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La cuestión de los animales

Teoría de la moral aplicada

PETER C A R R U TH ER S
Profesor de Filosofía de la Universidad de Sheffield
Traducción de José M aría Perazzo

U0 CUNIVERSITY
a m b r id g e
PRESS
E ditado p o r la O rgan izació n E ditorial de la U n iv ersid ad de C am b rid g e

The Pitt B u ild in g , T ru m pin gton Street, C am b rid g e CB2 1RP

4 0 West 20th Street, N ew York, N Y 1001 1-421 1, USA

10 Stam ford R o ad , O akleigh , M elbour.ne 3 1 6 6 , A ustralia

T ítu lo in glés o r ig in al: The animals issue: moral theory in practice p o r

C a m b rid g e U n iversity P ress 1 9 9 2

y © C a m b rid g e U n iversity Press 1992

P rim era e d ic ió n esp añ o la co m o la cuestión de los animales.Teoría de la moral aplicada p o r


C am b rid g e U n iversity Press 1995

T rad u cción esp añ o la © C am b rid g e U n iversity P ress 1995

Im p reso en G ran Bretaña p o r C am b rid g e U n iversity Press

Este libro se ha registrado en el catálogo de la British Library

Library of Congress cataloging in publication data

C arru th ers, Peter, 1 9 5 2 —

[A n im als issu e. Span ish ]

La cu estió n d e lo s an im ales: teo ría de la m o ral aplicad a / Peter C arru th ers


p. cm .

In clu d es in d ex .

ISBN 0 521 4 7 8 3 4 0 (p ap erb ack )


1. A n im al righ ts. I. Title

H V 4 7 0 8 .C 3 8 1 8 1995

1 7 9 '.3 - d c 2 0 94—2 4 0 5 8 C IP

ISBN 0 521 4 7 8 3 4 0 en rústica

C o m p u e sto p o r Light T echnology Ltd., Escocia


A Daniel, cuyos días de animal casi han terminado
índice

Prefacio [ix]

1 Argumentación moral y teoría moral [1]


2 El utilitarismo y el contractualismd [30]
3 El utilitarismo y el sufrimiento animal [59]
4 El utilitarismo y el perjuicio de matar [87]
5 El contractualismo y los animales [115]
6 Los animales y la condición de agente racional
7 El contractualismo y el carácter [172]
8 Los animales y la experiencia consciente [20 1]

Conclusión [2 2 9 ]
Notas [2 3 3 ]
Indice alfabético [2 4 1 ]
Prefacio

El movimiento en favor de los derechos de los animales ha cobrado


un impulso considerable en los últimos años, promovido en parte
por la argumentación teórica de los ñlósofos de la moral. De hecho,
es sorprendente que casi todos los autores de libros y artículos
publicados sobre el tema en los últimos tiempos hayan propugnado la
entidad moral de los animales. Ello no obedece a que exista un
consenso entre los ñlósofos de la moral de que los animales tienen
derechos, sino a que, por una razón u otra, quienes opinan lo
contrario han preferido, en su mayoría, guardar silencio. Este libro
tiene por objeto restablecer el equilibrio.
*
Opino que los argumentos en favor de la entidad moral de los
animales son endebles y que, por el contrario, los argumentos en su
contra son muy contundentes. De hecho, el interés popular que
despiertan hoy en día los derechos de los animales en nuestra cultura
me parece un reflejo de nuestra decadencia moral. Así como Nerón
tocaba la lira mientras ardía Roma, muchos occidentales se desviven
por la suerte de los bebés foca y los cormoranes, mientras otros seres
humanos son víctimas del hambre o de la esclavitud. Hasta cierto
punto, esta reacción es comprensible, ya que el sufrimiento animal
siempre es inocente y las medidas necesarias para aliviarlo suelen ser
sencillas. En cambio, nuestra reacción ante el sufrimiento humano se
mezcla con la sospecha de que las víctimas o sus representantes
políticos son culpables —al menos en parte—de su suerte, y con la
conciencia de que cuestiones como el alivio de la hambruna entrañan
problemas económicos y sociales sumamente complejos. Cualquiera

ix
Prefacio

que haya sido el caso de Nerón, tal vez en el nuestro la decadencia no


radique en una falta de sensibilidad moral sino en una debilidad por
las alternativas simples.
Indudablemente, el auge reciente del interés por los derechos de
los animales tiene diversas fuentes además de la parálisis moral
causada por la enormidad de los problemas humanos en el mundo. Tal
vez una de esas fuentes sea la urbanización creciente de la cultura
occidental, que ha reducido drásticamente el contacto laboral directo
con los animales. Así pues, muchas personas han extendido el senti­
mentalismo que experimentan hacia sus mascotas a todo el reino
animal. Ahora bien, sin duda existe otra fuente de índole intelectual.
Los padres filosóficos del movimiento en favor de los derechos de los
animales han logrado afianzar una sólida posición moral, aduciendo
que quienes se les oponen son incoherentes o hacen distinciones
moralmente arbitrarias entre las especies. El principal objetivo de este
libro es demostrar qife esas acusaciones son refutables. Además de
exponer la inplausibilidad de las teorías que conceden derechos a los
animales, defenderé un marco teórico que asigna plena entidad
moral a todos los seres humanos negando sin arbitrariedad esa entidad
a los animales.
Al atacar a quienes atribuyen entidad moral a los animales, sin
embargo, no me opongo a quienes se interesan por ellos, según explico en el
capítulo inicial. De hecho, me considero dentro de ese grupo. Pero
amar a los animales por su gracia, belleza y maravillosa diversidad es
una cosa y creer que nos imponen un imperativo moral directo es
otra. Tampoco se ha de creer que me opongo a los movimientos
ecológicos recientes. Estimo que vale la pena preservar las especies
animales exóticas y las selvas tropicales por su importancia para
nosotros, no porque tengan importancia moral o derechos morales en
sí mismos. Lejos de dar fuerza al movimiento ecológico, asociarlo
Prefacio

con puntos de vista tan extremos e indefendibles sólo contribuye a


menoscabarlo.
Este libro está dirigido primordialmente a no iniciados en el
campo de la ñlosofía, en el sentido de que procuro no dar nada por
sentado y expongo mis argumentos de la forma más clara y explícita
posible. Sólo presumo que mis lectores están dispuestos a pensar
mientras leen y que pueden seguir el curso de una argumentación
racional. Esto no quiere decir que subestime a mi público: no escribo
desde una posición de conocimiento especializado o de sabiduría
superior; me he limitado a tratar de reflexionar honesta y abiertamente
sobre estas cuestiones. Sea como fuere, pertenezco a esa clase de
filósofo contemporáneo que considera fundamental que la filosofía
sea accesible. Cuando la filosofía se pierde en tecnicismos se marchita
y muere, y cuando se refugia en la oscuridad sólo sirve los propósitos
de quienes no se interesan por la verdad.
Antes de comenzar, debo hacer dos observaciones. La primera es
de índole gramatical. A pesar de que los seres humanos son, en
sentido estricto, una especie animal, por motivos de simplicidad
utilizaré la palabra «animal» contraponiéndola a la frase «ser humano».
Así, cuando me pregunto si los animales tienen derechos, la verdadera
pregunta es si existen animales no humanos que los tengan.
La segunda observación es de índole política. A pesar de que en
contextos impersonales utilizaré el masculino, no es mi intención
suscribir a la impresión de que sólo los hombres dicen o hacen cosas
dignas de mención. Algunos/as autores/as utilizan únicamente el
femenino, lo cual a mi juicio llama innecesariamente la atención.
Con el uso del masculino sólo pretendo evitar la barbarie estilística
del uso constante de construcciones como la que comienza la oración
anterior.
Con respecto a mis deudas intelectuales, fue originalmente en
Prefacio

las conversaciones mantenidas con Clare McCready cuando tuve la


impresión de que el mío era un enfoque singular de la cuestión de
la importancia de los animales, y que tal vez valdría la pena escribirlo.
Le agradezco su vehemente aunque ponderada oposición. Agradezco
asimismo las observaciones y los consejos sobre borradores anteriores
a las siguientes personas: David Archard, Stephen Buckle, Nick
Bunnin, Daniel Dennett, Debbie Fitzmaurice, Peter Harrison, Jennifer
Jackson, Susan Levi, Stephen Makin, Christopher McKnight, Susan
Mendus, Onora O’Neill, Peter Singer, Robert Stern, RobertWurtz y
un lector anónimo de Cambridge University Press. Que no haya
reconocido sus aportes individuales en las páginas que siguen no
significa que no los tenga presentes; sucede que los textos de este
tipo deben carecer, en la medida de lo posible, de referencias
académicas. También doy las gracias a mis estudiantes de la Queen’s
University de Belfast y de las Universidades de Michigan, Essex y
Sheffield, con quienes ensayé mis ideas en diversas etapas de su
formación.
Argumentación moral y teoría moral

El objeto de este libro es determinar si los animales tienen entidad


moral, es decir, si tienen derechos que podemos infringir matándolos
o haciéndolos sufrir, o si existe alguna otra forma en que tengamos
obligaciones morales directas para con ellos. En este primer capítulo
sentaré las bases de lo que expondré más adelante, reflexionando
sobre el papel de las consideraciones teóricas en la moral y los
métodos que pueden resultar adecuados para resolver las controversias
de índole moral. También postularé que ciertos tipos de teorías mo­
rales son demasiado implausibles para ser tenidas en cuenta.

Los límites de la moral


Es preciso destacar que preguntarse si los animales tienen entidad
moral no equivale a preguntarse si los animales nos interesan. Hay
muchas cosas que nos interesan que no generan derechos u obli­
gaciones morales (o al menos no directamente; regresaré a este
punto en breve). Las construcciones antiguas, los robles y las obras de
arte revisten gran importancia para muchos de nosotros sin por ello
tener, a mi juicio, entidad moral.Tiene poco sentido afirmar que un
castillo medieval, el roble del parque del pueblo o la Mona Lisa tienen el
derecho moral de ser preservados.Tampoco es plausible afirmar que
tenemos obligaciones morales para con ellos, si bien algunos podrán
tener la obligación profesional de cuidarlos, en su función de
conservadores de museos o cuidadores de parques.
L a cuestión de los anim ales

Las cosas que carecen de entidad moral, no obstante, pueden


tener una, importancia moral indirecta y generar obligaciones mo­
rales mediatas. Así, aunque los castillos medievales no tengan derechos
ni nos impongan obligaciones morales, el hecho de que interesen
mucho a muchas personas reviste una clara importancia moral, lo
cual puede de por sí generar la obligación de preservarlos y protegerlos.
Incluso el legítimo propietario de un castillo medieval tal vez tenga la
obligación moral de no destruirlo, pues ello privaría a las generaciones
presentes y futuras de una fuente de admiración y de un vínculo con
el pasado. De modo que aunque conviniéramos en que los animales
no tienen entidad moral, no se desprendería de ello que pudiéramos,
con total impunidad, tratarlos como nos diera la gana: quizás ten­
dríamos obligaciones indirectas para con ellos derivadas de los in­
tereses legítimos de quienes se interesan por los animales. Sea como
fuere, tal vez mucho dependa de que nuestras obligaciones para con
los animales sean directas o indirectas, como veremos en capítulos
posteriores.
La afirmación —seguramente cierta— de que las obras de arte
carecen de entidad moral no debe interpretarse, obviamente, como
un ataque a quienes se interesan por el arte. Resulta perfectamente
coherente con esa afirmación que valoremos mucho algunas obras de
arte (o todas), y que hagamos lo posible por preservarlas. Análoga­
mente, no debe interpretarse que la afirmación de que los animales
carecen de entidad moral constituye un ataque contra quienes se
interesan por los animales. Es totalmente coherente que uno admire o
aprecie a los animales, o esté loco por ellos; incluso que prefiera la
compañía de su perro o de su gato a la de los seres humanos.
La conclusión de este razonamiento es que no todos los valores
son de orden moral. Muchos tenemos proyectos o intereses que
ocupan nuestra atención y enriquecen nuestra existencia sin

2
A rgum entación m oral y teoría m oral

plantearnos imperativos morales. Para comprobar si un valor es moral


podemos preguntarnos si debemos sentirnos culpables de pasarlo por
alto. Por ejemplo, aunque personalmente lamentaría perder la afición
a la música clásica, no creo que fuera censurable que por ello dejara
de asistir a conciertos. En cambio, si perdiera el respeto por la
propiedad ajena, sí sería condenable que se me diera por robar. Otra
forma de determinar si un valor es moral consiste en comprobar si se
presta a la generalización. Me gusta muchísimo caminar por el bosque,
aunque reconozco que no es una afición compartida por todos y no
se me ocurre insistir en que así lo sea. Por el contrario, si valoro la
libertad humana en tal medida que aborrezco la esclavitud en cualquier
circunstancia, acusaré a quienes sigan traficando con vidas humanas
o desprecien de otro modo el valor de la libertad.
Nuestro interrogante básico, una vez más, es si los animales
tienen entidad moral. Pero hay que recordar que la respuesta negativa
no implica que no existaií^limitaciones de orden moral en nuestra
relación con e llo s/\

Teoría y práctica
El tema general de este libro es eminentemente práctico: ¿cómo
hemos de comportarnos frente a los animales, y por qué? Sin em­
bargo, aunque la pregunta sea práctica, es obvio que al responderla
entraremos en disquisiciones teóricas acerca de la naturaleza y el
origen de los juicios morales. Para descubrir ^1 alcance de las con­
sideraciones morales5(es d ecirlo s límites de lo que tiene entidad
moraj)’ tendremos que investigar las bases de la moral misma.
Inmediatamente se plantea una pregunta teórica que amenaza
con privar de sentido a toda disquisición posterior: un juicio moral,
¿acaso es sólo la expresión de una opinión subjetiva? De ser así,

3
L a cuestión de los anim ales

algunos podrían opinar que hay que evitar el sufrimiento animal,


mientras otros podrían ser indiferentes a él, en cuyo caso es inútil
seguir razonando. Por ejemplo, si la afirmación «Hacer daño a los
animales está mal» se considera de la misma índole que la afirmación
«No me gusta el queso», realmente no hay nada más que decir. O si
lo hay, lo que se diga no pertenecerá al ámbito de la argumentación
racional, sino al de la mera retórica, pues pretender cambiar la
opinión de una persona sobre el queso mediante la argumentación
sería a todas luces ridículo. Si se puede modificar ese tipo de opinión,
no será mediante la persuasión racional, sino por otros medios.1 En
ese caso, si el ámbito de la filosofía es el de la argumentación racional
—y a mi entender lo es- los filósofos no deberían pronunciarse sobre
estas cuestiones.
No obstante, esta tesis subjetivista estricta es claramente falsa.
Sabemos por experiencia que, a diferencia de las cuestiones de gustos,
las creencias morales se prestan a la discusión argumentativa. Por
ejemplo, las personas suelen experimentarla necesidad de intentar
resolver las contradicciones que encuentran en sus creencias moral es]S
procurando encontrar principios generales que les permitan con­
ciliarias, mientras que no sienten esa necesidad en cuestiones de
gustos. Así, a una persona que por una parte condena el aborto en
todas las circunstancias (incluso cuando se desea salvar la vida de la
madre) y por la otra justifica el bombardeo masivo de ciudades
alemanas en la segunda guerra mundial se la puede incomodar con
facilidad, pues en ambos casos, al parecer, se mata a seres inocentes
con un fin ulterior. Obsérvese, no obstante, que^no afirmo que las
creencias en cuestión sean contradictorias\/ Existen diversas formas
posibles de conciliarias; yo sólo me limito a señalar que, en general,
las personas sienten la necesidad racional de intentar hacerlo. En
cambio, ninguna persona se preocupa porque le guste el yogur y no

4
A rgum entación m oral y teoría m oral

el queso, aunque se le haga notar que ambos son productos lácteos.


Si bien es evidente que los juicios morales se prestan al análisis
racional, hasta cierto punto, ello no equivale a decir que son objetivos,
pues podemos distinguir dos tipos de subjetivismo; uno estricto y otro
lato. Ya nos hemos referido al subjetivismo estricto, que sostiene que
los juicios morales son expresiones directas de opiniones o senti-
mientos^El subjetivismo lato, por el contrario, se limita a afirmar que
los juicios morales dependen en última instancia de las opiniones
fundamentales de quien los formula^Si bien este tipo de subjetivismo
permite la argumentación racional en el ámbito de la moral,<po
descarta la posibilidad de que haya desacuerdos irreconciliables en la
materia>En definitiva distintas personas pueden adherirse a distintos
principios básicos entre los cuales la razón-no puede servir de juez.,
Estas dos variantes del subjetivismo pueden contrastarse con una
concepción objetivista de la moral, según la cual^n toda controversia
moral una u otra parte tiene que estar equivocada y es posible, al menos
en principio, determinar cuál tiene razón, si no se equivocan ambas'!
Para nuestros fines, tal vez no importe demasiado si la moral es
objetiva o subjetiva en un sentido lato. Cada una de estas teorías da
cabida a la argumentación racional en el ámbito de la moral, y ambas
pueden motivar la búsqueda de principios básicos. De hecho,^ada una
de las dos teorías morales principales que analizaremos en detalle en el
capítulo siguiente (el utilitarismo y el contractualismo) pueden exami­
narse desde los dos puntos de vista^No obstante,'(creo que de hecho la
mayoría de los filósofos que han apoyado la teoría del subjetivismo lato
lo han hecho sólo porque no han logrado distinguir dos grados dife­
rentes defobjetivismo'-estricto. Pensando, con razón, que el objetivismo
estricto es inaceptable, se han creído partidarios de alguna versión de
subjetivismo. Se equivocan; como veremos en breve, se puede hacer
una interpretación de la moral desde el objetivismo lato.

5
L a cuestión de los anim ales

Por otra parte, resulta difícil saber en la práctica si hemos llegado


a un desacuerdo realmente fundamental desde el punto de vista del
subjetivismo lato. Aunque la existencia de opiniones irreconciliables
en el ámbito de la moral es una posibilidad teórica, en la práctica un
subjetivista lato debería reconocer que es imposible saber si sería útil
seguir discutiendo. Nuestros juicios y principios morales son lo
bastante complejos para prestarse (como las creencias filosóficas) a
una revisión continua. Aunque pudiéramos pensar que ya hemos
articulado nuestro principio moral fundamental, del que no con­
seguiría apartarnos razón alguna, en realidad nunca podemos descartar
la posibilidad de que exista alguna comparación, analogía o argu­
mentación que nos haga cambiar de opinión.
Luego, en toda moral que se pueda defender, las consideraciones
teóricas pueden desempeñar un papel importante en la determinación
de nuestros juicios prácticos. En la moral, al igual que en otras esferas
del conocimiento (excepto las cuestiones de gustos), nos vemos
obligados a dar un sentido global a nuestras creencias y opiniones.Tal
vez deberíamos convenir en que^iuestras creencias morales sólo son
aceptables de verdad si forman parte de un sistema coherente de
creencias, vinculadas por principios generales que ejercen al menos
una poderosa atracción en un plano intuitiv^JDe lo dicho se desprende
que una parte considerable de nuestra tarea de determinar la forma
moralmente adecuada de tratar a los animales consistirá en intentar
integrar de forma aceptable a una teoría moral global los principios
relativos a ese trato.

La teoría de la moral, el sentido común y los animales


¿Qué tipo de relación prevalecerá entre las creencias morales que nos
dicta el sentido común y nuestra teoría de la moral más aceptable?

6
A rgum entación m oral y teoría m oral

¿Acaso podremos justificar el sentido común sólo si lo integramos a


una teoría independiente plausible? Por el contrario, ¿podemos dar
por sentado el sentido común, de modo que toda teoría aceptable
tenga que integrarlo? A mi juicio, la respuesta es «ni una cosa ni la
otra» (o también «ambas cosas, en parte»). La mejor forma de
entender la relación adecuada entre las creencias morales que nos
dicta el sentido común y la teoría de la moral se sirve del concepto de
equilibrio reflexivo. Este concepto, expuesto por primera vez por John
Rawls.en relación con una teoría denominada contractualismo,2 puede
aplicarse en realidad a otros enfoques teóricos.
La idea consiste en que busquemos una posición de equilibrio
entre la teoría y el juicio ordinario .que pueda resultarnos racional­
mente aceptable en la reflexión. Comenzamos por considerar las
creencias morales que nos dicta el sentido común, procurando en lo
posible librarlas de toda confusión, incoherencia, parcialidad y pre­
juicio. Luego intentamos construir una teoría plausible que explique
y unifique esas creencias. Ahora bien, es posible que en la teoría
propuesta algunos de esos juicios resulten falsos. A esta altura del
proceso^iodemos volver a la teoría y darle vueltas hasta que nos dé el
resultado correcto^o bieiK^enunciar a un elemento del sentido común..
La alternativa más razonable dependerá del caso particular. Por ejemplo,
si la teoría es atractiva y nuestros mejores intentos de perfeccionarla
sólo producen modificaciones que nos parecen enteramente arbi­
trarias, tal vez decidamos rechazar el sentido común. Esto será especial­
mente plausible si podemos dar una explicación independiente de la
forma en que el común de la gente puede haberse llamado a engaño
sobre la cuestión. Por el contrario,^si se trata de una creencia muy
arraigada, la única alternativa razonable que nos quedará será la de
modificar la teoría> El fin último es llegar a una posición que, en
líneas generales, nos resulte satisfactoria.

7
L a cuestión de los anim ales

Según este criterio, pues, la tarea de construii^ma teoría aceptable


de la moral debe partir del sentido común^ en el sentido de que
Cnuestros juicios pre-teóricos ponderados constituyen la información
que hemos de fundamentar o refutar con argumentos, mientras que
sólo se podrá justificar una creencia moral concreta integrándola en
una teoría moral aceptableJ>Como veremos más adelante, para que
una teoría moral sea aceptable debe satisfacer numerosos requisitos
de importancia, además del requisito de la coherencia interna. Por
esoÍJio debemos excluir al comienzo la posibilidad de que nuestras
reflexiones teóricas acaben por obligarnos a rechazar gran parte de
las creencias morales de nuestro sentido común^>
Ahora bien, ¿cómo se puede demostrar que la búsqueda del
equilibrio reflexivo es un proceso necesario? ¿Por qué hemos de
suponer que es la única forma de justificar un conjunto de creencias
morales? La respuesta es que (a diferencia de lo que sucede en las
matemáticas) 'en el campo de la ética no existen las pruebas^dado que
en materia moral no hay puntos fijos, ni creencias de las que podamos
estar absolutamente seguros^que nos sirvan de base para erigir un
sistema de conocimiento de la moral^No existen principios teóricos
o creencias del sentido común que se puedan dar por verdaderos
antes de investigar sus relaciones con nuestras teorías y creencias más
ponderadas\Así¿1iabrá que comprobar toda teoría de la moral, en
parte, a la luz de sus consecuencias para el sentido común, y, a la
inversa, la posibilidad de justificar una creencia del sentido común
dependerá de su capacidad de admitir una explicación teórica. La
relación de justificación es mutua y recíproca.
Tal vez resulte de utilidad en este punto establecer una com­
paración con nuestra modalidad de conocimiento del mundo exte­
rior. Desde la publicación de las Meditaciones metafísicas de René Descartes
en 1641, la teoría del conocimiento ha estado dominada, hasta hace
i^rgum entación m oral y teoría m oral

poco, por la idea generalmente denominada fundacionalismo. En virtud


de esta idea, parte de nuestro conocimiento (que suele incluir las
experiencias inmediatas, los datos sensibles y las verdades sencillas
de la razón) debe ser completamente cierta para poder servir de base
sobre la cual se erigirá el resto del conocimiento. Pero esta concepción
ha sido sometida a una presión cada vez mayor en las últimas décadas,
y con razón, en parte por la duda de que realmente exista algo
cognoscible a ciencia cierta. En consecuencia, muchos ñlósofos se
han hecho partidarios del coherentismo, una tendencia opuesta, en
relación con nuestro conocimiento. Según ellos, 4a justificación de
nuestras creencias sobre el mundo radica en una coherencia explicativa
general, en virtud de la cual la relación de apoyo entre nuestras
diversas creencias es mutua y recíproca)? La definición más clara del
equilibrio reflexivo se obtiene al aplicar la visión coherentista del
conocimiento al ámbito de la moral. En este ámbito es incluso (si ello
fuera posible) más inevitable aún, pues no existen creencias que
puedan servir de b ase^ u e puedan justificarse por sí mismas'?
Como nuestra tarea es investigar la relación entre la teoría de la
moral y la cuestión de la entidad moral de los animales, buscando
una posición de equilibrio reflexivo sobre el tema, resultará útil
partir de una idea básica de lo que nos dice la moral del sentido
común acerca de la condición de los animales y de la forma adecuada
de tratarlos. La opinión general parece sugerir que los animales
tienen una entidad moral parcial: su vida y experiencia revisten una
importancia moral directa, pero mucho menor que las de los seres
humanos. La mayoría de las personas sostiene que causar sufrimientos
innecesarios a los animales es una mala acción. Las opiniones variarán
respecto de lo que se considere necesario; algunos dirán que el
sufrimiento causado a los animales en las pruebas de detergentes
es permisible, otros sólo tolerarán el sufrimiento en auténticos

9
L a cuestión de los anim ales

experimentos cientíñcos. Otros, incluso, permitirán el sufrimiento


animal sólo cuando se llevan a cabo importantes experimentos
médicos. Pero todos estarán de acuerdo en que causar un sufrimiento
gratuito —el que se inflige sin una buena razón—es una mala acción.
Se suele reconocer que causar este tipo de sufrimiento es una acción
cruel (creo que también habría acuerdo en que el sufrimiento de los
animales no se puede comparar con el de los seres humanos, aunque
no desarrollaré esta idea hasta las últimas secciones del capítulo 3).
Con respecto a la matanza de animales, creo que la moral del
sentido común nos dice que matar a los animales no está mal siempre
que se tenga una buena razón para hacerlo. Una vez más, diferirán las
opiniones acerca de lo que constituye una buena razón. Algunos
aceptarían que se mate a un an im ador deporteXtal vez a condición
de que la forma de matar no sea cruel). Otros permitirían que se lo
matara^por el placer de comer su carne>En cambio, habría quienes
sólo tolerarían que se lo matara para proteger intereses humanos
legítimos, como cuando se mata a los conejos para proteger las
cosechas. Por último, otros sólo justiñcarían que se matara a un
animal si está en juego una vida humana, como cuando su carne es el
único alimento disponible. Pero todos coincidirán en que no se
puede comparar el valor de la vida animal con el de la vida humana.
Para ilustrar esto último, imaginemos que se produce un incendio
en un albergue para perros y que Alfonso, el dueño del albergue, está
inconsciente en el suelo y todos los perros están encerrados en sus
jaulas. Supongamos que sólo tenemos tiempo de poner a Alfonso
fuera de peligro o de dejar escapar a los perros, pero no ambas cosas.
Creo que nadie pondría la vida de muchos perros por encima de una
sola vida humana, aunque la mayoría opinaría que en una situación
comparable en que sólo participaran humanos, lo mejor sería salvar
tantas vidas como fuera posible. Partimos de la base de que el hecho

10
Argum entación moríil y teoría m oral

se produce en circunstancias normales; si supiéramos que Alfonso ha


cometido varios asesinatos o ha abusado de menores tal vez muchos
tendríamos otra opinión. Al parecer, el sentido común nos indica que
con sus acciones los humanos pueden perder su derecho a la vida, de
tal modo que salvarlos puede dejar de valer la pena.
Cabe destacar, pues tendrá cierta importancia más adelante, que
la creencia que nos dicta el sentido común de que las vidas animales y
humanas no se pueden comparar parece ocupar un lugar particular­
mente fundamental en la moral, o hallarse firmemente arraigada,
pues incluso los filósofos que han promovido los derechos de los
animales con más vehemencia, comoTom Regan y Peter Singer, han
hecho lo posible por conservarla.4<¿ara que nos veamos obligados a
dejar de lado este aspecto de la moral del sentido común hará falta
como mínimo un argumento teórico muy convincente^

Un ejemplo y algunas reacciones


Ahora presentaré y examinaré un ejemplo concreto que no está
directamente relacionado con la cuestión de los animales. Servirá
para presentar diversos enfoques teóricos de la moral y también para
poner a prueba las creencias y actitudes del propio lector. El ejemplo
está basado en un caso real (al igual que muchos otros empleados en
este libro). No obstante, he cambiado algunos detalles, así como los
nombres de las personas involucradas. .
Algunos años atrás un matrimonio decidió suicidarse. Esteban
era un famoso escritor de unos setenta años que padecía una doloros.a
enfermedad terminal que entrañaría la pérdida gradual de sus facul­
tades mentales, que tanto valoraba. Sara, su mujer, rondaba los cuarenta
años y gozaba de buena salud. No tenían hijos. Tras hablar largo y
tendido sobre la situación, llegaron a una decisión. Ambos convinieron

11
La cuestión de los an im ales

en que una muerte temprana sería una forma piadosa de liberar a


Esteban, y después de mucho pensarlo Sara decidió que no quería
seguir viviendo sin él. No obstante, para nosotros es obvio que
cometió una terrible equivocación. El duelo, por debilitante que sea,
no es terminal. La frase hecha de que el tiempo todo lo cura es cierta.
Podríamos asegurar que si sólo Esteban se hubiera suicidado, Sara
habría podido rehacer su vidá, quizás al cabo de un prolongado luto,
y que probablemente habría tenido una existencia fructífera y satis­
factoria. Se plantean dos preguntas acerca de la decisión de Sara. En
primer lugar, ¿es el suicidio sólo una equivocación en su caso o es
además una mala acción, o una acción condenable desde el punto de
vista moral? En segundo lugar, suponiendo que hubiéramos conocido
su situación de antemano, ¿habríamos tenido la obligación moral de
tratar de impedir que se suicidara? Estudiemos las respuestas posibles
en sus distintas vertientes.
Algunos se inclinarán por la idea de que el suicidio de Sara fue
indudablemente una mala acción, pues entraña poner fin a una vida
humana, y la vida humana es sagrada. Por esa razón, dirán que si
hubiéramos conocido su decisión de antemano habríamos tenido la
obligación de tratar de impedir su muerte, a fin de preservar un valor
sagrado. Quienes piensan de esta manera tienen en el fondo un
enfoque teísta de la ética, pues creen que el bien moral se puede
identificar con aquello que Dios aprueba y que las obligaciones
morales se pueden identificar con los mandamientos de Dios. (Otras
versiones sostendrán que es esencial para nuestra noción de bien
moral que el bien esté representado en la persona de Dios y que
nuestras obligaciones se nos revelen mediante ejemplos, como la vida
de Jesucristo. No es preciso que nos ocupemos de estas diferencias de
matiz.) Examinaremos -la teoría teísta de la moral en la sección
siguiente.

12
A rgum entación m oral y teoría m oral

Otros dirán que Sara obró mal y que deberíamos haber intervenido
si hubiéramos conocido sus intenciones, pero fundamentarán su
opinión de otra manera. Tal vez afírmen que la vida humana (al
menos en circunstancias normales) tiene un valor intrínseco, de
modo que el suicidio de Sara implica la destrucción de algo in­
trínsecamente valioso, como un asesinato, independientemente de
que exista o no un Dios que desapruebe su acción. Según esta
opinión, es un hecho que en el mundo hay algunas cosas, como las
vidas humanas, que son valiosas de por sí y nos imponen la obligación
de respetar y preservar su valor siempre que sea posible (en realidad,
a esto se reducen algunas versiones de la creencia en el carácter
sagrado de la vida, si se aduce que Dios 110 aprueba el suicidio o el
homicidio porque la vida humana tiene un valor intrínseco).También
examinaremos esta teoría en una sección aparte. •
Otra posible reacción sería sostener que tendríamos que con­
siderar las probables consecuencias, buenas y malas, de la acción de
Sara. Esta teoría (o familia de teorías) se denomina utilitarismo. En su
versión más sencilla sostiene que una acción es buena si y sólo si
causa mayor felicidad que infelicidad comparada con cualquier otra
acción posible. Un utilitarista opinaría casi con certeza que Sara obró
mal, pues su inoportuna muerte la privó de una existencia futura que
en general habría sido fructífera, y le impidió además hacer la
contribución a la felicidad de los demás que podría haber hecho si
hubiera seguido con vida. También es probable que un utilitarista
sostenga que habríamos tenido la obligación de evitar el suicidio de
Sara si hubiéramos podido, pues ello habría producido más felicidad
en general. Ahora bien, este juicio dependerá además de los costos
probables de nuestra intervención, así como del posible perjuicio que
causara íl la felicidad de Sara el haberle quitado la decisión de las
manos. El utilitarismo cobra diversas formas y aspectos, como muchos

13
La cuestión de los anim ales

pensadores han sostenido al defender una u otra versión. Me referiré


a él con detenimiento en el capítulo 2.
Una última forma de reaccionar ante el suicidio de Sara sería
afirmar que no obró mal porque no infringió los derechos de nadie.
En realidad, no había firmado ningún contrato, ni había contraído
obligación alguna de seguir viviendo (como tal vez habría sido el
caso si hubiera tenido hijos que dependieran de ella). Por el contrario,
era un agente libre, con el derecho de proceder como creyera
conveniente respecto de sus propios asuntos. Desde este punto de
vista, quizás no habríamos tenido derecho a tratar de impedir la
muerte de Sara, siempre que nos constara que había tomado la
decisión después de mucho pensarlo, voluntariamente y en su sano
juicio. Aunque desde el punto de vista moral podríamos haber intentado
persuadirla de que cambiara de opinión (o habríamos tenido la
obligación de hacerlo), su vida, en última instancia, era asunto suyo.
Según esta teoría,'la moral es un conjunto de normas que rigen las
interacciones entre agentes, poniendo límites a lo que pueden hacerse
unos a otros, pero dejándoles la libertad de emprender sus propios
planes y proyectos)Esta teoría existe en diferentes versiones y ha sido
defendida por diversos pensadores eminentes. En su forma más popular
se denomina contractualismo, pues las normas morales se conciben
como el resultado de cierto tipo de contrato imaginario, como veremos
más adelante.También me referiré en detalle al contractualismo en el
capítulo 2.
He esbozado diversas teorías éticas; todas ellas pueden encontrar
al menos un punto de apoyo en las reflexiones del común de la gente.
Ahora corresponde evaluarlas. Parte de nuestra tarea consistirá en
plantear algunos requisitos de índole general que debería reunir
como mínimo cualquier teoría de la moral, sea o no capaz de explicar
las creencias ponderadas de nuestro sentido común.

14
A rgum entación m oral y teoría m oral

La ética teísta
Como vimos anteriormente, algunos pensadores afirman que se
puede identificar el bien moral con lo que Dios aprueba, y las
obligaciones morales con lo que Dios ordena. Como creen que Dios
nos ha prohibido matar, ya sea a otra persona o a nosotros mismos,
sostendrán que Sara la suicida obró mal. Con respecto a la cuestión de
la entidad moral de los animales, estos pensadores tal vez aduzcan
pruebas de que Dios desaprueba que se haga sufrir a los animales,
pero no tanto como que se haga sufrir a los humanos. Así pues, esta
teoría tiene al menos ciertas posibilidades de lograr incorporar las
creencias del sentido común acerca de la entidad moral de los animales.
Cualesquiera sean nuestras creencias religiosas, esta opinión es
inaceptable, por motivos que explicaré en breve. Ahora bien, una
dificultad estratégica inicial para el teísta es que los argumentos
presentados desde este punto de vista tal vez resulten poco convincentes
en la era cada vez más secular en que vivimos. -De nada sirve tratar de
convencer a una persona de que algo es moralmente condenable
porque Dios lo ha prohibido, a menos que se esté dispuesto a tratar
de convencerla de que Dios existé>De hecho, las razones de esta
última creencia son sumamente controvertidas,5 por lo q u ^ o s teístas
de hoy en día hacen bien en buscar argumentos seculares para apoyar
sus creencias m orales^
De hecho, la tesis de que el bien moral se reduce a aquello que
Dios aprueba (o representa) fue refutada decisivamente por Platón en
su diálogo Eutifrón (aprox. 3 8 0 A.C.), muchos años antes del nacimiento
de Cristo. Platón contrapone a esta tesis el dilema de si Dios aprueba
el bien porque es bueno o si lo es porque Dios lo aprueba. En la primera
alternativa, la aprobación de Dios es sólo una prueba del bien moral,
y debe ser posible determinar de forma independiente en qué reside

15
La cuestión de los an im ales

el bien. En cambio, la segunda alternativa nos obliga a suponer que


<no tenemos un concepto de bien moral independiente de la aprobación
de Dios^En cuyo caso si Dios hubiera aprobado la tortura y el
sacrificio sistemático de niños, esas serían buenas acciones desde el
punto de vista moral, conclusión que resulta absurda. Se podría
replicar que Dios no podría aprobar la tortura de niños, porque Dios
es bueno. Ahora bien, este juicio nos daría la razón, pues implica que,
después de todo, tenemos un concepto de bien moral independiente
de la aprobación de Dios. De lo contrario, no habría forma de saber
que un Dios enteramente bueno no aprobaría esas acciones.
De ambas formas, concluimos que la moral se ocupa de un tema
independiente de la aprobación o de los mandatos divinos. Así,
^íuestras opiniones morales ponderadas, alcanzadas con los mejores
argumentos seculares disponibles, deberían condicionar nuestras inter­
pretaciones de la Biblia y otros textos religioso§>de la misma forma
en que deberían hacerlo nuestras opiniones ponderadas de astronomía
y geología. Como en el mejor de los casos esos textos constituyen la
palabra de Dios filtrada por la mente de los seres humanos, de­
beríamos descartar o reinterpretar aquello que no guarde coherencia
con nuestras creencias no teológicas ponderadas. Por ejemplo, si
nuestra opinión secular es que la homosexualidad no es moralmente
objetable, habría que desechar la condena que de ella hace San Pablo,
considerando que quien habla es Pablo el hombre de su época, en
lugar de aceptarla como la palabra de Dios. En relación con la cuestión
de los animales, entonces, la pregunta primordial que habría que
responder es si nuestras mejores teorías seculares otorgarían entidad
moral a los animales.

16
.Argumentación m oral y teoría m oral

La objetividad estricta y el intuicionismo


Como vimos anteriormente, en relación con el ejemplo de Sara la
suicida, la idea de que algunas cosas (incluida la vida humana)
poseen un valor intrínseco y nos plantean imperativos objetivos
ineludibles resultará tentadora para muchos. Este tipo de opiniones
ha gozado de una aceptación cada vez mayor en los últimos tiempos,
en particular entre los miembros del movimiento ecologista, algunos
de los cuales se han servido de la idea del valor intrínseco como
fundamento para aducir que tenemos obligaciones directas para con
el medio ambiente. Según ellos, dado que las selvas tropicales y las
especies animales exóticas tienen un valor intrínseco, tenemos la
obligación moral de no contribuir a su destrucción. Como veremos,
no obstante, no es aconsejable tratar de justificar el movimiento
ecologista de esta manera, pues la teoría del valor intrínseco resulta
imposible de defender.
En su forma más pura, este tipo de teoría se denomina in­
tuicionismo. G. E. Moore defendió una versión de esta teoría en su
libro Principia Ethica,6 aunque tiene muchos otros seguidores^] intui-
cionista sostiene que los valores morales realmente existen, inde­
pendientemente de nosotros, y que podemos conocerlos mediante
actos de intuición intelectual, algo así como «viendo con los ojos de
la mente». Haré lo posible por explicar esta teoría, enmarcándola en
un contraste más general entre el objetivismo estricto y el objetivismo
lato. Pero luego aduciré que el intuicionismo constituye un marco
inaceptable para la teoría moral. En la última sección de este capítulo
demostraré que una famosa defensa de los derechos de los animales
podría considerarse intuicionista, y que por esa razón habría que
rechazarla.
Así como antes hicimos una distinción entre el subjetivismo

17
L a cuestión de los anim ales

estricto y el subjetivismo lato, podemos establecer esa misma distinción


en el caso del objetivismo. Según el objetivismo estricto, la moral se
ocupa de valores dados, que de alguna manera forman parte de la
estructura del mundo. Por el contrario, el objetivismo lato se limita a
sostener que la ética utiliza conceptos (ideas de nuestra mente) con
condiciones de aplicación determinadas. Para comprender claramente
la naturaleza del contraste que se plantea aquí, veamos de qué forma
se aplicaría la misma distinción a la diferencia entre la ciencia y las
creencias del sentido común acerca del mundo físico.
Un aspecto característico del discurso científico es que en la
ciencia intentamos aplicar nuestros conceptos a divisiones existentes en la
naturaleza. Así pues, creemos que los primeros científicos se equivocaron
al clasificar a las ballenas y a los delfines como peces. Aunque las
ballenas viven en el mar como los tiburones, en realidad tienen poco
en común con otras criaturas marinas en lo relativo a su com­
portamiento, su evolución y su ciclo de vida natural. A diferencia de
la ciencia, la vida diaria a menudo nos permite utilizar conceptos con
otros fines (no explicativos) que pueden arrojar verdades objetivas
sin corresponder necesariamente a divisiones existentes en la natu­
raleza. Por ejemplo, utilizamos conceptos como «mesa» y «especias»,
que reúnen cosas bastante heterogéneas desde el punto de vista
científico. Sin embargo, es objetivamente cierto que estoy sentado
ante una mesa mientras escribo, y que lo que cené anoche llevaba
especias.
En relación con las distinciones explicadas anteriormente, las
afirmaciones de la ciencia son objetivas en un sentido estricto, mientras
que muchas creencias del sentido común acerca del mundo físico son
objetivas en un sentido lato. Ambos tipos de afirmaciones tienen
condiciones de aplicación determinadas. En ambos casos, la verdad
de un juicio es independiente de quien lo formula; se parte de la base

18
A rgum entación m oral y teoría m oral

de que la verdad no se inventa, sino que se descubre. Pero el sentido


común emplea conceptos que moldean el mundo en función de
nuestros propósitos, y no siempre en función de su naturaleza. Si
bien es cierto que estoy sentado ante una mesa, de lo que se deduce la
existencia de las mesas concretas, la diferencia entre las mesas y otro
tipo de cosas no forma parte del mundo real. Es más bien algo que
imponemos al mundo al elegir los conceptos que elegimos. En cambio,
la afirmación científica de que el tiburón es un pez sólo es verdadera
si la distinción que hacemos entre los peces y otro tipo de cosas
corresponde a una diferencia real, vale decir, a una diferencia que ya
se encuentra en el mundo y contribuye a regir su funcionamiento y
sus procesos causales.
Los intuicionistas morales sostienen que la moral, al igual que la
ciencia, es objetiva en un sentido estricto. Desde luego, no piensan
que los conceptos morales sean de índole científica, o que tenga
sentido utilizar las propiedades morales en las explicaciones causales.
Pero creen que, de algún modo, los hechos y las distinciones de
orden moral existen en el mundo e imponen condiciones a toda ética
aceptable. Desde su punto de vista, hay una diferencia real entre las
cosas que tienen valor y las que no lo tienen, y esa diferencia es
independiente de nosotros y nuestro sistema de conceptos (ideas).
Por el contrario, si quisiéramos clasificar el valor de las cosas de
cualquier modo diferente de aquél en que realmente se distinguen,
estaríamos cometiendo una equivocación y toda afirmación en que
empleáramos esos conceptos sería falsa.
Los científicos abrigan la esperanza de que lleguemos a conocer las
divisiones existentes en la naturaleza mediante la observación y la
experimentación, razonando hasta dar con la mejor explicación del
fenómeno observado. No obstante, resulta obvio que en el ámbito
moral nuestra modalidad de conocimiento ha de ser diferente. No

19
La cuestión de los anim ales

podemos ver literalmente el valor moral de una cosa, ni conocerlo


deduciéndolo de la mejor explicación de lo que vemos. Los intui-
cionistas morales sostienen que, sin embargo, podemos acceder a las
divisiones de valor existentes en el mundo mediante una facultad
especial de intuición intelectual. Podemos saber si algo es realmente
valioso imaginando que existe de forma totalmente independiente y
preguntándonos si es bueno que exista. Los intuicionistas creen que, en
general, se puede confiar en las respuestas intuitivas que acuden a
nuestra mente en esas circunstancias, las cuales nos permiten conocer
propiedades de orden moral de forma estrictamente objetiva.
Así pues, los intuicionistas tal vez se crean capaces de justificar la
actitud de nuestro sentido común hacia los animales. Tal vez aduzcan
que cuando imaginamos el sufrimiento de un animal en forma
aislada percibimos intuitivamente que se trata de una situación in­
trínsecamente negativa, pero que si imaginamos una situación en
que el sufrimiento de un animal es necesario para evitar a un ser
humano cierto grado de molestia o perjuicio, percibimos intuitiva­
mente que causar o permitir ese sufrimiento ya no es una mala
acción. Análogamente, quizás afirmen que cuando imaginamos la
muerte de un animal comprendemos que se trata de la pérdida de
algo intrínsecamente valioso, pero que cuando imaginamos que esa
muerte es necesaria para evitar el sufrimiento o la muerte de un ser
humano, comprendemos que la situación ya no es negativa. De lo
expuesto se deduce —dirían tal vez los intuicionistas- que aunque la
experiencia y la vida de los animales tienen un cierto valor, este valor
es inferior al de la experiencia y la vida humanas,7 que es precisamente
lo que nos dice el sentido común.

20
A rgum entación m oral y teoría m oral

En contra del intuicionismo


Si bien el intuicionismo puede haber servido para justificarla actitud
que nos dicta el sentido común en relación con los animales, me
parece sencillamente inaceptable. Un argumento que me lleva a esta
conclusión es lo que Mackie denomina «el argumento de la pecu­
liaridad».8 Si los valores morales realmente existen en el mundo
objetivo, han de ser entidades verdaderamente peculiares. No se
manifiestan en los objetos como otras propiedades (la masa, la forma,
etc.). Presumiblemente, tampoco cumplen una función causal. A
diferencia de la clase de propiedades que reconoce la ciencia en el
mundo natural, los valores morales no sirven para explicar en términos
causales la acción de los objetos y sistemas físicos. Son más bien, en
palabras de Moore, propiedades no naturales. La propia peculiaridad de
la idea de que las propiedades tengan una existencia real fuera del
orden natural es un argumento en su contra.
La peculiaridad puede llevarse aún más lejos señalando que debe
existir algún tipo de correspondencia entre las propiedades morales y las
naturales, pues todos estamos de acuerdo en que no puede haber
diferencias en el valor de las cosas sin que haya una diferencia
correspondiente en sus propiedades naturales. Ciertamente, no podría
haber dos acciones o agentes exactamente iguales en todos sus aspectos
naturales —por ejemplo, dos actos realizados con la misma intención
y que causan un daño o dolor de igual intensidad— que tuvieran
distinto valor moral. Ahora bien, si las propiedades morales son
realmente objetivas y existen fuera del orden natural, la correspon­
dencia de la que hablamos sería cuando menos sumamente enigmática,
pues si las propiedades morales existen fuera del mundo real, ¿por qué
no se las puede aplicar a las cosas independientemente de los hechos
que tienen lugar dentro del mundo real?

21
L a cuestión de los anim ales

La tarea de explicar el funcionamiento (o incluso la propia


existencia) de nuestra presunta facultad de intuición es aún más
problemática. Si los valores morales no forman parte del mundo real,
¿cómo hemos de suponer que tienen efectos en nuestra mente?
¿Cómo es posible que algo que está fuera de la naturaleza afecte a algo
que está dentro de ella? De hecho, la idea de que los valores morales
puedan actuar como causas resulta peculiar. ¿De qué manera puede
una propiedad como el valor suscitar en nosotros una creencia sobre
ella? ¿Cómo podría, por ejemplo, el hecho objetivo de que un humano
vale más que un perro inspirarnos la intuición de que es así? La mera
idea es apenas inteligible.
Incluso presumiendo que tuviera sentido la hipótesis de que un
valor objetivo pudiera generar creencias en nuestra mente, la forma
en que adquirimos esa facultad mental de obtener conocimientos
seguiría siendo inexplicable en términos naturales: para haber sido
elegida en la evolución, la facultad de intuición moral habría tenido
que tener valor a los efectos de la supervivencia de los primeros
humanos que poseyeron esa facultad, o una versión primitiva de esa
facultad. Ahora bien, parece poco probable que una facultad de in­
tuición moral pudiera mejorar las posibilidades de supervivencia. En
cambio, es fácil de explicar el valor de la facultad de la vista, pues una
persona estará mejor equipada para sobrevivir en muchos sentidos si
ve las cosas con claridad.
Podría argüirse que las creencias morales revisten un valor evi­
dente para la supervivencia, pues si los seres humanos carecieran de
ellas no podrían funcionar eficazmente en las sociedades cooperativas.
Pero esto no viene al caso; el problema radica en explicar cómo
podemos haber adquirido una facultad mental que nos ofreciera un
acceso confiable a las características de un dominio moral objetivo, y no
en explicar por qué hemos de abrigar creencia moral alguna. Desde el

22
A rgum entación m oral y teoría m oral

punto de vista de la evolución, no importaría en lo más mínimo que


todas nuestras creencias morales acerca del dominio de la moral
fueran falsas, siempre y cuando nos permitieran cooperar en sociedad.
Aun suponiendo que tuviera sentido la idea de que existe una
facultad que permite intuir los valores morales, y que pudiéramos
explicar el hecho de que la poseemos, subsistirían buenas razones
para dudar de su conñabilidad, pues es evidente que las ideas morales
intuitivas de las personas no sólo pueden ser conflictivas, sino que de
hecho lo son. En realidad, esas ideas parecen reflejar -notablemente-
las normas vigentes en la sociedad en que viven. (Esta es otra razón
por la cual es necesario respaldar las creencias morales que nos dicta
el sentido común con una teoría moral para que sean aceptables
desde el punto de vista racional. De lo contrario, no se podría optar
entre ideas intuitivas que se contradijeran.) Un campesino podría
intuir que ahogar a un gatito no tiene nada de malo, mientras que un
habitante de la ciudad podría intuir que es una conducta injusti­
ficable. En una sociedad donde hay esclavos una persona podría
aducir que percibe intuitivamente que la vida de un esclavo vale
menos que la de un hombre libre, mientras que nosotros intuimos
que no es así. En una sociedad patriarcal se podría intuir que la vida
de una mujer no es tan valiosa como la de su hijo varón. Y así
sucesivamente. Si realmente tuviéramos una facultad de intuición
moral, su funcionamiento parecería estar determinado no tanto por
los valores objetivos que pudieran existir, sino por las creencias
morales vigentes en nuestra sociedad.
De lo dicho se desprende que, al parecer, el intuicionismo conduce
al escepticismo moral. Como tenemos buenas razones para desconfiar
de nuestra facultad de intuición moral (suponiendo que la pose­
yéramos), también tenemos razones para dudar de nuestros juicios
morales personales. Aparentemente, no habría motivos para creer que

23
La cuestión de los anim ales

una sola de las creencias basadas en nuestra facultad de intuición es


correcta, pues las creencias morales universales, como los preceptos
contra la matanza arbitraria, podrían explicarse como una condición
necesaria para que funcione y prospere una sociedad humana, y no
como el resultado del funcionamiento confiable de nuestra facultad
de intuición. Si el intuicionismo es una teoría moral correcta, entonces,
hasta donde sabemos, todas nuestras creencias acerca de los valores
morales podrían ser erróneas. Esta conclusión me parece demasiado
extrema para ser aceptable.
Por todas las razones señaladas, el intuicionismo resulta simple­
mente increíble como teoría de la moral. Si tendemos a pensar que
los juicios morales son objetivos, sería mucho más aceptable abrazar
alguna versión de objetivismo lato. Podríamos sostener que hemos
desarrollado los conceptos morales para servir a nuestros propósitos,
al igual que desarrollamos, conceptos como «silla» y «especias».
Dados estos conceptos, puede ser objetivamente verdadero que ciertas
acciones son buenas, o malas, a pesar de que la diferencia entre lo
bueno y lo malo en sí no exista en el mundo, como tampoco existe la
diferencia entre las especias y otros alimentos. Así pues, saber que
una persona ha obrado mal puede ser sólo una cuestión de percepción
(ordinaria, sensorial) al igual que saber que está sentada en una silla.
Percibir una silla es percibir un elemento del mundo físico como
ilustración del concepto «silla». De igual manera, para un objetivista
lato, en el caso de la percepción de fenómenos morales, percibir que
alguien obra mal equivaldría a percibir un acontecimiento del mundo
real que ilustra el concepto de «mal».Todo esto carece por completo
de misterio en comparación con el intuicionismo, aunque, desde
luego, aún queda pendiente la tarea principal de explicar el contenido
sustancial de los conceptos morales. El contenido del capítulo 2
podría considerarse una contribución a esa tarea.

24
.Argumentación m oral y teoría m oral

Regan y los derechos


Tom Regan es uno de los principales paladines de los derechos de los
animales en el ámbito de la filosofía.9 Sus escritos contienen muchas
observaciones útiles y argumentos provocativos, algunos de los cuales
examinaremos en otros capítulos. Me limitaré a añrmar que o bien su
posición es en el fondo una forma sofisticada de intuicionismo (y
como tal puede desecharse) o bien no nos ofrece algo que tenemos
derecho a exigir de toda teoría moral aceptable, a saber, lo que
denominaré una concepción rectora de los orígenes de la moral y de la
i
motivación moral. Comenzaré por explicar algunos conceptos.
Regan emplea el método del equilibrio reflexivo de forma ex­
plícita. Considera que la teoría moral se ocupa de descubrir principios
morales que puedan reglamentar y explicar nuestros juicios morales
ponderados (recordemos que estos son los juicios*que formularíamos
esforzándonos por alcanzar la verdad moral pero sin introducir con­
sideraciones teóricas). Aduce que los principios más aceptables que
podemos encontrar atribuyen, de hecho, ciertos derechos básicos no
sólo a todos los humanos, sino también a los animales. Así pues,
defiende en parte el sentido común, al asignar entidad moral a los
animales. Pero también lo amplía, en el sentido de que los derechos
que asigna a los animales van más allá de los que reconocería el
común de la gente.
, La posición de Regan se centra en la tesis de que todas las criaturas
que son «sujetos de una vida» (es decir, que tienen creencias y deseos y
al menos un sentido rudimentario de su propio pasado y futuro -Regan
incluye entre estas criaturas a todos los mamíferos a partir del año de
edad-) tienen el mismo valor moral intrínseco. Este valor no debe
analizarse en función de la posesión de derechos morales, sino que
constituye la base de la afirmación de que todos los sujetos de una vida

25
L a cuestión de los anim ales

tienen el mismo derecho a que se los resp e te ^ s preciso postular esta


igualdad del valor intrínseco, opina Regan, para justificar nuestra
creencia de que todos los humanos poseen los mismos derechos mo­
rales básicos, más allá de las diferencias de inteligencia y carácter moral
entre ellos. Este argumento será cuestionado y rebatido en el capítulo
5.^\hora bien, una interpretación natural de la tesis de que las criaturas
de cierto tipo poseen intrínsecamente el mismo valor moral es que esta
teoría exige un compromiso con el objetivismo estricto. La idéa sería
que todos los sujetos de una vida tienen un valor inherente más allá de
nuestro conocimiento o existencia. Esto haría de Regan una especie de
intuicionista sofisticado.
Es cierto que Regan no emplea el lenguaje de la «intuición» o de
«ver con los ojos de la mente». Ahora bien, resulta difícil comprender
cómo podríamos acceder a los valores objetivos que supuestamente
existen en el mundo mediante el método del equilibrio reflexivo, a
menos que efectivamente poseyéramos una facultad especial de in­
tuición intelectual que le sirviera de apoyo. El hecho dé que Regan
rehúya la tarea de fundamentar su teoría moral en alguna teoría de
nuestro conocimiento de los fenómenos morales no implica que no
se nos deba una explicación. Y cuesta imaginar qué historia podría
contarnos que no fuera al menos tan implausible como la historia
intuicionista que rechazamos en la sección anterior.
Por otra parte, la teoría de Regan tal vez podría considerarse
desde un punto de vista mucho más neutral. Habida cuenta de la
forma en que expone el método del equilibrio reflexivo, podríamos
juzgar que sólo se propone encontrar principios morales que permitan
explicar y unificar la mayor cantidad posible de creencias ponderadas
que nos dicta el sentido común. Desde este punto de vista, afirmar
que todos los sujetos de una vida poseen igual valor intrínseco podría
equivaler a afirmar que sería razonable que adoptáramos el principio

26
A rgum entación m oral y teoría m oral

de valorar a todos ellos por igual, independientemente del resto de sus


atributos y de las diferencias que existieran entre ellos. No hay nada
en este razonamiento que comprometa a Regan con el objetivismo
estricto o cualquier forma de intuicionismo.
No tengo objeciones al método' del equilibrio reflexivo como
tal; de hecho, lo emplearé con frecuencia a lo largo de este libro. Pero
deseo insistir en que no podemos limitarnos a él, o, mejor dicho,
quiero destacar que, entendido correctamente, el equilibrio reflexivo
implica mucho más que limitarse a encontrar principios que permitan
explicar y unificar las creencias ponderadas que nos dicta el sentido
común. Una buena teoría moral también debe ser capaz de ofrecer
una imagen plausible de las fuentes de la moral, del conocimiento
moral y de la motivación moral. Así pues, nuestro rechazo del in­
tuicionismo debe entenderse como una aplicación del equilibrio
reflexivo. El intuicionismo es inaceptable como teoría porque no
puede dar una explicación plausible del objeto de la moral, ni de
nuestro conocimiento de ella, ni, en definitiva, de la razón por la que
habrían de interesarnos valores que supuestamente existen inde­
pendientemente de nosotros.
Una vez rechazados el subjetivismo estricto y las teorías teístas de
la ética, resulta imperioso comprender cómo puede existir la moral
como tal. Necesitamos una explicación de cómo surgen las nociones
morales que nos aclare además de qué forma estas nociones pueden
formularnos exigencias que son, en cierto sentido, de orden racional.
Porque es evidente que la moral no es sólo otro interés especial como la
filatelia, que uno puede tener o no tener. En otras palabras, la moral
supuestamente constituye un cuerpo de conocimientos —por ejemplo,
las personas dicen saber que el maltrato de menores es condenable—y
una teoría de la moralidad debería explicar en cierta medida cuál es el
objeto de este conocimiento. También debería aclarar por qué nos

27
La cuestión de los anim ales

importa tanto la moral tal y como la hemos caracterizado: debemos


saber por qué la moral pretende ocupar un lugar tan importante en
nuestra vida.
En este sentido, Regan fracasa en sus intentos de fundamentar
una teoría de derechos y de demostrar que los animales tienen
derechos. No explica de dónde proceden los derechos ni por qué
habrían de interesarnos una vez reconocidos (de hecho, como veremos
en otros capítulos, muchos de los argumentos concretos con que
sustenta sus opiniones o refuta las opiniones ajenas carecen de validez
en ausencia de esa explicación). Podemos extraer una moraleja de su
fracaso: para que una teoría de la moral tenga posibilidades de
aceptación, deberá constar de dos aspectos bastante disímiles, aunque
relacionados entre sí. En primer lugar, toda teoría ética debería
incluir una concepción rectora de la naturaleza de la moral, que ofrezca
una imagen clara de la fuente de las nociones morales y del cono­
cimiento moral, así como de los fundamentos de la motivación
moral. En segundo lugar (y esta condición difiere de la primera,
aunque tal vez se deriva de ella), toda teoría ética debería incluir
alguna clase de principio o principios normativos básicos que guíen nuestros
juicios acerca del bien y del mal.
Así pues, podemos afirmar que toda teoría moral debe cumplir
dos requisitos fundamentales para poder ser aceptable desde el punto
de vista racional. El primero es que su concepción rectora nos ofrezca
una imagen plausible de la fuente de la moral y de los orígenes de la
motivación moral. En este aspecto, Regan fracasa por completo. El
segundo no es tan profundo desde el punto de vista teórico, pero
reviste igual importancia: consiste en que del principio o de los
principios normativos básicos de la teoría puedan derivarse con­
secuencias intuitivamente aceptables. Ahora bien, es importante des­
tacar que ello no implica que recaigamos en el intuicionismo. No

28
A rgum entación m oral y teoría m oral

tiene por qué existir una facultad mental especial para obtener cono­
cimientos morales, ni tienen por qué existir valores en el mundo real.
Se trata simplemente de que una buena teoría moral debe al menos
incorporar una cantidad considerable de nuestras creencias morales
ponderadas; de lo contrario, se expone a que no creamos en ella. Por
ejemplo, cualquier teoría capaz de justificar la matanza arbitraria de
inocentes será inaceptable por más satisfactoria que resulte su con­
cepción rectora. En el próximo capítulo me dedicaré a estudiar las
ventajas y los inconvenientes relativos del utilitarismo y el con-
I
tractualismo en ambos aspectos.

