Era alto de estatura para la época. Hijo de un militar, Juan de Lellis, elige esa
misma profesión. Se enroló en el ejército veneciano para luchar contra los turcos
pero pronto contrajo una enfermedad en la pierna que le hizo sufrir toda su vida.
En 1571 ingresó como paciente en el Hospital Santiago de los Incurables en Roma
donde más tarde trabajó como criado. Nueve meses después fue despedido a causa
de su temperamento revoltoso y por su adicción al juego
En 1574 apostó en las calles de Nápoles sus ahorros, sus armas, todo lo que poseía y
perdió hasta la camisa que llevaba puesta. Solo y en la miseria medita entre
mendigar o robar para vivir. Finalmente, gracias a las enseñanzas maternas, decide
pedir limosna.
La conversión tuvo lugar en 1575 cuando Camilo tenía 25 años. Desde entonces
comenzó una nueva vida de penitencia y completa sumisión a Jesucristo.
Camilo trataba a cada enfermo como si estuviera ante el mismo Jesús. Con sus
mejores colaboradores fundó la Orden de los Ministros de los Enfermos (Religiosos
Camilos) el 8 de diciembre de 1591.
En 1886, León XIII declaró a San Camilo, juntamente con San Juan de Dios,
protectores de todos los enfermos y hospitales del mundo católico; patrono
universal de los enfermos, de los hospitales y del personal hospitalario.
No, no sería posible tanta dicha. Pero… sí, fue posible, la esperanza se fue
fortaleciendo y la nueva vida se fue desarrollando.
Madonna Camila comenzaba una vida nueva, con su misterio y su maravilla como
toda vida. La madre soñaba con el futuro hijo, se alegraba y temía por él. De sus
sueños relató muchas veces el siguiente: había visto como un escuadrón de niños,
todos con una cruz en el pecho, guiados por uno más alto que llevaba una bandera
con la misma insignia. ¿No será por casualidad mi hijo un jefe de ladrones o
bandoleros? - comentaba temerosa - ¿no podría aquella cruz indicar la cruz de los
ajusticiados? Su instinto materno vigilaba y temía por la seguridad del hijo, por
todo posible mal augurio que ella borraría por cuantos caminos tuviera a su
alcance.
Llegó el día, temido y anhelado, del nacimiento: resultó una fiesta completa a todos
los niveles. Cierto que la madre y el padre - presente esta vez en el hogar- vivieron
con toda intensidad aquella hora suprema de temor y dolor; pero pronto, con el
hijo, llegó la fiesta, la alegría, la maravilla y las mil felicitaciones, tanto más que el
pueblo entero estaba de fiesta. Celebraba su fiesta patronal de cada año, San
Urbano, Papa, -era el día 25 de mayo- y Camila no faltó a Misa a pesar de su estado
y de su deseo habitual de pasar inadvertida. Allí, en la Misa comenzaron los dolores
del parto; se retiró acompañada de las matronas y amigas. El padre mientras tanto,
en uniforme de gran gala, disponía y mandaba en la plaza principal los soldados a
sus órdenes para el desfile de fiesta, vistoso y triunfal. Allí le alcanzó la noticia: el
hijo había nacido felizmente. Apenas pudo verse libre, corrió al encuentro de su
esposa e hijo. La fiesta crecía en su interior, y como hombre dado a la acción, nada
más entrar en casa, saltaba de alegría como un niño.
¿No te avergüenzas de saltar de ese modo, nosotros que hemos .tenido un hijo
siendo ya tan viejos? -le reprendía dulcemente Camila -.
...De la madre
Sin embargo Camila murió a los trece años de la vida del hijo con una espina en el
corazón. En los últimos años Camilo mostraba un carácter inquieto, díscolo y
fuerte; eludía la tutela materna y sobresalía en las fechorías de la muchachada del
lugar, sobre todo en el juego de naipes y dados. La madre se inquietaba, oraba con
mayor intensidad, sufría y exhortaba con lágrimas al niño.
Camilo, hijo mío, ven aquí, -lo sentaba a sus pies y tomaba entre sus manos la
cabeza; éste la miraba un momento con los ojos bien abiertos, pero enseguida
movía la cabeza pensando en sus juegos y amigos-, mírame bien, Camilo, y escucha
lo que te voy a decir, mira lo que me haces sufrir... te voy a decir un secreto que
nunca te he dicho, - el niño atendía otra vez - . Antes que tú nacieses, yo te vi en
sueños... tú ibas delante de un escuadrón de niños, y ¿sabes qué llevabais todos en
el pecho? Pues una cruz, y tú además llevabas otra cruz en un estandarte que
levantabas al frente de todos... - Camilo atendía como absorto-. Y ¿sabes qué puede
significar este sueño de tu madre antes de traerte al mundo...? -la voz de la madre
se quebraba, y seguía entre lágrimas y sollozos- temo que sea un mal augurio...
temo por ti, hijo mío, esa cruz puede ser... la cruz que llevan... los condenados por
la justicia... cuando van al patíbulo... Camilo, si sigues así y no haces caso a las
palabras de tu madre, el sueño será verdad, mira que a veces los sueños se
cumplen... si sigues así, lo vas a cumplir... hijo mío, eso sería mi muerte... y la ruina
de toda tu casa...
Pasados dos o tres días, Camilo era el mismo de antes, apenas recordaba las
palabras y la mirada dulce y penetrante de la madre, que bajó a la tumba rogando
por él y ofrendando a Dios su vida para que su hijo no se perdiera. Un hijo de
tantas lágrimas, limosnas y oraciones... ¿podrá perderse, Señor...?
...Del padre
" ... hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia
distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, y entender y hacer que las buenas leyes
se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno de grande alabanza; pero no de
tanta como merece aquel a que las armas atienden... porque con las armas se
defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se
aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios, y finalmente, si por ellas
no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de
mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra y e!
tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas. Y es
razón averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe estimar en más.
Alcanzar alguno o ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre,
desnudez, vahídos de cabeza, indigestiones de estómago y otras cosas a estas
adherentes que, en parte, ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a
ser buen soldado le cuesta todo lo que al estudiante, en tanto mayor grado, que no
tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida..."
Como ves, lector, la cuestión que el ilustre hidalgo trata y resuelve es entre las
armas y las letras. Fuera de ahí, es decir los restantes trabajos y ocupaciones, eran
llamados en general trabajos serviles, propios de siervos, indignos e inaceptables
para un caballero.
El primer intento del padre para orientar la vida de Camilo fue el camino de las
letras. Frecuentó la escuela de un preceptor durante algunos años; los resultados
fueron muy escasos. Mientras otros compañeros y su mismo primo Onofre hacían
grandes progresos, Camilo apenas dio los primeros pasos; el ejemplo y la vocación
del padre nada le ayudaban por este camino. Padre e hijo entendieron que no había
nacido para las letras.
Según el célebre discurso antes citado, quedaba la otra opción, las armas, y este era
el camino que en realidad ambos deseaban y veían luminoso y radiante. Esta era la
herencia del padre, la sed de gloria y aventura, el ansia de vivir corriendo el mundo,
combatiendo al servicio de una noble causa; la sangre y la juventud lo arrastran.
Camilo está seguro de que este es su camino, que lo librará de la vaciedad e
inutilidad en que vive, que ya lo desazona, y le dará un ideal grande y hermoso,
capaz de colmar toda su ilusión y toda su vida. Será todo un hombre que dará
nuevo brillo a su ilustre apellido. Apoyado por su padre y sus viejos compañeros de
armas, Camilo llegará muy lejos. Una gran carrera, noble y gloriosa, se abre ante él.
