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Eugenio BARBA

Fama y hambre
Discurso de agradecimiento por el título doctor honoris causa conferido por la Facultad de
Teatro y Televisión de la Universidad de Cluj-Napoca, Rumania, el 2 de noviembre del 2012.

No recuerdo dónde escuché por primera vez la anécdota de dos actores consumidos y
endeudados, pero aún no saciados del oficio. Están saliendo del teatro donde recién han
terminado de actuar y comentan el espectáculo, las reacciones del público, la duración de los
aplausos. Se lamentan de los inconvenientes del trabajo. “Cada noche – dice uno – me invade
el miedo de que me abandone la voz. Estoy allí, delante del público, abro la boca y, nada, no
sale ni siquiera un sonido. Una pesadilla. Qué trabajo tremendo el nuestro.” “Lo que de veraz
es tremendo – responde el otro – es ser Rey y Noble sobre la escena para después llegar a casa
y no tener nada con que llenar la boca.”

El sueño de disfrutar la fama y la necesidad de escapar a la pobreza: Por siglos la vida


del teatro ha navegado entre estas dos orillas encontrando en ellas energía y consistencia.

¿Fama? ¿Hambre?

Las dos orillas no son una alternativa. Opuestas, pero fundamentalmente idénticas, una
es complementaria de la otra.

Por esto Georg Büchner decide comenzar en 1836 su comedia Leonce y Lena con un
preámbulo fulminante en italiano. En su lengua madre, ruf y hunger eran palabras que no
podían confundirse, cada una con su diferencia conceptual. Lo mismo sucedía con el inglés
fame y hunger, con el francés renommée y faim, con el español fama y hambre. En cambio las
dos palabras fame y fama además de distinguirse por el significado se sobreponen en su
forma. Indican cosas completamente diferentes pero el sonido se confunde y sólo se
diferencian por la vocal final. La lengua italiana revela que los contrarios en este caso pueden
colidir, trenzarse, separarse y espejarse uno en el otro en un juego sin fin, como en las
comedias cuando dos gemelos se encuentran y al reconocerse no saben si lo que ven es real o
una ilusión.

Al comienzo de su pieza, cuando el telón aún no se ha levantado y revelado el jardín y


el banco en el cual el príncipe Leonce está tendido e inmerso en un tedio existencial, Büchner
imaginó que volasen sobre los espectadores dos frases breves en italiano, como dos notas
extraviadas que abren una sinfonía.

- E la fama?

 
- E la fame?

Dos interrogantes aislados, como dos observaciones obvias o la apertura de un


conflicto. Había pensado que los que pronunciaban estas frases eran las voces de dos
escritores célebres: Vittorio Alfieri y Carlo Gozzi. El primero había regalado la Tragedia a
Italia; el segundo había ofrecido a Europa el cómico encanto de las Fábulas teatrales, pobladas
de máscaras de la Commedia dell’Arte. El gusto materialista y revolucionario de Büchner no
estaba inclinado hacia el teatro buffo italiano. Lo que lo atrajo fue probablemente la oposición
que la lengua italiana permitía representar con dos palabras que, a causa de su sonido, podían
confundirse. El hambre era un concepto fundamental para Büchner, no solo en el arte, sino
también para inspirar el espíritu de rebelión. Durante los meses en los cuales escribía Leonce
y Lena afirmaba en una carta a un amigo, que el hambre era el único elemento revolucionario
en la sociedad de su tiempo. El hambre era un verdadera diosa de la libertad.

Quizás solo en rumano, la oposición y la complementariedad entre fama y fame pueda


sonar con un efecto parecido al italiano:

- Şi faima?

- Şi foamea?

Según las indicaciones de Büchner estas dos preguntas deberían pronunciarse en voz
alta, como lo que queda de un prólogo que no atañe a la trama de la comedia sino a su
metafísica, donde lo material y lo inmaterial se mezclan. Los lectores y los críticos tenían
dificultad para imaginar cómo el autor había pensado de llevar a la escena este exiguo diálogo
exento de su deber de dialogar: dos preguntas sin ninguna relación con una premisa o una
conclusión.

