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Confesiones de Antonio Tovar [entrevista]

Juan Luis Cebrián, Gentleman, 1 (abril 1973), pp. 35-40

El 23 de octubre de 1940 un tren llegaba con retraso a la estación de Hendaya. En


él viajaba el general Franco, que se dirigía a la ciudad francesa para entrevistarse con el
canciller Adolfo Hitler. Poco sabemos de aquel encuentro del que en realidad la
mayoría de los historiadores coinciden en decir que Hitler salió con las manos vacías.
En un vagón de ferrocarril, en la propia estación de Hendaya, Hitler y Franco
conversaron durante horas. Una de las personas que trabajó activamente en la
documentación de aquellas conversaciones era Antonio Tovar, un hombre de
veintinueve años, licenciado en Filología clásica y experto en lenguas indoeuropeas,
educado en Alemania, falangista, amigo de Serrano Súñer y sub-secretario de Prensa e
Información. Antonio Tovar tiene ahora sesenta y un años. Desde 1958 se ha
distanciado por completo del régimen, pero jamás ha roto el secreto, celosamente
guardado por él, de aquella entrevista. Este vallisoletano con trazas de castellano viejo,
modesto y ecuánime en sus palabras, pero terriblemente mordaz cuando quiere serlo, se
siente todavía obligado ante sí mismo por un juramento de silencio. Y lo respeta.
Pero Antonio Tovar ha sido y es algo más que un intérprete, aunque desempeñara
este papel en tan trascendental ocasión. Perteneciente al grupo de «falangistas liberales»
que en Salamanca trabajó activamente durante la guerra en tareas de propaganda, está
reputado como uno de los de «más categoría intelectual» de todos ellos.
Durante la contienda civil fue jefe de las falanges de Valladolid, y cuando el parte
de la victoria fue leído el 1 de abril, a través de los micrófonos de Radio Nacional de
España, Tovar era el director de la emisora. Tenía los treinta años recién cumplidos
cuando cesó en la Subsecretaría, acabando virtualmente con ello su carrera política.
Fue, no obstante, consejero nacional de Falange por designación directa y procurador en
Cortes desde 1939 hasta 1958. Antes de esta fecha desempeñó el rectorado de la
Universidad de Salamanca con el equipo Ruiz-Jiménez. En la actualidad enseña
Filología en la Universidad de Tubinga, donde es el único español que ha obtenido la
categoría de profesor. Miembro de la Real Academia de la Lengua, está considerado
como el primer lingüista de habla española. Ha estudiado profundamente el vasco -del
que tiene en proyecto hacer un diccionario- y las lenguas indias arcaicas de Sudamérica.
Tiene numerosos libros publicados, el más famoso de todos ellos la Vida de Sócrates.
Crítico literario de la «Gaceta Ilustrada» desde hace años, ha reunido sus artículos sobre
la materia en varias obras, la más reciente de las cuales apareció el pasado mes de
febrero en la editorial Alfaguara: Novela española e hispanoamericana.

Antonio Tovar está casado, tiene cinco hijos y cuatro nietos. Su amistad personal y
su entendimiento intelectual con Aranguren se ha visto reforzado por el matrimonio de
dos de sus hijos. Los meses de vacaciones los pasa en Madrid, en un enorme piso del
paseo de la Castellana, donde combina, en las tardes de ocio, su amor por los libros con

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su amor por la música. Un estupendo piano de cola preside el salón de las tertulias.
Tovar es también un magnífico pianista aficionado.
Pero es sobre todo un hombre sencillo y tímido y tremendamente educado. No
puede dejar de interesarse por la política, aunque sólo sea como espectador.
Juan Luis Cebrián ha dialogado durante varias horas con él para los lectores
de Gentleman. Aunque en un principio rechazó hablar del pasado, luego no puso
objeción alguna a ser preguntado por su época de falangista. Tovar se presentó en la
entrevista como un hombre de enorme honestidad intelectual. Meditaba las respuestas y
muchas veces se mostraba dudoso de contestarlas. Su voluntad de «no ofrecer recetas»,
de no simplificar, era patente. También sus preocupaciones éticas y sus convicciones
morales -que le hacen sentirse, según él mismo confiesa, bastante moderado, pero de las
que no se apea.
Pareció especialmente interesado por los temas educativos, en los que ponía una
mayor vehemencia al hablar. Es curioso señalar que el primer «tropiezo» político con el
sistema lo dio Tovar en el año 42, cuando se marchó «bastante enfadado», según él
mismo describe, de las Cortes, y entregó su carnet a don Esteban Bilbao, a raíz de la
aprobación de la Ley Ibáñez sobre la Universidad. No volvería hasta cinco años más
tarde.
En el cénit de su carrera intelectual, Antonio Tovar se nos muestra por lo demás
atormentado ante el futuro y más pesimista que escéptico.