Padre e hijo - este con 18 años - y otros dos primos parten a la guerra contra el
turco en busca de gloria y aventuras. También es cierto que iban en busca de
dinero, porque los blasones de su ilustre apellido estaban sin doblones, rozando la
miseria. Así es la vida.
Pero, ¿no habrá algún rayo de esperanza? Haciendo un gran esfuerzo de voluntad,
emprenden el camino de vuelta a casa; el ansia de verse acogidos en el viejo hogar,
entre aquellos queridos muros, les presta ánimos. Tras una jornada de fatigoso
camino, brilla otra pequeña esperanza: en S. Elpidio a mare, un antiguo camarada
de armas les brindará refugio y ayuda. Sí, llegan y son bien acogidos, pero el viejo
guerrero rinde sus últimas fuerzas. Ya no podrá levantarse del lecho, y a los pocos
días entrega su espíritu al Creador, abatido pero iluminado y confortado por la fe
cristiana y los Sacramentos de la Iglesia. Camilo oyó en silencio sus últimas
palabras:
"Camilo... perdóname por la herencia que te dejo... sólo la espada y el puñal... por
la que malgasté y perdí... perdóname por no haber escuchado a tu santa madre...
reza por mí, Camilo ... vuelve a la tumba de tu madre y cuéntale...
Camilo, a los 18 años, era mucho lo que tenía que vivir y soportar. Ante la tumba
del padre, volvió a concentrarse en sí mismo, a pensar y recordar. Había vivido
intensamente los últimos meses, había visto su vida clara y decidida, las sombras y
dudas se habían alejado, y había creído que su camino en la vida, su vocación,
noble y hermosa, iba a realizarse... Pero ahora, todo aquel vistoso edificio se había
derrumbado, tenía la inevitable sensación de que el trágico final de la carrera de su
padre había terminado con todo, y que en la tumba del padre quedaba sepultada su
vocación de soldado. Las últimas palabras del padre le indicaban el camino de la
casa de Buquiánico, que era para él la casa de la madre, Camila. Aquella casa estaba
llena de su recuerdo y conocía muy poco al padre, allí estaba también la tumba de
la madre.
Camilo se ve solo en el mundo, solo y enfermo, sin guía, sin rumbo en la vida.
Tendrá que orientarse por sí mismo y hacerse dueño de su destino. Este
descubrimiento le pesa enormemente, nunca lo había pensado. Mitad por inercia,
mitad por las palabras del padre, Camilo dirige sus pasos hacia la vieja casona de
sus padres y mayores. Trata de comprenderse un poco y aclarar sus ideas, pero le
cuesta mucho. Ahora predomina en él la herencia materna, los recuerdos y las
palabras de Camila que lleva aún en la memoria, llenas de dulzura y amor, de
reproche mezclado de ternura y suavidad; piensa en sus lágrimas, sus limosnas y
oraciones por él mismo, Camilo. Cree que tantas oraciones y lágrimas, tanta
bondad no puede perderse delante de Dios, tienen que dar su fruto y se siente
interiormente confortado por la protección misteriosa e invisible de su madre.
Sigue el camino con su fiebre no curada del todo; por eso su caminar es lento y sus
descansos, sentado al borde del camino, frecuentes. Camilo va pensativo, trata de
entender la vida, observa a los que pasan: hombres de toda edad y condición,
viejos... hombres maduros... niños, jóvenes con semblante alegre... otros con ceño
duro, crispado... caballeros arrogantes que ni lo miran... luego dos frailes de porte y
vestido sencillo, rostro afable y sereno. Estos atraen la vista de Camilo, que los
sigue un buen rato. Siente que es una estampa muy próxima a la imagen de su
madre, a los deseos y aspiraciones que ella vivió; en este momento querría seguir
fielmente las palabras de la madre que de muchacho no atendió y le parece que lo
que su madre le diría que hiciese en la vida es que siga la vida de estos frailes, tan
parecida a la vida de la misma Camila. Camilo se sorprende a sí mismo en estos
pensamientos, pero no sólo no los evita, sino que se siente atraído cada vez con más
fuerza por ellos hasta que... sí, Dios mío - dice - te prometo por la memoria de mi
santa madre que me haré fraile de San Francisco, eso es lo que ella querría para mí,
ese será mi mejor camino en la vida. Mi tío materno también lo es, él me ayudará y
me aconsejará...
Camilo ha hecho un voto, no ha sido una fantasía que ha cruzado su mente, sino
que lo ha hecho con toda su voluntad. Está resuelto a cumplido y cuanto antes. Se
siente otro hombre, aliviado de su peso anterior, despejado y con un rumbo que
cree firme y luminoso. Mejorado de la fiebre, aunque cojeando ligeramente, camina
resuelto y decidido hacia L’Aquila, donde está su tío Fray Pablo de Loreto. Camilo
se desahoga con el hermano de su madre, ¡cómo se le parece...! es su retrato en el
cuerpo y su igual en el espíritu...
La sed de gloria y aventura se despertó de nuevo y Camilo las buscó con toda su
alma, con todas sus fuerzas conscientes y ocultas; la ocasión llegó pronto. Acudió a
Roma para curarse y fue atendido en el hospital de Santiago de los Incurables,
luego trabaja de enfermero auxiliar. Allí comienzan a llamado cabezota,
cabeza dura, porque es incorregible en la pasión de los naipes y dados, juega lo
poco que tiene, lo pierde todo, pero no ceja... busca insaciable la fortuna... la
gloria... Pronto es despedido por incorregible en el juego, inepto para enfermero.
Así es su vida durante cuatro años enteros. Busca las pasiones fuertes, quiere
vivirlo todo y más, busca siempre y en todas partes la fortuna plena y radiante, la
grandeza, la inmortalidad... y en esta búsqueda se lo juega todo, la vida en los mil
peligros, y luego en las invernadas, cuando cesan las batallas y el ocio es habitual se
juega a los dados la soldada, todo lo ganado. Pierde siempre, pero no ceja, juega de
nuevo. En la cuarta invernada, cuando ya lo ha perdido todo, antes que darse por
vencido, se juega lo que un soldado no puede perder: ¡la espada, el arcabuz, la
pólvora y e! manto militar. Pierde, lo echa todo cabizbajo sobre la mesa, y sale...
vencido, inseguro, sombrío. Nápoles, otoño de 1574.
Era tiempo de invierno y Camilo iba casi desnudo. Los frailes le ofrecieron
delicadamente paño del que ellos usaban para que se abrigase. En un primer
momento lo rechazó alarmado, como si quisieran robarle su libertad. Pasaron unas
semanas y Camilo lo aceptó; por el frío que arreciaba y... por algo más.
Camilo se pregunta si el dinero que ha buscado con frenesí y la gloria que siempre
ha amado y tan esquiva se le ha mostrado, valen tanto como hasta ahora había
creído. Los frailes le están diciendo que no, que es una locura. Repasa en su mente
el recuerdo de la trágica muerte de su padre, sin gloria ni dinero... Camilo cree
comprender: hay varias maneras de ser un caballero, un quijote... de ponerlo todo
al servicio de una causa grande y hermosa. Ser caballero a lo divino, al servicio de la
causa de Dios, poner toda su voluntad al servicio de una belleza soberana, rendir
vasallaje a un Señor que lo merece de verdad y no defrauda nunca... Este nuevo
ideal deja a Camilo perplejo e indeciso en un primer tiempo, pero luego le parece
superior al ideal que lo llevó a la guerra. Quiere conocer mejor a este «nuevo» y
gran Señor... para servirle, por supuesto. Los frailes le han dicho: «Dios lo es todo,
lo demás es nada». Esta frase no se aparta de su mente, y cuanto más la repite más
lo atrae... La celeridad, el dinero, las pasiones juveniles ya no lo atraen como antes,
hasta le parecen un engaño...