Resumen
He afirmado que tanto el subjetivismo estricto cómo el objetivismo
estricto son inaceptables para explicar la moral; los juicios morales no
son manifestaciones directas de la opinión o el sentimiento ni de­
scriben valores que existan independientemente de la mente humana
o de los sistemas humanos de clasificación. Pero tanto el subjetivismo
como el objetivismo latos siguen en juego: tal vez los desacuerdos
morales expresen en el fondo una adhesión a principios básicos
diferentes, o quizá sean el resultado de la complejidad inherente a un
sistema común de conceptos. Sea como fuere, para justificar plena­
mente una creencia moral es preciso demostrar cómo se la puede
integrar a una teoría moral cuya concepción rectora y cuyos principios
normativos básicos resulten aceptables al cabo de la reflexión racional.

29
2

El utilitarismo y el contractualismo

En este capítulo examinaré dos teorías (o clases de teorías) que


podrían resultar aceptables, tanto por la forma en qu^íus concepciones
rectoras explican las fuentes de las nociones morales y de la motivación
moral como por las normas básicas que de ellas se derivan.

El utilitarismo y su concepción rectora


Aunque el utilitarismo recibe ese nombre por su principio normativo
básico (el principio de la utilidad), y aunque no todos los pensadores
utilitaristas han creído necesario dar a su teoría una concepción
rectora, comenzaré por exponer mi idea de esa concepción. Básica­
mente, consiste en que<(a moral es el conjunto de decisiones que
tomaría un observador benevolente e imparciapes decir,<yn observador
que fuera consciente de todos los intereses conflictivos que se plan­
tean en una situación determinada, así como de las consecuencias
que tendrían para esos intereses las diferentes decisiones que se
tomaran, y que comprendiera por igual la situación de todas las
partes en el conflicto)Así p u e sta concepción rectora del utilitarismo
es una construcción imaginaria>(al igual que la concepción rectora
del contractualismo, como veremos más adelante) .<fel punto de vista
moral es una especie de punto de vista divino, pero independiente de
toda creencia en un Dios reaí^Es^l punto de vista que adoptaríamos si
fuéramos plenamente conscientes de todas las consecuencias de nues­
tras acciones y nos compadeciéramos por igual de la situación de
todas las personas afectadas.

30
El u tilitarism o y el contractualism o

Plausiblemente, lo que un observador benevolente e imparcial


siempre elegiría es^a opción que produjera la mayor felicidad, o la
más plena realización de un deseo, o el mayor placer (estas formu­
laciones no son exactamente equivalentes y conducen a versiones
bastante diferentes de utilitarismo, pero en general estas diferencias
no han de interesarnos; a lo largo de la mayor parte de este libro
emplearé el término «utilidad» de una forma deliberadamente am­
bigua, que evoque a la vez los distintos valores esenciales del utili­
tarismo, y sólo seré más preciso en caso necesario). Como decíamos,
el principio fundamental del utilitarismo es que deberíamos producir
con nuestros actos la mayor utilidad general posible¡>(ya sea total o
media; en este caso también hay diferencias de las que no nos
ocuparemos). Pues sólo un observador realmente imparcial hará el
bien sin mirar a quién, y siendo benevolente procurará hacer el
mayor bien posible.
La mayor parte de los problemas que plantea el utilitarismo se
derivan de su principio fundamental, como veremos en breve. En
cambio, el mayor atractivo de la teoría reside en su concepción
rectora, que^uede ofrecernos una explicación satisfactoria no sólo
del origen de las nociones morales, sino también de la fuente de la
motivación moral/Ambas explicaciones parten de una hipótesis de
benevolencia natural (aunque limitada) que implica, al igual que los
razonamientos contractualistas que examinaremos más adelante, la
afirmación de un aspecto innato de la naturaleza hum anaba idea es
que los humanos sienten un impulso natural de compasión en relación
con la infelicidad, los deseos frustrados o el sufrimiento de su prójimo;
Desde luego, han de experimentar este impulso en circunstancias
normales —por ejemploj^si no existe animadversión).respecto de la
persona de que se trate. También lo experimentarán, en el primer
casoxál entrar en contacto más o menos directo con el sufrimiento de

31
l a cuestión de los anim ales

otra persona^ como cuando se ve a alguien llorar ante el cuerpo sin


vida de un ser querido o gemir de dolor al fracturarse una pierna. En
todo casó o s muy plausible que una persona normal se compadezca
de quien se halla en tal situación^
El siguiente paso de la explicación es que el impulso natural de
benevolencia se racionaliza —se desarrolla y extiende mediante la
reflexión racional—pues obviamente<no hay diferencias racionales
entre el sufrimiento que presenciamos y el que no presenciamosXpi
hay diferencias racionales entre el sufrimiento de un ser querido y el
de un desconocidijXZada uno de^stos sufrimientos es igualmente
real y puede tener la misma intensidad>la razón exige pues reacciones
equivalentes. Así surge la imagen del observador imparcial: deberíamos
sentir la misma compasión por quienes sufren en igual medida.
Así pues, según el utilitarismo, lo moral aparece en primer lugar
cuando el impulso natural hacia la benevolencia se unlversaliza por el
influjo de la razón. En consecuencia, la fuente de la motivación moral
es que no podemos, por nuestra propia naturaleza, evitar el impulso
de la compasión, ni evitar, en la medida en que somos racionales,
su universalización. Estas son explicaciones muy plausibles, que no
caen en los excesos de las variantes estrictas del objetivismo o del
intuicionismo.

Problemas del utilitarismo


La principal virtud del utilitarismo reside en su concepción rectora,
mientras que su principal defecto radica en su principio fundamental, a
saber, el precepto de que los actos reditúen la mayor utilidad posible.
Esta situación plantea varios problemas notorios. El primero consiste en
que las soluciones que ofrece el utilitarismo a la cuestión de la justicia
distributiva se oponen a la intuición. Como en definitiva lo único que

32
El u tilitarism o y el contractualism o

importa desde el punto de vista del utilitarismo es la utilidad total (o tal


vez la utilidad media) <cel beneficio mínimo de muchos podría justificar,
en principio, el sufrimiento intenso de unos pocos^Por ejemplo, una
de las objeciones que se suele plantear al utilitarismo es que<£abría
forzarlo a legitimar un sistema de esclavitud si el número total de
esclavos fuera limitado y los beneficios para sus amos lo bastante
grandes^Sin embargo -y habría que insistir en ello—sólo se tendría que
tener en cuenta a los individuos que se encontraran en la situación más
desfavorable (esta intuición quedará reflejada en el llamado principio dek
diferencia del contractualismo, como veremos más adelante). La moral
condenaría al sistema a menos que se demostrara que la única alter­
nativa real a la situación de los esclavos sería aún más degradante e
infeliz.
Consideremos un ejemplo menos dramático para demostrar el
mismo argumento. Supongamos que Mario es un médico que posee
una cantidad limitada de una droga muy cara. Curiosamente, esta
droga tiene dos aplicaciones: en cantidades muy pequeñas puede
curar definitivamente el acné, mientras que en cantidades muy grandes
es capaz de curar una enfermedad mortal. Mario se encuentra luego
ante el dilema de eliminar una importante fuente de infelicidad para
cientos —quizá miles- de adolescentes o salvar la vida de una sola
persona. El más simple de los cálculos del utilitarismo demostraría
que Mario debería emplear la droga para curar el acné, dejando morir
ala persona enferma, pero este razonamiento se opone rotundamente
a la intuición. Cabe destacar que el sufrimiento de los adolescentes,
aunque sea totalmente real, no cuenta cuando está en juego la vida de
una persona. (Esto no implica que los médicos nunca deberían recetar
aspirinas para el dolor de cabeza o escayolar un dedo roto. En la vida
real rara vez se presentan alternativas tan extremas como la que se
plantea a Mario.)

33
L a cuestión de los anim ales

Los utilitaristas pueden responder al problema de la justicia


distributiva de diversas formas. La más plausible es apelar a una
especie de sistema moral de dos planos, del cual describiré brevemente
dos versiones bastante diferentes. Pero antes formularé otra objeción
tradicional al utilitarismo: a diferencia del contractualismo, no puede
proteger adecuadamente a la persona. Al.parecer, se le puede hacer lo
que sea siempre que de ello se derive más utilidad (total o media)
que haciendo cualquier otra cosa. Una versión famosa de esta objeción
es que un utilitarista podría verse obligado a condonar el castigo
judicial de un inocente.
Consideremos el siguiente ejemplo: hace algunos años hubo
una serie de asesinatos de jóvenes negros en Atlanta, evidentemente
cometidos por la misma persona. Se pensaba que los asesinatos tenían
un móvil racial, y corrían rumores de que la policía no encontraba al
asesino porque estaba en connivencia con él. Estos rumores provocaron
una serie de motines raciales en los que hubo muchos muertos y
heridos. Ahora bien, supongamos que Felisa, la fiscal del Estado, ha
llegado a la convicción de que el asesino, que en realidad era blanco,
ha muerto. No obstante, la naturaleza de sus pruebas no convencería a
un jurado, ni serviría para poner fin a los disturbios. Inesperadamente,
Felisa descubre pruebas con las que se podría inculpar con facilidad a
un negro inocente (también tiene pruebas concluyentes y fácilmente
destruibles de su inocencia). ¿Qué debería hacer? Como utilitarista,
al parecer Felisa debería incriminar al inocente: con una ejecución o
una sentencia de prisión perpetua se pondría fin a los disturbios y se
salvarían muchas vidas. Pero intuitivamente esta alternativa resulta
aborrecible.
Observemos que dos de los argumentos con los que el utilitarismo
suele explicar por qué está mal condenar al inocente no se aplican a
este ejemplo: como Felisa es la única que sabría que se ha cometido

34
El u tilitarism o y el contractualism o

un error judicial (además de la persona incriminada, desde luego), el


respeto de la jurisprudencia que se derivaría de su acción no tiene
por qué quedar menoscabado. Por otra parte, la actitud poco rigurosa
de Felisa con respecto a la aplicación imparcial de la ley tampoco tiene
por qué tener consecuencias perjudiciales en el futuro, pues podemos
suponer que está a punto de jubilarse y dejará de ser funcionaría
judicial.
Algunos utilitaristas han tratado de subsanar estas dificultades
replegándose del utilitarismo de los actos —al que nos hemos referido
hasta ahora— a una versión de la teoría conocida a veces como
utilitarismo de las normas. Según esta teoría, en lugar de juzgar las
acciones directamente de acuerdo con la utilidad de sus consecuencias,
habría que juzgarlas en función de su conformidad con un conjunto
de normas, y justificar estas últimas apelando a su utilidad general.
Así pues, estos utilitaristas aducen que las normas que proscriben la
esclavitud y prohíben la condena de un inocente son buenas en
general, pues en la mayoría de los casos su cumplimiento reditúa la
mayor utilidad. Por lo tanto, instituir un sistema esclavista o condenar
al inocente son malas acciones porque contravienen normas justificadas
apelando a su utilidad, aunque en el caso particular las acciones en
cuestión puedan redituar más utilidad que cualquier otra acción
posible.
Sin embargo, no podemos hablar en este caso de equilibrio
reflexivo, pues el utilitarismo de las normas adopta una posición
inestable, por dos motivos. El primero es que se plantea un problema
a la hora de seleccionar las normas correctas (es decir, aquellas que se
ajustan a las creencias ordinarias), pues en lugar de la norma que
prohíbe condenar al inocente, ¿por qué no habríamos de adoptar una
norma que prohibiera ese castigo excepto cuando la utilidad que re­
dituara imponerlo fuera muy grande y excepto cuando se supiera que

35
L a cuestión de los anim ales

el respeto de la ley no saldría menoscabado? Sería probable que a la


larga esta norma produjera una mayor utilidad, lo cual nos devolvería
al problema original.
La segunda razón por la cual esta posición es inestable es aún
más contundente: el utilitarismo de las normas, como principio
normativo básico, no parece guardar coherencia con la concepción
rectora del utilitarismo, pues en primer lugar, ¿por qué nos habría de
impulsar la compasión racional a justificar un sistema de normas?
¿No es acaso el sufrimiento de los individuos lo que importa? De
hecho, cabría acusar a este tipo de utilitarismo de una exaltación
inmotivada de las norm as,1pues en un caso evidente en que contra­
venir una regla generaría más utilidad que respetarla, ¿qué justificación
daría el utilitarismo para insistir en su cumplimiento? El utilitarismo
ha de adoptar una estrategia diferente si desea alcanzar el equilibrio
reflexivo respecto de las creencias ordinarias.

El utilitarismo del carácter


La salida de los utilitaristas es afirmar que el objeto primordial de los
juicios morales no reside en las acciones ni en las normas, sino en las
cualidades del carácter. De hecho, tal es la opinión de John Stuart Mili
en El utilitarismo (1863), aunque se suele tomar a Mili por un utilitarista
de las normas. También es el punto de vista adoptado por Richard
Haré en MoralThinking.2 La idea es que nuestra obligación primordial
consiste en desarrollar cualidades —inclinaciones mentales y emo­
cionales—cuya posesión pueda redituar la mayor utilidad posible.
Supuestamente, esta teoría estaría fundada en una visión más realista
de la racionalidad humana y de los resortes de la acción humana que
la del utilitarismo de los actos.
Se suele observar que los utilitaristas de los actos parecen reducir

36
El u tilita rism o y el contractualism o

a los humanos a meras máquinas calculadoras. Su concepción de la


conducta moral exige que las personas calculen constantemente las
probables consecuencias de las diversas acciones que están a su
alcance en toda situación. Esta premisa es inverosímil: aparte de la
facultad del cálculo racional, tenemos emociones y deseos, que pro­
bablemente ejerzan una profunda influencia en nuestros juicios sobre
el bien y el mal.También solemos encontrarnos en situaciones en. que
debemos actuar con rapidez, sin tiempo de contemplar cuidadosamente
las consecuencias o de hacer estimaciones de la utilidad resultante de
nuestros actos. Como mínimo, podemos afirmar que una inclinación
mental y emocional apropiada tal vez influya considerablemente en
nuestra eficacia como agentes utilitaristas.
Lo que es más importante, dado que la emoción y el deseo
influyen en tal medida en los juicios morales,* es que podríamos
aducir, con fines utilitaristas, que los agentes morales deberían desarro­
llar inclinaciones mentales y emocionales que no les permitieran
contemplar ciertas opciones. Por ejemplo, tal vez sería importante
que a las autoridades ni siquiera se les ocurriera infringir las normas,
pues podrían caer en la tentación de hacerlo. Así, en el caso de los
asesinatos de Atlanta, un utilitarista podría condenar a Felisa por
incriminar al inocente, porque al hacerlo manifiesta un defecto de su
carácter. Esto justifica al parecer el juicio de nuestro sentido común,
no sin reconocer que, dadas las circunstancias, la acción tuvo un
resultado positivo.
Analicemos ahora la actitud del utilitarismo ante el adulterio.
Cabría esperar que, en principio, un utilitarista tolerara el adulterio
en algunos casos (por producir más utilidad que otras acciones
posibles) pero lo condenara en general por sus posibles consecuencias
perjudiciales. Un utilitarista del carácter podría llegar a aducir que lo
mejor sería desarrollar una actitud tal que el adulterio nunca fuera

37
L a cuestión de los anim ales

una alternativa seria: la cuestión no se suele plantear en condiciones


que nos permitan medir las consecuencias, pues nos ciega la pasión.
Así, un utilitarista podría condenar un acto de adulterio, aunque de
hecho redituara una utilidad, por haber revelado un defecto del
carácter de la persona que lo cometió, quien ni siquiera debería
haberse planteado la posibilidad.
El utilitarismo del carácter tal vez dé resultado en algunos de los
problemas que se plantean a los utilitaristas en relación con la justicia.
Sin embargo, dista de justificar adecuadamente lo que nos dice la
intuición en el caso de Felisa la fiscal, pues los defectos de su carácter
no tendrán consecuencias negativas en el futuro (recordemos que
está a punto de jubilarse). Así, aunque los utilitaristas puedan con­
denarla por no haberse convertido en la persona que tendría que
haber sido, no tienen motivos para condenar su proceder en este caso.
Por el contrario, parecen seguir extrayendo la desagradable conclusión
de que, dadas las circunstancias, Felisa hizo lo correcto. Sea como
fuere, además, cabe preguntarse si siempre tendremos acceso a las
cualidades apropiadas para conciliar el utilitarismo con los dictados
del sentido común. Por ejemplo, en el caso de Mario el médico, ¿qué
defecto del carácter revelaría la decisión de utilizar la droga para curar
muchos casos de acné en lugar de utilizarla para salvar una vida? El
único defecto plausible es que se detenga a comparar los beneficios
limitados de su acción para muchas personas con el perjuicio consid­
erable que provocaría a una sola. Pero al parecer no podemos, desde
el punto de visca del utilitarismo, explicar la inmoralidad de esta
actitud; por el contrario, según los utilitaristas, es precisamente la
actitud que deberíamos adoptar.

38
El u tilitarism o y el cSntractualism o

Las exigencias de la moral


El desplazamiento hacia el utilitarismo del carácter tampoco puede
defender al utilitarismo de la otra acusación que se le hace: exige
demasiado. Observemos, en primer lugar, que según el utilitarismo
de los actos el único deber ineludible es generar la mayor utilidad
posible. Ahora bien, intuitivamente, ¿no es esperar demasiado que
hagamos el bien todo el tiempo? Seguramente ha de existir un
espacio privado para cada uno de nosotros en el que podamos em­
prender nuestros propios proyectos y ocuparnos de nuestros propios
intereses y de los de nuestros seres queridos.
De hecho, se formulan en esta oportunidad dos objeciones
diferentes -una teórica y una práctica- aunque no se suele hacer una
distinción entre ellas. La objeción teórica es que el utilitarismo hace una
clasificación dual de las acciones: o constituyen un deber (y son
obligatorias desde el punto de vista moral) o van en contra del deber (y
están prohibidas desde el punto de vista moral) —al menos si dejamos
de lado los pocos casos en que podría haber un empate entre dos
acciones incompatibles en nuestra estimación de la utilidad general (en
tales casos tendríamos la obligación de realizar una u otra acción
indistintamente, en lugar de optar por una en particular). En cambio,
nuestro pensamiento moral ordinario clasifica las acciones en tres
categorías: las que constituyen un deber, las que se oponen al deber y
las que no son ni una cosa ni la otra. Creemos que hay un espacio fuera
de la moral (amplio tal vez) dentro del cual podemos hacer lo que
queramos siempre y cuando no obremos mal. Por ejemplo, cuando me
relajo frente al televisor por la tarde, no cumplo un deber ni obro mal
(en general). Este espacio no moral no existe para el utilitarismo.
(Observemos que la respuesta normal del utilitarismo a la ob­
jeción de orden práctico que formularemos a continuación -que en

39
La cuestión de los anim ales

realidad la mayor utilidad se obtendrá si las personas se ocupan de su


propia felicidad y de la de sus seres queridos—no sirve de respuesta a la
objeción teórica que nos ocupa, pues no nos lleva a la conclusión
deseada de que a menudo tengo la libertad moral de hacer lo que quiero,
sino sólo a la conclusión de que a menudo tengo la obligación moral de
hacer lo que quiero si con ello he de generar la mayor utilidad posible.)
Cabe hacer una observación teórica sobre este tema. El utili­
tarismo, en cualquiera de sus formas, es incapaz de distinguir entre la
obligación y la santidad (o entre el deber y aquello que está más allá
del deber). Como tenemos la obligación de hacer el mayor bien
posible (u observar normas o desarrollar cualidades que generen el
mayor bien posible) no podemos, desde el punto de vista del utili­
tarismo, hacer más de lo que es debido. Sin embargo, la moral del
sentido común ciertamente incluye la idea de que hay acciones y
cualidades que están por encima, más allá de las exigencias del deber.
Como respuesta posible a esta dificultad cabría adoptar una
variante de utilitarismo que sólo nos exigiera buscar consecuencias
satisfactorias para nuestras acciones, aunque no fueran las mejores.3
Pero al hacerlo nos desligaríamos de la concepción rectora de la
teoría. En efecto: no es posible comprender por qué un observador
benevolente e imparcial habría de aceptar un resultado satisfactorio
en lugar del mejor, pues elegir una situación que no es la óptima
implicaría, en general, que se han pasado por alto los intereses o las
reivindicaciones de algunas personas. Además, ni siquiera esta variante
de utilitarismo incorporaría nuestra clasificación moral de las acciones
en tres grupos. Sólo significaría que hay muchos casos en que puedo
cumplir mi deber realizando una acción cualquiera entre varias ac­
ciones cuyas consecuencias fueran satisfactorias. No es ésta la con­
clusión que buscamos, a saber, que en muchas circunstancias no
tenemos ningún deber que cumplir.
El u tilitarism o y el contractualism o

La objeción práctica que se hace al utilitarismo es que, aun


dejando de lado las consideraciones teóricas anteriores, los utilitaristas
insisten en afirmar que debo servir continuamente a los demás, lo
cual resulta excesivo para el sentido común. A esta objeción se suele
replicar que se obtendrá la mayor utilidad si las personas se ocupan
sobre todo de buscar su felicidad y la de sus seres queridos, cuyos
deseos y necesidades conocen mejor, pues es muy fácil malinterpretar
los deseos de un desconocido y cometer errores al promover con­
secuencias remotas. Esta sugerencia implica que se debe adoptar una
actitud de atención restringida; se trata en efecto de un acercamiento
al utilitarismo del carácter. En general, se trata de que prestemos
atención a la felicidad de los más allegados y sólo prestemos atención
al provecho de los desconocidos cuando la situación lo exige. Ahora
bien, esta respuesta puede resultar sumamente plausible en un mundo
en el que, en líneas generales, todos están igualmente satisfechos con
su situación. Pero en un mundo tan desigual como el nuestro, toda
suma que se gaste o tiempo que se dedique a producir una utilidad
tendrá mucho más valor para quienes tienen menos: un trozo de pan
que para mí tal vez no tenga el menor valor puede ser infinitamente
valioso para alguien que se está muriendo de hambre. Además, en las
situaciones de sufrimiento extremo, es fácil saber lo que las personas
quieren: comida, albergue, calor y paz. Al parecer, pues, en nuestro
mundo subsiste la dificultad; el utilitarismo sostiene que debo re­
nunciar a todo (o a casi todo) con tal de hacer el bien.4
La magnitud exacta de esta objeción práctica al utilitarismo es
difícil de determinar. Los utilitaristas pueden aducir que la antigua
moral es la moral de la complacencia y del egoísmo. De hecho, los
argumentos señalados sugieren que la única salida de los utilitaristas
es reconocer que en este tema se proponen reformar la moral del
sentido común en lugar de adaptarse a ella. Personalmente, opino

41
L a cuestión de los anim ales

que la posición resultante es sumamente implausible, sobre todo si se


la compara con una forma de contractualismo que nos exigiría des­
arrollar una predisposición hacia el bien que bastara para justificar
nuestra parte en el alivio del sufrimiento (pero no más) y que además
nos concediera un espacio privado completamente fuera de la moral.
Ahora bien, he de reconocer que en este terreno no existen pruebas
definitivas.
Concluyo que si bien el utilitarismo tiene sus ventajas, presenta
considerables inconvenientes. De ser posible, haríamos bien en bus­
carnos otro marco teórico. Con esto en mente, pasaré a examinar los
enfoques contractualistas de la moral.

Variedades de contractualismo
El contractualismo deriva su nombre de su concepción rectora, que
C^onsidera a la moral como el resultado de un contrato moral entre
agentes racionales que convienen en establecer normas para regir su
comportamiento ulterio£)Cabe destacar que<él contrato en cuestión
no es real, sino hipotético^ las normas morales no proceden de un
contrato explícito suscrito por humanos en otra era histórica, afir­
mación casi indudablemente falsa (según parece, John Locke tenía
una opinión semejante).5 Tampoco nos encontramos implícitamente
vinculados a un contrato del estilo «no te pegaré si no me pegas»,
que limita implausiblemente la motivación moral al propio interés
(tal era l.i posición de Tilomas Hobbes).6 A pesar de que la teoría
moral eomraclualisia lia originado versiones c omo las señaladas, no
es ésa la forma en que me propongo usar el término en este libro. A
mi entender,<^na teoría moral contractualista constituye un intento
de justificar un sistema de principios morales demostrando que.^n
ciertas circunstancias ideales, los agentes racionales convendrían en

42
El u tilitarism o y el contractualism o

establecerlo^ Es^un intento de demostrar el carácter racional de las


normas morales^no de legitimar esas normas invocando un acuerdo
concertado en el pasado o el interés propio del presente^
Lo que tienen en común todas las variedades de contractualismo es
que conciben4a moral como una creación de los seres humanos para
regir sus relaciones recíprocas en la sociedai>Así, el contractualismo
también puede soslayar todas las dificultades que se plantean al
objetivismo estricto y al intuicionismo como teorías éticas. El
contractualismo no considera que los valores morales tengan una
existencia en el mundo más real que la existencia de la diferencia entre
las especias y otros alimentos, excepto en el sentido inocuo de que los
humanos han creado un sistema conceptual que los sitúa allí. De todos
modos, la mayor parte de los contractualistas han sostenido que.^e un
modo u otro, es nuestra propia racionalidad la que nos impone las
normas morale^Así pues, cabe considerar que las normas morales son
objetivas, no sólo en el sentido deKpbjetivismo lato de que si existe un
sistema de conceptos morales, luego existen verdades objetivas sobre lo
que se debe o no se debe hacer¡)sino también en^l sentido estricto de
que no podemos, por ser racionales, escoger otro sistema de conceptos.
Ahora bien, como los humanos —huelga decirlo- no siempre se
comportan o escogen de forma racional, todas las versiones del
contractualismo emplean alguna variante de la idea del contrato
imaginario, para apartarse de las limitaciones de la racionalidad me­
diante la idealización y así representar aquello que escogeríamos si
fuéramos perfectamente racionales.
El principal exponente histórico del contractualismo, en el sentido
en que lo concibo, fue Emmanuel Kant.7 Sostenía que la moral era el
resultado de un proceso de construcción racional, y que^ma norma
era moral cuando los agentes racionales no podían desear
racionalmente su inobservancia universal>De esta manera, la norma
/

.43
La cuestión de los anim ales

«No matarás por conveniencia» es moral porque no se puede desear


racionalmente vivir en una sociedad en que todos estuviéramos
dispuestos a matar por conveniencia. Aunque<^.o se menciona ex­
plícitamente un co n tratad aspecto característico de la construcción
moral kantiana es quecos agentes deberían establecer normas que
pudieran acordar racionalment^s(Kant diría que su propia racionalidad
les exige establecer esas normas, pero ése es otro asunto). No obstante,
sus propios postulados suscitan muchas dificultades técnicas e inter­
pretativas y están arraigados en teorías sumamente controvertidas de
la naturaleza humana y del origen del conocimiento. En consecuencia,
en m i estudio del contractualismo me ceñiré a elaboraciones teóricas
más recientes que, no obstante, pueden considerarse «kantianas», en
el sentido de que en ellas se sigue considerando que la moral surge de
un proceso de construcción racional a cargo de agentes racionales.
Indudablemente, la versión contemporánea de contractualismo
que goza de más renombre e influencia es la que expone y defiende
John Rawls en su obra Teoría de la justicia. Como a Rawls le interesa sobre
todo la filosofía política, su aplicación de la idea del contrato consiste
primordialmente en'xjeterminar las instituciones y estructuras básicas
de una sociedad justa^-Pero sugiero que extendamos su versión del
contractualismo para que sirva<^l propósito más amplio de construir
una teoría general de la moral) La id'éa básica es, pues, quería moral se
compone de las normas que elegirían agentes racionales situados tras
lo que Rawls llama un velo de ignoranciaJAunque podemos suponer que
esos agentes conocen todas las verdades generales de la sicología, la
sociología, la economía, etc., han de ignorar sus propios atributos
particulares (su inteligencia, fortaleza física, cualidades, proyectos y
deseos), así como la posición que han de ocupar en la sociedad
resultante de las normas que elijan.
Ninguna persona real podría hallarse en semejante posición, y

44
El u tilitarism o y el contractualism o

Rawls tampoco se empeña en afirmarlo. Nadie podría ignorar hechos


tan elementales sobre uno mismo como los deseos, la edad aproximada
o el sexo. Sin embargo, ninguno de estos datos sería accesible para los
agentes situados tras el velo de ignorancia. Las restricciones sirven el
propósito de^liminar los prejuicios y los privilegios en la selección
de los principios morale^*. Según Rawls, como<ll situarnos tras un
velo de ignorancia asumimos una posición justa (todos somos agentes
igualmente racionales; ninguno tiene más conocimientos que los
demás), el sistema moral resultante también lo sera>Así pues, postula
quedas normas morales serían aquellas en que convendríamos
racionalmente si pudiéramos elegir desde una posición de absoluta
justicia.
Una premisa aún más impórtame es que los agentes situados tras
el velo de ignorancia no deberían tener, todavía, creencias morales,
puesta teoría también pretende explicar la forma en que éstas pueden
surgirNAdemás, como la idea es que podemos intentar resolver
controversias morales verificando la posibilidad de derivar las creencias
en cuestión de una teoría moral en particular, no podemos permitir
que existan creencias morales dentro de la teoría, pues todas las
controversias iniciales se repetirían también en ese plano. Es preferible
que la elección de los principios morales se haga a la luz de deseos
que respondan genéricamente al interés propio (como los deseos de
felicidad, libertad y poder) que los agentes sepan que abrigarán más
allá de cualquier deseo o interés particular que experimenten con
posterioridad. Los agentes han de saber que indudablemente querrán
satisfacer sus deseos más importantes, tener la libertad de satisfacerlos
y el poder necesario para ello.
La teoría de Rawls no es la única forma contemporánea de
contractualismo, aunque sí la más conocida y probablemente la más
elaborada. Como una de nuestras metas en capítulos posteriores será

45
L a cuestión de los anim ales

determinar las consecuencias del contractualismo como tal en relación


con la cuestión de la entidad moral de los animales, es importante
que examinemos al menos una formulación de la doctrina. De lo
contrario podríamos caer en el error de pensar que estamos ex­
trayendo las conclusiones de una aproximación contractualista a la
ética, cuando en realidad quizás sólo estemos estableciendo las con­
secuencias de la aproximación particular de Rawls.
Sugiero además que examinemos la versión del contractualismo
formulada más recientemente porThomas Scanlon.8 Scanlon reconoce
su deuda para con Rawls, pero considera que su formulación permite
sortear muchas de las dificultades que se plantean a la Teoría de la justicia.
A grandes rasgos, su explicación de la moral es la siguiente:<las
normas morales son aquellas que nadie podría rechazar razonable­
mente como bases para un acuerdo libre, voluntario y general entre
personas que comparten el objetivo de querer alcanzar dicho acuerdo.^
En este caso, la imagen de la moral es similar a la de Rawls, y
permitiría justificar muchos de los mismos principios normativos,
como veremos en la sección siguiente. Sin embargo, resulta mucho
menos artificial y contiene muchas menos idealizaciones ^ e supone
que los agentes que interactúan son reales, conocen sus deseos e
intereses idiosincráticos y su posición en la estructura de la sociedad
de su tiempoVLas únicas idealizaciones radican en que las elecciones
y las objeciones son siempre racionales (mientras que los agentes
reales sólo a veces son racionales y a menudo se equivocan), y qué
todas las partes interesadas comparten el objetivo de alcanzar un
acuerdo libre y voluntario (cuando muchos agentes reales pueden
parecer indiferentes a tales consideraciones). Sin embargo, cabría
aducir que estas idealizaciones pueden cumplir la misma función que
el velo de ignorancia de Rawls (es decir, la eliminación de los prejuicios
y los privilegios): las partes contratantes sabrán que no tiene sentido

46
El u tilitarism o y el contractualism o

rechazar una norma propuesta por motivos particulares, pues otros


tendrían el mismo derecho a rechazar cualquier regla que se propusiera.
Cabe destacar que la versión de contractualismo de Scanlon
recuerda una de las formulaciones de Kánt acerca de la perspectiva
básica de la moral, a saber, que es «un reino de fines».9 La idea de Kant
consiste encina asociación de agentes racionales, cada uno de los cuales
legisla para todos —es decir, cada uno de ellos se propone establecer
principios que resulten voluntaria y racionalmente aceptables para
todos^De hecho, ésa es la formulación de Scanlon, con la condición de
que los agentes compartan el objetivo de alcanzar un acuerdo libre.
Kant sostendría que no es necesario imponer esta condición, pues los
principios básicos de la moral pueden derivarse exclusivamente de la
razón. La única idealización necesaria para Kant es que los agentes
siempre tomen decisiones racionales.
Observemos que si la versión del contractualismo de Kant fuera
aceptable, tendríamos una<éxplicación inmediata de la fuente de la
motivación moral: si los principios morales pueden derivarse de la
razón pura, de tal modo que toda acción inmoral es a la vez irracional,
la respuesta a la pregunta «¿Por qué interesarse por la moral?» es
evidente: la obligación de hacerlo se nos impone por el hecho de que
somos racionales. No obstante, al igual que la mayoría de los
pensadores contemporáneos, opino que este aspecto de la propuesta
de Kant no tiene futuro. l0(Como no hay posibilidad de deducir la
moral a partir de la razón, la condición que impone Scanlon -que los
agentes compartan el objetivo de alcanzar un acuerdo libre— es
necesaria^Más adelante nos preguntaremos si el contractualismo, así
configurado, es capaz de explicar la fuente de la motivación moral.

47
La cuestión de los anim ales

Las normas que se derivan del contractualismo


Plausiblemente, un grupo de agentes racionales que escogieran normas
situados tras un velo de ignorancia/convendrían, en principio, en
respetar mutuamente.su autonomía^ Se pondrían de acuerdo enfrio
inmiscuirse en los proyectos ajenos, excepto cuando fuera necesario
para evitar una injerencia similar en sus propios proyectos^Lo que es
más importante, convendrían en^no atacarse o matarse unos a otros,
salvo en defensa propia),De hecho,:es probable que<¡íl principio moral
más fundamental en cualquier versión del contractualismo sea el del
respeto de la autonomía: que todos los agentes tengan tanta libertad
de actuar y emprender proyectos como sea compatible con un grado
equivalente de libertad ajena^ Habida cuenta de que no conocemos
nuestras ventajas, desventajas o planes, ni nuestra posición bajo el
sistema de normas que se ha de escoger, y que no podemos recurrir a
ellas, querremos preservar el mayor espacio que sea posible para
nosotros. En estas circunstancias, cabe prever que los agentes ra­
cionales valorarán su condición de tales por sobre todo lo demás.
Indudablemente, el principal atractivo del contractualismo para
muchos pensadores radica en su principio normativo fundamental.
En un plano intuitivo, una norma que exige que las personas no se
inmiscuyan en los planes y proyectos ajenos resulta sumamente
atractiva. El principio del respeto de la autonomía es atractivo porque
^defiende adecuadamente a los individuos de la injerencia de otros
individuos o grupos, o del propio Estada)Sienta las bases para es­
tablecer un conjunto aceptable de normas para regir las interacciones
de las personas, dejándolas al mismo tiempo disponer de un ámbito
sustancial en el que pueden hacer su vida con libertad y ocuparse de
sus asuntos e intereses independientemente de la moral. Se establecen
aquí dos importantes contrastes con el utilitarismo: no es posible

48
El u tilitarism o y el contractualism o

inmiscuirse en la vida y los intereses de una persona con el único fm


de generar una mayor utilidad general, y se mantiene la creencia que
nos dictaba nuestro sentido común sobre la existencia de un espacio
no moral.
El propio Rawls también sostiene que el contractualismo ofrece
una solución particular al problema de la justicia distributiva, que él
denomina el principio de la diferencia. Como en su situación inicial los
agentes han de ignorar su posición en la estructura de la sociedad que
surgirá de las normas que escojan, se parte de una premisa favorable a
la distribución equitativa de bienes y obligaciones, pues^iadie querrá
estar en desventaja^al vez admitan racionalmente que ocurran des­
viaciones de esta igualdad básica, siempre y cuando, no obstante, el
aumento de la eficiencia resultante en el nuevo sistema mejore las
circunstancias de quienes se encontraran en peor situación>En ello
radica el principio de la diferencia: las diferencias de riqueza y de
poder sólo son admisibles si los más desfavorecidos del sistema
quedan en mejor situación que en cualquier otro sistema. Intuitiva­
mente, esta implicación normativa del contractualismo también parece
muy atractiva, aunque lo que su aplicación entrañara en la práctica,
desde luego, dependería de juicios sumamente conflictivos en las
esferas de la sicología, la economía y la teoría política.
De hecho, el propio Rawls sólo consigue deducir el principio de
la diferencia dentro de su sistema invalidando la posibilidad de
especular tras el velo de ignorancia. En efecto, las partes contratantes
podrían optar racionalmente por una distribución sumamente desigual
si creyeran que sus posibilidades de encontrarse en el grupo más
desfavorecido son remotas. Ahora bien, muchos consideran que el
hecho de que se invalide la especulación es una restricción teórica­
mente arbitraria. Este es uno de los puntos en que la versión del
contractualismo de Scanlon tal vez salga ganando, pues parece entrañar

49
La cuestión de los anim ales

¿algo similar, al menos, al principio de la diferencia^ los más des­


favorecidos en un sistema actúan razonablemente al rechazarlo si
tienen más motivos para rechazar ese sistema que los más favorecidos
para rechazar cualquier otro.
También cabe señalar que si bien el contractualismo supuesta­
mente legitima un sistema de normas, los casos como el de la
condena del inocente, que tantos problemas plantean al utilitarismo,
no le causan dificultades, pues se ha de suponer que las normas
morales convenidas en virtud del contrato serán de dominio público:
que las normas y prácticas sean públicamente justificables forma
parte del carácter distintivo del contractualismo. (En cambio, el utili­
tarismo no tiene por qué suponer que todo el mundo ha de ser
utilitarista. Por el contrario, no debe suponer algo que es falso.)
Como el contractualismo estima que la moral surge del acuerdo entre
agentes racionales, se supone que las normas resultantes son de
dominio público. De hecho, en el núcleo del enfoque contractualista
reside el ideal de la publicidad, a saber, quedas normas y los principios
morales deben poder negociarse públicamente y defenderse en un
debate abierto^Además, los agentes racionales que buscaran normas
para regir su interacción escogerían, desde luego, ^principios de
justicia y de castigo imparciales y sin excepciones>>Sería intolerable
que existiera una norma general conocida por todos que permitiera
condenar a un inocente por conveniencia: semejante norma menos­
cabaría la confianza en el sistema entero.
Un aspecto negativo señalado por muchos respecto de las normas
que se derivan del contractualismo es que son mínimas y negativas.
Al parecer, habrá normas que nos ordenen no inmiscuirnos en los
asuntos del prójimo, pero ninguna que nos obligue a ayudarlo. Habrá
normas que nos prohíban matar, pero ninguna nos obligará a salvar
vidas. En definitiva<se acusa al contractualismo de hacer hincapié en

50
E l u tilitarism o y el contractualism o

la justicia en detrimento de la benevolenciá>Se trata de una acusación


verdaderamente grave, ya que, intuitivamente, se nos ocurren muchas
situaciones en que deberíamos ayudar a nuestros semejantes. Si el
contractualismo sugiere lo contrario, seguramente resultará inade­
cuado a la luz del equilibrio reflexivo.
Para comprender la importancia de que la buena voluntad sea
una obligación, analicemos un vivido ejemplo de Peter Singer." Un
día, de camino al trabajo, Isidro pasa junto a un estanque de poca
profundidad, en el que ve a un niño que se está ahogando. No hay
nadie a su alrededor. ¿No tendría que arrojarse al estanque y salvar al
niño? Los únicos perjuicios que le ocasionará esta acción serán que
llegará tarde al trabajo y que mojará y ensuciará su ropa. El beneñcio
será que le salvará la vida al niño, con todo lo que ello significa para él
y para sus padres. Si Isidro decide no socorrer al niño, cometerá sin
duda una grave falta desde el punto de vista moral —tal vez no
equivalente al asesinato, pero casi igual de grave por su total in­
sensibilidad. Sin embargo, no habrá transgredido ningún principio
de no injerencia. Si Isidro no salva al niño, nadie podrá decir que se
ha inmiscuido en sus planes o proyectos. El no salvarlo, en estas
circunstancias, no entra en conflicto con la justicia, sino con la
benevolencia. ¿Qué puede decir al respecto un contractualista?
En realidad, no creo que este caso plantee ningún problema
especial al contractualismo. Si bien es cierto que los contractualistas
han dedicado más tiempo a elaborar principios de justicia y se han
referido ampliamente al derecho a la no injerencia en lugar de
referirse a la obligación de prestar asistencia, creo que ello ha sido
fortuito: da la casualidad de que este aspecto de la moral es el que más
interesó a los contractualistas. Indudablemente, esto obedece en parte
a que, como hemos visto, ése es el aspecto en el cual el contractualismo
y el utilitarismo presentan mayores diferencias. ¿Qué podría ser más

51
L a cuestión de los an im ales

natural que hacer hincapié en los aspectos de nuestra teoría que nos
diferencian de nuestro principal adversario? Propongo dejar para el
i

convenir en adquirir un interés en el bienestar del prójimo, lo


suficientemente profundo para asegurar que cumplen con la parte
que les corresponde en el alivio del sufrimientc)>Así pues, podremos
criticar duramente a Isidro el indiferente por defraudarnos en este
aspecto, aunque no haya vulnerado los derechos de nadie.

La concepción rectora del contractualismo


Si en verdad el contractualismo responde tanto al deber de asistencia
como al de no injerencia, en esta etapa de nuestra investigación
comenzamos a entrever que tal vez pueda satisfacer uno de los
principales requisitos de suficiencia de una teoría moral, a saber, que
''las normas que de ella se deriven sean, en líneas generales, intui­
tivamente aceptables^Y el otro requisito principal de que<íoda teoría
moral aceptable dé una explicación plausible de la fuente de las
nociones morales y de los fundamentos de la motivación mora)?
Consideremos cada uno de estos aspectos por separado.
El contractualismo ciertamente propone una teoría plausible del
origen de la moral. Como vimos antes, las nociones morales se
presentan como construcciones humanas que^surgen para facilitar la
cooperación y la vida comuhitaria^En cada sociedad concreta, desde
luego, muchas fuerzas y presiones diferentes integrarán la estructura
de la moral. El contractualismo nos ofrece una manera de ver lo que
nuestra moral tendría que ser, si las únicas limitaciones de su contenido
son de orden racional.

52
El u tilitarism o y el contractualism o

Veamos ahora lo que nos dice el contractualismo acerca de la


fuente de la motivación moral. Esta cuestión parece mucho más
problemática: ¿por qué habría de interesarnos, por ejemplo, aquello
que escogieran agentes racionales situados tras un velo de ignorancia?
¿Por qué iba a valer la pena morir por ello, como muchos han dado la
vida por la justicia? De hecho,^por qué habríamos de sentirnos
coaccionados por las normas en que convengan los agentes racionales
situados tras el velo? ¿Por qué hemos de aceptar nosotros las reglas que
ellos aceptaríanjj>Rawls da una respuesta parcial a estas preguntas,
vinculada con la noción de justicia: como situarse tras el velo equivale
a ocupar una posición de justicia, queda garantizado que las elecciones
racionales que se hagan en esa posición serán justas. Aunque el
argumento es útil, en última instancia sólo lleva el problema aún más
lejos: ¿Por qué ha de interesarnos la justicia? ¿Cuál es la naturaleza de
nuestra motivación, que nos hace buscar situaciones justas? El con­
tractualismo no habrá justiñcado verdaderamente su concepción rec­
tora hasta que responda a estas preguntas.
Una posible aproximación, implícita en algunos escritos pos­
teriores de Rawls, sería afirmar q u eco s interesa la moral, según la
describe el contractualismo, porque sin ella no podríamos dar solu­
ciones duraderas y pacíficas a ciertos conflictos sociales, habida cuenta
de la naturaleza esencial -de la sociedad moderna^2 Como ya<^ho
podemos recurrir a una autoridad teológica para que solucione las
controversias morales^y cornado cabe esperar que ningún cuerpo de
creencias tradicionales llegue a gozar de la aprobación universal^a
única posibilidad que nos queda de alcanzar el consenso moral es
apelar al acuerdo razonadd.Esto nos explica la fuente de la motivación
moral a nosotros, que vivimos en sociedades pluralistas y relativamente
libres. Pero incluso las sociedades tradicionales que subsisten podrían
tener motivos para reconocer la necesidad de que existan normas y

53
L a cuestión de los anim ales

principios convenidos racionalmente, pues tal es<£a naturaleza de


nuestro mundo moderno que forzosamente todas las comunidades se
entremezclan en cierta medida^>
Según otra aproximación, defendida por Scanlon, la solución del
problema de la motivación consiste simplemente en postular quecos
seres humanos tienen una necesidad básica de justificar sus acciones
en términos que otros puedan aceptar libre y racionalmente;13 Desde
luego, es muy plausible que los humanos tengan esta necesidad;
hasta un truhán intentará justificar sus acciones. Como señala Scanlon,
■el hecho de que sea tan difícil motivar a las personas para que hagan
lo correcto no tiene por qué obedecer a un defecto de su motivación
moral, sino a la facilidad con que el interés propio y el autoengaño
logran alterarla.
Scanlon supone que la educación moral crea y fomenta el deseo
necesario de justificárselo creo que sería más plausible afirmar que
ese deseo es innato, y que surge poco a poco en una etapa determinada
de la maduración>Hay argumentos contundentes a favor del carácter
innato de gran parte de la cognición humana, incluido el conocimiento
de los principios básicos de la sicología humana.14Así pues, ¿no sería
de lo más natural que las fuentes de las motivaciones humanas
características (incluida la motivación moral) también fueran innatas?
Cabría esperar que este atributo innato de los seres humanos tuviera
un valor considerable para la supervivencia, pues nuestra supervivencia
depende decisivamente de que adoptemos modalidades de vida
cooperativas.
Si el deseo de justificarnos en términos que otros puedan aceptar
libre y racionalmente es innato, cabría esperar que también fuera
universaí^Sin embargo, se podría objetar que a lo largo de la historia
ha habido muchas comunidades que no han concebido en absoluto
su moral en términos contractualistas. Podríamos replicar que lo que

54
El u tilitarism o y el contractualism o

una persona esté dispuesta a aceptar racionalmente dependerá en


parte de sus creencias fundamentales. Si creemos, por ejemplo, que
rige el mundo un Dios benévolo y justo, que nos cuida como a sus
hijos y desea que organicemos nuestras vidas según la jerarquía de las
sociedades feudales, podríamos aceptar libre y racionalmente las
normas que nos asignan la función de siervo en una sociedad de esa
índole.
Una vez más, quizá resulte útil establecer una analogía con otros
ámbitos de nuestra cognición.Tenemos motivos de sobra para afirmar
que son innatos^os principios básicos que empleamos para justificar
nuestras creencias sobre el mundo —en particular, la deducción de la
mejor explicación de un fenómeno determinado^5 Sin embargo,<^o
que se considera la mejor explicación de un fenómeno depende, en
parte, del resto de nuestras creencias, pues una característica de toda
buena explicación es que se ajuste a otras creencias y teorías^6 Esto
nos permite distinguir<óna unidad común que subyace a las distintas
clases de explicaciones que pueden preferir distintas comunidades^:
Sugiero algo similar en relación con la diversidad manifiesta de las
teorías morales humanas: éstas pueden reflejar la misma concepción
(innata) que subyace a la justificación moral, aplicada en el contexto
de prácticas sociales y creencias metafísicas diferentes. Así pues, mi
hipótesis es que^l concepto contractualista puede constituir el núcleo
de todas las teorías diferentes de la moral que han abrazado los
humanos)» Sea como fuere, esta afirmación es lo bastante plausible
para que, teniendo en cuenta el atractivo de las normas que de él se
derivan, el contractualismo sea un fume candidato al título de teoría
moral más aceptable. Pero aún tenemos que considerar algunas duras
críticas que se le han hecho.

.55
L a cuestión de los anim ales

Respuesta a las críticas


Una crítica que se ha hecho al contractualismo es que es sectorial,
vale decir, que sólo expresa los valores de la democraciaxapitalista y
liberal. Un aspecto de esta acusación -la adhesión al capitalismo—es
fácil de refutar. Que los contractualistas sean o no capitalistas dependerá
de los conocimientos de economía y sicología necesarios para aplicar
el principio de la diferencia. Si fuera cierto, como dicen muchos
socialistas, que la economía socialista sirve para liberar las fuerzas de
la producción, con lo cual mejora el nivel de vida general y los
individuos pueden ejercer un mayor control del curso de sus propias
vidas, habría que escoger el socialismo. Es sólo que muchos con­
tractualistas dudan de esta afirmación.
Por su partead compromiso del contractualismo con la democracia
liberal parece ser más firmé) De hecho, Rawls lo acepta de buen grado,
junto con la connotación sectorial que se le asocia, reivindicándolo
como una virtud.17A su juicio, el velo de ignorancia permite<moldear
los valores implícitos de la democracia liberal? más que<Sar una
explicación de la moral universal en sí)Se trata tan sólo de^un medio que
-nos permite formar una imagen más clara de nosotros mismos y extraer
las consecuencias de nuestros valores más fundamentales>Ahora bien, si
las sugerencias que hice en la sección anterior están bien encaminadas,
vjal vez Rawls haya sido demasiado pesimista respecto de las posibilidades
del contractualismo como moral universa^Si la concepción con-
tractualista es innata en los seres humanos, la democracia liberal quizás
sea lo que queda de la moral cuando se eliminan los lazos que la vinculan
con las creencias religiosas o la asocian con creencias como la de que las
personas de limitada preparación, las mujeres y las personas de otras
razas no son cabalmente agentes racionales, y en ciertos aspectos
importantes deben ser tratadas como a niños.N^

56
El utilitarismo y el contractualismo

Mientras unos acusan al contractualismo de sectorial, otros lo


tachan de lo contrario, o sea, de comunitario. Aducen que por pre­
tender ser universal, el contractualismo se ha vuelto demasiado ab­
stracto, rompiendo los vínculos entre los valores morales y las comu­
nidades y prácticas en que se hallan arraigados.18 Pero esta acusación
no tiene en cuenta nuestra afirmación anterior de que^l rechazo o la
aceptación de las normas por nuestra razón dependerá en parte de los
demás valores y creencias vigentes en la comunidad^Por ende,<cabe
esperar grandes diferencias culturales en la forma en que el con­
tractualismo quede plasmado en las instituciones y prácticas concretasN
Asimismo, como señala Scanlon, aunque diferentes conjuntos de
principios puedan pasar la prueba de irrefutabilidad que plantea el
contractualismo, cada comunidad moral tendrá que decidirse por
una de las opciones disponibles19 (hagamos una comparación: aunque
no existen consideraciones teóricas que determinen si debemos con­
ducir por la derecha o por la izquierda, queda claro que es necesario
que escojamos una u otra posibilidad). Así pues.^l contractualismo
establecería muchos deberes y obligaciones por convención, de modo
que podrían diferir de una sociedad a otra^
Ahora bien, la objeción que hemos señalado puede expresarse
en términos más rotundos. Cabe afirmar que el velo de ignorancia
entraña la posibilidad de que los agentes racionales existan con una
identidad independiente del conjunto de deseos y valores particulares
que tendrán más tarde, aun cuando puede decirse que, en lo esencial,
siempre formarán parte de una comunidad moral. De hecho, la
propia identidad de los agentes puede estar vinculada con los valores
y las prácticas que necesariamente forman parte de las comunidades
que los han criado y moldeado. Ahora bien, a mi juicio, el con­
tractualismo no parte de esa presunción acerca de la identidad de las
personas. Se limita a presumir algo mucho menos rotundo y más

57
La cuestión de los animales

plausible, a saber, que<^n algunos razonamientos, los agentes racionales


pueden distanciarse de los valores e intereses que contribuyen a su
identidad, y someterlos a examen y a posibles críticas desde un punto
de vista más abstracto^Aunque mi sentido de la lealtad como siervo
feudal constituya una parte fundamental de lo que soy como individuo,
tengo la capacidad de preguntar, dejando momentáneamente de lado
esa lealtad, si quienes desean llegar a un acuerdo sobre las normas
morales podrían rechazar racionalmente las instituciones feudales.
También puedo llegar a un veredicto negativo y alterar en consecuencia
mis compromisos morales, y con ello mi propia identidad como
persona.
Mi conclusión es que la objeción planteada al contractualismo
respecto de su carácter comunitario no se sostiene. Así pues, nos
queda una teoría cuya concepción rectora es al menos tan plausible
como la del utilitarismo, pero de la cual se derivan normas mucho
más atractivas.

Resumen
He expuesto versiones de utilitarismo y contractualismo que no sólo
explican satisfactoriamente los orígenes de la moral y de la motivación
moral, sino que además dan cabida al menos a gran parte del criterio
moral que nos dicta el sentido común. Personalmente, opino que a la
luz del equilibrio reflexivo, el contractualismo es, con diferencia, la
teoría moral más plausible. Pero como ambas teorías son bastante
sólidas, hemos de considerar las consecuencias que ambas entrañan
respecto de nuestra relación con los animales. Otra forma de poner a
prueba la idoneidad de las dos candidatas será que de ambas teorías se
deriven consecuencias aceptables sobre el particular.

58
3

El utilitarismo y el sufrimiento animal

En este capítulo empezaré a analizar lo que diría un utilitarista sobre


la entidad moral de los animales. Dedicaré especial atención a la
cuestión de la entidad moral de la experiencia animal (en particular,
el dolor y el placer), y reservaré para el capítulo 4 el examen de los
enfoques utilitaristas del valor de la vida animal.