-En realidad lo que pasa con alguno de nosotros, conmigo, con Aranguren, es que
les asusta que nos pongamos a hablar. No por lo que decimos, sino por lo que no
podemos decir. Pero, claro, a uno le agrada que le pregunten cosas, aunque no sepa a
veces de ellas mucho más que los demás. No por vanidad... no, no por vanidad...
Hablemos de lo que quieras. Mejor del presente que del pasado. El pasado es sólo
historia y están ocurriendo muchas cosas en este país. Me preocupan los enormes
peligros que lo amenazan, sobre todo por la confusión que nos envuelve. Por ejemplo,
por ejemplo... esta mañana he leído en el Ya un artículo de esos terribles contra el
comunismo, y en la página de al lado una conferencia en los jesuitas
del ICAI explicando la necesidad de comerciar con Rusia. Estamos inmersos en un mar
de contradicciones, y el país se encuentra sin preparación para nada. No se puede seguir
con la dialéctica de siempre y al mismo tiempo meter a los rusos en Canarias con una
base pesquera.

-¿No le parece bien el acuerdo que facilita esa base?


-Hombre, a mí nunca me gustaron los pactos con los americanos, y así lo dije. Pero
si no me gustan con los americanos, tampoco me tienen por qué gustar con los rusos.
Ellos tienen su base pesquera, claro, que es casi una base militar o de espionaje. El
fondo del problema, sin embargo, sigue siendo el mismo.

-¿Cómo se ve España desde Europa, desde Alemania concretamente?


-Está claro que los europeos nos miran como un país muy especial, sobre todo
porque tenemos un régimen político muy distinto. No entro a calificarlo ahora, pero es
evidente que resulta muy distinto frente a los gobiernos típicamente parlamentarios. Por

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lo demás, a mí me parece que los europeos, por lo menos hace algunos años, deseaban
la entrada de España en la C.E.E., pero ya se ha dicho muchas veces, y no añado nada
nuevo con ello, que mientras mantengamos sistemas políticos tan diferentes, no será
posible. Ciñéndonos a Alemania, creo que merece la pena hacer una observación. Hay
más de doscientos mil españoles en aquel país. Quiere decirse: tantos como soldados
americanos con las tropas de ocupación. Entonces me parece que los alemanes tienen
oportunidad de conocernos bien como somos. Resulta que el obrero español es, sin
duda, uno de los mejor considerados de entre los grupos de emigrantes, tanto por su
conducta como por su facilidad de adaptación al trabajo y su seriedad en el mismo. Se
han hecho cuestionarios que demuestran, sin embargo, que los emigrantes españoles
están entre los obreros extranjeros menos aptos para el auto-gobierno, para la auto-
organización de su vida colectiva.

-¿Esto qué significa?


-Pues lo que decía al principio que el pueblo no está preparado, que no sabe
autogobernarse.

-Ello equivale a dar la razón a quienes dicen que en España es imposible un sistema
democrático occidental, porque no estamos los españoles suficientemente
preparados para ello.
-Hay cosas que no se aprenden más que practicándolas. La democracia es una de
ellas.

-¿Es usted partidario del ingreso de España en la C.E.E si se resuelven los


impedimentos políticos?
-No me atrevo a opinar sobre los aspectos económicos. Pero la integración en
Europa parece la única solución posible para nuestra estabilidad política en el futuro.
Naturalmente que hay otras soluciones hipotéticas que a mí me gustarían más o que me
son más simpáticas. Por ejemplo, eso de hacer un mercado común con Hispanoamérica,
y me interesa recalcar lo de Hispanoamérica, ahora que tan de moda está llamarla
América Latina. Pero todo eso no son más que fantasías imposibles de llevar a cabo. Si
no ha podido ni siquiera Inglaterra con la Commonwealth, ¿cómo podríamos nosotros?

-Habla usted de Hispanoamérica. ¿Cree efectivamente que el nombre de América


Latina es inadecuado?
-Claro, claro, totalmente. ¡Si incluso ahora se refieren por un lado a América Latina
y por el otro a Brasil!, lo que resulta un contrasentido. Entonces está claro que lo único
que quieren es suprimir el nombre de España de la denominación del continente.

-¿Permanece latente, en ese sentido, una especie de leyenda negra antiespañola?


