo también define modos de ser o modos de hacer ya estrictamente
institucionales, y no sólo culturales, como puedan serlo las conductas del canibalismo, descritas en
muchas especies de vertebrados, «modos de hacer» o de conductas alternativas a otras posibles,
pero que discurren en un terreno que no requiere un momento nematológico doctrinal, sin que por
ello pueda ser llamado tecnológico (si es que el momento tecnológico lo consideramos siempre
conjugado con un momento nematológico).
Sin duda, el sufijo -ismo afecta sobre todo a raíces o núcleos propios de campos categoriales
institucionales (etnológicos, religiosos, ceremoniales, políticos, doctrinales...). En Feijoo, tomado
como referencia importante en la historia del léxico de la lengua española, encontramos raíces con -
ismo que son todas ellas instituciones: bautismo, aforismo, mecanismo, cartesianismo,
escepticismo, silogismo, cristianismo, guarismo, paralelismo [del eje de la Tierra], despotismo,
materialismo, muratorismo, newtonianismo. Y sin duda, los compuestos con -ismo aparecen sobre
todo en el terreno de las instituciones, pero no sólo doctrinales (tales
como cristianismo o islamismo) sino también ceremoniales (bautismo), morfológicas (catecismo),
conductuales (solecismo), &c. En general, en contextos políticos alternativos o disyuntivos de otros,
dentro de un sistema político (liberalismo, comunismo, marxismo, socialismo, fascismo,
integrismo...), también en contextos científicos (atomismo, corpuscularismo...), sebasmáticos
(totemismo, animismo, teísmo, ateísmo, judaísmo, islamismo...), artísticos (en las «vanguardias»
sobre todo: impresionismo, puntillismo, cubismo, surrealismo, dodecafonismo...), &c.
El sistema de alternativas o disyuntivas implícitas en los términos con -ismose corresponde muy bien
con las alternativas o disyuntivas de los términos-clase (géneros supremos, géneros subalternos,
especies...), pero también con términos doctrinales que de algún modo tienen que ver con
alternativas o disyuntivas entre proposiciones [p, ⌐p, q, ⌐q...].
-Ismo, en efecto, según hemos dicho, parece encerrar un significado genérico, el significado
dialéctico de la disyunción o alternativa que requeriría para poder ser definido contar con un marco
lógico preciso, a saber, un marco de elección constituido por una multiplicidad de situaciones
disyuntivas (también alternativas) [A, B, C, D... N] bajo la suposición de que algunas de ellas asumen
o pretenden asumir la hegemonía respecto de los demás, y por tanto, en detrimento (desprecio,
desconocimiento, ignorancia) de las otras y, en general, en polémica con ellas. Por lo demás, a estas
múltiples alternativas o disyuntivas de términos [A, B, C, D... N] podremos darle el formato de las
clases lógicas (por ejemplo, el formato de un género próximo respecto de sus especies, o el formato
de un género remoto, o de una clase en el sentido de la taxonomía linneana) o bien el formato de
proposiciones (o de conjuntos de proposiciones concatenadas en una doctrina).
Es evidente que el sufijo -ismo, para aplicarse a raíces o núcleos de significados naturales (es decir,
no culturales o institucionales), presupondrá un marco de clases y no de proposiciones, si es que a
la «Naturaleza» no le reconocemos actividades proposicionales (tales como planes, programas,
metodologías o proyectos). Pero el sufijo -ismo aplicado a raíces con significado institucional podrá
asumir un marco proposicional. Sin duda el sufijo ismo se aplica principalmente a núcleos
institucionales con componentes proposicionales (proyectos, doctrinas) y cada -ismo se establece
precisamente como una elección (cualquiera que sea su alcance, permanente o circunstancial)
frente a otras posibles, una elección fundada en la supuesta superioridad, del tipo que sea, y, por
tanto, con un componente polémico en muy diverso grado respecto de las otras alternativas. Tal es
el caso de las denominaciones habituales de las vanguardias en el terreno artístico (pintura, música,
arquitectura, literatura): impresionismo, cubismo, fauvismo, vivencialismo, dodecafonismo,
surrealismo, tremendismo... Tal es también el caso, anterior aún, de las escuelas o sectas filosóficas,
científicas, religiosas o políticas: pitagorismo, positivismo, psicologismo, logicismo, idealismo,
materialismo, existencialismo, probabilismo, probabiliorismo, animismo, capitalismo, tomismo,
marxismo, socialismo... En todos estos compuestos lo que parece querer significarse es la
prevalencia de alguna de las alternativas o disyuntivas sobre las demás; prevalencia que algunas
veces podrá ser interpretada como una mera exageración de alguna doctrina o metodología que,
suprimida la exageración o desmesura, puede ser reconocida favorablemente. Y otras veces será
interpretada como un radicalismo necesario cuando el -ismo se interpreta como un valor nuevo,
preferible, incluso indiscutible, que exige la devaluación de las otras alternativas del marco de
elección (por ejemplo, entre los científicos, el caso del evolucionismo frente al creacionismo, o bien,
dentro del evolucionismo, el caso del darwinismo frente al lamarckismo), o bien el caso
del teísmo frente al deísmo o al ateísmo. La devaluación puede tener diferentes modalidades, desde
las agresivas o polémicas a las evasivas. En estos casos, pero sobre todo en el de la modalidad
evasiva, el significado del sufijo -ismo, compuesto con su raíz, se aproxima casi hasta confundirse
con él con el concepto de secta. En estos casos un ismo equivale prácticamente al sectarismo del
grupo afectado, religioso, artístico, político, &c., que se mantiene apartado de los demás a fin de no
contaminarse con ellos (es el sectarismo de las que, por antonomasia, llamamos hoy «sectas
destructivas»).
Ahora bien, el sufijo -ismo no sólo se aplica, como hemos dicho, a raíces de significado institucional,
sino también a raíces de significado natural, respecto de las cuales habría que acudir al formato
lógico de las clases, para construir el marco de elección. En el término paludismo, como nombre de
una epidemia infecciosa, parece obvio que el sufijo -ismo no puede afectar a la raíz en un sentido
proposicional, pero sí puede asumir el significado de una clase lógica (especie, género, orden) como
pueda serlo la clase a la que pertenece el hematozoario de Laveran, o bien el género Plasmodium
(o su especificación Plasmodium falciparum) que, en competencia con otros géneros o especies, y a
través del mosquito anopheles, logra una hegemonía duradera o efímera en una población humana
determinada. Por lo demás, en general, estos ismos suelen arrastrar un signo negativo, como ocurre
con el paludismo en la mayor parte de las poblaciones blancas, sin perjuicio de que en algunas
poblaciones del África negra el paludismo pueda tener un signo positivo, por su valor adaptativo
frente a otras infecciones. Consideraciones parecidas podríamos hacer respecto a los
términos raquitismo, estrabismo o enanismo.
(2) Criterios genéricos (dentro del campo de las instituciones) de clasificación de los ismos
Cuando el sufijo -ismo afecta a núcleos institucionales (como ocurre en surrealismo,
fascismo o islamismo) habrá que distinguir necesariamente el «momento» de la institución que se
considera afectado, y si el -ismo afecta a la totalidad de la institución el momento a través del cual
la institución resulta afectada, o bien el momento en que se manifiestan sus pretensiones polémicas
o hegemónicas.
Los dos momentos que distinguimos en las instituciones los denominamos momento
tecnológico y momento nematológico (a veces, ideológico, a saber, cuando este momento asume
una orientación polémica frente a otras instituciones).
En toda institución habría que distinguir dos momentos (inseparables, pero disociables): el
momento tecnológico y el momento nematológico (o ideológico). Estos momentos podrían ponerse
en correspondencia (denotativa al menos) con los términos de la distinción tradicional entre
la práctica y la teoría especulativa; distinción confusa y peligrosa, en cuanto sugiere que la teoría
especulativa no es práctica («no se trata de conocer al mundo, sino de cambiarlo»); por ello
hablamos de correspondencias denotativas, porque connotativamente, acaso la denotación de las
llamadas teorías especulativas fueran precisamente sus momentos nematológicos (que, sin
embargo, arrastran importantes efectos prácticos, como ocurre evidentemente con las ideologías).