La discriminación por motivos


de raza, sexo y especie
La figura de Peter Singer se ha destacado en la lucha por la entidad
moral de los animales y de su sufrimiento, a través de libros como
Animal Liberation1 y Ética práctica. En realidad, no funda explícitamente su
tesis en ninguna versión del utilitarismo; desea que todas las perso­
nas la encuentren aceptable, independientemente de su posición
teórica. Es una buena estrategia: si un argumento se puede expresar
en diversas teorías éticas, tendrá más posibilidades de sobrevivir a la
traducción entre una y otra. Más adelante demostraré que en realidad
el argumento de Singer sólo es aceptable desde un punto de vista
utilitarista; más concretamente, que no se sostiene frente al con­
tractualismo.
El argumento de Singer parte de un principio de consideración
igualitaria de intereses: en toda situación habría que considerar de
igual manera los intereses de todos los afectados. A primera vista, este
principio puede parecer utilitarista, pero Singer tiene razón en que,

59
La cuestión de los animales

interpretado convenientemente, debería resultar igualmente aceptable


para un contractualista, pues las partes contratantes pueden rechazar
razonablemente toda norma que pase por alto o menosprecie sus
intereses, como veremos en el capítulo S. Por el contrario, parece
evidente que nadie se opondría razonablemente a una norma que
exigiera que diéramos la misma importancia a los intereses de todas
las personas, como es el principio de la consideración iguahtaria de
intereses.
Desde luego, este principio no implica (al menos no para un
contractualista) que habría que responder a esos intereses por igual, lo
cüal dependerá en gran medida de las circunstancias. Por ejemplo, en
una rifa, sólo quienes decidimos participar tendremos la posibilidad
de ganar el premio. Esta norma no infringe el principio de con­
sideración igualitaria, pues no discriminamos contra los demás, que
podrían participar en la rifa si quisieran. Lo que sí quebrantaría el
principio de consideración igualitaria sería que sólo tuvieran derecho
a premio los blancos, tuvieran o no papeletas.
Según la explicación de Singer, el racismo y el sexismo son
inmorales porque se oponen al principio de consideración igualitaria.
Por ejemplo, las políticas del gobierno de Sudáfrica durante la mayor
parte de este siglo han dado muchísima importancia a los intereses de
los blancos, en comparación con los intereses de personas de otras
razas. Análogamente, muchos gobiernos e individuos en todo el
mundo subestiman los intereses de la mujer en comparación con los
intereses del hombre. Esas políticas son condenables y atentan contra el
principio de consideración igualitaria, porque el sexo y el color de la
piel son características que no revisten importancia desde el punto de
vista moral. Si bien el hecho de haber participado en una rifa tiene
importancia moral a la hora de distribuir los premios, el hecho de ser
blanco o varón obviamente no la tiene. De hecho, esas características

60
El utilitarismo y el sufrimiento animal

tienen importancia moral en poquísimos contextos, como podrían ser


la distribución de cremas para prevenir el cáncer de piel en la población
blanca o los análisis encaminados a prevenir el cáncer de testículo en los
hombres.
El principal argumento de Singer es que la discriminación por
motivos de especie, al igual que el racismo y el sexismo, es condenable
porque se funda en distinciones que no revisten importancia moral.
Una política que menospreciara o pasara por alto los intereses de los
animales se opondría al principio de consideración igualitaria, pues
sin duda se basaría en las diferencias entre los animales y los humanos
en cuanto a la especie, la apariencia o la inteligencia, características
que carecen de importancia moral para Singer. Examinemos suce­
sivamente cada una de estas características.
Resulta obvio que la especie a que pertenecemos es una carac­
terística sin importancia moral; bastará un par de ejemplos para
demostrarlo. En primer lugar, supongamos que los experimentos de
enseñanza del lenguaje humano a los chimpancés han dado resultados
inimaginables para sus promotores. Los simios en cuestión han al­
canzado pleno dominio de nuestro idioma en pocos años, han asistido
a la escuela y más tarde a la universidad y han hecho grandes
amistades con seres humanos. En estas circunstancias imaginarias,
sería claramente absurdo afirmar que los simios carecen de entidad
moral o que su importancia moral es menor que la nuestra. Cuando
menos, la afirmación sería tan condenable desde el punto de vista
moral como afirmaciones similares respecto de personas de otras
razas. Así pues, el sólo hecho de pertenecer a una u otra especie no
puede ser una característica moralmente importante que permita
justificarla discriminación contra los animales.
Consideremos un caso similar. Se sabe que alrededor del 10 por
ciento de las parejas humanas son estériles. Supongamos que se

61
La cuestión de los animales

descubriera que ello obedece a que en realidad existen dos especies


diferentes de humanos, que sólo pueden distinguirse por su in­
compatibilidad reproductiva. En esas circunstancias, sería claramente
condenable que la especie mayoritaria privara de derechos morales a
la minoritaria, sólo porque pertenece a una especie diferente. Ese
también sería un caso evidente de discriminación entre especies.
Analicemos ahora dos ejemplos destinados a demostrar que las
diferencias de apariencia entre los humanos y los animales no pueden
servir de criterio moral para la discriminación contra estos últimos.
Por empezar, pensemos en los humanos cuyas madres han consumido
la droga denominada talidomida en los primeros meses de embarazo.
La apariencia de estos humanos suele ser muy distinta de la de los
seres humanos normales: algunos carecen de piernas y tal vez sólo les
salen algunos dedos de un hombro. Sin embargo, no por ello hemos
de considerar que sus intereses son inferiores a los nuestros. En
segundo lugar, supongamos que a causa de la radiación a que han
estado sometidas, las víctimas de un accidente nuclear engendran
seres humanos normales, con la salvedad de que tienen la piel gruesa
y peluda como los simios.Tampoco en este caso su apariencia diferente
de la nuestra justificaría que no los tratáramos como a iguales.
Por último, examinemos dos ejemplos destinados a probar el
mismo argumento relacionado con las diferencias de inteligencia
entre los animales y nosotros. Supongamos que hubiera una cantidad
limitada de máquinas para diálisis y los médicos se pusieran a hacer
tests de inteligencia para seleccionar a los candidatos al tratamiento:
no tardaría en estallar una justa indignación. Evidentemente, el hecho
de que se adopten decisiones de vida o muerte en función de la
inteligencia es moralmente repugnante. Análogamente, supongamos
que una empresa de cosméticos se pusiera a probar sus productos en
un hogar de niños subnormales, realizando los mismos experimentos

62
El utilitarismo y el sufrimiento animal

que se realizan con animales para asegurar que sus productos no son
nocivos. También en este caso la indignación sería inmediata: no
tendríamos derecho a desentendemos del sufrimiento de esos niños
sólo porque su inteligencia es inferior a la nuestra.
La conclusión que extrae Singer de este tipo de consideraciones
es que excluir a los animales del principio de consideración igualitaria
de intereses no tiene justificación moral.2 Como las diversas carac­
terísticas que nos diferencian de los animales —la especie, la apariencia,
y la inteligencia—no tienen importancia moral, los intereses de los
animales deberían contar tanto como los nuestros. El dolor es dolor
independientemente de quien lo sienta, y reviste la misma im ­
portancia moral en todos los casos. Más adelante me referiré a una de
las premisas en que se basa la posición de Singer —que los animales
tienen intereses que hay que considerar—y las consecuencias prácticas
que tendría la conclusión a la que llega. Pero antes analizaré con más
profundidad el concepto de importancia moral.

La relatividad de la importancia
Mi primera tesis es de índole general, a saber, que la importancia
siempre es relativa a un punto de vista determinado. Preguntemos,
por ejemplo, aTrinidad y a Teresa, que observan un partido de tenis,
si les importa quién ganará.Trinidad podría decir que no, pues a ella
sólo le interesa ver un buen partido de tenis. Teresa, en cambio,
podría responder que sí, porque ha hecho una apuesta considerable
sobre el resultado del partido. Lo que tiene importancia para una no
la tiene para la otra, en virtud de las diferentes perspectivas que han
adoptado ante el partido —los diferentes intereses que han puesto en
él. Así pues, cuando se afirma que la especie a que pertenece una
criatura es un aspecto que no reviste importancia moral, debemos

63
La cuestión de los animales

conocer el punto de vista adoptado antes de evaluar la afirmación, es


decir, la forma en que se ha caracterizado el punto de vista moral.
Con esto en mente, podemos apreciar que el argumento de Singer
sólo tiene valor desde el punto de vista de la moral utilitarista.
Desde el punto de vista de la moral contractualista, la inteligencia
—o al menos cierto tipo y grado de inteligencia—reviste importancia
moral, como veremos en el capítulo 5. Por el contrario, para que un
contractualista asigne entidad moral a una criatura, bastará que ésta
sea un agente racional, lo cual, en términos generales, es una cuestión
de inteligencia. Esto explica el atractivo de muchos de los ejemplos
considerados anteriormente, como el del simio que hablaba nuestro
idioma y los de las víctimas de la talidomida y de la radiación, pues
en cada caso es evidente que los individuos en cuestión son agentes
racionales. Ahora bien, afirmar que el contractualismo asigna im­
portancia moral a la condición de agente racional no equivale a
afirmar que también la tienen las diferencias de inteligencia entre
agentes racionales. Por el contrario, cabría esperar que los agentes
racionales que firman el contrato condenen la discriminación fundada
en diferencias como las que se hacen en el ejemplo de las máquinas
para diálisis, pues los menos inteligentes tendrían motivos de sobra
para rechazar toda norma que permitiera menospreciar o pasar por
alto sus intereses.
Se da el caso de que formar parte de una especie, con las
similitudes de apariencia y modalidades de comportamiento que ello
implica, también tiene importancia moral para el contractualismo, al
menos si son válidos los argumentos que presentaré en los capítulos
5 y 7. En esos capítulos sostendré que los agentes racionales que
suscriben el contrato deberían otorgar derechos morales directos a
todos los integrantes de la especie humana, para evitar entrar en
terreno resbaladizo en un sentido moral, preservar la estabilidad

64
El utilitarismo y el sufrimiento animal

social y no menoscabar nuestra reacción natural de compasión ante el


sufrimiento humano. Como estos argumentos no apoyan la concesión
de derechos morales directos a los integrantes de otras especies,
resultará que la especie a que pertenezca la criatura revestirá im ­
portancia moral para el contractualismo.
De estas reflexiones se desprende que el argumento de Singer se
funda en una concepción particular del punto de vista moral, que lo
identifica con el punto de vista de un observador benevolente e
imparcial, que comprende por igual los intereses de todos los afectados
por una acción o situación determinada.3También se deduce que en
realidad no hay nada que fundamente el argumento expuesto por Regan
en The Case íorAnimal Rights, que contiene afirmaciones similares acerca de
la insignificancia moral de la especie y de la inteligencia.4 En efecto,
como vimos en el capítulo 1, Regan no ofrece caracterización alguna
del punto de vista moral para establecer su posición, sino que se apoya
plenamente en su (limitada) comprensión del equilibrio reflexivo. Sin
esa caracterización, carecemos de los medios necesarios para evaluar
sus afirmaciones acerca de la importancia moral.
Como recordaremos del capítulo anterior, el punto de vista del
observador benevolente e imparcial es la concepción rectora del
utilitarismo, que estima que las consideraciones morales surgen de la
afinidad (imparcial) racionalizada. Desde luego, no hay razón para
que un observador imparcial considere que los intereses de los
animales son menos importantes que los nuestros. Asimismo, desde
el punto de vista de ese observador, el que un agente sea racional o
pertenezca a una u otra especie tampoco tiene importancia moral. Las
únicas características importantes son la capacidad de experimentar
dolor y placer y la capacidad de desear. Para el utilitarismo, los límites
de las consideraciones morales coinciden con los de la capacidad de
sentir. Si los animales son capaces de sufrir, obviamente les interesa

65
La cuestión de los animales

evitar el sufrimiento. (Este razonamiento es válido aunque pensemos


que interesarse por algo implica, estrictamente hablando, desear ese
algo; la idea misma del dolor parece conceptualmente ligada al deseo
de evitarlo. Si los animales son realmente capaces de sufrir, han de
tener al menos ese deseo.) El principio de consideración igualitaria
de intereses nos exigirá que respetemos por igual los sufrimientos y
las frustraciones de todas las criaturas capaces de sentir.
Así pues, el argumento a que apela Singer para extender a los
animales el principio de consideración igualitaria de intereses es
menos contundente de lo que él habría deseado. En particular, no
logrará persuadir a un contractualista convencido; de hecho, es un
argumento formulado desde el punto de vista del utilitarismo. En
consecuencia, lo que estamos tratando de averiguar es lo que diría un
utilitarista sobre la entidad moral de la experiencia animal.

¿Tienen intereses los animales?


Lo que respondería un utilitarista (o, de hecho, cualquier persona)
depende en parte de los hechos. Hasta el momento, he supuesto que
los animales tienen experiencias y al menos algunos deseos. En este
caso, al preguntarnos si habría que aplicar a los animales el principio
de la consideración igualitaria de intereses, la única cuestión que se
nos plantea es de orden moral. Sin embargo, muchos discrepan de
esta afirmación. Muchos científicos y sicólogos han afirmado que los
animales son autómatas biológicos, que carecen de vida mental y que
sus comportamientos característicos responden a un hábito adquirido
o a una secuencia de acciones determinada en forma innata, y no
corresponden en absoluto a una cognición auténtica.
No hay duda de que algunos animales, en el sentido que nos
interesa, son autómatas, a pesar de su aparente capacidad de sentir.

66
El utilitarismo y el sufrimiento animal

Por ejemplo, cuando las orugas salen de sus crisálidas, trepan a comer
las hojas de las copas de los árboles. Ahora bien, este comportamiento,
que parece obedecer a un propósito, es en realidad un tropismo -un
mecanismo de respuesta muy sencillo. Las orugas tienen dos ojos,
que ocupan posiciones simétricas en su cabeza. Cuando sus ojos
reciben la misma cantidad de luz, la oruga se mueve hacia adelante.
Pero cuando un ojo recibe más luz, las patas de ese lado del cuerpo se
mueven más despacio. Como consecuencia, las orugas se desplazan
hacia la luz. En experimentos en que se iluminó a los árboles desde
abajo, las orugas fueron al pie de los árboles y allí se quedaron aun
cuando empezaron a morirse de hambre. Si se dejaba a una oruga
ciega de un ojo, se movía incesantemente en círculos, también al
extremo de morir de hambre.5
Las orugas también se retuercen vigorosamente si se les clava un
alfiler. Probablemente también se trate de un tropismo. Aunque para
un observador humano la oruga sufre y se retuerce para evitar la
fuente del dolor, es probable que los nervios sensibles a la presencia
del alfiler estén arraigados directamente en los músculos responsables
del movimiento consiguiente, sin que medie cognición alguna. Com­
parémoslo con este caso: en el examen médico de su hija Patricia, una
madre observa que el médico le golpea la rodilla con un martillo, tras
lo cual la pierna de Patricia se mueve. Un observador que desconociera-
este acto reflejo podría concluir que Patricia quiso dar un puntapié al
médico porque el golpe le había dolido. Pero la madre sabría que sólo
se trataba de un acto reflejo.Tal, en mi opinión, es el caso de la oruga.
No es probable que los insectos tengan una auténtica capacidad
de sentir, en el sentido de tener una vida mental que incluya sen­
saciones y deseos. Cabe señalar que esto ya supone menoscabar un
aspecto de lo que nos dice el sentido común. A los niños que arrancan
las alas a las moscas o las patas a las hormigas se les dice que no lo

67
La cuestión de los animales

hagan, que es un acto de crueldad. En la mayoría de los casos, se


presume que sus acciones son ejemplos de lo que Regan denomina
crueldad brutal (para distinguirla de la crueldad sádica),6 es decir,
acciones que demuestran indiferencia frente al sufrimiento causado a
otros. Sin embargo, estas ideas son falsas si en realidad los insectos no
son capaces de sentir. Una vez que tomamos conciencia de que los
insectos no sufren, el único motivo que nos queda para disuadir a los
niños de su comportamiento es que representa en cierta forma un
acto de crueldad real. Ahora bien, sería igualmente efectivo que
enseñáramos a los niños a distinguir entre las criaturas capaces e
incapaces de sentir, suponiendo que conociéramos esa distinción.
¿Cuáles son, pues, los límites de la capacidad de sentir? ¿Qué
tipo de criatura es realmente capaz de tener sensaciones y otras
experiencias, creencias y deseos? De momento me limitaré a examinar
la capacidad de tener experiencias y dejaré la cuestión de las creencias
y los deseos de los animales para el capítulo 6. Parece prudente
suponer que al menos todos los mamíferos son realmente capaces de
sentir, habida cuenta de la variedad y flexibilidad de su comporta­
miento y de las grandes similitudes de estructura cerebral y función
entre los mamíferos inferiores y nosotros.7Diversos tipos de evidencias
sugieren que habría que clasificar a las aves junto a los mamíferos en
cuanto a sus niveles y a su grado de organización cognitiva, en una
categoría diferente de la de los vertebrados inferiores como los peces,
los anfibios y los reptiles.8 En todo caso, postulo que todos los
mamíferos y todas las aves poseen una auténtica capacidad de sentir,
de la que carecen los insectos. A los efectos de mi razonamiento, me
mantendré agnóstico respecto de la vida mental de los vertebrados
inferiores, pues bastante nos hemos esforzado por resolver los casos
relativos a la caza, la cría industrial y la experimentación de laboratorio,
prácticas contenciosas desde el punto de vista moral. Supondré que

68
El utilitarismo y el sufrimiento animal

en todos los casos, los mamíferos y las aves son capaces de sentir
dolor, por lo que verdaderamente tienen intereses que hemos de
considerar.

Mentes y cerebros
Muchos sostienen que los seres humanos son los únicos en el reino
animal que poseen vidas mentales, en parte porque niegan que los
fenómenos mentales y (algunos) fenómenos cerebrales sean un mismo
tipo de fenómeno.9 Opinan que los humanos tienen almas no físicas,
donde residen sus pensamientos y sentimientos, o al menos creen
que los fenómenos mentales no son fenómenos físicos, a la vez causas
y consecuencias de la actividad cerebral. Así pues, esas personas son
indiferentes a las manifiestas similitudes estructurales y funcionales
entre el cerebro humano y el de los vertebrados superiores.
No es estrictamente necesario que rechacemos la doctrina de la
inmaterialidad de la mente para afirmar que los vertebrados superiores
tienen vidas mentales auténticas; podríamos sostener que las simili­
tudes considerables que existen entre esos animales y los seres hu­
manos permitirían atribuir a ambos grupos fenómenos mentales no
materiales. Ahora bien, nuestro argumento será más contundente si
podemos aducir además, como materialistas mentales, que las simili­
tudes entre nuestros cerebros reflejan similitudes en nuestra cognición.
Por este motivo, considero útil señalar en pocas palabras por qué creo
que la tesis del inmaterialismo mental es errónea.
Existen principalmente dos argumentos para sostener que nuestra
vida mental se compone de fenómenos físicos que ocurren en nuestro
cerebro. Ambos se basan en la premisa del sentido común de que los
fenómenos mentales y cerebrales guardan una relación de interacción
causal. Por ejemplo, creemos que la estimulación de la retina causa

69
La cuestión de los animales

ciertos fenómenos cerebrales que a su vez producen sensaciones


visuales, y que fenómenos mentales como las decisiones causan
movimientos corporales cuyas causas inmediatas son fenómenos
cerebrales.
El primer argumento en contra del inmaterialismo mental es que
si los fenómenos mentales no son físicos, habrá que reconocer una
nueva especie de causalidad hasta ahora desconocida por la ciencia.
Todas las clases de causalidad fundamentadas por la ciencia —la cau­
salidad química, eléctrica, mecánica, etc —establecen relaciones entre
diferentes tipos de fenómenos físicos. De hecho, podría decirse que la
característica primordial del progreso científico de los tres últimos
siglos ha sido la suposición de que a toda relación causal subyace alguna
clase de mecanismo físico. La ciencia comenzó a progresar de verdad
cuando la humanidad dejó de dar explicaciones basadas en la inter­
vención causal de espíritus y otras fuerzas no físicas y se puso a buscar
mecanismos físicos detrás de la regularidad observada en la naturaleza.
Por ende, el enorme progreso de la ciencia nos da motivos para ex­
tender este criterio al ámbito de lo mental, hasta que se demuestre lo
contrario. De hecho, además de no existir ninguna prueba del in­
materialismo mental, los argumentos en que se funda son relativa­
mente endebles.10
El segundo argumento en contra del inmaterialismo mental y a
favor de la identificación de los fenómenos mentales con los físicos es
que sabemos lo suficiente del cerebro para asegurar que todo fenómeno
cerebral tendrá una causa suficiente de orden físico. Sabemos que el
cerebro humano está formado por células nerviosas, y sabemos bastante
acerca de las causas de la actividad de esas células. Todas esas causas
son físicas, incluidas las alteraciones químicas del torrente sanguíneo,
así como la activación física de células conectadas entre sí. En con­
secuencia, no es posible que los fenómenos mentales (como las

70
El utilitarismo y el sufrimiento animal

decisiones) causen fenómenos cerebrales (en este caso, las causas


inmediatas en el cerebro del movimiento corporal) a menos que se
identifique a unos con otros. Si las decisiones (y otros fenómenos
mentales) pueden causar movimientos corporales, las decisiones han
de ser fenómenos cerebrales, pues sabemos que los movimientos
corporales son causados por fenómenos cerebrales, cada uno de los
cuales responde a su vez a una causa física suficiente.
Como conclusión de esta sección, cabe destacar que el mate­
rialismo mental no tiene nada que ver con el materialismo como
sistema de valores. Nada de lo que se ha dicho aquí nos obliga a
afirmar que la riqueza, el poder y el bienestar físico son lo único que
importa. Lo que acabo de exponer tampoco se ópone a las creencias
teológicas sobre la vida y la muerte, pues podemos creer en la
resurrección del cuerpo, como de hecho creen muchos cristianos. En
realidad, tal vez un materialista mental podría creer en otras formas
de vida después de la vida.11

Comparaciones de intereses
He venido argumentando que habría que considerar al menos los
intereses de los integrantes de muchas otras especies animales, pues
son capaces de sentir dolor. Ahora bien, ¿cómo hemos de aplicar el
principio de la consideración igualitaria de intereses cuando los
intereses que hay que considerar son los de especies diferentes? ¿Es
posible siquiera hacer una comparación de intereses? De hecho, la
propia comparación entre intereses humanos puede suscitar los mis­
mos interrogantes, pues cabe dudar acerca de la posibilidad de saber
sí otras personas sufren, y de ser así hasta qué punto. Pero este es sólo
el problema filosófico del conocimiento de las mentes ajenas, planteado
en el caso particular del conocimiento de la experiencia ajena. Aunque

71
La cuestión de los animales

este problema reviste interés teórico, pocos dudan de que tenga


solución.'2 Es decir, pocos son realmente escépticos respecto de
nuestra capacidad de conocer los estados mentales de otras personas
sobre la base de la observación de su comportamiento.
En este caso, parecería que, en lo esencial, contamos con la
misma base para el conocimiento del estado mental de los animales.
Es cierto que sobre el estado mental de los humanos tenemos una
fuente adicional de información, a saber, la descripción que haga la
persona de la calidad e intensidad de su experiencia. Pero es importante
señalar que ésa es sólo parte de la información que obtenemos de su
comportamiento, y carece de autoridad especial, pues nos obliga a
hacer conjeturas acerca de la sinceridad del hablante y, lo que es aún
más importante, acerca de lo que quiere decir con las palabras que
emplea. Lo cual sólo podemos deducir la explicación más satisfactoria
de las pautas de comportamiento que observamos en ese hablante.
Podemos fundar nuestros juicios sobre la intensidad del sufri­
miento de un animal en dos bases. En primer lugar, podemos juzgar
la intensidad del sufrimiento a partir de la observación directa del
comportamiento del animal, es decir, de la intensidad de su reacción
(sus chillidos o aullidos, por ejemplo) y del grado de desesperación
con que intenta evitar la fuente del dolor. En segundo lugar, podemos
juzgar la intensidad del sufrimiento haciendo hipótesis razonables,
basándonos en la observación de casos similares, acerca de lo que el
animal estaría dispuesto a hacer para evitar el sufrimiento en cuestión.
Por ejemplo, ¿sería capaz de soportar ese estímulo de dolor con tal de
conseguir comida si tuviera mucha hambre?
Las diferencias fisiológicas entre las especies animales y, desde
luego, entre los animales y nosotros, descartan la posibilidad de
hacer comparaciones sencillas del sufrimiento. Para utilizar un ejemplo
de Singer, es dudoso que una palmada firme cause el mismo dolor a

72
El utilitarismo y el sufrimiento animal

un caballo que a un bebé, pues la piel del caballo es mucho más


gruesa. Pero como sostiene Singer, con razón, debe de haber algún
grado de estímulo que le cause tanto dolor al caballo como al bebé.'3
Y lo determinaríamos observando cómo reacciona el caballo —el afán
con que intenta escaparse, por ejemplo—y cuánto está dispuesto a
soportar para conseguir algo que necesita, como el agua si está
deshidratado.
A la hora de comparar el sufrimiento, Singer reconoce que el
nivel de inteligencia realmente cobra importancia. En particular, la
inteligencia superior de la mayoría de los humanos ofrece opor­
tunidades de sufrimiento inmensamente superiores. Por ejemplo,
imaginemos los diversos tipos de sufrimiento que causaría la captura
arbitraria de transeúntes para utilizarlos haciéndoles dolorosas pruebas
de cosméticos en los ojos. En primer lugar, se bcasionaría el dolor
inmediato de las pruebas en sí, supuestamente comparable al dolor
soportado por los conejos de laboratorio. Pero habría que añadir a ese
dolor el temor previo de saber que se llevan a cabo esas capturas y de
saber exactamente lo que sucede después. También quedarían los
recuerdos, sumados tal vez a la destrucción de la autoestima de la
víctima. Por estas razones, Singer concede que si estos experimentos
son realmente necesarios, es mejor hacerlos con conejos que con
humanos, pues sufrirán menos. (Singer se basa en la premisa de que
la mayoría de los animales carece del tipo de proceso mental y
emocional superior que genera el sufrimiento adicional antes señalado.
Aceptaré esa premisa por el momento, y me referiré a ella en detalle
en el capítulo 6.) Esta concesión que hace Singer es coherente con el
principio de la consideración igualitaria de intereses, pues sólo se
debe considerar de igual manera el sufrimiento equivalente.

73
Lü cuestión de los animales

Consecuencias prácticas
Como hemos visto, Singer reconoce que las comparaciones de intereses
entre especies son muy difíciles de hacer con un mínimo de precisión,
y que la inteligencia superior de la mayoría de los humanos incrementa
ampliamente su capacidad de sufrimiento. Pero también afirma que
basta hacer una burda comparación para inñuir enormemente en la
forma en que se trata actualmente a los animales. Examinemos una
por una las siguientes prácticas: la caza, la cría industrial, las pruebas
de cosméticos y los experimentos médicos.
Las personas que cazan suelen consumir la carne de los animales
que matan y vestir o vender su piel. Ahora bien, cabría aducir que
estos beneficios no tienen por qué formar parte de la ecuación moral,
pues el dolor animal no es necesario para proporcionarlos. En el
mundo moderno se puede obtener carne y piel mediante la cría, que
no tiene por qué causar sufrimiento a los animales. En principio, se
los puede mantener en condiciones agradables durante toda su vida y
luego matarlos de forma incruenta e inesperada (recordemos que
hemos dejado la cuestión de la entidad moral de la vida animal para el
capítulo 4). Así pues, los únicos beneficios reales que los humanos
obtienen de la caza son los placeres de la caza en sí, que consisten en
rastrear, acechar o perseguir al animal y luego tratar de matarlo. Por
su propia naturaleza, estas actividades rara vez pueden llevarse a cabo
sin causar dolor a la presa.
Aunque los placeres de la caza parezcan considerables para algunas
personas, resultan indudablemente triviales en comparación con la
dolorosa muerte que se suele dar al animal. Si el dolor y el terror que
provoca a un venado o a un conejo una herida fatal es remotamente
comparable a lo que sentiría un ser humano en esas circunstancias, es
obvio que tienen mucho más peso que cualquier placer que

74
El utilitarismo y el sufrimiento animal

experimente el cazador. Reflexionemos: ¿acaso seguiría practicando


ese deporte el cazador más apasionado si tuviera que soportar un
sufrimiento comparable al de cada animal que no logró matar ins­
tantáneamente? La respuesta evidente es no, en cuyo caso, al aplicar el
principio de la consideración igualitaria de intereses, quedaría demos­
trado que la caza es una práctica moralmente condenable.
Pasemos ahora a la práctica de la cría industrial. También en este
caso, los animales sufren considerablemente al ser mantenidos en
condiciones antinaturales y de gran hacinamiento. Sin embargo, el
único provecho que obtienen los humanos es una carne más barata (y
en algunos casos quizás más sabrosa). Así pues, por cada animal que
sufre, hay que comparar el sufrimiento que le provoca la cría industrial
en toda su vida con el placer insignificante que obtendrán todos los
humanos que acaben por consumir su carne. Si el animal no hubiera
sido criado industrialmente, el único perjuicio que se habría oca­
sionado a esas personas es que cada una de ellas habría tenido menos
dinero que gastar en otras cosas.
También en este caso parece sencillo aplicar el principio de la
consideración igualitaria de intereses. El beneficio para los humanos
—incluso totalizado—resulta trivial en comparación con el enorme
sufrimiento de los animales. En cuyo caso, la cría industrial será
condenable desde el punto de vista de un utilitarista. No obstante,
cabe señalar que ello no basta para justificar que haya que ser vege­
tariano por motivos morales (que no es lo mismo que serlo por
motivos de salud), pues para algunos utilitaristas (incluido Singer),
aunque sea condenable hacer sufrir a los animales, es lícito matarlos
de forma incruenta. Así pues, un método de cría que permitiera
mantener al animal en condiciones agradables durante toda su vida
para luego matarlo sin causarle dolor y comer su carne sería moral­
mente inobjetable. Lo que afirmarán los utilitaristas dependerá de su

75
La cuestión de los animales

opinión acerca del hecho de matar en general y de la vida animal en


particular, cuestiones que analizaremos en el capítulo siguiente.
Los argumentos en contra de las pruebas de cosméticos parecen
igualmente evidentes, pues en esas pruebas los animales sufren dolores
muy intensos, mientras que los beneficios de que los humanos
puedan usar un nuevo cosmético son insignificantes. Ahora bien, se
podría replicar que en una era de producción masiva, incluso el
placer relativamente insignificante de millones de personas podría
tener más peso que el sufrimiento intenso de algunos cientos de
animales. Pero el placer en cuestión es verdaderamente insignificante,
pues ya existe una amplia diversidad de productos cosméticos. El
único perjuicio que ocasionaría la prohibición de las pruebas sería
que algunas personas se vieran privadas del placer de probar un
producto absolutamente novedoso.
Ahora bien, habría que tener en cuenta la posición de quienes
trabajan en la industria de los cosméticos, muchos de los cuales
podrían perder su empleo si se prohibiera la realización de pruebas
de nuevos productos (este problema no se plantea en relación con la
cría industrial, pues los métodos de cría tradicionales a los que habría
que volver requieren más mano de obra que los métodos industriales).
La cuestión amenaza con desembocar en consideraciones económicas
y de política social sumamente complejas. Para evitarlo, intentemos
aplicar rigurosamente a los animales el principio de la consideración
igualitaria de intereses. Si se tratara de niños pequeños en lugar de
animales, por ejemplo, ¿cuántos pondrían su empleo por encima de
la alternativa de evitar el sufrimiento que genera?
Por último, reflexionemos sobre el uso de animales en dolorosos
experimentos científicos, en particular los relacionados con la ela­
boración y las pruebas de nuevos medicamentos. En varios sentidos,
este es el caso más difícil, por los beneficios considerables que

76
El utilitarismo y el sufrimiento animal

podrían obtenerse de esos experimentos, que permitirían reducir o


evitar la incidencia de dolorosas enfermedades tanto en humanos
como en animales. ¿No serían más importantes esos beneficios que el
sufrimiento de los animales utilizados en las pruebas? Seguramente,
en algunos casos. Pero para justificar cualquier serie de experimentos
concretos, las probabilidades de obtener esos beneficios tendrían que
ser muy grandes. La mera posibilidad de obtener grandes beneficios
no será suficiente en comparación con la certeza de que se hará sufrir
a los animales que utilicemos en los experimentos. En todo caso,
Singer propone que empleemos como regla práctica que las pruebas
serían aceptables desde el punto de vista moral sólo si fuera igual­
mente aceptable practicarlas en subnormales huérfanos14 (tendrían
que ser huérfanos para eliminar la posibilidad de causar sufrimientos
indirectos a sus familiares). Si no lo fuera (comd tal vez pensaría la
mayoría de las personas), realizar las pruebas con animales de in­
teligencia similar sería para el utilitarismo un caso inadmisible de
discriminación entre especies.

¿Es posible alcanzar el equilibrio reflexivo?


Claramente, el utilitarismo insiste en reconsiderar las creencias m o­
rales del sentido común de la mayoría de las personas. Sostiene
(partiendo de algunas suposiciones razonables acerca de la realidad
de la experiencia animal) que la caza, la cría industrial, las pruebas de
cosméticos y muchos casos de utilización de animales en experimentos
médicos constituyen prácticas seriamente objetables, a las que habría
que poner fin. Desde el punto de vista de la concepción rectora del
utilitarismo —el de un observador benevolente e imparcial—pasar por
alto o menospreciar los intereses de los animales cuando entran en
conflicto con los de los seres humanos no tiene justificación. Para que

77
La cuestión de los animales

esas consecuencias resulten aceptables conforme al equilibrio reflexivo,


tendremos que encontrar argumentos con que refutar las creencias
casi universales de lo contrario —por ejemplo, la creencia de que los
intereses de un animal son insignificantes en comparación con el
sufrimiento de un ser humano.
Los utilitaristas responden a esta dificultad aduciendo que hasta
ahora la mayoría de las personas ha tenido creencias equivocadas
acerca de la importancia moral de los animales, dada la dificultad de
adoptar una perspectiva imparcial. De hecho, para un utilitarista, la
evolución moral puede caracterizarse como una lucha constante contra
nuestra parcialidad natural.Todos nos inclinamos naturalmente hacia
las personas más allegadas a nosotros, a quienes nos unen vínculos
sanguíneos o afectivos. De ahí que la forma más primitiva de moral
sea la moral del clan, que niega entidad moral a quienes no pertenecen
a él. Pero la razón puede modificar poco a poco esta parcialidad,
obligándonos a reconocer que no hay fundamentos racionales para
dar más importancia a los intereses de las personas más allegadas a
nosotros que a los de otras personas. Además, un utilitarista podría
señalar que. durante largos períodos históricos, afirmar que los in­
tereses de los esclavos tenían la misma importancia que los de sus
amos habría sido contrario a la intuición. Así pues, se podría pensar
que nuestra reacción intuitiva en contra de la consideración igualitaria
de los intereses animales y humanos es producto de nuestra natural
(pero irracional) parcialidad hacia los miembros de nuestra propia
especie.
Esta réplica nos parecería adecuada si no tuviéramos alternativas
teóricas a nuestro alcance. Es decir, si tuviéramos que decidir entre no
tener una teoría coherente de la moral y tener una teoría de la moral
que otorgara entidad moral a los animales, sería más razonable -tal
vez- optar por esta última. Por motivos similares, la réplica también

78
El utilitarismo y el sufrimiento animal

podría resultar aceptable si el utilitarismo ofreciera enormes ventajas


teóricas en comparación con otras teorías de la moral. Pero no es el
caso, pues contamos con una teoría alternativa: el contractualismo.
Esta perspectiva se puede defender igual o mejor desde el punto de
vista teórico y explica los deberes que impone la moral del sentido
común sin conceder entidad moral a los animales, como veremos en
el capítulo 7. En estas circunstancias, propongo que la forma de
alcanzar el equilibrio reflexivo es descartar por completo el utilitarismo
y adoptar en su lugar la posición del contractualismo.
Vale la pena destacar que la prohibición de la caza, la cría
industrial y la utilización de animales en pruebas de laboratorio no
son para el utilitarismo las consecuencias que más se oponen a
nuestra intuición. De hecho, el común de la gente quizás no las
considere en absoluto contrarias a la intuición. Lo más difícil de
aceptar, en realidad, es que se otorgue al sufrimiento de un animal la
misma entidad moral que al sufrimiento (igualmente intenso) de un
ser humano. Para ilustrar vividamente esta dificultad recurriremos a
un ejemplo hipotético. Supongamos que Simón es un sádico poderoso
y malvado. Hemos descubierto que en los calabozos de su castillo
mantiene encerradas a varias criaturas, incluido un ser humano, en
condiciones de perpetua tortura. Imaginemos que en nuestra misión
de rescate hemos encontrado una forma de ingresar al castillo que
sólo puede utilizarse una vez, y que sólo tendremos tiempo suficiente
para rescatar a una sola de las víctimas antes de que suene la alarma y
seamos capturados.
¿Qué hacer? El utilitarismo, partidario de extender a los animales
el principio de consideración igualitaria de intereses, prescribe que,
en circunstancias normales, no hay nada que elegir: moralmente
hablando, tenemos la libertad de liberar a cualquiera de las criaturas
encarceladas. De hecho, si la esperanza de vida de una de las criaturas

79
La cuestión de los animales

fuera superior a la de los humanos -el caso de un elefante quizás, o


de una tortuga- un utilitarista podría sostener que tenemos la obli­
gación moral de salvar al animal. Estos razonamientos se oponen
notablemente a nuestra intuición. Creo que la mayoría de nosotros
pensaría que existe una firme obligación moral de liberar al ser
humano y que, normalmente, haríamos muy mal en rescatar a un
perro, a un elefante o a un mono en su lugar.
En este punto, hay que tener cuidado de no distraerse con
consideraciones que no vienen al caso. Habrá que suponer, por
ejemplo, que hay pruebas confiables de que el sufrimiento que
padece el ser humano no es más intenso que el de los animales
(quizás tuvimos la oportunidad de filmar los actos de tortura). Además,
supondremos que nos consta que la tortura de cada criatura, que
continuará hasta su muerte natural, es tan intensa que no permite
pensar en otra cosa. Esta condición sirve para no tener que considerar
el sufrimiento adicional que padecería después el ser humano por el
recuerdo de las torturas, por la situación desesperada en que se
encuentra y por el temor a seguir sufriendo. Supongamos además
que el ser humano es bastante mayor y que su esperanza de vida no es
superior a la de ninguno de los animales en cautiverio. A pesar de
todo esto, seguiríamos intuyendo que no rescatar al ser humano sería
imperdonable. A mi juicio, la creencia está tan profunda y firmemente
arraigada en la mayoría de nosotros que habría que rechazar, en
virtud del equilibrio reflexivo, toda teoría que nos exigiera
abandonarla.
A modo de respuesta, se podría decir que muchas personas han
abandonado con facilidad esa idea intuitiva y han abrazado con
entusiasmo la tesis de la entidad moral equivalente de los animales
sin adoptar necesariamente un punto de vista utilitarista. Eso es
cierto, pero de igual manera y en el mismo sentido, hay personas que

80
El utilitarismo y el sufrimiento animal

han perdido su fe en el mundo físico. En ambos casos, la forma básica


del argumento es escéptica. Quienes han dejado de creer en la realidad
física lo han hecho porque han dudado de que hubiera algo que los
hiciera creer en un mundo de objetos materiales, dada la posibilidad
de que nuestras experiencias sean una enorme alucinación, o el
producto de la influencia malvada que un demonio ejerce en nuestra
mente. Análogamente, muchos de los que han dejado de creer que la
entidad moral del sufrimiento animal es diferente de la del sufrimiento
humano lo han hecho porque dudan que haya algo que los lleve a
creer en esa diferencia. Ahora bien, al igual que muchos otros filósofos,
considero que el escepticismo respecto de la realidad material es una
posición discutible.15 En los capítulos 5 y 7 me dedicaré a responder
al escepticismo sobre la desigualdad de la entidad moral del sufri­
miento animal. En ambos casos, la posición escéptica parece atractiva
(por no decir seductora) y difícil de objetar al principio, pero en
última instancia resulta errónea.
Probablemente, la mayoría de los utilitaristas admitirán estar en
conflicto con un aspecto clave de las creencias morales del sentido
común en relación con el sufrimiento animal. Pero podrían aducir
que las fuerzas del progreso están de su lado, de modo que las
generaciones futuras, retrospectivamente, les darán la razón. En este
análisis, nuestra actitud hacia los animales es similar a la que se tenía
en el siglo XVIII en relación con la esclavitud y con los miembros de
las razas «inferiores». De hecho, a muchos utilitaristas les gusta
señalar que, en muchos períodos de la historia, aplicar a miembros
de otras razas el principio de la consideración igualitaria de intereses
habría ido en contra de la intuición del común de la gente. Sin
embargo, ahora consideramos que esa gente se equivocaba y que la
minoría que se oponía a prácticas como la de la esclavitud estaba en lo
cierto.

81
La cuestión de los animales

No obstante, en realidad los dos casos son distintos, pues nunca


ha existido una teoría moral respetable desde el punto de vista teórico
que pudiera justificar la esclavitud, al menos en las formas en que se
ha practicado (recordemos del capítulo 2 que el propio utilitarismo
implica que en ciertas circunstancias —hipotéticas—la institución de
la esclavitud estaría justificada). En particular, el contractualismo
también condena duramente a la esclavitud: ¿qué práctica podría
estar más en contra del principio de autonomía, fundamental para el
contractualismo, que la esclavitud? La tolerancia de la esclavitud que
imperaba en el sentido común de la época se fundaba en creencias
falsas —probablemente autoengaños motivados por el interés propio-
acerca de la inferioridad de las facultades cognitivas de los miembros
de otras razas. Una vez cuestionadas estas creencias, las justificaciones
de la esclavitud se derrumbaron sin necesidad de otros argumentos
teóricos.
En cambio, existe una auténtica controversia teórica acerca de la
entidad moral de los animales, pues como veremos en los capítulos 5 y
7, el contractualismo, al tiempo que da cabida a casi todas las creencias
morales del sentido común, niega entidad moral a los animales. Esta
argumentación teórica no se apoya en ningún momento en creencias
erróneas acerca de las facultades cognitivas de los animales. De hecho,
el mismo sentido común que nos dice que los animales tienen una vida
mental en muchos aspectos similar a la nuestra nos dice también que
sus intereses y sufrimientos no se pueden considerar equivalentes a los
nuestros. Así pues, en el caso de los animales, a diferencia de lo que
sucedió con la esclavitud en el pasado, el utilitarismo nos impone un
cambio moral sustancial sin motivaciones suficientes. Como de hecho
existe una teoría moral capaz de mantener el statu quo que, desde el
punto de vista teórico, resulta (cuando menos) igualmente atractiva
que el utilitarismo, no podemos aceptar razonablemente ese cambio, a

82
El utilitarismo y el sufrimiento animal

Placeres superiores e inferiores


Sólo se me ocurre una forma en que el utilitarismo podría no llegar a
la conclusión de que no estamos obligados, en el ejemplo de Simón el
sádico, a evitar el sufrimiento humano en lugar del animal: se trata de
establecer una distinción entre placeres superiores e inferiores, dife­
rencia que de todos modos propugnan algunos utilitaristas. Se dice a
veces que hay placeres, como el de escuchar una sonata de Schubert,
que son superiores a otros, como el de alimentarse o masturbarse.16
Algunos utilitaristas sostienen que esos placeres (que en líneas gene­
rales podríamos llamar intelectuales) tienen un mayor valor intrínseco,
y resultan más valiosos en cualquier cálculo de utilidad general. La
distinción entre placeres superiores e inferiores aparecerá con fre­
cuencia en el capítulo siguiente, pero vale la pena que nos detengamos
brevemente a considerar su aplicación en esta etapa de la argu­
mentación.
A primera vista, podríamos preguntarnos de qué forma se puede
aplicar esa distinción al ejemplo de Simón el sádico, pues en ese
ejemplo no interviene el placer, sino sólo el dolor físico, y suponemos
que éste es igual en calidad e intensidad en los animales y en los seres
humanos. Ahora bien, olvidamos que uno de los efectos característicos
del dolor, sobre todo si es intenso, es que nos impide disfrutar de
otras experiencias, especialmente las de naturaleza cognitiva. Quienes
lo duden deberían tratar de hacer el amor o de escuchar a Schubert
con jaqueca. Cabría aducir entonces que si bien el dolor soportado
por un ser humano no tiene en sí mayor importancia moral que el de
; un animal, el dolor del ser humano se distingue porque le impide
(disfrutar de placeres superiores. Así pues, sugiero que expliquemos
Siniestra conclusión intuitiva acerca del ejemplo de Simón el sádico de
J a siguiente manera: sin lugar a dudas, habría que salvar al ser

83
La cuestión de los animales

humano, porque si no se hallara sometido a las torturas podría


dedicar al menos parte de su tiempo a placeres superiores a los que se
procuraría un perro o un mono en las mismas circunstancias.
Como dije anteriormente, estudiaremos la distinción entre los
placeres superiores e inferiores en el capítulo siguiente, donde pos­
tularé que su coherencia es dudosa. Sea como fuere, vemos claramente
que esa distinción no saca al utilitarismo de la presente dificultad.
Supongamos que sabemos que el humano torturado es un hedonista
empedernido, que de ser rescatado dedicaría todo su tiempo a pro­
curarse placeres inferiores. O bien, si creemos que la tortura basta
para curar el hedonismo a cualquiera, supongamos que se trata de un
ser humano subnormal, sólo capaz, por su constitución, de disfrutar
placeres inferiores. Estas posibilidades no modifican mi posición
intuitiva de que no rescatar al ser humano sería moralmente con­
denable, posición que no estaría apoyada en la capacidad humana de
disfrutar placeres intelectuales.
Los utilitaristas del carácter tal vez responderían a este razona­
miento aduciendo que el hábito de dar más importancia al sufrimiento
humano que al sufrimiento comparable de un animal se ha formado
en circunstancias en que el sufrimiento humano (a diferencia del
sufrimiento animal) suele impedir la obtención de placeres superiores.
Así pues, la idea intuitiva a la que doy tanta importancia en el caso de
Simón el sádico -que sería moralmente condenable salvar al perro y
no al ser humano- tal vez sólo refleje esta forma habitual de pensar,
que tiene en sí una justificación utilitarista.
Cabe hacer dos observaciones acerca de esta respuesta. La primera
es que se trata de un arma de doble filo, pues el común de la gente no
da ni remotamente la misma importancia al sufrimiento animal y al
sufrimiento humano. Así, cabría esperar que un utilitarista del carácter
nos instara, como medida correctiva, a desarrollar en nosotros la

84
El utilitarismo y el sufrimiento animal

predisposición de dar al sufrimiento animal más importancia que al


de los humanos, sobre la base del principio aristotélico de que si se
desea forjar una cualidad difícil de alcanzar, habría que procurar, al
menos al principio, exagerarla.17 De esta manera, la cualidad de
nuestro carácter manifestada en el juicio de que rescatar al perro
primero sería moralmente condenable carecería, de todos modos, de
una justificación utilitarista, aún suponiendo que se pudiera establecer
la distinción entre los placeres superiores e inferiores: según el
utilitarismo, deberíamos tratar de convertirnos en personas que den
más importancia al sufrimiento de los animales de la que le damos
actualmente.
La segunda objeción que cabría hacer a la réplica anterior es que
el equilibrio reflexivo, en su sentido más amplio, implica en lo
esencial una comparación entre teorías de la moral, así como el ajuste
recíproco de detalles teóricos y creencias ordinarias dentro de un
enfoque teórico, pues en el caso de Simón el sádico, nuestro sentido
común no sólo intuye que sería moralmente condenable que resca­
táramos a un animal antes que al humano (lo cual tal vez se explicaría
recurriendo a la distinción entre placeres superiores e inferiores)
sino que no podemos dar la misma importancia al sufrimiento
animal y al humano, aunque sean equivalentes. Así pues, en este caso
la plausibilidad de sugerir que no hagamos caso a nuestra intuición
tendría que evaluarse en relación con las alternativas teóricas perti­
nentes. Como veremos en el capítulo 7, el contractualismo puede
explicar todos los elementos principales de las creencias morales que
nos dicta el sentido común en este caso sin dejar de lado la intuición.
Por ende, en circunstancias normales, el contractualismo resultaría
preferible, sobre todo habida cuenta de la vehemencia de nuestra
opinión sobre este asunto.

85
La cuestión de los animales

Resumen
Hay fundamentos para añrmar que la discriminación entre especies
es tan condenable desde el punto de vista moral como el racismo o el
sexismo. Aceptar esta afirmación entrañaría importantes consecuencias
en las prácticas con las que se hace sufrir a los animales, como la caza
y la cría industrial, pues existen buenas razones para creer que al
menos los vertebrados superiores tienen intereses. Ahora bien, la
afirmación parte de la premisa de que el punto de vista moral se
puede equiparar con el de un observador benevolente e imparcial,
concepción rectora del utilitarismo. Por otra parte, la afirmación hace
del utilitarismo una teoría inestable desde el punto de vista reflexivo,
pues está en conflicto con aspectos aparentemente fundamentales de
nuestro pensamiento moral. Recurrir a la distinción entre placeres
superiores e inferiores tampoco ayuda. Por lo tanto, el enfoque del
sufrimiento animal que ofrece el utilitarismo es inadecuado e in­
aceptable.

86
4r
El utilitarismo y el perjuicio de matar

En este capítulo concluiré mi reflexión acerca de las consecuencias de


la posición utilitarista en relación con la entidad moral de los animales,
considerando lo que diría el utilitarismo sobre el valor de la vida
animal.

Morir, matar y perjudicar


En el capítulo 3 sostuve que el utilitarismo es partidario de que se
extienda a los animales el principio de la consideración igualitaria de
intereses. Ello implicaría que, salvo en circunstancias extraordinarias,
sería inmoral hacer sufrir a un animal. Algunos utilitaristas, incluido
Singer, han afirmado que el principio de la consideración igualitaria
se aplica a los animales de manera muy diferente en lo que se refiere
a matarlos. De hecho, algunos han mantenido que matar a un animal
no es moralmente condenable siempre y cuando la muerte sea
inesperada e indolora. Esta es una posición moral que, sin llegar a
imponer un vegetarianismo por razones morales, condena la caza y la
cría industrial de animales. Por otra parte, se ha dicho que si bien
matar a un animal es moralmente condenable, el valor de la vida
animal es muy inferior al de la vida humana. Así pues, matar a un
animal sin motivo sería moralmente condenable, pero para justificar
esa acción se necesitarían muchos menos motivos que para justificar
el hecho de matar a una persona. Analizaremos los fundamentos de

87
La cuestión de los animales

estas opiniones en secciones posteriores; comenzaré haciendo algunas


distinciones preliminares.
Es importante mantener separados tres interrogantes diferentes
que suelen plantearse en forma conjunta. El primero es si la muerte
supone un perjuicio para el que muere y, de ser así, en qué sentido.
Existe un antiguo acertijo al respecto, pues se plantea el problema de
quién resulta perjudicado por la muerte y en qué momento. Antes de
morir la persona, cabe suponer que no hay perjuicio, porque la
muerte aún no ha llegado. Ahora bien, tan pronto como llega, ya no
hay nadie a quien perjudicar (como he escrito este libro desde una
perspectiva secular, supongo en él que la muerte es el ñn de la
existencia, tanto para las personas como para los animales).1 Por
estos motivos, muchos han llegado a la conclusión de que la muerte
en sí no es un perjuicio en absoluto y que no sufrimos ningún daño
al morir.
El segundo interrogante es si hay motivos para temer a la muerte.
Esta pregunta, que suele confundirse con la primera, es en realidad
bastante diferente. Muchos de los que piensan que la muerte no es un
mal estiman que por esa razón tenerle miedo es irracional. Aducen
que quienes temen a la muerte imaginan erróneamente que después
de ella entran en un estado positivo aunque vacío, una existencia
totalmente en blanco, cuando lo cierto es que al morir se deja de
existir por completo. Se dice entonces que el miedo a la muerte surge
de la confusión entre el fin de la conciencia y su vaciedad. No es así:
aunque la muerte no sea un perjuicio, tal vez sea racional tenerle
miedo de todos modos, pues si queremos seguir viviendo no es por
miedo a la muerte, sino porque es una condición necesaria para que
podamos hacer realidad la mayor parte de nuestros proyectos y deseos.
Mi supervivencia es una condición necesaria para la satisfacción de
casi todos los deseos que pueda tener (excepto el de alcanzar la

88
El utilitarismo y el peq'uicio de matar

condición de mártir o la fama a título postumo). Así pues, en la


medida en que mis deseos para el futuro exigen que siga con vida,
tendré razones para temer a la muerte, pues en general tenemos
miedo de todo lo que amenace frustrar nuestros deseos.
El tercer interrogante, estrechamente vinculado con los otros
dos aunque diferente, es por qué el hecho de matar en sí es moralmente
condenable (sin tener en cuenta sus efectos secundarios, como la
pena causada a los seres queridos, etc.). Si la muerte es un perjuicio,
la respuesta procederá del utilitarismo: porque matar perjudica. Ahora
bien, incluso si no lo es, tal vez sea malo de todos modos, al menos
desde el punto de vista del contractualismo, pues matar a una persona
transgrede su derecho a la autonomía; de hecho, constituye la máxima
transgresión de ese derecho. Como en general los agentes tienen
proyectos y deseos cuya realización exige que sigan viviendo, no
tendrán deseos de que se los mate. En cuyo caso, el hacerlo infringiría
el derecho que tienen a emprender sus propios proyectos sin in­
jerencias de otros. Si los agentes racionales tienen motivos para temer
a la muerte, es obvio que las partes en el contrato racional convendrán
en no matarse unas a otras excepto en defensa propia.
La pregunta fundamental de este capítulo es si las objeciones
directas que hace el utilitarismo al hecho de matar a una persona (sin
tener en cuenta los efectos secundarios) también se aplican a la
matanza de animales. Postularé que sí, pero primero hemos de con­
siderar si la muerte es un perjuicio y, de ser así, en qué sentido.

El perjuicio de m orir
La posición de quienes creen que la muerte no es un perjuicio puede
resumirse en el antiguo refrán «ojos que no ven, corazón que no
siente». Desde este punto de vista, como quienes han muerto ya no

89
La cuestión de los animales

existen para sentirse privados de nada, la muerte no los ha perjudicado


en absoluto. No obstante, el refrán no es del todo cierto. Si algo me
impide disfrutar cosas que habría podido disfrutar, aunque nunca
llegue a sentir que me faltan, podríamos decir que me perjudica.
Supongamos que un pariente rico del que nunca había oído hablar
muere dejándome varios millones de herencia. De esto nunca llego a
enterarme, porque un astuto abogado me lo oculta y consigue quedarse
con los millones. Puedo afirmar que se me ha perjudicado aunque
nunca eche en falta el dinero, pues habría podido darme muchas
satisfacciones si el abogado no hubiera intervenido. Impedir la satis­
facción de alguien es tan perjudicial como frustrar sus deseos.
De todo esto se desprende que en cierto sentido la muerte, en
igualdad de circunstancias, perjudica al que muere. (Desde luego, a
veces la vida es tan atroz que seguir existiendo no es nada bueno; en
estos casos, como se suele decir, la persona estaría mejor muerta.
Recordemos el ejemplo de Esteban el escritor, del capítulo 1.) En
general, será cierto que si la persona no hubiera muerto, habría
seguido teniendo una existencia satisfactoria. Así pues, la muerte no
nos perjudica por privarnos positivamente de algo —por causarnos
una insatisfacción que alcancemos a experimentar—sino porque nos
impide disfrutar de las satisfacciones que habríamos tenido. La muerte
no es un perjuicio por lo que es sino por lo que hace: trunca una
fructífera existencia futura.
Algunos han sostenido que la muerte perjudica a la persona que
muere en un sentido bastante diferente, a saber, que impide la
realización objetiva de sus deseos.2 Esto merece una explicación; por
empezar debemos distinguir entre la realización objetiva y subjetiva
de los deseos. La realización objetiva de un deseo consiste en que el
deseo se haga realidad, lo sepa o no la persona que lo tiene. En
cambio, la realización subjetiva de un deseo tiene lugar cuando la

90
El utilitarismo y el perjuicio de matar

persona cree que su deseo se ha hecho realidad, sea o no cierto.