-Yo no soy nacionalista, pero me parece que hay que llamar a las cosas por su
nombre. La polémica en torno al término «hispanoamericano» se suscita sólo por lo que
he dicho: quieren borrar el nombre de España, y eso no me parece bien.

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-Acaba de decir que no es usted nacionalista. ¿Qué es usted? ¿Cómo se definiría hoy
políticamente?
-Hombre, después de las experiencias del último siglo que me ha tocado vivir, yo
diría que soy un liberal parlamentario con tendencias socialistas... Porque, claro, eso del
socialismo de la libertad -el verdadero socialismo, con la verdadera libertad-, pues no
funciona. Ahí está el caso de Chile, sin ir más lejos, para demostrarlo. Y es lógico,
porque la operación económica que el socialismo comporta supone una auténtica
cirugía en las estructuras del país.

-¿Podemos decir que usted optaría para España por un sistema democrático de signo
occidental?
-Bueno, podemos decir lo que dijo Churchill: que la democracia es un régimen muy
malo, pero que no conocía otro mejor. Sí, creo que hay que procurar que en España se
produzca una democratización de este signo, con grupos políticos y todo lo demás.
Aunque ya sé que todo este problema de la democracia parlamentaria se complica en
nuestro tiempo con la enorme influencia de la televisión y los sistemas de control y
burocracia estatales.

-¿Existen soluciones evolucionistas, o continuistas, para nuestro país?


-Yo no soy nada revolucionario. Me voy haciendo conservador por días. Sí,
quisiera que esto se llevara a cabo de una manera evolucionista.

-¿Cómo puede influir la nueva actitud de la Iglesia a este respecto? ¿Trabajará la


Iglesia por una democratización del país?
-Yo creo que la Iglesia se encuentra inmersa en el lío total, no sólo aquí, sino en
todo el mundo. Pero aquí especialmente, por las condiciones en que la Iglesia ha vivido
de siempre en nuestro país, por el pasado histórico que posee, que es de gran peso y que
no deben tirar frívolamente por la ventana, como están haciendo, y por su estrecha
vinculación al régimen. Pero la Iglesia no puede ser un factor de evolución decisivo, y
además lo está demostrando. Por ejemplo, eso de «la renuncia a los privilegios», a la
que se refieren en el reciente documento sobre relaciones con la comunidad política,
resulta poco preciso. En realidad, se trata de una renuncia a muy pocos privilegios de
los muchísimos que todavía tienen. En concreto, a que haya unos pocos prelados en las
Cortes, y nada más. En definitiva, parece que lo que quiere la Iglesia es mantener todos
sus privilegios, excepto los que de una u otra manera la comprometan de forma más
evidente con el sistema. Por otro lado, la Iglesia como institución está sufriendo un
desconcierto enorme en sus filas. Sus fieles adoptan tendencias políticas muy diferentes
y hasta contrapuestas en nombre de la misma fe. Claro, es muy difícil entonces que la
Iglesia haga nada en un sentido o en otro. Y me parece que ella misma es víctima de la
confusión en la que estamos viviendo. Todo ello, sea dicho, con un enorme respeto por
mi parte.

-Esto del respeto suena un poco irónico...

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-No, por Dios... es real. Siempre he tenido algunas reservas en el terreno religioso,
pero no me gusta seguir la moda. Y pienso en muchas cosas, en muchas, igual que antes
pensaba.

-Por ejemplo, ¿Piensa usted todavía en alcanzar el poder? ¿Tiene ambiciones


políticas?
-Ni se me ha pasado por la cabeza volver a la vida política desde que la abandoné
en 1941. Además, mi actividad política, aunque muy intensa, resultó en realidad muy
breve. Como le digo, no quiero volver de ninguna manera, y por varias razones: la
primera, que no sabría ofrecer soluciones en forma de recetas para los males del país.
Un político tiene que hacerlo, pero yo no valgo para eso. La política me interesa como
ciudadano, pero nada más. La segunda, que soy consciente de mis vacilaciones y mis
cambios en el pasado. Me equivoco y lo sé. Y por último, ya no va teniendo uno edad...
Ah, aparte de que siempre me ha faltado una noción suficiente de la economía para
poder ejercer el poder político...

