5 Haya, pues, en[a] ustedes esta actitud (esta manera de pensar) que hubo también
en Cristo Jesús, 6 el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual
a Dios como algo a qué aferrarse, 7 sino que Se despojó a sí mismo[b] tomando forma
de siervo, haciéndose[c] semejante a los hombres. 8 Y hallándose en forma de
hombre, se humilló El mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz. (Filipenses 2:5-8)
Antes de entrar en materia de estudio, sería bueno tomarme un minuto para definir:
Encarnación (del latín incarnatio, de incarnatum, incarnare) para los cristianos es el
momento en que el Verbo de Dios (Dios Hijo) se encarnó en la Virgen María, por el poder
del Espíritu Santo, y asumió para siempre la naturaleza humana sin dejar su Naturaleza
Divina, en obediencia a Dios Padre para reconciliar a la humanidad perdida por el pecado
original.
Sin embargo, por insondable y profundo que sea este pasaje en lo teológico, también es
ético. La primera frase (5 Haya, pues, en[a] ustedes esta actitud (esta manera de pensar)
que hubo también en Cristo Jesús) deja claro que su propósito primordial es animar a los
cristianos a vivir como su Señor y Salvador. Pablo no solo quiso describir la encarnación
para revelar sus verdades teológicas, si bien son admirables. Él presenta un ejemplo
supremo e inigualable de humildad que sirva como la motivación más poderosa de humildad
en los creyentes. La encarnación llama a los creyentes a seguir el ejemplo incomparable de
humildad, renuncia, entrega, sacrificio y amor abnegado de Jesús al enfrentar la
encarnación en obediente sumisión a la voluntad de su Padre (cp. Lc. 2:49; Jn. 3:16-17;
5:30; 12:49; 15:10).
La finalidad del creyente con esta actitud es la unidad espiritual de la iglesia, “sintiendo
lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa” (v. 2). La unidad
de la iglesia solo puede surgir de un actitud de verdadera humildad, de creyentes que en
realidad consideran a los demás como superiores a sí mismos, la actitud que Cristo Jesús
manifestó como ningún otro en su encarnación. El apóstol Juan declara: “el que dice que
permanece en él [Cristo], debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6). Jesús ordenó: “Llevad mi
yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis
descanso para vuestras almas” (Mt. 11:29).
En ustedes no se refiere a la virtud del creyente como individuo, sino que se dirige a
toda la iglesia, que es tan propensa a las divisiones y contiendas producto del orgullo y la
vanagloria. Toda la iglesia debe mostrar la humildad del Señor, el cual es la cabeza de la
Iglesia. Una de las escenas más reveladoras de su humildad fue el lavamiento de los pies
de sus discípulos en la última cena. La tarea servil de lavar pies sucios estaba reservada
para los siervos del rango más bajo. A Jesús lo habían reconocido como el Mesías y
Libertador mencionado en las profecías, el “Rey de Israel”, en su entrada triunfal en
Jerusalén pocos días antes (Jn. 12:12-15). Él sabía muy bien que “el Padre le había dado
todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y a Dios iba” (13:3). Con todo, en
mansa humildad, “se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la
ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a
enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido” (vv. 4-5). Ese gesto fue especialmente
conmovedor porque los discípulos, insensibles al sufrimiento inminente de Jesús, estaban
ocupados en disputas para determinar quién de ellos era el “mayor” en el reino del Mesías
(cp. Lc. 22:24).
Esa demostración de humildad, el lavar los pies de los discípulos, ejemplifica con claridad
este sentir que hubo también en Cristo Jesús que bien podría ser el acontecimiento que
el apóstol tenía en mente al escribir este pasaje.
Sin embargo, esa no es la manera como Dios obra. Su Hijo unigénito nació en la familia
más humilde, en el lugar más humilde. A los ojos de quienes lo rodeaban, incluso amigos y
su propia familia, vivía como cualquier hombre. Los doce hombres que Él eligió para ser sus
apóstoles eran, a excepción quizá de Mateo, hombres comunes con poca educación,
destrezas, o posición social. Él se sometió a cada humillación y afrenta de parte de sus
enemigos y rehusó defenderse. El más digno llegó a ser el más bajo.
Al presentar el ejemplo intachable de humildad de Jesús, Pablo también relata desde una
óptica teológica el descenso del Hijo de Dios del cielo a la tierra, describe la elevada posición
que dejó, y luego presenta una serie de descensos desde aquella posición de gloria y honra
a la humillación creciente. Veremos estas categorías paralelas juntas en relación con cada
una de las etapas descendentes que menciona este pasaje.