También podríamos poner en correspondencia estos dos momentos con la distinción de la
Antropología cultural entre el rito y el mito: el rito será el componente tecnológico del mito, y el
mito su momento nematológico o ideológico (remitimos al Escolio 1 de la segunda edición de El
animal divino).
Así también, cuando hablamos de fundamentalismo democrático será necesario distinguir a veces
entre el momento tecnológico y el momento nematológico de esa fundamentalismo. Sin embargo,
muchas veces el fundamentalismo democrático tiene que ver más con el momento nematológico
que con el momento tecnológico. Las mismas o parecidas técnicas (o ritos) de una democracia (por
ejemplo, las ceremonias de depositar el voto en las urnas) pueden ser interpretadas
nematológicamente desde el fundamentalismo, pero también desde el funcionalismo (remitimos
para esta distinción a Panfleto contra la democracia realmente existente, pág. 29). A su vez, el
fundamentalismo nematológico puede estar combinado con un laxismo tecnológico, que mantiene
a distancia el fundamentalismo del integrismo. Pero integrismo también implica normalmente una
praxis activista (que tendría que ver, por ejemplo, con la praxis del partido que Don Ramón Nocedal
creó en Madrid en 1892, y que se expresó en periódicos tales como El Siglo Futuro, de Madrid, La
Gaceta del Norte, de Bilbao, y el Diario Catalán, de Barcelona).
La distinción entre los momentos tecnológicos y los momentos nematológicos puede ser muy útil,
por no decir necesaria, para distinguir las dos escalas de análisis de las sociedades democráticas
actuales que, sin perjuicio de sus constantes interferencias, se aprecian claramente en los debates
y en la misma bibliografía:
La escala política (o filosófico política «clásica») y la escala politológica. A escala política (o filosófico
política) nos encontramos con los nombres de Aristóteles o Cicerón, o bien con Locke o Tocqueville,
o bien con Rousseau o Montesquieu, o bien con Russell o Popper. A escala politológica nos
encontramos con los nombres de R. Dworkin, R. A. Dahl, B. Barber, P. C. Schmitter...
Cabría decir que históricamente, hasta un cierto punto, la escala política o filosófico política, en
sentido amplio, se aplicará principalmente en asuntos que tienen que ver con el momento
nematológico (y no porque desdeñen las cuestiones tecnológicas, sino porque se interesarán por
éstas en la medida en la cual afectan al momento nematológico). En cambio la escala politológica
se aplicará principalmente al momento tecnológico, acaso dando ya por supuestas las líneas
maestras nematológicas según las cuales se concibe la democracia, y ocupándose sobre todo de las
democracias concretas, muy especialmente de las que se han ido formando acabada la Segunda
Guerra Mundial, tras la descolonización de África, América latina o Asia, o bien de las que se
reorganizan tras la caída de la Unión Soviética en la Europa del Este. Es obvio que la perspectiva de
los análisis tecnológicos, referidos a sociedades concretas y «en marcha» obligan a replantear en
muchos casos el alcance de muchas líneas maestras trazadas en el campo nematológico, por
ejemplo, al poner en relación los sistemas políticos democráticos con los sistemas económicos de
mercado pletórico, con la globalización, o con las diferencias entre los tratamientos estadísticos de
las democracias y los tratamientos comunitarios (en el sentido de Dworkin).
Lo que pretendemos subrayar aquí es la posibilidad de considerar a este criterio como si fuera en
cierto modo inmanente al propio campo del ismo, y no como un sobreañadido exterior a él. Pero
esta consideración, de la inmanencia de la valoración, sólo podrá hacerse desde el momento en el
cual presuponemos una serie de alternativas o disyuntivas en conflicto. Porque al elegir preferimos
valorativamente una alternativa o disyuntiva entre las otras (con todas las resonancias psicológico
etológicas que esta elección pueda arrastrar: orgullo, arrogancia, agresividad o desprecio),
suscitadas por las reacciones correlativas en ellas. Desde este punto de vista la interpretación etic
del ismo no le sería ya ajena de todo punto, si es que hemos definido el ismo en la confrontación de
la disyuntiva rechazada.
Dicho de otro modo, las valoraciones de los ismos, tal como las hemos definido, y tanto si estas
valoraciones son positivas como si son negativas, no podrán en principio considerarse como simples
constataciones de hecho, pero extrínsecas (por no decir impertinentes) a los propios ismos
valorados, como lo sugiere el criterio de hecho de Schmitt o la distinción tradicional entre juicios de
realidad y juicios de valor, en torno a los cuales giró la tesis de Max Weber sobre la «libertad de
valoración» en las ciencias humanas o etológicas. En Etología la belleza o la fealdad de un pavo real
no tendría sólo el alcance de un juicio estético subjetivo y extrínseco que dejase intacto al animal,
al menos cuando tenemos en cuenta las conexiones que la valoración estética pueda tener en la
vida misma del pavo real.
En efecto, desde el momento en que cada ismo se determina por una confrontación de una
alternativa o disyuntiva con las otras, es evidente que la consideración ismo de alguna de tales
alternativas o disyuntivas implica una valoración positiva o negativa, de la misma manera que en un
silogismo disyuntivo [p w q w r w k...] la valoración, en términos de valores de verdad [1, 0] de un
término implica las valoraciones opuestas de los demás.
De este modo cabría hablar de valoraciones internas pero oblicuas etic de los ismos, en los cuales
el ismo q es valorado desde p o desde r. Y esto nos da razón del «juego de espejos» que habrá que
tener en cuenta al analizar el juicio de valor formulado respecto de un ismo dado, lo que ocurre muy
especialmente, como veremos, en el caso de los fundamentalismos democráticos.
Lo más importante, sin embargo, es esto: que las valoraciones de los ismos, tanto si son positivas
como si son negativas, aún cuando sean internas-oblicuas, siguen siendo genéricas y no formales,
porque no se atienen a la materia o contenido mismo del ismo (que se da por supuesto) sino a través
de los valores oblicuos de otras alternativas que suelen ir asociadas a connotaciones también
genéricas del tipo amigo/enemigo, o aliado/adversario. Sin duda, una definición de q por su
negación (q = 0) ya arroja cierta luz sobre su materia; pero una luz negativa o genérica, porque q se
define como la institución (doctrina, escuela...) que no es p, o r, pero sin que se penetre en qué sea
su propio contenido material específico.
Partimos de la constatación de que la mayor parte de los juicios de realidad o de valor sobre un ismo
dado son oblicuos, porque se atienen a un repertorio de valoraciones de índole genérica. De la
mayor importancia será sin duda tener en cuenta la materia específica del ismo considerado, porque
sólo desde la consideración de la materia específica del ismo podremos medir el alcance de sus
disyuntivas o alternativas.
Sección II
Principales acepciones del sintagma «fundamentalismo democrático»
Daremos por supuesto, por tanto, que la expresión «fundamentalismo democrático» no mantiene
ya un significado unívoco, puesto que, desde el principio, ha asumido diversas y aún opuestas
connotaciones axiológicas y en parte de contenido. Todavía en 1975, Martin L. Friedland puede decir
que «lo que yo llamo fundamentalismo democrático afirma que los procesos mayoritarios de
decisión pública sólo pueden operar después de haberse tomado los derechos humanos». Esto
demuestra que el rótulo fundamentalismo tiene un significado establecido, lo que no obsta para
que en 2002 registre Chuck Rehn en la red el dominio democraticfundamentalism.org, una página
de inspiración ultra religiosa.
Nuestro propósito no es otro sino el de intentar poner de manifiesto hasta qué punto las diversas
acepciones de la expresión «fundamentalismo democrático» pueden ser presentadas como
derivaciones, declinaciones o determinaciones contextuales o coyunturales en las que casi siempre
se pierde la perspectiva filosófica de la que consideramos como acepción primaria, o primer
analogado de la expresión «fundamentalismo democrático».
Las acepciones del rótulo «fundamentalismo democrático» que vamos a exponer las
consideraremos, por tanto, desde el materialismo filosófico, como declinaciones, inflexiones o
refracciones del fundamentalismo democrático primario. Obviamente esto no quiere decir que las
acepciones que vamos a presentar sean derivaciones, en el terreno léxico, de la acepción primaria.
