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El término “problema” se utiliza para significar una cuestión abierta, un asunto o

dilema aún no resuelto demostrativamente. Con frecuencia usamos la palabra en otro sentido,
para dar a entender una cuestión acerca de la cual se han dado varias respuestas contrarias,
entre las cuales hemos sido capaces de distinguir lo verdadero de lo falso, o lo mejor de lo
peor. Antes de que esta distinción haya sido hecha, el problema fue auténticamente un desafío
para el filósofo en la búsqueda de verdad adicional. Después de que una respuesta se convirtió
en una conclusión establecida, el problema que generó el descubrimiento ya no fue más un
problema en el mismo sentido. Si continuamos hablando de él como un problema, luego de
que sabemos la respuesta, lo hacemos o bien en un sentido histórico, o con el propósito
pedagógico de proporcionar a los estudiantes una iniciación dialéctica a la filosofía. Por
contraste, los únicos problemas que permanecen auténticamente como cuestiones abiertas
para el iniciado son aquellos donde la exploración dialéctica todavía no ha dado paso a una
resolución demostrativa; brevemente, aquellos donde la scientia aún no ha sido alcanzada.
No es preciso que no se hayan ofrecido respuestas en absoluto a dicha cuestión. De hecho,
habitualmente prevalece la situación opuesta: varias respuestas en conflicto han sido dadas y
su conflicto constituye el asunto o dilema.
Esta distinción entre problemas que solicitan el trabajo filosófico y aquellos que
pertenecen a la historia o a la pedagogía nos permite evitar dos extremos lamentables en los
que caen los hombres que se llaman a sí mismos filósofos. En una mano, están los que piensan
que la filosofía no consiste sino en problemas, cuestiones persistentes que no han sido ni
probablemente nunca puedan ser respondidas de un modo demostrativo. No hay scientia
filosófica. En la otra mano están los que piensan, o al menos actúan como si hubiera
solamente respuestas. Pudo haber habido problemas alguna vez, pero ya no, excepto para el
inculto. Quizá esta es una exageración, pero las caricaturas representan tendencias con las
cuales estamos todos familiarizados.
La concepción de la philosophia perennis requiere de nuestra parte acordar las
respuestas allí donde los problemas han sido resueltos y reconocer los problemas allí donde
las respuestas definitivas aún no han sido dadas. Saber solamente las respuestas y no los
problemas es no tener tarea filosófica que hacer. Uno tan solo puede enseñar, pero no
filosofar. Y si no hubiera respuestas, uno podría formular nuevos problemas nada más que
para propósitos escépticos o dialécticos. La concepción de la philosophia perennis mira a la
filosofía como ciencia, principios evidentes y conclusiones demostradas, y el filosofar como
la búsqueda de la verdad, no como un alarde dialéctico. Perseguir la verdad es intentar
resolver problemas todavía sin respuesta y, en consecuencia, aportar a los depósitos del saber.
Así pues, la filosofía es perenne en dos aspectos: sus verdades establecidas perduran y su
búsqueda de la verdad continúa. Difiere de las ciencias experimentales o investigativas en
que estas últimas son mayormente perennes en su investigación.
Aquellos de entre nosotros que son partidarios de las doctrinas de Aristóteles y Santo
Tomás, -y a veces permítasenos identificarlos con la filosofía misma- han afirmado
repetidamente todo lo que está involucrado en la concepción de la filosofía como perenne.
Hemos hablado acerca de la profundidad del pensamiento tomista. ¿Qué otra cosa podríamos
haber dado a entender, sino que Aristóteles y Santo Tomás no han resuelto todos los
problemas, que aún queda trabajo por hacer? Pero tal es una declaración vacía a menos que
tengamos algunos problemas de qué ocuparnos. A no ser que creamos que hay genuinamente
problemas no resueltos en filosofía, ¿no somos hipócritas cuando hablamos acerca de la
profundidad del pensamiento tomista? Y a menos que podamos definitivamente formular
tales problemas, -evitando la hipocresía peor de presentar como problemas cuestiones acerca
de las cuales pensamos que sabemos la respuesta- no estamos en posición de emprender la
tarea que hemos aceptado como nuestra obligación. De hecho, es difícil saber qué quiere
decir uno al creer que hay problemas donde no reconoce ninguno.
Los problemas filosóficos pueden surgir en dos formas. El crecimiento general del
conocimiento humano en el curso del tiempo, y de modo especial a través del progreso de las
ciencias experimentales, es una causa extrínseca y accidental de nuevas cuestiones. Debido
a su estrecha relación con las ciencias naturales, la filosofía de la naturaleza, más que la
metafísica, es más probablemente el lugar para tales cuestiones. La otra fuente, intrínseca y
esencial, es la mayor penetración en la esfera misma de la filosofía. Proliferan las
distinciones; consecuencias y corolarios de todo tipo se vuelven aparentes; incluso los
principios pueden ser vistos en nuevas conexiones. Algo se ha ganado con cada nueva
distinción, corolario o conexión. Tales ganancias están en la dimensión de la intensidad, una
comprensión más plena y mayor de las verdades ya sabidas. Tal vez los que hablan de la
profundidad del pensamiento tomista den a entender solo una explicación de ese tipo acerca
de la doctrina aceptada.
Mas, como resultado de una mayor explicitación o penetración, de vez en cuando
ocurre que se encuentran dificultades, inconsistencias o inclusive contradicciones. Si las
dificultades son reales y no aparentes, fundadas en una aprehensión correcta y no en una
comprensión deficiente de la doctrina, entonces puede ser formulado un problema filosófico
real, y una nueva verdad puede ser descubierta. Si es el caso, la ganancia es en la dimensión