Jesucristo era desde la eternidad sin alteración alguna, y siempre será, en forma de Dios.
Morphē (forma) se refiere a la manifestación externa de una realidad interna. La idea es
que, antes de la encarnación, desde la eternidad, Jesús preexistía en forma de Dios,
siendo igual a Dios el Padre en todo. Por su misma naturaleza y ser interior, Jesucristo es,
ha sido siempre, y será siempre plenamente divino.
Pablo expresó la verdad de la deidad de Cristo a los colosenses, con estas palabras: “Él
[Jesucristo] es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación” (Col. 1:15).
Refiriéndose a Cristo, Juan empieza su evangelio con la declaración: “En el principio era el
Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios… Y
aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del
unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:1-2, 14). Jesús dijo de sí mismo:
“De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy” (Jn. 8:58), y luego oró:
“Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes
que el mundo fuese… Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy,
también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has
amado desde antes de la fundación del mundo” (17:5, 24). El autor de Hebreos nos recuerda
que Dios “en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero
de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la
imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder”
(He. 1:2-3).
No obstante, los cristianos solo somos hijos de Dios por adopción (Ro. 8:15; Gá. 4:5; Ef.
1:5), no por un derecho inherente. Recibimos todas las bendiciones maravillosas y los
privilegios por pura gracia divina, son nuestros en virtud de nuestra unión con el unigénito y
eterno Hijo de Dios, Jesucristo. Por consiguiente, si el Hijo eterno de Dios se humilló a sí
mismo de forma tan incomparable, ¿cuánto más deberíamos decidir los hijos adoptados de
Dios llevar una vida humilde y abnegada?
Él tenía todos los derechos y privilegios de Dios, y nunca podía perderlos. Sin embargo,
rehusó aferrarse a esta posición privilegiada como Hijo de Dios para su propio provecho,
y tampoco la consideró una posesión estimada que podía beneficiarle. En cualquier
momento pudo haber acudido a su Padre y recibir de inmediato “más de doce legiones de
ángeles” que lo defendieran (Mt. 26:53). No obstante, eso habría frustrado el plan de su
Padre con el que estaba de acuerdo, y por tanto rehusaría hacerlo. Aunque sin duda estaba
muy hambriento tras un ayuno de cuarenta días en el desierto, se negó a convertir las
piedras en pan para alimentarse (Mt. 4:3-4). En cambio, multiplicó generosamente los
panes y los peces para alimentar a las multitudes hambrientas (Mr. 6:38-44; 8:1-9).
SEGUNDO PASO
Cabe recordar siempre que Jesús se despojó a sí mismo de solo algunas prerrogativas
divinas, y no de su deidad como tal. Él siempre ha sido, y siempre será Dios, pleno y
eterno, como Pablo declaró en el versículo anterior. Los cuatro Evangelios también dejan
claro que Él no abandonó su poder divino para realizar milagros, perdonar pecados, o
conocer la mente y el corazón de las personas. Si Él hubiera dejado de ser Dios (lo cual
es imposible), no hubiera podido morir por los pecados del mundo. Habría muerto en la
cruz y permanecido en la tumba, incapaz de vencer el pecado o la muerte.
Él no perdió su gloria divina, sino que más bien estuvo velada, escondida en su
humanidad (Jn. 7:5, 24; cp. 2 Co. 4:4-6) de la vista del hombre. Un asomo de ella pudo
observarse en sus muchos milagros, sus palabras sabias, su actitud humilde a la cual Pablo
exhorta a imitar aquí, y sin duda alguna en su sacrificio final por el pecado en la cruz. Se
manifestó de manera breve y parcial a Pedro, Jacobo, y Juan en el monte de la
transfiguración (Lc. 9:31-32; cp. 2 P. 1:16-18). No obstante, no se volvió a evidenciar hasta
su resurrección y ascensión, y solo ante quienes le pertenecían.
Segundo, Jesús se despojó a sí mismo de la autoridad divina que podía ejercer con
independencia. La manera cómo funciona la Trinidad es, por supuesto, un gran misterio.
Al interior de la Deidad hay perfecta armonía y acuerdo en todo sentido y nivel posibles.
Jesús declaró sin dejar lugar a dudas su plena igualdad con el Padre: “Yo y el Padre uno
somos” (Jn. 10:30; cp. 17:11, 21). Con todo, acababa de decir con igual precisión durante
su encarnación: “No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio
es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre”
(Jn. 5:30), y “he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que
me envió” (Jn. 6:38).