Fue el día del encuentro. Allí en las laderas del monte Gargano Alguien lo esperaba.
Camilo lo había buscado sincera y afanosamente y allí lo ha encontrado. Se
desahoga orando largo rato en voz alta. Ante su Señor, con humildad y con firmeza
de roca traza una frontera decisiva entre su pasado y lo que, postrado, implora sea
su futuro. Con la gracia de Dios será otro hombre. Ve entreabrirse ante sí un
camino nuevo, luminoso y sereno. «Si hubiera encontrado por el camino un hábito
capuchino, me lo hubiera puesto allí mismo sin pedir permiso a nadie», aseguraba
más tarde Camilo recordando aquel día. Quería volar hacia el convento, más que
seguir los pasos - quedos y monótonos- del jumento.
Camilo cree que este es su camino, se siente tan centrado y tan firme que le parece
que nada podrá apartado de él; ni Dios, que lo ha llamado, ni mucho menos los
hombres.
Pero a los pocos meses una curiosa llaga en el empeine del pie - que ya venía de
atrás - es causa de que los buenos frailes lo despidan: así no puede seguir la vida
franciscana, tiene que ir a curarse...
Esta decisión fue amarga para él, aunque fuese sólo una dilación; pues apenas
curado los frailes lo admitirán encantados. Un poco desorientado llega a Roma -
otoño de 1575 - como devoto peregrino, ora asiduamente en las principales iglesias
para satisfacer su piedad y para orientar su vida. Pide el ingreso en el hospital de
Santiago como enfermo y enfermero al mismo tiempo. Aquí estuvo cuatro años
antes y fue despedido como inepto para enfermero. Ahora es otro hombre, humilde
y servicial con todos. Les costó unas semanas a los que lo recordaban convencerse
de que ahora valía para enfermero; pero fueron abriendo los ojos, de maravilla en
maravilla... hasta que lo tuvieron que admitir. Y ¡qué enfermero...! un modelo...
respetuoso... fiel y algo más: sensible y entregado al enfermo, por sucio y miserable
que fuera.
Camilo está fascinado por el ideal de vida franciscana, que encuentra auténtica,
pura y apasionante.
Pasó cuatro meses felices de capuchino. Luego otra vez, la dichosa llaga se abre y a
los pocos días es despedido, y esta vez definitivamente. Camilo no puede entender,
él estaba seguro de que este era su camino, se ve desorientado... busca y ora a su
Señor... «Tal vez -piensa- es justo, Señor, que no pueda servirte en paz... he perdido
tanto tiempo lejos de Ti, que no merezco un lugar estable para borrar mis
pecados... iré por el mundo buscando tu misericordia... por todo el tiempo que
perdí en pos de las vanidades...»
Todavía intentará por dos veces ser admitido en la familia franciscana, pero la
respuesta es negativa, porque la llaga muestra ser incurable. Vuelve a su hospital de
Santiago de Roma y se engolfa cada día más en el servicio a los enfermos. Prefiere a
los más pobres y abandonados, a los que nadie atiende. ¡Va descubriendo que sus
necesidades son muchas y lo impresiona cada vez más e! misterio del hombre
sumido en la miseria, el dolor y la soledad. Lo designan jefe de administración y del
personal del hospital conjuntamente, de modo que todos, incluso los médicos,
dependen de él - Director Gerente por tanto - . ¡Camilo acepta porque está
dispuesto a cuanto le pidan para bien de! hospital y de los enfermos. Se multiplica
para atender a todo, vigila a unos y otros, se adelanta con el ejemplo para que los
enfermos estén mejor cuidados y servidos. Ora y medita delante de su Señor
crucificado... Señor, ¿qué quieres que haga? ¿para qué quiero mi vida? ¿para qué
quieres Tú, Señor, mi vida?
Un día oye la predicación sobre el texto evangélico de Mt 25: «Yo estaba enfermo y
me visitasteis... lo que hicisteis a uno de mis hermanos más humildes, a mí lo
hicisteis.» Estas palabras hacen diana en su cabeza y sobre todo en su corazón. Las
recoge, las rumia repetidas veces en su oración y va viendo la luz en el misterio del
hombre enfermo, postrado, solo y desvalido. Siente ante él un profundo respeto,
como si una escondida grandeza estuviese presente en él. La Palabra de Dios le
ayuda y le guía a este descubrimiento: en el enfermo se esconde Cristo crucificado,
Cristo es la grandeza escondida... Cada vez lo ve más claro... servir al enfermo es
servir al mismo Cristo. Por tanto, la fidelidad caballeresca y el servicio a su Señor
que quería cumplir en el convento, lo puede cumplir aquí perfectamente, aquí
donde su Señor tanto lo necesita... Este descubrimiento lo maravilla, le da alas y el
hospital se va transformando en la casa de su Señor. Aquí el enfermo es el Señor,
todo pertenece al enfermo, todo para servirle. Ha comprendido finalmente cuál es
su nuevo camino: «ya que Dios no lo ha querido capuchino, lo quiere aquí
entregado al servicio de sus pobres enfermos.»
Como Director Gerente del hospital, Camilo se lo toma muy en serio y desarrolla su
propio estilo. Un día un proveedor trajo abusivamente al hospital grano en mal
estado. Camilo lo rechazó porque no era bueno para los enfermos. Recurre aquél al
camarlengo del hospital, superior a Camilo, que lo trató de mala manera y lo llamó
cabezadura, obstinado. Aguantó el chaparrón y le contestó que su conciencia no le
permitía aceptar aquel grano para los enfermos, y no lo aceptó.
Como no tiene complejos y se siente interiormente libre, echa mano sin miedo de
todos los medios que puedan mejorar el servicio a los pobres enfermos. Cumple su
deber de vigilar, corregir y animar a todos los enfermeros. Tuvo que despedir a
uno. Los reúne y les enseña con calma cómo deben atender a los pacientes en todas
sus necesidades, cómo tratarlos y respetarlos... les quiere transmitir sus propias
vivencias de fe, lo que él ha aprendido de la Palabra de Dios y en la oración
silenciosa y prolongada. Su slogan y tema preferido es este: «Mirad que los
enfermos son la pupila y el corazón de Dios, tengamos presente que lo que hacemos
a estos pobrecitos, lo hacemos al mismo Dios...» Sus palabras son vivas y llenas de
fuerza, pero sus ejemplos van más allá y atraen suave y eficazmente.
Las cosas van mejorando en el hospital; todos lo ven. La Junta de Gobierno está
satisfecha y se congratula de tener a Camilo de Gerente. El hospital aumenta su
prestigio al exterior y no pocos gentiles hombres, atraídos por el ejemplo de
Camilo, vienen a prestar voluntariamente diversos servicios a los enfermos. Mucho
bien está haciendo Camilo; de guiarse por lo que se dice y se comenta, debería
sentirse halagado y satisfecho. Pero no, el único que no está satisfecho es él. Ve las
cosas en otra clave y no puede descansar hasta ver a sus enfermos - sus dueños y
señores como él los llama - servidos y atendidos como corresponde a su dignidad,
la que le descubre la luz de la fe.
Sí... esta sería la solución. Y ¿cómo hacerlo? ¿Cómo organizar una compañía de
enfermeros así? ¿Son sueños? Camilo se permite soñar... acaricia esta idea, que
para él es luminosa. Pero, ya que se trata de servir a su Señor, de cumplir su
voluntad soberana, a Él no le faltarán ciertamente medios para hacerla posible.