Pero con o sin ambiciones, es evidente que la figura de Tovar tiene un significado
evidentemente político ante las nuevas generaciones. Aparece, además, enmarcada
siempre en el famoso grupo de intelectuales liberales de la Falange (Dionisio
Ridruejo, Pedro Laín...) ¿Qué se ha hecho de este grupo? ¿Sigue existiendo? ¿Es
un grupo sobre todo político o sobre todo intelectual?
-Es un grupo sobre todo de amigos, y desde luego que sigue existiendo. Somos
muy pocos, pero muy buenos amigos. Luego, dentro del grupo cada cual está más o
menos politizado. Por ejemplo, yo diría que soy menos político que Dionisio, pero más
que Laín. Por lo demás, el grupo sigue existiendo un poco por lo que siguen existiendo
todas las mismas cosas en nuestro país desde hace tantos años: por la congelación y la
fijación total que el sistema ha producido en la vida española. Un día llegan, te cuelgan
un rótulo, y ya está: puedes durar así un sinfín de tiempo.

-El rótulo que a ustedes les colgaron, que se autocolgaron, era el de falangistas.
-Desde luego, allí empezó todo... Nuestra llegada a la Falange fue sin embargo por
diferentes caminos. Unos eran falangistas antiguos. Otros éramos liberales antiguos. Yo
había pertenecido a la F.U.E. en Valladolid.

-¿Cómo llegó usted a la Falange?


-Cuando comenzó la guerra estaba en Alemania estudiando. Había estado antes en
Francia, y me quedé impresionado ante el enorme despegue económico de los
germanos. Confundí entonces el desarrollo industrial con el hitlerismo. La Francia del
año 35 que yo había conocido era un país, sobre todo en comparación a Alemania,
enormemente atrasado. Vivía una época de gran depresión política, con el declinar del
viejo parlamentarismo y la juventud polarizada cada vez más en los dos extremos: o
comunistas o fascistas. Alemania en cambio era un país pujante, y yo achaqué su
progreso, que era industrialización avanzada, al nacional-socialismo. Entonces comencé

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a mirar a éste con interés. Me parecía una buena solución para aquellos momentos del
mundo, pero no me atraía su ideología, que siempre me pareció muy inconsistente.
Fíjese usted que mi especialidad eran, ya entonces, las lenguas arias e indoeuropeas, y
cuando leí el libro de Rossenberg sobre el mito racista me pareció una paparrucha...
Luego estalló la guerra en España y tuvimos que elegir entre los dos polos... Yo elegí el
lado nacional. Me adherí a un grupo de estudiantes y nos reunimos en torno a Eugenio
Montes, corresponsal de ABC en Berlín. Y me fui con ellos a España, donde entré ya de
camisa azul. Luego, cuando llegué y me vi al lado de la JAD(Juventudes de Acción
Popular, de la CEDA) de don Luciano de la Calzada, los Requetés, los miembros de
Renovación Española y las innumerables milicias locales de los caciques de cada
pueblo, me di cuenta de que la Falange, paradójicamente, resultaba lo más europeo y lo
más moderno y hasta lo más «liberal», si se quiere, de todo aquello. En cualquier caso
entré en la Falange y me fui embalando... Entendí siempre la Falange como una forma
de fascismo, como un aparato teórico muy reducido que podía utilizarse como solución
de urgencia para momentos como los que vivía entonces España. Precisamente esto ya
me ocasionó algunas discusiones, el mismo año 37, con falangistas antiguos, como
García Valdecasas, que me insistían en que al parecer José Antonio quería haber hecho
algunos distingos entre falangistas y fascistas. En cualquier caso ya digo que desde el
punto de vista ideológico yo prefería el modelo italiano al alemán. Nunca conocí
suficientemente bien el nacional-socialismo ni nunca me atrajo. Me parecía que se
justificaba por sus realizaciones en aquel país, y nada más.
Con semejante bagaje de convicciones llevé una vida política muy activa desde el
primer Gobierno que formó Franco, y al que llamó a Serrano Súñer. Serrano nombró
jefe de propaganda a Dionisio Ridruejo, que se había distinguido como un formidable
orador y que tuvo una brillantísima carrera dentro de la Falange. Y Dionisio, a su vez,
llamó a Pedro Laín, a Rosales, a Vivanco, a Javier Salas y a mí, entre otros, para que le
ayudáramos. Ahí comenzó la historia del «grupo». Llevé a cabo una intensa actividad
política, aunque terminé pronto, pues cesé en 1941.
No puedo negar que desde los tiempos de Burgos siempre mantuve reservas sobre
algunas cosas: sobre los métodos que empleaban los propios falangistas y que
amenazaban con dejar a la Falange en lo que el propio José Antonio no quería: «la
partida de la porra», y sobre la absoluta incapacidad de algunos altos cargos del Partido
con los que tuve entonces oportunidad de tratar. Ya el Decreto de Unificación me dio a
entender que la Falange estaba llamada a perder su personalidad, y cuando la guerra
mundial se acercaba a su final, estaba convencido de que la Falange se había terminado
para siempre y que toda posibilidad de resucitarla estaba liquidada. Hoy estamos viendo
que esto es así. Pero yo me agarré a ella en 1936 como quien se agarra a un clavo
ardiendo. Al fin y al cabo, podía haberme quedado fuera de España cuando estalló la
guerra, y no quise hacerlo. Vine al frente.

