Uno de esos días de viaje, su visión fue interrumpida por una mano
verduzca y un rostro largo con enormes ojos oscuros.
Carlos saltó del susto y sus copilotos le preguntaron qué había pasado. A
Carlos le vergüenza confesar lo que había visto. Ni siquiera estaba
seguro de qué era lo que había visto, así que no dijo nada más.
Siguió con sus tareas rutinarias dentro de la nave, hasta que se olvidó
de lo ocurrido y de nuevo volvió a su tarea favorita: contemplar el
paisaje por la ventanilla.
Observó con atención los largos dedos de la criatura, que más bien era
pequeña, y que usaba una especie de traje ajustado de color verde que
le cubría desde los pies a la cabeza.
Tenía una cara pálida y estaba descubierta, por lo que sus grandes ojos
negros destacaban aun más. En el torso llevaba una especie de cadena
muy larga que lo sujetaba a lo que parecía ser su nave.
-Hoooo-la.
Erika lo tomó de un brazo y lo llevó hasta lo que parecía ser una nave
espacial. No tenía propulsores ni nada. Era como si flotara y se deslizara
en el éter, al mismo tiempo.
Erika le indicó que podía sentarse y solo cuando lo hizo, pudo notar que
la realidad frente a él cambiaba. De la nada, surgió una especie de gran
pantalla con un mapa con símbolos e imágenes que nunca había visto.
De forma automática salió un cinturón de energía que lo obligó a
sentarse derecho y que se sellaba en su cintura.
– ¿Coméis?
Carlos no lo podía creer; otros astronautas antes que él, habían visto
esto y nadie lo sabía. Estaba en una especie de estación de servicio
espacial universal y, de paso, comería pizza.
– Carlos ya has visto suficiente esa ventana. Vente que necesitamos que
hagas algo.
Al responder que ya iría observó el papel. Era una nota que decía:
¡Astúnduru!