Como escritor de teatro, Georg Büchner podía imaginar todo lo que quería: su pieza
no corría el riesgo de llegar a las tablas. La escribió en 1836 por dinero, con la esperanza de
ganar el premio de una competencia en la cual su manuscrito no fue ni siquiera admitido dado
que lo envió con retardo. Seguidamente, ni a él ni a los otros se les pasó por la cabeza llevar
Leonce y Lena a la escena. Fueron algunos rebeldes quienes la representaron en Munich 60
años más tarde. Sucedió en 1895 en el Intimes Theater de Max Halbe, distinguido exponente
del naturalismo asociado al movimiento de Freie Bühne de Otto Brahm e inspirado en el
Théâtre Libre de André Antoine. El director Ernst von Wolzogen no tuvo dudas y eliminó la
microscópica disputa del preámbulo. Las dos preguntas quedaron enmudecidas, como dos
tañidos aislados de una campana sumergida.

Para los profesionales del teatro la lucha contra el hambre – la necesidad de vender los
efímeros productos del oficio – es la otra cara de la búsqueda, tanto la de la fama como la de
la excelencia artística. Fama y excelencia artística son ambos elementos remunerativos en el
mercado del espectáculo. Al mismo tiempo son cualidades seriamente amenazadas por las
leyes de ese propio mercado. No solo por los compromisos impuestos por la compra-venta,
sino, sobre todo, por la fuerza subterránea y potente de una ley económica primordial: la ley
por la cual la mala moneda logra prácticamente siempre dominar a la buena. El oro y la plata

 
continúan imponiéndose mucho más en la memoria y en la fantasía que las monedas de cobre
y oropel. Pero en el mercado son estas últimas las que dominan. En el contexto de un
comercio artístico basado en productos efímeros esta ley trasforma el nutriente en veneno y el
veneno en nutriente. A pesar de los deseos de la gente de teatro, la búsqueda de la buena
calidad y la del buen comercio están íntimamente ligadas e inexorablemente opuestas en una
lucha que no permite ni la victoria ni la derrota, como la lucha de Jacob con el Ángel.

La doble supremacía de la moneda “mala”, pero de rápida difusión, y de la “buena”,


tenaz en el erradicarse en la memoria de los espectadores, corresponde a aquello que distingue
a la celebridad de la grandeza de una persona. Pero no debemos pensar en este antagonismo
de forma moralista, como si por un lado existiese el mal de la moda y el mercado, y por otro
el bien del Arte. Es una oposición complementaria, como la de las dos hermanas bíblicas,
Marta y María; una atraída por lo esencial, la otra abocada a una actividad útil y a primera
vista insignificante. Cada una de las hermanas reprendía a la otra, pero sin la una la otra no
podía existir.

La colaboración llena de tensiones y discordias entre las dos hermanas funciona como
un ritmo de base para el teatro entendido como Arte y como Oficio. Es una lucha parecida a
una danza en la cual los contrarios se separan y se entrelazan. De la misma manera que el
verso alejandrino francés crea el substrato de obras tan diferentes como las de Racine y de
Molière, también el ritmo hambre/fama no pretende elegir una vez y para siempre un camino
o el otro. Son caminos interrogantes y espinosos que provocan un constante salto de uno al
otro, de un abrazo apasionado a un golpe derribante. Son una sucesión de olas sobre las cuales
se debe saber navegar, cabalgando tanto la complementariedad como su oposición radical.
Saber cabalgarlas es también un arte, como lo es la navegación: un arte que inventa rutas, no
formas.