Lo que sí pretendemos es mostrar la capacidad de la idea de fundamentalismo democrático
primario para asumir el papel de un primer analogado respecto de las otras acepciones examinadas,
a la manera como en Aritmética podemos considerar a las diferentes especies de números (los
imaginarios, los irracionales, los racionales, los fraccionarios, los enteros) como inflexiones o
modulaciones específicas del género «números complejos», sin por ello pretender que el concepto
de número entero o de número racional haya sido derivado del concepto de número complejo.
Cuatro son las acepciones del rótulo «fundamentalismo democrático» que vamos a intentar
delimitar, según una clasificación general del material disponible; clasificación que sin duda podría
refinarse o desplegarse con acepciones más particulares. Sin embargo nos parece que la distinción
entre estas cuatro acepciones del mismo rótulo será suficiente para aclarar el embrollo de los
malentendidos inevitables que se producen cuando una misma expresión asume significaciones
muy diversas, a la vez que involucradas las unas con las otras, según diferentes planos o criterios.
Nos ha parecido conveniente denominar a estas acepciones con adjetivaciones diferentes, a efectos
de claridad y de «fijación de conceptos». Las denominaciones son las siguientes: «fundamentalismo
democrático primario», «fundamentalismo democrático canónico», «fundamentalismo
democrático miserable», «contrafundamentalismo democrático». Comenzaremos definiendo
brevemente cada una de estas acepciones.
Sin embargo, esta primera acepción quiere mantenerse dentro de los límites de una taxonomía de
las democracias homologadas del presente, sin intención crítica inicial. En cualquier caso, la idea de
fundamentalismo democrático que se recoge en esta acepción primaria no suele autodenominarse
de este modo, porque ella se autodenomina simplemente como «democracia», y por ello los
demócratas de este signo podrán rechazar que se les considere como fundamentalistas cuando se
fijan en las connotaciones que este adjetivo puede arrastrar.
La democracia será el criterio que permite trazar la línea divisoria entre el antes tenebroso de la
dictadura franquista (o fascista, o nacionalsocialista, o nacionalcatólica) y el después de nuestra era
de paz y de libertad democráticas. «Vivir en democracia» será tanto como vivir una vida humana
plena y verdadera, de paz y de bienestar.
Queremos subrayar un aspecto que, pese a que suele ser tocado «de puntillas», o simplemente
ignorado, tiene a nuestro juicio una importancia decisiva en la vida de la democracia española
realmente existente. Es el aspecto desde el cual el fundamentalismo democrático, en este sentido
primario, puede decirse que va asociado al formalismo democrático (formalismo porque entiende
la democracia en su reducción a la capa conjuntiva de la sociedad política, con abstracción de las
capas basal y cortical, que sólo oblicuamente se tienen en cuenta). Y es este formalismo el que lleva
a la consideración de las sociedades democráticas como si su condición de tales se mantuviera al
margen o por encima de sus fuentes basales y corticales. De este modo, el fundamentalismo
democrático pondrá entre paréntesis el patriotismo, que se nutre de la capa basal, «de la tierra», y
pretenderá sustituirlo por un «patriotismo constitucional», en armonía preestablecida con las
demás constituciones democráticas de las otras sociedades, en la común alianza de civilizaciones,
inspirada en los derechos humanos. Lo sustancial será ser demócrata, y será accidental ser
demócrata español, demócrata francés o demócrata alemán. El fundamentalismo democrático
primario se nos manifiesta, según esto, como un puro idealismo político, que pretende fundar la paz
perpetua en armonía entre las diferentes democracias formales, olvidando que los conflictos entre
ellas brotan de las dimensiones materiales, basales y corticales que se alimentan del suelo basal
respectivo.
Esta primera acepción fundamentalista de la democracia, que fue la utilizada en el Panfleto contra
la democracia... y en El pensamiento Alicia, pretendía clasificar el modo de entender la democracia
propio de las corrientes socialdemócratas que ganaron las elecciones de 2004 y de 2008, y que ni
siquiera necesitaron autodenominarse como fundamentalistas, puesto que ellas se decían
sencillamente demócratas (lo que consignificaba, por cierto, que los demás partidos políticos que
participaban en el tablero parlamentario no eran propiamente demócratas, sino criptofranquistas,
o a lo sumo demócratas recién convertidos, pero con múltiples componentes residuales del
franquismo).
Esta segunda acepción canónica carece, a nuestro juicio, de importancia filosófica directa, al menos
desde el momento en que no ofrece una teoría de los contenidos de la verdadera democracia;
simplemente los da por supuestos en una enumeración determinada, añade algunas rúbricas
tecnológicas, por ejemplo, la cuestión de los «pesos y contrapesos» de los poderes del Estado (pero
sin entrar en el debate sobre la razón de ser de la teoría de los tres poderes del Estado, atribuida a
Montesquieu), y pide su cumplimiento con el mayor rigor posible. Así, José Rubio Carracedo, en el
volumen que la revista Doxa (nº 15-16, Alicante 1994) publicó en homenaje a Elías Díaz, en su
artículo «Democracia mínima. El paradigma democrático».
Esta acepción primaria del fundamentalismo democrático, como hemos dicho, es la acepción más
filosófica, lo que no quiere decir que sea la acepción política más valiosa; por el contrario, desde la
perspectiva del materialismo la consideramos como metafísica, y en consecuencia como objetivo
de nuestra demolición crítica, teórica o práctica.
Sin embargo se comprende que quienes asumen esta concepción del fundamentalismo democrático
primario, al menos en ejercicio, valoren esta concepción del modo más positivo y se sientan
orgullosos de ella. Ejercitan el fundamentalismo democrático primario, aunque no lo llamen de este
modo (puesto que muchas veces se autoconcebirán como socialdemócratas o incluso como
liberales) todos aquellos políticos que están persuadidos de que la democracia parlamentaria
multipartido (o en su caso, la democracia popular unipartido) es la forma más avanzada, por no
decir la definitiva, de las sociedades políticas, la condición incluso de su propio desarrollo
económico.
Y como en toda institución, distinguimos en la democracia los dos momentos que ya hemos
señalado, a saber, el momento tecnológico y el momento nematológico. El fundamentalismo
democrático primario se manifestará tanto a través del momento tecnológico de la democracia
moderna, como a través de su momento nematológico. Por supuesto, ambos momentos están
involucrados, y se realimentan, por decirlo así: no cabe separarlos, pero sí disociarlos. O, si se
prefiere (puesto que los que clasificamos como fundamentalistas democráticas no utilizan la
distinción entre estos dos momentos), el fundamentalismo democrático primario, tal como lo
entendemos desde la perspectiva del materialismo filosófico, requerirá ser analizado tanto desde el
momento tecnológico como desde el momento nematológico implícito en toda institución.
Los contenidos tecnológicos los reduciríamos en este bosquejo a los dos siguientes: (A) las técnicas
de delimitación práctica del pueblo soberano referencial y efectivo en el contexto de los otros
pueblos, democráticos o autocráticos, y (B) las técnicas del ejercicio de la soberanía del pueblo en
el contexto del pueblo mismo, a través de la representación parlamentaria.
Desde un punto de vista lógico material la cuestión podría analizarse de este modo. Pueblo, como
sociedad política, asumirá, al menos en abstracto, o por su forma gramatical, el formato lógico de
una clase o totalidad distributiva, cuyos elementos son los diversos pueblos políticamente
organizados en la Tierra en el curso de la historia; y la condición democrática que este pueblo podrá
asumir será una característica distributiva que afectará a cada pueblo independientemente de los
demás. Pero en la medida en la cual, por su materia, cada pueblo implica un territorio (y por tanto
una capa basal y cortical), se relacionará con otros términos (pueblos) de su extensión.