Camilo se lanza, pues, a esta nueva aventura en el servicio fie1 a su Señor. Él,
escondido en el enfermo, se lo merece, Él lo quiere y lo hará posible.
Busca enseguida compañeros que quieran compartir su idea; los encuentra entre
sus mejores amigos y colaboradores, dentro del mismo hospital: Francisco Profeta,
sacerdote siciliano, recién nombrado capellán del hospital; Bernardino Norcino,
Curcio Lodi, Ludovico Altabelli y Benigno Sauri, estos cuatro, seglares que servían
en el hospital. Todos ellos aceptan de buen grado el plan, porque conocen a Camilo,
conocen bien su corazón y la pureza de sus intenciones, se fían de él. Comienzan a
reunirse por la noche, concluido su trabajo habitual, en un pequeño oratorio
presidido por un hermoso Crucifijo. Puesto que lo que los mueve es la fe, sus
reuniones son siempre de oración y reflexión, de diálogo libre y fraterno... se
alegran de compartir un ideal grande, que los atrae poderosamente, dan gracias a
Dios por esta inspiración y le piden que sepan cómo realizarlo. En la voz y en la
fuerza del ideal que se proponen, reconocer la llamada de Dios y quieren
disponerse a responder humilde pero firmemente a esa llamada. La oración del
grupo es intensa, confiada y gozosa.
Pasaron... dos años y el grupo de los seis seguía compacto. Firme con sus
reuniones, cada vez más firme y unido en sus ideales y llevando a la práctica de uno
u otro modo lo que ante Dios reflexionaban y oraban. No molestaban a nadie y
mejoraban su servicio al hospital.
Un mocetón, alto casi dos metros, barba cerrada, corta y descuidada, con sus
lozanos 32 abriles y en hábito clerical, frecuentaba puntualmente el 2º grado de
Gramática. Lo rodeaba una alegre bandada de gorriones de corta edad; al principio
lo miraron extrañados y cautelosos; luego, al comprobar que no era ningún gavilán,
sino más bien lo contrario, se le acercaban confiados y divertidos. Estirando el
cuello para hablarle, le dicen: abuelo... que esa cabeza ya está dura... ya no te entra
el latín... Camilo no reacciona ... sonríe, también él se siente divertido y a gusto
entre los pequeños. Sigue firme en sus planes de hacerse sacerdote y recupera
ahora el tiempo que de niño no supo aprovechar.
El día 10 de junio de 1584 el hospital de Santiago está de fiesta por la primera Misa
de Camilo, su Director-Gerente. Todo el hospital participa, felicita a Camilo y le
demuestra, cálida y sinceramente, su afecto y gratitud.
Esto era un golpe muy duro para el reducido grupo de los cuatro: la palabra de su
confesor tenía mucha fuerza en su vida. Volvieron a sumergirse en la oración
humilde y confiada, en la búsqueda de a voluntad de Dios... horas de oración...
ayunos... entrega a los enfermos... sufren en silencio por tan cerrada oposición que
no logran comprender... Después de horas de oración, Camilo, rendido por el
cansancio se queda dormido, y en sueños oye de nuevo la voz y ve el gesto de su
Señor crucificado, que lo anima: "Adelante, pusilánime, prosigue, que no es obra
tuya, es mía".
Esta borrasca los ha hecho sufrir más, su oración es ahora más humilde y sincera.
Pero la decisión del grupo es firme y decisiva: seguirán adelante, no pueden decir
no a su conciencia ni a los mismos enfermos. Desaparecen las vacilaciones y se
sienten unidos, animados y fortalecidos, saben a Quién quieren servir y se fían de
Él por entero.
Acuden inmediatamente a otro hospital más grande, el del Espíritu Santo; aquí no
tienen nada más que el derecho de todo cristiano a ejercitar la caridad con los
enfermos, y allí acuden cada día, igual que muchos otros, en plan de voluntarios de
la caridad, práctica entonces muy extendida y aceptada. Mientras que estos
voluntarios en general dedicaban pocas horas del día - o de la semana - a los
enfermos, Camilo y los suyos les dedican con ardor todas las suyas, mañana y
tarde. En el hospital de Santiago habían sido acusados de querer adueñarse del
hospital; la acusación les dolió mucho, y aquí no quieren hacer carrera de ningún
tipo: no aceptarán cargo ni mando alguno en el hospital, ni remuneración o ventaja
alguna. Serán exactamente igual que los demás voluntarios.
Pronto tendrán que pagar un alquiler de vivienda - y por anticipado- y víveres para
poder subsistir. En realidad, se van a endeudar enseguida por más que sean
amantes de la pobreza a estilo franciscano. No obstante, se enfrentan decididos a
este futuro’ confiados en que el Señor, a cuyo servicio entregan todas sus energías,
no los abandonará. Y los hechos irán respondiendo puntualmente a esta
convicción.
A poco de comenzar la aventura, a los quince o veinte días de salir del hospital de
Santiago, el ardor con que se prodigaban a los enfermos, unido a una vivienda
malsana y a una austeridad en la comida y el descanso de tonos muy subidos, hizo
que Camilo y Curcio enfermasen seriamente. Tuvieron que pedir ayuda para poder
internarse y Camilo lo fue en el hospital de Santiago y en la misma habitación que
había tenido durante muchos años como Director-Gerente. Corrió la noticia, como
es natural, entre los muchos que los conocían; y se esperaba que con este nuevo
golpe el grupo de idealistas se estrellaría contra la realidad y no podría seguir con
sus planes. La reacción del grupo fue otra: para ellos la enfermedad no era una
catástrofe, ni los humillaba, era algo normal y en su caso incluso algo positivo para
su proyecto. Dios - pensaron - nos ha enviado esta enfermedad para que sepamos
bien lo que es la enfermedad y así sepamos después servir y acompañar a los
enfermos con mayor caridad y compasión.
Apenas restablecidos, el grupo era el mismo, decidido y mejor preparado que antes
a descubrir sus caminos. Agradecidos por las ayudas que habían recibido, se
retiraron de nuevo a su pobre vivienda y a trabajar en el hospital del Espíritu Santo.
También es cierto que dieron pruebas de que no eran fanáticos ni se aferraban a
detalles secundarios o puramente formales; al contrario eran capaces de corregir y
enmendar todo lo que viesen conveniente. Ahora pensaron que aquella vivienda era
demasiado incómoda y malsana, mientras que deberían guardar todas sus fuerzas
para el servicio a los enfermos. Buscaron pues, otra vivienda que, sin dejar de ser
austera, protegía mejor su salud.
A los pocos meses - agosto de 1585 - Camilo y los suyos soportan otra dura prueba.
Bernardino, todo un joven a los sesenta años, emprendedor e idealista, pieza
fundamental de la naciente fundación, rinde su último aliento, porque sus fuerzas
corporales se han agotado ya, sirviendo a sus Señores, los enfermos. Esta pérdida
los entristece, por un lado, pero también los alegra porque creen sencilla y
firmemente en la vida eterna en la casa del Padre. Bernardino, un fuera de serie,
totalmente entregado a la pequeña y arriesgada fundación, los ha animado e
impulsado a proseguir el camino emprendido; su tumba los hace sentirse más
unidos y obligados a proseguir la obra, que será también la herencia del bondadoso
y “joven” Bernardino.