Es obvio que los cristianos no pueden despojarse a sí mismos en el mismo grado que el
Señor lo hizo, porque mientras Él empezó de la posición más elevada, los cristianos lo
hacen de la más baja. Los creyentes tienen infinitamente menos de qué despojarse. Aun
lo que tienen les ha sido dado por la gracia de Dios. Los creyentes tienen la obligación de
seguir el ejemplo de su Señor despojándose a sí mismos de todo lo que estorbe su servicio
y obediencia a Él.
Así como Jesús no dejó de ser Dios cuando se despojó a sí mismo, tampoco los
cristianos dejan de ser sus hijos cuando se despojan a sí mismos como Él lo hizo (cp. Ef.
5:1-2). Así como la obediencia abnegada de Jesús agradó al Padre (Mt. 3:17), los
creyentes pueden agradarle por medio de la obediencia (25:21, 23). El creyente humilde
conoce bien sus derechos y privilegios como hijo de Dios pero rehúsa aferrarse a ellos.
En cambio, se despoja a sí mismo de toda ambición del beneficio terrenal que esos
derechos y privilegios pudieran otorgarle.
TERCER PASO
En el siguiente paso de su descenso, en el que se despojó aún más, Jesús dejó todos
los derechos de su señorío tomando forma de siervo, de esclavo. Aunque tenía la
morphē (forma) inherente de Dios (v. 6), voluntariamente tomó la forma (morphē), la
esencia misma y la naturaleza, de un siervo. Tan cierto como Él era “en forma [morphē]
de Dios”, ahora existía en forma de siervo. Él no solo se vistió como un siervo, sino que
en realidad se convirtió en esclavo en todo el sentido de la palabra.
Un doulos (siervo) nada poseía, ni siquiera las vestiduras que llevaba. Todo lo que
tenía, incluso su vida, le pertenecía a su amo. Jesús sí era dueño de sus vestiduras, pero
no tenía tierras, ni casas, ni oro ni joyas. No tenía un negocio, un bote o un caballo. Tuvo
que pedir prestado un burro para entrar en Jerusalén el Domingo de Ramos, una habitación
para la última cena, e incluso ser enterrado en una tumba prestada. Se negó a tener
cualquier propiedad, o gozar de cualquier ventaja o servicio especial para sí. En lo que
respecta a su gloria, el Rey de reyes quiso convertirse en el Siervo de siervos. El que “era
en el principio con Dios” y por medio de quien “todas las cosas… fueron hechas” (Jn. 1:2-
3) no reclamó para sí nada de cuanto había creado. Entre otras funciones, un siervo debía
llevar las cargas de otros. Como el Siervo supremo, Jesús llevó la carga que ningún
hombre podría llevar, que es el pecado de todos los que llegarían a creer. Como reveló
Isaías: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is. 53:6).
CUARTO PASO
Al seguir con su descenso, Jesús fue hecho semejante a los hombres. Así lo hizo
Dios mediante su concepción y nacimiento virginal, que fueron prodigiosos (Lc. 1:30-35).
Homoiōma (semejante) se refiere a lo que es hecho para parecerse a algo, no solo en
apariencia (cp. v. 7), sino en realidad. Jesús no era un clon, un extraterrestre disfrazado,
o algún simple facsímile de un hombre. Él se convirtió en un ser humano como cualquier
otro, con todos los atributos de la humanidad, un hombre auténtico entre los hombres. Era
tan evidente su humanidad que incluso su familia y discípulos no hubieran conocido su
deidad, a no ser porque los ángeles (Mt. 1:20-21; Lc. 1:26-35; 2:9-11), Dios Padre (Mt.
3:17; 17:5), y Jesús mismo (Jn. 8:58; 14:1-4; 16:13-15; 17:1-26) se la revelaron. Y a pesar
de sus incontables milagros, sus enemigos rehusaron pensar siquiera en su deidad. Ante
sus ojos, Él no solo era un simple mortal, sino el más bajo de los hombres, un blasfemo
(Jn. 5:18; 10:33).
Ya que Jesús vivió “en semejanza de carne de pecado” (Ro. 8:3), estaba sujeto a la
muerte física. De hecho, fue solo mediante su muerte que pudo llevar a cabo su objetivo
divino de la redención. Así también lo explica el autor de Hebreos: Jesús “debía ser en
todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en
lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (2:17). Él vino a morir.