Lo importante es advertir que los pueblos, con órganos políticos concretos, es decir, con sus capas
basal y cortical definidas, dejan de ser una clase distributiva, y asumen la condición de partes de una
totalidad atributiva, mediante la cual unos pueblos se relacionan con otros pueblos con relaciones
de cooperación o de conflicto, incluso de incompatibilidad. Según esto la condición democrática
atribuida a un pueblo político asumirá un sentido no tanto abstracto o distributivo cuanto
referencial atributivo a los otros pueblos con los cuales el de referencia se relaciona. De donde se
deduce que dos sociedades políticas democráticas, que en abstracto (o formalmente) se
manifiestan, en cuanto democráticas, independientes las unas de las otras, consideradas
referencialmente y aún siendo de la misma clase, pueden resultar ser incompatibles y enemigas
entre sí.
Esta tesis puede ser considerada como decisiva en los debates del presente en torno a las
democracias realmente existentes o en fase de proyecto (aunque éste sea aureolar). Cuando un
partido nacionalista secesionista –sardo, bretón, checheno, kurdo, vasco, catalán o gallego– se
declara demócrata frente al Estado del cual forma parte, y éste también se declara demócrata, la
condición de demócrata no puede tomarse, como suele hacerse ordinariamente, como un conjunto
de propiedades abstractas distributivas, sino sobre todo, y en primer plano, como un conjunto de
propiedades posicionales referidas al pueblo concreto, en relación con otros pueblos.
Ahora bien, en la medida en la que reconocemos que en el formato lógico de «pueblo», en su
sentido político (no meramente etnológico, o sociológico, o demográfico), han de estar
representadas, y no como accidentes, las relaciones (interacciones) comerciales, bélicas,
lingüísticas, diplomáticas... con los demás pueblos (que siguen siendo elementos de la clase genérica
«pueblos políticos»), se hará inexcusable suscitar la cuestión genética del siguiente modo: ¿qué
relación genética tienen los pueblos democráticos con los restantes pueblos?
Los dos tipos de respuesta que podremos considerar son los siguientes:
Según este primer tipo (a) de respuestas, el pueblo, como concepto político, sería ya por sí mismo
democrático, en la medida en la cual se constituye a partir de un contrato social de individuos libres
que deciden vivir en sociedad política precisamente para «recuperar» su libertad, comprometida
por las dificultades propias de la vida solitaria, en el seno de la naturaleza. «Recuperación» que
transforma a los individuos en ciudadanos (Rousseau, Rawls). Dicho de otro modo: la forma
democrática sería la esencia misma de la sociedad política. De este modo cabría decir que las
democracias proceden de las democracias y que, por consiguiente, derivan por una suerte de
«autofundación».
Esta respuesta rusoniana se basa en el postulado de la libertad (más que en el de la igualdad) como
fundamento de la democracia. Postulado ya formulado en la antigüedad por Aristóteles, a su modo,
y en nuestro tiempo por Kelsen, quien añade que la igualdad es una idea a la que cabe aproximarse
antes que por la vía democrática, por la vía de las autocracias fascistas o soviética.
Por supuesto, esta teoría sobre la génesis de la democracia como consustancial con la misma
sociedad política constituye acaso la formulación más radical posible de lo que aquí llamamos
fundamentalismo democrático primario, es decir, fundamentalismo en su sentido prístino, puesto
que la democracia queda aquí elevada a la condición misma de fundamento de la sociedad política
en general. Y hasta un punto tal en el que las demás formas de organización de la sociedad política
(oligarquías, autocracias, tiranías, dictaduras) deberían considerarse como degeneraciones de la
democracia prístina.
Por nuestra parte rechazamos de plano este tipo de fundamentalismos democráticos primarios. Y
ello por una única razón central que juzgamos necesaria y suficiente: que los individuos no existen
como tales individuos, dotados de la facultad de pactar, antes de que existan sociedades políticas
estatales o preestatales. La individualidad, dotada de facultad de pactar, se forma precisamente en
el seno de la sociedad política, y no sólo en la sociedad natural (tribus, clanes, familias, &c.), en la
cual el individuo aprende a hablar y recibe así la posibilidad de adquirir la máscara a partir de la cual
podrá transformarse en persona.
Como situación que, aunque dista mucho de ser prístina, puede considerarse un caso particular de
esta primera respuesta basada en la hipótesis de las transformaciones idénticas, nos referimos aquí
al caso de las democracias procedentes por escisión o secesión fraccionaria de otras democracias
previamente establecidas. Dado un pueblo democráticamente organizado (como pueda serlo el de
la España de 1978) las corrientes separatistas o soberanistas que surgen de su seno y se orientan a
la constitución, por secesión, de nuevas sociedades democráticas soberanas e independientes
(independientes, por tanto de la democracia preexistente), son esencialmente antidemocráticas, si
no en el terreno abstracto distributivo, sí en el terreno atributivo referencial. En efecto, tales
democracias secesionistas lo primero que buscan es romper la unidad del pueblo político del cual
han nacido. (Es interesante recordar aquí la embrollada redacción de los artículos 19 a 21 de
la Declaración universal de los derechos de los pueblos, que se firmó en Argel el 4 de julio de 1976,
donde aunque reconoce que un pueblo puede ser minoría dentro de un Estado, no por ello los
derechos de esa minoría «pueden servir de pretexto para atentar contra la integridad territorial y la
unidad política del Estado», siempre que éste actúe democráticamente.)
Por ello no deja de ser asombroso que nuestros demócratas fundamentalistas consideren también
como partidos demócratas homólogos a los partidos secesionistas, como el PNV o ERC (en relación
con el «pueblo español»). Es cierto que, desde la ideología secesionista, se seguirá afirmando que
la democracia proyectada deriva en realidad de una democracia prístina y prehistórica (la
constituida supuestamente por las primeras comunidades vascongadas, catalanas o gallegas de la
edad saturnal). Sólo en apariencia, dirán los secesionistas, ellos descienden de la democracia
española; por la sencilla razón de que esta democracia no existió jamás, como tampoco habría
existido jamás la Nación española, que habría sido una «prisión de naciones» que buscan ahora,
después de muerto Franco, su realización, no sólo en sí sino también para sí.
Según esta teoría (incorporada a la filosofía política del materialismo) toda sociedad democrática
procede de la transformación de una sociedad previa no democrática. Por ejemplo, de la
«evolución» de una sociedad esclavista, o bien, de una sociedad feudal, o de un estado absoluto del
Antiguo Régimen.
Para abreviar: las democracias modernas serían el resultado de la evolución (o Revolución, como la
de 1789) de las sociedades autócratas, o de los reinos del Antiguo Régimen, transformados,
mediante la democracia, en Naciones políticas.
Esta evolución (o revolución) habría estado inspirada por un principio de libertad individual. Un
principio que, por razones muy diversas, mueve al súbdito a transformarse en ciudadano;
transformación que se habría llevado a cabo mediante el proceso de holización o división de una
sociedad estamental organizada en partes anatómicas en sus individuos átomos capaces de
expresar su voluntad en una asamblea. Otra cosa es que esta holización no haya podido dejar de ser
abstracta en su ejecución, puesto que los individuos, holizados como ciudadanos, no se agotan en
su condición de tales. Los ciudadanos no son sólo ciudadanos (o elementos de la nueva sociedad
política democrática), sino que siguen siendo individuos que figuran como elementos de otras clases
(profesiones, familias, religiones, lenguas, culturas...), muchas veces en conflicto con la clase
ciudadana a la que pertenecen.
Ideológicamente la holización tendió a regularse por el principio metafísico de la igualdad entre los
átomos o individuos. Principio metafísico en la medida en que sustantivaba esta relación como si la
igualdad entre los elementos de un sistema, cualquiera que éste fuera, físico o social, tuviera un
sentido unívoco, sin parámetros, y, en realidad, ininteligible al margen de la desigualdad existente
según otros parámetros.
La egalité del principio revolucionario fue tratada, y vuelve a serlo una y otra vez, como un ideal
absoluto; la socialdemocracia tendió siempre a orientar la política por el principio de la igualdad.