El servicio que quieren prestar a los enfermos no lo ven únicamente como una
obligación asumida, sino más bien como un don de Dios, un talento precioso que
quieren poseer y desarrollar:
"Primeramente pida cada uno al Señor que le dé un afecto materno para con el
prójimo, a fin de servirlos con toda caridad en cuanto al alma como al cuerpo,
porque deseamos, con la gracia de Dios, servir a todos los enfermos con aquel amor
que pone una madre en cuidar a su único hijo enfermo.»(Regla 27)...
«Procure animarlos con palabras amables para que coman, acomodándoles la
cabeza alta, y otras cosas según que el Espíritu Santo les enseñará.» (Regla 31).
Si alguno, inspirado del Señor, querrá ejercitar esta obra de caridad... podrá
privadamente hacer voto, porque queremos en esto dejar actuar a la gracia del
Espíritu Santo por sí misma.» (Regla 1).
"En común no podemos tener establemente nada más que la casa en que
habitamos... y nuestro sustento será sólo de limosna.»
El hospital era entonces la casa de los pobres, su último refugio. Quien tenía
medios no iba al hospital. Este será pues su campo ordinario de servicio. Sin
embargo también se comprometen a asistir a los moribundos en sus casas si son
llamados, y sobre todo, no tienen miedo de asumir públicamente el compromiso de
asistir a los apestados, lo que entonces equivalía a jugarse alegremente la vida: en
caso de peste, las posibilidades de salir con vida para quien se entregaba
incondicionalmente a su servicio, no eran muchas.
Al final, por influencia del Cardenal Lauro y de otros que se fijaron en el ritmo de
vida y el estilo de servicio del pequeño grupo por encima de cualquier otra
consideración, la aprobación llegó, si bien diríamos que por la puerta trasera y con
claras limitaciones: se aprueba solamente para la ciudad de Roma, y con la expresa
declaración de que es una asociación sin votos públicos, sólo privados; se anota
también que no es una fundación nueva, sino que retoma la tradición de antiguas
fundaciones.
Camilo y los suyos recibieron la noticia con alegría y gratitud sencilla y verdadera.
Eran un pequeño grupo - una decena - sin pretensiones de grandeza, sino sólo de
servir. Pero sin duda que esta aprobación pública del Papa los conforta y les da
nuevos ánimos en el camino emprendido.
Hasta ahora el grupo había superado pruebas muy duras en su camino - saliendo
de ellas compacto y unido - y había crecido, sin necesidad de tener expresamente
designado un Superior. Ahora, por disposición de Breve de aprobación ha de elegir
un Superior. Camilo fue elegido por unanimidad y su estreno en el nuevo cargo fue
curioso: lo primero que hizo fue salir con un compañero, alforjas al hombro, a
mendigar el pan para todos. La acogida que les dispensaron no fue muy agradable,
ya que no recogieron más que un pan y algunos mendrugos y no pocos desprecios y
malas maneras. Al día siguiente salen otros dos a mendigar y el resultado fue muy
parecido, de modo que esta pareja volvió muy desanimada y casi con la intención
de dejar la recién aprobada asociación. Camilo los comprendió, pero los animó a
seguir adelante, mostrándoles con sencillas palabras su fe en la Providencia del
Señor.
A raíz de la aprobación, el Papa Sixto V quiso ver y conocer a Camilo. Este acudió a
la audiencia del Papa con devoción verdadera y profunda por la sede de Pedro, pero
también dispuesto a dialogar y a no perder el tiempo: apenas pudo hablar,
agradeció vivamente la aprobación de su grupo de Siervos de los Enfermos y pidió
al Papa poder llevar públicamente en la sotana como distintivo, una cruz roja. El
Papa halló razonable la petición, que en breve le fue concedida. La idea del grupo y
de Camilo era esta: «Nuestra asociación tiene como fin particular ayudar a las
almas en la última batalla ante la muerte, por eso los nuestros se presentan
armados con la cruz roja para vencer y superar a los demonios, enemigos capitales
de tan poderoso signo.» Esta cruz - decía Camilo - significa que los que la llevamos
somos como esclavos, vendidos y entregados al servicio de los pobres enfermos... y
que nuestra fundación es de cruz, de trabajo... Y gustaba de añadir esta pintoresca
comparación: «Un Siervo de los enfermos, contento de llevar el hábito y la cruz
roja, pero frío y sin amor en el servicio de los pobres enfermos, se parecería a un
pollino macilento, adornado de una hermosa montura.»
Años después, Camilo fue a Buquiánico, su pueblo natal, con algunos de sus
religiosos, todos con la cruz roja en el pecho. Sus paisanos, sobre todo los que le
conocieron de niño, lo recibieron repasando y haciendo maravillas de todas sus
aventuras, sobre todo de la última, su fundación de los Siervos de los enfermos. Y
fijándose en la llamativa cruz roja, comentaban y preguntaban en voz baja... Y
algunos, maravillados, decían: "Lo veis... es la cruz que Madonna Camila vio en
sueños antes de darlo a luz. Luego nació en el establo como nuestro Señor. Si lo
viese ahora Madonna Camila... que murió entristecida por este hijo..."
Camilo oyó los repetidos comentarios y respondió: "Sí, esta es la cruz que mi madre
pensaba que sería la ruina y destrucción de mi casa. Y he aquí que Dios la ha
convertido en salvación para muchos y exaltación de su gloria. Qué distintos son
los caminos de Dios y los caminos de los hombres".
Sus paisanos veían ahora en Camilo la imagen de su madre, en cuerpo y alma... qué
gran hijo... cómo ha heredado las virtudes de aquella santa mujer... vive - igual que
ella - sólo para los pobres y desvalidos, tiene el mismo corazón de su madre...
Camilo bendice a Dios y le da gracias recordando a su madre. Sus ardientes
oraciones y sus constantes limosnas... por él, Camilo, no fueron desoídas, no;
daban ahora su fruto abundante, bendito sea el Señor. Camilo recibía un impulso
nuevo y fuerte: el recuerdo y la herencia de la madre revivía en él. Había llevado
siempre consigo sus palabras y ejemplos, sus oraciones lo habían protegido
constantemente hasta allí y lo seguirían protegiendo en adelante; Camila había
tenido parte también en aquella fundación, hija de sus sueños e ideales, de sus
lágrimas, limosnas y oraciones.
Las ambiciones del grupo - sanas y generosa s- aumentaban. Querían tener más
sacerdotes para poder cambiar el modo habitual - muy rutinario y descuidado - de
atender espiritualmente a los enfermos y moribundos, pero les era difícil o
imposible ordenar a los estudiantes que entraban; ya Camilo se había visto
impedido en este camino por falta de patrimonio económico y hubo de socorrerlo
su fiel amigo Fermo Calvi que depositó 600 escudos, una fortuna entonces,
suficiente para vivir de la renta que producía.
Un Sr. Cardenal, admirado de los arrestos del pequeño grupo, quiso ayudarlo a
crecer y sugirió que la mejor fórmula sería tener votos solemnes, con lo que
podrían ordenar cuantos quisieran a título de pobreza. Esto equivalía a aprobar
una nueva Orden religiosa, asunto muy difícil por la vía ordinaria. Camilo tampoco
aspiraba a eso; los títulos y categorías no tenían para él ningún valor, es más le eran
sospechosos. Pero la posibilidad de tener más sacerdotes sin sacrificar ni un ápice
de la mejor pobreza franciscana sino en esa misma línea, eso lo tentaba. Después
de orar y reflexionar con calma ante Dios, comenzó a tramitarse en la Curia la
petición de votos solemnes, sabiendo de antemano que, como mínimo iba para
largo.