Supongamos, por ejemplo, que deseo que mi equipo de fútbol, el
Real Madrid, gane la Copa del Rey. Imaginemos dos situaciones
posibles. En la primera, el Real Madrid realmente gana, pero por
algún error de información quedo convencido de lo contrario; la
realización de mi deseo es objetiva, pero no subjetiva. En la segunda,
el Real Madrid no gana pero yo creo que sí: en este caso la realización
de mi deseo es subjetiva, pero no objetiva.
Se podría oponer a esta distinción que todo deseo tiene por
objeto su propia realización subjetiva, en cuyo caso es imposible que
la realización objetiva no se vea acompañada de la realización subjetiva.
Así pues, podría afirmarse que al decir «deseo que el Real Madrid
gane la Copa del Rey», lo que en realidad deseo es experimentar la
satisfacción de saber que ha ganado. Pero esto es evidentemente falso,
por dos motivos. En primer lugar, si me satisface que el Real Madrid
haya ganado, estoy satisfecho porque he conseguido lo que deseaba: mi
satisfacción es el resultado de la realización de mi deseo, no lo que
realmente deseaba. La satisfacción personal suele acompañar al cono­
cimiento de que un deseo se ha hecho realidad objetivamente, y no es
el verdadero objeto del deseo. La verdad, desde luego, no es que
deseaba que el Real Madrid ganara porque sabía que me produciría
satisfacción. En segundo lugar, sabemos que de todos modos no
veremos cumplirse muchos de nuestros deseos. Por ejemplo, muchos
de nosotros deseamos cosas que sabemos a ciencia cierta que sólo se
harán realidad después de nuestra muerte, como que nuestros nietos
lleguen a viejos. Es obvio que en ese caso no deseamos ver a nuestros
nietos llegar a viejos (aunque también podríamos tener ese deseo
imposible).
Una vez establecida la distinción entre la realización objetiva y
subjetiva de los deseos, podemos enunciar la tesis de Nagel: que tanto

91
La cuestión de los animales

la frustración objetiva como subjetiva del deseo son formas de causar


perjuicio. Según esta tesis, la muerte perjudica a la persona que
muere porque todos los deseos cuya realización exige que siga
existiendo quedan objetivamente frustrados. Por ejemplo, si quiero
ser rico y famoso pero muero antes de lograrlo, esos deseos quedarán
objetivamente frustrados. Desde luego, no sentiré frustración alguna,
pues ya no existiré, pero será cierto que lo que deseaba no pudo ser
porque la muerte lo impidió. En cuyo caso, la muerte me perjudicó,
si se puede considerar perjuicio a la frustración objetiva de un deseo.
¿Tiene razón Nagel al afirmar que la frustración objetiva de un
deseo es una forma de perjuicio? Es importante que respondamos
esta pregunta, si suponemos que los animales tienen pocos deseos
futuros, o incluso ninguno (suposición que examinaremos en el
capítulo 6), pues la muerte será un perjuicio mucho menor para ellos
si gran parte del perjuicio que la muerte nos causa a los humanos
consiste en la frustración objetiva de nuestros deseos a largo plazo.
Para probar la tesis de Nagel, examinemos detenidamente un
ejemplo. Supongamos que Luis está casado con Mónica y desea
fervientemente que Mónica le sea fiel. Mónica, que tiene otras ideas
al respecto, mantiene a espaldas de Luis una relación con otro hombre.
Supongamos que nada se deteriora por ello en la relación entre
Mónica y Luis; que én lo que se refiere a Luis, las cosas son exactamente
como serían si Mónica le fuera fiel. ¿Acaso perjudica a Luis que
Mónica no le sea fiel sólo porque su deseo queda objetivamente
frustrado aunque se realice subjetivamente? No lo creo así.
Reconozco que me siento indinado a pensar lo contrario, pero
puedo explicarlo: podemos distinguir al menos dos sentidos en que
todos, incluidos los utilitaristas, convendríamos en que Mónica obra
mal (más allá de que incumpla su contrato matrimonial) aunque Luis
no salga perjudicado en ninguno de los dos casos. En primer lugar,

92
El utilitarismo y el perjuicio de matar

podríamos afirmar que Mónicaobra mal, pues realmente se arriesga a


herir a Luis: por cautelosa que sea, corre el riesgo de que Luis la
descubra. En segundo lugar, en cierto sentido no es bueno correr
riesgos. La contaminación por radiación es evidentemente mala para
los operarios de una central nuclear por el riesgo de que les produzca
una grave enfermedad en el futuro. Pero consideremos la situación
más adelante: si un operario llega a viejo y muere de un ataque al
corazón, haber estado expuesto a la radiación no le habrá causado
ningún perjuicio. Análogamente, supongamos que pasamos revista a
la vida de Luis poco después de su muerte: siguió felizmente casado
con Mónica y nunca descubrió su infidelidad. Tampoco podemos
decir que haya sido perjudicado. Aunque no se hizo realidad uno de
sus deseos, ello no le causó perjuicio alguno, porque nunca llegó a
saberlo y porque (a la luz de nuestra reflexión ^obre el abogado
estafador) no lo privó de placeres que habría disfrutado si el adulterio
no hubiera ocurrido.
A pesar de lo anterior, algunas personas podrían seguir pensando
que Mónica ha perjudicado a Luis con su proceder. Podrían aducir:
«el perjuicio ocasionado a Luis consiste en que lo que deseaba era
verdadero y lo que obtuvo fue falso».3 Pero creo que esta idea
intuitiva procede de una perspectiva totalmente diferente de la ética
(a saber, el contractualismo) y que no hay forma de que un utilitarista
tenga acceso a ella. Pasaré a explicar esto brevemente para regresar a
la cuestión desde un punto de vista algo diferente en otra sección.
Desde luego, es cierto que lo que las personas desean en general es
lo verdadero, y no un sucedáneo plausible (cuando Luis desea que
Mónica le sea fiel desea exactamente eso -que le sea fiel-, no seguir
creyendo que Mónica le es fiel). Por esta razón, las partes en el
contrato racional no podrían convenir en adoptar principios que les
prohibieran frustrar subjetivamente los deseos de otros en ciertas

93
La cuestión de los animales

circunstancias y a la vez les permitieran frustrarlos objetivamente,


aunque no existiera el peligro de que la persona en cuestión se
enterara. Por ejemplo, podría aducirse plausiblemente que el mat­
rimonio (o al menos cierta clase de matrimonio) crea la obligación
de tener en cuenta los deseos y proyectos importantes de nuestra
pareja, tratando en la medida de lo posible de no frustrarlos. Ahora
bien, lo importante es que esta obligación, desde el punto de vista del
contractualismo, debe entenderse en relación con la realización objetivo
de los deseos. Como lo que tenemos por objetivo es lo verdadero,
sería intolerable que aceptáramos principios que dieran igual valor a
sucedáneos plausibles (esto se ajusta, a mi juicio, a la idea contrac­
tualista de la publicidad de los principios morales). Así pues, es posible
que Mónica incumpliera sus obligaciones para con Luis, aunque no
existiera el peligro real de que él se enterara.
Postulo pues qye la idea intuitiva de que Luis ha sido perjudicado
se desprende, en última instancia, de que se le ha hecho un mal desde
el punto de vista del contractualismo. Luego no se trata de un perjuicio
que el utilitarismo pueda reconocer. Para verlo con claridad, nece­
sitamos un ejemplo en el cual el supuesto perjuicio se ocasione por
accidente (así excluimos la mala intención) y en el que no haya
peligro evidente de que la frustración objetiva del deseo se vuelva
subjetiva (tampoco ha de existir el perjuicio asociado al riesgo). De
modo que presentaré el ejemplo deAna la astronauta, que reaparecerá
en diversas variantes en el resto del libro.
Supongamos que Ana es una mujer muy rica que, hastiada de la
vida en la Tierra, de su miseria y de su constante violencia, se compra
una nave espacial y parte en una trayectoria irreversible que la sacará
de nuestro sistema solar dejándola totalmente fuera de contacto con
la humanidad. Ni siquiera lleva consigo una radio a través de la cual
sea posible localizarla. Supongamos también que antes de abandonar

94
El utilitarismo y el perjuicio de matar

la Tierra mandó erigir una estatua en memoria de su difunto marido,


y que uno de sus mayores deseos es que la estatua siga en píe después
de su muerte. Sin embargo, en una tormenta desencadenada pocos
meses después de su partida, la estatua queda destruida por un rayo.
¿Ha sido perjudicada Ana? Me parece obvio que no, pues nunca se
enterará de lo sucedido. No obstante, su deseo ha quedado objetiva­
mente frustrado. Esto confirma mi sugerencia: lo que subyace a la
idea intuitiva de que se ha hecho un perjuicio, en casos como el de
Luis, es que se ha obrado mal, lo cual entraña el riesgo de que alguien
salga perjudicado o la transgresión de principios sólo inteligibles
para el contractualismo.
Concluyo que la muerte de hecho perjudica a la persona que
muere, pero sólo porque impide la realización subjetiva futura de sus
deseos (es decir, le impide continuar una existencia fructífera), no
porque impida la realización objetiva de muchos deseos relacionados
con el futuro. No obstante, he de destacar una vez más que de esta
tesis no tienen por qué derivarse juicios análogos sobre nuestros
motivos para temer a la muerte o para afirmar que matar es moralmente
condenable. Afirmar que la muerte perjudica porque impide la reali­
zación subjetiva de nuestros deseos ciertamente no implica que nuestro
único motivo para temer a la muerte sea alcanzar esa realización. Por
el contrario, casi todos los deseos, ya se refieran a una sensación de
satisfacción o a un estado de cosas objetivo, dan motivos para temer a
la muerte. La tesis tampoco implica que la única objeción directa que
se puede formular al acto de matar es que impide la futura realización
subjetiva de los deseos. Por el contrario, los contractualistas al menos
condenarán el acto de matar porque vulnera el principio de autonomía,
más allá del perjuicio que ocasione.

95
La cuestión de los animales

La maldad del acto de matar


Si las conclusiones de la sección anterior son correctas, queda claro
que la muerte es tan perjudicial para un animal como para un ser
humano: en ambos casos (normalmente) impide el disfrute de satis­
facciones que se habrían podido alcanzar. De ello se desprende que si
matar a un ser humano es intrínsecamente malo para un utilitarista,
por el perjuicio que causa —al truncar una fructífera existencia futura-
por ese mismo motivo también es intrínsecamente malo matar a un
animal. Como no hay razón para que un observador imparcial se
niegue a conceder entidad moral a la satisfacción experimentada por
un animal, afirmar que es malo impedir la satisfacción futura sólo
cuando se trata de un ser humano equivaldría a discriminar entre
especies.
No obstante, esto no implica que matar a un animal sea igual de
malo que matar a un ser humano. Como veremos más adelante,
algunos han aducido que las satisfacciones características de los seres
humanos tienen un valor moral más grande que las de un animal;
que son «superiores». En cuyo caso, aunque normalmente matar a
un animal sería una acción intrínsecamente mala, nunca se plantearía
una comparación entre el valor de la vida animal y la vida humana.
Incluso la conclusión de que matar a un animal es una acción
intrínsecamente mala tal vez dependa de la versión de utilitarismo con
que se haga el análisis. Si la utilidad se valora en términos de felicidad o
de placer -estados que los animales al parecer disfrutan tanto como
nosotros—el hecho de que matar a un animal impida placeres futuros
será un factor disuasorio, como lo es en el caso de matar a un ser
humano. No obstante, algunos utilitaristas, incluido Singer, piensan
que es mejor valorar la utilidad como realización de una preferencia.4
Así pues, el motivo principal para no matar a un ser humano es que la

96
El utilitarismo y el perjuicio de matar

mayoría de los humanos prefieren decididamente seguir viviendo.


Ahora bien, cabría aducir que la mayoría de los animales (o quizás
todos) son incapaces de tener este deseo. Un animal prefiere la
satisfacción al sufrimiento, pero si es incapaz de conceptualizar su
propia inexistencia futura, no puede preferir seguir existiendo en lugar
de no existir. En el capítulo 6 anaüzaré hasta qué punto son ciertas estas
afirmaciones acerca de las facultades cognitivas de los animales. Por el
momento, veamos qué se deduce de la suposición de que lo son.

El criterio del utilitarismo de la preferencia


¿Cómo ha de entenderse el utilitarismo de la preferencia? En particu­
lar, para calcular la utilidad, ¿tiene en cuenta la realización objetiva o
subjetiva de la preferencia? A mi juicio, es evidente que considera la
realización subjetiva, al menos por dos motivos. En primer lugar,
cabe señalar que si el valor fundamental del utilitarismo fuera la
realización objetiva de los deseos, al calcular la utilidad tendríamos
que dar la misma importancia a las preferencias de los vivos y de los
muertos. Supongamos por ejemplo que en 1900, todos los habitantes
de Villadiego deseaban fervientemente que mientras el pueblo existiera,
la plaza del pueblo tuviera una estatua de Don Diego, su fundador.
Todos ellos han muerto ya, y los actuales habitantes de Villadiego
desean quitar la estatua, porque les parece fea. Supongamos que en el
lapso transcurrido, la población de Villadiego se ha reducido. Si ha de
tenerse en cuenta la realización objetiva, un utilitarista de la preferencia
tal vez sostendría que existe la obligación moral de dejar la estatua
donde está, pues es la opción que satisface los deseos de la mayoría de
los habitantes de Villadiego, lo cual resulta intuitivamente absurdo.
El segundo motivo por el que habría que entender el utilitarismo
de la preferencia en términos de realización subjetiva y no objetiva de

97
La cuestión de los anímales

los deseos es de orden más profundamente teórico: desde todo punto


de vista, un observador benevolente e imparcial no tiene por qué
tener en cuenta la realización de preferencias que son puramente
objetivas. Pues ¿por qué habría de creer que es bueno que las perso­
nas alcancen lo que desean, incluso aunque nunca lo sepan? Es obvio
que satisfacer los deseos de una persona sin que ésta se entere jamás
no forma parte de la benevolencia.
Para demostrar vividamente este argumento, consideremos una
variante del ejemplo deAna la astronauta. Igual que antes, la estatua
del marido de Ana queda destruida poco después de que Ana abandona
laTierra. En el ejemplo anterior, sostuve que no podíamos considerar
que ello supusiera un perjuicio para Ana. Preguntémonos ahora si,
conociendo sus sentimientos al respecto, sería un acto de benevolencia
que mandáramos reconstruir la estatua. Resulta claro que no: aunque
realizaría objetivamente el deseo deAna y nos serviría para expresar
nuestro duelo por'su ausencia, no le supondría el menor beneñcio.Y
todo acto de benevolencia ha de causar beneficios e impedir perjuicios.
Concluyo pues que el utilitarismo de la preferencia debe en­
tenderse en relación con la realización subjetiva de los deseos. La
pregunta siguiente es cuáles deseos han de contar. Supongamos que en
primer lugar se nos responde que sólo cuentan los deseos presentes.
Luego la consideración de los deseos de los animales —por ejemplo, el
de evitar el sufrimiento en el momento que ocurre—haría condenables
las prácticas de la caza y de la cría industrial. Ahora bien, como se
supone que los animales no tienen deseos de seguir existiendo, no será
malo matarlos, pues esta propuesta no tendría en cuenta los deseos
futuros que entrañaría la continuación fructífera de la existencia de un
animal. En cambio, como en general los seres humanos sí desean seguir
viviendo, estaríamos obligados a respetar ese deseo y, por ende, matar a
un ser humano sería una acción intrínsecamente mala.

98
El utilitarismo y el perjuicio de matar

Observemos la curiosa posición a que hemos llegado: mientras


un animal tenga preferencias activas —mientras tenga hambre, sed o
ganas de jugar- el principio de la consideración igualitaria de intereses
prescribirá, en circunstancias normales, la realización de esas pre­
ferencias. Si no hay nada mejor que hacer con el tiempo y los recursos
disponibles, según el utilitarismo de la preferencia tendremos la
obligación moral de dar de comer a un perro hambriento. Pero en
cuanto el animal dejara de tener preferencias activas —si se echara
satisfecho después de comer, o se quedara dormido-, no iríamos en
contra de ninguno de sus deseos al matarlo. Así pues, tenemos la
obligación de darle de comer cuando tiene hambre, pero en cuanto
queda saciado lo podemos matar. Esta combinación de principios
resulta cuando menos extraña.
Lo que es más importante aún, si hemos de centrar nuestra
atención en las preferencias presentes, es que no podremos dar
importancia moral a las preferencias futuras que conocemos. Por
ejemplo, supongamos que David sufre ataques pasajeros de depresión,
durante los cuales cree que nada vale la pena. En el ataque que está
sufriendo hoy, está tan deprimido que no desea seguir viviendo; tal
vez se mataría si reuniera fuerzas para ello. Pero sabemos perfectamente
que mañana volverá a la normalidad. Si sólo contaran los deseos
presentes, para el utilitarismo de la preferencia no sería moralmente
condenable que matáramos a David. Pero sería absurdo: el hecho de
que volverá a desear seguir con vida en el futuro basta para que
matarlo sea una mala acción.
Veamos otro ejemplo para apoyar nuestro argumento. Por lo
general, los adolescentes y los jóvenes niegan rotundamente que
alguna vez deseen tener hijos. De hecho, no hay razón para pensar
que no son sinceros, pero sabemos que muchos de ellos cambiarán
de opinión en algunos años. En circunstancias normales, ofrecer

99
La cuestión de los animales

esterilizaciones gratuitas a esos jóvenes sería una mala política, porque


frustraría su deseo futuro de tener hijos, pero si sólo han de contar
los deseos presentes, esa política no sería moralmente condenable.
Concluyo que el utilitarismo de la preferencia ciertamente daría
importancia a la realización subjetiva de los deseos tanto presentes
como futuros. Ahora bien, el utilitarismo se verá entonces obligado a
repetir que las razones que impiden matar a un animal y matar a un
ser humano son esencialmente las mismas. Si bien es cierto que los
animales no tienen en el presente deseos de seguir existiendo en el
futuro, también es cierto, en circunstancias normales, que en el
futuro buscarán satisfacer sus deseos y evitar el sufrimiento, siempre
que no se los mate. Y a esos deseos habría que darles la misma
importancia que al resto. Como deberíamos tratar de lograr la reali­
zación de los deseos futuros del animal, en circunstancias normales
tenemos la obligación de no matarlo.
En general, un ser humano tendrá muchos más deseos que un
animal en un momento dado, pero esto no viene al caso. Lo que
importa es la cantidad (e intensidad) de los deseos que pueden
hacerse realidad o se harán realidad.Y en este aspecto no hay forzosas
diferencias entre humanos y animales. Así pues, si se preserva la vida
de un ser humano no necesariamente se harán realidad más deseos
que si se preserva la de un animal; ello dependerá de los pormenores
del caso. Hasta ahora, la única diferencia entre matar animales y
humanos es que al no causar la muerte de un ser humano se hará
realidad, en general, un deseo más, a saber, su deseo presente de
seguir viviendo; en el caso de David el depresivo ni siquiera existirá
esa diferencia.
Si un utilitarista de la preferencia ha de dar importancia a los
deseos presentes y futuros, ¿tendrá entonces por objetivo lograr la
mayor realización (media o total) de deseos posible? Esto puede

100
El utilitarismo y el perjuicio de matar

parecer contrario a la intuición, pues una forma de conseguirlo sería


ponerse a crear en las personas deseos fáciles de realizar. No tiene
nada de malo hacerlo; criticar a la sociedad de consumo no es mi
intención en este momento. Lo que es seguro es que no puede existir
una obligación moral de apoyar una sociedad semejante sólo porque
cuantos más deseos se creen en las personas mediante la publicidad,
más deseos se harán realidad.
Aquí se plantean al utilitarismo de la preferencia algunos in­
convenientes. Algunos han intentado superarlos recurriendo a la
noción de deseo racional, aduciendo que sólo tienen importancia moral
los deseos presentes y futuros que pueden considerarse racionales (otro
inconveniente que surge es si sólo han de contar los deseos futuros de
criaturas existentes; este interrogante se plantea en particular en
relación con las políticas demográficas).5 La nocióntie deseo racional es
sumamente difícil de definir. A los efectos de nuestra reflexión, bastará
con distinguir dos enfoques generales del problema. Por un lado,
podríamos expücar la noción de deseo racional en relación con las
modalidades de formación de los deseos que son normales para la
cognición de la criatura de que se trate. Esto permitiría que los animales
y los agentes no racionales en general tuvieran deseos racionales. Por
otro lado, podríamos explicar la noción de deseo racional en relación
con los tipos de procesos de pensamiento y razonamiento carac­
terísticos de los agentes racionales. Esta alternativa volvería a excluir del
ámbito de la moral los deseos futuros de los animales.
Optar por la segunda alternativa sería una forma descarada de
discriminar entre especies: un observador benevolente e imparcial
no tendría por qué dejar de tener en cuenta un deseo concreto por el
sólo hecho de que la criatura que lo tiene no lo ha sometido a un
análisis intelectual. Es claramente comprensible que el observador no
tenga en cuenta los deseos presentes de David el depresivo, o los

101
La cuestión de los animales

deseos suscitados por la publicidad, la hipnosis o la drogadicción,


pues han sido creados y apoyados por procesos que trastornan la vida
cognitiva normal de los agentes afectados. Pero si es verdaderamente
imparcial, el observador no tendría por qué dejar de tener en cuenta
o subestimar los deseos de un animal sólo porque el animal no llevó a
cabo actividades como la de contemplar detenidamente las posi­
bilidades o revisar las premisas en que se basa su deseo en busca de
creencias equivocadas.
Concluyo que el utilitarismo, en cualquiera de sus versiones,
apoya la idea de que matar a un animal es casi siempre intrínsecamente
malo, así como matar a un ser humano. Queda por determinar si el
utilitarismo diría que una acción es tan mala como la otra si la
cantidad y la intensidad de los deseos o placeres involucrados son
aproximadamente proporcionales.

*
El valor de la vida
Además de recurrir al utilitarismo de la preferencia, que ha sido
criticado más arriba, Singer expone un argumento bastante diferente
cuando afirma que matar a un agente racional - a una persona- es
peor que matar a un animal: sostiene que la vida de un agente
racional tiene un mayor valor intrínseco que la de la mayoría de los
animales.6 Ahora bien, esta idea no apela (bueno sería) a ninguna
forma de intuicionismo moral, teoría que examinamos y refutamos
en el primer capítulo. No se trata de que el mayor valor de la vida
humana sea un hecho objetivo que hemos aprehendido mediante
una facultad especial de intuición moral; la idea de Singer es utilizar
una variante de la distinción clásica que hace el utilitarismo entre
placeres superiores e inferiores, transformándola en una distinción
entre modos de vida superiores e inferiores.

102
El utilitarismo y el perjuicio de matar

Cabe señalar que Regan también se siente obligado a exponer


una variante de esta distinción, aunque no es en absoluto utilitarista.
Se propone explicar nuestra idea intuitiva de que si se encontraran
cuatro hombres y un perro en una balsa que sólo tiene capacidad para
cuatro criaturas, habría que deshacerse del perro.7 Regan piensa que
esa intuición se funda en que los placeres característicos de un perro
tienen menor valor intrínseco que los de un ser humano. Como
Regan no es utilitarista, se supone que éste es un hecho objetivo
acerca del mundo que hemos de aprehender de alguna (misteriosa)
manera mediante el procedimiento del equilibrio reflexivo.
El criterio que emplea el utilitarismo para sostener que un placer
—o un modo de vida—es superior a otro es que el superior sería el
preferido por cualquiera que hubiera experimentado ambos. Ahora
bien, todos hemos experimentado placeres animales, como el de un
estómago lleno y una siesta al sol. Sin embargo, nadie desearía una
vida que sólo ofreciera esos placeres y careciera de los placeres
típicamente intelectuales de leer una novela, escuchar música o entablar
una amena charla con un amigo. De ello cabría deducir que el modo
de vida típicamente humano es más valioso que el de un animal.
Según la célebre frase de Mili, es mejor ser Sócrates insatisfecho que
un cerdo satisfecho.
En casos simples, es muy fácil comprender la razón de ser de la
distinción utilitarista entre placeres superiores e inferiores, pues
permite clasificar los placeres con un criterio —distinto del de la
duración o la intensidad- racionalmente aceptable para todos. Por
ejemplo, supongamos que todos los que han probado ambas cosas
prefieren el sabor de la piña al del pan duro. Cabría suponer que a las
personas que nunca han probado una piña les sucedería lo mismo si
lo hicieran. Supongamos que Pepa es una de esas personas. Cono­
ciendo los hechos, tendría que admitir racionalmente que, en igualdad

103
La cuestión de los animales

de circunstancias, el hecho de que alguien experimente el placer de


comer piña es más importante que el hecho de que ella misma
experimente el placer de comer pan duro; después de todo, Pepa
reconocería que si probara la piña la consideraría un placer superior
al de comer pan duro.
Los problemas comienzan a surgir(cuando el carácter del sujeto
debe cambiar sustancialmente para apreciar la nueva gama de placeres,
pues ello podría impedirle seguir apreciando los antiguos. Por ejemplo,
tal vez hagan falta muchos años de estudio disciplinado para apreciar
ciertos placeres intelectuales, como la filosofía o las matemáticas
superiores. Ahora bien, es posible que los cambios de carácter nece­
sarios para apreciar esos placeres inhabiliten a la persona para disfrutar
plenamente el placer del canto, el baile o la espontaneidad. En cuyo
caso, una persona que ha experimentado ambos tipos de placer (es
decir, un intelectual) ya no es un juez competente de sus valores
relativos.
Estos problemas se agudizan aún más cuando se comparan modos
de vida de especies diferentes. ¿De qué manera ecuánime y realista
podemos comparar la vida de un caballo con la de un ser humano,
habida cuenta de los enormes cambios necesarios para pasar de una
vida a la otra en cuanto a facultades y características cognitivas? Singer
intenta eludir este problema utilizando un recurso imaginario.8 Nos
pide que imaginemos una criatura capaz de pasar de un modo de vida a
otro —que vive primero como caballo, luego como humano y luego en
algún modo de vida diferente de los anteriores pero que le permite
recordarlos con exactitud. ¿No es plausible -pregunta- que la criatura
estime que la vida humana es más valiosa que la del caballo?
En realidad, la solución de Singer es tendenciosa. Supone que la
criatura en cuestión conserva recuerdos articulados de sus existencias
previas y puede formular juicios complejos acerca de su valor relativo;

104
El utilitarismo y el perjuicio de matar

a esos respectos el modo de vida de esa criatura se acerca mucho más


al nuestro que al del caballo. Así, no sorprendería que semejante
criatura prefiriera la vida humana, pues cabe prever que, en com­
paración, la vida del caballo le parecerá gris y monótona.Ahora bien,
estos son valores claramente humanos, que reflejan nuestra cognición
comparativamente más compleja.
Lo que tendríamos que hacer es prácticamente imposible: de­
beríamos imaginar a un observador benevolente e imparcial -un
marciano tal vez- que tuviera intereses y facultades cognitivas tan
similares a las nuestras como a las del caballo, y que sin embargo
conociera en profundidad nuestros respectivos modos de vida. En la
medida en que soy capaz de concebir a tal observador, no veo por qué
habría de juzgar que nuestra existencia es más valiosa que la del
caballo. Concluyo pues que la distinción entre placeres superiores e
inferiores, que puede ser inteligible y útil para un utilitarista en casos
simples en que sólo la falta de experiencia impide hacer una com­
paración directa, no sirve para clasificar los placeres y modos de vida
de diversas especies con modalidades cognitivas diferentes.

Los operarios autómatas


He venido afirmando que no hay un principio mediante el cual el
utilitarismo-pueda demostrar que la vida de un ser humano es más
valiosa que la de un animal. No obstante, hay que reconocer el gran
atractivo que ejercen sobre la intuición las creencias del sentido
común que el utilitarismo trata de reflejar en su distinción entre los
placeres superiores e inferiores. En esta sección sostendré que ese
atractivo sólo puede explicarse desde el punto de vista del contrac­
tualismo, con lo cual clavaré un clavo más en el ataúd del enfoque
utilitarista de la cuestión de los animales.

105
La cuestión de los animales

Consideremos el siguiente ejemplo, basado en el hecho conocido


de que en el cerebro de muchos mamíferos, incluidas las ratas y los
monos, existe lo que se ha dado en llamar el «centro del placer». Si se
inserta un electrodo en ese centro, el animal llevará a cabo durante
horas una actividad arbitraria —como mover una palanca—con tal de
que su centro siga recibiendo un estímulo. Imaginemos ahora que se
descubre un centro similar en los seres humanos; supongamos también
que algunos empleadores con iniciativa deciden ofrecer implantes a
sus operarios, de resultas de lo cual sus centros de placer recibirán un
estímulo cada vez que hagan un movimiento relacionado con su
trabajo, como pulsar un botón. Quienes acepten el ofrecimiento
pronto empezarán a vivir en función de su trabajo y del placer que les
genera; trabajarán con gusto dieciséis horas diarias, comerán en el
trabajo y regresarán a sus casas sólo para dormir; dirán que no
comprenden quién podría desear vivir de otra manera. Sin embargo,
nuestra intuición nos indica claramente que su modo de vida ha
empeorado y que sería inmoral que eligiéramos vivir como autómatas,
por ejemplo, llevando a nuestros hijos a la fábrica para que se les
practicara el implante.
Es fácil comprender las razones por las que, en nuestras cir­
cunstancias, preferiríamos no vivir como autómatas: en esa vida
perderíamos de vista todos nuestros deseos, intereses y proyectos
actuales. Así, tenemos casi los mismos motivos para temer al implante
que a la muerte, pues perderíamos todo aquello que nos importa. No
obstante, hemos de reconocer que un autómata tendría los mismos
motivos para temer que le quitaran su electrodo: en su caso también
perdería todo aquello que le interesa, a cambio de intereses y pre­
ocupaciones que no comparte. En consecuencia, no hay nada que
justifique afirmar que un modo de vida tiene más valor moral in­
trínseco que el otro (desde luego, quienes no son autómatas pueden

106
El utilitarismo y el perjuicio de matar

ser de más utilidad a otras personas en diversas formas indirectas). El


utilitarismo tampoco puede justificar esa afirmación apelando a la
distinción entre placeres superiores e inferiores. La posición respectiva
de ambos grupos será simétrica; supongo que cada uno preferirá su
modo de vida presente al que tenía antes.
Sin embargo, en esta situación surge con fuerza la idea intuitiva
de que existe una diferencia de orden moral. Supongamos, por
ejemplo, que para dar resultado, el implante debe practicarse en la
infancia y reajustarse periódicamente. Estamos pensando en hacerle
un implante a nuestro hijo Ignacio, de diez años de edad. Sabemos .
que operarlo equivaldría más o menos a garantizar su felicidad futura,
pues sólo tendrá un gran deseo que podrá satisfacer de forma sencilla
y casi continua. No obstante, haríamos mal en decidir ese futuro para
Ignacio, porque sabemos que una vez operado nunca tendrá el deseo
de cambiar, ni, de hecho, ningún otro deseo ferviente.
Esta idea intuitiva sólo puede explicarse desde el punto de vista
del contractualismo, pues creemos que los autómatas pierden la
capacidad de planificación y de opción que es característica de los
agentes racionales (véase un análisis profundo de la condición de
agente racional en el capítulo 6). Nos inclinamos a pensar que el
deseo de sentir placer domina su cognición en tal medida que excluye
la posibilidad de ejercer una autonomía auténtica. De hecho, su
situación es exactamente igual a la de un drogadicto, sólo que sin los
efectos debilitantes de la drogadicción. Los operarios autómatas con­
servan la capacidad potencial de actuar racionalmente, pues de quitárseles
el implante pronto volverían a la normalidad. En realidad, de algún
modo también conservan la capacidad real de hacerlo, pues cabe presumir
que siguen teniendo en la mente las estructuras cognitivas necesarias
para actuar de forma autónoma. Es sólo que los implantes les impiden
ejercer esta capacidad, del mismo modo que el envoltorio de una

107
La cuestión de los animales

copa frágil le impide ejercer la capacidad de romperse (desde esta


perspectiva, tendríamos poderosas razones para rescatar a los opera­
rios autómatas de su situación, incluso luchando en contra de su
firme resistencia, aunque ése no es el tema en el que me propongo
centrarme).
De lo dicho se desprende que seremos nosotros, y no los operarios
autómatas, quienes concertaremos los términos del contrato moral,
pues en el contractualismo la determinación de las normas morales
incumbe a agentes racionales, libres y autónomos. En otras palabras,
los autómatas no pueden rechazar racionalmente ningún sistema
normativo que se les proponga, porque en sus circunstancias ya no
pueden hacer uso de su capacidad de decisión racional. Así pues, cabe
esperar que no se opondrán a ninguna norma que se decida proponer,
como la de impedir que se le haga un implante a Ignacio. ¿No sería de
lo más natural, entonces, que decidiéramos condenar toda práctica
que atente contra el ejercicio de la verdadera autonomía, como la de
convertir a las personas en operarios autómatas desde la niñez?
Después de todo, nuestra condición de agentes autónomos se da por
sentada en relación con todo aquello que nos interesa. Llegamos,
pues, a la conclusión de que el contractualismo, a diferencia del
utilitarismo, podría afirmar que operar a Ignacio es malo en sí -que
es precisamente lo que nos dice intuitivamente el sentido común.

La vida como viaje


Más recientemente, Singer ha hecho otro intento de fundamentar su
opinión de que la vida de los agentes racionales es más valiosa que la de
los animales sin abandonar su perspectiva utilitarista: adujo que la vida
humana podría concebirse como un viaje.9 Si estoy haciendo un viaje
y me veo obligado a abandonarlo, mi decepción en general será

108
El utilitarismo y el perjuicio de matar

proporcional a lo cerca que me encuentre de la meta y al esfuerzo que


me haya costado el trayecto recorrido, que ahora Tesulta inútil. Singer
opina que lo mismo sucede en la vida. Gran parte del comienzo de la
vida es sólo una preparación para lo que sigue; muchos tenemos
proyectos a largo plazo que dan forma y contribuyen a dar sentido a
nuestra vida. Así pues, es menos trágico que la muerte ocurra en la
temprana infancia, cuando el viaje apenas ha comenzado, o en la vejez,
cuando ya hemos concretado muchos de nuestros proyectos. También
se considera menos objetable desde el punto de vista de la moral el
matar a un ser humano cuando se encuentra en esas etapas de su vida.
Lo más importante para nuestros propósitos es que Singer sostiene
que el viaje de la vida comienza, para el viajero, cuando cobra
conciencia de su pasado y su futuro y considera que algunas de las
actividades que realiza son preparativos para el futuro. Supongamos
que es así, y que la mayoría de los animales carecen por completo de
semejante concepción de sí mismos (suposición que examinaremos
en el capítulo 6). En ese caso, el animal nunca podrá emprender un
viaje y la muerte no será para él una tragedia, pues no supondrá una
interrupción.Tampoco se podrá hacer una objeción moral directa al
hecho de matar a esa criatura.
Sin embargo, no veo fundamentos racionales teóricos que sus­
tenten estas opiniones. ¿Por qué habría de dar menos peso un ob­
servador benevolente e imparcial a los intereses de alguien que no se
mueve que a los de alguien que ha emprendido un viaje? Quien se
queda en casa tiene tantos deseos, objetivos y sentimientos como
quien la abandona. Lo que tal vez sea cierto es que si un observador
comparase la situación de dos viajeros consideraría más grave la
interrupción del viaje de quien más cerca estuviera de su meta, en
igualdad de circunstancias: quien más ha invertido en el viaje es
quien más tiene que perder. Pero no por ello se puede afirmar que un

109
La cuestión de los animales

observador imparcial sólo tendrá en cuenta los intereses de quienes


viajan (es decir, de quienes tienen proyectos y planes a largo plazo).
En cuyo caso, el utilitarismo no tendría motivos para afirmar que la
muerte de un animal o de un bebé es menos grave que la de un agente
racional. Por el contrario, el hecho de que la muerte impide la
realización futura de deseos en todos los casos constituye la misma (y
la única) objeción directa del utilitarismo al hecho de matar.
Es cierto que los argumentos que Singer se propone explicar
mediante la metáfora del viaje resultan muy atractivos para la intuición
de muchas personas. Muchos sienten que la muerte de un bebé o de
un anciano es menos trágica para las víctimas que la muerte de
alguien que está en la flor de la edad. Ahora bien, creo que esta
intuición no es utilitarista y que el utilitarismo no puede basarse en
ella para afirmar que la muerte de un animal tiene menos importancia
moral que la de un agente racional; paso a explicarme.
Consideremos en primer lugar el caso de los bebés. Cabe esperar
que todo aquel que simpatice con el contractualismo estime que la
muerte, ya sea por causas naturales o por accidente, es menos trágica
para un bebé que para un adulto normal, pues se supone que esas
personas darán valor a la condición de agente racional por sobre todas
las cosas, y cabe presumir que el bebé no es todavía un agente
racional (es de suponer que todos los agentes racionales valorarán
considerablemente la condición de agente racional, más allá de las
opiniones morales que tengan).10 Pero es importante destacar que
esto no equivale a afirmar que un contractualista considerará que
matar a un bebé es menos grave que matar a un adulto, como veremos
en el capítulo siguiente. El utilitarismo tampoco puede fundamentar
la afirmación de que la muerte de un bebé reviste menos gravedad
moral, a menos que recurra a una forma de intuicionismo indefendible
y afirme que es un hecho objetivo del mundo que las personas que

110
El utilitarismo y el perjuicio de matar

tienen conciencia de su pasado y futuro son más valiosas que las que
no la tienen. Pues como hemos visto, rio hay razón para que un
observador imparcial no tenga en cuenta los deseos presentes y
futuros de un bebé sólo porque aún no forman parte de un proyecto
de vida global.
Pensemos ahora en los ancianos. También en este caso, muchos
tienen la impresión de que la muerte de un anciano es-menos trágica
que la de un joven. Pero esos juicios sirven sobre todo para expresar
una comparación con las expectativas razonables, que se formula para
consolar a los sobrevivientes (como cuando se dice «ha tenido una
vida larga y buena») —y que no tiene por qué coincidir con la opinión
de quien ha muerto. Es cierto que algunos ancianos restringen cada
vez más sus actividades y proyectos a medida que se acercan al final
de su vida.Y en algunos casos se podría decir, con razón, que a la hora
de la muerte le quedaba a la persona poco por hacer. Pero otros
ancianos siguen haciendo su vida de siempre, como si la muerte sólo
les llegara a los demás (es interesante observar que los miembros de
este grupo suelen vivir más años). En este caso, nada sustenta la
opinión de que la vida como tal puede considerarse un viaje; a lo
sumo se podrá decir que es la forma en que algunas personas conciben
su vida.

Desequilibrio reflexivo
Concluyo que, según el utilitarismo, cabe hacer la misma objeción
moral directa al hecho de matar a un animal que al de matar a un ser
humano, pues las objeciones que hace a ambas acciones son esen­
cialmente las mismas: que se impedirían placeres futuros y que no
matar a un organismo es necesario para que pueda realizar sus
preferencias futuras. Además, el utilitarismo no puede afirmar de

111
La cuestión de los animales

forma coherente que la vida humana tiene un valor moral superior al


de la vida animal sin degenerar en el intuicionismo moral. Las únicas
razones utilitaristas válidas por las que en general sería peor matar a
un humano que a un animal son extrínsecas: en primer lugar, los
humanos suelen vivir más que los animales, por lo que la muerte
truncará una existencia más plena; en segundo lugar, la muerte de un
ser humano en general causará un gran dolor a sus familiares y
amigos, mientras que la de un animal rara vez tendrá esa consecuencia
para otros animales.
¿Resulta aceptable esta posición conforme al equilibrio reflexivo?
Opino que no. Consideremos la siguiente ramificación del ejemplo
deAlfonso, el dueño del albergue para perros, expuesto en el capítulo
1. Llegamos al albergue en medio de un incendio y encontramos a
Alfonso inconsciente en el suelo y a los perros encerrados en sus
jaulas. Nos parece que sólo tendremos tiempo de poner a Alfonso
fuera de peligro o de abrir las jaulas, pero no de hacer ambas cosas.
Supongamos también queAlfonso es muy mayor y tiene costumbres
de ermitaño; vive únicamente para su trabajo y nadie cuida de él. En
estas circunstancias, el utilitarismo tendría que opinar que debemos
rescatar a los perros, pues es evidente que se trata de la forma de
asegurar el mayor placer futuro y /o la mayor realización posible de
deseos futuros. El utilitarismo no puede soslayar esa conclusión
dejando de lado los intereses de los perros sin cometer una dis­
criminación entre especies que resultaría inaceptable desde su propio
punto de vista.
No obstante, la conclusión es moralmente atroz, al igual que sus
consecuencias futuras. Una vez que se acepta que en general matar a
un animal es igualmente grave desde un punto de vista moral que
matar a un ser humano, las prácticas que implican la matanza siste­
mática de animales, como la cría industrial y algunas formas de

112
El utilitarismo y el perjuicio de matar

experimentación con animales, parecerán caer en la misma categoría


moral que el holocausto nazi.Y entonces toda forma de oposición a
esas prácticas, cualquiera sea su grado de violencia, quedará claramente
justificada. De hecho, los activistas en favor de los derechos de los
animales que adoptan métodos terroristas —ponen bombas o en­
venenan comida para bebés—se limitan a seguir al utilitarismo hasta
sus lógicas, aunque moralmente aborrecibles, últimas consecuencias.
La opinión que nos dicta el sentido común, anterior a la teoría,
es que haríamos muy mal en poner las vidas de muchos perros por
encima de la de un solo humano, aunque sea anciano y no tenga
amigos. En muchos de nosotros la creencia está demasiado arraigada
para que la argumentación teórica consiga hacerla tambalear (re­
cordemos del capítulo 1 que compartimos esa creencia incluso con
los filósofos que más han luchado en defensa de los derechos de los
animales, como Regan y Singer). Asimismo, como el contractualismo
nos permitirá conservar esa creencia del sentido común (como vere­
mos en otros capítulos) para la cual el utilitarismo no tiene cabida, y
dado que en otros aspectos el contractualismo es tan satisfactorio
teóricamente (si no más) que el utilitarismo, lo correcto es rechazar
por completo el utilitarismo. En todo caso, el enfoque utilitarista de
la vida animal es tan inaceptable como nos resultó su enfoque del
sufrimiento animal en el capítulo anterior.

Resumen
La muerte perjudica a la persona que muere en tanto y en cuanto la
priva de una existencia futura fructífera. Sin embargo, la razón por la
que tememos a la muerte es que seguir viviendo es un requisito
indispensable para que se cumplan casi todos nuestros deseos. Desde
el punto de vista del utilitarismo, cabe plantear la misma objeción

113
La cuestión de los animales

moral al hecho de matar a un animal que al de matar a un ser


humano, a saber, que la muerte priva de placeres futuros y que seguir
viviendo es una condición necesaria para que se realicen los deseos
futuros de la criatura. Desde el mismo punto de vista, no hay razón
para considerar que la vida de un animal es menos valiosa que la de
un agente racional. A mi juicio, estas conclusiones son demasiado
extremas para ser dignas de crédito.

114
5

El contractualismo y los animales

En este capítulo examinaré<íp que sostendría un contractualista en


relación con la entidad moral de los animalesJ>En todo el capítulo,
para simplificar, supondré que ningún animal puede ser considerado
agente racional en el sentido que es fundamental para el contrac­
tualismo. La veracidad de esta suposición se examinará en el capítulo
siguiente.

El contractualismo de Rawls y los animales


Según Rawls'íja moral es el conjunto de normas en que convendrían
los agentes racionales situados tras un velo de ignoranciay\unque se
supone que esos agentes conocen todas las verdades generales de la
sicología, la economía, etc., han de ignorar sus propias cualidades
(su inteligencia, fortaleza física, proyectos y deseos), así como la
posición que ocuparán en la sociedad resultante de ese conjunto de
normas. Escogerán sus principios morales guiados por deseos generales
de satisfacer sus propios intereses (como los deseos de felicidad,
libertad y poder) que los agentes saben que abrigarán cualesquiera
sean sus deseos e intereses ulteriores.
La moral surge como un sistema de normas para regir la
interacción de los agentes racionales dentro de la sociedad. A primera
vista, pues,parece inevitable que esta perspectiva sólo reconocerá
derechos directos a los agentes racionalesS£omo son ellos quienes
determinan el sistema de normas, buscando su propio interés, sólo la

115
La cuestión de los animales

posición de los agentes racionales quedará amparada por esas normas.


No parece haber razón para que se reconozcan derechos a agentes que
no sean racionales. Así pues, los animales no tendrán entidad moral
según el contractualismo de Rawls, en la medida en que no son
agentes racionales.
Cabría sugerir que, después de todo, hay una forma de reconocer
derechos a los animales con arreglo al contractualismo :<^e podría
designar a algunos de los agentes situados tras el velo de ignorancia
para que hablaran en nombre de los agentes no racionales y se
encargaran de representar los intereses de los animales en la formu­
lación del contrato básico. Después de todo,<en un tribunal, un
abogado puede representar los intereses de un perro en una con­
troversia respecto del testamento de su amo^La idea es que tras el velo
de ignorancia, al igual que en el tribunal, se pueda designar a alguien
para que hable en nombre de quienes no tienen voz propia.
No obstante, incluso si esta ampliación de la teoría de Rawls
fuera aceptable, no tendría como resultado nada parecido a lo que nos
dice el sentido común acerca de los animales. Por el con trarió le
concedería a los animales los mismos derechos que a los seres humanos,
conforme a sus diferentes necesidades y capacidades.^ Así, no cabría
esperar que los animales tuvieran el mismo derecho que los humanos
a la propiedad, pues son incapaces de comprar o vender. Pero sí
podrían tener el mismo derecho a vivir y a que no se los haga sufrir.)
Los representantes de los animales situados tras el velo de ignorancia
no tendrían por qué conformarse con menos, pues hemos de recordar
que, en su posición, aún carecen de creencias morales. Así pues, los
representantes de los derechos de los animales no pueden aceptar el
hecho de que los animales tengan menor importancia moral que los
humanos como razón para asignarles una condición desigual. Ahora
bien, la idea de que se atribuya a los animales una entidad equivalente

116
El contractualismo y los animales

a la nuestra es mucho más extrema de lo que estamos dispuestos a


aceptar, como hemos visto en los dos últimos capítulos.
La sugerencia mencionada plantea otro problema: una vez que se
permite que los animales hablen a través de sus representantes situados
tras el velo de ignorancia, no existe una buena razón teórica para
negar esta prerrogativa a otro tipo de cosas: ¿por qué no se habría de
designar representantes encargados de defender a las plantas y a los
microorganismos, o incluso a las montañas y a los edificios antiguos?
Con este criterio, los derechos morales se difundirían de una manera
que, a mi entender, no resultaría aceptable para nadie.-
La principal objeción al hecho de que se permita designar repre­
sentantes de los intereses de los animales tras el velo de ignorancia es
su arbitrariedad. La medida no obedecería a ninguna razón de ser
teórica independiente, y sólo se adoptaría para Tograr el resultado
deseado de que los animales tengan entidad moral. Ahora bien,
podría parecer que esta acusación es injusta, pues -com o destaca
Rawls- formular una teoría moral consiste, al menos en parte, en
buscar el equilibrio reflexivo. Aunque nuestra teoría no hará referencia
directa a las creencias morales, para ser aceptable ha de incorporar,
cuando menos, muchas de nuestras convicciones morales más
arraigadas.Y de hecho<tenemos convicciones morales sobre la forma
adecuada de tratar a los animales^Así pues, podría decirse que permitir
a los animales hablar por medio de sus representantes tras el velo de
ignorancia es el tipo de alteración teórica que deberíamos haber
previsto desde el principio.
Aunque apoyo el empleo del método del equilibrio reflexivo en
la ética, no creo que sirva para defender la propuesta que nos ocupa.
En primer lugar, como señalé anteriormente<Ta propuesta no expresa
lo que nos dicta el sentido común sobre los animales>Pero hay otra
razón más importante: en su forma inicial, la idea de escoger principios

117
La cuestión de los animales

morales desde una posición de ignorancia Constituía una visión


coherente de la naturaleza de la moral y de su fuente! las normas
morales serían aquellas que acordarían los agentes racionales para
gobernar su conducta recíproca siempre que al seleccionarlas sólo
hicieran consideraciones racionales generales y no se dejaran llevar
por sus propios intereses particulares o su posición en la sociedad.
Pero cuando se designa a algunos agentes para que representen los
intereses de los animales en la selección de normas morales,^a
coherencia desaparece; ya no queda claro lo que constituye la mora]>De
hecho, tal parece que^endríamos que adoptar la definición circular
de que la moral es el conjunto de normas en que convendrían agentes
racionales que creyeran previamente en la entidad moral de los

La réplica a Regan
Regan ha elaborado un argumento encaminado a demostramos que el
contractualismo no puede privar a los animales de entidad moral en
forma coherente sin hacer lo mismo con los seres humanos que no son
agentes racionales, como los subnormales profundos o los ancianos
seniles.1 Dejaré el examen de la última parte de esta acusación para
secciones posteriores; en ellas quedará de manifiesto que Regan
subestima seriamente los recursos de que dispone el contractualismo
para explicar de qué manera se pueden conceder los mismos derechos
morales básicos a todos los seres humanos cualquiera sea su capacidad
mental. Por ahora examinaré <£l argumento de Regan de que el
contractualismo de Rawls es teóricamente arbitrario, al extremo de
negar entidad moral a los animales^?
Regan afirma que^i los agentes situados tras el velo de ignorancia
han de desconocer cuestiones tan fundamentales como sus cualidades

118
El contractualism o y los anim ales

características, sus proyectos de vida y su posición en la sociedad, no


hay razón por la que no habrían de ignorar también la especie a la que
pertenecen)Ahora bien, si los agentes desconocen la especie en que
se han de encarnar, es obvio que, a la hora de seleccionar los principios
morales básicos por los que se han de regir, adoptarán normas que
protejan los intereses de los integrantes de todas las especies por
igual. Así pues, Rawls da por sentado que los ‘animales carecen de
entidad moral al concebir el velo de ignorancia como lo concibe<si lo
hubiera ideado de una forma algo distinta, el contractualismo habría
otorgado a los animales los mismos derechos que a los humanos^
Dicho esto, no deseo sugerir que haya nada de sacrosanto en la
forma en que Rawls caracteriza los pormenores del principio del velo
de ignorancia. (Por el contrario, es evidente que mediante^na sim­
ple extensión de sus ideas surgiría una ética sumamente ecológica,
motivada a la vez por consideraciones teóricas^Bastaría suponer que
los agentes situados tras el velo de ignorancia desean habitar en un
medio ambiente saludable, además de desear felicidad, libertad y
poder como bienes primordiales: ello conduciría inmediatamente a
un acuerdo sobre principios para la protección del medio ambiente.
No obstante, el acuerdo tendría el fundamento racional de que aparte
de todos sus demás deseos, los agentes racionales desearían vivir en
un medio ambiente saludable y agradable.) Sin embargo, no creo que
la extensión sugerida por Regan —que los agentes situados tras el velo
de ignorancia no sepan a qué especie pertenecen—sea coherente,
como trataré de explicar a continuación.
Un problema inicial es que Regan malinterpreta a Rawls. Opina
que para Rawls el velo de ignorancia es una posibilidad metafísica
genuina; que según él los agentes racionales realmente podrían ignorar
su propio carácter, sus deseos, sus atributos, su sexo y su posición
social, y existir tal vez en forma de almas no encarnadas. En realidad.

.119
La cuestión de los anim ales

Rawls sólo se sirve del velo como forma de excluir todo conocimiento
no deseado>conel fin de queíjil determinar los principios morales no
recurramos a conocimientos que puedan atentar contra la razona-
bilidad del resultado^ No obstante, esto no basta para refutar el
argumento de Regan, pues cabe suponer que los agentes racionales
no tendrán en cuenta su condición de tales ni siquiera a la hora de
formular racionalmente un sistema de normas. Si pueden prescindir
de los conocimientos relativos a su propio sexo o condición social,
cabe presumir que también podrán hacer caso omiso del hecho de
que pertenecen a determinada especie, o incluso de que son agentes
racionales.
La verdadera réplica a Regan debe guiarse por la idea de que con
su propuesta se quebrantaría la coherencia teórica del contractualismo
de Rawls. Según éste, la moral es en realidad obra del ser humano (en
ausencia, claro está, de cualquier otra especie conocida de agente
racional, cuestión a la que volveré en el próximo capítulo). La moral
ha sido construida por los seres humanos, para facilitar las relaciones
entre los seres humanos y hacer posible la vida en una comunidad
cooperativa. De hecho,<este es uno de los aspectos esenciales de
la concepción rectora del contractualismo^Es indispensable para ex­
plicar la forma en que surgen las nociones morales sin caer en los
excesos del intuicionismo y del objetivismo estricto. Además, es una
premisa fundamental de la^xplicación contractualista del origen de
la motivación moraí) tanto en la versión de Rawls (hacer posible la
convivencia comunitaria pacífica entre los seres humanos en con­
diciones de modernidad) como en la mía, en que el principio básico
del contractuahsmo (así como el deseo de respetarlo) se considera
innato y ha sido seleccionado en el proceso de evolución por su valor
para promover la supervivencia de nuestra especie. Sugerir a estas
alturas que habría que formular el contractualismo de forma que

120
El contractualism o y los anim ales

asignara igual entidad moral a los animales y a los seres humanos


equivaldría a desentendemos de nuestro conocimiento acerca del
origen de las nociones morales y de la importancia que hemos de
asignarles^
Cabría objetar que esta réplica a Regan<reduce implausiblemente
la moral a una suerte de antropología^ pero eso no es cierto. No creo
que los juicios morales sean en realidad<^añrmaciones disfrazadas
sobre las condiciones necesarias para la supervivencia de la especie.
Por el contrario, se refieren a lo que aceptarían razonablemente los
agentes racionales que compartieran el objetivo de alcanzar un acuerdo
libre y voluntario. Me limito a sostener que si tenemos un concepto
innato de la moral y un deseo innato de justificar nuestras acciones en
términos que otros puedan aceptar libremente es porque ello ha
promovido la supervivencia de nuestra especie a lolargo de la historia.
Ahora bien, si el principio del contractualismo expresa lo que constituye
la moral, para nosotros, entonces no hay punto de vista moral desde
el cual se la pueda criticar, o se pueda aducir que tenemos la obligación
moral de ampliar la aplicación de ese concepto a fin de otorgar a los
animales una entidad moral igual a la nuestra.
Concluyo, por tanto, que Regan se equivoca. Rawls no procede
arbitrariamente al permitir que los agentes situados tras el velo de
ignorancia tengan conocimiento de su especie y de su condición de
agentes racionales. Por el contrario, dicho conocimiento es funda­
mental para asegurar la plausibilidad de la concepción rectora del
contractualismo acerca de la fuente de las nociones morales y de la
motivación moral.