Bobbio, por ejemplo, consideraba a la igualdad como el ideal mismo de la democracia; hay
gobiernos socialdemócratas que han llegado a crear un Ministerio de Igualdad (sorprendentemente
no han creado también otro Ministerio de Libertad y otro Ministerio de Fraternidad, vulgo
Solidaridad), presuponiendo que las desigualdades son siempre subproductos del Antiguo Régimen
y característicos de la derecha reaccionaria. Incluso suponiendo que las «desigualdades de género»
son ficticias, y pretendiendo borrar las diferencias morfológicas entre varones y mujeres y
extendiendo el matrimonio a las parejas homosexuales.
Pero la igualdad es el anverso de una desigualdad tomada como reverso: la desigualdad es factor
imprescindible del dinamismo social, y una sociedad formada por individuos clónicos desaparecería
como tal sociedad. Una sociedad política está fundada siempre sobre desigualdades irreductibles, y
son éstas la fuente principal del dinamismo social y político, en virtud del cual una sociedad política
se mueve por las diferencias entre sus partes (la misma solidaridad entre algunas de ellas se
constituye precisamente por su oposición a terceras partes diferentes), a la manera como una
locomotora se mueve por la diferencia de temperaturas entre el hogar y la caldera. En equilibrio
termodinámico, con el más alto grado de entropía, el movimiento cesa.
En la realidad social y política, como en cualquier otra, rige siempre el principio estoico de la
desigualdad («No hay dos hierbas iguales»). Hay desigualdades obligadas entre niños y adultos,
entre jóvenes y viejos, diferencias de talla y peso, idioma, inteligencia, familia, capacidad o estrato
social. Y, por supuesto, diferencia de pertenencia a los partidos políticos, cuando nos referimos a
democracias multipartidistas. La igualdad reclamada por la socialdemocracia sólo podría entenderse
como una igualdad paramétrica (por ejemplo, la igualdad de oportunidades en la salida –pero
destinada precisamente a producir desigualdades en la llegada–, igualdad de género para ocupar
cargos públicos, igualdad ante la ley...). Pero no debe olvidarse que la misma igualdad ante la ley
presupone las desigualdades de hecho, porque es la misma ley no utópica la que distingue
situaciones a fin de mantener entre ellas igualdades proporcionales (geométricas, no aritméticas),
como se ve con claridad en las leyes tributarias o en el impuesto progresivo sobre la renta, &c.
En cualquier caso, el pueblo referencial no es una entidad creada por la democracia, ni por la
revolución. El «pueblo», como concepto político, existía ya en el Antiguo Régimen, como un pueblo
delimitado históricamente. Como un pueblo adscrito a un territorio basal, la tierra de los padres, la
patria; un pueblo que, en el curso de los siglos, habrá llegado a hablar una lengua común, a
compartir costumbres comunes e incluso a constituir, si no una Nación política, sí una Nación
histórica, resultante de las fusiones, en diverso grado, de las diferentes naciones étnicas
constitutivas.
En cualquier caso las técnicas de delimitación del pueblo soberano referencial en el contexto de los
pueblos que con él se relacionan no brotan simplemente de las líneas doctrinales escritas en el papel
mojado de una Constitución. Brotan de la riqueza que ese pueblo se apropió (para formar su capa
basal) y de la fuerza de ataque o de defensa (de su capa cortical). Si un pueblo tiene capacidad para
«darse a sí mismo» una Constitución es porque tiene riqueza para sostenerse de modo recurrente
y fuerza para resistir o atacar a los pueblos que le amenazan.
La representación (a la que Carl Schmitt atribuye una estirpe católica, por ejemplo, la de los Concilios
de Toledo) puede llevarse a efecto por muy diversas vías, de las cuales fijaremos los dos tipos más
extremos, aunque ambos profundamente fundamentalistas: el tipo de las democracias populares
unipartido y el tipo de las democracias parlamentarias pluripartidistas. Ni que decir tiene que cada
uno de estos tipos de democracias fundamentalistas descalificará por completo las pretensiones
democráticas del otro tipo; pero, desde una perspectiva materialista, ambos tipos pueden
considerarse (sin perjuicio de su antagonismo) como una bifurcación del propio fundamentalismo
democrático.
Son los diputados elegidos por el pueblo los que constituyen la asamblea o el parlamento, y es en la
asamblea en donde se crean las leyes.
Tesis fundamental del fundamentalismo democrático primario es la que establece que la voluntad
soberana del pueblo se manifiesta o se revela precisamente en la voluntad del Parlamento. Pero
esta evidencia tiene mucho de ficción; una ficción, ante todo, porque la idea misma de la «voluntad
del pueblo» o de la «voluntad general» es contradictoria con un sistema de partidos, sistema en el
cual precisamente la unidad del pueblo se reconoce explícitamente partida o fracturada en relación
con las leyes que se votan, según la regla de las mayorías.
Pero ni siquiera en este caso límite (contradictorio con la democracia pluripartidista, porque si el
Parlamento votase siempre por unanimidad, la división de la cámara en partidos sería superflua)
cabría sustituir la voluntad de la mayoría por la voluntad del pueblo. En todo caso, porque el pueblo
carece, en una democracia avanzada y compleja, de capacidad para discernir el alcance de las leyes
propuestas por los expertos.
En los casos ordinarios de discrepancia, y sobre todo en la situación de polarización bipartidista del
Parlamento –como es el caso de la España de 2010, en el curso de la creación de la Ley del Aborto–
es precisamente la voluntad general la que queda fracturada o partida por la voluntad partidista
especial; y si la minoría derrotada, acaso por sólo un 3% de los parlamentarios, frente a una mayoría
victoriosa (formada además por coaliciones del partido principal con otros partidos menores),
acepta los resultados, no es porque refunda o reabsorba su voluntad en la de la ley votada
mayoritariamente, sino porque mantiene intactas sus diferencias, y acepta, no ya los contenidos de
la ley victoriosa, sino el procedimiento según el cual se ha obtenido, pero manteniendo también su
disposición a revocarla cuando disponga, en la próxima legislatura, de la mayoría parlamentaria.
La aceptación por las minorías del resultado de una votación (sobre todo cuando su número es
prácticamente el mismo que el de la mayoría) es sólo, por tanto, una aceptación de segundo grado,
una aceptación del sistema parlamentario, pero no una aceptación de la materia de la ley de la que
se trata. Sin embargo el partido derrotado, precisamente al acatar los resultados de la mayoría,
estará también aceptando los principios del fundamentalismo democrático. Por ello, la objeción
principal que cabe levantar contra este fundamentalismo democrático, en tanto incorpora el
principio de la democracia procedimental, es una objeción contra la doctrina misma de la
democracia, porque la aceptación de los resultados no tiene por qué interpretarse como la
expresión de la voluntad general del pueblo, sino como la expresión del juego de los partidos que lo
representan por ficción, es decir, como un resultado del mismo «juego de partidos». De aquí que
pueda concluirse que la «voluntad del pueblo» (la olocracia, del fundamentalismo) se reduce en
rigor a una partitocracia; o, desde el punto de vista de la taxonomía de Aristóteles, a una oligarquía
o, en el mejor caso, a una aristocracia.
No cabe la menor duda de que el momento nematológico tiene un peso decisivo en la organización
de la estructura jurídica de las democracias fundamentalistas, pero no procede dedicar aquí más
páginas a esta cuestión.
Quienes utilizaban por aquellos en España este rótulo (fundamentalismo democrático) no tenían la
idea del fundamentalismo democrático primario que pudiera considerarse desplegada por ellos en
sus líneas maestras, pero tampoco se situaban en posiciones ajenas a tal idea. Quienes utilizaban la
expresión «fundamentalismo democrático» asumían sin duda algunos rasgos del «fundamentalismo
democrático primario», principalmente la exigencia del ejercicio de una democracia rigurosa y no
meramente aproximativa, como único método para desligarse de cualquier forma de dictadura, de
nepotismo o de corrupción encubierta por rótulos sublimes. José Rubio Carracedo se hacía eco de
esta situación en su artículo «Democracia mínima» (publicado en 1994 en la revista Doxa, de
Alicante, y reproducido al año siguiente en la Revista de Estudios Políticos, de Madrid):
En resumen: Rubio Carracedo asume la condición de fundamentalista democrático siempre que con
esta expresión no se quiera dar a entender algún exceso indeseable, como pudiera serlo el que él
llama «etnocentrismo democrático», aludiendo acaso a quienes proclaman algún modelo histórico
de democracia –la norteamericana, la europea– como paradigma auténtico de la democracia:
«Tal es la exigencia de tomar la revolución democrática en serio, evitando a la par los excesos
contrapuestos de un fundamentalismo democrático etnocéntrico y la excesiva complacencia,
interesada por lo demás, con situaciones de democracia aparente, que enmascara los diferentes
modos de dar cumplimiento a la perenne aspiración oligocrática: ‘que todo cambie para que todo
siga igual’.» (pág. 223.)