Camilo y los suyos no entienden lo que es ir a la caza de influencias y
recomendaciones. Oran, sí, y mucho por esta intención, pues de aquí puede
depender en gran medida el futuro de la tierna planta. Pero todo su tiempo y sus
energías están entregadas - día a día - a los pobres del hospital. Esto es lo suyo,
donde no dudan que Dios los espera.
Pero, aquel año las cosechas fueron cortas, los caminos de aprovisionamiento de
Roma eran frecuentemente saqueados por el bandidaje y lo peor... muerto el Papa
Sixto V a finales de agosto, pasaron tres meses sin Papa y sin un gobierno firme. La
situación alimenticia de Roma se hizo caótica, el hambre invadió las casas de los
pobres, y un ejército - miles de pobres mendicantes y de deudores de la justicia -
invadió Roma desde fuera en busca de un bocado de pan. El nuevo Papa ordenó
severamente que fuesen echados de Roma los que no aceptasen ser asistidos en las
instituciones de caridad. Pero resultaba que muchos se escondían durante el día en
las grutas del Coliseo, Palatino, Termas de Caracalla, y durante la noche probaban
fortuna – como fuese - para matar el hambre. Camilo se dio cuenta de la triste
situación y la atacó a su manera y estilo. Organizó pacíficas expediciones para
explorar las grutas y socorrer a los miserables condenados a muerte que allí
estaban, muchos ya sin fuerzas para volver a salir a la luz del sol, aterrados por el
hambre y la miseria. Recogió a ocho religiosos y cuatro ayudantes y con ellos iba
explorando aquellos antros de muerte, que habitualmente eran establos, en los que
ahora los miserables disputaban a las bestias un bocado de hierba. «Dios os salve,
hijos...», era el saludo que les dirigían al entrar con teas en las oscuras grutas; «no
temáis, venimos a ayudaros...» Les repartían lo necesario para reparar sus fuerzas,
los sacaban al sol, se llevaban los enfermos al hospital, sacaban los muertos... los
consolaban cuanto podían y les dejaban lo necesario para vivir durante un par de
días y la esperanza de tener luego un nuevo socorro. Cuántos encontraron a los que
apenas podían abrir la boca, llena de la hierba de los animales... cuántos
consumidos por la miseria, la fiebre, o ya muertos...
La policía hacía también sus exploraciones y echaba fuera de la ciudad - con un pan
y algunas monedas en la mano - a los mendigos que hallaba fuera de los hospitales
u hospicios. Un día Camilo se encontró con un grupo de éstos, atados de dos en
dos, a punto de ser expulsados. Camilo los veía condenados a una muerte segura.
Se acercó suplicante al capitán que dirigía la operación, pidiéndole esperase a que
él pudiese interceder por ellos ante el Gobernador; el capitán le respondió que no
discutía órdenes, sino que las cumplía fielmente. Iban a ser embarcados ya, y
Camilo no se podía apartar de ellos, suplicando al capitán por piedad... que no se
podía mandar a la muerte así a unos hijos de Dios... El capitán, alterado, le
respondió con fuertes amenazas si continuaba interponiéndose. Camilo no puede
ceder, no se lo permite su corazón ni su conciencia: se pone de rodillas y con
lágrimas le suplica... que espere un poco... que le entregue al menos los más débiles
y acabados... El capitán, un tanto desarmado, le entregó dos y embarcó
rápidamente a los otros. Camilo los sigue desde el muelle, les habla y los conforta
en voz alta.
Sufriendo visiblemente y con lágrimas en los ojos los vio alejarse; tomó entonces a
los dos que le habían dejado y los acompañó, gozoso de aquel pequeño triunfo, a la
Magdalena, donde los atendió mientras no podían valerse. El capitán, mientras
tanto, denunció a Camilo ante el Gobernador, que reprendió sin aspereza a Camilo
por su celo excesivo. Era un lenguaje que éste no podía comprender en absoluto.
Se rebelaba contra aquella situación, dispuesto a intentarlo todo para poner
remedio. Logró hacer llegar al Papa sus quejas y su petición de que «se tratase a los
pobres con mayor caridad»; y afortunadamente obtuvo pronta respuesta. El Papa
formó una comisión de cuatro Cardenales y el mismo Camilo; nunca había soñado
formar parte de una comisión de Cardenales para atacar con mayor decisión y
caridad la trágica situación de los pobres.
Cuando Camilo oyó voces que hablaban de peste, fue enseguida al lugar para
comprobado; volvió a la Magdalena, escogió ocho de los suyos y les dijo
claramente: ¡la caridad no puede darse tregua ni reposo, esta es nuestra hora, para
esto estamos en el mundo los Siervos de los Enfermos... venid conmigo a servir al
Señor... ¡Se presentaron animosos en el hospicio y emprendieron enseguida una
limpieza a fondo: ropas y talegas sucias, paja podrida, jergones viejos... fueron a
parar al fuego o al río. La lucha con los parásitos fue terrible, ya que lo habían
invadido todo, hasta la comida, provocando violentas náuseas y vómitos. Una
fiebre que llamaban pútrida, se contagiaba y en pocos días alcanzó también a los
del grupo de Camilo. Sin volver la vista atrás, sino animándose unos a otros,
siguieron en la brecha... hasta sucumbir. Cinco de los nueve, consumidos por la
inapetencia y las náuseas, murieron como mártires, atacados por infinitas
picaduras de piojos. Sus nombres: Juan, Leandro, Horacio T., Horacio Z. y Benito.
Dada la carestía los medios se agotaban y Camilo tuvo que salir muchos días y en
pleno invierno, llamando de puerta en puerta para proveer de pan y alimentos a sus
asistidos. Vigilaba sobre toda la organización y al regresar al lazareto solía traer,
apoyándolo al caminar o cargado a sus espaldas, un nuevo enfermo, muchas veces
mascando hierba y hediendo como un cadáver. Gozaba de poder acogerlo, limpiarlo
y atenderlo; pero «sufría y se lamentaba al ver sufrir a aquellos miembros de
Cristo, sin poder servir a todos como sería su ardiente deseo.»
Un día llegó a encontrarse sin pan y sin grano. De buena mañana se dirigió a la
central de abastecimiento, exponiendo con insistencia la situación de su hospital de
infecciosos. El jefe, que estaba indispuesto en cama, le envió a decir que no había ni
siquiera para la ciudad. Lejos de contentarse con esta respuesta, alzando la voz
para que Monseñor de Abastos le oyera bien, dijo que no pedía grano para él, sino
para sus pobres enfermos, los cuales, antes que nadie en el mundo, tenían derecho
y necesidad de pan. Y siguió, con mayor voz y convicción: si mis pobres, Monseñor,
mueren de hambre, no seré yo el culpable delante de Dios y le citó ante el tribunal
de Cristo, al que daréis cuenta muy estrecha. Oída aquella voz de trueno, el buen
Monseñor ordenó enseguida que le diesen cuanto pedía, aunque faltase el grano
para el resto de la ciudad.
Hubieron de elegir Superior. Camilo les dijo claramente que no pensasen en él, por
no ser apto para el gobierno, hombre sin letras ni instrucción... y por sentirse muy
consumido y viejo; que lo dejasen aparte «como azada fuera de uso.» Pero sus
palabras fueron razón de más para e1egirlo unánimemente como Superior de
todos.
La tarde del día 8 de diciembre de 1591 Camilo tuvo con los suyos una reunión
íntima y familiar. Los saludó y abrazó uno a uno; luego se puso de rodillas ante
todos y pidió que como limosna le concediesen usar las cosas que precisaba
absolutamente: los vestidos, la cama y muy poco más. No se levantó hasta que
todos le aseguraron que se lo concedían. Era el cabezadura de siempre, que amaba
y defendía la pobreza como un tesoro.