-También pudo usted quedarse en el cincuenta y ocho y quedarse con honores y cargos
y prefirió el exilio. ¿Por qué?
-Me marché después de una muy larga serie de amargas experiencias... Aquí
vendría lo de la falta de respeto a la inteligencia en nuestro país. Nuestro sistema
académico, por ejemplo, está construido al revés: el cargo honra a la persona, cuando

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debería ser la viceversa. Resulta entonces que don Ramón Menéndez Pidal era muy
importante, ante los ojos de la sociedad, porque llevaba muchos años como presidente
de la Real Academia, cuando lo que pasaba es que la Real Academia se honraba
teniendo como presidente a personalidad tan irrepetible como don Ramón. Y lo mismo
en el caso de Unamuno como rector de Salamanca... La sociedad piensa que la
importancia reside en los puestos que se ocupa, no en las personas. Pero la sociedad
piensa así como reflejo típico de lo que piensa la derecha tradicional española, que es la
que gobierna. Le voy a contar una anécdota muy ilustrativa al respecto. Cuando se
acabó la guerra estaba para publicarse parte de la Historia de España que Menéndez
Pidal había preparado con un grupo de intelectuales y catedráticos españoles. Tocaba el
turno a la España musulmana, tomo para el que Sánchez Albornoz había realizado un
excelente trabajo, y don Ramón fue a ver a Ibáñez Martín a pedirle permiso para
publicar el libro, porque en aquella época sacar a la luz un original de Sánchez
Albornoz, que había sido ministro con la República y embajador, durante la guerra, era
desde luego algo muy difícil, aunque sólo hablara de los Omeyas. En el transcurso de la
conversación don Ramón le hizo ver a Ibáñez lo difícil que era sustituir a intelectuales
como aquél y lo insustituible que el trabajo en cuestión resultaba para la Historia que se
estaba fabricando. Entonces Ibáñez contestó: «No se preocupe, don Ramón. Con estos
muchachos, los mandamos un poco al extranjero, los hacemos sacar unas cuantas
licenciaturas y ya está resuelto el problema». Estos «muchachos» debían ser Calvo
Serer, Pérez Embid, etcétera. ¿Ve usted lo que le digo de la falta de respeto a la
inteligencia? Ibáñez y los hombres del Opus pensaban que los intelectuales se fabrican
con la simple ayuda de un aparato burocrático que les ayudara a promover a sus
gentes... Pero un intelectual es algo mucho más complicado.
-Ha hablado usted de «Ibáñez y sus amigos». ¿Qué piensa del papel que han
desempeñado en la Universidad?
-Pues eso que estoy diciendo. Creo que está fuera de dudas que eran gentes de ideas
muy conservadoras y derechistas. Les preocupaba, por ejemplo, que en plena dictadura
de Primo de Rivera todo el modesto aparato científico del país se encontrara en manos
liberales. Me refiero a las personas que formaban la Junta de Ampliación de Estudios,
con Ramón y Cajal a la cabeza, por ejemplo. Y decidieron que era preciso cambiar el
signo de la educación superior. Desde un principio pusieron sus miras en este tema y
por eso la penetración de sus hombres en la Universidad ha sido muy intensa. Ibáñez
Martín había conocido a Alvareda -miembro del Opus Dei- en la embajada de Chile,
durante la guerra, y habían fraguado gran amistad. Por eso puso en sus manos el
Consejo de Investigaciones Científicas.

-Pero yo siempre había creído que el combate decisivo contra la infiltración liberal en
la educación, contra la Institución Libre de Enseñanza, en una palabra, lo habían
llevado a cabo más bien gentes de la ACNDP, los llamados católicos oficiales.
-Bueno, la Institución Libre de Enseñanza fue desde luego un ensayo importante,
pero tampoco hay que mitificarla. Después del Desastre del 98 hubo una enorme crisis
moral en el país que terminó en una llamada desesperada a los pedagogos. Fíjese
(todavía se llevan las manos a la cabeza en Europa cuando cuento esto) que hasta 1903
no existe en España una Ley para la Escuela Nacional. Romanones, que fue el que la

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dictó, llamó en su auxilio a los hombres de la Institución. Ésta se había dedicado
fundamentalmente a formar pedagogos y seguía siendo una pequeñísima institución
privada, con precarios medios. Claro que de sus filas salieron nada menos que gente
como Besteiro, Rafael Altamira, Bolívar... Y de hecho la Junta de Ampliación de
Estudios, la Universidad, etcétera tuvieron una gran influencia suya. Los católicos,
claro, los de cualquier signo, nunca vieron con buenos ojos estas influencias liberales en
la enseñanza. Por eso acabaron con ellas en cuanto pudieron.