121
L a cuestión de los anim ales

El contractualismo de Scanlon y los animales


Las observaciones formuladas más arriba en respuesta a Regan afianzan
la sospecha de que^negar entidad moral a los animales>no es sólo una
mera peculiaridad de la exposición de Rawls, sino^ma consecuencia
del propio contractualismé>Para corroborar esta impresión, analicemos
brevemente en qué situación quedarían los animales con arreglo al
contractualismo de Scanlon, que supone que los agentes involucrados
son reales y conocen cabalmente sus cualidades y deseos idiosin-
cráticos, así como su posición en la estructura de la sociedad. Re­
cordemos que. según Scanlon,<¡fas normas morales son aquéllas que
nadie rechazaría razonablemente como base si desea llegar a un
acuerdo libre y voluntario^Las únicas idealizaciones que hace Scanlon
son que las elecciones y objeciones que se hagan siempre serán
racionales y que todos los participantes han de compartir el objetivo
de alcanzar tal acuerdo.
En este caso, seguimos teniendo una visión coherente de la
naturaleza de la moral; de hecho, se trata básicamente de la misma
visión que presenta el contractualismo de Rawls. No obstante, dado
que el modelo de Scanlon emplea agentes reales, con deseos e intereses
personales, y que^á muchos agentes reales les preocupa el bienestar
de algunos animales, o de todos, es lícito preguntarse si estas perso­
nas no rechazarían razonablemente un sistema de normas que no
tuviera en cuenta los intereses de los animales^JTal vez los animales
acaben teniendo entidad moral en esta versión del contractualismo,
pues su suerte preocupa sobremanera a muchas de las partes en el
contrato.
<^Jecesitamos saber ahora lo que constituye un fundamento razo­
nable para rechazar una norma propuesta>Quedaría claro, al menos,
que^ío será razonable que una persona rechace una norma fundándose

122
El contractualism o y los anim ales

en un motivo que permita a los demás rechazar cualquier norma que se


proponga, pues en ese caso no podríamos alcanzar el objetivo común
de llegar a un acuerdo libre y voluntaric^ Así pues,<no será razonable
rechazar una norma porque está en conflicto con mis intereses
personales, pues toda norma (excepto las más triviales) entrará en
conflicto con los intereses de alguieri^Tal vez doy mucha importancia
al bienestar de los animales, pero otros dan mucha importancia a la
etiqueta, a las prácticas sexuales o a la adoración de su dios. Si puedo
rechazar razonablemente toda norma que no tenga en cuenta los
intereses de los animales, otros podrán hacer lo propio con las
normas que nos permiten vestirnos y hacer el amor como queramos,
y tener o no una religión según nos parezca. Incluso, algunos podrían
rechazar de forma igualmente razonable toda norma que impidiera
matar, si realmente quisieran acabar con quienes se interponen en su
camino.
Las normas que sí se pueden rechazar razonablemente son las
que no tienen en cuenta mis intereses en general, o las que permiten
que otros infrinjan mi derecho a la intimidad o intervengan en mis
proyectos según su capricho. Después de todo, como sé que otros
tendrán la misma razón para rechazar una norma que me permita
entrometerme en su vida, y deseo ponerme de acuerdo con ellos para
formular ciertas normas comunes de conducta, renunciaré de buen
grado a mi derecho de inmiscuirme en la vida de otras personas si al
hacerlo mi vida queda igualmente protegida de la injerencia ajena.
De hecho, tal parece que, como antes, el principio básico sobre el
cual deberíamos ponernos de acuerdo es el del respeto de la autonomía
de los agentes racionales.
En consecuencia, concluyo que el contractualismo de Scanlon, al
igual que el de Rawls, niega entidad moral a los animales, en la
medida en que no son agentes racionales. La cuestión es que no todos

123
L a cuestión de los anim ales

los intereses e inquietudes son de índole moral. De la misma manera


que a algunos puede interesarles mucho la arquitectura sin que por
ello crean que algunos edificios tierien entidad moral, o el derecho de
ser preservados (el cual no se deriva del hecho de que interesen
mucho a personas como ellos) Xes posible amar a los animales sin
pensar que tienen derechos^

Dos variedades de importancia indirecta


La afirmación de que el contractualismo no otorga entidad moral a
los animales no necesariamente implica que uno pueda, con total
impunidad, hacer lo que quiera con cualquier animal: queda por
determinar si los animales revisten una importancia moral indirecta.
Esta cuestión es fundamental, pues debemos determinar si el con­
tractualismo al menos se aproxima a la actitud que nos sugiere el
sentido común en relación con los animales. Si el contractualismo no
es capaz de explicar ninguno de nuestros juicios morales ordinarios
en este ámbito, resultará menos aceptable como teoría moral con
arreglo al equilibrio reflexivo.^Dos formas obvias en que el con­
tractualismo podría asignar importancia moral indirecta a los animales
serían incluirlos en las normas relativas a la propiedad privada o
tratarlos como un asunto de interés público legítimo; consideremos
ambas posibilidades'
Si el contractualismo reconoce un sistema de derechos de pro­
piedad, como parece plausible, queda claro que esos derechos prote­
gerán al menos a algunos animales. Si tengo el derecho de que nadie,
en circunstancias normales, destruya mi propiedad, mi vecino tiene
la misma obligación moral de no matar a mi perro que yo de no
prender fuego a su coche<^i él lo hiciera, no obstante, serían mis
derechos los que serían infringidos, no los de mi perroMe hecho, ni

124
El contractualism o y los anim ales

mi perro ni su coche tendrían ningún derecho. Cabe señalar además


qu^/muchos animales en estado salvaje, por carecer de dueño, no
quedarían amparados por los derechos de propiedad (aunque algunos
podrían recibir protección legal en parques nacionales o cotos de
caza)N,En p articu lares animales que tienen dueño quedarían des­
protegidos ante ellos: así como tengo derecho a destruir mi coche si
lo deseo, también tendría derecho a hacer lo propio con mi perro^Al
parecer, recurrir a los derechos de propiedad no nos lleva muy lejos
en nuestro intento de conciliar el contractualismo con el sentido
común.
Resultaría más plausible apelar al hecho de que los animales
interesan mucho a muchas personas; tal vez esto convertiría a la
forma en que tratamos a los animales en un asunto de interés público
legítimo. Hagamos una comparación con el hecho de que muchos
asignan suma importancia a la arquitectura y a la estética del medio
en que viven. Ello bastaría para crear en los dueños de un bonito
edificio antiguo la obligación moral de no destruirlo o alterarlo,
excepto por razones muy poderosas (como que, por ejemplo, por
descuido de dueños anteriores, pudiera derrumbarse). Como principio
general, cabría esperar que las partes racionales en el contrato re­
chazaran toda norma que no impusiera ciertas limitaciones a los
derechos de propiedad.guando una propiedad privada reviste un
interés público legítimo, es razonable que el derecho del dueño a
disponer de su propiedad se ejerza dentro de ciertos límites.^
Lo mismo puede decirse de los animales: el hecho de que a
muchas personas les interesan los animales y les inquieta su sufri­
miento tal vez nos impondría la obligación de no hacerlos sufrir salvo
por motivos de peso. No porque hacer sufrir innecesariamente a un
animal infrinja sus derechos (nadie que altere la fachada de un
edificio bonito infringe los derechos del edificio); desde este punto

125
L a cuestión de los anim ales

de vista, ni los animales ni los edificios tendrían derechos o entidad


moral directos.^Hacer sufrir a un animal infringiría los derechos que
tienen las personas que se interesan por los animales de que se
respeten y tengan en cuenta sus intereses^
Desde este punto de vista, tal vez se pueda rescatar dentro del
contractualismo mucho de lo que nos dice el sentido común sobre la
forma moral de tratar a los animales. En particular, se podría explicar
por qué es cierto que, si bien tenemos deberes para con los animales,
sus vidas e intereses no son comparables a los de los seres humanos:
esos deberes surgen de forma indirecta, del respeto a quienes se
interesan por los animales. E indudablemente/ése deber de respeto
queda en segundo plano cuando corren peligro los intereses más
fundamentales o incluso la vida de una persona)-Consideremos una
vez más el ejemplo del edificio an tig u o :^ se trata de la única
residencia de su propietario y requiere cambios estructurales que lo
vuelvan habitable, ciertamente se permitiría modificarlo, incluso en
contra de los intereses del público en general^>
¿Qué firmeza tendrían, desde este punto de vista, las limitaciones
que impondrían al sufrimiento animal los sentimientos legítimos de
quienes se interesan por los animales? Es obvio que, como acabamos
de ver^esas limitaciones no bastarían para condenar acciones que
hicieran sufrir a los animales pero que fueran necesarias para atender
un importante interés humano, como las pruebas de nuevos medica-
mentos^Lo que es más importante aún,<Jas limitaciones sólo se
aplicarían a sufrimientos infligidos de forma inevitablemente pública"^
Así pues, los dolorosos métodos de cría industrial y las pruebas de
detergentes en animales no quedarían descartados, pese al objetivo
trivial manifiesto de estas actividades (obtener carne más barata y
nuevas clases de champú): cabría dar a quienes protestan por estas
actividades una respuesta legítima similar a la que se da a quienes se

126
El contractualism o y los anim ales

sienten incómodos frente a prácticas sexuales atípicas («si te molesta,


no pienses en ello») .'vSi bien es cierto que no se deberían realizar
prácticas sexuales atípicas (o hacer sufrir a los animales) en forma
pública y ostensible, pues podría resultar ofensivo, al parecer no
habría inconvenientes en que se llevaran a cabo en privado^Así pues,
aunque esta sugerencia relativa a la actitud del contractualismo para
con los animales parece dar cabida a mucho de lo que nos dicta el
sentido común, no apoya a quienes hacen campañas en defensa de los
animales criados a escala industrial o utilizados en laboratorios.
No obstante, este punto de vista sí tropieza con obstáculos, más
allá de las consecuencias que entrañe en relación con las controvertidas
prácticas de la cría industrial y la experimentación de laboratorio. El
primer obstáculo es quecos deberes para con los animales se plantean
tanto en el ámbito privado como en el público^Aunque se pueda
explicar por qué es moralmente condenable maltratar a un perro en la
calle, no resulta tan obvio que sea igual de malo torturar a un gato en
la intimidad de nuestro hogar, pues al mantenerse oculto de los
demás, el sufrimiento del gato no molestaría a nadie. Sin embargo,
cabría afirmar que a nivel intuitivo sigue siendo una mala acción. En
segundo lugar, nuestro sentido común también nos dice que la
crueldad para con los animales es mala por lo que causa al animal, no
por el sufrimiento que pueda ocasionar a un observador humano
compasivo, como parece sugerir este punto de vista.
Tal vez el contractualismo tenga más principios generales con
que defenderse. Por ejemplo, como los animales son capaces de
desplazarse de forma independiente, a diferencia de la mayoría de las
propiedades, existe un mayor riesgo de que una acción supuestamente
privada se haga pública. Si el galo lograra escapar a la vía pública en
medio de la sesión de tortura, su apariencia podría molestar a otras
personas. Es obvio que este tipo de consideraciones es bastante débil,

127
La cuestión de los anim ales

como quedará especialmente de manifiesto en este nuevo ejemplo de


Ana la astronauta.
Recordemos que Ana ha abandonado la Tierra en una nave
espacial, en una trayectoria irreversible que la alejará para siempre
del sistema solar y la dejará fuera de contacto con sus semejantes.
Ahora bien, en la nave espacial lleva un gato y una célebre obra de
arte de la cual es la legítima dueña (la Mona Lisa, por ejemplo). Con el
transcurso de los años, Ana se aburre de sus libros y de sus cintas y
busca otras formas de distracción. Comparemos dos casos: en el
primero, quita el cristal protector de la Mona Lisa y usa el cuadro como
diana para sus dardos; en el segundo caso ata al gato a la pared y lo
utiliza a él como diana. Me parece que para nuestra intuición habría
una diferencia moral muy grande entre ambos casos. Esa idea intuitiva
no puede explicarse partiendo de la hipótesis de que nuestras
obligaciones para con los animales, o para con los objetos bellos,
sólo se derivan del efecto probable de nuestras acciones sobre la
sensibilidad de otras personas, pues lo que ambos casos tienen en
común es la seguridad de que no habrá testigos.
Estaría dispuesto a afirmar que Ana no hace nada malo al arrojar
sus dardos contra la Mona Lisa. Podría lamentar su actitud filistea, pero
no podría sostener que infringe ningún derecho ni que incumple
obligación moral alguna, pues de todos modos nadie volverá a ver ese
cuadro jamás (sí podría decir queAna hizo mal en llevarse semejante
obra de arte consigo, pero esa es otra cuestión). En cambio, es
claramente condenable que Ana arroje dardos contra el gato sólo
como pasatiempo, a pesar de que tenga la certeza de que su actitud no
molestará a nadie, pues nadie se enterará. Por ende, concluyo que el
contractualismo no puede dar cabida a todos los dictados del sentido
común en relación con la forma moral de tratar a los animales
intentando darles una importancia moral indirecta sobre la base de

128
El contractualism o y los anim ales

que son muy importantes para muchas personas. Se nos presenta en


este momento la opción de abandonar los enfoques contractualistas
de la moral o parte de lo que nos dicta el sentido común.
Cabría aducir que el conflicto con las creencias ordinarias sobre
el particular no es un grave problema para el contractualismo, pues
en realidad sólo se plantea en ejemplos imaginarios. En efecto, en
cualquier caso real de crueldad privada para con los animales existirá
el peligro de que se haga público. Para este argumento hay dos
respuestas: la primera es que no se puede menospreciar un ejemplo
porque sea imaginario. Cuando examinamos el caso de Ana la astro­
nauta tuvimos la certeza de que haría mal en arrojarle dardos a su
gato. Esta actitud tiene tanto derecho a formar parte del sentido
común como cualquier otra, aunque el ejemplo no sea real. La
segunda respuesta es que el sentido común no se limita a decirnos
que la crueldad hacia los animales está mal. También nos dice que
está mal por lo que se hace al animal, no por el efecto que la acción
cause a un posible observador; este punto aún no ha sido explicado.

Un problema para el equilibrio reflexivo


Como acabamos de ver, el contractualismo tropieza con dificultades
al intentar ajustarse a lo que dice el sentido común respecto de la
forma moral de tratar a los animales. Propongo que dejemos de lado
esta cuestión por el momento; volveremos a ella en el capítulo 7, en
que mostraré de qué manera el contractualismo puede alcanzar el
equilibrio reflexivo en ese aspecto. Me ocuparé ahora de una dificultad
más directa y más grave: el contractualismo no sólo parece entrar en
conflicto con la moral del sentido común en relación con los animales;
también tropieza con dificultades en relación con la forma moral de
tratar a los seres humanos que no son, desde ningún punto de vista,

129
L a cuestión de los anim ales

agentes racionales, comeaos recién nacidos, los ancianos muy seniles


o los subnormales profundos^Esta dificultad es mucho más grave,
pues las creencias en cuestión están muy arraigadas en la moral del
sentido común.
Si el contractualismo no asigna entidad moral a los animales
porque no son agentes racionales, tal parece que, con el mismo
criterio, haría lo mismo con los seres humanos que no son agentes
racionales. De ser así, matar a un bebé o a un anciano senil no
infringiría sus derechos, porque no los tendrían. A lo sumo, matarlos
iría en contra de nuestra obligación de respetar los sentimientos
de quienes se interesan por los bebés (o el bebé en particular) o
los ancianos seniles, lo cual resulta, cuando menos, contrario a la
intuición.
En el caso de los bebés, el contractualismo tal vez podría explicar
mejor por qué está mal hacerlos sufrir: cabe prever que ese sufrimiento
afectará a los agentes racionales en que se convertirán algún día. Así
pues, nuestra acción violaría directamente los derechos de esas perso­
nas futuras, por lo cual sería condenable aunque se hiciera en privado
para no molestar a otros. Análogamente, un contractualista quizás
pueda explicar por qué está mal matar a un bebé, si está dispuesto a
aceptar el principio de que no se debe impedir la existencia de un
agente racional (lo que diga a este respecto tendrá consecuencias
claras sobre su actitud ante el aborto y los métodos anticonceptivos).
Pero no podrá explicar de la misma manera por qué no se debe matar
o hacer sufrir a un subnormal o a un anciano senil, pues esos seres
humanos ya no tienen, en general, la posibilidad de llegar a ser
agentes racionales.
Para aclarar aún más este punto, volvamos al ejemplo de Ana la
astronauta. Supongamos que Ana se ha llevado consigo a su abuelo,
cuya senilidad va aumentando en el transcurso del viaje. ¿No sería

130
El contractualism o y los anim ales

moralmente condenable que a Ana se le diera por usarlo a él como


diana para sus dardos para combatir el aburrimiento, o que lo matara
porque no soporta verlo babear? Y en ese caso, ¿por qué, si sólo los
agentes racionales tienen entidad moral?Además, el sufrimiento o la
muerte del abuelo de Ana no causará preocupación ni pesar a nadie.
Tal parece que el contractualismo tropieza con serias dificultades
al querer incorporar los dictados del sentido común acerca de los
seres vivos que no son agentes racionales. Como esta actitud está aun
más arraigada respecto de los seres humanos que no son agentes
racionales que respecto de los animales, pretender abandonar el
sentido común porque está en conflicto con la teoría del contrac­
tualismo dará aun menos resultado. Por ejemplo, las pruebas de
detergentes en ancianos seniles o la caza deportiva de subnormales
serían prácticas inadmisibles. Al parecer, si no encontramos otra
forma de analizar estos ejemplos según el contractualismo, éste re­
sultará moralmente inaceptable como teoría. Pasaré ahora a con­
siderar diversas formas en que el contractualismo podría responder.

La genealogía y las perspectivas de senilidad


El propio Rawls tiene una forma de garantizar derechos morales
directos a todos los seres humanos: hace que los agentes situados tras
el velo de ignorancia determinen las normas no sólo para ellos
mismos, sino también para sus descendientes.3 Esta propuesta de
Rawls tiene por objetivo principal dar igual importancia a las gene­
raciones futuras que a las presentes en la aplicación del principio de
la diferencia -aduciendo, por ejemplo, que haríamos mal en agotar
los recursos naturales de la Tierra. Ahora bien, la propuesta puede
servir también para otorgar derechos a los bebés, a los ancianos
seniles y a los subnormales, pues garantiza los mismos derechos

1 31
la cuestión de los anim ales

morales no sólo a todos los agentes racionales, sino también a sus


descendientes.Y como todo ser humano —ya sea bebé, anciano senil o
subnormal—es hijo (o al menos desciende) de un agente racional, se
llega a la conclusión de que todos los seres humanos tienen los
mismos derechos morales básicos. No obstante, como suponemos
que ningún animal desciende de un agente racional, ningún animal
tendrá derechos directos.
La primera pregunta que cabe plantear es si esta posición tiene
una motivación adecuada o si es arbitraria desde el punto de vista
teórico, como la propuesta antes analizada de que algunos agentes
situados tras el velo de ignorancia se ocuparan de representar los
intereses de los animales. Recordemos que se supone que estos
agentes conocen todas las generalidades sobre la condición y la
sicología humanas. En consecuencia, sabrán que es muy probable que
tengan hijos y que les importará mucho lo que sea de ellos en el
futuro. Resultará totalmente razonable que insistan en otorgar derechos
directos a todos los hijos de agentes racionales (y en definitiva a todos
los seres humanos). Esta propuesta no sólo no es arbitraria, sino que
se deduce directamente de la forma en que Rawls caracteriza el velo
de ignorancia.
No obstante, esta es una de las etapas en que el carácter artificial
de la construcción de Rawls puede cobrar importancia, pues no
resulta tan obvio que el argumento expuesto más arriba pueda tra­
ducirse a otras variedades de contractualismo.Tomemos por ejemplo
la versión de Scanlon. Muchos agentes reales saben que nunca tendrán
hijos. Los padres de otros quizás hayan muerto sin llegar a la senilidad.
Al parecer, esos agentes podrían rechazar razonablemente las normas
que reconocieran derechos morales directos a los bebés, a los sub­
normales o a los ancianos seniles, así como quienes no se interesan
por el arte tal vez rechazarían razonablemente las normas propuestas

132
El contractualism o y los anim ales

por los admiradores de las obras de arte que concedieran a éstas


derechos morales directos. Si queremos encontrar argumentos con­
vincentes para que el contractualismo asigne entidad moral a todos
los seres humanos, tal parece que hemos de seguir otros derroteros.
Consideremos otra propuesta. Como agente racional, sé que es
probable que un día comience a entrar en la senilidad.También sé que
es posible que un accidente me reduzca al estado de un subnormal o
de un bebé. Ahora bien, se supone que yo desearía conservar en esas
circunstancias los mismos garantías y derechos morales básicos de
que disfruto ahora. Desde luego, si realmente me encontrara senil,
no estaría en condiciones de rechazar racionalmente un sistema de
normas que privara a la población senil de derechos morales. Pero
ahora sí puedo hacerlo, porque esas normas entrarían en conflicto
con lo que deseo para mí cuando me vuelva senii, y porque veo que
todos tienen tantos motivos como yo para rechazarlas.
De tener éxito, el argumento que acabo de exponer permitiría
conceder entidad moral a todos los seres humanos, más allá de sus
facultades cognitivas, pues si se la concede a quienes se vuelven seniles o
subnormales profundos a causa de un accidente, sin duda sería
intolerable que se la negara a quienes nacen en esas condiciones.Y si se
asigna entidad moral a los adultos que son subnormales profundos de
nacimiento, al parecer no habría motivos para negarla a los bebés,
que tienen un nivel similar de actividad cognitiva.
No obstante, esta tentativa de reconocer los mismos derechos
básicos a todos los seres humanos fracasa por dos razones. La primera
es relativamente simple: no todo el mundo quiere seguir disfrutando
de las mismas garantías morales en la senilidad. De hecho, muchas
personas (especialmente cuando la perspectiva de entrar en la senilidad
se hace cada vez más real) dicen que sólo les queda esperar que
alguien tenga el valor de matarlas cuando alcancen ese estado. La

133
L a cuestión de los anim ales

segunda razón es profundamente metafísica: no sabemos si una


persona puede conservar la identidad personal a través de cambios
cognitivos tan grandes como la entrada en la senilidad. Aunque al
final de ese cambio seguiría existiendo el mismo ser humano que
conocemos (o su cuerpo), es muy dudoso que la persona siga existiendo,
pues el ser humano resultante no tendría ninguno de los deseos,
creencias, intereses, recuerdos o cualidades del carácter que —cabría
aducir—constituyen su identidad como persona.4 Esta idea también
coincide con lo que las personas suelen decir de sus familiares o
amigos en esas circunstancias: «la mujer que está en el hospital ya no
es nuestra abuela». Ahora bien, si yo no soy la persona que surge del
proceso de senilidad, entonces no puedo rechazar normas que afecten
a esa persona por mi propio interés. Sin embargo, eso es lo que tendría que
hacer, desde este punto de vista, para poder asignar entidad moral a la
población senil.

El terreno resbaladizo en lo moral


y la estabilidad social
Hay una forma muy distinta en que el contractualismo en cualquiera
de sus variantes puede tratar de reconocer derechos morales directos
a todos los seres humanos. Al igual que la propuesta de Rawls,
también dejará a los animales sin entidad moral. La estrategia se basa
en el hecho de que no existen límites precisos entre un bebé y un
adulto, entre un adulto no muy inteligente y un subnormal profundo
y entre un anciano normal y uno en estado de senilidad avanzado. El
argumento sería pues que tratar de otorgar derechos morales directos
sólo a los agentes racionales (los adultos normales) sería intrín­
secamente peligroso y se prestaría a abusos.
Desde luego, esta es una versión del argumento del terreno

134
El contractualism o y los anim ales

resbaladizo. La idea es que si tratamos de negar derechos morales a


algunos seres humanos aduciendo que no son agentes racionales,
podríamos entrar en terreno resbaladizo en un sentido moral y cometer
todo tipo de barbaridades contra quienes sí lo son. Ahora bien, es
importante aclarar a qué nivel ha de funcionar este argumento, pues en
un plano teórico, nada nos impediría insistir en que sólo los agentes
racionales tienen derechos, dejando indeterminada en muchísimos
casos la cuestión de la posesión de derechos. O podríamos insistir en
que la propia posesión de derechos es una cuestión de grado, de modo
que matar a un ser humano fuera cada vez más grave, en cuanto a la
violación de derechos, a medida que un bebé se aproximara al estado
adulto. Estas teorías, como tales, no tendrían nada de incoherente; lo
que hemos de considerar peligroso es su aplicación práctica. La idea es
que, por su naturaleza, estas teorías se prestarían al abuso de personas
inescrupulosas, por lo que su adopción debería descartarse.
En cambio, existe un límite preciso entre los seres humanos y el
resto de los animales. No necesariamente en términos de inteligencia
o grado de racionalidad, desde luego: un chimpancé puede ser más
inteligente que un humano subnormal y un delfín puede ser más
racional que un bebé. Pero afirmar que los animales deberían quedar
excluidos del ámbito de los intereses morales directos no supone la
misma amenaza real al bienestar de los agentes racionales. Si alguien
sostiene que como los animales no tienen derechos los bebés tampoco
los tienen, en cuyo caso no es moralmente condenable exterminar a
los judíos, los gitanos, los homosexuales y otros presuntos «des­
viados», no es probable que lo tomen en serio ni siquiera quienes
compartan sus siniestros propósitos.
Este argumento que asigna derechos a Lodos los seres humanos
parece tener grandes posibilidades de éxito, pues los agentes racionales
que escogieran principios morales para regir su comportamiento

135
La cuestión de los anim ales

deberían, desde luego, prestar atención a las formas en que esos


principios podrían ser tergiversados o manipulados. El único posible
inconveniente del argumento radica en su premisa empírica, a saber,
que una norma que sólo otorgara derechos directos a los agentes
racionales se prestaría a abusos al extremo de desvirtuarse. No obstante,
siempre y cuando todos comprendan los fundamentos teóricos de las
normas, testarán prevenidos contra los posibles abusos. Así pues,
supongamos que se ha llegado al acuerdo general de que todos los
agentes racionales tienen derechos morales y de que los agentes que
no son plenamente racionales tienen derechos proporcionales a su
grado de racionalidad. Entonces, si alguien aduce que como los bebés
no tienen derechos directos y no existe un límite preciso entre la
infancia y la adultez normal, no se puede formular una objeción
moral directa al holocausto, la respuesta es obvia: que la transición
gradual de la infancia a la adultez refleja la transición de la falta de
derechos morales a su plena adquisición.
Este intento de socavar el argumento del terreno resbaladizo
también fracasa, pues uno de los hechos conocidos por los agentes
racionales es que la mayoría de las personas no son profundamente
teóricas. Así pues, deberían seleccionar principios morales que pro­
porcionaran un marco estable y sencillo para que el común de la
gente pudiera debatir acerca del bien y del mal. Desde este punto de
vista, una norma que otorgara derechos proporcionales al grado de
racionalidad ciertamente se prestaría a abusos cada vez mayores, pues
pensar o hablar en términos que negaran derechos morales a algunos
seres humanos sería como incitar a las personas a seguir haciendo
distinciones, por ejemplo, negando derechos a los «desviados» desde
el punto de vista sexual o intelectual, o a los poco inteligentes. En
consecuencia, concluyo que el argumento del terreno resbaladizo en
lo moral logra asignar derechos a todos los seres humanos.

136
El contractualism o y los anim ales

Cabe señalar las diferencias que existen entre el argumento que


acabo de exponer y el argumento de Regan, similar en apariencia, de
que habría que tratar a los bebés como si tuvieran derechos.5 Re­
cordemos que, para Regan, quienes tienen derechos morales son
primordialmente sujetos de una vida, es decir, tienen conciencia de
su propio pasado y futuro. Regan advierte que, con este criterio, los
bebés, al menos hasta el año de edad, no tendrán derechos. Su
respuesta es que, no obstante, deberíamos tratarlos como si tuvieran los
mismos derechos que los demás, a fin de crear un clima moral en que
se tengan en cuenta los derechos del individuo. Én primer lugar, hay
que señalar que la propuesta de Regan no logra asignar derechos a los
bebés: decir que tendríamos que tratarlos como si tuvieran derechos
no equivale a decir que de hecho los tengan. Sin embargo, llegamos a
esta conclusión más rotunda mediante el argumento del terreno
resbaladizo. En segundo lugar, de todos modos, el argumento de
Regan no queda nada claro: es difícil ver de qué manera el tratar a
quienes no tienen derechos como si los tuvieran crearía un clima en
el cual se tendrían en cuenta los derechos de los individuos. La única
sugerencia obvia es que todo sistema moral que negara derechos
morales a algunos seres humanos podría llevar, mediante abusos cada
vez mayores, a una situación en que se desconocieran los derechos
morales de algunas personas que sí los tuvieran. De hecho, este es
nuestro argumento del terreno resbaladizo en lo moral, sólo que
desprovisto de su contexto contractualista. El mismo argumento que
lleva a Regan a la conclusión de que deberíamos tratar a todos los
humanos como si tuvieran derechos lleva a un contractualista a la
conclusión de que de hecho los tienen, lo cual, a mi entender, representa
una ventaja para el contractualismo.
Cabe preguntarse si un argumento del terreno resbaladizo que
asignara derechos morales directos a todos los seres humanos

137
La cuestión de los anim ales

condenaría al mismo tiempo el aborto: no hay límites precisos entre


un feto y un bebé, como no los hay entre un bebé y un adulto. Pero
este caso es diferente, pues entre otras cosas, las partes racionales en
el contrato deberían considerar seriamente, al determinar sus normas,
las respuestas mentales y emocionales naturales anteriores a la creen­
cia moral (trataré este punto en detalle en el capítulo 7). Es natural
sentirse afectado por el sufrimiento de los ancianos seniles o de los
bebés de una forma que promueve el reconocimiento de derechos
directos a estos grupos y que a la vez es promovida por ese re­
conocimiento. En cambio, no están natural reaccionar de la misma
manera ante un feto, especialmente en sus primeras etapas de desar­
rollo, a menos que tengamos creencias morales acerca de su condición.
Así pues, una norma que no concediera derechos morales a los fetos,
y por ende permitiera al menos el aborto al comienzo de la gestación,
sería fácil de defender de los abusos. Esto se verá con más claridad en
el capítulo 7.
Además del argumento del terreno resbaladizo en lo moral ya
expuesto, los contractualistas tienen otro argumento para asignar
entidad moral a todos los seres humanos, fundado en la necesidad de
preservar la estabilidad social. Lina cuestión que las partes racionales
en el contrato ciertamente deberían considerar, al elaborar un conjunto
de principios básicos, es si éstos tendrían el efecto deseado de promover
el establecimiento de una comunidad estable y cooperativa. Al hacerlo,
deberían tener en cuenta, entre otras cosas, los hechos conocidos de
la sicología humana. Uno de ellos es que a los humanos suelen
importarles sus crías por sobre todas las cosas, independientemente
de su edad e inteligencia. Probablemente, una norma que no otorgara
entidad moral a los muy jóvenes, a los muy ancianos o a los sub­
normales generaría inestabilidad social, en el sentido de que muchas
personas se sentirían sicológicamente incapaces de acatarla.

138
El contractualism o y los anim ales

Cabría responder que sería igualmente posible asegurar la esta­


bilidad social mediante una norma que nos exigiera respetar los
intereses legítimos de los demás. Entonces, todos los humanos no
racionales queridos por otras personas recibirían protección por
respeto a los sentimientos de esas personas. Pero eso no sería suficiente:
sólo asignaría a esos humanos la misma protección que a las pro­
piedades. Tendría la misma obligación para con mi vecino de no
destruir o hacer daño a su Mercedes que a su hijo. Pero este tipo de
obligaciones puede incumplirse cuando entran en juego derechos
más fundamentales. Supongamos, por ejemplo, que el Mercedes de
mi vecino bloquea la entrada de un pozo en que me encuentro
prisionero. Como mi vecino tiene por costumbre usar la entrada de la
mina como garaje durante la semana, tendría que esperar cinco días
para poder salir. En ese caso seguramente tendría derecho a hacer
daño al coche si fuera mi única forma de escapar, por mucho aprecio
que mi vecino le tuviera y aunque mi vida no estuviera en peligro.
Dadas las circunstancias, sin duda mi vecino admitiría que mi proceder
había sido razonable. Por el contrario, nadie podría aceptar con
ecuanimidad que hiciera daño a su hijo en una situación similar. La
única manera de formular normas con que podamos vivir es asignar
a todos los seres humanos los mismos derechos básicos, es decir,
entidad moral.

Una réplica de la antropología


Respondiendo a los dos argumentos anteriores, cabría objetar que
muchas sociedades humanas que no han asignado los mismos derechos
a todos los seres humanos han sido estables y civilizadas en euros
aspectos; no entraron en terreno resbaladizo desde el punto de vista
moral. En muchas comunidades humanas, por ejemplo, el infanticidio

139
La cuestión de los anim ales

era una práctica difundida de control de la natalidad.6 Sin embargo,


en todos los demás sentidos, los integrantes de estas comunidades
mostraban cuando menos el mismo respeto por la vida humana que
nosotros, y trataban con afecto y ternura a los niños a quienes dejaban
sobrevivir. Podría aducirse, pues, que un sistema moral que sólo
asigna entidad moral a los agentes racionales no tiene por qué ser
contraproducente o entrañar consecuencias desastrosas.
No obstante, esta objeción fracasa por diversos motivos. En primer
lugar, todas las comunidades que han practicado el infanticidio abier­
tamente han sido conservadoras; las costumbres sociales tradicionales e
incluso las creencias religiosas de esas comunidades han consagrado
esas prácticas. Nosotros ya no disponemos de semejantes métodos para
asegurar la estabilidad social: en el mundo moderno, las normas mo­
rales deben poder someterse a un debate libre y abierto, sin apelar a una
justificación religiosa.<Para demostrar que todos los seres humanos
deberían gozar de los mismos derechos básicos, no es necesario afirmar
que una norma que privara de entidad moral a algunos seres humanos
sería desastrosa en todas las circunstancias: bastaría que resultara
desastrosa para nosotros^
En segundo lugar, casi todas las comunidades en cuestión se
encontraban en el límite de la supervivencia, y subsistían en con­
diciones ambientales particularmente rigurosas o en regiones en que
la tierra fértil escaseaba. Así pues, <^1 infanticidio se consideraba
necesario para evitar la hambruna generalizada o para preservar la
vida de los niños de más edad^En consecuencia, no es nada obvio que
estas comunidades desconocieran la entidad moral de los niños;
cabría comparar sus actos de infanticidio con ejemplos legítimos de
defensa propia. Cualquier versión del contractualismo permitiría
matar en esas circunstancias, como quedará claro mediante el siguiente
ejemplo.

140
El contractualism o y los anim ales

Supongamos que Sonia y Susana son submarinistas y que su


campana se ha sollado del barco y ha sido arrastrada al fondo de una
fosa submarina. Les han comunicado por radio que no será posible
rescatarlas en menos de doce horas. Como sólo les quedan seis horas de
oxígeno, una de ellas ha de morir. Supongamos además que, de todos
modos, Sonia depende de Susana para sobrevivir (de la misma forma
que un bebé depende de los adultos); tal vez necesita que Susana le
administre cada diez horas una inyección que no puede darse a sí
misma. En estas circunstancias, sería ciertamente permisible que
Susana matara a Sonia para sobrevivir. Aunque resultaría admirable que
Susana estuviera dispuesta a morir junto con Sonia, no se le podría
exigir desde el punto de vista de la moral. Que Susana esté dispuesta a
matar en estas circunstancias no tiene por qué entrañar que Sonia
carezca de entidad moral, ni que sus derechos sean infringidos, pues las
partes en el contrato racional han de reconocer que en los casos
extremos en que todos morirán a menos que muera uno, la propia
conservación es un principio legítimo. Lo mismo puede decirse de las
comunidades infanticidas: sus acciones pueden ser compatibles con la
asignación de entidad moral a los niños.
El tercer motivo por el cual los argumentos antropológicos no
logran menoscabar los argumentos ya expuestos del terreno resbaladizo
en lo moral y de la protección de la estabilidad social entraña una
distinción entre las virtudes generales de la justicia y la benevolencia,
distinción que en todo caso es fundamental para el contractualismo,
como veremos en el capítulo 7. (La justicia se vincula con el deber de
no injerencia y la benevolencia con la consideración del bienestar
ajeno.) Supongamos que se asigna a los bebés la plena entidad moral
de los adultos. Como son incapaces de sobrevivir por sus propios
medios, las acciones necesarias para mantenerlos con vida no res­
ponden a la justicia sino a la benevolencia. No mantener con vida a

141
La cuestión de los anim ales

una persona no tiene por qué infringir sus derechos, aunque sí


puede manifestar una grave falta de generosidad de nuestra parte.
Ahora bien, en circunstancias en que el costo sería muy alto para
nosotros (como en la mayoría de los casos que estamos analizando)
no es necesariamente así. Recordemos el ejemplo de Isidro el in­
diferente, del capítulo 2, que no salvó al niño que se ahogaba en el
estanque. Seguramente veríamos con otros ojos su proceder si estuviera
llevando a su hijo al hospital para que lo operaran de urgencia. Que
no diera muestras de benevolencia ante el niño que se ahogaba no
entraña la violación de ningún derecho ni tiene por qué implicar que
el niño no tenga plena entidad moral. Este ejemplo es paralelo al de
las comunidades infanticidas que hemos examinado.
Como la objeción antropológica no funciona, concluyo que^el
contractualismo tiene al menos dos estrategias válidas para asignar
derechos morales directos a todos los seres humanos^El único prob- |
lema que le queda pendiente es el de aproximarse a las actitudes del
sentido común para con los animales, pues la idea intuitiva de que
Ana haría mal en usar a su gato de diana para sus dardos es bastante
elocuente. Volveré a esta cuestión en el capítulo 7. Antes dedicaré un
capítulo a examinar hasta qué punto es cierto que los animales no
deberían ser considerados agentes racionales, como he venido supo­
niendo hasta ahora. Si resultara que, después de todo, la mayoría de
los animales son agentes racionales, se habría alcanzado el equilibrio
reflexivo de todos modos. Como queda claro que sólo los prejuicios
pueden impedir que se reconozcan los mismos derechos básicos a
todos los agentes racionales, habremos encontrado la razón por la
queAna hace mal en arrojar dardos a su gato.

142
El contractualism o y los anim ales

Resumen
Ninguna versión del contractualismo asignará entidad moral a los
animales. No obstante, puede haber obligaciones indirectas para con
los animales, motivadas por el respeto de los intereses legítimos de
quienes se interesan por ellos. Ahora bien, no es probable que la
protección así otorgada a los animales sea muy amplia. Además, al
contractualismo se le plantea el problema de extender derechos mo­
rales directos a los seres humanos que no son agentes racionales. Si
bien fracasaron las dos primeras vías estudiadas mediante las cuales el
contractualismo podría haberlo logrado, otros dos argumentos —
basados en el terreno resbaladizo en lo moral y en la necesidad de
asegurar la estabilidad social—dieron resultado.

143
6

Los animales y la condición de agente racional

En este capítulo analizaré hasta qué punto es cierta la suposición


formulada con fines de simplificación en el capítulo 5 de que ningún
animal es un agente racional en el sentido necesario para que el
contractualismo le otorgue entidad moral.

El astuto Hans y la avispa icneumónida


Evidentemente, no hay problemas de principio en que los animales
sean agentes racionales, cualquiera resulte ser precisamente el sentido
de «agente racional» pertinente (esto lo investigaremos a medida que
vayamos avanzando). Por ejemplo, si la historia que relaté en el
capítulo 3 sobre los simios universitarios hubiera resultado cierta —o,
de hecho, si fuera cierta cualquier historia de la literatura infantil,
como Watership Down,1 de Richard Adams— quedaría claro que los
animales que intervienen en ellas serían agentes racionales. Esta es
una cuestión de hecho, no de principio. Hemos de examinar si hay
razones suficientes para pensar que hay animales que sean agentes
racionales. Comenzaré con dos relatos (reales) destinados a ilustrar
los peligros ocultos en la interpretación del comportamiento animal.
El astuto Hans era un caballo que vivió a fines del siglo XIX y que
-al decir de muchos- sabía contar. Si se ponía un conjunto de objetos
frente a él y se le preguntaba cuántos eran, Hans daba el número
correcto de patadas en el suelo. Al parecer no había engaño posible:
su entrenador no podía estar dándole señales ocultas, pues Hans

144-
Los an im ales y la condición de agente racional

también respondía correctamente en su ausencia. Pero luego se des­


cubrió que si las personas presentes eran incapaces de contar o no
podían ver los objetos, Hans no sabía cuándo dejar de dar patadas. Lo
que sucedía era que Háns respondía a sutiles cambios de com­
portamiento de su público, como una leve inspiración de aire cuando
sabían que había llegado al número correcto. Sin esas señales, estaba
perdido.
Ahora bien, la moraleja de esta historia no es que el compor­
tamiento de Hans careciera por completo de inteligencia. Por el
contrario, el caballo demostró cierto tipo de inteligencia, sólo que no
el tipo que se le había atribuido al principio. En lugar de aprender a
contar, había aprendido a reconocer diversos cambios sutiles de
comportamiento y a responder a esos cambios. La verdadera moraleja
es que hemos de ser cautos al interpretar el compertamiento animal
en experimentos que requieran la interacción de animales y seres
humanos: es difícil asegurar que no hemos alentado inadvertidamente
a los animales a hacer lo que queríamos que hicieran, condicio­
nándolos a responder a señales humanas inconscientes. Por ejemplo,
los experimentos de muchos de los que afirman haber logrado enseñar
un idioma de señas articulado a los chimpancés están plagados de
este tipo de problemas.2
Pasemos ahora a la historia de la avispa icneumónida. La hembra
de la especie pone sus huevos en un hueco para que maduren por sí
solos. Antes de abandonarlos, no obstante, captura y paraliza a un
grillo y lo lleva al hueco, donde lo deja para que las crías tengan
comida fresca cuando nazcan. Antes de introducir al grillo en el
hueco, lo deja afuera y entra sola, al parecer para asegurarse de que
no hay intrusos. Luego, sale y arrastra al grillo al interior del hueco, y
lo deja cerca de los huevos. Este proceder parece demostrar una
inteligencia notable -propia de un verdadero ejemplo de planificación

145
L a cuestión de los anim ales

y previsión a largo plazo; la realidad es otra. Si en un experimento se


cambia levemente la posición del grillo cuando la avispa está en el
hueco, la avispa sale, lo coloca en su posición original y vuelve a
entrar sola. Este proceso puede repetirse decenas de veces. Lo que
parecía un comportamiento inteligente era en realidad una respuesta
rígida, presumiblemente una pauta de comportamiento programada
de antemano.
La moraleja de la historia es que para demostrar que un animal
es inteligente no basta con mostrar que su comportamiento puede
considerarse inteligente en la medida en que está orientado a la
satisfacción de necesidades a largo plazo. Para exhibir una inteligencia
genuina, el comportamiento también ha de demostrar cierta flexi­
bilidad. Debe manifestar una sensibilidad a los cambios del entorno,
que sugiera que el animal está formulando creencias, actualizándolas
y obrando en consecuencia.

La tendencia antropomórfica
Es necesario hacer hincapié en las historias que he relatado, pues
existe una tendencia generalizada a interpretar el comportamiento
animal de forma antropomórñca. Hay dos motivos para ello; uno de
ellos es específico de determinadas culturas pero podría decirse que
el otro es universal. Consideraré ambos motivos sucesivamente.
En muchas culturas se cuentan historias en que los animales
actúan como humanos, pero en nuestra cultura occidental, la literatura
y los espectáculos para niños se hallan casi totalmente monopolizados
por la forma antropomórfica en que se trata a los animales. Hoy en
día es difícil encontrar un cuento para niños que no tenga de pro­
tagonista a un animal que emprende proyectos similares a los humanos
y manifiesta pensamientos y sentimientos típicamente humanos. Es

146
Los anim ales y la condición de agente racional

inevitable que toda esta campaña encubierta en la niñez tenga re­


percusiones en la vida futura: si no fomenta de hecho la creencia de
que los animales tienen pensamientos conscientes como nosotros
(creencia que puede parecer sorprendentemente generalizada), re­
fuerza cuando menos la tendencia a buscar explicaciones del com­
portamiento animal en términos de planificación racional con objetivos
a largo plazo. Esto no significa, desde luego, que todas estas expli­
caciones sean falsas, sino que debemos tener cuidado de no atribuir
inteligencia a los animales más allá de lo que demuestran las pruebas
de su comportamiento.
Es indudable que la tendencia antropomórfica obedece en parte a
ciertas características de nuestra cultura. Pero en mi opinión también
proviene de fuentes mucho más profundas, arraigadas en la propia
estructura de la cognición humana, como intentaré explicar a con­
tinuación. Es muy probable que nuestro conocimiento de la sicología
de la especie humana sea innato y haya sido seleccionado en el
proceso evolutivo por sus manifiestas ventajas para garantizar nuestra
supervivencia.3 Podemos apoyar esta hipótesis con varios argumentos.
Uno de ellos es que los niños pequeños tardan unos pocos años en
adquirir la sicología del sentido común, a pesar de su gran com­
plejidad.4 Sin embargo, nunca se les enseña expresamente, y es difícil
imaginar cómo podrían aprenderla por su cuenta, pues la mayor parte
de los fenómenos de los que se ocupa —pensamientos, sentimientos y
decisiones de las personas—no son perceptibles a simple vista. (Aunque
supongamos que los niños pequeños tienen acceso al fenómeno en sí
cuando les ocurre a ellos, mediante la introspección, no puede ser ésa
la fuente de su conocimiento de la relación causal entre esos estados,
objeto de la mayor parte de la sicología del sentido común.) Otro
argumento es que el conocimiento de la sicología del sentido común
es una condición necesaria para la cooperación y la comunicación. Si

147
La cuestión de los anim ales

no conociéramos las creencias y los deseos y la forma característica


en que interactúan, es evidente que no podríamos cooperar con otros
ni comprender lo que nos dicen. Así pues, no sería sorprendente que
el conocimiento de la psicología del sentido común resultara innato,
habida cuenta de la función fundamental que cumplen la cooperación
y la comunicación en la supervivencia humana.
Otra hipótesis formulada recientemente es que la sicología del
sentido común constituye la fuente de una de nuestras estrategias
\

explicativas más elementales. Un argumento que apoya esta hipótesis


se deriva de los estudios sobre el comportamiento de los primates,
que sugiere que la fuerza motriz de la evolución de la inteligencia
humana no fue la inteligencia técnica, como se ha sostenido a menudo,
sino la inteligencia social.5 Otra prueba proviene de los estudios de la
forma en que los niños adquieren conceptos, que señalan que el
repertorio conceptual básico de los niños pequeños incluye el concepto
de la psicología del sentido común. Inicialmente, estos conceptos se
aplican de una forma demasiado amplia, que desborda su ámbito
propio, hasta que se aprenden estrategias explicativas más variadas.6
Si agrupamos las hipótesis expuestas más arriba, obtendremos la
tesis de que la explicación en términos de creencias, pensamientos y
sentimientos, que constituye una de nuestras estrategias explicativas
más elementales, es un aspecto de la cognición humana determinado
en forma innata. En circunstancias normales, tendemos a explicar los
fenómenos mediante la atribución de inteligencia, y tenemos una
inclinación natural a dar este tipo de explicaciones a los fenómenos
naturales hasta que las pruebas nos obligan a cambiar de opinión.
Esto se corresponde con el impulso de dar explicaciones animistas a
los fenómenos naturales como las tormentas y los terremotos, com­
portamiento común en los pueblos primitivos. Así pues, concluimos
una vez más que hay que ser prudentes a la hora de interpretar el

148
Los an im ales y la condición de agente racional

comportamiento animal, y tener cuidado de no caer en la tentación


de atribuir inteligencia más allá de lo que las pruebas nos permiten.

Animales con creencias


De lo que podemos estar seguros es de que los agentes racionales son
criaturas que tienen creencias y actúan en relación con ellas para
satisfacer sus deseos. Nuestro sentido común seguramente nos diría
que se pueden atribuir creencias y deseos a la mayoría de las especies
animales, como la totalidad de los mamíferos, muchas aves, reptiles y
anfibios (aunque no sería correcto incluir a los insectos, si los
argumentos expuestos en el capítulo 3 son acertados). Si vemos a un
perro dar un salto al oír el ruido familiar del motor del coche de su amo
y ponerse a arañar la puerta con entusiasmo, deciftios que cree que su
amo ha vuelto a casa.Y si vemos que un gato rodea cautelosamente un
arbusto, decimos que cree que hay un pájaro detrás. Estas explicaciones
del comportamiento animal (y también, hasta cierto punto, las pre­
dicciones correspondientes) parecen notablemente eficaces. Esto
suscita la firme suposición de que muchas especies animales tienen
verdaderas creencias, suposición que podría reforzarse aún más re­
cordando la afirmación sostenida en el capítulo 3 -que se debería
considerar que todos los mamíferos y las aves, al menos, son capaces de
sentir—,junto con los hechos en que se basó esa afirmación, a saber, las
grandes similitudes de comportamiento y de estructura y función
cerebrales entre esos animales y nosotros.
No obstante, se han formulado varias hipótesis que sostienen lo
contrario.7 En realidad, muchas de ellas son frágiles o parten de
premisas eminentemente refutables -por ejemplo, dan por sentado,
sin mayor argumentación, que las creencias y los deseos deben
expresarse en lenguaje natural. Tal vez los argumentos más

149
L a cuestión de los anim ales

contundentes han sido los de Donald Davidson, que han tenido gran
influencia.8 Propongo que examinemos los dos argumentos prin­
cipales. El primero de ellos es, en síntesis, que para tener creencias es
necesario tener previamente el concepto de creencia, pero que para
tener ese concepto, a su vez, es necesario tener un lenguaje, de lo que
se desprende que las criaturas que carecen de lenguaje no pueden
tener creencias.
Davidson ha defendido las premisas de este argumento de formas
algo distintas en diferentes publicaciones. Examinemos en primer
lugar la hipótesis de que para tener creencias hay que tener el
concepto de creencia. En «Thought and Talk», Davidson trata de
fundamentar esa hipótesis aduciendo que tener una creencia supone
comprender la posibilidad de estar equivocado, lo cual a su vez
supone comprender el contraste entre creencias verdaderas y falsas.
Esta última afirmación es innegable pero, ¿por qué habríamos de
*
aceptar la primera? No la sustenta con ninguna razón, y es difícil
imaginar qué razón podría aducir. ¿Acaso no podría haber creencias
simples pero auténticas que se consideraran verdaderas (y cuya posi­
bilidad de error fuera inconcebible) hasta que las pruebas abrumadoras
en su contra las eliminaran? En «Rational Animáis», en cambio,
Davidson sostiene que tener una creencia implica la posibilidad de
llevarse una sorpresa, lo que implica a su vez que la creencia inicial
era falsa. Al parecer, sería incomprensible que conserváramos una
creencia particular y no la modificáramos al comprobar que es falsa
(al encontrarnos con una creencia que la contradice). Aunque eso sea
cierto, no prueba el argumento, pues decir que un organismo que
tiene creencias debe contar con mecanismos cognitivos para identificar
y resolver conflictos entre creencias no implica que el organismo sea
capaz de pensar en sus creencias o tener algún concepto de ellas. Y es
difícil comprender por qué habría de ser cierta esta última afirmación.

150
Los anim ales y la condición de agente racional

Como refutamos la primera premisa del argumento de Davidson,


hemos hecho bastante para negar la conclusión. Pero examinemos de
todos modos cómo intenta defender el argumento ulterior de que
para tener el concepto de creencia es preciso tener un lenguaje. En
«Thought and Talk», Davidson afirma que el concepto de creencia
sólo se adquiere en relación con la actividad de interpretar el habla de
los demás. Pero con esta afirmación no hace más que dar por sentado
lo que pretende probar, pues también empleamos el concepto de
creencia al explicar tanto nuestro comportamiento no verbal como el
de los animales. Además, es poco probable que el concepto de creencia
sea un concepto que tengamos que adquirir. Plausiblemente, este
concepto es en realidad un componente en una teoría del pensamiento
(la sicología del sentido común) que conocemos de forma innata.9
En «Rational Animáis», en cambio, Davidson aduce que el concepto
de creencia presupone el concepto de verdad objetiva, que presupone
a su vez el concepto de verdad intersubjetiva y comunicable. No
obstante, estas afirmaciones, que tampoco se fundamentan, son suma­
mente discutibles. Por ejemplo, ¿no es posible acaso que un pen­
samiento, que describa un estado de cosas independientemente de la
forma en que las percibo, baste como concepto de verdad objetiva?
Después de todo, ese pensamiento no tiene por qué basarse en la
premisa de que tengo la capacidad de comunicarme o de utilizar el
lenguaje.
El otro argumento que expone Davidson en contra de la idea de
que los animales tienen creencias es también una defensa compleja
de la hipótesis de que es imposible que una criatura que no utiliza un
lenguaje tenga creencias. Presume que sin lenguaje no se pueden
hacer las sutiles distinciones entre creencias necesarias para que esas
creencias sean verdaderamente intencionales. Ahora bien, esa afirmación
exige algunas explicaciones.

1 51
L a cuestión de los anim ales

En primer lugar, el concepto de intencionalidad en filosofía es un


concepto técnico, aunque el fenómeno que designa es fácil de reconocer.
(Obsérvese que este empleo técnico del término «intencional» se aplica
primordialmente a las creencias y a otros estados de representación
mental, incluidas las intenciones. En cambio, en el sentido vulgar, las
acciones intencionales son principalmente las acciones manifiestas -en
el sentido de que las suelen causar creencias, deseos e intenciones.) Los
estados intencionales son característicos porque contienen representa­
ciones de cosas qüe pueden o no existir y las representan en una de las
formas posibles. Alguien puede creer o desear que la Adántida albergara
una vez a una gran civilización, aunque en realidad ese lugar no exista.
Ahora bien, si la Atlántida no existe, es imposible ir allí. Así pues, una
creencia, pero no un viaje material, puede ponernos en relación con
algo inexistente. Por otra parte, se puede creer que hay agua en una jarra
sin creer que la jarra contiene H20, aunque el agua es HzO, o creer que el
Sr. Hyde es el asesino pero Jekyll no lo es, aunque Hyde es Jekyll, etc. Pero
si el agua hierve a cien grados, lo mismo sucederá con el H20, y si Hyde
tiene treinta y dos años, Jekyll también los tendrá. Así, la propiedad de
creencia, pero no la de punto de ebullición o la de edad, puede aplicarse
de forma diferente a la misma cosa, según cómo se la representa en la
descripción.
Ahora bien, el argumento de Davidson es que estas sutiles dis­
tinciones entre creencias sólo pueden hacerse sobre la base de pruebas
lingüísticas. Sólo podemos distinguir una creencia de la otra si una
criatura es capaz de afirmar que Hyde es el asesino y negar que Jekyll lo
sea. Análogamente, sólo sé puede distinguir la creencia de que la
jarra contiene agua de la creencia de que contiene H ,0 si la criatura
nos trae la jarra cuando le pedimos que nos sirva un poco de agua y
no nos la trae si le pedimos H20. En cuyo caso no se puede decir que
los animales que carecen de un lenguaje articulado (cabe suponer

152
Los an im ales y la condición de agente racional

que casi todos) tengan creencias precisas. Nada que pueda hacer un
perro servirá para diferenciar los juicios «Atila cree que su amo ha
vuelto a casa» de «Atila cree que el Sr. Gómez ha vuelto a casa» o de
«Atila cree que el presidente del banco ha vuelto a casa», siempre que
el Sr. Gómez, amo deAtila, sea el presidente de un banco. No importa
la descripción que hagamos, ni lo que haga Atila.
Una respuesta a este argumento sería reconocer que los animales
no pueden tener creencias sutiles (al menos no los que carecen de
lenguaje) pero insistir en que, no obstante, pueden tener creencias
elementales. Con ello defenderíamos la noción de que los animales
pueden tener creencias, en virtud de la cual la creencia de que mi
amo ha vuelto, la creencia de que el Sr. Gómez ha vuelto y la creencia
de que el presidente del banco ha vuelto son la misma creencia. Pero
no sería atinado responder a Davidson de esta manefa, pues equivaldría
a reconocer que las creencias animales carecen de intencionalidad.
Ahora bien, reconocer la intencionalidad de las creencias equivale a
reconocer las creencias, pues el hecho de que las creencias representen
a las cosas de una forma y no de otras forma parte intrínseca de la noción
de creencia.
La respuesta correcta no es afirmar que las creencias animales no
hacen distinciones sutiles entre descripciones, sino insistir en que el
tipo de descripciones mencionadas más arriba se atribuyen erróneamente a
los animales. No es probable que Atila tenga creencias que se puedan
caracterizar correctamente empleando los términos «am o», «Sr.
Gómez» o «presidente del banco», pues los perros carecen de los
conceptos necesarios para ello. Por el contrario, para tener en cuenta las
creencias de los animales habría que tratar de describir la forma en que
ellos representan las cosas. Parece plausible, por ejemplo, que Atila
represente a su amo de acuerdo con un esquema de apariencia, un
conjunto complejo de propiedades de orden visual, olfativo y sonoro.

153
L a cuestión de los anim ales

Análogamente, en lugar de nuestro concepto de «casa», Atila tal vez


emplee algo parecido al concepto de «territorio que hay que defender».
Así pues, sería totalmente erróneo describir que Atila cree que su amo
ha vuelto a casa. Lo que Atila creerá será más bien «El ser que tiene esa
apariencia se encuentra en el territorio que defiendo». Huelga decir
que no será fácil descubrir las formas en que los animales representan
las cosas, pero no por ello hemos de negar la existencia de esos modos
de representación.
Según este enfoque de las creencias animales, ¿podremos atribuir
a los animales todas las características de la intencionalidad? Desde
luego que sí. Al igual que nosotros, los animales pueden creer en
objetos inexistentes. Así, el perro que ladra furiosamente cuando el
viento de la noche apaga un candil quizás crea que hay un intruso en
el territorio que defiende.Y no sería difícil encontrar un caso en que
un perro tuviera creencias contradictorias sobre lo que en realidad es
una sola cosa por representarla de dos maneras diferentes. Por ejemplo,
supongamos que Delia siempre se muestra a Atila en una de dos
formas distintas: a veces Delia oculta su apariencia física (Atila la
reconoce por su olor) y le trae comida; otras veces modifica su olor
(Atila la reconoce por su aspecto) y lo maltrata. Es muy probable que
Atila manifieste las creencias «esa persona trae comida» y «esa otra
no», aunque se trate de la misma persona. No parece haber diferencias
fundamentales entre este ejemplo y el que constituye un paradigma
de la intencionalidad humana, en el cual alguien cree que Hyde es el
asesino pero que Jekyll no lo es.

Categorías y conceptos
Incluso antes de examinar en detalle las pruebas, hemos visto fracasar
los intentos de demostrar que las criaturas que carecen de lenguaje

154
Los anim ales y la condición de agente racional

articulado no pueden tener creencias. Por lo tanto, hemos de observar


lo que los animales son capaces de hacer y tratar de explicar sus
facultades de la mejor forma posible. De hecho, hay pruebas abru­
madoras de que los animales tienen facultades cognitivas que van
más allá de las meras conexiones estímulo-reacción, favoritas de los
conductistas. Incluso un pez de acuario puede retener en su memoria
inmediata (durante alrededor de un minuto) dónde se encuentra el
alimento que acaba de descubrir.10 No obstante, aunque en cierto
sentido estas facultades sean auténticamente cognitivas, ello no implica
que entrañen creencias y deseos, que es lo que necesitamos para que
los animales tengan al menos una oportunidad de ser considerados
agentes racionales. Esto se verá con más claridad en la comparación
que haré entre la capacidad de clasiñcar las cosas en dos o más
categorías y la posesión de un concepto auténtico.
Las palomas, por ejemplo, son capaces de aprender a hacer
distinciones perceptuales complejas: pueden aprender a clasificar
diapositivas según contengan o no un triángulo, un ser humano (en
cualquier posición), etc.11 Para obtener una recompensa, enseguida
aprenden a picotear la imagen sólo cuando contiene un triángulo o
un ser humano. Ahora bien, ¿se desprende de ello que las palomas
posean el concepto de triángulo, o de apariencia humana? Tener la
facultad de clasificar las cosas en categorías en una serie de opciones
sí/no es muy diferente de tener un concepto. Una máquina puede
clasificar patatas por peso o tamaño sin poseer esos conceptos. ¿Qué
más se necesita? Obviamente, para que algo tenga un concepto habrá
de poder tener creencias o deseos que lo incorporen. Quizás esto no
nos permita mucho más que explicar por qué la máquina de clasificar
patatas no posee conceptos. Al fin y al cabo, lo que queríamos saber
era si se podía decir que las palomas tenían creencias. No obstante, la
respuesta es útil, por dos motivos.