A los pocos días todo el grupo que emitió los votos solemnes hicieron a pie la visita
a las siete iglesias de Roma; con esta piadosa peregrinación, al tiempo que daban
gracias a Dios en los templos de los Apóstoles y Mártires de la Iglesia de Roma,
expresaban sencilla y firmemente su deseo de caminar adelante... buscando
siempre una mayor conversión y entrega al Reino de la Caridad. Hacia el mediodía
hicieron una parada entre las ruinas de las Termas de Caracalla, para la comida.
Los hospitales de entonces - centro y modelo de todos ellos era el del Espíritu Santo
- eran unos edificios grandes y hermosos al exterior. Para Camilo lo que más
contaba era el interior, donde ciertamente no se veía mucha hermosura. Allí
estaban recogidas todas las miserias humanas, físicas y morales; aquello era el
último refugio del pobre y desvalido, que lo evitaba mientras podía, porque muchos
iban a morir en él. Quien tenía medios no iba ciertamente al hospital. Los muchos
vagabundos, aventureros errantes y mendigos de aquel tiempo iban convergiendo
hacia la ciudad y tenían su último refugio en el santo hospital.
No eran tiempos de higiene y dada la alta mortandad, se echaba la culpa a las
ventanas abiertas, por lo que siempre estaban cerradas. La suciedad era
impresionante e incomprensible para nosotros; los servicios higiénicos muy
primitivos sin desodorantes ni detergentes eficaces, el mal olor era brutal, la
cultura y maneras de los enfermos muy rudas, por lo que las voces y lamentos de
los enfermos en salas grandes y muchas veces sobreocupadas... el hedor
persistente... todo contribuía a crear un ambiente muy duro, con un aire
irrespirable. «El aire corrompido de los hospitales mata a los nuestros,» dice un
cronista de aquellos días.
Un día al atardecer se cruzó Camilo en la calle con un médico, gran amigo suyo, que
le preguntó a dónde iba. Le respondió con cara alegre que iba «de paseo a un
hermoso jardín, lleno de flores y frutos, cercano al castillo de Sant'Angelo.» El
médico se preguntaba qué jardín sería aquél, ¿algún jardín privado de un noble
romano o de algún Cardenal? Era muy extraño que Camilo fuese a pasearse a un
jardín y menos a aquella hora, a punto de sonar el toque del Ave María, hora en que
todos los religiosos debían recogerse en sus conventos... Camilo lo dejó cavilar unos
minutos y luego le desveló el enigma: «Mi jardín es el hospital del Espíritu Santo».
¿Cómo no voy a estar bien aquí hallándome en el paraíso terrestre, y con la prenda
y la esperanza de alcanzar también el celestial?
Al final de su vida, consumidas sus fuerzas y teniendo que guardar cama, no dejaba
de pensar en su hospital: enviaba allí a su enfermero encomendándole este o aquel
enfermo y pidiéndole luego noticias de todos. Y como recuerdo de su hospital tuvo
hasta su muerte bajo la almohada la llave de la pequeña habitación en la que allí
dormía; aquella llave lo mantenía todavía unido a su hospital, y repetía
constantemente: esta llave me abrirá las puertas del cielo.
Sus amos y señores eran los enfermos, cuanto más pobres y repugnantes. Así lo
había aprendido muy bien del Evangelio, Mat. cap. 25. Todos los años al llegar el
primer lunes de Cuaresma, sabían que se leía y comentaba en la Misa ese Evangelio
y acudían muchos de ellos a escuchar aquella predicación que luego comentaban
animadamente entre sí. A veces no quedaban satisfechos y Camilo comentaba: este
sermón ha sido como si a un anillo precioso le falta el rubí, le ha faltado lo más
excelente.
A los que se admiraban de todo lo que tenía que aguantar en forma de malos tratos
por parte de los enfermos, Camilo, que por esta razón nunca perdió la calma,
respondía: «He recibido muchas veces puñetazos, bofetadas, salivazos, villanías de
todas clases de los enfermos, con gran contento y alegría por mi parte, ya que los
enfermos no sólo me pueden mandar, sino también decirme perrerías e injurias,
como amos y señores legítimos míos que son.»
No tenía ninguna dificultad en barrer o limpiar lo que hiciese falta, es más, era muy
celoso de la limpieza pues, comprendía su importancia para bien de los enfermos; y
se le veía a veces rascando con una paleta los pavimentos en salas y servicios. No
existían para él servicios bajos que pudiesen deshonrar su dignidad sacerdotal.
Llevaba habitualmente atado a la cintura un orinal para atender a los enfermos sin
que tuviesen que bajarse de la cama.
Un día al lavar y cambiar de ropa a un enfermo todo sucio de arriba a abajo de sus
propios excrementos, se dio cuenta del asco y confusión que sentía el pobre
compañero que lo ayudaba y que se había ensuciado las manos. «Hermano -le dijo
- estos son hermosos guantes de oro, y date cuenta que la caridad ha de ser hecha
de buen ánimo y con corazón generoso.»
Camilo se sentía dichoso - sin dejar de pagar por ello la deuda de la humana
debilidad que sobre todo al principio lo retraía y obstaculizaba - de encontrarse en
aquel Reino grande de la caridad. Decía a los suyos que eran dichosos de haber sido
llamados a una porción tan escogida de la viña del Señor. «A nosotros nos ha
tocado el plato exquisito y sabroso de la caridad en el banquete del Reino de Dios.».
Se consideraban los dichosos mercaderes, que sin saber cómo ni por dónde han
descubierto «la margarita preciosa» (Mat. 13,46); por ella, por poseedla y
explotadla, lo dejan todo porque todo carece de valor frente a ella. ¡Dichosos los
que creen la Palabra de Dios!... Dichosos más aún «los que actúan la Palabra no
contentándose solamente con oírla, engañándose a sí mismos» (Stgo 1, 22). Estas
palabras de la Carta de Santiago eran muy repetidas por Camilo.
Nápoles vio en sus hospitales a los compañeros de Camilo desde muy temprano,
desde 1588. Aquí emularon enseguida las hazañas de Roma. Entraron en el puerto
unas galeras repletas de soldados españoles, infectados de peste, compañera
corriente entonces de todos los ejércitos. Se dio la alarma a las autoridades y dieron
orden de apartar aquellas galeras a un lugar cercano. Allí, al no tener quien los
asistiera - al primer rumor de peste, escapaban cuantos podían como alma que
lleva el diablo- pidieron a los Siervos de los Enfermos se hicieran cargo de la
asistencia. Y allí fueron inmediatamente a dar de sí cuanto pudieran: bajaban a los
infelices a las playas, los limpiaban y bañaban, los acomodaban en tiendas
improvisadas... hicieron cuanto pudieron prodigándose con sencillez y con verdad.
La situación sin embargo era tan desastrosa, que todos los soldados o casi todos
murieron. Tres Siervos de los enfermos los acompañaron a la tumba por no saber
apartarse de ellos mientras tuvieron algún aliento. Este hecho fue una buena
presentación de estos nuevos amigos de los enfermos en Nápoles.
Buscó a los suyos y los halló aquí y allí... ocupados en mil atenciones urgentes. Al
atardecer regresó a Nápoles, reunió a la comunidad - que contaba ya con ochenta
religiosos - y les refirió conmovido lo que había visto en Nola. Echando suertes
entre todos, al día siguiente salieron ocho con Camilo hacia Nola, a proseguir la
lucha contra la peste... Pasados unos meses, la peste cedió; siete valerosos
compañeros de Camilo enfermaron gravemente y de ellos cinco entregaron la vida
animándose unos a otros, "felices de entregar su vida por Dios y por los hermanos".