de la extensión. El incremento de la comprensión filosófica ha generado un problema, cuya
solución se suma al conocimiento filosófico. Este es, según me parece, el provecho que
debemos buscar cuando nos embarcamos en el trabajo filosófico. Tal fue, por cierto, el
propósito de Aristóteles y de Santo Tomás en su tiempo.
Debe tenerse en cuenta una excepción. No todos los problemas pueden ser resueltos,
si una solución significa la afirmación de una respuesta con exclusión de todas sus contrarias.
Hay problemas en los límites del saber filosófico, -las cuestiones últimas de la metafísica y
la teología natural- que resultan en antinomias más bien que en soluciones. Si la antinomia
es real, esto es, si las posiciones contrarias son consecuencias válidas de principios válidos,
entonces el problema debería ser llamado un misterio puesto que marca el límite de nuestro
conocimiento natural, indica la inadecuación de nuestros intelectos para comprender lo que
es en sí mismo inteligible. Pero, si la humildad que corresponde apela a nosotros para acordar
que hay misterioso, no debemos ser demasiado apresurados al suponer que un problema
difícil sea un misterio. Problemas difíciles han sido resueltos en el pasado. Y aunque es
verdad que todavía podemos descubrir misterios actualmente no reconocidos, así como
formular nuevos problemas, debemos distinguir entre las diferentes contribuciones que
pueden ser hechas: de un lado, una señalización más determinada de los límites de nuestro
conocimiento; del otro, un aporte a él.
Recientemente se ha puesto de moda escribir libros bajo el título “problemas de
filosofía”. El esfuerzo más maduro de William James fue Algunos problemas de filosofía
(1911), pensado como una introducción. Y Los problemas de la filosofía (1911) de Bertrand
Russell, reimpreso 15 veces, fue tal vez su libro más filosófico. Pero tales escritores solo
encuentran problemas en filosofía, y tienen dificultad en exponer los problemas ya que
parecen no conocer respuestas para ellos, excepto las negativas. Libros de este tipo contrastan
drásticamente con las Cuestiones Disputadas de la Edad Media, que se ocupaban de
problemas filosóficos a la luz de principios afirmativos. Se ha dicho, jocosamente, que la
diferencia entre los filósofos modernos y los neoescolásticos es que todos los primeros
conocen los buenos problemas, mientras que todos los últimos conocen las respuestas
correctas. Pero es más una broma que una verdad, pues los buenos problemas solamente
pueden ser formulados a la luz de algunas verdades conocidas, y conocer algunas verdades
de un modo vital es conocer muchas más cuestiones no resueltas.
Si no identificamos filosofía y tomismo, debemos estar preparados para la
consecuencia de explorar problemas generados por principios tomistas, es decir, que no
encontraremos solución al problema que sea compatible con todos los principios. En ese caso
debemos estar listos para cuestionar los principios mismos y abandonarlos en todo o en parte
si fuera necesario. Las dificultades que constituyen el problema pueden deberse a algún error
fundamental que haya sido ignorado o descuidado por mucho tiempo. Hay, en síntesis, dos
posibilidades: o bien encontraremos una solución que extienda la doctrina, en aquellos
términos bajo los cuales se plantea el problema, por añadido de un análisis que es
completamente compatible con sus afirmaciones capitales; o bien encontraremos una
solución únicamente mediante la alteración de la doctrina misma en favor de una teoría
alternativa. Emprender una indagación filosófica sin una apertura mental de este tipo sería
producir una farsa de dialéctica. La apologética puede usar la razón para defender o clarificar
el dogma, puesto que hay dogmas teológicos que están por encima de la razón. Aunque la
indagación filosófica pueda comenzar con la aceptación de ciertas conclusiones, su verdad
nunca está por encima del cuestionamiento de la razón y, por lo tanto, no puede establecer
un límite al ejercicio de la razón. Desde ya, hago excepción de los principios naturales del
intelecto mismo, sin los cuales no habría razonamiento.
[…] Propongo que los juicios a ser hechos en este tipo de tareas se hagan en el
siguiente orden: (1) que los problemas no son genuinos porque han sido generados por una
mala comprensión de los principios; (2) que a pesar de ser genuinos, estos problemas ya no
son cuestiones abiertas porque han sido completamente respondidos por Aristóteles y Santo
Tomás; o (3) si no por Aristóteles y Santo Tomás, por algunos escritores posteriores que
descubrieron el problema y lo resolvieron, sin negar ninguno de los principios fundamentales
en términos de los cuales han sido planteados aquí. Si ninguno de estos tres juicios puede
sostenerse, entonces quedan dos posibilidades: (4) que estos problemas pueden resolverse
únicamente negando uno u otro de los principios que los generaron; o (5) que las soluciones
son posibles sin tales negaciones. En la primera alternativa, la solución será alcanzada por la
corrección de un error filosófico; en la segunda, habrá simplemente una extensión de la
doctrina filosófica que incluye nuevas verdades. En uno y otro caso, el conocimiento
filosófico avanzará. Parece importante que este orden se observe, pues no vendrá al caso
considerar estos problemas en adelante si son falsos o ya han sido satisfactoriamente
resueltos. Si alguno de los primeros tres juicios puede ser establecido, entonces aquellos que
son ignorantes como yo serán felizmente anoticiados. Si no, entonces nuestra ignorancia es
común a todos y nos hace compañeros en una búsqueda común.

ADLER, M. “The Problem of Species” en The Thomist 1939 pp. 80-84

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