La democracia (en España) estaba ya en marcha desde 1978 (la Constitución), y sobre todo desde
1982 (victoria socialdemócrata de Felipe González). Lo que la gente entendía por democracia era
(por oposición a la dictadura de Franco, dibujada con líneas ad hoc) muy sencillo, y podía resumirse
en unos pocos principios. (1) Quien expresaba su voluntad soberana en las urnas a través de los
partidos políticos era el pueblo; a él invocaban constantemente los líderes políticos en las campañas
electorales («¡Habla, pueblo, habla!»). (2) Los partidos políticos ofrecerán los candidatos a
representantes del pueblo en listas cerradas y bloqueadas. (3) El pueblo elegirá a sus diputados, y
éstos al Gobierno, por lo que la soberanía del pueblo se trasladará a las Cámaras, como «plataforma
de trabajo». (4) El pueblo también hará oír su voz por vías extraparlamentarias, tales como
manifestaciones, huelgas, declaraciones sindicales (acaso también podrían considerarse en esta
línea las resoluciones de la Conferencia Episcopal, que recogía la voluntad del pueblo de Dios, aún
cuando los demócratas fundamentalistas no considerasen esta forma de manifestación). (5) En
cualquier caso, todas estas voces extraparlamentarias deberán canalizarse en las Cámaras. (6) Todas
las normas que los diputados crearán como leyes, y todas las actuaciones de los ciudadanos, sean o
no representantes del pueblo, deberán ajustarse a la Constitución. (7) La democracia asumirá de
este modo la forma de un Estado de derecho, con separación de poderes. (8) Podría decirse que el
pueblo soberano constituye el fundamento de la democracia, pero que no es necesario, por
redundante, decirlo así; se trataría de algo evidente, sobre todo para el partido que hubiera
obtenido la victoria en las elecciones correspondientes.
Esta es acaso la razón por la cual el rótulo «fundamentalismo democrático» comenzó a asumir
sentidos diferentes cuando el partido en el poder desde 1982, el PSOE, comenzó a ser desplazado
poco a poco hasta su derrota en 1996, y sobre todo en el año 2000. El «pueblo» no había elegido al
partido que se identificaba con la democracia, sino que había elegido al partido adversario, que iba
a gobernar durante ocho años. El partido derrotado tuvo que reinterpretar el rótulo
«fundamentalismo democrático» y se le ocurrió aplicarlo al Partido Popular victorioso en una
inflexión que consideramos miserable. Pero cuando en el año 2004 la nueva generación
socialdemócrata recobró el poder, se volvió al fundamentalismo ejercido más puro, al menos en el
terreno retórico, y en el vocabulario oficial. Era un fundamentalismo que no necesitaba ser
representado como tal, sino sencillamente ejercido, es decir, sin suscitar ninguna duda sobre ese
pueblo que había cambiado de opinión, y sobre los cauces y mecanismos de su asistencia al nuevo
gobierno socialdemócrata (pacifismo en la época de la guerra del Irak de Bush II, memoria histórica,
transferencias autonómicas masivas, estatutos de autonomía, proyecto de ley del aborto...).
Ahora bien: el fundamentalismo democrático al que ahora nos referimos, el canónico, viene a ser
no sólo un democratismo en ejercicio, ni siquiera un ideal a conseguir, sino también un proyecto de
representación, lo más rigurosa posible, de un canon para evaluar y homologar en su caso la
situación de cualquier democracia empírica realmente existente, o bien otros regímenes no
democráticos, o al menos no homologados.
Este es el sentido que, en las postrimerías de la primera época del gobierno socialdemócrata (la
época de 1982 a 1996), dieron al término «fundamentalismo democrático» conocidos publicistas
de la época (que eran considerados como filósofos) como José Luis López Aranguren, Fernando
Savater o Javier Sádaba, quienes, en todo caso, hablando desde la plataforma de un
fundamentalismo democrático, aunque de hecho atendían sólo a rasgos distintivos muy sumarios.
Los tres autores citados comentaban la representación de La muerte y la doncella,de Ariel Dorfman,
ofrecida en marzo de 1993 en solidaridad con Amnistía Internacional: «Hay cosas –decía Savater–
que no podemos perdonar por otro, pero hay que luchar contra todas las situaciones de excepción
desde el fundamentalismo democrático». Y en un artículo sobre las dictaduras (El País,Madrid, 2 de
octubre de 1994) Savater confiesa: «Me considero reo de esa culpa y aún más: lamento que en este
fin de siglo de fundamentalismos el democrático sea el menos extendido.»
También Iñaki Anasagasti, del PNV, negará (sin duda desde la perspectiva de un fundamentalismo
democrático canónico) a Felipe González, presidente del gobierno en la época del GAL (entre 1983
y 1987) autoridad moral para hablar de fundamentalismo democrático, una vez que los jueces han
implicado a miembros de aquel gobierno socialista en actuaciones tan chapuceras (El
Mundo, Madrid, jueves 23 de julio de 1998).
No parece infundada nuestra sospecha acerca de la influencia que estas opiniones críticas,
formuladas desde plataformas fundamentalistas contra el gobierno de González (en los días del GAL,
de Filesa, &c.) por Anasagasti, pero también por Aznar y otros, pudieron haber tenido en una nueva
acepción de fundamentalismo democrático (que consideramos más abajo como tercera acepción
del rótulo, la miserable), en tanto esta nueva acepción, en lugar de renunciar a la democracia,
recurría a la estrategia defensiva de distinguir la propia concepción de la democracia de las
concepciones de un fundamentalismo democrático rigorista que propiamente (suponía) no era sino
un modo de enmascaramiento de un autoritarismo semifascista.
Esta tercera acepción del rótulo fundamentalismo democrático aparece por tanto como una
reacción a la acepción segunda, que hemos denominado canónica. Y llamamos miserable a esta
nueva acepción, ante todo por las circunstancias de la lucha sucia parlamentaria en las que se gestó,
para salvar la condición democrática de su gobierno frente a las críticas por corrupción de otros
partidos políticos del arco parlamentario, acusándolos de autoritarismo o de fascismo enmascarado,
y adjudicando al adversario no tanto el rótulo de democracia, cuanto el de fundamentalista (que
ellos en la coyuntura asociaban al fundamentalismo islámico); miserable porque pudiendo haberse
distanciado de los vencedores considerándolos como demócratas de alguna otra especie
homologada, en Europa o en Norteamérica –pongamos por caso, la especie demócratas
neoliberales (al estilo de Hayek o de Milton Friedman), o de la especie demócratas autoritarios (al
estilo de Schumpeter)–, prefirieron considerarlos como antidemócratas criptofranquistas, como
autoritarios enmascarados con la capucha del fundamentalismo, utilizando este término con la
connotación oblicua que adquiría para designar a los integristas talibanes que marcaban el
significado que el fundamentalismo islámico tenía en aquella época; miserable, en resumen, por la
superficialidad y la intención puramente erística de su gestación, una intención comparable a la que
impulso a Vázquez Montalbán a crear su concepto, no menos miserable, de «nacional
constitucionalismo de las JONS» para dibujar las líneas políticas supuestamente criptofranquistas
de Aznar.
Los inventores de esta nueva acepción del fundamentalismo democrático se acogían sin embargo a
una idea de democracia muy común entre los admiradores de Churchill y los lectores de Popper.
Para ellos la democracia era una metodología en la cual los planes y proyectos de un gobierno eran
sometidos periódicamente a una prueba de falsación (cuando el gobierno perdía las elecciones); la
democracia, y menos aún el «pueblo», no necesitaban ser sacralizados, aunque se reconociese que
la democracia era en cualquier caso la forma menos mala entre las posibles.