155
La cuestión de los anim ales

En primer lugar, es inherente a las nociones de creencia y de


deseo que las creencias y los deseos son estados que interactúan para
generar conductas. De hecho, las auténticas atribuciones de creencias
y deseos van acompañadas de ciertas normas para explicar conductas,
a las que denominaré el modelo del razonamiento práctico. Según
este punto de vista, explicar una conducta es presentarla como conse­
cuencia de un razonamiento práctico del tipo «si hago X, lograré Y, y
como quiero Y, haré X». (El proceso de razonamiento no tiene por
qué ser consciente en los animales o en nosotros. Lo que es funda­
mental para aplicar el modelo del razonamiento práctico es sólo que
existan creencias y deseos que interactúen para generar una intención
conforme a la estructura del razonamiento práctico.) De lo dicho se
desprende que las palomas tienen el concepto de triángulo sólo si
exhiben pautas de comportamiento cuya mejor explicación responde
al modelo del razonamiento práctico y les atribuye creencias y deseos,
algunos de los cuales, al menos, incluyen el concepto de triángulo.
En segundo lugar, es fundamental que las creencias y los deseos
estén estructurados a partir de elementos que se puedan volver a
combinar con otros. Los concep'tos que se combinan para formar el
contenido de una creencia o de un deseo dados deben poder com­
binarse con otros conceptos para crear otros contenidos. Por ejemplo,
toda criatura capaz de creer que la hierba es verde debe ser capaz de
creer que la hierba es otra cosa (comestible, tal vez) o de que otras
cosas pueden ser verdes (las esmeraldas por ejemplo).
Por estas razones, no es probable que un niño capaz de separar
los bloques verdes de los fojos pero incapaz de hacer nada más en que
intervengan esos colores haya adquirido ya los conceptos rojo y
verde. Cuando el niño comienza a formar creencias como que las
manzanas verdes son ácidas y las rojas son dulces, que las cosas rojas
suelen estar calientes, que la luz verde significa paso y la roja alto,

156
Los an im ales y la condición de agente racional

etc., entonces sí habrá adquirido los conceptos de rojo y verde.


Análogamente, no deberíamos atribuir el concepto de triángulo o el
de apariencia humana a una paloma, a menos que estemos dispuestos
a tener en cuenta las explicaciones de su comportamiento según el
modelo del razonamiento práctico. (Por ejemplo: «picotear los trián­
gulos es una forma de conseguir comida. Quiero comida. Aquí hay
un triángulo, así que voy a picotearlo.») Y sólo tendremos en cuenta
este tipo de explicaciones en los casos en que el comportamiento de
la paloma sea lo bastante flexible como para que podamos atribuirle a
diferentes contenidos que utilicen el concepto de triángulo.
Aunque estos argumentos susciten dudas respecto de que las
palomas tengan creencias (o al menos creencias sobre los triángulos),
nada en ellos nos impide atribuir creencias a la mayor parte de las
especies de mamíferos, si no a todas. Pues ciertamente podemos
utilizar el modelo del razonamiento práctico para explicar su com­
portamiento. Por ejemplo, podríamos explicar el comportamiento de
un perro atribuyéndole la secuencia «Quiero la pelota. Está sobre la
mesa. Si me subo a la silla podré alcanzar la mesa. Así que voy a
subirme a la silla.» Asimismo, el comportamiento de un perro evi­
dentemente manifiesta diversas formas de interacción con una pelota
-ir a buscarla, morderla, perseguirla y cogerla en el aire-, lo cual
sugiere que el concepto de pelota de hecho forma parte de diversas
creencias y deseos caninos.

Los animales y la planificación


Supongamos que todos los mamíferos tienen creencias y deseos.
Forman creencias acerca de su entorno inmediato sobre la base de sus
percepciones y son capaces de obrar en función de esas creencias para
satisfacer sus deseos inmediatos. No obstante, esto no basta para que

157
La cuestión de los anim ales

los consideremos agentes racionales: recordemos que, para el con­


tractualismo, es necesario que los agentes racionales convengan normas
comunes con que regir sus interacciones futuras. Así pues, han de ser
capaces de representar mentalmente diversos futuros mediatos y de
optar racionalmente entre ellos. Para ser agentes racionales, los ani­
males no sólo deben ser capaces de satisfacer sus deseos inmediatos,
sino también de construir y ejecutar un plan a largo plazo. A los
efectos de nuestro análisis, los agentes racionales son planificadores.
Desde luego, para ser un agente racional no es necesario obrar
racionalmente en todas las circunstancias. Que los humanos adultos
sean agentes racionales no signiñca que nunca cometan errores o
conciban planes caóticos. Sólo implica que son capaces de representar
distintos futuros posibles, decidir cuál prefieren y elaborar algún tipo
de plan para hacerlo realidad. Basta que sean capaces al menos de
emprender estas actividades, no que las ejecuten de manera satis­
factoria, y mucho menos sobresaliente. Los agentes racionales son
planificadores, pero no necesariamente los mejores.
Cabría afirmar, pues, que se podría considerar agentes racionales
a muchos animales. Pensemos en las ardillas que almacenan avellanas
en el otoño, las aves que emigran al sur en el invierno o construyen
nidos complejos para proteger a sus crías, o los perros que entierran
huesos para luego desenterrarlos y consumirlos. ¿Acaso no ofrecen
ejemplos de planificación a largo plazo? En realidad, que un animal
manifieste comportamientos que sirven para hacer frente a even­
tualidades predecibles no significa que el propio animal sea capaz de
predecir ese futuro o que su comportamiento obedezca a un plan
preconcebido (recordemos a la avispa icneumónida). Después de
todo, cabe la posibilidad de que el comportamiento en cuestión sea
sólo un hábito adquirido o determinado en forma innata. Por ejemplo,
tal vez esté escrito en los genes de ciertas especies de aves que han de

158
Los anim ales y la condición de agente racional

volar en una dirección particular con respecto a las estrellas cuando el


sol alcanza una posición determinada en el cielo. No se trataría de
planificación, sino de reacción (de hecho, al menos en el caso de la
ardilla roja europea, el hábito de enterrar.avellanas es una pauta de
comportamiento innata que conserva en cautiverio, incluso en un
suelo sin tierra que cavar). 12
Hay al menos dos razones para pensar que ninguna de las
actividades animales mencionadas responden realmente a la plani­
ficación. La primera es que las aptitudes necesarias para la planificación
son transferibles; incluyen la capacidad de representar y predecir
situaciones futuras y buscar formas de propiciar o prevenir esas
situaciones. Si los animales son capaces de planificar, es curioso que
no lo hagan con más frecuencia. Si un perro fuera realmente capaz de
predecir que a menos que esconda su comida se la podrán robar, y de
concebir que al enterrarla quedaría fuera del alcance visual y olfativo
de otros animales hasta cuando fuera necesaria, sería extraño que no
utilizara estas habilidades en otras situaciones. ¿Por qué, por ejemplo,
nunca vemos a un perro dejar comida como cebo para un gato
distraído? Dicho de otra manera, la Capacidad de adaptación a casi
cualquier circunstancia o medio es característica de los seres humanos,
y manifiesta su condición de agente racional. Ninguna otra especie
animal se aproxima siquiera a esta capacidad. Lo cual parece sugerir,
en igual grado, que ninguna otra especie animal se aproxima a la
condición de agente racional.
La segunda razón para dudar de que las actividades de las ardillas,
las aves y los perros respondan realmente a la planificación es que
sería notable que los miembros de una misma especie no concibieran
otros planes. Al parecer, una condición intrínseca de nuestra idea de la
planificación es que siempre hay varias formas posibles de lograr un
objetivo determinado, aunque no todas sean igualmente eficaces.

159
La cuestión de los anim ales

Sería extraño, si las ardillas siguieran un plan al acumular avellanas,


que no se le ocurriera a ninguna el plan alternativo de observar
dónde esconden las avellanas las otras ardillas para luego robárselas.Y
si las aves realmente planificaran el futuro de sus crías al construir un
nido, sería raro que a distintos miembros de la misma especie no se
les ocurrieran diferentes formas de hacerlo, o que algunos se ahorraran
el trabajo de construir sus nidos dejando sus huevos en nidos ajenos,
como el cucú (que, según cabe suponer, lo hace de forma innata).
La planificación a largo plazo implica más que la mera posesión
de creencias respecto del futuro remoto, desde luego, o que la capa­
cidad de predecir situaciones fu turas. También implica la posesión de
deseos a largo plazo, que sirven para fijar las metas finales de los
proyectos más prolongados. Como muchos de los supuestos ejemplos
de planificación animal se relacionan con la supervivencia indi­
vidual, tal vez deberíamos examinar ahora la pregunta que postergamos
en el capítulo 4, a saber, si los animales tienen deseos relacionados
con su propia existencia futura.
Tener un deseo implica poseer los conceptos que lo componen. Así
pues, el deseo de la propia existencia futura debe entrañar los conceptos
del propio ser, del futuro y de la existencia. Además, la posesión de
cualquier concepto dado debe entrañar la posesión de los conceptos
opuestos: para poseer el concepto de existencia es preciso poseer el de
no existencia. Así pues, si un animal fuera capaz de conceptualizar y de
desear su propia existencia futura, también sería capaz de concep­
tualizar laño existencia. Ahora bien, no hay pruebas de que los animales
tengan esa capacidad. Es cierto: si un perro vuelve al lugar donde
enterró un hueso y no lo encuentra, tal vez denote sorpresa, pero nada
sugiere que el perro piense que el hueso ha dejado de existir en lugar
de pensar que se lo han llevado a otro sitio. De hecho, como en esas
circunstancias el perro suele buscar el hueso por los alrededores para

160
Los anim ales y la condición de agente racional

finalmente perder el interés en él, cabe suponer que su idea es ésta


última. Por supuesto, un ser humano en la misma situación tal vez se
comporte de forma similar, al menos al principio. Si vuelvo a mi
escritorio y descubro que mi diario ha desaparecido de su lugar ha­
bitual, tal vez empiece por buscar en los cajones y en el suelo. Pero a
diferencia del perro, también puedo manifestar la creencia de que el
diario ha dejado de existir, por ejemplo, acusando a mi secretaria de
que lo ha arrojado a la trituradora de papel por error.
En cierto sentido, todos los animales luchan por su supervivencia
en la medida en que al percibir una amenaza responden con agresión
o con temor. Ahora bien, ello no implica que deseen seguir existiendo
en lugar de dejar de existir. Sólo demuestra, a lo sumo, que desean
evitar el daño o el peligro, que son conceptos más sencillos.Todos los
animales pueden distinguir entre lo seguro y lo peligroso, o entre lo
dañino y lo inofensivo. Incluso, algunos animales manifiestan com­
portamientos lo bastante diversos como para que les atribuyamos la
posesión de los conceptos correspondientes. Pero nada de ello de­
muestra que los animales deseen seguir existiendo; de hecho, con­
sidero que ese deseo no está a su alcance.
En definitiva, muchas especies animales hacen planes a corto
plazo, si hemos de contemplar la posibilidad de atribuirles deseos y
creencias. Consideremos el gato que acecha al canario, o el perro que
se sube a la silla para coger la pelota que está sobre la mesa. Pero estos
ejemplos no son suficientes para que podamos considerar a estos
animales agentes racionales en el sentido contractualista, que exige
que además tengan la capacidad de planificar a largo plazo. Ahora
bien, ningún comportamiento animal me parece convincente como
ejemplo de este tipo de planificación. Por otra parte, ése no es el
único obstáculo que nos impide considerar que los animales sean
agentes racionales. Como veremos en la próxima sección, los animales

161
L a cuestión de los anim ales

también tendrían que ser capaces de prever los resultados de la


aplicación de normas sociales.

Los animales y el engaño


A fin de tener la clase de inteligencia necesaria para ser parte en el
contrato racional, no basta con tener creencias y deseos y con ser
capaz de concebir planes a largo plazo en función de ellos. También
hace falta tener una idea de lo que significa obrar conforme a una
norma general, y de cómo sería la convivencia si todos obráramos
conforme a esa norma. Para ello será necesario tener una concepción
de las creencias y los deseos ajenos, y poder suponer lo que cabrá
esperar del prójimo en casos particulares si entra en vigor la norma
en cuestión. Así pues, la condición de agente racional no sólo exige
creencias y deseos, sino también creencias sobre ellos, es decir,
creencias de segundo orden. ¿Existen indicios de que los animales
sean capaces de tener creencias de segundo orden?
La forma más evidente en que un animal puede manifestar una
creencia de segundo orden es el engaño. Engañar es obrar con el
objeto de persuadir al otro de una creencia errónea. Ahora bien, si esa
acción es intencional, ha de presuponer una concepción sobre las
creencias del otro. Entonces, ¿son capaces los animales de engañar
deliberadamente? Hay pruebas anecdóticas de que sí. Por ejemplo, a
Dino, el perro de Diana, le gusta salir de paseo y dormir en el sillón
de Diana. Un día, Diana está cómodamente sentada en su sillón y
Diño está echado incómodamente en el suelo. En eso, Dino se in­
corpora y va a buscar su correa. Pero cuando Diana se levanta del
sillón para sacarlo a pasear, Dino se apresura a ocupar el sillón vacío.
¿No ha obrado acaso con la intención de hacer creer a Diana que
quería salir de paseo?

162
Los anim ales y la condición de agente racional

El problema de este tipo de prueba anecdótica es que siempre se


presta a una descripción más neutra, precisamente por su carácter de
anécdota. Por ejemplo, podríamos describir lo sucedido diciendo que
Diño quería salir a pasear y también echarse en el sillón de Diana.
Intentó satisfacer el primer deseo, pero cuando surgió la oportunidad
de satisfacer el segundo por una consecuencia imprevista, decidió
hacer esto último.Todos los supuestos ejemplos de comportamiento
engañoso de los animales se prestan, en principio, a este tipo de
descripción alternativa.
Cabría replicar que hay muy buenos motivos por los cuales las
pruebas del engaño animal son sólo anecdóticas: por naturaleza, el
engaño sólo da resultado cuando es ocasional. Como siempre se corre
el riesgo de que el engaño sea descubierto y puesto en evidencia,
quienes pretenden engañar a otros pronto se quedarán sin oportunidad
de hacerlo, pues nadie confiará en ellos. Pero esta réplica es apropiada
sólo en parte. Sirve para explicar por qué las pruebas de engaño de un
animal en particular son sólo anecdóticas, pero no por qué lo son las
de toda una especie. Para probar categóricamente que los animales
son capaces de engañar intencionalmente, deberíamos encontrar ejem­
plos frecuentes de un aparente engaño practicado por diferentes
individuos de una misma especie. No se ha encontrado ninguna
prueba de esta clase (pruebas que serían, por decirlo de alguna
manera, sistemáticamente anecdóticas) en ninguna- especie animal, ex­
cepto los grandes simios, en particular, los chimpancés.
Los estudios del comportamiento de los chimpancés, tanto en
cautiverio como en libertad, están plagados de ejemplos como el
siguiente: una hembra sabe de un lugar dónde hay comida enterrada,
pero también sabe, por experiencia, que si va directamente a ese
lugar, un macho determinado, de mayor tamaño, la seguirá y le
quitará la comida. Así que toma la dirección opuesta y se pone a cavar.

163
La cuestión de los anim ales

Cuando el simio la empuja a un lado y sigue cavando por su cuenta, la


hembra va corriendo al lugar correcto para desenterrar y consumir
la comida. Es cierto; estos ejemplos son anecdóticos y no pueden
repetirse de forma confiable, pero tomados en su conjunto, constituyen
una prueba contundente.13
Propongo que aceptemos que al menos los chimpancés tienen
creencias de segundo orden sobre las creencias y los deseos ajenos.
Pero esa es sólo una condición necesaria para que un agente sea
racional, no una condición suficiente. Para que un animal pueda ser
considerado un agente racional en el sentido que cuenta para el
contractualismo, también tendría que ser capaz de hacer planes a
largo plazo, como vimos en la sección anterior. Además, necesitaría
tener una concepción de las normas sociales y de lo que significaría
que lodos obraran con arreglo a las mismas normas sociales. Los
indicios de estos aspectos de la condición de agente racional parecen
notoriamente ausentes, incluso en los chimpancés.

Los animales y el lenguaje


En los últimos años se ha sostenido que al menos los chimpancés son
agentes racionales, en virtud de su capacidad de utilizar y de com­
prender el lenguaje.14Desde luego, muchos animales emplean sistemas
de signos de algún tipo; las abejas describen figuras en forma de ocho
para indicar la dirección del néctar, los perros ladran a modo de
advertencia y gruñen a modo de amenaza y los pájaros cantan para
atraer a sus parejas o defender su territorio. Pero es obvio que estos
sistemas están demasiado alejados del lenguaje humano para ser de
interés en nuestra disquisición, pues es muy probable que los com­
portamientos mencionados constituyan secuencias de acciones deter­
minadas de forma innata, y carezcan además de la complejidad del

164
Los anim ales y la condición de agente racional

lenguaje natural humano. No obstante, se ha sostenido que los chim­


pancés pueden aprender a utilizar signos de formas mucho más
similares a la nuestra.
Esta cuestión es importante, pues la plena competencia en el uso
de un lenguaje natural humano (o algo lo bastante similar) al parecer
sería una condición suficiente para que se considerara que una criatura
es un agente racional. Toda criatura capaz de utilizar un sistema de
signos con la expresividad de un lenguaje natural humano ha de ser
capaz de utilizarlos con la intención de persuadir a otros usuarios de
ese lenguaje y, por ende, ha de poseer creencias de segundo orden
sobre las creencias de esos usuarios. Como esa criatura también
tendría la capacidad de representar futuros posibles, así como las
situaciones de que dependen, sería capaz de hacer planes a largo
plazo. Por otra parle, un sistema de signos que tuviera la expresividad
del lenguaje humano permitiría asimismo representar diversos sis­
temas de normas posibles, así como las consecuencias de la aceptación
universal de dichas normas. Así pues, el usuario pleno del lenguaje
sería, sin reservas, un agente racional, en el sentido que nos interesa.
A la luz de las afirmaciones formuladas en secciones anteriores, de
hecho, la única posibilidad real de demostrar que un animal es un
agente racional sería probar su capacidad de utilizar un lenguaje
suficientemente evolucionado. Después de todo, existen pocos indicios
de otra índole de que siquiera los chimpancés sean capaces de hacer
planes a largo plazo, y menos aún de conceptualizar diferentes sistemas
de normas sociales. Para demostrar que los chimpancés son agentes
racionales, sólo nos queda una vía: la de probar que, al menos en
potencia, son usuarios de un lenguaje.
Se han formulado muchas críticas importantes a los sistemas de
signos enseñados a los chimpancés, aún suponiendo que dejemos de
lado las consideraciones relativas al fenómeno del astuto Hans. Por

165
La cuestión de los anim ales

ejemplo, se ha dicho que los idiomas de signos que se les ha enseñado


no parecen tener una sintaxis determinada. En algunos casos, ni
siquiera se plantea la cuestión de que los signos expresen proposiciones
articuladas, pues sólo se emplea un signo por vez. Pero incluso en los
casos en que se utiliza algo parecido a una oración, lo que tiene
significado en realidad es sólo la mera agrupación de signos. Otra
crítica conexa es que los sistemas enseñados a los chimpancés no son
verdaderamente productivos como los lenguajes naturales humanos.
A diferencia de los chimpancés, una vez aprehendida la estructura
gramatical, los humanos somos capaces de utilizar continuamente
palabras ya aprendidas de nuevas maneras totalmente originales (por
ejemplo, es casi seguro que nunca nos hemos encontrado antes con la
oración «Un dragón verde duerme bajo mi procesador de textos»,
pero ahora que se nos presenta, no tenemos dificultad en aprehender
su significado). Por último, tal vez el argumento más importante es
que, según se ha señalado, no existen pruebas de que la mente del
chimpancé utilice esos signos a la hora de resolver problemas o
razonar lo que ha de hacer. Los chimpancés sólo los emplean como
herramientas que les sirven para satisfacer sus deseos inmediatos.! 5
A los efectos de nuestro análisis, la crítica más importante es que
los diversos sistemas de signos aprendidos por los chimpancés sólo
hacen referencia a aspectos inmediatamente perceptibles de su entorno.
Cabe destacar que ningún chimpancé domina el fenómeno de los
tiempos verbales, ni conoce modo alguno de representar determinados
momentos futuros. Tampoco maneja los conceptos necesarios para
representarlas relaciones de causalidad, condición ( « s i..., entonces
...» ) o cualquier norma general. Pero estos conceptos serían absolu­
tamente imprescindibles para que los chimpancés pudieran ser con­
siderados agentes racionales por su dominio del lenguaje, pues según
hemos visto, la capacidad de planificar a largo plazo y la de considerar

166
Los anim ales y la condición de agente racional

las consecuencias de la adopción de determinadas normas están


estrechamente vinculadas con la condición de agente racional.
No es motivo de sorpresa que las tentativas de enseñar lenguajes
a los animales hayan dado tan poco resultado, pues, como han
sostenido con vehemencia Noam Chomsky y otros, es muy probable
que la capacidad humana de emplear un lenguaje sea un aspecto
innato de nuestra cognición. Según Chomsky, nuestra capacidad de
aprender idiomas se debe exclusivamente a que gran parte de la
información sobre la gramática de los lenguajes naturales, así como
muchos conceptos lingüísticos, forman parte de la estructura heredada
de nuestra facultad del lenguaje. Para otros' animales, que carecen de
esa facultad, es imposible aprender un lenguaje natural entero.16
Como vimos antes, la capacidad de hablar un lenguaje natural
completo sería una condición suficiente para que una criatura ad­
quiriera el carácter de agente racional. Asimismo, cabría preguntarse
si esa capacidad es también una condición necesaria del carácter de agente
racional. No porque la posesión de un lenguaje natural sea una
condición necesaria para tener creencias (argumento considerado —y
refutado—en una sección anterior), sino porque nuestro análisis exige
que el agente racional pueda participar en el contrato racional. Ahora
bien, concertar un contrato explícito exige, desde luego, que se
comuniquen previamente sus términos, pero es evidente que una
criatura sin lenguaje no podría comunicar algo tan abstracto como la
propuesta de un sistema de normas. No obstante, este argumento es
demasiado superficial; consideremos el siguiente ejemplo:17 en un
viaje a Marte, descubrimos criaturas qué parecen al menos tan inteli­
gentes como nosotros. Cuentan con una tecnología sumamente desa­
rrollada y realizan actividades que al parecer requieren una plani­
ficación a largo plazo y un cierto conocimiento de las creencias y los
deseos de otros, pero carecen de un sistema articulado de

167
L a cuestión de ¡os anim ales

comunicación. Tal vez los marcianos son sumamente longevos y


solitarios por naturaleza, y viven en un medio que no les es en absoluto
adverso, por lo que sólo se encuentran para aparearse, y tal vez para
intercambiar artefactos tecnológicos que han construido por su cuenta.
En estas circunstancias, quedaría claro que los marcianos son
agentes racionales. ¿Podríamos, como contractualistas, negarnos a
reconocer que tienen los mismos derechos que nosotros, sólo porque
al no poder comunicarse no son capaces de concertar un contrato
explícito? Opino que no. Como observa Scanlon, el criterio básico
con que el contractualismo determina si una criatura tiene entidad
moral es si tiene sentido justificar una política de acción ante ella.18 Para
que una criatura tenga los mismos derechos básicos que nosotros no
es necesario que podamos justificar ante ella nuestro sistema de
normas, o una acción ejecutada en virtud de esas normas. Bastará con
que la criatura tenga todos los atributos y facultades mentales nece­
sarios para apreciar esa justificación, si hubiera algún modo de
transmitirla. De hecho, tendríamos que considerar la incapacidad de
los marcianos de comunicarse entre sí como una contingencia que
podría superarse sin alterar ningún aspecto fundamental en su m o­
dalidad cognitiva.
Cabe generalizar el argumento expuesto más arriba para abarcar
todas las demás cualidades que fueran necesarias para que una criatura
concertara un contrato explícito con nosotros. Lógicamente, toda
criatura incapaz de hacer y cumplir promesas, por ejemplo, sería
incapaz de concertar un contrato. Pero esto no tendría por qué
impedirle acceder a la condición de agente racional si fuera capaz de
hacer planes a largo plazo y de prever las consecuencias de la aplicación
de distintos conjuntos de normas sociales: recordemos que el contrato
al cual el contractualismo debe su nombre es hipotético, no auténtico.
No estamos postulando que se conceda entidad moral a las criaturas

168
Los anim ales y la condición de agente racional

una vez que hayan concertado un acuerdo concreto con nosotros.


Extenderemos nuestras normas morales para incluirlas siempre que
podamos hacer el intento de justificar inteligiblemente nuestras ac­
ciones frente a ellas en términos que no pudiera rechazar razon­
ablemente nadie que compartiera el objetivo de llegar a un acuerdo
libre y voluntario. El contractualismo se funda en esta concepción de
la razonabilidad, no en un contrato concreto.

La singularidad de la condición humana


Es indudable que la condición de agente racional admite diferentes
grados: el desarrollo gradual de un niño desde la infancia hasta la
plena edad adulta es un proceso del cual surge un agente racional
pleno, como señalamos en el capítulo 5. Ahora bien, he venido
sosteniendo que los animales no poseen la condición de agente
racional en grado alguno, pues carecen incluso de variantes rudi­
mentarias de las cualidades características de esa condición. Estas
cualidades son la capacidad de hacer planes a largo plazo, de representar
diferentes conjuntos de normas sociales y de prever las probables
consecuencias de la aplicación de esas normas. Así pues, la singularidad
de los seres humanos en ese sentido resulta sugestiva, pues en el
capítulo 3 reconocimos que los seres humanos siguen una continuidad
en relación con el resto del mundo natural, habiendo evolucionado,
como cualquier otra especie animal, mediante un proceso de selección
natural. A continuación haré algunas sugerencias de naturaleza suma­
mente especulativa.
Tal vez la singularidad de nuestra condición de agentes racionales
obedece a que nos caracterizamos por poseer una facultad de lenguaje
estructurada en forma innata. Inicialmente, cabe suponer, los seres
humanos venían equipados con un modelo de trabajo de la sicología

169
L a cuestión de los anim ales

ajena; algo parecido a lo que sucede hoy con los chimpancés. La


sicología del sentido común de nuestros antepasados tal vez haya sido
más compleja que la de los chimpancés, pero no habría sido diferente
en cuanto al contenido. Según este modelo, los seres humanos habrían
sido capaces de predecir, dentro de ciertos límites, el comportamiento
ajeno, y de participar en formas rudimentarias de actividad cooperativa.
El crucial acontecimiento siguiente tal vez haya sido la evolución de
una facultad del lenguaje estructurada de forma innata. Esta facultad
habría ofrecido ventajas inmediatas decisivas para la supervivencia.
Habría permitido a los seres humanos coordinar su comportamiento
y concebir y ejecutar planes de acción conjunta para beneficio común.
También habría hecho posible que los primeros humanos inter­
cambiaran información y transmitieran el acervo acumulado de una
sociedad de generación en generación. Pero lo que es más importante
para nosotros es que la evolución de esa facultad del lenguaje tal vez
haya ampliado el alcance del pensamiento humano. Como sostiene
Chomsky, hay tantas razones para pensar que muchos conceptos
humanos son innatos como para pensar que lo es el conocimiento de
los conceptos universales de la gramática.19 Con el advenimiento del
lenguaje y sus correspondientes formas gramaticales, los humanos
fueron capaces de articular pensamientos sobre momentos concretos
del futuro y sobre las consecuencias a largo plazo de las pautas de
comportamiento humano y convenir en normas comunes para realizar
sus actividades.
Cualquiera sea la verdadera situación de los marcianos de la
hipótesis anterior, la singularidad de nuestra condición de agentes
racionales entre los habitantes del planeta quizás radique en el hecho
singular de que somos usuarios del lenguaje natural, en cuyo caso
nuestra posesión del lenguaje natural también explicará que sólo los
humanos tengan entidad moral y derechos directos, si la aproximación

170
Los anim ales y la condición de agente racional

del contractualismo a la moral es correcta. Observemos, además, que


se ha relatado esta historia en términos que, lejos de negar nuestra
relación de continuidad con el resto del orden natural, la dan por
sentada. Existen pruebas sustanciales de que poseemos conocimientos
innatos de sicología del sentido común y una facultad innata de
lenguaje, y es fácil de comprender que estas facultades surgieran
mediante un proceso de selección natural.20Ahora bien, si el lenguaje
natural participa de nuestra capacidad de representar tiempos futuros,
causas, condiciones y normas generales, la singularidad de nuestra
condición de agentes racionales obedecerá al hecho singular (pero
naturalmente comprensible) de que poseemos un lenguaje natural.

Resumen
Se puede decir que muchos animales tienen creencias y deseos, así
como que algunos (en particular los simios) tienen creencias y
deseos de segundo orden. No obstante, ningún animal posee las
demás cualidades necesarias para ser considerado un agente racional.
Concretamente, ningún animal parece ser capaz de hacer planes a
largo plazo, o de imaginar distintos futuros posibles. Y ningún animal
parece capaz de conceptualizar normas generales convenidas social­
mente (y menos aún de obrar conforme a ellas). Así pues, concluyo
que la premisa simplificada de que partimos en el capítulo 5 es
acertada: ningún animal puede ser considerado agente racional, en el
sentido que nos permitiría otorgarles derechos directos según el
contractualismo.

171
7

El contractualismo y el carácter

En este capítulo afrontaré el problema que quedó pendiente en el


capítulo 5, postulando que el contractualismo sí es capaz de dar
cabida a nuestras obligaciones para con los animales sin recurrir al
' argumento de que incumplirlas ofendería a quienes se interesan por
ellos. Pasaré luego a estudiar el alcance de estas obligaciones según
las conclusiones extraídas. :

Los juicios sobre el carácter


La tesis general que me propongo defender en esta sección, desde el
punto de vista del sentido común, es que algunas acciones sumamente
objetables desde el punto de vista moral no lo son porque causen
grandes perjuicios o infrinjan derecho alguno, sino por lo que revelan
acerca del carácter del agente. Más adelante aduciré que esa tesis no
sólo es correcta, sino que además se ajusta perfectamente a los
principios del contractualismo. Así pues, resultará que tratar a los
animales de determinadas formas será malo, como nos indica el
sentido común, pero sólo por lo que la acción en sí demuestra acerca
del carácter moral de quien la lleva a cabo. Esta será una forma de dar
importancia moral indirecta a los animales independientemente del
hecho de que muchos agentes racionales se interesen por ellos y
detesten verlos sufrir.
Consideremos una vez más el ejemplo de Ana la astronauta.
Supongamos, igual que antes, que la trayectoria que recorrerá en su

172
El contractualism o y el carácter

nave espacial la alejará para siempre de nuestro sistema solar, y que


viaja con su gato y con su abuelo, el cual muere en cierto momento
del viaje. Profundamente aburrida, Ana lo corta en pedacitos y se lo
da de comer al gato. ¿No es su acción moralmente reprensible?
Intuitivamente, resulta obvio que sí lo es. Pero, ¿por qué? Evidente­
mente no perjudica al abuelo; nadie más sabe lo que ha hecho ni se
ofenderá por ello. Con su acción Ana tampoco infringe los derechos
de nadie, pues incluso si aceptamos que los muertos tienen derechos,
como los que podrían infringirse al no respetar su última voluntad,
supondremos que el abuelo ha renunciado a todos esos derechos.Tal
vez Ana le ha oído decir muchas veces, cuando aún estaba en posesión
de sus facultades, que no le importaba en absoluto lo que pasara con
su cuerpo cuando muriera.Aún así, me sigue pareciendo queAna ha
obrado mal. *
Lo que Ana ha hecho está mal por lo que revela acerca de ella
misma. Ha obrado mal porque ha manifestado un defecto de su
carácter, un aspecto que ya era negativo antes de que Ana obrara.
Aunque no exista un nombre para el defecto que revela su acción,
podríamos denominarlo «falta de respeto» o «inhumanidad», aunque
en ambos casos el término es demasiado amplio. Que Ana pueda
comportarse de esta manera manifiesta o bien un odio perverso hacia
su abuelo en particular o un enorme desapego a la humanidad en
general.
Al parecer, es una característica universal de nuestra naturaleza
humana que la forma en que tratamos a los muertos refleja en parte
nuestra actitud hacia los vivos. En todas las culturas humanas existe
algún tipo de ceremonia para honrar a los muertos y despedirse de
ellos. Las actividades concretas que integren el culto a los muertos
dependerán en gran medida de convenciones. En algunas culturas,
lo que corresponde hacer con un cadáver es enterrarlo; en otras,

173
La cuestión de los anim ales

incinerarlo, embalsamarlo o comerlo. Incluso podría haber una cultura


en que la ceremonia adecuada consistiera en cortarlo en pedazos y
darlo de comer al gato, aunque supongo que no es el caso de la
cultura de donde procede Ana. Pero ninguna cultura se deshace de un
cadáver sin más, como si fuera un conejo muerto o una planta seca.
A mi juicio, la mejor forma de entender cómo tratamos a los
muertos es simbólica: el cadáver representa una imagen encarnada de
la persona que ha muerto, y quizás una imagen de las personas en
general. Según esta simbología, atacar a un cadáver se interpretaría
universalmente como un ataque simbólico a la persona muerta. Que
tengamos la intención de atentar contra la imagen concreta de una
persona —es decir, contra su cadáver- manifiesta algo de nuestra
actitud hacia esa persona en particular, y tal vez hacia la humanidad
en general. Si las actitudes que se expresan son moralmente con­
denables, las acciones que las manifiestan y sustentan también lo son.
Una vez que hornos tomado conciencia de que la moral del
sentido común nos permite criticar una acción por lo que revela
acerca del carácter de quien la lleva a cabo, tal vez empezamos a
darnos cuenta de que en realidad esos juicios son muy comunes. Por
ejemplo, supongamos que al cabo de una conferencia sobre medicina,
Paloma y otros médicos se encuentran conversando en el bar de un
hotel. El espacio está dividido en varios reservados, de tal manera que
aunque Paloma puede ver el centro del bar (que en este momento
está vacío) no puede ver a ninguno de los médicos que ocupan los
demás reservados aunque sabe que están allí. Supongamos que mien­
tras atraviesa esa zona central, una persona cae al suelo, al parecer
víctima de un ataque al corazón. Paloma ve lo que le sucede a esa
persona, pero por pereza no acude en su ayuda. Sin lugar a dudas,
este acto de omisión es muy reprobable. ¿Por qué?
Supongamos que la desidia de Paloma no llega a causar un

174
El contractualism o y el carácter

perjuicio, ya que pronto acuden otros médicos a socorrer a la víctima.


Cabe suponer que Paloma lo haya previsto, pues sabe que hay muchas
personas idóneas y motivadas tan cerca de la víctima como ella.
Tampoco infringe los derechos de nadie al no ayudarla, pues si bien
la persona puede tener derecho a recibir la asistencia de un médico
cualquiera, no tiene por qué ser precisamente Paloma. Lo único que
explica la maldad de la acción de Paloma es lo que revela sobre su
carácter. Manifiesta una falta de humanidad, más concretamente una
falta de benevolencia.
Esto no implica que conductas como la de Paloma siempre
revelen una falta de benevolencia. Si en ese momento tiene jaqueca, o
un esguince, su inactividad queda fácilmente justificada (distinto
sería si Paloma creyera que es la única profesional presente; en este
caso la jaqueca no bastaría para disculparla). La verdad general que se
desprende de este ejemplo es que una acción manifestará o no un
defecto particular del carácter según las circunstancias y los motivos a
que obedezca. Supongamos que en lugar de hallarse en una nave
espacial, Ana y su abuelo están en una balsa a la deriva en el océano
Atlántico. Igual que antes, el abuelo muere y Ana corta su cadáver en
pedazos. Pero esta vez lo hace para utilizarlo de carnada con que
procurarse pescado para comer. En estas circunstancias, la forma en
que trata al cadáver no manifiesta falta de respeto ni inhumanidad,
pues su propia supervivencia está en juego.

Un fundamento contractualista
He presentado un caso intuitivo en el que las acciones no sólo se
juzgan por el perjuicio que ocasionan o los derechos que infringen,
sino también por lo que revelan acerca del carácter de quien las lleva
a cabo. Recordemos el capítulo 2, en que sostuve que el utilitarismo

175
L a cuestión de los anim ales

debería interesarse seriamente por el carácter —de hecho, afirmé que


las cualidades del carácter deberían ser el objeto primordial de la
evaluación utilitarista. También sugerí en ese capítulo que los con-
tractualistas deberían creer en la obligación de desarrollar en sí
mismos una predisposición hacia el bien, cuestión a la que regresaré
en breve. Pero todavía hemos de alcanzar una comprensión teórica
general de la forma en que el contractualismo debería considerar las
cualidades del carácter.
¿Por qué habrían de interesarse en el carácter los agentes racionales
que desearan acordar principios por los que regir su interacción? En
parte, la respuesta radica en una evaluación realista de las fuentes de
la acción humana. Aunque somos agentes racionales en la medida en
que podemos planificar y evaluar distintos cursos de acción, muy
pocas de nuestras acciones son premeditadas. Algunas son rutinarias
y han alcanzado un punto en que la deliberación consciente ya no es
necesaria. Muchas otras se ejecutan por impulso, promovidas por
circunstancias que excluyen el razonamiento detenido. En estos casos,
los atributos característicos del carácter, como la ecuanimidad o la
honestidad, pueden influir considerablemente en la forma en que
obremos. Incluso cuando hay tiempo para deliberar, tal vez haga falta
valor para detenernos a reflexionar (a modo de ejemplo fantasioso.'si
nos encontramos en una habitación donde hay una bomba de tiempo
que explotará en cinco minutos, detenernos a pensar que sería mejor
sacar la bomba al jardín —para salvar la casa— en lugar de huir
nosotros sería una muestra de valor). De hecho, la mera predisposición
a reflexionar en sí es un atributo general del carácter que algunas
' personas tienen y otras no.
Así pues, en la medida en que las partes racionales en el contrato
se interesan por los principios que han de regir su comportamiento, '
se interesarán también por las inclinaciones mentales y emocionales

176
El contractual ism o y el carácter

genéricas que probablemente las lleven a proceder de forma más


adecuada. Cuando menos, pedirán a las personas que traten de des­
arrollar las virtudes a veces denominadas «habilitantes», como el
valor, la templanza y la reflexividad, que pueden resultar de utilidad
en todo lo que hacemos, pero también si queremos acatar normas
morales. Por esta razón, los agentes racionales no sólo convendrán en
aceptar ciertas normas, sino también en tratar de desarrollar ciertas
cualidades del carácter.
Ahora bien, ¿por qué habrían de interesarse las partes en el
contrato racional por las virtudes específicamente morales, como la
generosidad, la lealtad, la cordialidad y la honestidad? La respuesta es
fácil en relación con ciertas virtudes, en la medida en que pertenecen
a la categoría general de justicia. Cabe esperar, por ejemplo, que se
convendrá en establecer normas que exijan un*trato y un diálogo
honesto y abierto. Adoptando una óptica realista de las fuentes de la
acción humana, las partes en el contrato racional exigirán que los
agentes desarrollen un apego generalizado a las acciones honestas, así
como una inclinación hacia ellas, en lugar de limitarse a acatar las
normas con una actitud calculadora.
Las razones por las cuales los contractualistas habrían de sentirse
obligados a desarrollar virtudes relacionadas con la benevolencia, como
la generosidad y la lealtad, son más interesantes desde el punto de vista
teórico. Se desprenden del hecho de que a los agentes racionales les
conviene llegar a un acuerdo sobre normas más amplias que las de no
injerencia, pues en algún momento de su vida necesitarán, indu­
dablemente, recibir ayuda de los demás. De hecho, la mayoría de
nosotros recibe ayuda de los demás casi a diario, en diversas formas:
ayuda material, como los regalos o los préstamos para quienes se hallan
momentáneamente sin fondos; ayuda práctica, como la asistencia física
cuando se necesita otro par de manos para trasladar una carga, o ayuda

177 -
L a cuestión de los anim ales

sicológica, en forma de consejo, amistad, compasión o apoyo. Una


sociedad que sólo respetara las normas de no injerencia pero no
prestara ningún tipo de asistencia no sólo sería fría y triste, sino que nos
impediría satisfacer muchos de nuestros deseos y, como consecuencia,
quedarían inconclusos muchos de nuestros proyectos más anhelados.
Dado que las partes en el contrato racional deberían estipular,
además de normas de no injerencia, obligaciones de asistencia, ¿de
qué manera podrían instituirlas? Es obvio que estos agentes no con­
vendrían en que todos tienen la obligación de ayudar a quienes lo
necesiten así como tienen la obligación de respetar la autonomía
ajena, pues los resultados serían incoherentes. Supongamos, por
ejemplo, que me han robado la billetera, y que necesito dinero para
volver a casa en autobús. ¡Si todo el mundo me dejara dinero, me haría
millonario! (No cabría responder que una vez que una persona me ha
ayudado prescribe la obligación de todas las demás, pues en muchos
casos hemos de actuar sin saber lo que han hecho otras personas.) No
obstante, tampoco podemos pedir que cada uno contribuya con una
parte proporcional, porque hay casos en que la ayuda no es divisible,
como cuando un coche se queda sin batería y se necesita ayuda para
hacerlo arrancar.
Por motivos similares, no podemos convenir en que quien tiene
una necesidad tiene también el derecho de recibir asistencia, pues todo
derecho implica una obligación. En algunos casos, como el del
derecho a la no injerencia, son todos los demás agentes quienes
tienen la obligación de no infringir mi autonomía, pero esto nos
llevaría otra vez a la posición que acabarnos de examinar. Otros
derechos crean obligaciones a determinadas personas o grupos de
personas. Mi derecho a que se cumpla una promesa sólo obliga a
quien la ha formulado, por ejemplo, y mi derecho a recibir tratamiento
para una enfermedad leve sólo impone una obligación al grupo de

178
El contractualism o y el carácter

médicos que me atienden. El problema de aplicar este modelo al


supuesto derecho a recibir asistencia consiste en encontrar a la per­
sona o al grupo al cual incumbe la obligación. Por ejemplo, ¿quién
me debe el favor de hacer arrancar mi coche? (Obsérvese que no
podemos responder «la primera persona capaz de ayudarme que
tenga conciencia de mi necesidad» pues en general los agentes no
sabrían si tienen o no la obligación de prestar asistencia. ¿Cómo ha de
saber alguien que es la primera persona que tiene conocimiento de la
avería y es capaz de ayudar sin hacer antes una amplia investigación?)
La solución obvia -y la única viable—es que los agentes racionales
convengan en desarrollar una predisposición a ayudar a quienes necesitan
ayuda, que se ponga en práctica cuando se presente la oportunidad y
sin que ello les represente un costo significativo. Lo que deberían
convenir en desarrollar es una inclinación general hacia el bien de los
demás y una predisposición a obrar en su provecho: si todos tenemos
esta inclinación, casi todos recibiremos la asistencia que necesitamos
cuando la necesitamos (en circunstancias normales pbvias). Obser­
vemos que, en general, no hay una persona en particular a la que
tengamos que prestar asistencia por obligación; dependerá de las
circunstancias y de otros proyectos que tengamos entre manos. Pero
cada caso en que dejemos pasar una oportunidad de ayudar contribuirá
a demostrar que no somos el tipo de personas que deberíamos ser.
Ahora bien, las situaciones en que tengo conciencia de que soy la
única persona capaz de ayudar, como en el ejemplo de Isidro el
indiferente, del capítulo 2, son casos especiales en que la falta de
ayuda puede merecer críticas directas: que Isidro siga de largo en esas
circunstancias basta para demostrar que no ha desarrollado el tipo
adecuado de vínculos con su prójimo, más allá de que llegue tarde a
trabajar o de que tenga fobia al agua.
Así pues, los agentes racionales deberían convenir en tratar de

179
L a cuestión de los anim ales

desarrollar virtudes de benevolencia, pues saben que todos querrán


vivir en un determinado tipo de comunidad. Para su desarrollo, el ser
humano necesita el apoyo y la comprensión de sus semejantes cuando
sobreviene la enfermedad, la pobreza o el dolor. También necesita
sentirse en comunión con ellos, lo cual requerirá cierto grado de
lealtad a los más allegados y una relación general de cordialidad con
los demás. Así pues, los agentes racionales deberían convenir no sólo
en acatar ciertas normas y principios (no matar, no robar, no engañar),
sino también en desarrollar algunos vínculos e inclinaciones posi­
tivas. Deberían convenir en que no sólo se los podrá criticar por
infringir los derechos ajenos, sino también por no ser comprensivos
o no mostrarse dispuestos a ayudar a quienes los necesitan.
Es importante destacar una diferencia fundamental entre el en­
foque contractualista del carácter que se acaba de describir y la
aproximación utilitarista al carácter expuesta en el capítulo 2. Para el
utilitarismo, todo el valor de las virtudes del carácter radica en sus
consecuencias, que han de redituar la mayor utilidad general posible.
Para el contractualismo, en cambio, el valor de las consecuencias de
las virtudes del carácter —que promuevan las buenas acciones y con­
tribuyan a crear cierto tipo de sociedad—sólo interesa en la etapa en
que las partes en el contrato racional reflexionan sobre el tipo de
personas que deberían aspirar a ser. De ahí en más, que sea bueno o
malo tener o no tener cierta virtud del carácter es independiente de
esas consecuencias. Así pues, en nuestro ejemplo anterior, se podría
reprochar a Ana el defecto de carácter que manifiesta en relación con
el cadáver de su abuelo aun a pesar de que, en esas circunstancias, su
defecto no volverá a tener repercusiones en su relación con ningún
otro ser humano. La crítica que se formula es más bien que no ha
cumplido un deber moral -com o todo el mundo, tenía la obligación
de cultivar el tipo de carácter moral que (en las circunstancias

180
El contractualism o y el carácter

adecuadas) contribuiría a crear el tipo de sociedad que lodos desearían.


El utilitarismo, en cambio, negará que Ana haya hecho nada malo,
pues su acción no perjudicará a nadie.

Los animales y el carácter


Ahora podemos explicar desde el punto de vista del contractualismo
por qué Ana haría mal en arrojar dardos contra su gato, aunque no
llegue a conocimiento de sus semejantes ni cause molestias a nadie.
Ese tipo de acción es moralmente condenable porque es cruel; delata
una indiferencia al sufrimiento que podría manifestarse (o, en el caso
de Ana, habría podido manifestarse) en la relación de esa persona con
otros agentes racionales. Así, aunque la acción no infrinja los derechos
de nadie (el contractualismo no dejará de negar derechos directos a
los gatos), seguirá siendo una mala acción, independientemente de
su efecto sobre quienes se interesan por los animales. De esta manera,
los animales revisten una importancia moral indirecta, en virtud de
las cualidades que pueden o no revelar de nuestro carácter.
Es importante destacar que la acción correcta en relación con los
animales, según la explicación relacionada con la expresión del carácter,
será, en general, la no premeditada. Las personas que actúan en
función de la compasión que les inspiran los animales no lo hacen
porque calculen que ello los hará mejores personas. Sus acciones
reflejan más bien una reacción de compasión inmediata y tendrán
por objeto el bien de esos animales, pues en eso consiste la virtud de
la compasión. Ahora bien, la inmediatez de la reacción concuerda por
completo con la opinión de que el valor moral de la virtud manifestada
en nuestra relación con los animales se desprende de su vínculo con
nuestra relación con otros seres humanos. Las partes racionales en el
contrato deberían convenir en desarrollar una compasión inmediata

181
L a cuestión de los anim ales

ante el sufrimiento de los demás; la compasión por el sufrimiento


animal será, según esa explicación, sólo una consecuencia de esa
actitud general.
En una sección posterior investigaré hasta qué punto la explicación
condiciona nuestra relación con los animales. Ahora bien, parece
evidente, al menos, que las acciones que hacen sufrir a los animales
serán malas siempre que se las lleve a cabo sin motivo o por motivos
triviales (lo cual manifiesta una crueldad propia de un bruto) o
siempre que se las lleve a cabo por la acción en sí (lo cual manifestará
una crueldad propia de un sádico) .Así pues, la persona que atropella
a un perro con el coche y ni siquiera se plantea detenerse a asistirlo,
al igual que la que no se detiene porque tiene turno en la peluquería
(así como, en primer lugar, la que atropella al perro por diversión)
obrarán mal según esta explicación de los hechos, pues en todos los
casos el agente manifestará crueldad en su acción.
¿Se extenderá también esta explicación, basada en la manifestación
del carácter, a la muerte (incruenta) de un animal? En ese caso, las
personas que cazan animales por deporte o los matan (o los hacen
matar) por el placer de comer su carne merecerán una crítica moral,
pues si resulta cierto que habría que sentir compasión cuando un
animal muere, además de cuando sufre, es obvio que estas acciones
serán brutalmente crueles, pues los placeres que de ellas se derivan
son triviales. De hecho, no obstante, cabe dudar si al matar animales
por esos medios manifestamos crueldad, como trataré de explicar a
continuación.
Es obvio que la benevolencia hacia los seres humanos abarca
normalmente las acciones necesarias para preservar la vida, así como
las necesarias para prevenir el sufrimiento. Así pues, Isidro el in­
diferente sería el paradigma del desalmado, aunque el niño que deja
de rescatar no sufra al ahogarse. Pero sólo lo sería (al menos en el

182
El contractualism o y el carácter

primer caso) si la vida que está en juego es la de un agente racional


(cabría utilizar entonces argumentos similares a los expuestos en el
capítulo 5 para extender las actitudes requeridas a todos los seres
humanos). Al fin y al cabo, hemos de recordar que estamos observando
la benevolencia desde el punto de vista del contractualismo, y cabe
prever que los agentes racionales valorarán su condición de tales por
sobre todas las cosas. Asimismo, dijimos en el capítulo 3 que nuestras
razones para tener miedo a la muerte proceden del hecho de que
tenemos deseos referidos al futuro cuya realización exige que sigamos
viviendo. Cabría esperar pues que las partes en el contrato racional
convinieran en desarrollar un cierto vínculo afectivo en relación con
la vida de los demás. Los agentes racionales no sólo estarán dispuestos
a tratar de no matarse los unos a los otros (por una cuestión de
justicia) sino también a tratar de evitar activamente la muerte siempre
que puedan, sobre la base de la valoración compasiva de los motivos
que tienen para seguir viviendo.
Un punto a favor del enfoque contractualista de estas cuestiones
es que cuando procuramos ponernos en el lugar de una persona que
ha muerto, para tratar de comprender lo que puede haber significado
para ella su propia muerte, lógicamente nos centramos en los planes
y proyectos que no ha podido concretar. Después de todo, esto
explicaría el hecho señalado en el capítulo 4 de que muchas personas
sienten menos compasión cuando muere un bebé o se deja morir un
anciano: en esos casos, tal vez no existan motivos para sobrevivir
relacionados con el futuro. Ahora bien, ese tipo de compasión sólo es
posible en relación con la muerte de un agente racional, pues sólo un
agente racional puede tener proyectos a largo plazo o el deseo de
seguir viviendo.
De lo antedicho extraemos las siguientes conclusiones: el hecho
de que la muerte de un animal pueda poner fin a una existencia

183
L a cuestión de los anim ales

fructífera e impedir satisfacciones futuras tendrá importancia para el


utilitarismo, pero no en la explicación relacionada con la expresión
del carácter. Que una persona no se sienta conmovida por la muerte
incruenta de un animal no tiene por qué manifestar su crueldad, pues
no cabe aquí hablar de sentir compasión ante las razones que tenía el
animal para seguir viviendo. Por supuesto, si quisiéramos, podríamos
imaginarnos los placeres y las satisfacciones futuras que tendría el
animal si lio hubiera muerto, y si fuéramos utilitaristas tendríamos la
obligación de hacerlo, como vimos en el capítulo 4. Pero como la
compasión ante la muerte de un agente racional no responde nor­
malmente a esa consideración, el hecho de que no la experimentemos
en relación con la muerte de un animal no tiene por qué manifestar
ningún defecto moral en nuestro carácter.

Alcance del equilibrio reflexivo


Creo que la explicación esbozada de nuestras obligaciones para con
los animales es lo bastante plausible para permitirnos alcanzar un
equilibrio reflexivo general. En primer lugar, permite explicar la
creencia de nuestro sentido común de que hacer sufrir a un animal
innecesariamente esta mal —por «innecesariamente» se ha de entender
«sin motivo», «por motivos triviales» o «por la acción en sí» (en la
sección siguiente examinaré las consecuencias de la explicación en el
caso de prácticas más controvertidas, como la caza, la cría industrial y
la experimentación con animales). En segundo lugar, también nos
permite conservar la creencia intuitiva de que el sufrimiento animal
y el sufrimiento humano no son comparables. Como en esta ex­
plicación contractualista los animales siguen sin tener entidad moral,
no nos hacen exigencias morales directas. Así pues, nada es compara­
ble a las exigencias de un ser humano. Por último, la explicación nos

184
El contractualism o y el carácter

permite conservar la idea intuitiva que comparten muchas personas


(incluidos algunos paladines en la defensa de los animales como
Singer, según vimos en el capítulo 4) de que no tiene por qué haber
nada malo en matar a un animal de forma incruenta. Como el tipo de
compasión que sentimos ante la pérdida de una vida humana es
comprensible, en primer lugar, sólo en relación con la muerte de un
agente racional, esas acciones pueden no manifestar crueldad en
grado alguno (ahora bien, algunas muertes pueden ser innecesarias, en
el mismo sentido que el talar un roble sin ningún motivo).
Otra ventaja de esta explicación es que permite aclarar por qué,
en la reflexión teórica, las personas suelen ser víctimas de la ilusión
de que el sufrimiento animal tiene entidad moral e importancia
directa, pues quienes tengan la predisposición moral correcta en ese
ámbito obrarán para bien del animal inspirados p'or sentimientos de
compasión. Como para obrar bien hemos de buscar el bien del
animal, es fácil comprender que podamos llegar a creer que el animal
en sí tiene entidad moral. Pero al creerlo pasaríamos por alto el hecho
de que existen diversos niveles de pensamiento moral.1 Uno de esos
niveles manifiesta nuestras predisposiciones y actitudes morales ya
establecidas (en este nivel se encuentra la compasión ante el sufri­
miento animal) pero hay otro nivel de reflexión teórica sobre esas
disposiciones y actitudes, que busca formas de justificarlas mediante
una teoría moral aceptable. A este nivel tomamos conciencia, como
contractualistas, de que los animales carecen de entidad moral.
Por motivos similares, la explicación propuesta de nuestras obli­
gaciones para con los animales en función de la expresión del carácter
nos evita el calificativo de absurdo que suele recibir el planteamiento
similar que hace Kant sobre la cuestión.2 A Kant a veces se lo
representa -injustamente—como un filósofo que afirma que quienes
tienen gestos de bondad para con los animales sólo «ejercitan» la

185
La cuestión de los anim ales

bondad para con los seres humanos. ¡Como si alguna vez ayudáramos
a los animales con esa intención! De hecho, la mejor interpretación
que se hace de Kant es que presenta una explicación similar a la que
aparece más arriba, en la cual se hace una distinción entre los motivos
de quienes actúan conforme al tipo de carácter benévolo que deberían
tener y la explicación teórica del valor moral que tiene esa bene­
volencia. Sólo en este último plano comprendemos que el valor de un
carácter compasivo se desprende de su forma de manifestarse en
nuestras relaciones con los seres humanos.
Así pues, parece que la presente propuesta permite explicar
todos los aspectos del sentido común. Aparentemente, la única difi­
cultad que subsiste es que niega entidad moral al sufrimiento animal.
No obstante, la propuesta no pertenece propiamente al sentido común,
sino que es una construcción teórica basada en él. Nos explica cómo
podemos caer en la ilusión de la importancia directa. Por ende, la
forma en que el contractualismo aborda la cuestión de los animales
tiene todos los atributos de una sólida teoría moral, aceptable a la luz
del equilibrio reflexivo en ausencia de una propuesta más plausible.
Quedan por investigar las consecuencias de este enfoque sobre las
controvertidas prácticas de la caza, la cría industrial y la experimen­
tación de laboratorio con animales.

Consecuencias controvertidas
¿En qué medida condiciona esta propuesta nuestro comportamiento
en relación con los animales? En otras palabras, ¿en qué circunstancias
sería moralmente condenable hacer sufrir a un animal porque ello
manifestara crueldad u otro defecto del carácter? Aquí cobra im­
portancia nuestra observación anterior de que un acio manifestará o
no crueldad según las circunstancias y el motivo de dicho acto.