-Ya que estamos hablando de la enseñanza, ¿qué opina usted de la actual crisis que
padecemos en España en este terreno?
-La educación ha entrado en crisis en todo el mundo por una serie de complejos
problemas entre los que la masificación no es el menor. Los sistemas se han quedado
anticuados y la enseñanza además de un derecho se ha convertido en una necesidad en
nuestros días. El que sólo tiene sus brazos para ofrecer a la sociedad no puede subsistir.
Quizá valga para calibrar las dimensiones de esta crisis el hecho de que incluso en un
país como Francia, con tan larga tradición escolar, ha destrozado sus cuadros por
completo. En España ha sido peor porque hemos asistido a la destrucción de dichos
cuadros desde antes de la crisis y desde el interior del propio Estado. O sea, que cuando
la crisis ha llegado el Estado se ha encontrado sin medio alguno para combatirla. La
culpabilidad de la Iglesia en este terreno es grande. Hemos visto durante años cómo
desde el aparato gubernamental se destruía conscientemente el Bachillerato y la Escuela
primero y la Universidad después en beneficio exclusivo de la Iglesia, que ha mostrado
unas ambiciones desmesuradas en materia de educación. La Enseñanza Media,
concretamente, fue entregada, por completo, en sus manos. Total, que cuando el Estado
quiere hacer una reforma educacional resulta que no tiene ni siquiera lo mínimo
necesario: una red de institutos y un profesorado suficiente. Eso no se improvisa, claro.
En la Universidad creo que hemos rebasado todos los límites imaginables del problema.
A la crisis educacional misma se ha sumado la rebelión de la juventud. Yo puedo decir
que me considero desbordado por la nueva situación, y desde luego nunca tuve que
enfrentarme, siendo rector de Salamanca, a problemas como los que ahora existen. En
Alemania también suceden hoy cosas parecidas, pero creo que existe una diferencia
esencial: los cuadros educacionales alemanes no han sido destruidos. Y el problema
aquí se mezcla además con la incertidumbre política, la industrialización fulminante que
ha sufrido el país, la pérdida total de creencias y valores muy arraigados durante siglos
en la sociedad española.

-¿No intentó usted ser rescatado en la famosa operación «cerebros» del ministro Villar
Palasí, cuando se habló del regreso de Severo Ochoa y otros ilustres profesores en
el exilio o emigrados?
-Sí, sí. Y de vez en cuando recibo alguna embajada para incorporarme a alguna
Universidad de Barcelona o de Madrid, o cosas así.

-¿Por qué no viene entonces?


-Por lo que no han venido tampoco los demás. Porque en definitiva, entonces se
armó mucho ruido, pero prácticamente no pescaron a nadie. Por citar el ejemplo de

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Ochoa, al que usted se ha referido, lo único que hicieron fue utilizar su nombre cara a la
opinión pública. Yo publiqué en Nueva York una carta abierta cuando todo aquel
periplo de Ochoa por España, en el que decía lo mismo que digo ahora. Que en la
operación «cerebros» lo que se pretendía era utilizar el prestigio internacional de unos
profesores en provecho de los actuales rectores de nuestra enseñanza, pero de ninguna
manera se pensaba ofrecer a estos profesores la posibilidad de regir ellos la enseñanza
en el país, de orientar los planes y sistemas de estudio, la investigación... Entonces a mí
no me interesa para nada dar unos cursillos, cuando lo que yo quiero es ser profesor
decentemente e independientemente, con una remuneración justa que permita trabajar y
estudiar y que esté prohibido ocupar otros cargos a los que se quieran dedicar a la
enseñanza, cuando eso, que es lo que quiero, no se puede hacer en este país. Y además,
desde la expulsión de Aranguren, Tierno Galván y García Calvo creo que han quedado
muchas cosas claras para que siempre permanezca la amenaza sobre todos los que
pretendan ejercer la enseñanza con independencia. Desde entonces el ejercicio del
profesorado no puede hacerse decentemente.
-¿Hay amargura o rencor cuando pronuncia estas palabras?
-Amargura, pero no rencor. Yo ya he dicho que abandoné la vida política en el 41 y
desde entonces me fui a Salamanca a ejercer la enseñanza y a estudiar mi especialidad,
que era lo que me gustaba. Sin vanidad alguna, creo poder decir que hice un buen
trabajo allí en mi cátedra y muy efectivo. Después me nombraron rector. Con Ruiz-
Giménez, en el Ministerio, intentamos hacer una operación bastante modesta, pero que
nos ilusionaba a todos. No sin dificultades fuimos rehaciendo un poco la vida
universitaria española. Fue una tarea ímproba y llena de enormes obstáculos. Pero
estábamos tan ilusionados que incluso al principio soñábamos con ver algún día a
Ortega y a Zubiri impartir sus lecciones en la Universidad de Madrid. Luego todo aquel
intento fracasó por completo. A partir de los disturbios del 56 comprendí que nada
había que hacer y que la Universidad había caído, por completo, en manos de la fórmula
derechista. Permanecí en España sólo el tiempo suficiente para preparar mi marcha.
Ésta fue mi fecha de ruptura total con la Falange. Me fui a Argentina primero, luego a
los Estados Unidos y después a Alemania, donde sigo.