QUINTO PASO
Y hallándose en forma de hombre, (2: 8a)
El descenso continuó con Jesús hallándose en forma de hombre, para seguir con la
verdad de que fue “hecho semejante a los hombres”. Habiendo sido hecho un auténtico
ser humano por el poder divino mediante la concepción virginal, Cristo fue visto, o
reconocido, como un hombre por quienes lo conocieron y observaron encarnado. Jesús
sufrió, y sufre aún, la humillación de ser considerado un mero hombre.
Como había profetizado Isaías cerca de setecientos años antes, el Mesías fue
“despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en
quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos”
(Is. 53:3). Juan también escribió: “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero
el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Jn. 1:10-11). Ellos
dijeron: “¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos?
¿Cómo, pues, dice éste: Del cielo he descendido?” (Jn. 6:42). Es lamentable que “ni aun
sus hermanos creían en él” (Jn. 7:5).
SEXTO PASO
Para continuar la profunda descripción de la humillación de Cristo, Pablo dice que Jesús
se humilló El mismo. Aquí el énfasis se centra más en la actitud personal de Jesús que
en su naturaleza y forma. Él no fue humillado simplemente por la naturaleza y las
circunstancias de su encarnación. se humilló El mismo es la traducción de tapeinoō,
cuya idea es rebajarse. Jesús se rebajó a sí mismo no solo en relación con Dios, sino
también con otros hombres.
SÉPTIMO PASO
Uno podría pensar que en algún punto de su sacrificio final Él diría: “¡Basta!”. No
obstante, su perfecta sumisión lo llevó hasta la muerte, porque esa era la voluntad del
Padre. Hasta en su agonía, al rogar a Dios en el huerto “Padre mío, si es posible, pase de
mí esta copa”, Él reconoció que en la voluntad de su Padre era imposible evitar la
crucifixión, pues oró: “no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt. 26:39). El compromiso
con la voluntad de Dios era su deseo.
Debido a que la mente de Jesús solo se centraba en los intereses de Dios, no en los
suyos ni los del hombre, con gusto se hizo obediente hasta la muerte. “Porque Cristo,
cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Ro. 5:6). El Padre no obligó
al Hijo a morir. Aunque era la voluntad del Padre, la voluntad del Hijo fue siempre obedecer
por completo al Padre. Era su libre elección. Si Él no hubiera podido elegir, no habría tenido
que ser obediente. “Nadie me la quita [mi vida]”, dijo Él, “sino que yo de mí mismo la pongo.
Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí
de mi Padre” (Jn. 10:18). Él recibió la orden del Padre, pero no fue obligado. Como el
amor encarnado, Él llegó a ser el ejemplo perfecto de la verdad que Él mismo había
declarado: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn.
15:13).
OCTAVO PASO
Los judíos consideraban la crucifixión como una forma de horca, y quienes eran
colgados eran malditos por Dios. Con respecto al cuerpo de un hombre colgado, la ley
exigía: “no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero; sin falta lo enterrarás
el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado; y no contaminarás tu tierra que Jehová
tu Dios te da por heredad” (Dt. 21:23). Por eso, la idea de un Mesías crucificado constituía
un obstáculo infranqueable para los judíos incrédulos (1 Co. 1:23). Como a Pedro, les
resultaba inconcebible que el Mesías fuera sometido a la ejecución, y mucho menos una
tan ignominiosa, horrenda, humillante y execrable como la muerte de cruz. La maldición
de Deuteronomio 21:23 significaba la exclusión del pacto de Dios, y quedar proscrito de su
pueblo y de sus bendiciones. En cambio, Jesús llevó la maldición en lugar de los creyentes
para traerlos a Dios y a la gloria.
Sin embargo, en el plan perfecto de Dios, la crucifixión de su Hijo no solo era admisible,
sino obligada. Pablo explicó: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por
nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)”
(Gá. 3:13). En la infinita sabiduría de Dios, la muerte de cruz era el único camino a la
redención de la humanidad caída, pecadora y condenada. La crucifixión era sangrienta,
como lo eran los sacrificios del Antiguo Testamento que la prefiguraron. En el cumplimiento
de sus funciones, los sacerdotes al servicio del templo debían derramar sangre y sacrificar
animales. El Cordero de Dios también moriría de una muerte sangrienta.
CONCLUSION: Hemos visto la Elevada posición que Jesús dejó, y luego una serie de
descensos desde aquella posición de gloria y honra a la humillación creciente. Que el Señor
nos ayude a seguir este modelo para que así podamos contribuir a la unidad espiritual....