186
El contractualism o y el carácter

Evidentemente, el hecho de que Ana usara trocitos del cadáver de su


abuelo como carnada cuando se encontraba a la deriva en el océano
no era una falta de respeto. Pero vale la pena señalar que un acto
similar sería tolerable en circunstancias en que se encontrara en
juego mucho menos que una vida humana.
Supongamos que Candy vive con su abuelo en una cabañá situada
en una región particularmente desolada del Canadá. En el invierno la
nieve los aísla durante dos meses, llegando incluso a cubrir las
ventanas. La única fuente de ventilación que queda es un pequeño
tragaluz bajo el alero. Igual que antes, supongamos que el abuelo
muere y que, como es lógico, su cuerpo comienza a descomponerse.
Para evitar el olor nauseabundo, Candy corta su cuerpo en trozos lo
bastante pequeños para arrojarlos por el tragaluz. A mi juicio, Candy
no se presta a mayores críticas que Ana en su balsa, aunque esté en
juego mucho menos que una vida humana.
Creo que en estos casos nuestros juicios se basan en premisas de
orden sicológico, en relación con las acciones y actitudes que están
asociadas o pueden disociarse sicológicamente. Juzgamos que la
acción de Candy es permisible porque pensamos que, habida cuenta
de sus motivos y circunstancias, puede coexistir fácilmente con un
gran amor hacia su abuelo y con un respeto por la humanidad tan
profundo como nos parezca apropiado. En cambio, pensamos que la
falta de voluntad de Paloma la perezosa para ayudar al hombre que se
ha desplomado delante de ella demuestra una falta de compasión que
podría manifestarse en otras circunstancias más graves.
Cuando aplicamos estas ideas a las acciones que causan sufri­
mientos a los animales, resulta que casi cualquier motivo legítimo,
que no sea trivial, basta para disociar la acción de un carácter cruel o
insensible-en general. Por ejemplo, consideremos la situación de los
técnicos que trabajan en los laboratorios que utilizan animales para

187
L a cuestión de los anim ales

probar detergentes, sometiéndolos a grandes sufrimientos. Que se


vuelvan insensibles en relación con el sufrimiento animal en ese
contexto no ofrece muchos motivos para pensar que serán personas
menos compasivas o generosas en otros contextos. Pensemos también
en el personal de una granja, que trabaja en condiciones que ocasionan
considerables sufrimientos a los animales que se hallan a su cuidado.
Tampoco hay motivos para pensar que serán más proclives a la
crueldad o a la insensibilidad que en sus relaciones sociales con otros
seres humanos. Observemos que en ambos casos los motivos que
impulsan a esas personas no son triviales en absoluto, pues obran
para ganar su sustento.
Es importante destacar que el único fundamento para formular
una crítica moral directa de este tipo de acciones que causan sufri­
mientos a los animales se relaciona con la manifestación de cualidades
del carácter de los agentes que las llevan a cabo. Así pues, no cabe
hacer una crítica general de las prácticas de la cría industrial o de la
experimentación con animales (volveremos en otra sección al argu­
mento basado en los intereses legítimos de quienes se interesan por
los animales). Este punto es importante porque aun si los propósitos
de estas prácticas -obtener carne más barata y nuevos productos
cosméticos- son triviales, los motivos de quienes las llevan a cabo no
lo son. En consecuencia, no hay razón para añrmar que esas personas
manifiestan crueldad en lo que hacen.
Cabría objetar que la diferencia fundamental entre Candy la
canadiense y los técnicos del laboratorio es que la acción de Candy es
excepcional, mientras que las acciones de los técnicos se repiten
continuamente. Así pues, cabría pensar que aunque esas acciones no
demuestren de por sí la crueldad del carácter, podrían causada, insensi­
bilizando ante el sufrimiento a quienes las ejecutan; este razona­
miento permitiría condenarlas desde el punto de vista moral. Ahora

188
El contractualism o y el carácter

bien, creo que los seres humanos tienen más discernimiento de lo


que ese razonamiento parece indicar. Que una persona pierda la
sensibilidad ante el sufrimiento de un animal no tiene por qué
entrañar una pérdida de sensibilidad equivalente ante el dolor humano
-ambas cosas son claramente disociables desde el punto de vista
sicológico.
El caso de la caza tal vez sea diferente, pues quienes cazan por
deporte, y no para alimentarse o ganarse el sustento, responden a
motivos evidentemente triviales en comparación con el sufrimiento
que ocasionan. Aunque los placeres de la caza no tienen por qué ser
directamente sádicos -n o tiene por qué causar placer el sufrimiento
del animal-, están inseparablemente asociados al goce del poder y de
la dominación violenta (si el único placer se derivara del desafío que
supone acercarse furtivamente a un animal en el bosque, lo mismo
daría cazar usando de arma una cámara fotográfica). Parece plausible
que quienes se dedican a estos placeres refuerzan aspectos de su
carácter que tal vez los inhabiliten, de diversas maneras, para la
relación con los seres humanos en el plano moral.
La capacidad de disociación sicológica que he señalado entre las
actitudes frente al sufrimiento animal y frente al sufrimiento humano
obedece en parte a las obvias diferencias físicas entre los humanos y los
animales. Como el animal tiene una apariencia y un comportamiento
muy diferentes a los del ser humano, es fácil hacer y mantener una
distinción sicológica en nuestras actitudes ante el dolor en cada caso. El
más brutal de los carniceros puede también ser el más cariñoso de los
padres y el más afectuoso de los amigos. Por esa misma razón, a mi
juicio (desde el punto de vista del contractualismo, no lo olvidemos),
que nuestras actitudes ante los animales revelen o no nuestro carácter
moral es una cuestión convencional determinada por la cultura, como
trataré de explicar en la sección siguiente.

189
L a cuestión de los anim ales

Cabría objetar que las actitudes de las personas ante el sufrimiento


de distintas clases de seres humanos son igualmente disociables desde
el punto de vista sicológico. Por ejemplo, el hecho de que los racistas
blancos sean indiferentes al sufrimiento de los negros no les impide
comportarse de forma irreprochable ante otros blancos, pero el caso es
diferente, pues hacen distinciones entre personas que tienen entidad
moral y que, por ende, tienen derecho a ser objeto del mismo interés y
de la misma consideración. En cambio, la posibilidad de disociar las
actitudes ante el sufrimiento humano y el sufrimiento animal se funda
en la distinción entre quienes tienen entidad moral y quienes no la
tienen. Por lo tanto, no cabe hacer una objeción de índole moral a
quienes son capaces de tener actitudes diferentes ante el sufrimiento en
los dos casos.

Los animales y la cultura


En particular, la clase de sociedad en que vivimos fomenta de diversas
maneras la relación entre nuestras actitudes hacia los animales y hacia
los seres humanos. En primer lugar, muchos de nosotros tenemos
animales como mascotas. Aunque algunos tengan mascotas extrañas,
como lagartos, arañas o fásmidos, en general los animales domésticos
son los más humanos, sobre todo en su reacción ante el afecto. De
hecho, moldeamos nuestra relación con las mascotas en nuestras
relaciones con otros seres humanos, y estas relaciones tienen en
común con aquéllas muchos de los propósitos de compañía y ex­
periencia compartida. Como tratamos a las mascotas como humanos
honorarios, por así decirlo, deducimos que el hecho de que alguien
pueda ser cruel con una mascota es una prueba bastante directa de su
inclinación general hacia la crueldad.
Otro aspecto de nuestra sociedad relacionado con el que acabo

190
El contractualism o y el carácter

de señalar es que para muchos de nosotros el único contacto con los


animales es el que tenemos con nuestras mascotas. Ello obedece a un
proceso de urbanización cada vez mayor y también pone de relieve a
la cultura occidental contemporánea entre todas las culturas de la
historia, en las cuales la mayoría de las personas también tendría
amplio contacto con animales en su trabajo, ya sea en la caza, la cría u
otras actividades como el acarreo de cargas. En consecuencia, no es
casual que en los últimos tiempos nuestra sociedad sea testigo de una
explosión de sentimentalismo hacia los animales.
Por último, nuestra sociedad suele emplear animales en los
ejemplos morales que ofrece a los niños (lo cual tal vez guarde
relación con la expansión del antropomorfismo en la literatura infantil
actual, fenómeno que señalamos en el capítulo 6). Es posible que
muchos niños se acerquen por primera vez a las nociones morales
cuando aprenden que no deben tirar de los bigotes del gato. Una vez
más, que una persona sea cruel con un animal al parecer indicaría
que algo fracasó en su educación moral.
Estas características de nuestra sociedad son sumamente con­
tingentes. En muchas otras sociedades tal vez no 'se asigne (o de
hecho no se asigna) este papel a los animales. En una de esas socie­
dades, una persona podría estrangular lentamente a un perro por
creer que ello mejora el sabor de su carne, y a nadie se le ocurriría
establecer la menor relación entre esta práctica y su actitud hacia los
seres humanos; en realidad, quizás no la Haya. Así pues, esa acción
manifestaría crueldad en nuestra sociedad pero tal vez no en aquélla.
En consecuencia, estimo que aunque el contractualismo pueda
dar cabida a la importancia moral indirecta de los animales y a las
obligaciones que tenemos para con ellos, se trata de un espacio
mínimo, determinado por la cultura. Teniendo en cuenta ciertos
aspectos de nuestra sociedad, tal vez algunos comportamientos hacia

191
L a cuestión de los anim ales

los anímales sean malos por lo que revelan acerca del carácter del
agente, pero en muchas circunstancias no revelarán gran cosa. Y en
otras condiciones sociales, tal vez no revelen absolutamente nada de
importancia moral. Aunque el contractualismo quede justificado al
poder explicar que la actitud que nos dicta el sentido común en
relación con los animales tiene mucho de verdad, ofrece poco o
ningún consuelo a quienes desearían extender una mayor protección
a los animales desde el punto de vista moral.
Sólo queda por responder una pregunta: ¿hasta qué punto es
moralmente deseable la función que cumplen los animales en nuestra
sociedad? El sólo-hecho de que la gente necesite tener mascotas es,
presumiblemente, producto de la alienación social que afecta a muchas
personas en una sociedad tan inestable y dispersa como la nuestra, y
seguramente podríamos educar satisfactoriamente a nuestros niños
sin recurrir a ejemplos animales. En consecuencia, hemos de con­
siderar la posibilidad de que ciertas actitudes actuales respecto de los
animales nos estén haciendo perder de vista otras cuestiones morales
más fundamentales. Volveré sobre este tema en la última sección del
capítulo.

Regreso a los humanos no racionales


La posición que acabamos de adoptar en relación con las limitaciones
de nuestras obligaciones para con los animales sería poco convincente
si el contractualismo tuviera que formular juicios similares sobre la
forma en que tratamos a los seres humanos que no son agentes
racionales, es decir, a los bebés, a los subnormales profundos y a los
ancianos muy seniles, pues nadie aceptaría la cría industrial de bebés
para consumir su carne o la posibilidad de matar a un subnormal
agresivo como se mata a un perro que se comporta de forma similar.

192
El contractualism o y el carácter

Ahora bien, en las últimas secciones del capítulo 5, propuse argu­


mentos basados en los peligros de entrar en terreno resbaladizo en un
sentido moral y de perder la estabilidad social, y llegué a la conclusión
de que todas las categorías de seres humanos deberían gozar de los
mismos derechos directos básicos. Ahora podemos apoyar esos argu­
mentos con observaciones que se desprenden de nuestro examen de
las actitudes ante el sufrimiento.
Indudablemente, los bebés, los subnormales y los ancianos seniles
pueden tener niveles de actividad mental similares a los de los animales,
a menudo incluso inferiores. En otros aspectos, no obstante, tendrán
una característica moral sobresaliente en comparación con los ani­
males. El hecho crucial es que comparten el aspecto y muchas de las
pautas de comportamiento humanas con los agentes racionales. Que
el llanto de un bebé o los gemidos que arranca a'una anciana senil un
cáncer terminal despierten nuestra compasión no es un accidente
producto de la cultura o de la educación, pues lo que se presenta a
nuestros sentidos apenas difiere del sufrimiento de un niño o un
adulto normales. Así pues, cabe suponer que la sensibilidad ante
aquella forma de sufrimiento está asociada sicológicamente a la
sensibilidad ante el sufrimiento de los seres humanos que son agentes
racionales. Quien se comporta con indiferencia ame el sufrimiento
de un bebé o de una anciana senil obra muy mal por lo que expresa
sobre su propio carácter, se infrinjan o no los derechos de nadie. El
solo hecho de que una persona sea capaz de comportarse de esa
manera revela casi indudablemente un carácter cruel.
Lo dicho no significa, desde luego, que seamos sicológicamente
incapaces de distinguir categorías de seres humanos y de adecuar
nuestras actitudes morales a esas distinciones. Por el contrario, es
evidente que muchas personas, a lo largo de la historia, han hecho
precisamente eso. Algunas de esas distinciones, como las que obedecen

193
L a cuestión de los anim ales

a motivos raciales o sexuales, establecen diferencias entre agentes


racionales, y merecen un repudio directo por su injusticia. Pero lo
que quiero destacar es que, en general, es muy peligroso hacer
cualquier distinción entre seres humanos. Habida cuenta de la inmensa
similitud de apariencia y de comportamiento que presentan, más allá
de su estado intelectual, cualquier tentativa de basar las actitudes ante
el sufrimiento en las distinciones que se hagan entre seres humanos
probablemente influya en las actitudes ante el sufrimiento en otras
circunstancias. Quienes comienzan por querer justificar su indiferencia
ante el sufrimiento de las personas seniles tal vez terminen alterando
de tal forma sus actitudes y su imaginación moral al extremo de
volverse insensibles a los sufrimientos de algunas personas que fueran
indiscutiblemente agentes racionales.
Así pues, las partes en el contrato racional que tratan de acordar
normas que asignen derechos y deberes básicos deberían tener en
cuenta que cualquier iñtento de hacer distinciones entre seres humanos
podría tener efectos sicológicos desastrosos desde el punto de vista
moral. Así pues, tendrían que convenir en asignar derechos morales
básicos a todos los seres humanos, sean o no agentes racionales.
Supongamos que convinieran en aceptar una norma por la que se
negara entidad moral a los subnormales, en virtud de la cual no
habría objeciones morales directas al hecho de matarlos o de hacerlos
sufrir. Esta norma iría totalmente en contra de nuestro impulso
natural de compasión por aquellos que comparten nuestra apariencia
humana, y quizás ese impulso quedaría debilitado. En ese caso,
nuestras obligaciones para con los agentes racionales también correrían
peligro.
En cambio, la negación de entidad moral a los animales no
entraña ese tipo de peligros (al igual, cabría aducir, que la negación
de entidad moral a los fetos humanos en sus etapas iniciales de

194
El contractualism o y el carácter

desarrollo, por lo que el aborto podría ser una opción moral), pues
hay grandes diferencias tanto en aspecto físico como en modalidades
de comportamiento entre los seres humanos y sus familiares del
reino animal, incluso los más cercanos. Una línea divisoria definida,
determinada por características evidentes, tal vez ofrece estabilidad:
será fácil establecer y mantener una distinción sicológica entre las
actitudes que se adopten ante el sufrimiento en ambos casos.

Recapitulación de los argumentos indirectos


Pasemos revista a las conclusiones a que hemos llegado hasta ahora.
Como los animales no son agentes racionales, el contractualismo no
les otorgará derechos morales directos, al menos en primera instancia;
por otra parte, tampoco existen argumentos para otorgárselos basados
en el peligro de entrar en terreno resbaladizo en lo moral o de perder
la estabilidad social. No obstante, los animales revisten importancia
moral indirecta, en virtud de que revelan cualidades morales de
nuestro carácter. Así pues, las acciones relacionadas con animales que
manifiesten defectos morales del carácter serán malas acciones. No
obstante, como las actitudes ante el sufrimiento humano son fáciles
de disociar desde el punto de vista sicológico de las actitudes ante el
sufrimiento animal, los condicionamientos que se imponen hasta el
momento a la forma en que tratamos a los animales son mínimos:
sólo se'desprende de ellos que (en nuestra cultura) es malo hacer
sufrir a los animales por motivos triviales o para obtener un placer
sádico.
Al parecer, no tiene por qué manifestarse ningún defecto del
carácter de una persona en su trabajo si éste consiste en probar
detergentes en animales o llevar a cabo actividades relacionadas con la
cría de animales que causan sufrimientos a los animales que tiene a

195
L a cuestión de los anim ales

su cuidado (siempre que, al menos, trate de reducir al mínimo el


dolor que causa, en la medida en que esto sea posible sin que le
suponga un costo demasiado elevado).Tampoco tiene por qué haber
ningún defecto en el carácter de quien contrata a este tipo de tra­
bajadores, pues en general tendrá por objetivo mantener la rentabilidad
y competitividad de su negocio, lo cual no es un motivo nada trivial.
Así pues, en todos estos casos, no cabe formular ninguna objeción
moral directa (no se infringen los derechos de nadie) ni indirecta
(que se desprenda de un juicio sobre el carácter del agente) .Aun en el
caso de actividades respecto de las cuales cabría hacer una objeción
moral en relación con el carácter, sería apenas permisible intervenir,
como hacen quienes sabotean la caza, pues en general, no nos parece
correcto tratar de obligar a las personas a modificar su carácter antes
de que ejecuten acciones con las cuales infrinjan derechos. Por ejemplo,
aunque existieran tests psicológicos confiables para medir la agresi­
vidad, no sería correcto que exigiéramos que quienes tuvieran puntajes
elevados se sometieran a un tratamiento sin antes tener indicios
de que realmente se han comportado de forma violenta con otras
personas.
No obstante, queda por examinar el interrogante de la posible
ofensa contra quienes se interesan por los animales, señalada en el
capítulo 5. Aunque en esa oportunidad refutamos el argumento
como base adecuada para fundar todas nuestras obligaciones morales
para con los animales, aún cabe volver a formularlo como argumento
para prohibir la caza, la cría industrial y muchas formas de experi­
mentación con animales. Después de todo, ahora percibimos una
diferencia fundamental entre ese tipo de ofensa y la que puede causar
a una persona mojigata la idea de determinadas prácticas sexuales: la
inquietud que suscita la idea del sufrimiento de un animal tal vez
sería una reacción deseable, si el argumento expuesto en este capítulo

196
El contractualism o y el carácter

es correcto: esa reacción manifiesta y corrobora la existencia de un


carácter compasivo. La mojigatería sexual, por el contrario, no tiene
valor moral alguno. Así pues, la réplica «si te molesta, no pienses en
ello» se aplica a esta última reacción, pero no a la primera. La
preocupación por el sufrimiento dé los animales de quienes se in­
teresan por ellos no sólo es legítima, sino que además expresa un
estado moralmente admirable del carácter. Cabe preguntarse, pues, si
eso basta para condenar moralmente prácticas como la caza y la cría
industrial, no porque violen los derechos de los animales, sino
porque con esas prácticas no se respetan debidamente los intereses de
quienes se interesan por los animales.
Podrá sorprender a algunos que por un lado afirme que la
compasión ante el sufrimiento animal expresa un estado admirable
del carácter y por el otro opine que quienes piérden la sensibilidad
ante ese sufrimiento en su trabajo no tienen por qué tener un carácter
defectuoso. ¿No son acaso afirmaciones contradictorias? La respuesta
es que esos dos casos se dan en contextos diferentes. Quienes se
inquietan al pensar en el sufrimiento causado a los animales por la
cría industrial o la experimentación de laboratorio lo hacen, por así
decirlo, en abstracto, más allá de cualquier propósito importante
desde el punto de vista moral. Quienes pierden la sensibilidad ante el
mismo sufrimiento animal, en cambio, lo hacen en el contexto de
ganar su sustento. En otras palabras, la posición que surge de este
capítulo es que la sensibilidad ante el sufrimiento es admirable sólo
cuando no interfiere con propósitos de importancia moral más directa.
Tropezamos ahora con una dificultad: la propuesta de que habría
que prohibir la cría industrial y la experimentación con animales
porque atenta contra la sensibilidad de quienes se interesan por los
animales implica que esos sentimientos sí interferirían con propósitos
de importancia moral, a saber, los de ganarse el sustento y mantener

197
La cuestión de los anim ales

en funcionamiento una empresa viable. Parecería que en este caso


deberían tener prioridad esos propósitos. Sería demasiado pedir que
esas personas abandonaran sus empleos por respeto a los sentimientos
de quienes se interesan por los animales, de la misma forma que es
demasiado pedir que el dueño de un ediñcio antiguo se quede sin
una vivienda habitable por respeto a los sentimientos de quienes no
quieren que se lo modifique. Si los sentimientos legítimos de quienes
se interesan por los animales han de cumplir una función importante
en este debate, no será la de fundamentar las críticas del comporta­
miento individual de esas personas, sino de la práctica en general. Lo
que cabría afirmar es que, por respeto a esos sentimientos, habría que
modificar la organización de nuestra sociedad para que no sea necesario
hacer sufrir a los animales de forma sistemática; entre las modifi­
caciones, habría que contemplar la posibilidad de indemnizar a las
personas que perderían su empleo o reducirían sus ingresos como
consecuencia del abandono de esa práctica.
Volvemos ahora al interrogante de política pública que dejamos
abierto antes: ¿hemos de estimular y fomentar el vínculo sicológico
que ya existe en nuestra cultura entre las actitudes hacia el sufrimiento
animal y el humano? ¿O ese vínculo ya es demasiado estrecho, por lo
que habría una necesidad moral de relajarlo? Como señalamos antes,
existen en nuestra cultura fuerzas responsables de ese vínculo, y —
cabría argüir- son cada vez mayores. Con el aumento de la riqueza y
de la alienación social, cada vez más personas tienen mascotas. Y los
niños están cada vez más expuestos a entretenimientos en que abunda
el tratamiento antropomórfico de los animales. Esta tendencia no
supone ningún provecho desde el punto de vista moral. Al contrario:
restringir las formas en que se trata a los animales actualmente por
respeto a la sensibilidad de quienes se interesan por ellos sólo reforzaría
una tendencia de considerables costos morales.

198
El contractualism o y el carácter

Limitar aún más la forma en que tratamos a los animales también


tendría costos económicos y sociales, sobre todo si se prohibiera la
cría industrial y la experimentación científica con animales, pero no
tengo especial intención de centrarme en ese tema. Es más importante
observar que el costo del interés creciente en el bienestar de los
animales distraerá la atención general de las necesidades de séres que
indudablemente tienen entidad moral: los humanos. Vivimos en un
planeta en el cual millones de personas mueren de inanición o son
víctimas de la hambruna y muchos millones más padecen mal-
nutrición. Además, los peligros de la contaminación y el agotamiento
de los recursos naturales amenazan nuestro futuro y el de nuestros
descendientes. Este es el tema en que hemos de centrar nuestra
atención moral. La preocupación por el bienestar de los animales, si
bien expresa estados admirables del carácter, es irrelevante, y debería
combatirse en lugar de fomentarse. Nuestra respuesta a quienes se
interesan por los animales no debería ser «si te molesta, no pienses
en ello», sino «si te molesta, piensa en algo más importante».
Cabría objetar que siempre es posible pensar en ambas cosas. Se
(
podría aducir, de hecho, que el interés creciente en los animales
contribuirá a fomentar las actitudes de compasión y respeto amplios
en relación con el medio ambiente, actitudes necesarias para afrontar
los problemas mundiales más generales. En realidad, mucha de la
energía moral que se consume defendiendo a los animales se ha
desviado de otros ámbitos. La compasión de quienes emprenden
campañas en defensa de los animales ya no es moralmente admirable,
precisamente porque se ha dejado que ese sentimiento vaya en detri­
mento del interés por cuestiones más importantes desde el punto de
vista moral. Por otra parte, el contractualismo no nos permite crearnos
una historia plausible en virtud de la cual sería moralmente beneficioso
que nos interesáramos más por los animales, pues debería quedarnos

199
La cuestión de los anim ales

claro que sólo el sufrimiento de los humanos tiene entidad moral e


importancia moral directa más allá de los aspectos del carácter. En
consecuencia, el aumento de nuestra compasión hacia los animales
sólo servirá para desvirtuar nuestros juicios acerca de su importancia
relativa, y contribuirá en cierta medida a despreocuparnos de los
humanos. Así pues, si el contractualismo ofrece el mejor marco para
nuestra teoría moral, según he expuesto, tal vez convendría revertir la
corriente popular actual de interés por el bienestar de los animales.

Resumen
El contractualismo no concede a los animales derechos morales di­
rectos, mientras que se los otorga a todos los seres humanos. Sin
embargo, permite explicar por qué el sentido común nos dice que no
debemos hacer sufrir a los animales por motivos triviales, pues ello
manifestaría un carácter cruel. Esta posición es lo bastante plausible
para resultar aceptable según el equilibrio reflexivo, pero las limi­
taciones que impone a nuestra conducta son mínimas; es evidente
que el contractualismo no presta ningún apoyo a quienes desearían
ampliar aún más la protección que se brinda a los animales.

200
8

Los animales y la experiencia consciente

En este capítulo cuestionaré una premisa que hemos dado por sentada
en toda nuestra investigación sobre la entidad moral de los animales,
al menos a partir del capítulo 3: que las experiencias animales (en
particular las dolorosas) son lo suficientemente similares a las nuestras
como para revestir interés moral.

Consciente o no consciente
Comenzaré por hacer una distinción entre dos clases de estados
mentales que es particularmente evidente en el caso de las experiencias.
Aunque no es una distinción que establezca el sentido común, es fácil
de reconocer cuando se la señala. Consideremos varios ejemplos
familiares: supongamos que Carmen conduce su coche por un camino
que conoce bien, lo cual le permite abstraer por completo su atención
de aquello que la rodea. Tal vez su mente se concentra en algún aspecto
de su trabajo o fantasea acerca de sus próximas vacaciones de verano, a
tal punto que no tiene conciencia de la forma en que está conduciendo.
De repente, Carmen «vuelve en sí» y centra su atención en la carretera,
sorprendida de no tener la menor idea de lo que ha hecho o visto en los
últimos minutos. No obstante, es obvio que si no hubiera visto la
carretera en ese lapso se habría estrellado. Su acompañante podría
corroborar que Carmen vio un coche detenido en la carretera, pues lo
esquivó con destreza, aunque la propia Carmen no tuviera conciencia
del obstáculo en ese momento ni lo recordara más tarde.

201
La cuestión de los anim ales

Otro ejemplo: cuando lavo la vajilla acostumbro poner música


para pasar el rato. Si oigo una melodía que me gusta mucho puedo
abstraerme por completo y perder conciencia de lo que estoy haciendo
ante el fregadero. Sin embargo, alguien que me viera poner a secar un
vaso colocándolo con cuidado entre dos jarros de café diría con razón
que yo seguramente sabía que los jarros estaban allí, o de lo contrario
no habría colocado el vaso en el espacio que los separaba. No obstante,
yo no tuve conciencia de haber visto los jarros ni de haber colocado el
vaso entre ellos. En ese momento escuchaba, transportado, el movi­
miento ñnal de la Sonata Arpeggione de Schubert, y aunque me lo
hubieran preguntado más tarde, no habría sido capaz de decir lo que
había visto.
Propongo que llamemos a esos fenómenos experiencias no conscientes.
¿Qué siente una persona cuando tiene una experiencia de esta clase? Pues
nada. No se siente nada al tener una experiencia visual no consciente
como la de un coche detenido a un lado de la carretera o un par de jarros
de café en un escurridero, porque tener ese tipo de experiencias consiste
precisamente en no ser consciente de ellas. Sólo las experiencias
conscientes tienen una fenomenología definida, producen una sensación
determinada. Las experiencias no conscientes pueden contribuir a
controlar el comportamiento sin que el sujeto las registre de forma
consciente.
Por intuitivas que sean estas afirmaciones, bastan para demostrar
que preguntarse si una criatura tiene experiencias no equivale a
preguntarse qué se siénte al ser esa criatura,1pues hay un conjunto -
tal vez un gran conjunto—de experiencias no conscientes que carecen
de fenomenología. Así pues, el hecho de que una criatura tenga
órganos sensoriales y manifieste un comportamiento sensible a las
características salientes de su entorno no basta para decir que tiene
sensaciones. Quizás todas las experiencias de los animales son del

202
Los animales y la experiencia consciente

tipo no consciente. Subsiste el interrogante de lo que se siente al ser


un murciélago, un perro o un mono. Si tener conciencia es como
encender una luz, tal vez sus vidas transcurran en absoluta oscuridad.
Para avanzar en esta cuestión, hemos de comprender la naturaleza de
la distinción entre los estados mentales conscientes y no conscientes.
Ahora bien, antes de seguir adelante, citaré un ejemplo menos
común de experiencia no consciente, que nos ayudará a ver que la
distinción entre estados mentales conscientes y no conscientes tal vez
se realice físicamente en la estructura neurológica del cerebro humano.
El ejemplo también nos ayudará a refutar la posible objeción de que el
fenómeno que ilustran las situaciones mencionadas no es una falta de
conciencia sino una pérdida instantánea de memoria. El ejemplo al
que me refiero es el de la ceguera cortical. Los humanos que han
sufrido lesiones en la corteza estriada (el centro visual situado en la
parte superior del cerebro) pueden perder todas las experiencias
conscientes que suceden en determinadas zonas de su campo visual.
Insistirán en que no ven nada en esa zona, pero si se les pregunta,
darán respuestas sorprendentemente precisas sobre la descripción de
objetos que se encuentran en ella, como la orientación de una línea, o
sobre la dirección de donde proviene una luz.2Esas personas también
pueden coger objetos de diferentes tamaños y formas situados a
diversas distancias con una precisión del 80 al 90 por ciento de la
normal. De hecho, si se les arroja una pelota desde el lado ciego a
menudo logran cogerla en el aire.3
De estos estudios se desprende que las personas que sufren de
ceguera cortical, aunque carezcan de experiencias visuales conscientes
en una zona de su campo visual, tienen acceso a experiencias no
conscientes que, de alguna manera, los ayudan a controlar sus acciones.
Al parecer, la explicación neurológica del fenómeno es que la in­
formación procedente del ojo no sólo queda registrada en la corteza

203
L a cuestión de los anim ales

estriada (en las personas normales) sino también en el cerebro medio.


Cabe suponer que es este registro el que las personas con ceguera
cortical integran a sus objetivos y percepciones para controlar el
comportamiento. También es posible que esa información del cerebro
medio esté presente en los ejemplos cotidianos ya mencionados de
experiencias no conscientes. Ahora bien, hemos de cuidarnos de
concluir que toda criatura que posea una corteza estriada tendrá
experiencias visuales conscientes. El fenómeno de la ceguera cortical
sólo demuestra que una corteza estriada normal es una condición
físicamente necesaria, pero no suficiente, para tener experiencias
visuales conscientes. Quizás en el caso de las experiencias no cons­
cientes cotidianas, la corteza estriada actúa, pero las estructuras del
cerebro humano que sustentan la conciencia no tienen acceso a la
información. Tal vez ni siquiera los animales con corteza estriada
tienen esas estructuras.
Cabe destacar que las diversas experiencias no conscientes que
hemos venido examinando realmente merecen considerarse dentro
de la categoría de experiencias, pues no sólo se procesa la información
que se recibe de forma bastante compleja, sino que además, los
estados en cuestión se ajustan a la explicación del modelo del razona­
miento práctico. Así pues, el comportamiento de Carmen, la con­
ductora distraída, obedeció a que quería llegar a destino sana y salva y
a que vio que el vehículo constituía un obstáculo.Y quienes sufren de
ceguera cortical tal vez cogen una pelota en el aire porque quieren
responder al experimento y ven donde está la pelota. Pero si alguien
realmente insiste en que las experiencias son estados conscientes por
definición, simplemente habría que volver a formular la conclusión
de esta sección: como en los humanos existen niveles de procesamiento
cognitivo y de control del comportamiento similares a los que mani­
fiestan los animales, y esos niveles no involucran experiencias, no es

204
Los anim ales y la experiencia consciente

posible saber si los animales tienen algún tipo de experiencias. Ahora


bien, en los razonamientos que siguen supondré, como parece natu­
ral, que no todas las experiencias son conscientes.
Probablemente la distinción que establezco entre dos tipos de
experiencias es bastante general y se aplica a todas las categorías de
estados mentales. Pero para observar cómo se aplica a los deseos y las
creencias hemos de hacer otra distinción, entre las creencias o deseos
activos (que intervienen en los procesos mentales en curso) y latentes
(que se poseen pero no intervienen en un proceso determinado). La
mayor parte de nuestras creencias y deseos se encuentran latentes casi
todo el tiempo. Por ejemplo, tengo creencias acerca de los cum­
pleaños de mis padres durante toda mi vida, tanto despierto como
dormido. Pero sólo entran en actividad en ciertas ocasiones, como
cuando al completar un formulario para renovar mi pasaporte debo
rellenar el casillero «fechas de nacimiento de los padres».
Es muy probable que las creencias y los deseos se activen sin
hacerse conscientes. Por ejemplo, cuando juego al ajedrez, apelo a mi
conocimiento de las reglas del juego, pero ese conocimiento rara vez
se maniñesta a nivel consciente. Mis creencias acerca de las reglas del
ajedrez se activan y me ayudan a controlar mis pensamientos y
acciones, pero sin hacerse conscientes. Análogamente, en el ejemplo
de Carmen, la conductora distraída, su deseo de evitar los obstáculos
se activará sin llegar a la conciencia. Así pues, en relación con las
creencias y los deseos activos, al menos, podemos distinguir clara­
mente los conscientes de los no conscientes.
A pesar de que la activación de los deseos y las creencias no es
consciente en los ejemplos mencionados, la conciencia generalmente
podrá tener acceso a los estados latentes: puedo recordar las reglas del
ajedrez si quiero, y Carmen reconocerá su deseo de evitar un accidente
si reflexiona sobre ello. Pero en algunos casos, las creencias o los

205
L a cuestión de los anim ales

deseos pueden ayudar a controlar el comportamiento sin que el


sujeto tenga acceso a ellos: si los lineamientos generales de la teoría
del pensamiento de Freud son correctos, será el caso de las creencias
y los deseos que sus seguidores llaman inconscientes.

Conciencia cartesiana
Una vez establecida intuitivamente la distinción entre los estados
mentales conscientes y los no conscientes, hemos de explicar la
naturaleza de esa distinción. Una respuesta conocida, en la tradición
cartesiana, equipararía la conciencia con la sensación subjetiva y
cualitativa. Según este criterio, los estados mentales conscientes tienen
una fenomenología característica de la que carecen los estados mentales
no conscientes. Pero esta definición no basta: aunque pueda resultar
plausible en relación con la distinción entre las experiencias con­
scientes y no conscientes, no se puede aplicar a la distinción entre las
creencias y los deseos conscientes y no conscientes. Que una persona
tenga una creencia consciente sobre el cumpleaños de su madre no
constituye una sensación. La activación consciente de una creencia o
deseo no se reconoce introspectivamente en virtud de su carácter
subjetivo característico, como el dolor o las cosquillas conscientes,
pues esos hechos carecen de fenomenología. Así pues, lo que hace
que una creencia sea consciente no es una sensación. Sin embargo,
como al parecer las creencias conscientes no lo son en un sentido
distinto que las experiencias conscientes, tenemos que hallar una
explicación común a ambos casos, si es posible.
La asimilación de la conciencia a la sensación cualitativa podría
defenderse mediante un razonamiento de tres pasos. En primer lugar,
cabría aducir que la activación de creencias y deseos se hace consciente
en virtud de la aparición de pensamientos conscientes. En segundo

206
Los anim ales y la experiencia consciente

lugar, se podría decir que el pensamiento consciente se compone, en


cierta forma, de imágenes mentales. En tercer lugar, cabría afirmar
que las imágenes conscientes lo son en virtud de las sensaciones
características asociadas a ellas, igual que las experiencias conscientes.
No veo inconvenientes en el primer postulado de este razonamiento,
y, debidamente interpretado, estaría dispuesto a aceptar el segundo
(volveré a ello más adelante). Pero la tercera premisa es completamente
falsa. No es cierto que las imágenes mentales sean conscientes o
identificables como tales en virtud de su fenomenología característica.
En consecuencia, no es posible equiparar la conciencia con la posesión
de una sensación subjetiva.
La cuestión fundamental es que las imágenes mentales no se
componen de experiencias, pues todas las experiencias han de ocurrir
en cierto campo sensible. Por ejemplo, todas las sensaciones visuales
ocurren en el campo visual, en relación espacial (percibida) con las
demás experiencias visuales simultáneas. Pero las imágenes mentales
de determinada índole (auditivas, visuales, etc.) no ocurren en los
campos sensibles correspondientes, como cabría esperar si las imá­
genes mentales-estuvieran formadas por sensaciones subjetivas carac­
terísticas. A mi juicio, las imágenes mentales, a diferencia de las
imágenes consecutivas, por ejemplo, no interfieren con la percepción
normal.
Esta observación merece una formulación cuidadosa, pues es
cierto que las imágenes mentales de un determinado tipo interfieren
con las actividades mentales relacionadas con experiencias de ese
tipo.4 La creación de la imagen visual de una palabra, por ejemplo,
interferirá en las actividades de reconocimiento visual, pero no en las
que requieran el reconocimiento auditivo. Así pues, es evidente que
la creación de imágenes visuales ha de emplear algunos de los recursos
cognitivos que utiliza la percepción visual. Ahora bien, eso no

207
La cuestión de los anim ales

demuestra que las imágenes visuales estén formadas por sensaciones


visuales y por ende posean una fenomenología característica. Aclararé
esta afirmación haciendo un contraste entre las imágenes mentales y
las imágenes consecutivas. Si después de mirar una fuente de luz
intensa fijo la vista en una pared blanca tendré una imagen consecutiva
de color rojo, por lo que la pared se verá de ese color. Pero si imagino
un tomate rojo mientras miro una pared blanca, la pared no se verá
roja. Aunque la formación de imágenes mentales utilíce algunos
recursos cognitivos en común con la percepción, no puede competir
con ella desde el punto de vista fenomenológico.
Lo cierto es que la formación de imágenes es una actividad
intelectual, no un tipo de experiencia. Cuando formamos la imagen
mental de algo representamos su posible apariencia sensible. Nuestra
actitud no es pasiva, sino activa. La conciencia introspectiva de nuestros
actos de imaginación no debe asimilarse a la conciencia de las sen­
saciones subjetivas. Una imagen consciente no se compone de la
sensación que produce, pues a diferencia de la experiencia que
representa, no produce una sensación característica inmediata. Más
adelante me referiré a lo que explica su carácter consciente.

Otras teorías de la conciencia


Si no es posible asimilar la conciencia a la sensación subjetiva., ¿cómo
hemos de explicar la distinción entre estados mentales conscientes y
no conscientes? Hay varias alternativas que resultan inadecuadas a
primera vista. En primer lugar, se podría decir que el aspecto carac­
terístico de una experiencia consciente es que se graba en la memoria
inmediata. Esto explicaría por qué Carmen, la conductora distraída,
no recuerda la experiencia poco después. Pero esta propuesta no es
plausible, pues nada nos permite distinguir la memoria inmediata

208
Los anim ales y la experiencia consciente

consciente de la no consciente. Sin embargo, bien podría haber una


memoria inmediata no consciente: cabría esperar que existieran
diferentes áreas cognitivas donde se pudiera dejar un breve registro
de los hechos ocurridos.
En segundo lugar, podría decirse que un estado es consciente
cuando todo el organismo tiene acceso a él. El problema es que, en ese
caso, resultarán conscientes las experiencias de cualquier gusano o
babosa, pero no lo serán las de Carmen, la conductora distraída.
Además, sería bastante complicado definir lo que significa que un
estado sea accesible a todo el organismo, pues tal vez haya regiones de la
cognición que no tienen acceso al contenido de una experiencia
consciente, así como hay otras regiones (a saber, las relacionadas con los
procesos conscientes) que no tienen acceso a las experiencias no
conscientes. No parece haber razones teóricas claras por las cuales las
primeras serían accesibles a todo el organismo y las últimas no lo serían.
A partir de esa segunda propuesta, cabría argüir que los estados
conscientes son aquellos a los cuales pueden acceder los principales
procesos de adopción de decisiones del organismo.s Esto nos evita el
problema de explicar lo que significa que un organismo en su conjunto
tenga acceso a una experiencia, pero subsiste el inconveniente de que
las experiencias de un gusano serán conscientes (siempre que los
gusanos tengan procesos de adopción de decisiones) mientras que las
de Carmen no lo serán, a pesar de que, en su caso, las experiencias
intervienen en procesos de adopción de decisiones mucho más com­
plejos y variados, así como mucho más sofisticados desde el punto de
vista conceptual. Además, resulta sumamente desconcertante en este
razonamiento que la sola posición en una escala de control baste para
diferenciar los estados conscientes de los no conscientes. Supongamos,
por ejemplo, que mis principales procesos de adopción de decisiones
quedaran destruidos por daños cerebrales que dejaran indemne al

209
L a cuestión de los anim ales

resto de mis facultades cognitivas. De esta manera, seguiría siendo


capaz de conducir, andar sin tropezar con obstáculos y realizar otro
tipo de actividades semiautomáticas que no suelen exigir una atención
consciente. Supongamos también que, algún tiempo antes de este
accidente, hubiera quedado ciego en una parte de mi campo visual.
En estas circunstancias, ¿no pasarían de pronto a ser conscientes mis
experiencias de ceguera cortical, por ser accesibles a lo que ahora
serían mis principales procesos de adopción de decisiones? Este razona­
miento resulta intuitivamente absurdo.6
La propuesta formulada por David Armstrong7 es mucho más
plausible, y goza de una aceptación mucho mayor. Caracteriza los
estados mentales conscientes como aquéllos que dan origen (de
forma no deductiva) a una creencia activa de segundo orden sobre su
propia existencia. Así pues, la creencia consciente de tal o cual cosa,
además de poder intervenir en la causalidad del comportamiento del
sujeto, puede causarle'la creencia activa de que cree tal o cual cosa.
Análogamente, una experiencia visual consciente, además de causar
creencias sobre la cuestión a que hace referencia y de ser accesible a
procesos de control motriz no conscientes, es capaz de originar la
creencia de que esa experiencia está ocurriendo.
Si este razonamiento fuera acertado, sería muy dudoso sostener
que muchas especies animales tienen experiencias conscientes, pues
como vimos en el capítulo 6, no hay razón para justificar la atribución
de creencias de segundo orden a la mayor parte de los mamíferos,
con la sola excepción de los grandes simios, en particular los chim­
pancés; no obstante, sostendré que el razonamiento propuesto es
decididamente erróneo. Ahora bien, con esta conclusión no pretendo
defender la idea de que los animales tienen experiencias conscientes,
sino todo lo contrario: según la definición d e c o n c ie n c ia a la que
llegaré, será mucho menos probable que eso sea cierto.

2 10
Los anim ales y la experiencia consciente

Comenzaré por un ejemplo ideado para demostrar que no se


puede equiparar la creencia consciente en tal o cual cosa con la
facultad de activar creencias de segundo orden de que uno cree tal o
cual cosa. Durante un debate sobre los méritos y los defectos del
contractualismo, tal vez me dé cuenta de que he venido refiriéndome
a los contractualistas en la primera persona del plural, o irritándome
cuando se criticaban sus opiniones, manifestando así la creencia
activa de segundo orden de que creo que creo en el contractualismo.
Pero tal vez se me presente esta idea como un descubrimiento: si
antes me hubieran preguntado si era contractualista, habría dudado al
responder. Así pues, tal parece que la posesión de creencias activas de
segundo orden no es suficiente para tener creencias conscientes.
Otro argumento que lleva a la misma conclusión es que el
razonamiento propuesto no explica adecuadamente el contenido de las
creencias conscientes (o más bien, describe mal el contenido de mi
mente cuando tengo una creencia consciente), pues el hecho de tener
una creencia consciente, ¿acaso hace referencia directa al mundo
precisamente de la misma forma que la propia creencia? Si tengo la
creencia consciente de que la temperatura de la Tierra está aumentando,
el único objeto de mi creencia (activa) tal vez sea laTierra y su probable
temperatura futura. De hecho, la creencia y la creencia consciente
conexa tienen el mismo contenido. Sin embargo, si el razonamiento
propuesto fuera correcto, al tener la creencia consciente debería a la vez
tener una creencia cuyo objeto sería yo mismo (creería que tengo una
determinada creencia de primer orden). En realidad, esta condición no
parece propia del fenómeno de la creencia consciente.
Lo dicho se aplica también al razonamiento propuesto sobre la
distinción entre las experiencias conscientes y las no conscientes. Las
experiencias visuales conscientes también hacen referencia directa al
mundo. Cuando veo de forma consciente que hay un puñal sobre mi

211
La cuestión de los anim ales

escritorio, el principal (a menudo el único) centro de mi atención es


el propio puñal. En casos normalés de percepción consciente, nuestras
experiencias son, por así decirlo, transparentes: representan el mundo
ante nosotros sin ser ellas mismas objeto de nuestra atención. Desde
luego, puedo prestar atención a mis experiencias conscientes, como
cuando intento hacer una descripción fenomenológica de mi campo
visual. Pero esto es algo complejo y relativamente infrecuente, mientras
que según el razonamiento propuesto sería lo común: percibir que
hay un puñal sobre mi escritorio equivaldría a haber activado la
creencia de que tengo la experiencia de que hay un puñal sobre mi
escritorio.
Daniel Dennett propone una teoría de la conciencia más pro­
misoria en algunos aspectos.8 Sostiene que las experiencias conscientes
son las que se graban en una memoria inmediata especial cuya
función es ponerlas a disposición de una unidad de generación de
habla o de lenguaje. A grandes rasgos, las experiencias conscientes
serían las que el sujeto es capaz de relatar. Esto confiere el tipo de
contenido adecuado a la experiencia consciente, pues los relatos en
general se referirán al objeto de mis experiencias, por ejemplo, que
hay un puñal sobre mi escritorio.También permite explicar los ejem­
plos de los que partimos, pues ni Carmen, la conductora distraída, ni
una persona que sufre de ceguera cortical, será capaz de describir su
entorno sobre la base de sus experiencias. No obstante, no es fácil
ampliar el razonamiento para abarcar el carácter consciente de las
creencias y los deseos conscientes. También parece implausíble por
asociar tan estrechamente el fenómeno de la conciencia a la facultad
del lenguaje. Por ejemplo, nos interesaría poder decir que los mar­
cianos inteligentes a que nos referimos en el capítulo 6 tienen
experiencias y pensamientos conscientes. Sin embargo, al carecer de
un lenguaje natural, no serían capaces de describir sus estados.

2 12
Los anim óles y la experiencia consciente

La conciencia y el pensamiento consciente


¿Es posible encontrar una solución más satisfactoria? Desde luego
que sí. Podemos desarrollar el modelo de Dennett de modo que la
conciencia quede deñnida no por su relación con la facultad del
habla, sino por su relación con una facultad del pensamiento que
permite tener acceso periódico a los pensamientos que se nos ocurren
para pensar en ellos. De hecho, propongo que el estado mental
consciente, a diferencia del inconsciente, sea accesible al pensamiento
consciente, entendiendo por un acto de pensamiento consciente un
acto sobre el cual se puede pensar a su vez (cuando pensamos
conscientemente en algo, tenemos acceso periódico a los actos que
expresan nuestros pensamientos y podemos pensar en ellos: puedo
pensar que he formulado un pensamiento de forma inadecuada,
apresurada, confusa, etc.). Aunque esta sugerencia parece circular, en
realidad no lo es. De hecho, la explicación es de índole reflexiva. Lo
que hace consciente el pensamiento es lo mismo que hace consciente
la experiencia o la creencia: la posibilidad de acceder a un pensamiento
que a su vez se preste a la reflexión.
En el caso de las creencias, propongo que una creencia consciente
(en la medida en que es latente) es una creencia que puede surgir en
el pensamiento consciente con el mismo contenido. Esto permite
comprender el ejemplo en el cual creo que creo que soy contractualista
sin tener ninguna creencia consciente al respecto. La razón por la que
no había creído conscientemente que el contractualismo era correcto
antes era que no había pensado para mis adentros «el contractualismo
es correcto». La explicación ofrece la ventaja adicional de que las
creencias conscientes hacen referencia directa al mundo al igual que
las creencias, pues el acto consciente de pensar, que define a la
creencia consciente por su tendencia a manifestarse en él, es un

213
L a cuestión de los anim ales

hecho que posee el mismo contenido (referido directamente al


mundo) que esa misma creencia. Lo que hace consciente mi creencia
de que la temperatura de la Tierra está aumentando es que en las
circunstancias apropiadas tengo la capacidad de pensar para mis
adentros «la temperatura de laTierra está aumentando». En ambos
casos, la atención sólo se centra en el mundo, no en mí mismo.
En el caso de las experiencias, postulo que una experiencia es
consciente cuando se puede pensar conscientemente acerca de su
existencia y contenido (es decir, cuando se puede describir en actos
de pensamiento que a la vez son accesibles a otros actos de pen­
samiento) . En este caso digo «se puede pensar conscientemente acerca
de» la experiencia en lugar de decir que «puede aparecer en
pensamientos con el mismo contenido» porque es plausible que la
mayoría de las experiencias tengan un grado de riqueza y complejidad
que supera nuestras facultades descriptivas. No obstante, todos los
aspectos de la escena percibida son accesibles al pensamiento, incluso
al pensamiento de que las cosas han variado ligeramente (aunque la
forma en que tiemblan las hojas de un árbol desafía cualquier des­
cripción, al menos soy capaz de pensar que la modalidad que siguen
al moverse ha variado, cuando eso sucede). También en este caso,
podemos conservar la referencia directa al mundo característica de las
experiencias conscientes, pues la forma normal en que aparece en el
pensamiento la información que llega a él mediante la percepción es
un pensamiento sobre el objeto percibido, como cuando pienso que
el diseño del puñal que está sobre mi escritorio es muy elaborado.
Cuando pasamos de las experiencias conscientes relacionadas
con el mundo al estado más complejo de conciencia de las propiedades
de la experiencia consciente en sí, es importante recordar que el
razonamiento sugerido guarda coherencia con la existencia de sen­
saciones cualitativas cuya naturaleza singular desafía el análisis. Tal

214
Los anim ales y la experiencia consciente

vez, como afirman muchos, la sensación singular de mi experiencia


de una tonalidad cálida de rojo no se presta al análisis, o incluso a la
descripción no relacional. Ahora bien, lo que hace que esa sensación
sea consciente, a mi juicio, es que se puede pensar conscientemente
acerca de ella. No estamos analizando aquí las sensaciones subjetivas
concretas en sí, sino su carácter de estados conscientes.
Si bien en principio podemos distinguir una experiencia con­
sciente, como la de ver que hay un puñal sobre el escritorio, de la
conciencia que tenemos de esa experiencia, podríamos deducir
plausiblemente que la posibilidad de esta última es una condición
necesaria para la primera. Es decir, podemos sostener que una ex­
periencia sólo será consciente, y tendrá una sensación fenomenológica
característica, si es accesible a una facultad del pensamiento capaz de
distinguir entre una experiencia y otra. Mis experiencias sólo se
asemejarán a algo, para mí, si soy capaz de hacer distinciones y com­
paraciones entre ellas.9Ahora bien, ello no implica que por necesidad
deba en realidad hacer esas comparaciones en circunstancias normales.
De mi propuesta se deducirá naturalmente el carácter consciente
de las imágenes mentales conscientes. Lo que hace que los actos de
imaginación sean conscientes es que se puede pensar conscientemente
acerca de ellos: podemos pensar lo que hemos imaginado y cómo lo
hemos imaginado. Esta explicación mantiene su validez aunque los
pensamientos sean imágenes, como han sostenido algunos (en su
versión más plausible, se afirmaría que los pensamientos son, al
menos en parte, conversaciones o hechos de habla convertidos en
imágenes), pues como señalábamos antes, un acto de pensamiento es
consciente cuando se puede pensar conscientemente acerca de él.
Además de los puntos fuertes expuestos más arriba, mi razona­
miento ofrece una interpretación natural de los ejemplos ya expuestos
de experiencias no conscientes. Carmen no percibió conscientemente

215
L a cuestión de los anim ales

el coche detenido porque su pensamiento consciente no tuvo acceso


a la información sobre el vehículo, que de alguna manera llegó a
integrarse a sus acciones. Análogamente, en el ejemplo de la per­
cepción no consciente de los jarros en el escurridero, la experiencia
no fue consciente porque en esas circunstancias nada me hizo pensar
espontáneamente en ellos.
La cuestión de la espontaneidad es importante para los ejemplos
.de ceguera cortical; aunque en estos casos el pensamiento, en cierto
sentido, tiene acceso a la información (si se pregunta lo que hay en la
zona ciega, se recibirá en general una respuesta correcta), ésta no
suele generar pensamientos espontáneos de la misma forma que las
experiencias conscientes. En circunstancias normales, la persona no
tendrá pensamiento alguno acerca de los objetos situados en la zona
ciega de su campo visual. De hecho, cuando piensa en ello se siente
claramente inclinado a creer que no ve nada. La teoría permite
explicarlo: según mi razonamiento, una experiencia es consciente
cuando queda registrada en una memoria inmediata especial que
tiene como función característica la de poner la información perceptual a
disposición inmediata de una facultad de pensamiento reflexivo. Así,
no queda descartada la posibilidad de que a veces la información
perceptual llegue al pensamiento por otras vías, como al parecer
ocurre en el caso de la ceguera cortical.
Un último punto a favor de mi razonamiento es que permite
explicar por qué tantos filósofos, incluido Dennett, suelen asociar la
posesión de estados mentales conscientes con la capacidad de hablar
un lenguaje natural: este vínculo (que muchos aún niegan) resulta
más plausible en relación con el pensamiento consciente. La idea de
que la capacidad de tener pensamientos conscientes está vinculada a
la posesión de un lenguaje natural tiene una plausibihdad inmediata
(aunque no irrebatible). En cambio, aplicar una tesis similar a'la

216
Los animales y la experiencia consciente

capacidad de tener experiencias conscientes sería mucho más confuso,


pues ¿por qué habríamos de suponer que el dominio de un lenguaje
es una condición necesaria para que una criatura tenga experiencias
visuales conscientes? Si el razonamiento expuesto más arriba es
correcto, tal vez realmente exista ese vínculo, pero se establecerá
indirectamente, porque las experiencias conscientes son aquéllas a
las que puede acceder el pensamiento consciente. Ahora bien, a pesar
de que soy uno de los que sostienen que el dominio de un lenguaje
está relacionado al menos de forma contingente con la capacidad de
pensamiento consciente, no he de exponer aquí mis argumentos
sobre el particular.10

La conciencia animal
Desde luego, los animales son conscientes a menudo, en el sentido de
que tienen conciencia del mundo que los rodea y de los estados de su
propio cuerpo. Los animales pueden estar despiertos, dormidos,
soñando, en coma o sólo parcialmente conscientes, igual que nosotros.
Pueden tener o no conciencia de un olor acre, un ruido fuerte o un
empujón, como nosotros; estos hechos no están en discusión. En los
capítulos 3 y 6 afirmé que al menos todos los mamíferos tenían
creencias, deseos y sensaciones, y nada que diga ahora se opondrá a
esa afirmación. Una vez que aceptamos que los animales pueden ser
conscientes de determinados hechos, hemos de preguntarnos si esos
estados de conciencia son conscientes a su vez. La pregunta no es si
los animales tienen estados mentales, sino si tienen estados mentales
conscientes.
Si podemos dar por válido mi razonamiento acerca de la distinción
entre estados mentales conscientes y no conscientes, el estado no
consciente de la mayoría de las experiencias animales se deduce con

217
L a cuestión de los anim ales

muy pocos argumentos: si es implausible atribuir creencias de segundo


orden a las aves, los ratones o los perros, es aún menos probable que
esas criaturas piensen de forma consciente, es decir, que realicen
actos de pensamiento que a su vez se presten periódicamente a la
reflexión. Supongo que nadie afirmaría seriamente que los perros,
los gatos, las ovejas, las vacas, los cerdos o los pollos piensan de forma
consciente (y menos aún los peces o los reptiles). En cuyo caso, si
la distinción que hice entre las experiencias conscientes y no con­
scientes es acertada, las experiencias de todas estas criaturas serán no
conscientes.
¿Qué ocurre en el caso de los primates superiores? En el capítulo
6 convinimos en que al menos los chimpancés tenían creencias de
segundo orden. ¿Acaso no sería plausible atribuirles también pen­
samientos conscientes sobre sus propios pensamientos? En primer
lugar, cabría plantearse si es realmente necesario llegar tan lejos. ¿Por
qué habría de requerir la conciencia que el pensamiento se preste a su
vez a la reflexión consciente? ¿Por qué no habría de bastar que sólo se
prestara a la reflexión, a secas? Una respuesta es que sería muy
confuso que determinados estados fueran conscientes en virtud de su
relación con estados que no son conscientes (¡como si la oscuridad
pudiera iluminar!). Otra respuesta se asemeja a la crítica que se hizo a
la sugerencia de que la conciencia podía equipararse a una memoria
inmediata: intuitivamente, podría haber diversas regiones de la cog­
nición por las cuales el pensamiento, o algo parecido, accediera a la
información sin que por ello ésta se hiciera consciente. En el caso de
Carmen, la conductora distraída, cabe suponer que su pensamiento
(no consciente) tuvo acceso a la percepción del vehículo detenido,
pues el comportamiento resultante se ajustó perfectamente a la expli­
cación del modelo del razonamiento práctico; sin embargo, la per­
cepción fue un epítome de experiencia no consciente.11

218
Los anim ales y la experiencia consciente

Así pues, hemos de considerar hasta qué punto sería plausible


sostener que los chimpancés tienen pensamientos que a su vez se
prestan a la reflexión, es decir, que los chimpancés pueden pensar
acerca de sus pensamientos. Esta es, a mi juicio, la cosa más inteligente
que puede hacer un chimpancé:12 si se le enseñan unas dieciocho
frutas o verduras ocultas en diversos lugares de un terreno de media
hectárea de extensión y más tarde se lo deja entrar al terreno por otro
punto, encontrará como promedio dos tercios de los alimentos y
recogerá la fruta primero, reflejando su preferencia (en cambio, si no
se le muestra antes dónde están los alimentos, en general sólo en­
contrará una fruta o verdura).
Analicemos lo que ese comportamiento revela acerca de la cog­
nición del chimpancé. Para ejecutar la acción que acabo de describir,
ha de formar un mapa cognitivo del terreno, en el cual marcará la
ubicación de los alimentos.También deberá poder situarse en el mapa
y guiarse por él, así como actualizarlo para evitar regresar al mismo
lugar dos veces, en cuyo caso sucede sin duda algo muy parecido al
pensamiento. Ahora bien, ¿es capaz el chimpancé de pensar acerca de
sus propios pensamientos? Nada parece indicarlo. No hay razón para
creer que los chimpancés puedan reflexionar sobre su propia forma
de pensar y mejorarla. Por ejemplo, un chimpancé que pasa primero
por todos los lugares donde hay fruta y luego por los lugares donde
hay verdura gastará considerables energías en recorrer trayectos in­
necesarios. Si el chimpancé fuera realmente capaz de reflexionar
sobre sus pensamientos, cabría esperar que introdujera cambios re­
pentinos en su táctica que mejoraran notablemente sus resultados
(los famosos casos consignados por Kohler, en que los chimpancés
parecen hallar soluciones repentinas para problemas prácticos, sólo
prueban su capacidad de pensar, no de pensar en sus pensamientos).13
En el caso que nos ocupa, cabría esperar que a un chimpancé se le

219
La cuestión de los anim ales

ocurriera que sería mejor coger el camino más corto a todos los
alimentos, llevando las verduras consigo, si es necesario, para con­
sumirlas más tarde. Sea como fuere, los seres humanos se caracterizan
por la capacidad de mejorar su desempeño precisamente de esta
manera, como resultado de la capacidad de someter sus propios
pensamientos a la reflexión y a la crítica.
Propongo que los seres humanos son los únicos integrantes del
reino animal que poseen estados mentales conscientes. Cabría objetar
que la propuesta es implausible, pues crea una división abrupta entre
nosotros y los animales. Se podría sostener la teoría más atractiva de
que la,conciencia aparece gradualmente a medida que se avanza en la
escala evolutiva. De hecho, en cierto sentido coherente con mi ra­
zonamiento, es verdad: a medida que la cognición de los organismos
superiores se hace más compleja, y sus repertorios conceptuales más
diversos, tendrán una variedad más amplia de pensamientos en que
pensar; habrá más cosas de las que podrían ser conscientes. No
obstante, si bien los mamíferos superiores manifiestan altos grados
de conciencia de las propiedades y los hechos del mundo que los
rodea, sus estados mentales pueden aún no ser conscientes.
Otra ventaja de mi razonamiento es que permite apreciar con
facilidad cómo podría haber evolucionado la conciencia. A grandes
rasgos, sólo habría sido necesario añadir a una estructura cognitiva
capaz de pensar una especie de circuito de retroalimentación, que dio
a los seres humanos la facultad de pensar sobre sus propios procesos
de pensamiento. Esta adición sin duda supuso ventajas inmediatas
para nuestra supervivencia, pues nos dio una capacidad de resolver
problemas enormemente mejorable, como señalamos antes. Quizás
el hecho de que hayamos desarrollado una facultad de lenguaje innata
haya resultado decisivo a este respecto, pues además de ampliar la
diversidad de pensamientos accesibles, según sugerimos en el capítulo

220
Los anim ales y la experiencia consciente

6, habría conllevado el desarrollo del aparato conceptual necesario


para pensar en los pensamientos, a saber, los conceptos de alusión,
aserción, referencia y verdad. Si resulta que nuestra capacidad de
lenguaje natural está relacionada con nuestra capacidad de pensamiento
consciente, será fácil comprender, en términos naturales, de qué
manera evolucionó nuestra capacidad de tener estados mentales con­
scientes y por qué, de hecho, esta capacidad ha de ser única.