Pero la democracia así entendida es muy superficial, al menos desde las coordenadas del
materialismo, precisamente porque elude las verdaderas cuestiones filosóficas que las democracias
entrañan. La «teoría pragmática» o metodológica de la democracia pretende explicar sus
instituciones como resultados de cálculos psicológicos sobre las ventajas o inconvenientes
(verificables o falsables) de una determinada institución; rechaza sin duda las explicaciones
metafísicas de la democracia (desde la crítica general a cualquier certidumbre dogmática de índole
fundamentalista, y en este punto la teoría podría encontrar apoyos en Kelsen), pero sustituye esta
explicación metafísica por una teoría ahistórica que se sostiene sobre la hipótesis de un racionalismo
psicologista de los ciudadanos que forman el cuerpo electoral.
Sin embargo, quienes así proceden no renuncian explícitamente a los principios del socialismo
democrático (al pueblo, al Estado de derecho), y se limitan a descalificar a los «socialistas
dogmáticos», a los comunistas, adheridos a certidumbres fanáticas, a los nacionalsocialistas o a los
fascistas por la misma razón. Pero de hecho, su concepción de la democracia «con los pies en el
suelo» les libera de todo rigorismo integrista y del puritanismo («un socialdemócrata no está
obligado a utilizar la bicicleta o el utilitario en lugar de un automóvil de alta gama, ni tiene por qué
utilizar zamarra o alpargatas en lugar de abrigos y zapatos escogidos»). Ser demócrata no significa
vivir como un mendigo; el demócrata socialista también busca el incremento de su «calidad de
vida», y ello permite comprender la posibilidad de que alguien, sin dejar de ser demócrata y
socialista, traspase los límites de una moderación siempre relativa. Humano es errar, y si un
demócrata socialista traspasa alguna vez los límites esto no debe descalificar su condición de
demócrata. Que un gobierno socialista haya visto como algunos dirigentes suyos han ensayado los
métodos del GAL o hayan caído en la tentación de hacer un negocio poco limpio no lo descalifica
como tal, y en todo caso la democracia tiene sus métodos, en cuanto estado de derecho, para
corregir estas desviaciones y para reintegrar a los desviados. Por ello, quien en nombre de la
democracia continúe con sus hábitos autoritarios y criptofranquistas no será propiamente
demócrata, sino un rigorista fundamentalista, de estirpe fascista, un fundamentalismo democrático.
Juan Luis Cebrián, en una conferencia en la Universidad de Guadalajara (reseñada en El País del 26
de noviembre de 2000 por Juan Jesús Aznárez), resumía sin proponérselo la miserable condición de
los mecanismos que impulsaron la creación del «nuevo concepto»:
«El periodista y académico Juan Luis Cebrián alertó ayer en una conferencia pronunciada en la
Universidad de Guadalajara contra la tendencia al fundamentalismo democrático y al pensamiento
único que hoy se observa en la sociedad. Dentro del seminario sobre la transición española y el
papel de los medios de comunicación, organizado por la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar,
Cebrián definió al fundamentalista como alguien ‘basado siempre en certezas, sean éstas científicas
o ideológicas, alguien que tiene una concepción cerrada del mundo, una perspectiva única de la
convivencia, y al que alienta un impulso apostólico tendente a difundir la verdad de que es
portador’. ‘Y, aunque muchos no lo quieran reconocer’, dijo a los universitarios mexicanos, ‘beben
con naturalidad pasmosa en los orígenes sociales y psicológicos del fascismo’. Acompañado de los
escritores Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, el periodista, escritor y académico explicó que
la mentalidad fascista fue definida por Wilhelm Reich como ‘la del pequeño hombre, mezquino,
sometido, ávido de autoridad y a la vez rebelde’. ‘Este pequeño hombre, añado yo, deseoso de
incorporarse a las modas democráticas, y aun sinceramente admirador de los sistemas políticos que
las encarnan’.»
4. Cuarta acepción del rótulo fundamentalismo democrático: contrafundamentalismo
democrático
Asumimos ahora una perspectiva antropológica, desde la cual obtenemos una acepción que tiene
desde luego un signo negativo o crítico, porque entiende el fundamentalismo «a la contra», aunque
de un modo recto y no oblícuo (como lo hace la acepción miserable), es decir, lo entiende como
contrafundamentalismo. Y esta cuarta acepción puede considerarse como antropológica porque la
perspectiva desde la cual estaría conformada esta acepción sería la más propia de la llamada
Antropología cultural, que se ocupa de la cultura humana como un todo complejo, tal como la
definió Tylor. Las «partes» de ese todo complejo son, siguiendo líneas de división horizontal, los
círculos o esferas culturales, las culturas (círculos o esferas tales como cultura egipcia de las tres
primeras dinastías, cultura papúa, cultura fenicia, &c.), y, siguiendo líneas de división vertical, las
categorías culturales (lingüísticas, indumentarias, tecnológicas, económicas, de parentesco,
religiosas, arquitectónicas).
Suponemos que las categorías culturales antropológicas están constituidas por instituciones, y esta
característica la tomamos como criterio distintivo entre las categorías antropológicas (humanas) y
las categorías etológicas (zoológicas). En cualquier caso, ni las culturas humanas ni sus categorías
son partes sustantivas, aún cuando tienen una gran independencia estructural y procesual: por
ejemplo, las categorías musicales son irreductibles a las categorías escultóricas, es decir, existe una
cierta discontinuidad entre tales categorías. Sin embargo están profundamente involucradas entre
sí, y con las categorías etológicas, y, por supuesto, con las biológicas, con las físicas o con las
químicas.
Una antropología materialista es la que subraya, ante todo, la multiplicidad discontinua de las partes
del «todo complejo», negando por tanto que ese todo complejo se desenvuelva cumpliendo una ley
teleológica (como quiere serlo la «ley del progreso», o la del fin de la Historia). Una antropología
espiritualista subraya la continuidad entre sus partes como orientadas hacia un fin común, tanto si
este fin se pone (como lo pone el marxismo metafísico) en la inmanencia terrena de la historia
humana, es decir, en un estado final en el que el género humano «se reconciliará consigo mismo»
dejando atrás el estado de alienación, como si este fin se pone en la trascendencia de un punto Ω,
en función del cual pueda entenderse la sentencia que ya hemos citado: «Todo lo que crece
[progresa] converge», un lema a todas luces contradicho por la experiencia.
En cualquier caso, es evidente que una metafísica espiritualista que tiene en cuenta «la mano de
Dios» (o la de la Naturaleza) en el destino del hombre, se reflejará en una metodología monista
continuista, que tenderá a establecer una jerarquía entre las partes del todo complejo en virtud de
la cual todas las categorías antropológicas (económicas, tecnológicas, políticas, &c.) quedarían
subordinadas por ejemplo a las categorías religiosas. Y ello hasta el extremo de que ni siquiera se
reconocerá ningún sentido al concepto político de soberanía de una sociedad política, «porque la
soberanía sólo puede predicarse de Dios» (Malebranche, Donoso Cortés, Maritain).
Sin duda como una aplicación de la metodología monista, si no ya aplicada a la totalidad cósmica, sí
a la totalidad antropológica, al «todo complejo».
No nos detendremos aquí en subrayar el aspecto metafísico que nos ofrece este «democratismo
trascendental». Sin duda el fundamento de este mismo fundamentalismo es también metafísico,
muy próximo al humanismo cuasimístico del Género humano como Ser supremo, que logra la
comunión final de sus miembros tras una Alianza de Civilizaciones. Una Alianza de la Humanidad
(Krause) que asegurando la paz perpetua y la solidaridad socialista entre todas las naciones
permitirá desplegarse a este Género humano constituyéndolo como centro de un Universo
armónico, ecológico y aún galáctico, al que conferirá sentido.
No será gratuito afirmar que el fundamentalismo democrático, así entendido, no es otra cosa sino
una transposición al hombre de la función atribuida tradicionalmente al Dios de las religiones
monoteístas. Es el Ser Supremo del positivismo de Augusto Comte y de su «religión de la
Humanidad», es la «Alianza de la Humanidad» de Krause (que Sanz del Río presentó en España hace
ya siglo y medio, y por cierto, mediante un plagio vergonzante).