Sus nombres: César, Marcos, Mateo, Francisco y Tomás.
No fueron estas las únicas pestes, aunque sí las principales, en que se vieron
envueltos los compañeros de Camilo en los primeros años de la fundación. Eran
para ellos la hora de la verdad, prevista y esperada, ya que aquellos eran tiempos
pródigos en pestes más o menos virulentas y ellos al entrar en la Orden sabían muy
bien que ya entregaban alegremente la vida por los demás.
Los motivos que Camilo tenía para servir regiamente a los pobres y enfermos eran
motivos de fe cristiana, sacados de la Palabra de Dios. Tenía pues una visión del
enfermo muy alta y espiritualizada, pero al mismo tiempo tremendamente realista,
tenía presentes como nadie todas sus necesidades reales, sobre todo las más bajas y
humillantes. En el fondo era una intuición de la dignidad del hombre, imagen de
Dios, muy distanciada de la común de su tiempo.
Una vez que vio claro que los estudios eran buenos y necesarios en la Orden, se
dispuso un programa de estudios para los jóvenes, que se compaginaba con el
servicio en el hospital. En la práctica, de las dos cosas la que cedía en caso de
necesidad o de conflicto eran los estudios. Y dado que las necesidades del hospital,
pestes, etc.… no menguaban, sino que se tomaban más hospitales, el programa de
estudios nunca fue muy consistente. Durante muchos años la única escuela que
tuvo la pequeña comunidad fundacional fue la persona misma del enfermo y los
dones y gracias – capitales - del Espíritu Santo. Bernardino Norcino y otros
muchos compañeros de los primeros años lo aprendieron todo en esta escuela. Y
eran y entrega al pobre y desvalido.
Creo que en estos hechos se deja traslucir la escala de valores de Camilo. El buscó a
base de geniales intuiciones las mejores técnicas para su tiempo, quiso buenos
estudios en la Orden, pero todo esto lo veía en un plano subordinado e
instrumental, de medios: eran instrumentos, ayudas que asumía e integraba en un
plano más alto y carismático. El carisma de Camilo y sus compañeros, don del
Espíritu, era ante todo la fuerza interior, “fuente viva, fuego, caridad», que animaba
y daba un contenido profundo a toda su actividad.
Nuestro tiempo es muy rico en técnicas especializadas; nuestros hospitales son una
masa de gente especializada y súper-especializada. Nuestro tiempo endiosa a la
técnica con lo cual muchas veces se sale de su misión de servir al hombre concreto
y se vuelve inhumana.
La fundación de Camilo, tan lejana en el tiempo, tiene pues razón de ser hoy día,
para dar vida y calor a tanta técnica especializada, para volver a descubrir y a poner
en claro la dignidad del enfermo, Señor y dueño del hospital, la dignidad del
hombre, creado a imagen de Dios, para volver a mostrar y proclamar la necesidad y
la fuerza del amor...
En el otoño de 1613 Camilo andaba por el Norte de Italia, ocupado como siempre
en los hospitales atendidos por sus religiosos. Estaba muy débil, los años llenos de
fatigas y las enfermedades que siempre lo acompañaron estaban agotando
definitivamente sus fuerzas físicas. Él mismo está convencido de ello y en Génova
anunció con toda claridad a su enfermero que moriría en Roma el día de San
Buenaventura (el 14 de julio según el viejo calendario). Viajó por mar hacia Roma.
Al poner pie en tierra en Civitavecchia, sin hacer caso de su debilidad ni de los
veinte kilómetros que le restaban de pesado viaje por tierra hasta Roma, quiso
visitar a los míseros trabajadores de las salinas, que conocía de haberlos visitado y
socorrido ya otras veces aquí y en el hospital.
Llegado a Roma hubo de guardar reposo obligado todo el invierno. Pero él no sabía
vivir para sí mismo, vivía dichosamente para los enfermos y no sabía vivir de otra
manera: todos los días, apenas su enfermero lo había atendido en lo indispensable,
lo enviaba al hospital a servir a otros que creía más necesitados que él, y todos los
días, mañana y tarde, pedía noticias a los suyos sobre los enfermos del hospital;
quería estar al corriente de todo y se interesaba por todos, recomendaba a este o al
otro enfermo, los más necesitados...
Pasaron las semanas, y a pesar del reposo y las atenciones, las fuerzas declinaban,
Un día algunos médicos hicieron consulta en torno a su lecho con todas las cartas
boca arriba; Camilo quería saberlo todo y no veían razones para ocultarle nada. La
conclusión fue la esperada, y Camilo exclamó: "Iré a la casa del Señor" (Sal 131,1). A
un compañero que luego le preguntó cómo estaba: Bien, respondió, ya que he
recibido la buena noticia de que pronto iré al paraíso. ¿Cómo no he de estar bien?
Los últimos días de su paso por este mundo los dedicó, según le permitían sus
fuerzas estando en el lecho, a la oración constante y a escribir algunas cartas para
bien de su fundación, animado y exhortando a todos los suyos a continuar
animosos en la santa viña del Señor... También pedía a todos oraciones y Misas
para después de su muerte. Escribió una Carta a todos sus religiosos presentes y
futuros como Fundador, entregándoles y recomendándoles con todas sus fuerzas la
obra de su vida, para él obra de Dios a pesar suyo.
Los tiempos de Camilo, tan lejanos del nuestro, eran tiempos de caridad. Todas las
iniciativas de asistencia a los pobres y necesitados partían de la Iglesia y se
inspiraban en la caridad. Era un campo de actividad creado por la misma Iglesia
siglos atrás, como parte esencial de su presencia en el mundo y luego fomentado y
desarrollado a través de los siglos medioevales: todas las ciudades y villas
medioevales se construían y ordenaban a partir de un punto central que era su
catedral o iglesia principal; a la derecha misma de esta iglesia principal estaba el
hospital, llamado también Casa de Dios. Fue aquella la etapa de la caridad, con
multitud de instituciones e iniciativas.
Si bien es verdad que la justicia ha hecho y hace progresos en nuestros días sobre
todo en el interior de los países desarrollados, no es menos cierto que estamos aún
en los comienzos de la tarea de construir una verdadera justicia social a escala
planetaria. El mensaje sencillo y fuerte de los hechos de Camilo y de su fundación
es muy actual, también hoy nos puede arrastrar.
Los Sumos Pontífices León XIII y Pío XI lo declararon oficialmente, junto con San
Juan de Dios, Patrono de los enfermos y hospitales, enfermeras y enfermeros. La
razón es bien sencilla: Camilo dedicó toda su vida, casi cuarenta años avaramente
aprovechados, a los pobres y enfermos del hospital. En la gloria del Padre no olvida
ciertamente a los que tanto amó a su paso por este mundo.
Este hermoso programa conciliar ha sido formulado hace pocos años; sin embargo,
parece calcado del programa de vida formulado en la fundación de Camilo, con
hechos antes que con palabras. Camilo y sus compañeros fueron hombres de
hechos, mucho más que de palabras. Este «detalle» es de gran actualidad cuando
de tantas palabras que oímos y usamos, ya no las creemos si no vemos los hechos.
Para hacer presente a Dios en nuestro mundo y para construir una humanidad
mejor, el lenguaje hoy válido es el de los hechos de justicia y caridad, el mismo
formulado por Camilo y los suyos, hace varios siglos.