-¿Cómo se ve desde allí el futuro español?


-Imprevisible por completo. Todo lo que se está haciendo es política de probeta.
Pero un día se rompe la probeta y... nos encontramos todos sin saber qué hacer.

-¿Cree usted que el asociacionismo podría ayudar a arreglar las cosas?


-¿Cómo podría yo decir que el asociacionismo me parece una entelequia? ¿Cómo
podría decirlo para que pudiera publicarse?

-Se puede publicar así. En resumidas cuentas. ¿Es usted o no optimista ante el
porvenir?
-La realidad es que últimamente estoy muy pesimista respecto a la situación del
mundo en general. La de España no es excepción, claro.

-¿A qué se refiere?

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-A la crisis de valores y horizontes que estamos sufriendo, a la desorientación de la
juventud.

-En este terreno, ¿puede decirse que está España mejor o peor que Alemania o que
Francia, por ejemplo?
-Peor, peor, mucho peor. Aquí el cambio, pese a las trabas políticas, se está
produciendo mucho más radicalmente. En materia religiosa, por ejemplo, Alemania es
un país con gran tradición de agnosticismo y de sectas e Iglesias diferentes. La crisis
religiosa que padecemos no conturba al país. Pero aquí estamos pasando de comernos a
los santos a una frigidez total en materia religiosa por parte de los jóvenes. De todo a
nada. En muy poco tiempo, y de manera muy rápida, se está abriendo un gigantesco
foso cultural y vivencial entre las nuevas generaciones. Luego, el proceso de
industrialización también ha influido lo suyo. En Europa Occidental no se contempla la
industria de forma tan ajena a la personalidad de uno mismo como la contempla el
español. Allí las fábricas no han contribuido en todas partes a desarraigar a las gentes de
sus hogares. En cambio aquí el proceso migratorio, tanto interior como exterior, que ha
determinado el desarrollo está produciendo unos desequilibrios psicológicos y sociales
difíciles todavía de calibrar. Fíjese usted lo que es para un hombre de cualquier pueblo
andaluz o extremeño verse trasladado de la noche a la mañana a una fábrica en el País
Vasco o en Alemania, sirviendo a unos intereses que le son totalmente ajenos y
convertido en pieza de una maquinaria que desconoce y por la que se siente devorado.
En los jóvenes técnicos, aun con preparación universitaria, el proceso sigue siendo el
mismo. Galdós cuenta muy bien en la serie tercera o cuarta de sus Episodios
Nacionales los efectos destructores del progreso industrial, en el siglo XIX, en España.
Con la entrada del capitalismo se produce una desmoralización total en el país, porque
los capitalistas españoles tradicionalmente sólo han buscado la manera de enriquecerse
pronto y no son generalmente un desarrollo natural en el proceso industrial, en la
estructura mental y social del país. En los momentos de enorme crisis nacional que
narra Galdós la confusión se ve agravada porque los políticos se ponen fácilmente al
servicio de los intereses extranjeros y de las inversiones del exterior. Me temo que algo
similar estamos viviendo, pero con nuevas circunstancias que ensombrecen el
panorama. Una de ellas es que la extensión del bienestar material de las gentes, sin el
consiguiente sólido contrapeso intelectual y moral, ha provocado un aflojamiento de la
autoridad, a mi modo de ver, inadmisible.