Ahora bien, desde el materialismo antropológico no cabe considerar a las categorías políticas, ni
menos aún a las democráticas, como principios directores y organizadores de la vida humana. Ni el
orden ético, ni el orden moral, ni el orden religioso, artístico, científico o filosófico están
subordinados al orden democrático. La ética, la moral, la religión, el arte, la ciencia, la técnica o la
filosofía se desplegaron en sociedades no democráticas. Más aún, puede afirmarse que carecen de
sentido expresiones tales como «ética democrática», «religión democrática», «ciencia
democrática», «arte democrático» o «filosofía democrática». Ni la religión, ni la ciencia, ni el arte,
ni la filosofía admiten la consideración de ancillae democratiae. Ni siquiera la propia democracia
tiene como fundamento la democracia, como ya hemos dicho, porque la democracia supone dado
un pueblo referencial o Nación histórica cuyos orígenes no son, en modo alguno, democráticos
(salvo para las doctrinas metafísicas rusonianas del contrato social originario).
La política de un gobierno democrático fundamentalista que pretende hacer pasar todas las
categorías antropológicas por el «filtro democrático» (el Estado dejará fuera de su campo a
cualquier actividad musical, artística, filosófica... que no sea democrática; también dejará fuera de
su campo a cualquier actividad religiosa –las vacaciones de Navidad, por ejemplo, serán
transformadas en vacaciones de invierno–, serán suprimidas las fiestas taurinas, porque su violencia
no se juzga compatible con la democracia de la paz y del diálogo).
Como una modulación espiritualista de esta cuarta acepción del fundamentalismo democrático,
consideramos aquí la concepción que este fundamentalismo democrático alcanza en ciertos
tratadistas católicos, sobre todo los que se alinean políticamente en el círculo de los partidos
políticos autodenominados «democracias cristianas» o afines.
La unidad del universo estaba asegurada por la causalidad teleológica divina; pero esta causalidad
era extrínseca y dejaba anchísimo campo al reconocimiento de la independencia relativa de las
especies y géneros de criaturas. Una independencia que era simple reflejo de la misma
omnipotencia divina, cuyos actos creadores no podrían considerarse encadenados a sus creaciones
anteriores. En particular, se establecía la independencia de la sociedad política, del Estado, como
sociedad perfecta en su género, respecto de la sociedad religiosa, de la Iglesia, también perfecta en
su género. Incluso la doctrina de la libertad humana venía a reconocer un cierto grado de
discontinuidad entre los sujetos libres, en la medida en la cual las decisiones de unos no tenían por
qué ser entendidas como consecuencias de las decisiones de otros o de la sociedad. La fe común no
podía servir de pretexto para olvidar que las obras individuales o grupales de los hombres tienen
consecuencias por sí mismas.
Una larga tradición escolástica cristiana reconocerá ampliamente los derechos del César, sin
perjuicio de los derechos de Dios. Lo que se traduciría en el reconocimiento, por parte de las mismas
organizaciones cristianas, de la posibilidad de una democracia, incluso republicana, capaz de
establecer sus reglas con independencia de los planes pastorales inmediatos de la iglesia a la que
pertenece. Los recelos que suscitaron, en la España de la Segunda República, los proyectos políticos
de Ángel Herrera (expuestos recientemente con gran precisión y conocimiento de causa por Agapito
Maestre en un libro reciente) eran sin duda fruto de los prejuicios y de la ignorancia. Pero aquellos
proyectos tendían no solamente a mantener firme la autonomía de la sociedad civil, aún en la forma
de una democracia republicana, siempre que se respetara la autonomía de la sociedad religiosa, es
decir, que no se intentase reabsorberla en la sociedad civil.
Una justa concepción de la democracia como una forma, pero no la única, entre otras, de
organizarse políticamente las sociedades políticas (incluso como la forma menos mala, en diversas
circunstancias, aunque tampoco como la forma mejor, en otras) y que implica la crítica implacable
del fundamentalismo democrático como efecto de un extremismo absurdo, nos la ofrece José
Manuel Otero Novas en su libro Fundamentalismos enmascarados (Ariel, Madrid 2001, cap. VIII, «El
fundamentalismo democrático»). Otero Novas se mantiene en coordenadas cristianas muy
próximas políticamente a las que mantienen muchos partidos europeos democristianos, pero sus
posiciones ante el fundamentalismo democrático son prácticamente las mismas que las del
materialismo filosófico. Ninguna constitución democrática puede ser sacralizada. Ni siquiera tiene
sentido el intento de crear un «patriotismo constitucional», tal como lo propuso Habermas, al que
siguen algunos fundamentalistas idealistas socialdemócratas españoles. Ni siquiera una
constitución democrática, menos aún, su tecnología que se acoge a los principios de la democracia
procedimental, es decir, a la ley de las mayorías, tiene más alcance que el de una convención
práctica e incluso el de una ficción jurídica:
«En definitiva, el mecanismo democrático, que parte de la soberanía popular, se complementa con
una regla que lleva a seleccionar los criterios operativos y a las personas que han de aplicarlos, según
lo que opinen las mayorías. Ante la imposibilidad de lograr acuerdos unánimes del pueblo soberano,
se acepta la ficción salvadora de conflictos de que la mayoría representa al conjunto, y la minoría
derrotada acepta el veredicto mayoritario, con la esperanza de que ese veredicto pueda ser
cambiado en el futuro, dado que el poder es reversible y, en función de las circunstancias y del
convencimiento social, lo que hoy es minoría puede mañana ser mayoría.
Hay por tanto en la democracia un presupuesto de filosofía política, que es el de la soberanía
popular, junto con una simple aunque importante técnica de conveniencia social, que es la de la
aceptación de las decisiones de la mayoría. Obviamente se trata de dos elementos de diferente
naturaleza y nivel, por lo que, si no siquiera los principios de convivencia deben ser elevados a la
categoría de dogmas inmutables, menos aún pueden serlo las meras técnicas organizativas,
racionales o convencionales en mayor o menor grado.» (Otero Novas, op. cit., pág. 376.)
En cualquier caso, tanto el materialismo como el cristianismo reconocen la realidad de los individuos
humanos como entidades que no pueden ser reabsorbidas como consecuencia de la política del
fundamentalismo democrático primario, cuando este quiere arrasar sus «propiedades personales»,
su educación, su estética, sus aficiones y sus gustos (incluidos el tabaco y los toros), en nombre de
unos principios ecológico sociales cuarteleros.
Sin perjuicio de lo cual las razones de este reconocimiento son muy diversas y aún opuestas entre
sí. Las consecuencias de esta diversidad de razones pueden dar lugar también a incrementar sus
diferencias.
De aquí se sigue, sin embargo, que ese fondo material irreductible del individuo (o del grupo) puede
resultar ser efectivamente más valioso o interesante de lo que resulta ser el individuo que actúa
estrictamente en cuanto elemento de una clase dada. Desde la perspectiva del espiritualismo, podrá
mantenerse una expectativa muy distinta ante las posibilidades de un individuo que, aún siendo
elemento de una clase, o de varias, no se agota en ellas. En cualquier caso habría que dejar de lado
la contraposición que se formula desde el «materialismo grosero», y según la cual el espiritualismo
cristiano, en democracia, es sólo un residuo de la edad tenebrosa de la superstición, que encuentra
sus respuestas luminosas en el laicismo de una democracia ilustrada.
Pero desde el materialismo filosófico cabría reinterpretar el espiritualismo, no tanto como una mera
superstición, sino como un reconocimiento por la vía metafísica sustantivada del espíritu, de la
inagotabilidad del individuo en la clase o clases a las que pertenece. Y esto sin prejuzgar que
necesariamente la parte clasificada o normalizada del individuo haya de ser siempre menos valiosa
o interesante que su fondo material, no reducible a clasificación; pudiera ocurrir que este fondo
inagotable fuese menos valioso y aún menos interesante que las partes que hayan podido ser
enclasadas o sometidas a unas normas definidas.