El dolor no consciente
Huelga decir que el dolor también es una experiencia. Ahora bien,
quedan por formular dos interrogantes: en el caso del dolor, ¿es
posible, como en otros estados mentales, hacer una distinción entre
una variedad consciente y una no consciente? Sf respondemos que sí,
el dolor de todos los animales será no consciente, según mi explicación
general de la distinción. En segundo lugar, ¿merece el dolor no
consciente ser objeto de compasión y de interés moral? Si respon­
demos que no, el dolor de los animales no nos planteará ningún tipo
de imperativo moral.
No existen ejemplos indiscutibles de dolor no consciente en los
humanos que nos permitan establecer un paralelismo con nuestros
ejemplos cotidianos de experiencias visuales no conscientes. Hay una
razón evidente para ello, pues parte de la función del dolor es
irrumpir en la conciencia para que dediquemos toda nuestra atención
a evitarlo. Ahora bien, hay ciertos ejemplos en que una persona se
concentra profundamente en la ejecución de una tarea y más tarde
declara no haber sentido dolor alguno al hacerse daño, aunque sí
haya manifestado aversión. Supongamos que Samuel es un soldado
que en el fragor de la batalla no siente dolor al quemarse la mano con
el cañón de su arma, que tocó cuando estaba al rojo vivo. Un

221
L a cuestión de ios anim ales

observador, no obstante, lo ve retirar la mano rápidamente y protegerla


de la forma característica en que se manifiesta el dolor. ¿Hemos de
sentir compasión en este caso? Es evidente que nos inspiraría com­
pasión la lesión en sí, pero no el sufrimiento, pues en realidad
Samuel no sintió dolor. Este tipo de ejemplo no tiene mayor im­
portancia, pues el comportamiento observado, asociado con el dolor,
es apenas paradigmático. Como el episodio es tan breve y aislado, tal
vez podría considerarse un mero acto reflejo, y no un ejemplo
genuino de percepción no consciente del dolor.
¿Puede acaso haber casos de dolor paralelos a los de la ceguera
cortical, es decir, casos en que se manifieste cabalmente (o casi
cabalmente) el comportamiento característico del dolor, sin que el
sujeto sea consciente de él? Hasta donde yo sé, no se han dado casos
de esa clase, pero la neurofisiología de la percepción del dolor
sugiere que en principio son posibles.14 En los humanos, el dolor se
transmite mediante dos tipos de nervios; éstos generan proyecciones
diferentes en el cerebro, que cumplen funciones distintas. A grandes
rasgos, el «camino nuevo» es rápido, conduce a los centros superiores
del cerebro y permite localizar el dolor con precisión y establecer
distinciones sutiles entre sensaciones. El «camino antiguo», en cambio,
es lento, conduce primordialmente al sistema límbico -más antiguo-
del cerebro y genera la aversión (el deseo de que el dolor cese).
Algunas clases de morfina pueden suprimir la actividad del camino
antiguo dejando el nuevo en pleno funcionamiento: los pacientes
declaran que su dolor es igual de intenso (genera las mismas sen­
saciones) pero que ya no les molesta (ya no desean que cese). En
cambio, no parece probable que una droga, o una lesión natural,
suprima la actividad del camino nuevo y deje al antiguo en fun­
cionamiento, pues a diferencia del caso de la vista, los nervios del
camino nuevo no se proyectan en un área especializada de la corteza

222
Los anim ales y la experiencia consciente

superior, sino que al parecer se ramifican de manera compleja en


muchas áreas diferentes.15 Esto sugiere que sólo podrían ocurrir
fenómenos similares a los de la ceguera cortical como resultado de
una intervención quirúrgica directa. No obstante, parecería que esos
fenómenos son posibles en principio.
Imaginemos un caso de dolor similar al de la ceguera cortical.
Supongamos que una persona en particular, Irene, nunca experimenta
un dolor consciente en sus piernas, pero cuando se hace daño en esa
parte de su cuerpo suele manifestar el comportamiento que se suele
asociar con el dolor. Si le pinchamos los pies con alfileres, Irene hace
lo posible por detenernos, protesta y hace muecas, y el daño intenso
la hace gritar, pero declara sinceramente que no siente nada. Tal vez al
principio le inquietaba su propio comportamiento, pero ahora com­
prende su razón de ser y sólo le resulta molesto. Cuando se tuerce un
tobillo, no pide algo para aliviar el dolor (dice que no siente ninguno)
sino algo que la ayude a relajarse, a dejar de apretar las mandíbulas y
de renguear al andar.
Obviamente, este caso es imaginario; es un ejemplo posible
(tanto en el plano físico como en el lógico) de dolor no consciente, es
decir, de fenómenos que suelen cumplir la función causal normal del
dolor pero a los cuales el pensamiento consciente y espontáneo del
sujeto no tiene acceso. De hecho, no es del todo correcto afirmar que
en el caso de Irene estos hechos ocupan la función causal normal del
dolor, pues uno de los efectos normales del dolor es el deseo consciente
de que cese, mientras que supongo que el comportamiento con el
que Irene evita el dolor responde a deseos no conscientes. No obstante,
el resultado es el mismo para nuestro estudio, pues si los argumentos
expuestos son correctos, todos los deseos de los animales serán
igualmente no conscientes.
Tal parece que el dolor, como todos los demás estados mentales,

223
L a cuestión de los anim ales

admite variedades conscientes y no conscientes, y explicaremos esa


distinción, como antes, en relación con el acceso del pensamiento
consciente al dolor consciente. En cuyo caso, si los animales no son
capaces de pensar en sus propios actos de pensamiento, todos sus
dolores serán no conscientes.

Objetos de interés
¿Hemos, pues, de compadecernos de Irene? Tal vez deberíamos sentir
compasión por su situación general, pues en diversos aspectos es una
situación angustiosa, pero no debemos sentir compasión en casos
concretos de dolor, pues está claro que su sufrimiento no es consciente.
La compasión ha de basarse en la impresión imaginativa de la situación
interna de la persona (o el animal) en cuestión. Ahora bien, si los
argumentos expuestos son correctos, en cuyo caso ser el sujeto de un
dolor no consciente no se puede comparar a nada, no hay nada que
imaginar en el caso de Irene. Como Irene no es consciente de ningún
dolor, su estado mental no es un objeto adecuado de interés'moral.
Para apreciar esto con claridad, supongamos que un médico que
conoce los pormenores de la afección de Irene se encuentra por
casualidad en la escena de un accidente en que ha resultado gravemente
herida en las piernas. Aunque se ve que hay otros heridos que sufren,
Irene es la que grita más fuerte. ¿Acaso debería atenderla primero? Es
evidente que no, en igualdad de circunstancias (a menos que esté
perdiendo mucha sangre, por ejemplo). Desde luego, será muy difícil
resistirse a asistirla, pues al parecer un comportamiento explícito
asociado con el dolor suele inspirar más compasión que cualquier
creencia teórica sobre la calidad intrínseca del dolor. De hecho, es
muy probable que esos sentimientos sean bastante fuertes, y coexistan
con la creencia de que el comportamiento en cuestión no responde a

224
Los anim ales y la experiencia consciente

ningún dolor consciente. No obstante, sería moralmente condenable


que el médico se ocupara primero de Irene, sabiendo que su sufri­
miento no es consciente, a diferencia del sufrimiento de los otros
heridos. Lo mismo hemos de decir, pues, en el caso de los animales:
como su dolor no es consciente, no plantea un verdadero imperativo
moral a nuestra compasión.
Aunque el dolor de Irene no sea un objeto adecuado de interés
moral, su lesión sí podría serlo, por las posibles repercusiones que
tendría en su vida, así como sus deseos y decepciones conscientes.
Hay muchas cosas que no se pueden hacer con las piernas lesionadas,
aunque no se sienta dolor. De resultas del accidente, Irene quizás se
vea obligada a utilizar una silla de ruedas durante varios meses, lo
cual le causará muchos inconvenientes en su vida diaria y la obligará
a aplazar el viaje a la estación de esquí con que Canto había soñado; es
lógico que nos compadezcamos de ella en esas circunstancias.
No obstante, recordemos que, según el razonamiento que propuse
sobre la naturaleza característica de los estados mentales conscientes,
tanto los deseos como las experiencias de los animales serán no
conscientes. Si llegáramos a la conclusión de que los deseos no
conscientes, como el dolor no consciente que hemos venido ana­
lizando, no constituyen un objeto adecuado de compasión, las heridas
de los animales no tendrán repercusiones en su vida que revistan
interés moral. Según mi razonamiento, la decepción que causa a un
perro el romperse una pata, así como el dolor que entraña, son
hechos no conscientes. De lo cual se desprende que si esa decepción
tampoco es objeto adecuado de compasión, ni el dolor causado al
perro por la pata rota ni las consecuencias del accidente en su vida
futura plantearán imperativos racionales a nuestra compasión.
Recordemos que en el capítulo 4 afirmé que la compasión sólo
era lógica en el caso de la frustración subjetiva de los deseos. Sostuve

225
L q cuestión de los anim ales

que la reconstrucción de la estatua del difunto marido de Ana la


astronauta no sería un gesto de benevolencia hacia ella, pues nunca se
enteraría de ello. Aunque esa obra impediría la frustración objetiva de
uno de los deseos de Ana, ella seguiría creyendo de todos modos que su
deseo se había cumplido, y eso es lo que importa. Se pueden emplear
consideraciones similares para demostrar que en realidad la compasión
sólo es adecuada en el caso de la frustración (subjetiva) de deseos
conscientes. La frustración de un deseo no consciente no causa
ningún malestar consciente al sujeto del deseo, precisamente porque
el deseo no es consciente. De igual manera, la satisfacción de ese
deseo no puede iluminar la vida consciente de quien lo tiene, porque
-una vez m ás- el deseo no es consciente. Así pues, no hay forma de
ponerse en el lugar del sujeto de los deseos, y éstos no plantearán
imperativos morales a nuestra compasión. Por ende, lo mismo sucederá
en el caso de los deseos de los animales.

Consecuencias éticas
De estos argumentos se deduce, si son correctos, que los argumentos
con que Regan y Singer extendían a los animales el principio de la
consideración igualitaria de intereses, que examinamos detenidamente
en capítulos anteriores, partían de una premisa falsa, pues ambos
suponían que los deseos y las experiencias animales eran similares a
los nuestros, en particular, que eran conscientes. Recordemos que en
el capítulo 1 aduje, en contra de Regan, que su intento de asignar
valor intrínseco a los animales parecía entrañar un intuicionismo
inaceptable, y le hacía suscribir la opinión de que los valores formaban
parte del mundo independientemente de nosotros.Y en los capítulos
3 y 4 objeté que el utilitarismo de Singer lo obligaba a hacer afir­
maciones acerca de la entidad moral de los animales que eran

226
Los anim ales y la experiencia consciente

demasiado extremas para resultar creíbles. Pero ahora debemos pre­


sentar un argumento en contra de ambos que sea aún más directo y
decisivo, pues si hemos demostrado que los estados mentales de los
animales son no conscientes, no podrán ser objetos adecuados de
interés moral.
Las ideas expuestas en este capítulo también pondrían en duda la
explicación contractualista de nuestros deberes para con los animales,
defendida en el capítulo 7, pues si el dolor y la frustración de los
animales no merecen nuestra compasión, el no tenerlos en cuenta no
tiene por qué manifestar crueldad. De hecho, las observaciones hechas
en el capítulo 3 sobre la crueldad de la conducta de los niños hacia los
insectos se extendería a todos los animales. Si los insectos no son
realmente capaces de sentir, hacerles daño no manifestará crueldad,
pero si las experiencias de los mamíferos y las aves son no conscientes
tampoco será cruel no tenerlas en cuenta. Para quienes no hayan sido
convencidos por mis argumentos, desde luego, la situación sigue
siendo la misma. Quien siga creyendo que el dolor animal es lo
bastante similar al nuestro será cruel (al menos en nuestra cultura) si
hace sufrir a un animal sin motivo. Pero en caso de que mis opiniones
merecieran un reconocimiento amplio, pronto se destruirían de
forma decisiva las conexiones sicológicas que existen entre nuestras
actitudes ante el sufrimiento animal y nuestras actitudes ante el
sufrimiento humano.
De hecho, si estoy en lo correcto, sería estrictamente imposible
compadecerse de los animales, una vez comprendida adecuadamente
la verdadera naturaleza de su vida mental. A los utilitaristas les gusta
sostener que si fuéramos perfectamente racionales nos compade­
ceríamos por igual del sufrimiento animal y del humano. Lo cierto es
que quizás toda compasión que sintamos por los animales se debe
precisamente a la imperfección de nuestra racionalidad.

227
L a cuestión de los anim ales

No obstante, habría que proceder con prudencia: las obser­


vaciones formuladas en este capítulo son controvertidas y especulativas,
y tal vez resulten equivocadas. Hasta que surja algo parecido a un
consenso entre filósofos y sicólogos acerca de la naturaleza de la
conciencia, y entre los etólogos acerca de las facultades cognitivas de
los animales, tal vez sería más prudente seguir respondiendo a los
animales como si sus estados mentales fueran conscientes. Esta no es
una concesión que hago al escepticismo filosófico, sino una evaluación
realista de la probabilidad de obtener resultados inmediatos en ámbitos
intelectuales tan complejos y abstrusos como éste.

Resumen
Los estados mentales admiten una distinción entre variedades con­
scientes y no conscientes; la mejor forma de distinguir entre esos
estados es que el pensamiento (reflexivo) consciente sólo tiene acceso
a los primeros. Así pues, como no hay razón para creer que ningún
animal sea capaz de pensar acerca de sus propios pensamientos de
esta manera, ninguno de sus estados mentales será consciente. Si se
aceptara este razonamiento, se deduciría casi inmediatamente que los
animales no pueden plantearnos imperativos morales, pues los estados
mentales no conscientes no son un objeto adecuado de interés moral.

228
Conclusión

Ha llegado el momento de atar los cabos de mi exposición y exponer


brevemente mis conclusiones. Al hacerlo prescindiré de la posición
que propugné en el capítulo 8 de que los estados mentales de los
animales son no conscientes, pues de momento es demasiado espe­
culativa para servir de base firme a la moral aplicada. Tal vez sería
mejor tomar el contenido de ese capítulo como un conjunto de
sugerencias para la investigación futura.
Mi principal argumento contra la entidad tnoral de los animales
es que la versión del contractualismo que nos ofrece el marco más
aceptable para una teoría moral no nos permite asignar derechos
morales directos a los animales, porque no son agentes racionales.
Aunque el contractualismo reconozca que tenemos deberes para con
los animales, esos deberes son de naturaleza indirecta; surgen por
una parte del respeto de los sentimientos de quienes se interesan por
los animales y por la otra de las virtudes o los defectos de nuestro
carácter que revela la forma en que tratamos a los animales. Lo más
importante es que esta posición permite asignar derechos directos a
los seres humanos que no son agentes racionales, mediante argumentos
relacionados con el peligro de entrar en terreno resbaladizo en lo
moral y con el peligro de perder la estabilidad social.
Al parecer, a la posición contractualista expuesta más arriba se
oponen otras dos. Una de ellas es el enfoque deTom Regan, basado en
los derechos. Pero ese enfoque no alcanza el equilibrio reflexivo, en
gran medida porque no logra ofrecer una concepción rectora adecuada

229
La cuestión de los anim ales

de las fuentes de la moral y de la motivación moral. De hecho,


podemos plantear un dilema a Regan: la lectura más natural de su
obra lo compromete con el intuicionismo moral, que sostiene que
los valores morales forman parte del mundo independientemente de
nuestra mente. Si bien esa afirmación nos ofrece un tipo de concepción
rectora, es una concepción inaceptable, como vimos en el capítulo 1.
Tanto el objeto de la moral como nuestros presuntos conocimientos
de las verdades morales quedan convertidos en absolutos misterios.
Por otra parte, tal vez se podría interpretar las afirmaciones de Regan
con más neutralidad, suponiendo que sólo se propone reunir las
creencias morales que nos dicta el sentido común en un conjunto
coherente de principios. Desde ese punto de vista, su obra no nos
ofrece ninguna concepción rectora. Pero eso no sólo es inaceptable
en sí, sino que además socava muchos de los argumentos de Regan,
en la medida en que dependen de juicios sobre la importancia moral:
como vimos en el capítulo 3, la importancia siempre es relativa a un
punto de vista determinado, y, en esta interpretación de la posición
de Regan, el punto de vista moral quedaría sin caracterizar.
La otra posición principal que se opone a mi razonamiento
contractualista es el enfoque utilitarista defendido por Peter Singer.
Como vimos en el capítulo 2, hay varias razones para preferir el
contractualismo al utilitarismo como marco de una teoría moral.
Pero el argumento fundamental contra Singer es que, una vez ela­
borada, la posición del utilitarismo con respecto a la cuestión de los
animales es demasiado extrema para tenerla en consideración, pues
se ve obligada a dar la misma importancia a la vida y al sufrimiento de
animales y humanos, como vimos en los capítulos 3 y 4. Ahora bien,
nos parece intuitivamente atroz que se compare la vida y el sufrimiento
de los animales con los de los seres humanos. Observemos que este
argumento en contra de Singer depende en parte del resultado de mis

230
Conclusión

intentos, reflejados en los capítulos 5 y 7, de elaborar un enfoque


contractualista plausible de la cuestión de los animales. Después de
todo, si vamos a resistirnos a la propuesta de que las consideraciones
teóricas tengan primacía sobre lo que nos indica el sentido común,
nuestra posición será más convincente si logramos ofrecer otro en­
foque. No obstante, esa dependencia es parcial, pues las creencias en
cuestión están tan arraigadas en nuestro pensamiento moral que sería
más razonable carecer de teoría moral que aceptar una teoría que
asignara a los animales nuestra misma entidad moral. (Comparemos
el hecho de que, análogamente, sería más razonaba carecer de una
teoría del conocimiento que aceptar una teoría que sostuviera que no
tenemos conocimiento alguno del mundo físico.)
La conclusión práctica más importante de este libro es que no
existen fundamentos para extender más protección moral a los ani­
males que la que disfrutan actualmente. En particular, no hay razones
morales para prohibir la caza, la cría industrial o la experimentación de
laboratorio con animales. Se puede sintetizar el argumento que nos
lleva a esta conclusión de la siguiente manera: como afirmamos
anteriormente, una versión del contractualismo nos ofrece el marco
más aceptable para una teoría moral, y desde esa perspectiva los
animales carecen de entidad moral. Sólo hay dos razones indirectas
posibles para prohibir las prácticas mencionadas. Una se relaciona con
las cualidades morales que revelan del carácter de los agentes que las
practican, pero tal vez su importancia sea mínima, dado que es fácil
separar sicológicamente las actitudes ante el sufrimiento humano y
animal. La otra se relaciona con las probables ofensas que se ocasionen a
quienes se interesan por los animales. Pero este motivo tampoco es
suficiente, habida cuenta de los costos morales que entrañaría extender
y promover los sentimientos de compasión por los animales. Esos
sentimientos sólo desviarían la atención de quienes realmente, tienen

231
L a cuestión de los anim ales

entidad moral, es decir, los seres humanos. Además, es indudable que


en muchos casos dependen en parte de una creencia equivocada acerca
de la entidad moral de los animales.
Estas afirmaciones no implican, desde luego, que admirar a los
animales o disfrutar de su compañía tenga nada de malo. Tampoco
niegan que haya fuertes razones morales para desear preservar las
especies en peligro de extinción; razones similares, pero mucho más
importantes, que las que nos llevan a preservarlas obras de arte. Pero
lo que sí implican es que quienes participan en uno u otro aspecto del
movimiento en favor de los derechos de los animales están totalmente
desencaminados.

232
Notas

1 Argumentación moral y teoría moral

1 Steph en C lark p a re ce h a b e rse to m a d o el co n se jo al p ie d e la letra en The


Moral Status ofAnimals (O x fo rd U n iversity Press, 1 9 7 7 ) , au n q u e sin ad h erirse

n e c e sa ria m e n te al su b je tiv ism o estricto.


2 Teoría de la justicia (F o n d o d e C ultura E co n ó m ic a, 1 9 7 9 ).
3 Para u n a n á lisis m á s a m p lio d e la c u e stió n , v é ase m i o b ra Human Knowledge
and Human Naiure (O x fo rd U n iversity P ress, 1 9 9 2 ) , cap s. 1 y 1 1 - 1 2 .V éase
tam b ién L au ren ce B o n jo u r, The Structure of Empirical Knowledge (H arv ard U n i-

versity P ress, 1 9 8 S ) y K e ith L eh rer, Theory of Knowledge (R o u tle d g e , 1 9 9 0 ) .


4 V éase Tom R egan , The Case for Animal Rights (R o u d ed g e, 1 9 8 4 ) ,p á g s. 3 2 4 - 5 , y
Peter Singer, Ética práctica (trad u c ció n esp añ o la, A riel, B arce lo n a, 1 9 8 4 );
se gu n d a ed ició n revisad a (C am b rid g e U n iversity Press, 1 9 9 5 ) p ág s. 1 3 2 - 3 .

5 V éase u n a e v alu ac ió n d e sa p a sio n a d a d e lo s p u n to s fu e rte s y d é b ile s d e lo s


a rg u m e n to s en favor d e la e x iste n c ia d e D io s en Jo h n M ack ie, The Mirade of
Theism (O x fo rd U n iv ersity P ress, 1 9 8 2 ) .
6 E ditorial L aia, B a rce lo n a, 1 9 8 2 .
7 V éase u n a c o m p le ja d e fe n sa d e u n a o p in ió n d e esta ín d o le enV init H aksar,
Equality, Liberty,and Perfectionism (O x fo rd U n iversity P ress, 1 9 7 9 ) .
8 V éase Jo h n M ackie, Ethics (P e n g u in , 1 9 7 7 ) , cap. 1.9 .
9 V éase en p a r tic u la r The Case for Animal Rights.
10 V éase The Case for Animal Rights, cap. 7. En el cap ítu lo 5 vo lv eré a e x am in ar la
fo rm a en q u e R e g an in ten ta co n c e d e r en tid ad m o ra l a lo s b e b é s d e m e n o s

d e u n añ o d e ed ad .

23 3
N o tas para las p ágin as 3 6 —5 6

2 El utilitarismo y el contractualismo

1 A cu sació n co n tu n d e n te fo rm u la d a p o r Ja c k Sm art en la o b ra q u e escrib ió


ju n to c o n B ern ard W illiam s, Utilitarismo: pro y contra (E ditorial Tecnos, M a­
d rid , 1 9 8 1 ).
2 O x fo rd U n iversicy P ress, 1981 .V éase tam b ié n su ex am e n d e la actitu d del
u tilita r ism o an te la esclavitu d en su c o n trib u ció n a Peter Singer, editor,
Applied Ethics (O x fo rd U n iversity Press, 1 9 8 6 ).
3 V éase M ich ael Slote, « S a tisfic in g C o n se q u e n tia lism », en su o b ra Common-
SenseMoralityandConsequentialism (R o u d e d g e , 1 9 8 5 ).
4 S in g e r d e fe n d ió esta o p in ió n en Etica práctica, cap. 8.
5 V éase s u o b ra Dos ensayos sobre el gobierno civil ( 1 6 9 0 ) .

6 V éase su o b ra Leviatón ( 1 6 5 1 ) .
7 V éase en particu lar su o b ra Fundamentación de la metafísica de las costumbres ( 1 7 8 5 ) .
8 V é a se s u a r t íc u lo « C o n t r a c t u a li s m o y U t i l i t a r i s m o » e n A . S e n y
B. W illiam s, ed ito re s, Utilitarianism and Beyond (C a m b rid g e U n iv ersity Press,
1 9 8 2 ).
9 V éase su o b ra Fundamentdtión de la metafísica de las costumbres, cap. 2.
10 P ara u n a o p in ió n c o n traria, v é ase O n o ra O ’N e ill, Constructions of Reason
(C a m b rid g e U n iv ersity P ress, 1 9 9 0 ).
11 E x traíd o de su o b ra Etica práctica, cap. 8.
12 V éanse su s artícu lo s «Ju stic e as Fairn ess: Political n o t M e tap h y sical» y «T h e
P rio rity o f R igh t an d Id eas o f the G o o d » en Philosophy and Public Affairs 14
( 1 9 8 5 ) y 17 ( 1 9 8 8 ) respectivam en te.

13 V éase « C o n tr a c tu a lism an d U tilita ria n ism », p á g s. 1 1 6 - 1 7 .


14 V éase m i o b ra Human Knowledge and Human Nature, caps. 6 - 8 .
15 V éase m i o b ra Human Knowledge and Human Nature, cap. 6.
16 E sta es m i fo rm a p r e fe rid a d e d e fe n d e r la c o n c e p c ió n co h e re n tista d el
c o n o c im ie n to , m e n c io n a d a b revem en te en el c a p ítu lo 1. A firm o q u e el
h e c h o d e q u e la ju stiñ c a c ió n d e u n a cree n cia r a d iq u e en cie rta m e d id a
e n su c o h e re n cia c o n las cree n cias d el e n to rn o co n stitu y e u n a sp e c to
in n ato d e la razó n h u m an a.V é ase m i o b ra Human Knowledge and Human Nature,
cap. 12.
17 V éanse lo s d o s artíc u lo s recien tes citad o s an teriorm en te.

234
N otos para las págin as 5 7 - 8 3

18 V éase M ich ael San del, Liberalism and the Limits of Justice (C a m b rid g e U n iversity
Press, 1 9 8 2 ).
19 «ContractualismandUtilitarianism»,pág. 1T2.

3 El utilitarismo y el sufrimiento animal

1 Jo n a th an C ape, 1 9 7 5 ; se g u n d a e d ició n , 1 9 9 0 .
2 V éase Etica práctica, cap. 3.
3 V éase u n a e x p o sic ió n d e la ad h e sió n d e S in g e r a esta caracteriz ac ió n d el
p u n to d e v ista m o ra l en Etica práctica, cap. 1.
4 V éase The Case forAnimal Rights, cap. 5 y pág. 2 6 1 .
5 V éase H. R ach lin , Comportamiento y Aprendizaje (E d ic io n es O m e g a , B arce lo n a,
1 9 7 9 ).

6 V éase The Case for Animal Rights, pág. 197.


7 V éase StephenW alker, AnimalThought (R o u tle d g e, 1 9 8 3 ) , caps. 4 y 5.
8 V éaseW alker, AnimalThought, cap. 6.
9 V éase u n e je m p lo recien te en Peter H a rriso n , « D o A n im áis Feel P a in ?» ,
Philosophy 66 ( 1 9 9 1 ) .
10 V éase m i o b ra Introducing Persons (R o u tle dg e, 1 9 8 6 ) , caps. 2 - 3 y 5, y tam b ién
Peter Sm ith y O. R. Jo n e s, The Philosophy of Mind (C a m b rid g e U n iversity Press,
1 9 8 6 ) , Parte I.
11 V éase m i o b ra Introducing Persons, cap. 7.
12 Por eje m p lo , v éase m i o b ra Introducing Persons, caps. 1 y 4—6.
13 V éase Ética práctica, pág. 7 4 .
14 V éase Etica práctica, pág. 7 5.
15 V éase m i o b ra Human Knovvledge and Human Nature, caps. 1 1 - 1 2 .
16 La m ay o r p a rte d e lo s filó so fo s q u e e m p le a n la d istin c ió n entre p laceres
su p e rio re s e in fe rio re s su ele co lo c a r a lo s p lac ere s se x u a le s entre esto s
ú ltim o s, lo cu al es u n e rro r eviden te. La activ id ad se x u a l h u m a n a n o rm al
tien e u n a sp e c to in te lectu al in n e g a b le : n o s ó lo d isfr u to m is p r o p ia s
se n sa c io n e s ( c o m o c u a n d o m e m a s tu r b o ) , p u e s ta m b ié n sé q u e m i
co m p a ñ era está d isfru ta n d o las su y as y q u e es ig u a lm e n te c o n scie n te d e
q u e yo h a g o lo p ro p io , lo cual a u m e n ta su placer, y el m ío a su vez. En
realid ad , n o hay n ad a animal en las re lacio n e s se x u ale s h u m an as; es una

235
N o tas para las págin as 8 5 —1 3 4

cu estió n d e d isfru ie m u tu o en el se n tid o m á s plen o de la ex p resió n . En ese


se n tid o co in c id o co riT h o m as N age l, « S e x u a l P erv ersió n », in c lu id o en su
o b ra Mortal Questions (C a m b rid g e U n iv e r sity P ress, 1 9 7 9 ).

17 V éase A ristó te le s, Etica a Nicómaco (a p ro x . 3 3 0 A .C .), L ib ro 2, ú ltim a


sección .

4 El utilitarismo y el perjuicio de matar

1 V éase u n an álisis m á s p r o fu n d o d e la c u e stió n en m i o b ra Introducing Persons,


cap s. 3 y 7.
2 V éase en particu lar T h o m as N age l, « D e a th » , in c lu id o en su o b ra Mortal

Questions.
3 Jo e l F ein b erg h ace o b se rv a c io n e s sim ila re s en « H a r m an d Se lf-In terest»,
in c lu id o en E H acker y J. R az, ed ito re s, Law, Morality and Society (O x fo rd U n i­
versity Press, 1 9 7 7 ).
4 V éase Etica práctica, cap. 4.
5 V éase u n e stu d io d e lo s d iv e r so s in te rr o g a n te s q u e p la n te a esta cu e stió n
en D erek P arfit, Reasons and Persons (O x fo rd U n iv ersity P ress, 1 9 8 4 ) , Parte
IV
6 V éase Ética práctica, pág. 1 3 2 .
7 V éase Animal Rights, p. 3 2 4 .
8 V éase Ética práctica, p á g s. 1 3 2 —4.
9 V éase « L ife ’s U n certain V o y ag e», in c lu id o en P Pettit, R. Sylvan y J. N o r­
m a n , e d ito res, Metaphysics and Morality (B lack w ell, 1 9 8 7 ).
10 S o b re el particular, v éase m i o b ra Introducing Persons, cap. 8.

5 El contractualismo y los animales

1 V éase The Case for Animal Rights, cap. 5 .4 .

2 Esta cu e stió n se e x p o n e co n p articu lar c larid ad en « Ju stic e as Fairn ess:


Political n o t M e tap h y sical».
3 V éase Teoría de la justicia, se c c ió n 22.

4 En relació n co n este tem a, v éase m i o b ra Introducing Persons, caps. 7 y 8.

236
N o tas para las p ágin as 1 3 7 - 6 8

5 V éase The Cose for Animal Rights, p ág s. 3 1 9 - 2 0 .


6 V éase H elga K u h se y Peter Singer, Should the Baby Live? (O x fo rd U n iversity
Press, 1 9 8 5 ) , cap. 5.

6 Los animales y la condición de agente racional

1 Penguin, 1972.
2 VéaseW alker, AnimalThought, p á g s. 3 7 2 - 4 .
3 V éase u n a d efen sa d etallad a d e esta id ea en m i o b ra Human Knowledge and
Human Nature, cap. 8.

4 V éase H en ry W ellm an , The Child’sTheory of the Mind (M IT Press, 1 9 9 0 ).


5 V éase R. B y rn e y A .W h ite n , ed ito re s, Machiavellian Intelligence (O x fo rd U n i­
versity P ress, 1 9 8 8 ).
6 V éase Su san Carey, Conceptual Change in Childhood (M IT P ress, 1 9 8 5 ).
7 M u ch o s d e e so s a r g u m e n to s se e x p o n e n en d etalle en R. G. í-rey, Interests and
Rights (O x fo rd U n iv ersity P ress, 1 9 8 0 ) , caps. 7 - 9 .
8 V éase « T h o u g h t a n d T a lk », en s u o b ra De la verdad y de la interpretación (E d ito ­
rial G ed isa , 1 9 8 9 ) y «R a tio n a l A n im á is», en E. LePore y B. M cL au gh lin ,
ed itores, Actions and Events (B lack w ell, 1 9 8 5 ) .
9 V éase m i o b ra Human Knowledge and Human Nature, cap. 8.
10 V éase Walker, AnimalThought, cap. 6.
11 V éase Walker, AnimalThought, cap. 6.
12 V éase F red D retske, Explaining Behaviour (M IT P ress, 1 9 8 8 ) , pág. 4.
13 V éanse lo s a rtíc u lo s r e c o p ila d o s p o r B y rn e y W h iten , ed ito re s, Machiavellian
Intelligence.

14 V éase Singer, Ética práctica, p ág s. 1 3 7 - 8 .


15 V éase u n a e x p o sic ió n d etallad a d e estas o b se rv acio n e s en Walker, Animal
Thought, cap. 9.

16 V éase N o a m C h o m sk y , El lenguaje y las problemas del conocimiento (V iso r


D istrib u c io n es, M ad rid , 1 9 9 2 ) .V éase tam b ién m i o b ra Human Knowledge and
Human Nature, caps. 6 - 8 .

17 A d aptado d e R o b ert Stalnaker, Inquiry (M IT Press, 1 9 8 4 ).

18 V éase «C o n tra c tu a lism an d U tilita ria n is m » , pág. 113.

237
N otos para las páginas 1 7 0 - 2 1 7

19 V é a se El lenguaje y los problemas del conocimiento, cap. 1.


20 V é a se m i o b ra Human Knowledge and Human Nature, caps. 6 y 8.

7 El contractualismo y el carácter

1 H aré hace h in cap ié en ello d e sd e u n p u n to d e vista u tilitarista en su o b ra


Moral Thmking.
2 V éase la lec ció n so b re lo s d eb ere s p a ra co n lo s a n im ale s en las Lecciones de
Etica d e K ant ( 1 7 7 5 - 8 0 ) .

8 lo s animales y la experiencia consciente

1 E so h izo N age l en su fa m o so «W h a t is it like to b e a b a t? » , in c lu id o en


Mortal Questions, cap. 12.
2 V éa seL aw ren ceW e isk ran tz, Blindsight (O x fo rd U n iv e r sity P ress, 1 9 8 6 ) .
3 En relació n co n e sto s ú ltim o s h e c h o s, m e b a s o en m i c o m u n ic a c ió n p er­
so n al co n A nthony M arcel, d el D e p artam e n to d e S ic o lo g ía A p licad a de
C am b rid g e.
4 V éase Jerry Fodor, « Im a g istic R e p re se n ta tio n », en su o b ra El lenguaje del
pensamiento (A lianza E d itorial, M ad rid , 1 9 8 5 ) .
5 V éase R ob ert Kirk, « C o n sc io u sn e ss an d C o n c e p ts», .Aristotelian Society Proceed-
ings, v o lu m e n su p le m e n ta rio 66 ( 1 9 9 2 ) .
6 V éan se m i s críticas d e la p ro p u e sta d e K irk, así c o m o u n a arg u m e n tació n
m á s ex ten sa en ap o y o d e m i p ro p ia teo ría d e la co n cien cia, q u e desarrollaré
m á s ad elan te en este m ism o cap ítu lo, en m i artícu lo « C o n sc io u sn e ss an d
C o n ce p ts», p u b lic ad o en Aristotelinn Society Proceedings, v o lu m en su p lem en tario
66 (1 9 9 2 ).
7 V éase su obraAMaterialistTheory of theMind (R o u tle d g e , 1 9 6 8 ).
8 V éase «T o w ard s a C o gn itiv e T h e o ry o f C o n sc io u s n e ss » , Brainstorms (H ar-
vester, 1 9 7 8 ), cap. 9.
9 V éase m i artícu lo « C o n sc io u sn e ss and C o n c e p ts».

238
N o tas para las páginas 2 1 8 - 2 3

10 V éase m i o b ra Language.Thought,and Consciousness (d e p r ó x im a ap a ric ió n ), en


la q u e a firm o q u e la cap ac id ad d e u tilizar u n le n g u aje natu ral es u n a
co n d ició n n atu ralm en te n ecesaria para tener p e n sa m ie n to s co n scie n tes,
d ad a la fo rm a en q u e está estru ctu rad a la c o g n ic ió n h u m an a.
11 V éanse m á s arg u m en to s d e q u e el pen sam ien to consciente (reflexivo) d eb e
tener acceso a las experien cias p ara q u e éstas sean con scien tes en m i artículo
«C o n sc io u sn e ss an d C o n c e p ts».
12 VéaseW alker, AnimalThought, p ág s. 2 9 5 - 6 .
13 Véase W olfgan g Kohler, The Menta ii(y of Apes (R o u tle d g e an d K egan Paul,
1 9 2 5 ).
14 M e b a so en la e x p o sic ió n q u e h ace D en n ett en «W h y y o u can 't m ak e a
C o m p u ter that feels P ain », Braimtorms, cap. 10.
15 M e b aso en J.Z .Y o u n g , Filosofía y cerebro (E ditorial„Sirm io, B arcelon a, 1 9 9 2 ) .

239
índice alfabético

ab o rto 13 0 , 1 3 8 , 195 véase también: co n tractu alism o ; ética


A d am s, R ich ard 144 teísta; in tu icio n ism o ; Kant,
A lfonso, el d u e ñ o d el albergu e E m m an u el; Raw ls. Jo h n ; R egan ,
10- 1 1 , 11 2 Tom ; Scan lo n .T h o m as; Singer,
A na la astronauta Peter; u tilitarism o
y su abu elo sen il 1 3 0 -1 el se n tid o c o m ú n y9-11, 15. 21,
y el cadáver d e su a b u elo 1 7 2 - 4 , 78-82,85,230-1
%
1 7 5 , 1 8 0 - 1 , 187 an tro p o m o rfism o 146-9, 191. 198
y la estatua d e su m a r id o 94—5, 9 8 , A ristóteles 85, 236
2 26 A rm stron g, David 2 10
y su gato 1 2 8 - 9 , 142 Atila, el p erro co n in te n cio n es 153-4
y la Mona Lisa 128 avispa icn eu m ó n id a 145-6, 158
an im ales, los
c o m o au tóm atas 6 6 —7 ben evolen cia 31,41-2, 51-2, 98,
y la con cien cia 2 0 2 , 2 1 0 , 2 1 7 - 2 0 141. 175, 177-80, 182-3, 186
y la co n d ició n d e agen te racion al véase también: c o m p asió n
1 4 2 , 1 4 4 -7 1 B on jou r, Laurence 233
creencias y d e se o s d e 66,
1 4 9 -5 7 C andy la can ad ien se 187, 188
y el d ese o d e ex isten cia fu tu ra 9 6, carácter d e agen te racio n al, el 64,
9 8 - 9 , 1 6 0 -2 107-8, 110, 165
y el en g añ o 1 6 2 - 4 y las creen cias y lo s d e se o s 149,
las ex p erien cias de 6 6 - 7 3 , 204—5 155
lo s intereses de 6 6 —9 , 7 1 - 3 y las creen cias de se g u n d o o rd en
y el len gu aje 1 6 4 - 9 162
y la p lan ificació n a largo plazo el len gu aje, co n d ició n n ecesaria
1 5 8-62 para 167-8

241
índice alfabético

el len gu aje, co n d ició n suficiente evolución de la 2 2 0 -1


para 164—5 y la fen o m en o lo g ía 2 0 2 , 2 0 6 - 8 ,
y la p lan ificació n 15 7 -9 2 1 4 -1 5
sin g u la rid ad de la co n dición y lo s prin cipales p ro ceso s de
h u m an a 169—71 d ecisión 209
carácter innato y la reflexión 2 1 3 - 1 7
d e la ben evolen cia 31 co n sideración igualitaria de intereses,
del co n cep to contractu alista 54—5, p rin cip io de la 5 9 - 6 1 , 6 2 - 3 , 6 6 ,
1 2 0 -1 7 9, 8 7, 2 2 6
d el co n cep to d e la m ejo r co n tractu alism o, el 14, 9 3 , 168
exp licación 5 5 y los an im ales 6 3, 1 1 5 - 2 9 ,
d e la facu ltad d el len gu aje 1 6 7 , 1 8 0 -9 2 , 19 4-200, 2 2 6 -7 , 229,
1 6 9 -7 0 2 3 1 -2
d e la p sic o lo g ía del sen tid o co m ú n y la benevolencia 4 2 , 5 0 - 2 , 1 4 1 - 2 ,
5 4 , 1 4 7 - 8 , 151, 170 1 7 7 - 8 0 , 1 8 2 -3
Carey, Su san 2 3 7 y el carácter 1 7 5 - 8 1 ,2 3 1
C arm en , la c o n d u c to ra d istraíd a 2 0 1 , y el co m u n itarian ism o 5 7 - 8
204, 205, 2 0 8 -9 , 212, 2 1 5 -1 6 , c o n cep ció n rectora del 4 3 - 4 ,
218 5 2 - 5 ,1 2 0 - 1
caza 7 4 - 5 , 1 8 9 , 196 y el contrato h ip o tético 4 2 - 3
c e g u e ra cortical 2 0 3 - 4 , 2 1 2 ,2 1 6 y la descen d en cia 1 3 1 - 2
C lark, Step h en 23 3 y la estabilid ad social 13 8 —9
co h e re n tism o 9, 5 5 , 2 3 4 y la ética eco ló g ica 119
c o m p a s ió n 3 0 - 2 , 3 6 , 6 5 , 181—2, y lo s h u m a n o s n o racion ales
1 8 3 - 4 , 1 8 5 , 193 1 2 9 - 4 2 ,1 9 2 - 5
ob jeto s ad ecu ad os de 1 8 5 - 6 ,2 2 1 - 6 y el ideal de la p u b licid ad 5 0 , 9 4
co m u n id ad e s infanticidas 1 3 9 - 4 2 y la ig n o ran cia d e la p ro p ia esp ecie
co n cep ció n recto ra 2 8 - 9 , 2 3 0 1 1 8 -2 0
co n cep to s 1 4 8 , 1 5 3 - 7 , 160 y la ju sticia 44—5, 53
co ncien cia, la y el lib eralism o 5 6
y la capacid ad d e relatar 21 2 y la m otivación m o ral 4 7 , 5 3 - 5
cartesiana 2 0 6 —8 y la perspectiva de la se n ilid ad
co n traste co n lo n o consciente 1 3 3 -4
2 0 1 -6 y el p rincipio de la diferencia 4 9 —50
y las creen cias de se g u n d o o rd en y los represen tantes de los an im ales
2 1 0 -1 2 1 1 6 -1 8

242
índice alfabético

y el resp eto d e la a u to n o m ía 4 8 , D in o, el perro tram p o so 1 6 2 -3


1 0 7 -8 D io s 1 2 - 1 3 , 1 5 - 1 6 , 3 0 , 5 5 ,2 3 3
y el respeto de lo s sen tim ien tos véase también: ética teísta
ajen os 1 2 4 - 9 , 1 9 6 - 8 , 2 3 1 - 2 d iscrim in ación entre esp ecies 6 1 - 5 ,
y el terreno resb alad izo en lo m oral 9 6 , 1 0 1 , 112
1 3 4 - 9 , 14 1 , 193 d o lo r
y el velo de la ig n o ran cia 44—6, 4 8 , de los an im ales 6 6 - 9 , 7 2 - 3
4 9 , 56, 57, 1 1 6 -1 7 co m o o b je to d e c o m p a sió n 2 2 1 - 2 ,
véase también: cru eld ad ; im portan cia 22 4 -5
m o ra l in d irecta; Rawls, Jo h n ; consciente o n o con scien te
relatividad cultural; Scanlon, 22 1 -4
T h o m as Dretske, Fred 23 7
co rresp o n d en cia m o ral 21
creencia 1 4 9 - 5 7 , 2 0 5 - 8 ,2 1 0 - 1 4 en tid ad m o ral 1
activa o latente 2 0 5 - 6 de la ex p erie n cia an im al 6 1 - 5 ,
véase también: anim ales; concien cia; 1 8 1 ,1 8 5 - 6
carácter de agen te racional d e lo s h u m a n o s n o racion ales
cría in d u strial 7 5, 1 2 6 - 7 , 188 129—4r3
cru eld ad 9 - 1 0 , 6 7 - 8 , 182, 1 8 7 - 8 , d e la vid a an im al 1 0 2 , 1 1 1 —13,
227 1 15-24
véase también: co n tractu alism o; ética
ch im p an cés, los
teísta; in tu icion ism o;
y el e n g añ o 1 6 3 - 4
utilitarism o
y el len gu a je 6 1 ,1 6 5 - 7
e q u ilib rio reflexiv o 7 - 9 , 2 5 - 9 , 7 7 —9,
y el p en sam ien to consciente
8 5 , 1 1 1 - 1 2 , 117., 1 8 4 - 6
21 7 -2 0
: escepticism o
C h o m sk y .N o a m 1 6 7 , 170, 2 3 7
acerca del m u n d o físico 8 0 - 1 ,
David el d ep resiv o 9 9 , 100, 1 0 1 - 2 231
D avidson, D on ald 1 5 0 -3 acerca d el valor diferen te de los
Delia, disfrazad a 154 h u m an o s y lo s an im ales 81
D ennett, D an iel 2 1 2 , 2 1 3 , 2 1 6 , 2 3 9 m o ral 23—4
D escartes, R ené 8, 2 0 6 Esteban el escritor 1 1 - 1 2 , 90
d e se o s, realizació n objetiva o ética teísta 12, 1 5 - 1 6
su b jetiva de los 9 0 - 2 evalu aciones <le accio n es qu e
D iana, la d u eñ a del perro I 6 2 - 3 m anifiestan el carácter 1 7 2 -8 1
D iego , el fu n d a d o r del pu eb lo 97 y los an im ales 1 8 1 - 6

243
índice alfabético

dep en d en cia de las circunstancias Kuhse, H elga 237


1 7 4 - 5 ,1 8 6 - 9 1
Lehrer.K eith 23 3
Feinberg, Joel 23 6 len gu aje, el
Felisa la fiscal 34—5, 3 7 , 38 y el carácter de agente racional
Fodor, Jerry 2 3 8 1 6 4 -8
Frey, R. G. 23 7 su carácter innato 167, 1 6 9 - 7 0
fun d acion alism o 9 y la concien cia 2 1 2 ,2 1 6 - 1 7 ,
2 2 0 - 1 ,2 3 8 - 9
H aksar.Vinit 2 33 y la inten cion alidad 1 5 1 - 4
H ans, el caballo astu to 144—5, 165 d e lo s sim io s 164—7
H aré, R ich ard 3 6 , 2 3 8 Locke, Joh n 42
H arrison , Peter 2 3 5 Luis, el m a rid o en g añ ad o 9 2 - 4 , 95
H o b b es.T h o m as 42
M ackie, Jo h n 2 1 ,2 3 3
Ign acio, el n iñ o del im plante M arcel, Anthony 2 3 8
1 0 7 -8 M ario el m é d ico 3 3 , 38
im agen m ental 2 0 7 - 8 m atar, m ald ad d el acto de 8 7 - 9 ,
im p o rtan cia m o ral 6 0 - 5 , 2 3 0 9 6 - 7 ,9 9 - 1 0 0
im portan cia m o ral indirecta 2, m aterialism o m ental 6 9 -7 1
1 2 4 - 9 , 143, 172, 181, M ili, Jo h n Stuart 3 6 , 103
1 9 5 - 2 0 0 ,2 2 9 m o d e lo d el razo n am ien to práctico, la
intencionalidad 151—4 explicación segú n el 156, 157,
in tu ición , facultad d e la 2 0 , 2 2 —3 2 0 4 , 218
im u ic io n ism o 1 7 - 2 4 , 2 6 , 2 3 0 M ón ica, infiel 9 2 - 4
Irene la insensib le 2 2 3 —5 M oore, G. E. 17, 21
Isidro el indiferente 5 1 - 2 , 1 4 2 , 179, m u erte, la 8 7 - 8
1 8 2 -3 razo n es para tem er a 8 8 - 9 , 9 5 ,
1 8 2 -3
ju sticia, la 3 2 - 5 , 4 8 - 5 1 , 1 4 1 , 177, véase también: p erju icio de la m u erte;
194 m atar, m ald ad del acto de

Kant, E m m anuel 4 3 - 4 , 4 7 , 1 8 5 - 6 , N age l.T h o m as 9 1 - 2 , 2 3 6 , 238


238
Kirk, R ob ert 23 8 o b je tiv ism o m o ral 4—6, 43
Kohler, W olfgang 2 1 9 ,2 3 9 estricto 1 7 - 1 8 , 26

244
índice alfabético

laio 17, 18, 2 4 relatividad cultural de las actitu des


ob serv ad or im p a r d a l 3 0 - 2 , 4 0 , 65, hacia lo s anim ales 1 8 9 - 9 2
7 7 ,9 8 , 101, 105, 109-1 1
O ’N eill, O nora 2 3 4 Sam uel el so ld a d o 2 2 1 - 2
o p erario s au tóm atas 1 0 5 -8 Sandel, M ichael 235
Sara la su icid a 1 1 - 1 4 , 1 5 - 1 7
Pablo, San 1 6 Sc an lon ,T h om as 4 6 - 7 , 4 9 , 5 4 , 5 7 ,
Palom a la p erez o sa 174—5, 187 1 2 2 ,1 3 2 ,1 6 8
Parfit, Derek 2 3 6 sen tido c o m ú n , p o n d e rad o 6 - 7 , 8,
Patricia la paciente 67 10, 11, 14, 15, 2 0 , 2 5 , 4 0 , 1 0 8 ,
Pepa y la p iñ a 1 0 3 - 4 113, 127, 128, 1 3 0 , 1 4 7 - 8 ,
p erju icio , el 151, 172, 184, 1 8 6 , 1 9 2 , 231
y la fru stración o b jetiva 9 1 - 5 se xo 6 0, 2 3 5 —6
y la frustración subjetiva 9 0 - 1 ,9 3 —4 Sim ón el sád ico 79, 8 3 - 5
d e la m uerte 8 7 - 9 5 Singer, Peter 1 1 , 5 1 , 5 9 - 6 3 , 72—4 ,
y ¡a prevención d e la satisfacción 8 7 , 9 6 , 102, 1 0 8 - 1 0 , 1 13, 185,
subjetiva 8 9 - 9 1 2 2 6 , 2 3 0 , 2 3 3 , 2 3 4 . 237
placeres su p erio res e in ferio res 8 3 - 5 , Slote, M ichael 2 3 4
102-8 Sm art, Jack 2 3 4
Platón 15 Sm ith, Peter y Jo n es, O. R. 235
p o sib ilid a d de separar Son ia y Su san a, las su b m arin istas 141
psico ló g icam en te las actitudes Stalnaker, R ob ert 237
frente al su frim ie n to 1 8 7 - 9 5 , su b jetiv ism o m oral
198 -2 0 0 , 2 2 7 -8 estricto 4—5
p ru e b a s de co sm ético s 7 3, 7 6, 126, lato 5 - 6
1 8 7 -8
p ru e b a s de m ed ica m e n to s 7 6 - 7 , Trinidad, Teresa y el ten is 63
1 2 6 -7
u tilitarism o , el 1 3 - 1 4 , 3 0 , 3 1
R ach lin, H. 2 3 5 de lo s actos 3 5 , 3 6 - 7 , 39
Raw ls, Joh n 7, 4 4 - 6 , 4 9 , 5 3 , 5 6 , del carácter 3 6 - 8 , 4 1 , 8 4 —5
1 1 5 -2 4 , 1 3 1 -2 , 134 y la clasificación d u al de las
R egan ,T om 1 1, 2 5 - 8 , 6 5 , 6 6 , 6 8, accion es 39
10 3 , 1 13, 1 1 8 - 2 1 , 1 3 7 ,2 2 6 , su co n cepción rectora 3 0 —2
2 2 9 - 3 0 , 233 y la co n d en a del in o cen te 34—5, 38

245
índice alfabético

y lo s d eseo s racionales 10 0 - 2 véase también: placeres su p erio res e


y las ex igen cias de la m o ral 3 9 - 4 2 inferiores; Singer, Peter; vida
y la ju sticia distribu tiva 3 2—4 co m o viaje, la
y la m otivación m oral 3 2
de las n o rm a s 3 S - 6 valor in trín seco 13, 1 7 - 1 8 ,2 5 - 7 ,
y las n o rm as q u e de él se derivan 1 0 2 -3
3 2 - 8 , 41 v egetarian ism o 7 5, 87
de la preferencia 9 6 - 1 0 2 vida co m o viaje, la 1 0 8 -1 1
y la realización subjetiva d e los
d ese o s 9 7 - 9 Walker, Stephen 2 3 5 , 2 3 7 , 2 3 9
de la satisfacción 4 0 - 1 W eiskrantz, Law rence 2 3 8
y el su frim ien to anim al 6 1 - 6 , W ellm an, H enry 23 7
7 1 - 8 6 ,2 3 0
y la vid a anim al 8 7, 9 2 , 9 6 - 7 , Y o u n g .J. Z. 2 3 9
9 8 - 9 , 100, 1 02-3, 1 1 2 -1 3 ,
2 3 0 -1

246

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