-¿Piensa usted que hay crisis de autoridad entre los jóvenes?


-Totalmente.

-Pero ellos argumentan que el principio de autoridad es un pretexto para que el fuerte
siempre imponga sus intereses al débil.
-En cualquier caso, una sociedad anárquica es una utopía. Y según esa línea de
razonamiento sólo puede desembocarse en lo que estamos viendo a nuestro alrededor:
el terrorismo y el crimen. Uno no puede justificar nunca estas cosas, como no puede
justificar la inmoralidad.

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-¿Pero qué es moral y qué es inmoral? Esto es precisamente lo que se preguntan los
jóvenes.
-A mí me parece que está bastante claro, y ya digo que cada día me considero más
conservador. La moralidad son más o menos los diez mandamientos, que se resumen en
esto: no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti.

-Vamos a ver. Usted es un profesor de literatura y un intelectual. Heinrich Böll,


reciente premio Nobel, ha defendido a la banda de anarquistas Baader Meinhoff y
Böll está reputado como pensador e intelectual eminentemente católico.
¿Defendería usted a dicha banda?
-Nunca. A mí me parece que posturas así están influidas por un esteticismo
inadmisible. No se puede defender sensatamente que la gente asalte bancos.

-Hablemos de la Real Academia. ¿Vale para algo o es simplemente un sillón cómodo


para venerables?
-Tiene una función yo creo que importante. Al fin y al cabo cada lengua debe tener
un sistema por el que regirse. El inglés lo hace por los diccionarios de Oxford y el habla
educada. El alemán, por la dicción en el teatro. El francés y el español por la
Academia... En una lengua tan extendida como la nuestra, que hablan tantos millones de
gentes, en tantos países, la función de la Academia es esencial. Lo que pasa es que se le
debería hacer más caso. Por ejemplo, la influencia de la televisión en el habla de las
gentes es inmensa, y Televisión Española debiera no conformarse con llevar a Calvo
Sotelo a hablar a sus estudios. Lo que necesita Televisión Española es una política
lingüística muy cuidada, que nunca ha tenido como no la tenía la radio. Así, luego oye
uno las barbaridades que oye.

-¿Cómo ve en la actualidad la cultura española?


-En lo que se refiere a la literatura el momento es bueno. No sucede igual en el
campo del pensamiento, en gran parte, por motivos políticos. Pero hay que decir que
asistimos a una baja general en el mundo de auténticos pensadores. Creo que hay muy
pocas mentes capaces de comprender lo que está pasando. No hay filósofos. Y eso
porque se están realizando descubrimientos escalofriantes en el mundo de las ciencias,
que atraen cada día más a las cabezas de valía. La realidad es que no nos paramos a
meditar suficientemente lo que está sucediendo, pero la vida humana se está
transformando en el curso de muy pocos años. La aparición de la píldora, la llegada a la
Luna, los descubrimientos en biología están produciendo una humanidad diferente y
nueva y, de rechazo, una cultura de especialistas, porque ya es imposible abarcarlo todo.
Por ejemplo, fíjese en lo que se ha conseguido respecto a la seguridad de vida, que es
uno de los hechos sociológicos y biológicos más determinantes de nuestra época. Ahora
cualquier persona, con un poco de suerte, puede llegar sin dificultad a los ochenta años.
La mortalidad infantil ha disminuido notablemente. El problema demográfico cobra
desde luego visos distintos desde esta perspectiva.

-¿Cree usted entonces en la necesidad del crecimiento cero?

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-Creo que, desde luego, algo hay que hacer y que el mundo cada día necesita estar
más planificado y más organizado en todo. ¿Por qué no en la natalidad? Queramos o no,
en muchas cosas caminamos hacia soluciones o fórmulas de significado y sentido
socialista, con lo que ello comporta de reglamentación y previsión de nuestras vidas.
Todo el mundo quiere vivir mejor trabajando menos horas. Si no nos planificamos no se
podrá conseguir, claro, y la planificación es siempre algo muy aburrido. En este sentido
el aburrimiento no es el menor de los peligros que nos acechan, máxime si se tiene en
cuenta que tendemos hacia una civilización con más tiempo de ocio. La humanidad
tendrá que buscar distracciones, y creo que ésa es la gran oportunidad de la cultura.
Sólo en la cultura podrá el hombre saciar verdaderamente sus deseos de diversión. Pero
en cualquier caso vamos a vivir transformaciones radicales que se han de producir en
breve espacio de tiempo. De aquí a veinte o treinta años el mundo puede no parecerse
en nada al que nosotros hemos conocido.

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