¿Fama? ¿Hambre? Estas dos preguntas que representan dos obsesiones diferentes
parecen indicar una alternativa. Pero no es cierto. Implican dos acciones diferentes: algo de lo
cual escapar y algo a lo cual aspirar. Los artistas bien establecidos y aristocráticos del siglo
pasado aspiraban a la fama literaria y científica de la misma manera que sus antepasados
habían aspirado a la gloria de las armas. En esos mismos años los actores han contado a
menudo cuán esencial era para ellos el oficio para poder escapar del hambre, la indigencia, la
explotación y la humillación. Se referían a esto con anécdotas cómicas y exóticas para hacer
reír a los espectadores, porque los pobres y los hambrientos son siempre exóticos para los
pudientes con el estómago lleno, ya sean los pobres que viven del otro lado del mar como los
de la propia ciudad. Los actores estaban habituados a ridiculizar las dificultades o las
vergüenzas de las cuales se escapaban o intentaban huir a través de su oficio. Para Büchner el
hambre era una diosa de la libertad y una guía del pueblo hacia la revolución como en el
cuadro de Delacroix; pero para ellos era solo una madrastra horrible. Para poder liberarse de
sus garras subían al escenario a interpretar al hambriento Arlequín. De la misma manera que
muchas mujeres pobres y valerosas escapaban al oficio de prostitutas interpretando personajes
de celestina y mujeres ligeras.

 
Hambre y fama no indican un dilema o una alternativa. Hambre es la pólvora. Fama es
el punto de llegada del proyectil. En el siglo XX, en los sitios afortunados donde reina la
saciedad y el arte es tan aceptado como para convertirse un fin en sí mismo, será llamada
hambre a una íntima necesidad personal y social. Artaud comparaba incluso a esta necesidad
con la del pan. En los años sesenta, los años del boom económico y del letargo socialista,
Peter Brook y Jerzy Grotowski redescubren el propio hambre de teatro como rechazo a la
simulación de los comportamientos humanos. Precedentemente, el escultor alemán Peter
Schumann, que vive las muestras de arte como una exposición de la vanidad, inventa un
teatro de grandes esculturas en movimiento dedicado a los grandes mitos de la rebelión y al
pan – el Bread and Puppet Theatre.

¿Hambre? ¿Fama? Las dos preguntas enigmáticas del rebelde dramaturgo alemán,
muerto de tifus a los 23 años, se desarrollan en una serie de armónicos: desde el rescate
personal y social hasta el hambre espiritual; desde una íntima necesidad que nos empujan a
hacer teatro hasta las astucias que sirven para ganarnos el pan; desde el sueño de la belleza
hasta la rebelión contra la belleza. De esta manera, de contraste en contraste, de acorde en
acorde, se dirigen a cada uno de nosotros, actores y directores. Las dos preguntas no se
parecen al canto de una sirena, que al principio es exaltante y luego portador de locura y
muerte. Al contrario, nuestra conciencia de ellas, cuando las entrevemos, es una luna que
pende en la línea del horizonte.

¿Qué fue lo que primero me atrajo al teatro y luego me ató a él? No fue una pasión
precoz como la que ha iluminado los años de la adolescencia de tantos actores y directores
que he conocido. No me deprimen ni me indignan las decadencias recurrentes de esta así
llamada arte. No tengo, hacia los teatros de potente éxito o valor artístico, los celos naturales
que descuellan en las verdaderas historias de amor. Nutro hacia el teatro una curiosidad
intelectual sin las complicaciones del amor.

Lo que amo con pasión y ternura es un islote remoto y suficientemente escondido


como para mantenerme libre. Es una pequeña sociedad de pocos individuos que no está
ansiosa de expandirse, que se gobierna a su modo y que puede incluso intentar poner en
práctica algunos sueños considerados irrealizables. Además del mío, amo a otros islotes,
algunos fértiles, otros polvorientos, con los cuales siento que tengo en común algo que podría
llamar lo esencial. O simplemente un pasado similar: un camino dictado por un hambre
misterioso, diferente para cada uno, a menudo difícil de formular.

De adulto, cuando entré en el teatro para afrontar los problemas relativos a mi


condición de emigrante, elegí el camino de un aprendizaje escolástico. Quería un diploma que
me diese la cuartada de una identidad profesional y de un estatus. Casi inmediatamente las
circunstancias me desviaron hacia un pequeño ángulo de minorías. De este modo terminé
entre los disidentes y reconocí en ellos una patria.

¿Cómo es posible que haya permanecido en ese ángulo de teatro disidente? ¿Qué es lo
que me ata a tal punto para que me sea impensable considerar la posibilidad de abandonarlo?
Sin duda un cierto espíritu rebelde. Pero un espíritu rebelde solo no dura si no vive la rebelión

 
como auto respeto y como un sentido de libertad particular. No dura la pasión, que va y viene,
y no es el terreno sobre el cual se hace crecer un roble centenario.

Para mí, llegar al teatro fue como aterrizar, más por necesidad que por elección, sobre
un islote donde la Naturaleza e incluso la Historia pueden girar en sentido contrario. Donde
algunas cosas que parecen imposibles se vuelven reales. Las casas tienen habitaciones con
puertas concebidas como las de Marcel Duchamp, que abriéndolas se cierran y para abrirlas se
debe comenzar cerrándolas. De esta manera te atrapan en su juego. Las ganas de comprender
resulta siempre una nueva seducción, cada respuesta que se te abre te deja, simultáneamente,
fuera. El recorrido cambia de juego continuamente, se desarrolla con contrastes, con dobles
negaciones, como jalado por los dientes de un juego de engranajes, cuyo fin no es llegar a una
meta, sino prolongar y trasmitir el movimiento.

Incluyendo mi aprendizaje, llevo más de cincuenta años de profesión sobre mis


espaldas. La mano que gobierna el timón se ha vuelto segura. Pero inseguras como siempre
son las aguas que mis compañeros y yo debemos atravesar. A pesar de la experiencia
acumulada y de las obras realizadas, y luego de haber gozado algunos éxitos y haber
descifrado sus peligros, me doy cuenta que sería ilusorio creer que he superado los remolinos
de la ignorancia, y que he encontrado una ruta clara y repetible que puedo transmitir como un
mapa del buen camino. Sería bello si – al menos en el quinto acto de mi carrera – esto fuese
posible. Pero el dibujo claro del sendero que te lleva lejos no existe.

En el mar los senderos son solo imaginarios. Por esto la navegación no cesa de
fascinar, por sus sorpresas. Sin dejar de ser menos peligrosa.

Los secretos del oficio pueden ser indicaciones útiles para quién quiera escucharlos
tratando de idear, cada uno a su modo, una enseñanza propia. Pero resultan un canto de
Sirenas si crean la ilusión de ser un programa que se puede aprender y un comportamiento
reproducible. Los momentos de calma prolongados y las olas paralizantes del no-saber-qué-
hacer no se pueden evitar. Al comienzo nos intimidaron, corriendo el riesgo de hacer
naufragar a nuestro pequeño teatro. Mis compañeros y yo tenemos hoy menos miedo, pero
sabemos que la amenaza no es menor. Con el tiempo descubrimos que el único modo de
permanecer una isla flotante es continuar remando.

Si vosotros pensáis ahora que mis palabras dan una imagen angustiosa y atormentada
del oficio teatral, marcado por el sacrificio y la fatiga, por el azar y el miedo, os pido por
favor que lo reconsideréis. Cuando pienso en el teatro hablo sobre todo de alegría, de
privilegio y de libertad. Me enorgullezco de haber conquistado, junto a mis compañeros del
Odin Teatret, una diferencia nuestra particular que nos permite solo en parte estar a merced de
la Historia y de su presente mercado.

Un privilegio – inestable como todos los privilegios. Por este privilegio - incluso en la
oscuridad - es un honor no dejar de remar. Por la fama y con apetito, sin olvidar a Sísifo.

Traducción: Rina Skeel


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